[Música Maestro] Me fue imposible no recordar el primer verso de esa canción que abre el octavo LP oficial de Silvio Rodríguez, publicado en 1984, cuando supe que «el famoso dominicano» aplastado hasta morir, junto a otras doscientas y pico de personas, por un techo en Santo Domingo, la semana pasada, era nada menos que Rubby Pérez. Seguramente, cuando salió a su ventana, el legendario vocalista de merengue no sabía -mi amor, no sabía- que la luz de esa clara mañana era luz de su último día.
Parece una verdad de Perogrullo -ninguno de nosotros somos capaces de saber si hoy la muerte pisará o no nuestro huerto (Serrat dixit)- pero impacta más cuando se trata del trágico fallecimiento de un personaje público que, además, dedicó su vida a alegrar a sus compatriotas, a hacerlos bailar. Para ponerlo en perspectiva local, sería como si el techo del Teatro Peruano Japonés colapsara durante un concierto de Bartola, en medio de alguna de sus celebradas interpretaciones.
Incluso peor. Porque si aquí el vals criollo representa a toda la región costeña de nuestro país, el merengue es transversal a toda la extensión de República Dominicana. Por eso la conmoción nacional, por eso los tres días de duelo decretados por el presidente Luis Abinader. Y no exagero. Hace cuatro años, cuando falleció Johnny Ventura a los 81, sin accidentes de por medio, el mismo mandatario -este es su segundo periodo- tomó también esa medida que trasciende lo simbólico para corresponder a una tristeza más íntima, más personal. El país caribeño no ha perdido a un cantante. Ha perdido a uno de los ídolos de su cultura popular contemporánea.
Las causas fueron cercando al amable Rubby quien, a sus 69 años cumplidos exactamente un mes antes del desastre, estaba cantando mejor que nunca. Había sido convocado para ser la estrella central de una nueva edición de los Lunes Bailables -otros medios se refieren a ese día como «los lunes de merengue»- en una fecha diferente a la del colapso del emblemático Jet Set Club, una discoteca donde han actuado los mejores artistas locales y extranjeros desde 1973, toda una institución del entretenimiento dominicano. Y el vocalista, por un asunto personal, adelantó su participación para el lunes 7 de abril. Una causa cotidiana, invisible.
Y el azar -poderoso, invencible- se le enredó de modo fatal cuando, a una hora de iniciado su concierto, en pleno frenesí de güiros, saxos y tamboras que seguramente tenía en trance rítmico a la selecta concurrencia, entre la cual estaban conocidos personajes del béisbol -el deporte más popular del país-, la farándula, la sociedad y la política, la estructura cayó sobre las cabezas de público, cantante y músicos con el previo aviso de una inesperada e incomprensible lluvia de arenilla que le dio, a algunos, tiempo de escapar. Lo siguiente ha sido cubierto ampliamente por los medios. Los primeros reportes de heridos y muertos, los testimonios de los sobrevivientes, el dolor de un país.
Entre los ritmos caribeños, el merengue debe ser uno de los más alegres y veloces -si no el más- y, desde luego, extremadamente popular más allá de su obvia zona de influencia. Desde El negrito del batey (o sea “el negrito del barrio”), composición del cubano Santiago Terry Urrutia que fuera grabada por el dominicano Alberto Beltrán (1923-1997) con La Sonora Matancera a finales de los años cincuenta, hasta los éxitos globales de Juan Luis Guerra y la 4.40, muchos artistas merengueros han dejado su huella imborrable entre los amantes de la música latina.
Lamentablemente, la vulgar omnipresencia del reggaetón, esa bacteria multidrogorresistente, ha hecho que el merengue -como la salsa, como el latin jazz- sea hoy placer de minorías nostálgicas o fórmulas usadas de manera indiscriminada sin detenerse en su historia ni en sus representantes, incorporándolo a la fría biblioteca de ritmos pegajosos de la que hacen uso esos destalentados que, a punta de autotune y exhibicionismo barato, han reventado un siglo entero de riquísima evolución convirtiendo a la música latina en vehículo de expresión para los peores aspectos de la idiosincrasia de nuestra región.
El merengue tiene también sus personajes legendarios, sus padres fundadores, sus conexiones con el pasado de los pueblos que lo vieron nacer. Allá por los años treinta y cuarenta, el dictador Rafael Leonidas Trujillo (1891-1961) usaba el merengue como herramienta de proselitismo político. En estos días de duelo vargasllosiano, resulta también inevitable imaginar a uno de los personajes centrales de la acuciosa investigación que realizó nuestro célebre y controversial narrador para escribir La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), ese calculador asesino, ordenando a los conjuntos tradicionales -tríos de acordeón, tambora y güiro- a escribir melodiosas y bailables con letras que ensalzaban a su gobierno, contando mentiras sobre lo bueno que era.
En nuestro país, el merengue también tuvo una fuerte presencia en la radio y la televisión, en especial durante los años ochenta y noventa. El Perú ha estado siempre en el radar de los cultores de la música afro-latina-caribeña-americana, debido a la popularidad que siempre tuvo en los sectores populares de barrios tradicionales de Lima y en el puerto del Callao. Frente al retroceso de la “salsa dura” y el apogeo aguado de la “salsa sensual”, los sólidos y rápidos ritmos del merengue dominicano captaron la atención del público peruano, motivo por el cual algunos de sus principales exponentes fueron muy bien recibidos con sus canciones y propuestas sonoras.
A mediados de los años ochenta, llegó al Perú la orquesta de Wilfrido Vargas, un trompetista de voz acajonada y formación académica, capaz de hacer arreglos complejos y a la vez pegajosos, que tenía ya más de una década como portador del estandarte del merengue total, el de musculares secciones de vientos, agresivas percusiones y frenéticos cambios.
Para cuando llegaron a la Feria del Hogar en 1986, Wilfrido Vargas y su orquesta eran fijos en cualquier fiesta -de casa, de discoteca- y aquellas noches, en el recordado campo ferial de San Miguel, demostraron su amplia capacidad para entretener y sacudir los cuerpos de sus espectadores. En este video, el único disponible de esa época, vemos a Wilfrido conduciendo esa nave merenguera a toda velocidad, pasando del Hava Nagila judío al Kalinka ruso, con la misma facilidad con la que sus pupilos sonríen y saltan sin parar. Música de verdad la que escuchábamos entonces.
En la línea delantera de cantantes estaba, al centro, Rubby Pérez. Había llegado a la orquesta de Wilfrido tres años antes, para grabar con ellos el disco El funcionario (Karen Records, 1983) que comienza con un tema que se volvería su marca registrada, El africano, escrita por Calixto Ochoa, donde destaca su potente y aguda voz. La letra describe, desde el punto de vista de una mujer, de forma ingeniosa y divertida un escarceo sexual, con llamadas de Wilfrido y los demás cantantes en las que hacen ruidos guturales, onomatopéyicos, como si provinieran una tribu africana de salvajes.
“Mami ¿qué será lo que quiere el negro?” se pregunta el vocalista. Por supuesto, el tema es burlesco y pícaro, todo un éxito de las radios en esos años que, el día de hoy, no es programada por nadie para evitar las críticas desubicadas y prejuiciosas de los mismos que les cambian de nombre a las gelatinas y proscriben clásicos del cine norteamericano por usar a actrices negras para hacer de empleadas, creyendo que así luchan contra la discriminación.
Dos años después, en su popurrí de homenaje a la música caribeña, los cantantes Willy Chirino (Cuba) y Ángela Carrasco (República Dominicana) incluyeron El africano en el segmento dedicado a la que fuera, en tiempos de Cristóbal Colón y sus carabelas, la isla La Española. Años más tarde, el panameño Edgardo Franco, El General para los amigos, usó la intro de saxos de El africano en el éxito radial Boricua, una colaboración con los norteamericanos C+C Music Factory cuyo título real es Robi-Rob’s boriqua anthem (1994).
La canción se convirtió en sinónimo de Rubby Pérez quien de inmediato fue bautizado, por Wilfrido Vargas, como “La Voz Más Alta del Mrengue”. Su carisma y amplia sonrisa acompañaron a la famosa orquesta hasta 1986, tiempo en el que se editaron tres LP más, El jardinero (1984), La medicina (1985) y Vida, canción y suerte (1986), luego de lo cual, el vocalista decidió emprender su propio camino, con la bendición de su jefe. Después de haber trabajado para dos leyendas del merengue en su país -Fernando Villalona y Wilfrido Vargas-, era tiempo de lanzarse a la tarima como líder de su orquesta.
Entre 1987 y 2007, Rubby Pérez lanzó una docena de álbumes de merengue puro y duro, de enorme popularidad en su propio país y en las comunidades latinas de los Estados Unidos, donde era recibido siempre como un rey. Las enormes congregaciones de inmigrantes dominicanos que viven en distintos condados de La Florida, New York y New Jersey han disfrutado en más de una ocasión de los lanzamientos discográficos de Pérez, sus visitas para ofrecer alegres conciertos y su decisión de mantener vigente el ritmo nacional de su país, al margen de las tendencias más comerciales que se llevan los mayores dividendos en estos tiempos de Shakiras y Bad Bunnies, que ganan tanto ofreciendo tan poco.
Por eso, su llegada al Jet Set Club era también un acontecimiento especial. El Jet Set Club era considerado un bastión del merengue que había decidido no sucumbir, como sí lo habían hecho otras discotecas y centros de diversión en la capital dominicana, al invasivo reggaetón. Nuevamente, para contextualizar con asuntos que son familiares para nosotros, el Jet Set Club vendría a ser para Santo Domingo lo que para Lima es, por decir algo, la peña Don Porfirio. Si estabas de visita y querías escuchar buen merengue, genuino, ibas al Jet Set Club.
El último álbum oficial de Rubby Pérez, Dulce veneno, tenía este año ya casi dos décadas de antigüedad -se lanzó en el 2007 con el sello local Palenke Records. Pero los éxitos del vocalista iban más por el lado de sus actuaciones. Su estilo vocal era inconfundible y también algunas fórmulas, como esos silbidos simulando a un pajarito o la exclamación “¡Me voy!” que lanzaba a cada rato en medio de las estrofas o coros principales. También mantenía su costumbre de presentar arreglos en merengue de canciones conocidas. En aquel último trabajo en estudio, destacan Amada amante y Así no te amará jamás, baladas del brasileño Roberto Carlos y la argentina Amanda Miguel, respectivamente.
Pero si hay una canción que identificará por siempre a Rubby Pérez es el éxito Volveré, de su séptimo disco Vuelve el merengue (1999), una canción compuesta por los españoles Ignacio Román y Paco Cepero e interpretada en 1983 por el baladista y cantaor Antonio Cortés Pantoja, Chiquetete -el mismo que popularizó Esta cobardía, una de las baladas más famosas de esa década-. Tras conocerse la noticia de la caída del techo, las redes sociales se inundaron con videos de homenaje a Rubby Pérez interpretando esta canción. En nuestro país, fue más popular la versión en ritmo de salsa que grabara Huey Dunbar -también poseedor de un impactante registro vocal, aunque menos cálido que el del dominicano- con la banda DLG, en su tercer álbum Gotcha!” (1999).
Wilfrido Vargas (75) fue uno de los primeros artistas que manifestó su profundo pesar ante la tragedia, refiriéndose a Roberto Antonio Pérez Herrera, verdadero nombre de Rubby, como uno de sus “hijos musicales”. Durante el funeral del artista pudimos apreciar a importantes exponentes del folklore dominicano como Fernando Villalona -no muy conocido fuera de República Dominicana pero considerado uno de los responsables de la evolución y modernización del género- con quien Pérez había iniciado su carrera musical. Y Juan Luis Guerra, por supuesto, el artista que trajo “inteligencia y poesía” al merengue, como dice el musicólogo y periodista dominicano Carlos Batista Matos en su libro Historia y evolución del merengue (1999), a quien se le veía muy afectado por esta inesperada e injusta muerte.
Como nos ocurrió a nosotros, los peruanos, hace pocas semanas, luego de ver cómo el techo de un centro comercial asesinó e hirió a decenas de compatriotas, lo sucedido en la calurosa Santo Domingo deja una estela de tristeza pero también de indignación. Los propietarios del Jet Set, encabezados por el poderoso empresario de medios de comunicación Antonio Espaillat, tendrán que dar muchas explicaciones a la justicia. Los reportes oficiales dicen que un incendio de hace algunos años habría dejado debilitadas las estructuras metálicas del Jet Set Club, pero aun no se establecen causas y responsabilidades concretas frente a tan desgraciado hecho.
No deja de ser paradójico que un momento tan alegre y cálido, como puede llegar a ser un buen concierto de merengue, haya sido cortado por el triste peso de fríos bloques de cemento y fierro, en un hecho que es todo menos algo casual o azaroso. En medio del dolor de sus familiares, colegas y seguidores, no dejo de pensar en ese otro verso de Silvio -quien, por cierto, nos visitará dentro de seis meses-. Mientras calentaba la voz y recibía el ánimo de su manager, sobreviviente de la tragedia, que siempre le decía antes de subir al escenario una sola palabra -«¡Rompe!»-, Rubby Pérez no tenía cómo saber, madre mía, que no le esperaba la paz, sino el espanto.