Música latina

[Música Maestro] Me fue imposible no recordar el primer verso de esa canción que abre el octavo LP oficial de Silvio Rodríguez, publicado en 1984, cuando supe que «el famoso dominicano» aplastado hasta morir, junto a otras doscientas y pico de personas, por un techo en Santo Domingo, la semana pasada, era nada menos que Rubby Pérez. Seguramente, cuando salió a su ventana, el legendario vocalista de merengue no sabía -mi amor, no sabía- que la luz de esa clara mañana era luz de su último día.

Parece una verdad de Perogrullo -ninguno de nosotros somos capaces de saber si hoy la muerte pisará o no nuestro huerto (Serrat dixit)- pero impacta más cuando se trata del trágico fallecimiento de un personaje público que, además, dedicó su vida a alegrar a sus compatriotas, a hacerlos bailar. Para ponerlo en perspectiva local, sería como si el techo del Teatro Peruano Japonés colapsara durante un concierto de Bartola, en medio de alguna de sus celebradas interpretaciones.

Incluso peor. Porque si aquí el vals criollo representa a toda la región costeña de nuestro país, el merengue es transversal a toda la extensión de República Dominicana. Por eso la conmoción nacional, por eso los tres días de duelo decretados por el presidente Luis Abinader. Y no exagero. Hace cuatro años, cuando falleció Johnny Ventura a los 81, sin accidentes de por medio, el mismo mandatario -este es su segundo periodo- tomó también esa medida que trasciende lo simbólico para corresponder a una tristeza más íntima, más personal. El país caribeño no ha perdido a un cantante. Ha perdido a uno de los ídolos de su cultura popular contemporánea.

Las causas fueron cercando al amable Rubby quien, a sus 69 años cumplidos exactamente un mes antes del desastre, estaba cantando mejor que nunca. Había sido convocado para ser la estrella central de una nueva edición de los Lunes Bailables -otros medios se refieren a ese día como «los lunes de merengue»- en una fecha diferente a la del colapso del emblemático Jet Set Club, una discoteca donde han actuado los mejores artistas locales y extranjeros desde 1973, toda una institución del entretenimiento dominicano. Y el vocalista, por un asunto personal, adelantó su participación para el lunes 7 de abril. Una causa cotidiana, invisible.

Y el azar -poderoso, invencible- se le enredó de modo fatal cuando, a una hora de iniciado su concierto, en pleno frenesí de güiros, saxos y tamboras que seguramente tenía en trance rítmico a la selecta concurrencia, entre la cual estaban conocidos personajes del béisbol -el deporte más popular del país-, la farándula, la sociedad y la política, la estructura cayó sobre las cabezas de público, cantante y músicos con el previo aviso de una inesperada e incomprensible lluvia de arenilla que le dio, a algunos, tiempo de escapar. Lo siguiente ha sido cubierto ampliamente por los medios. Los primeros reportes de heridos y muertos, los testimonios de los sobrevivientes, el dolor de un país.

Entre los ritmos caribeños, el merengue debe ser uno de los más alegres y veloces -si no el más- y, desde luego, extremadamente popular más allá de su obvia zona de influencia. Desde El negrito del batey (o sea “el negrito del barrio”), composición del cubano Santiago Terry Urrutia que fuera grabada por el dominicano Alberto Beltrán (1923-1997) con La Sonora Matancera a finales de los años cincuenta, hasta los éxitos globales de Juan Luis Guerra y la 4.40, muchos artistas merengueros han dejado su huella imborrable entre los amantes de la música latina. 

Lamentablemente, la vulgar omnipresencia del reggaetón, esa bacteria multidrogorresistente, ha hecho que el merengue -como la salsa, como el latin jazz- sea hoy placer de minorías nostálgicas o fórmulas usadas de manera indiscriminada sin detenerse en su historia ni en sus representantes, incorporándolo a la fría biblioteca de ritmos pegajosos de la que hacen uso esos destalentados que, a punta de autotune y exhibicionismo barato, han reventado un siglo entero de riquísima evolución convirtiendo a la música latina en vehículo de expresión para los peores aspectos de la idiosincrasia de nuestra región.

El merengue tiene también sus personajes legendarios, sus padres fundadores, sus conexiones con el pasado de los pueblos que lo vieron nacer. Allá por los años treinta y cuarenta, el dictador Rafael Leonidas Trujillo (1891-1961) usaba el merengue como herramienta de proselitismo político. En estos días de duelo vargasllosiano, resulta también inevitable imaginar a uno de los personajes centrales de la acuciosa investigación que realizó nuestro célebre y controversial narrador para escribir La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), ese calculador asesino, ordenando a los conjuntos tradicionales -tríos de acordeón, tambora y güiro- a escribir melodiosas y bailables con letras que ensalzaban a su gobierno, contando mentiras sobre lo bueno que era.

En nuestro país, el merengue también tuvo una fuerte presencia en la radio y la televisión, en especial durante los años ochenta y noventa. El Perú ha estado siempre en el radar de los cultores de la música afro-latina-caribeña-americana, debido a la popularidad que siempre tuvo en los sectores populares de barrios tradicionales de Lima y en el puerto del Callao. Frente al retroceso de la “salsa dura” y el apogeo aguado de la “salsa sensual”, los sólidos y rápidos ritmos del merengue dominicano captaron la atención del público peruano, motivo por el cual algunos de sus principales exponentes fueron muy bien recibidos con sus canciones y propuestas sonoras.

A mediados de los años ochenta, llegó al Perú la orquesta de Wilfrido Vargas, un trompetista de voz acajonada y formación académica, capaz de hacer arreglos complejos y a la vez pegajosos, que tenía ya más de una década como portador del estandarte del merengue total, el de musculares secciones de vientos, agresivas percusiones y frenéticos cambios. 

Para cuando llegaron a la Feria del Hogar en 1986, Wilfrido Vargas y su orquesta eran fijos en cualquier fiesta -de casa, de discoteca- y aquellas noches, en el recordado campo ferial de San Miguel, demostraron su amplia capacidad para entretener y sacudir los cuerpos de sus espectadores. En este video, el único disponible de esa época, vemos a Wilfrido conduciendo esa nave merenguera a toda velocidad, pasando del Hava Nagila judío al Kalinka ruso, con la misma facilidad con la que sus pupilos sonríen y saltan sin parar. Música de verdad la que escuchábamos entonces.

En la línea delantera de cantantes estaba, al centro, Rubby Pérez. Había llegado a la orquesta de Wilfrido tres años antes, para grabar con ellos el disco El funcionario (Karen Records, 1983) que comienza con un tema que se volvería su marca registrada, El africano, escrita por Calixto Ochoa, donde destaca su potente y aguda voz. La letra describe, desde el punto de vista de una mujer, de forma ingeniosa y divertida un escarceo sexual, con llamadas de Wilfrido y los demás cantantes en las que hacen ruidos guturales, onomatopéyicos, como si provinieran una tribu africana de salvajes.

“Mami ¿qué será lo que quiere el negro?” se pregunta el vocalista. Por supuesto, el tema es burlesco y pícaro, todo un éxito de las radios en esos años que, el día de hoy, no es programada por nadie para evitar las críticas desubicadas y prejuiciosas de los mismos que les cambian de nombre a las gelatinas y proscriben clásicos del cine norteamericano por usar a actrices negras para hacer de empleadas, creyendo que así luchan contra la discriminación.

Dos años después, en su popurrí de homenaje a la música caribeña, los cantantes Willy Chirino (Cuba) y Ángela Carrasco (República Dominicana) incluyeron El africano en el segmento dedicado a la que fuera, en tiempos de Cristóbal Colón y sus carabelas, la isla La Española. Años más tarde, el panameño Edgardo Franco, El General para los amigos, usó la intro de saxos de El africano en el éxito radial Boricua, una colaboración con los norteamericanos C+C Music Factory cuyo título real es Robi-Rob’s boriqua anthem (1994).

La canción se convirtió en sinónimo de Rubby Pérez quien de inmediato fue bautizado, por Wilfrido Vargas, como “La Voz Más Alta del Mrengue”. Su carisma y amplia sonrisa acompañaron a la famosa orquesta hasta 1986, tiempo en el que se editaron tres LP más, El jardinero (1984), La medicina (1985) y Vida, canción y suerte (1986), luego de lo cual, el vocalista decidió emprender su propio camino, con la bendición de su jefe. Después de haber trabajado para dos leyendas del merengue en su país -Fernando Villalona y Wilfrido Vargas-, era tiempo de lanzarse a la tarima como líder de su orquesta.

Entre 1987 y 2007, Rubby Pérez lanzó una docena de álbumes de merengue puro y duro, de enorme popularidad en su propio país y en las comunidades latinas de los Estados Unidos, donde era recibido siempre como un rey. Las enormes congregaciones de inmigrantes dominicanos que viven en distintos condados de La Florida, New York y New Jersey han disfrutado en más de una ocasión de los lanzamientos discográficos de Pérez, sus visitas para ofrecer alegres conciertos y su decisión de mantener vigente el ritmo nacional de su país, al margen de las tendencias más comerciales que se llevan los mayores dividendos en estos tiempos de Shakiras y Bad Bunnies, que ganan tanto ofreciendo tan poco.

Por eso, su llegada al Jet Set Club era también un acontecimiento especial. El Jet Set Club era considerado un bastión del merengue que había decidido no sucumbir, como sí lo habían hecho otras discotecas y centros de diversión en la capital dominicana, al invasivo reggaetón. Nuevamente, para contextualizar con asuntos que son familiares para nosotros, el Jet Set Club vendría a ser para Santo Domingo lo que para Lima es, por decir algo, la peña Don Porfirio. Si estabas de visita y querías escuchar buen merengue, genuino, ibas al Jet Set Club.

El último álbum oficial de Rubby Pérez, Dulce veneno, tenía este año ya casi dos décadas de antigüedad -se lanzó en el 2007 con el sello local Palenke Records. Pero los éxitos del vocalista iban más por el lado de sus actuaciones. Su estilo vocal era inconfundible y también algunas fórmulas, como esos silbidos simulando a un pajarito o la exclamación “¡Me voy!” que lanzaba a cada rato en medio de las estrofas o coros principales. También mantenía su costumbre de presentar arreglos en merengue de canciones conocidas. En aquel último trabajo en estudio, destacan Amada amante y Así no te amará jamás, baladas del brasileño Roberto Carlos y la argentina Amanda Miguel, respectivamente.

Pero si hay una canción que identificará por siempre a Rubby Pérez es el éxito Volveré, de su séptimo disco Vuelve el merengue (1999), una canción compuesta por los españoles Ignacio Román y Paco Cepero e interpretada en 1983 por el baladista y cantaor Antonio Cortés Pantoja, Chiquetete -el mismo que popularizó Esta cobardía, una de las baladas más famosas de esa década-. Tras conocerse la noticia de la caída del techo, las redes sociales se inundaron con videos de homenaje a Rubby Pérez interpretando esta canción. En nuestro país, fue más popular la versión en ritmo de salsa que grabara Huey Dunbar -también poseedor de un impactante registro vocal, aunque menos cálido que el del dominicano- con la banda DLG, en su tercer álbum Gotcha!” (1999).

Wilfrido Vargas (75) fue uno de los primeros artistas que manifestó su profundo pesar ante la tragedia, refiriéndose a Roberto Antonio Pérez Herrera, verdadero nombre de Rubby, como uno de sus “hijos musicales”. Durante el funeral del artista pudimos apreciar a importantes exponentes del folklore dominicano como Fernando Villalona -no muy conocido fuera de República Dominicana pero considerado uno de los responsables de la evolución y modernización del género- con quien Pérez había iniciado su carrera musical. Y Juan Luis Guerra, por supuesto, el artista que trajo “inteligencia y poesía” al merengue, como dice el musicólogo y periodista dominicano Carlos Batista Matos en su libro Historia y evolución del merengue (1999), a quien se le veía muy afectado por esta inesperada e injusta muerte.

Como nos ocurrió a nosotros, los peruanos, hace pocas semanas, luego de ver cómo el techo de un centro comercial asesinó e hirió a decenas de compatriotas, lo sucedido en la calurosa Santo Domingo deja una estela de tristeza pero también de indignación. Los propietarios del Jet Set, encabezados por el poderoso empresario de medios de comunicación Antonio Espaillat, tendrán que dar muchas explicaciones a la justicia. Los reportes oficiales dicen que un incendio de hace algunos años habría dejado debilitadas las estructuras metálicas del Jet Set Club, pero aun no se establecen causas y responsabilidades concretas frente a tan desgraciado hecho.

No deja de ser paradójico que un momento tan alegre y cálido, como puede llegar a ser un buen concierto de merengue, haya sido cortado por el triste peso de fríos bloques de cemento y fierro, en un hecho que es todo menos algo casual o azaroso. En medio del dolor de sus familiares, colegas y seguidores, no dejo de pensar en ese otro verso de Silvio -quien, por cierto, nos visitará dentro de seis meses-. Mientras calentaba la voz y recibía el ánimo de su manager, sobreviviente de la tragedia, que siempre le decía antes de subir al escenario una sola palabra -«¡Rompe!»-, Rubby Pérez no tenía cómo saber, madre mía, que no le esperaba la paz, sino el espanto. 

Tags:

Jet Set, Merengue, Música latina, Rubby Pérez, Tragedia en República Dominicana, Wilfrido Vargas

Es muy curioso ver cómo grandes sectores del público que se llaman a sí mismos fanáticos de la salsa, deciden olvidar voluntariamente a aquellos personajes que fueron fundamentales para el desarrollo de su sonido. Esto marca una diferencia muy fuerte con la comunidad de seguidores del rock y del jazz, que constantemente recuerdan y homenajean a sus referentes, sus padres fundadores.

Perdidos en el culto a la personalidad que prodigan a determinados cantantes, modas -la timba y su achoramiento vulgarón y farandulero- y antimodas -la superficial devoción por la «salsa dura» como oposición barrial frente a la salsa comercial, el reggaetón y el ligero latin-pop, disfrutados por clases altas y turistas no latinos- las nuevas generaciones de supuestos salseros se limitan al consumo de fórmulas que remiten a una época o una actitud y, al mismo tiempo, son usadas de forma indiscriminada tanto por auténticos conocedores como por oyentes comunes y corrientes a quienes les da lo mismo escuchar a Héctor Lavoe (1946-1993) o Celia Cruz (1925-2003) que a Yosimar y su Yambú o Daniela Darcourt y las decenas de sus clones en la limitada y, muchas veces desafinada, escena salsera local.

Pensaba en todo eso cuando recordé al excepcional conguero, compositor y director de orquestas Ray Barretto (1929-2006), actor vital en los rumbos que tomó la música latina a partir de la fusión que hicieron los norteamericanos hijos de migrantes caribeños entre la rica diversidad de ritmos bailables de raíces africanas con el jazz y el soul/R ‘n B. El percusionista nacido en New York de padres boricuas fue uno de los tres pilares de la gruesa columna vertebral que dio origen a la salsa. Los otros dos fueron Johnny Pacheco (República Dominicana, 1935-2021) y Larry Harlow (EE.UU., 1939-2021).

Barretto, «El Rey de las Manos Duras», sobrenombre que alude al feroz e incansable ataque al que sometía a los cueros de sus inseparables congas, tenía un imponente y salvaje desenvolvimiento sobre los escenarios. Más de una vez fantaseé con que Ray Barretto, con toda esa furia desatada, habría podido integrarse con suma facilidad al combo de rock latino del guitarrista mexicano Carlos Santana, allá por 1969. Sin embargo, Barretto había nacido para dirigir y no para ser dirigido. Ese mismo año, en otro sector de la ciudad que nunca duerme, a casi 160 kilómetros del campamento hippie de Woodstock, Barretto estaba dándole forma a otra cosa.

Entre 1968 y 1976, Ray Barretto fue uno de los coches que empujó a la salsa, tanto con los poderosos álbumes que produjo al frente de su propia orquesta como en la primera línea de The Fania All-Stars, el supergrupo de músicos y cantantes creado por Johnny Pacheco y Jerry Masucci (1934-1997), fundadores del sello discográfico en que se gestaron los elementos de lo que hoy todos conocemos como salsa dura. En la orquesta de las estrellas de Fania compartió escenario con Willie Colón (trombón), Roberto Roena (bongós), Ismael Miranda, Héctor Lavoe, Bobby Cruz, Cheo Feliciano, Celia Cruz (voces), Larry Harlow, Richie Ray (pianos), Johnny Pacheco (flauta), Bobby Valentín (bajo), entre otros, en una cadena de álbumes dobles en vivo que documentaron el ascenso meteórico del género. Desde los reducidos conciertos en The Red Garter (1968), un pequeño club de jazz del Greenwich Village neoyorquino, hasta el lleno total en el estadio de los Yankees (1975), ante más de 40 mil personas, la orquesta tuvo en las manos de Barretto un boleto asegurado a la inmortalidad. 

De todos aquellos lanzamientos, probablemente el más redondo sea el Live at the Cheetah (1972) -donde están canciones como Ponte duro o Quítate tú-, que condensa la arrolladora capacidad de improvisación y directa intensidad de una generación brillante de intérpretes que estaban dando forma, sin planificarlo, a un movimiento musical cargado de simbolismos de identidad y orgullo latino. Sin embargo, fueron las imágenes del legendario show en el estadio Statu Hai (Kinshasa, Zaire), realizado en septiembre de 1974 como parte de un festival de tres días, en que una multitud de negros africanos alcanzó una conexión espiritual y narcótica con las telúricas descargas rumberas de la Fania, las que quedaron impregnadas en el imaginario colectivo. Aquí vemos un fragmento de aquel concierto, en el que Barretto realiza un estremecedor dúo, desde sus cuatro congas, con el timbalero Nicky Marrero (”¡Se soltaron los anormales!”, se escucha gritar, al fondo, a Lavoe).

Para los más expertos, están las películas Our latin thing (1972) y Salsa (1975), dirigidas por Leon Gast (1936-2021). En ambos documentales, la presencia escénica de Barretto es el corazón de esa tormenta rítmica. Lo que pocos saben es que, antes de ser ese amenazante y rudo conguero, alto y encorvado de toscos lentes de grueso marco, desordenada melena negra y brazos largos, con la boca y la camisa siempre abiertas mientras sacude sin piedad su instrumento, Ray Barretto ya había labrado su nombre y prestigio en la escena del jazz, tocando con importantes músicos como el saxofonista Charlie Parker, el guitarrista Wes Montgomery, el flautista Herbie Mann o el pianista Red Garland. Entre 1958 y 1967, Barretto lideró su propia orquesta, tras una experiencia de cuatro años en el grupo del “Rey del Timbal”, Tito Puente (1923-2000), al que ingresó para reemplazar a Mongo Santamaría (1917-2003). 

Al frente de su Charanga Moderna, Ray Barretto ayudó a consolidar el boogaloo con álbumes como Guajira y guaguancó (1964), Viva Watusi (1965) o El Ray criollo (1966), solo por mencionar unos cuantos. Desde clásicos del soul -The big hits latin style (1963)- hasta versiones de bandas sonoras norteamericanas -Señor 007 (1966)- la orquesta de Barretto se ubicó a la vanguardia de este estilo, que fue enriqueciéndose también con los primeros trabajos de Johnny Pacheco, El Gran Combo y el dúo boricua Richie Ray & Bobby Cruz, con quienes coincidiría en la Fania All-Stars. Los temas más representativos de ese periodo fueron Watusi o Bruca maniguá, pero también hay otros como Fuego y pa’lante (Latino y con soul, 1966), Fiesta en el barrio (Viva Watusi, 1965) y Descarga criolla (El Ray criollo, 1966). En las carátulas de estos LP, grabados para importantes sellos como Riverside o Tico Records, Ray Barretto luce más atildado, con el cabello corto y terno, como los músicos de jazz con los que interactuó desde sus inicios.

Ya montado en la plataforma de Fania Records, la tríada conformada por los álbumes Acid (1968), Hard hands (1969) y Together (1970) son un crisol en el que convergen todo lo aprendido en sus años como músico de latin jazz y boogaloo más los rudimentos de la salsa primigenia, todo enmarcado en una atmósfera que se nutría incluso de la psicodelia hippie de ese entonces, como en los jams Espíritu libre y The soul drummers. En canciones como A deeper shade of soul o El nuevo Barretto la orquesta hace referencia, a través de los arreglos, a temas exitosos de la época como Knock on wood (de Eddie Floyd, años más tarde exitazo de la música disco en la voz de Amii Stewart) u Oye cómo va (Tito Puente, Santana).

En esa época, Ray Barretto fue invitado, como representante de la comunidad latina que buscaba abrirse paso en los Estados Unidos, al Festival Cultural de Harlem, realizado en la misma semana en que se produjo el de Woodstock, en agosto de 1969. En el documental Summer of Soul (2021), dirigido por el baterista y líder de The Roots y de la banda del programa nocturno de Jimmy Fallon, Ahmir «Questlove» Thompson, premiado por la crítica especializada de Sundance, apreciamos imágenes nunca vistas de Barretto, un breve fragmento de su concierto en que aparece de pie y sin sus congas, cantando y lanzando arengas contra la discriminación racial, mientras su banda interpreta una sabrosa guaracha de su autoría, Together. 

Álbumes como The message (1971) o Indestructible (1973, el de la clásica carátula en que Barretto hace de Clark Kent en plena transformación), iban dejando su propia huella en el nuevo universo salsero. Canciones como Cocinando (Que viva la música, 1972), usada en los créditos iniciales de Our latin thing; o Quítate la máscara (Barretto power, 1970, con la voz de Adalberto Santiago) son himnos incombustibles de la salsa dura. En medio de toda esta revolución salsera, Ray Barretto pasó por un duro momento cuando cinco miembros de su orquesta se fueron para armar otra, La Típica ’73, que gozó también de mucho aprecio en la naciente comunidad salsera. Afortunadamente para su carrera, el éxito global de la Fania All-Stars lo mantuvo creativo y ocupado todo el tiempo. Hasta se dio tiempo para dar una clase maestra en el programa Plaza Sésamo sobre percusión latina para niños, quienes no pueden evitar moverse como loquitos ante el endemoniado ritmo del maestro.

Para el año 1975 llegaría su vigésimo segundo álbum, titulado simplemente Barretto -conocido también como “el disco rojo” o “el disco de las congas”- que presentó en sociedad a un joven panameño de 27 años, Rubén Blades. El futuro “poeta de la salsa” comparte micrófono con otro gran vocalista, Tito Gómez -famoso en las siguientes décadas con La Sonora Ponceña y El Grupo Niche- interpretando canciones como Canto abacuá (escrita por él), Ban ban quere (Calixto Varela), Vale más un guaguancó (Tito Curet Alonso) y la poderosa Guararé (aquí la versión en vivo del excelente álbum Tomorrow, 1976). Además de Blades, otros conocidos artistas de la salsa que dieron también sus primeros pasos en el combo de Barretto. Por ejemplo, dos de los integrantes originales de la Fania All-Stars y posteriormente de La Típica ’73, el sonero portorriqueño Adalberto Santiago y el timbalero cubano Orestes Vilató, quien se hiciera conocido entre 1981 y 1990 como miembro de la banda de Santana. Ralph Irizarry (1954-2021), otro timbalero, de los Seis del Solar de Rubén Blades, nació musicalmente en la orquesta de Barretto entre 1979 y 1983. Y el bajista Andy González, uno de los más activos del latin jazz, hizo lo propio durante la década de los setenta.

A partir de 1977 en adelante, la vida musical de Ray Barretto se repartió entre discos de salsa pura y dura –Rican/Struction (1979), Tremendo trío (1983, con Celia y Adalberto), Irresistible (1990) o Todo se va a poder (1994)-, producciones atípicas como Eye of the beholder (1977) y Can you feel it? (1978), influenciadas por la música disco y el smooth jazz; o extraordinarias producciones de latin jazz, en solitario -Handprints (1991) o My summertime (1995)- y acompañado de The New World Spirit, con quienes registró álbumes excelentes como Ancestral messages (1992), Taboo (1993), Contact! (1998) o Time was time is (2005), la mayoría de ellos lanzados bajo los sellos Concord Picante y Blue Note Records. 

En ese terreno hay que destacar un verdadero disco de antología, La cuna (1979), junto a Tito Puente (timbales), Joe Farrell (saxos), Charlie Palmieri (piano) y Steve Gadd (batería), que incluye un cover de Stevie Wonder, Pastime paradise, quince años antes de que lo hiciera el rapero Coolio (1963-2022). Paralelamente, Barretto se reintegró a la Fania All-Stars -su lugar lo habían cubierto, desde 1977, otros dos grandes congueros, Milton Cardona y Eddie Montalvo, ambos músicos de planta de Fania Records- para sus giras durante los noventa y realizó muchos conciertos al frente de su propio ensamble. Barretto nunca dejó de tocar jazz. Si sus congas pueden escucharse en un álbum fundamental como Midnight blue (Kenny Burrell, Blue Note Records, 1963) y luego, una década después, lanzó The other road (1973) en medio del auge de su producción salsera, el percusionista regresó a su género matriz con un disco grabado casi cuarenta años después, en el 2005. 

Este elegante álbum, titulado Standards rican-ditioned, se convertiría en el primer lanzamiento póstumo de Ray Barretto, ya que se lanzó tras su fallecimiento, en febrero del año siguiente, de un ataque al corazón a los 76 años, en un hospital de New Jersey. Lo sobrevivieron su esposa Brandy y sus cuatro hijos, dos de los cuales estudiaron música en la prestigiosa Escuela de Música de Manhattan (New York). Chris, el menor, después de trabajar con su papá, como saxofonista en el mencionado disco, ha desarrollado su carrera en un género totalmente diferente, el death metal melódico, como cantante de las bandas Periphery y Monuments. Por su parte, Ray Jr. es multi-instrumentista y productor de música incidental con toques latinos y electrónicos y ha participado en diversos homenajes a su recordado padre.

Ray Barretto es reverenciado, por quienes más saben de salsa y latin jazz, como uno de los mejores congueros de la historia, al costado del pionero Chano Pozo (1915-1948) o su cercano amigo, el cubano Ramón “Mongo” Santamaría, integrante fundador de la Fania All-Stars. Sin embargo, la tendencia a dar exclusivo protagonismo a los soneros hizo que, poco a poco, se piense injustamente en los percusionistas como personajes secundarios, anónimos, a pesar de su gravitante importancia en todos los ritmos latinos. ¿Se imaginan el sonido de El Gran Combo, El Grupo Niche o Seis del Solar sin las congas de Miguel Torres, Dennis Machado o Eddie Montalvo, respectivamente? Ellos y muchos otros, como Poncho Sánchez, Luis Conte o Giovanni Hidalgo, son herederos directos de Ray “Manos Duras” Barretto y merecen, como él, mayor visibilidad como exponentes de la buena música latina, la de verdad. 

Tags:

Boogaloo, Fania All-Stars, Latin Jazz, Música latina, Ray Barretto, Salsa clásica, Salsa Dura

[MÚSICA MAESTRO] Cada vez que las ondas radiales me recuerdan lo podrido que está el concepto «música latina» en la posmodernidad, me aferro a aquellos artistas que me convencieron, cuando yo era tan solo un niño, de que la picardía, «el ritmo, el sabor y la sandunga» (Luis Delgado Aparicio, dixit) no tienen por qué perder elegancia para ser populares.

Y de esa galería de notables compositores, instrumentistas e intérpretes de las diversas vertientes de la música para bailar -uno de los aspectos que siempre ha llamado más la atención hacia lo latino entre públicos ajenos a nuestras idiosincrasias-, El Gran Combo de Puerto Rico se yergue como una de las columnas vertebrales de esa añoranza que es atacada a diario por los reggaetoneros de intensa pezuña blanqueada por los dólares y la fama fácil que ahora ve «elegancia» en el español mal hablado/mal pronunciado, el bling bling clonado (¿robado?) del hip hop y su asociación directa con temas de baja estofa como el narcotráfico y sus negocios anexos (prostitución de alto vuelo, tráfico de armas, sicariato, extorsión y cupos).

El Gran Combo de Puerto Rico es, sin exagerar, una de las orquestas creadoras/constructoras del concepto «salsa». De hecho, comenzaron a tocarla desde antes de que el término fuera acuñado oficialmente por el DJ venezolano Fidias Escalona en 1968, un asunto que hasta hoy genera intensos y, hoy más que nunca, infértiles debates habida cuenta de todas las aguas que han pasado bajo los puentes de la música afrolatina-caribeña-americana.

Pocas personas lo tienen presente pero El Gran Combo de Puerto Rico -ese es el nombre completo de la agrupación, aunque para todos nosotros será siempre El Gran Combo, a secas- surgió de la escisión de una de las orquestas de guaracha, bomba y plena -tres de los géneros caribeños ingredientes básicos de la salsa-, más importantes de la segunda mitad de los años cincuenta, Cortijo y su Combo. Rafael Cortijo, un arreglista y experto timbalero, tenía una efervescente orquesta de niches boricuas con ganas de comerse el mundo no sin antes hacerlo bailar hasta cansarse. Entre 1956 y 1961, Cortijo y su Combo remeció salones de baile y rudimentarios estudios de televisión con grabaciones como El negro bembón (1958), Perfume de rosas (1961) y, especialmente, Quítate de la vía Perico (1959), su más grande contribución al canon presalsero.

El prestigio y la estabilidad de Cortijo y su Combo se vieron mellados por un incidente que terminó con el encarcelamiento de su cantante principal, Ismael Rivera -por posesión de drogas- quien, posteriormente y por derecho propio escribió uno de los capítulos más importantes de la salsa clásica, convertido en el reverenciado «Maelo», con temas inolvidables como El Nazareno (LP Traigo de todo, 1974), No soy para ti (LP Soy feliz, 1975) y Las caras lindas (LP Esto sí es lo mío, 1978), del gran Tite Curet Alonso (1926-2003). Estos discos los grabó Miranda, también conocido posteriormente como “El Sonero Mayor”, con su orquesta Los Cachimbos, que tuvo en los coros a Héctor Lavoe y Rubén Blades.

Al año siguiente, siete miembros del combo de Rafael Cortijo -Roberto Roena (bongos), Rogelio Vélez (trompeta), Héctor Santos, Eddie Pérez (saxos), Martín Quiñones (congas), Miguel Cruz (bajo) y Rafael Ithier (piano)- decidieron abrirse y, en casa de Roena, escogieron como director a Ithier y adoptaron como nombre El Gran Combo ya que su primera opción -Rafael y su Combo- aludía demasiado a la banda anterior. De hecho, cuando apareció su álbum debut, Menéame los mangos (1962), con el merenguero dominicano Joseíto Mateo como único vocalista, muchos los tildaron de traidores ya que Cortijo, aunque golpeado por la obligada deserción de Miranda, decidió seguir adelante. Pero el rechazo duró poco y los éxitos comenzaron a llover para la nueva orquesta.

La década siguiente -entre 1962 y 1972- El Gran Combo lanzó un total de 22 álbumes con el sello Producciones Gema, con muy ligeros cambios de alineación y un dúo de vocalistas nuevos, Pedro «Pellín» Rodríguez y Andy Montañez, que establecieron un estilo quimboso y divertido, apoyados por los serios arreglos de Ithier y la voz chillona del saxofonista Eddie «La Bala» Pérez (un rasgo también característico del sonido de Cortijo y su Combo). A esa época pertenecen las primeras versiones de La muerte (El Gran Combo de siempre, 1963), Acángana (Acángana, 1963), Ojos chinos (Ojos chinos jala jala, 1964), Achilipú (De punta a punta, 1971), -que serían regrabadas en los ochenta- y otras descargas como El caballo pelotero (El caballo pelotero, 1965), Esos ojitos negros, Falsaria (Esos ojitos negros, 1968) o Ponme el alcoholado Juana (Este sí que es El Gran Combo, 1969).

En ese tiempo, El Gran Combo no se limitaba a sus ritmos habituales -guaguancó, merengue, bomba, plena, salsa- sino que le puso arreglos latinos a temas de origen anglosajón, sumándose a la fusión de moda, el boogaloo, con álbumes como ¿Tú querías boogaloo? ¡Toma boogaloo! (1967) o Latin power (1968) que incluye covers de canciones muy conocidas como Build me up buttercup, original de The Foundations o Aquarius/Let the sunshine in, otro clásico psicodélico de The Fifth Dimension. Hasta un éxito de la música «fácil de escuchar», Love is blue, popularizado mundialmente por la orquesta del francés Paul Mauriat (1925-2006), fue grabada por los portorriqueños para su LP Pata pata jala jala y boogaloo (1967).

Para inicios de los setenta, la base de la orquesta seguía siendo la misma, pero hubo dos modificaciones importantes. Roberto Roena, uno de los fundadores, salió para buscar su propio camino con The Apollo Sound y la Fania All Stars; y Pellín Rodríguez, hasta entonces cantante principal, comenzó su carrera como solista, dejando el micrófono a cargo de Andy Montañez. En 1973, con el ingreso de Charlie Aponte, se inicia lo que muchos ubican, erróneamente, como la primera época de El Gran Combo, ignorando que ya venían haciendo música desde hacía diez años. Esta segunda etapa de El Gran Combo se inauguró con un hecho poco comentado, su aparición como teloneros de las estrellas de la Fania en el legendario concierto en el Yankee Stadium de New York.

El siguiente lustro produjo exitazos como Julia (Por el libro, 1972), El barbero loco (En acción, 1973), Un verano en Nueva York, Vagabundo (7, 1975), Brujería (Aquí no se sienta nadie, 1979), La salsa de hoy (Disfrútelo hasta el cabo, 1974) y el «aguinaldo» -término con el que se conoce en Puerto Rico a las canciones de Navidad- Si no me dan de beber, lloro (5, 1973), estas tres últimas cantadas por Aponte, consolidando a El Gran Combo como una orquesta fundamental para entender la salsa. Los poderosos arreglos para la sección de vientos integrada por Luis Alfredo “Taty” Maldonado, Nelson Feliciano (trompetas), Eddie Pérez, Víctor “El Cano” Rodríguez (saxos), Freddie Miranda (flauta) y Epifanio “Fanni” Ceballos (trombón), con fuertes influencias del jazz, el piano orbital de Ithier y el contraste vocal entre Montañez y Aponte -de lejos, mejor cantante que Rodríguez- definieron un sonido que mantuvo su personalidad durante los próximos veinticinco años.

El Gran Combo siempre se distinguió por su divertido sentido del humor, reflejado en las letras de sus canciones y las coreografías de su línea de cantantes, siempre impecablemente uniformados. Al principio fue Roberto Roena, reconocido bailarín, quien organizaba los pasos de baile. Luego fue Mike Ramos, su reemplazo y, posteriormente, Charlie Aponte asumió esa tarea cuando quedó al frente como cantante principal, tras la salida, en 1978, de Andy Montañez quien inició una exitosa carrera en solitario luego de un breve paso por la orquesta venezolana La Dimensión Latina, para reemplazar a Óscar D’León.

Los dirigidos por Rafael Ithier -quien, para ese entonces, ya se diferenciaba del resto vistiendo otro color de uniforme, en señal de su jerarquía- también mantuvieron su independencia frente al conglomerado de la Fania que, en su momento, llegó a absorber a Ismael «Maelo» Rivera, Roberto Roena y hasta a Papo Lucca, director de La Sonora Ponceña. Aunque no era exactamente una rivalidad, Ithier y sus muchachos comprendieron desde el principio que lo suyo era un trabajo que no podía depender de decisiones ajenas, al punto de crear su propio sello discográfico, EGC Records (luego Combo Records) bajo el cual publicaron todos sus álbumes desde 1970 hasta la actualidad.

En 1978, el mismo año de la salida de Montañez, Ithier reclutó a Jerry Rivas, poseedor de un registro vocal similar, fuerte y acajonado, que encajó a la perfección con la alta y potente voz de Aponte. Como complemento, Luis «Papo» Rosario entró en 1980 para suplir a Mike Ramos, estableciéndose así la delantera del tercer y más conocido periodo del grupo. La química entre los tres, tanto para las armonías vocales como para los pasos de baile, hizo olvidar rápidamente los temores de que, sin Andy Montañez, El Gran Combo no podría durar mucho tiempo.

La primera mitad de los ochenta encontró a El Gran Combo convertido en «La Universidad de la Salsa», mote tomado del título de su disco oficial #34, en cuya carátula aparecen todos en togas y birretes, en el pórtico de una casa de estudios superiores. Una sucesión de éxitos radiales y giras multitudinarias por toda Latinoamérica y Estados Unidos hacían justicia a tantos años de esforzado trabajo musical. Canciones como Compañera mía (Unity, 1980), El menú, Timbalero (Happy days, 1981), El teléfono, Se me fue, Trampolín (Nuestro aniversario, 1982), Mujer celosa, Y no hago más na’ (La universidad de la salsa, 1983), Carbonerito, Azuquita pa’l café (In Alaska: Breaking the ice, 1984), La fiesta de Pilito, No hay cama pa’ tanta gente (Nuestra música, 1985, una prolongación del tema Eliminación de feos, de 1973, en que mencionan a varios colegas de la salsa) -solo por mencionar unas cuantas- fueron fijas en fiestas de Año Nuevo junto con el repertorio clásico, formando un cuerpo de trabajo de marcas sonoras registradas y un prestigio a prueba de balas. Mientras que la Fania se iba desarticulando por problemas de egos, El Gran Combo lideraba la salsa boricua ganando respeto del público, la prensa especializada y sus pares.

Para la segunda mitad de esa década, El Gran Combo supo adaptarse al sonido «romántico» de la salsa, sin perder identidad. Con el apoyo del arreglista Ernesto Sánchez, que había trabajado con Lalo Rodríguez, Ithier y su combo lanzaron dos discos que ratificaron su liderazgo en la evolución salsera, Romántico y sabroso (1988) y Ámame (1989), con canciones como Cupido, Ámame y Aguacero. En esa década, El Gran Combo tocó muchas veces en Lima, como parte del cartel internacional del Gran Estelar de la recordada Feria del Hogar. Su relación musical con el Perú quedó plasmada en la versión salsa del vals Bandida, compuesto por el marino chalaco Francisco “Panchito” Quirós Tafur, que incluyeran en el LP Unity de 1981.

Si La Sonora Ponceña hacía sus «jubileos» -celebraciones de sus aniversarios con conciertos y lanzamientos especiales- El Gran Combo hizo lo mismo desde 1972, sacando un disco recopilatorio para conmemorar sus 10, 15, 20 años y así, sucesivamente, hasta el más reciente, aparecido en el 2022, por sus bodas de oro. En 1992 apareció Los Mulatos del Sabor: 30 años bailando con el mundo, que fue lanzado como LP triple y CD doble por Combo Records. El clásico disco de la carátula naranja y una conga en el centro es una selección comprimida y precisa de las mejores canciones de El Gran Combo de Puerto Rico, para escucharla con deleite y bailarla hasta el cansancio. Las versiones nuevas de La muerte, Ojos chinos, Ponme el alcoholado Juana, Achilipú y Acángana -que hasta ahora escuchamos en radios salseras, grabadas con las voces de Rivas, Aponte y Rosario entre 1982 y 1985- forman parte de este compendio.

Pero si en los noventa la orquesta siguió presente en el gusto del público, la cercanía del Siglo XXI y los cambios radicales y degradantes de la música latina les pasaron factura, por lo menos en lo relacionado a nuevos lanzamientos. Si bien es cierto su jerarquía entre los salseros está intacta y canciones como Que me lo den en vida (Pasaporte musical, 1998) o Me liberé (Nuevo milenio, el mismo sabor, 2001) han gozado de mucho éxito y popularidad, ya no son tiempos para que canciones elegantes, graciosas y bien tocadas sean las preferidas de unas masas encanalladas por Shakira y Bad Bunny.

Varios personajes de la saga de El Gran Combo ya han fallecido, como Pedro «Pellín» Rodríguez (1984), Rafael Cortijo (1982) o Roberto Roena (2021). El trombonista Epifanio «Fanni» Ceballos, quien desde el fondo lanzaba aquel característico «¡Ahíiiiii…!» al final de cada tema en concierto, falleció en 1991. Y Eddie “La Bala” Pérez, el saxofonista de la voz chillona, otro de los fundadores, partió en 2013, el mismo año en que lanzó su autobiografía titulada Una bala, dos combos y una vida (2015), en la que recorre cincuenta años junto a El Gran Combo. Por su parte, Andy Montañez sigue cantando, a los 80, y subió al escenario con sus excompañeros en el disco en vivo 40 aniversario (2002).

Actualmente, Rafael Ithier, el almirante de este imbatible buque salsero, tiene 97 años y se mantiene en la dirección aunque ya no remece sutilmente las teclas de su piano, aquejado por algunos males físicos. Willie Sotelo, que fuera director de la orquesta de Frankie Ruiz, asumió esa tarea hasta su reciente fallecimiento, en el 2022. Con Charlie Aponte (72) y Luis «Papo» Rosario (76) retirados, desde 2014 y 2019 respectivamente, Jerry Rivas (68) está acompañado de otros tres cantantes, mucho más jóvenes. Aquí se les puede ver en la actualidad, en un show especial para el programa de YouTube Sesiones desde La Loma.

De los integrantes originales, salvo Ithier, ya no queda nadie, pero entre los integrantes actuales hay todavía sobrevivientes de los años setenta y ochenta como el trompetista “Taty” Maldonado, el saxofonista Freddie Miranda y el percusionista Miguel Torres, acompañados por una nueva generación de músicos que mantienen vivo el legado del grupo. Con esa formación editaron dos discos durante la pandemia, En cuarentena y De Trulla con El Combo, dejando en claro que la universidad de la salsa sigue dando clases maestras de música latina. Hasta que el cuerpo aguante.

Tags:

Andy Montañez, El Gran Combo, Música latina, Rafael Ithier, Salsa

[MÚSICA MAESTRO] Para los melómanos obsesivos, escuchar música va más allá de simple y llanamente reconocerla a través del sentido correspondiente (el oído) -eso lo hace cualquiera, muchas veces sin siquiera darse cuenta-, pues cada vez que se inician los acordes de una canción, de inmediato comienzan a activarse sensaciones, recuerdos, atmósferas, emociones, estados de ánimo, sueños, conceptos.

A menudo, nuestra forma de entender determinados aspectos de la vida recibe influencia de aquellos artistas que marcaron las distintas etapas de nuestro crecimiento y, directa o indirectamente -como les ocurre a los amantes de la narrativa, la poesía o el cine- muchas sonoridades y letras quedan instalados en nuestro mundo interior hasta hacerse parte integral de nosotros mismos.

Pensaba en todo eso mientras iba definiendo qué presentaría hoy en la segunda parte de este recuento de canciones que no me canso de escuchar. Y caí también en la cuenta de que, a diferencia de lo que me pasa con otros idiomas, la relación con estilos musicales interpretados en nuestra lengua materna posee dimensiones diferentes. Quizás sea por el uso creativo de oraciones, frases o giros que uno entiende de manera natural, lo que no ocurre con idiomas foráneos aprendidos posteriormente. O la conexión con recuerdos de infancia en que la música que a uno le llegaba era la que escuchaban nuestros padres.

Por otro lado, en lo referido a interpretaciones musicales en español, son discografías completas las que no me canso de oír. Por ejemplo, me es más difícil escoger una sola canción de Charly García que escuchar una y otra vez sus grabaciones con Sui Generis, La Máquina de Hacer Pájaros, Serú Girán o en solitario. Lo mismo me ocurre con todos los incluidos en esta nueva selección de veinte temas. Y con otros que, por la arbitrariedad autoimpuesta, no entraron. Estas son, aquí están:

A LA SOMBRA DE UN LEÓN – ANA BELÉN & JOAQUÍN SABINA (Mucho más que dos, 1994): En este cálido disco en vivo, los esposos Ana Belén y Víctor Manuel San José reunieron a un elenco de ilustres trovadores en el Palacio de los Deportes de Gijón. En el concierto, que se realizó en dos fechas, Ana Belén interpretó A la sombra de un león, a dúo con Joaquín Sabina, compositor de esta tierna historia de amor y locura, que la madrileña había grabado en 1988.

ALTURAS – INTI ILLIMANI (Canto de pueblos andinos: Vol. 1, 1973): Esta suave tonada andina se convirtió en emblema de la formación definitiva del conjunto chileno Inti Illimani: Max Berrú, José Miguel Camus, Jorge Coulón, Horacio Durán, José Seves y Horacio Salinas, quien compuso la canción. Aquel octavo álbum se lanzó pocos meses antes del infame 11 de septiembre de 1973 -día en que fue atacada la Casa de la Moneda en Santiago- y fue, a la larga, el último que grabaron en su país, antes de exiliarse en Europa.

CAMBALACHE – JULIO SOSA (El firulete, 1964): Todas las mañanas, durante los peores años del primer gobierno de Alan García, el periodista piurano Juan Ramírez Lazo (1927-2003), ponía este tango que denuncia el desparpajo corrupto del siglo 20 al iniciar su programa en Radio Cora, escrito en 1934 por Enrique Santos Discépolo, que le cae como anillo al dedo a esa época. Y a esta también. La versión del uruguayo Julio Sosa, grabada meses antes de su trágica muerte, es la más famosa pero no la única. El catalán Joan Manuel Serrat la incluyó en sus conciertos de 1985.

DIME QUIÉN ME LO ROBÓ – SUI GENERIS (Vida, 1972): Esta balada de descubrimiento personal y desilusión por cómo funciona el mundo fue escrita por Charly García cuando apenas tenía 21 años. Una letra inteligente, afilados solos de guitarra -cortesía de Claudio Gabis-, y teclados que le dan cierto aire nuevaolero, configuran uno de los temas menos explorados del disco debut de Sui Generis (aquí una versión de La Máquina de Hacer Pájaros, en un recital de 1976). Mi línea favorita siempre fue aquella en la que describe su reacción tras ser rechazado por una adolescente: “… qué tonto fui, se rio de mí. Y ¿qué iba a hacer?, me reí también…”

EL VAGABUNDO – SILVIO RODRÍGUEZ & PABLO MILANÉS (Tríptico I, 1984): Aunque era más común verlos juntos en conciertos y festivales que en los estudios de grabación, las puntas de lanza de la vanguardia musical cubana dejaron para la posteridad este agradable son a dos voces, acompañados por el experto tres de Francisco “Pancho” Amat, un homenaje a las formas clásicas de la música precastrista. La letra juega con metáforas acerca de la libertad y el asombro ante lo impredecible.

IMÁGENES RETRO – SODA STEREO (Nada personal, 1985): La potencia de la batería electrónica y los acordes de Gustavo Cerati merecieron mayor atención de las radios, que prefirieron difundir otros singles de este LP, el segundo de Soda Stereo -y el primero en mostrar al 100% su capacidad para hacer canciones simples y sofisticadas a la vez-, como Cuando pase el temblor, Juego de seducción o Nada personal. La letra, entre misteriosa y absurda, parece un sueño de luces incandescentes que se potencian con esos teclados al final, colocados por Fabián Von Quinteiro, “el cuarto Soda” en esa época.

KUMBALA – MALDITA VECINDAD Y LOS HIJOS DEL QUINTO PATIO (El circo, 1991): Un homenaje a las ricas tradiciones de la música latina fue lo que creó este septeto con una canción, una especie de danzón-ska, de cadencia e instrumentación muy finas -trompetas con sordina, guitarras acústicas, bloques de madera-, y un aura romántica que recuerda a la edad dorada del bolero mexicano. Aunque el éxito y producción prolífica de Café Tacuba les echó sombras, los cuates “del quinto patio” tenían las mismas condiciones para triunfar. Y en concierto eran realmente buenos.

LÁGRIMAS DE ORO – MANU CHAO (Clandestino, 1998): El primer disco en solitario del cantautor franco-español, luego de separarse de Mano Negra -banda que fundó y lideró, con su hermano Antoine, entre 1987 y 1995- es un divertido collage sonoro en el que se mezclan efectos de sonido, diálogos y diversos leitmotiv que le dan sentido de unidad a este circo trashumante de sonidos latinos entre los que predominan el reggae y la guaracha. En este tema presenta a dos de sus personajes ficticios, Cancodrilo, Super Changó y a “toda la vaina de Maracaibo” para hacer la revolución.

LIGIA ELENA – WILLIE COLÓN & RUBÉN BLADES (Canciones del solar de los aburridos, 1981): Aquí, junto a su antiguo amigo Willie Colón, Blades nos cuenta, en ritmo de cha-cha-chá, la historia de una niña rica y blanca que pone de cabeza a su familia por fugarse con un humilde trompetista negro (“un niche se ha colado en la alta sociedad…”). El monólogo del final, de la señora angustiada porque no va a tener nietos “con los dientes rubios” es genialidad pura. Don Rubén la escribió a dúo con un amigo y compatriota suyo, Roberto Cedeño, aunque en el LP editado por Fania Records no aparece ese crédito.

LO ATARÁ LA ARACHÉ – RICHIE RAY & BOBBY CRUZ (Jala jala y boogaloo, 1967): Este guaguancó con fuga de salsa dura tiene un profundo sonido tribal, por el uso de ininteligibles términos del dialecto ñañiga, originario de Nigeria. El tema, compuesto por el cubano Hugo Gonzáles, posee un dinamismo muy atractivo y vigoroso, con varios cambios y referencias a la santería africana, los negros («niches») e indígenas de las Antillas («taínos») tan comunes en el folklore cubano. La poderosa voz de Bobby Cruz y los arreglos de Richie Ray dieron infinidad de clásicos a la salsa. Este fue el primero de ellos.

MARINGÁ – LEO MARINI CON LA SONORA MATANCERA (Escucha mis canciones, 1961): Recordada como sabrosa guaracha, esta canción es en realidad un tango, escrito por los brasileños Joubert de Carvalho y Manoel Salina, y cantado en los años treinta por el trovador Gastão Formenti. Los arreglos para La Sonora Matancera de Cuba, con la voz del barítono argentino Leo Marini, pertenecen a su director, el guitarrista Rogelio Martínez. La canción cuenta la trágica historia de María de Ingá “Maringá”, un personaje ficticio que sufre por amor. Marini la grabó en un 45 RPM en 1952.

MEDITERRÁNEO – JOAN MANUEL SERRAT (Mediterráneo, 1971): El himno definitivo a las fascinantes costas europeas que van “de Algeciras a Estambul”. El buen decir en canciones populares alcanzó con “El Nano” alturas difíciles de igualar. El tema central de su quinto LP en español contiene frases de profunda identificación con la zona del mundo en que nació, una muestra de orgullo y cariño de enorme elegancia, enmarcada por un equipo de arreglistas comandado por el prestigioso productor y compositor Juan Carlos Calderón.

MELINA – CAMILO SESTO (Amor libre, 1975): Esta canción lleva en su sonido aires helénicos, un recurso muy utilizado por Camilo Sesto en sus composiciones de los setenta, como en esa otra canción llamada Con el viento a tu favor (1977). El tema tiene dos protagonistas. La central es María Amalia “Melina” Mercouri (1920-1994), famosa actriz que llegó a ser dos veces Ministra de Cultura en Grecia. Estaciones de metro, monumentos urbanos y hasta un acogedor café llevan su nombre en Atenas. El segundo protagonista es, por supuesto, el bouzouki, instrumento tradicional del país de la filosofía y las Olimpiadas.

NUNCA QUEDAS MAL CON NADIE – LOS PRISIONEROS (La voz de los 80’s, 1984): Este furioso careo al “canto nuevo” -eufemismo para la canción protesta o la nueva trova- como alguna vez dijo el bajista y cantante Jorge González podría aplicarse -también parafraseando el líder de Los Prisioneros- a cualquier banda desde los Rolling Stones hasta Coldplay. El feeling punk y el ritmo ska confluyen para este magistral cierre del álbum debut del trío chileno que pusdo a pensar a toda nuestra generación con sus canciones de mensajes directos y críticas sin tapujos al establishment en todas sus formas.

PARLAMANÍAS – LOS TROVEROS CRIOLLOS (Vuelven Los Troveros Criollos, 1965): Jorge “El Carreta” Pérez y Luis “Lucho” Garland, voces y guitarras de este entrañable dúo criollo, jamás imaginaron que la imaginativa poesía, en clave humorística, escrita hace ocho décadas por la periodista y poeta Serafina Quinteras (1902-2004), serviría para retratar a la perfección las ridículas promesas de todos los candidatos a presidentes, alcaldes y congresistas que hemos padecido estos años, tanto los que salieron elegidos como los que no. Aquí una versión más moderna, del guitarrista criollo Renzo Gil. Tristemente, lo que está pasando hoy en el Perú es tan grave y patético que ya no se arregla con ironías, por muy agudas que estas sean.

POST-CRUCIFIXIÓN- PESCADO RABIOSO (Desatormentándonos, 1972): Aunque este tema, de evidente influencia zeppelinesca, no fue incluido en el prensado original del segundo LP de Pescado Rabioso -recién apareció en una reedición de 1996-, formó parte del repertorio del cuarteto, como registra el documental Rock hasta que se ponga el sol (1972). El riff unísono que hacen Luis Alberto Spinetta (guitarra), David Lebón (bajo) y Carlos Cutaia (teclados) es alucinante. Y en la letra, “El Flaco” interpreta a Jesucristo luego de ser crucificado. Un clásico incombustible del rock en español.

TEMA DE PILUSO – FITO PÁEZ (Circo Beat, 1994): En este tema, incluido en uno de los mejores discos de su etapa clásica, el pianista y cantautor le rinde luminoso homenaje a su paisano rosarino, el comediante y actor Alberto “El Negro” Olmedo (1933-1955). Pero no al payaso procaz en que se convirtió luego de juntarse con Jorge “El Gordo” Porcel sino al que protagonizó el programa infantil El Capitán Piluso, que se emitió en varios canales argentinos entre 1960 y 1969 y que seguramente Fito vio durante su niñez. La frase “no hay merienda si no hay Capitán” revela esa conexión, en su clásico estilo autobiográfico.

UN BESO Y UNA FLOR – NINO BRAVO (Un beso y una flor, 1972): De las tantas baladas inolvidables que nos legó el gran cantante valenciano Nino Bravo, fallecido hace ya cincuenta años, esta -una de las pocas para las que grabó un videoclip– es la que representa mejor su sonido y actitud hacia la canción romántica. Una extraordinaria instrumentación crea lazos con la onda psicodélica en boga -esa línea de bajo es matadora- mientras que la letra describe una despedida jurando amor eterno pero, solo un año después, se convirtió en símbolo del adiós del cantante, quien falleció en un trágico accidente automovilístico.

VALS DEL CUCUNEO – OSCAR AVILÉS (Solo Avilés, 1971): Luego de registrar clásicos de la música criolla con Los Morochucos y al Conjunto Fiesta Criolla, don Óscar Avilés (1924-2014) lanzó varios discos como acompañante de cantantes y conjuntos. Este es el primer tema de su segundo o tercer LP en solitario, acompañado por los percusionistas Reynaldo Barrenechea y Carlos “Blackie” Coronado en cajones y castañuelas. En este divertido vals, Óscar repiquetea y juega con las palabras a su estilo inigualable. En ese álbum, editado por Odeón del Perú, aparece también la Polka del cucuneo, en la misma onda.

Y NO HAGO MÁS NA’ – EL GRAN COMBO DE PUERTO RICO (La Universidad de la Salsa, 1983): La sana picardía de esta orquesta, conocida como “La Universidad de la Salsa” tras el lanzamiento de este, su LP #34 -y el cuarto con la delantera conformada por los cantantes Charlie Aponte, Jerry Rivas y Luis “Papo” Rosario- en uno de sus momentos más finos con esta canción, en la que el protagonista nos cuenta, con el mayor desparpajo, que se la pasa “comiendo y sin trabajar”. Rafael Ithier, fundador y pianista de El Gran Combo, dota a esta composición de José Juan “Chiquitín” García de los poderosos arreglos que hicieron tan conocida a esta agrupación portorriqueña.

BONUS TRACK:

SI NO FUERA SANTIAGUEÑO – LES LUTHIERS (Cantata Laxatón, 1972): En su primera obra grabada en estudio, la formación original de Les Luthiers incluyó esta chacarera en la que, como es su costumbre, realizan sorpresivos e hilarantes juegos de palabras, situaciones caóticas y bromas elegantes, además de cantar y tocar perfectamente sus instrumentos. El tema se subtitula Chacarera de Santiago, como si estuviera dedicada a Santiago del Estero, provincia argentina conocida como “la cuna del folklore” pero, en el acto, el narrador aclara que es “por ser su autor Rudecindo Luis Santiago”. En realidad, Ernesto Acher y Jorge Maronna escribieron la música, con textos de Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich.

La próxima semana, una tercera y última lista, esta vez con algunas melodías de jazz, música instrumental y más. Hasta entonces…

Tags:

canciones, Música latina, Rock en Español, Salsa

[MÚSICA MAESTRO] El pasado miércoles 9 de agosto se cumplieron 25 años del fallecimiento de uno de los cantantes de salsa más populares y queridos, Frankie Ruiz. Su peculiar tono de voz, actitud quimbosa y algunas inflexiones únicas en su forma de cantar como la característica “doble erre” con la que pronunciaba palabras en las que no correspondía tal fonema, como cuando decía “serrías” o “pasarron” o las permanentes llamadas a “mi china” -su esposa Judith- en cada uno sus éxitos, hicieron de este hijo de boricuas nacido en Patterson (New Jersey, EE.UU.) uno de los favoritos en aquellos tiempos en que la salsa comenzó a reinventarse con toda una nueva generación de intérpretes que llegó para reemplazar a los primeros salseros e instalarse para siempre en las preferencias del público bailador.

Aun cuando se le considera en diversos foros especializados en lo afro-latino-caribeño-americano (Luis Delgado “Saravá” Aparicio, dixit) como el iniciador de la llamada “salsa sensual”, debido a canciones como Quiero llenarte o Desnúdate mujer -ambas de su segundo LP en solitario, Voy pa’ encima (1987)-, se le recuerda más como un sonero en la tradición de los primeros vocalistas de la salsa dura. De hecho, esas dos y muchas otras de su repertorio se inscriben, indudablemente, en la temática vigente en sus años de mayor éxito, pero su estilo personal y el sonido de su orquesta tuvieron poco o nada que ver con las melosas intenciones de colegas contemporáneos como Eddie Santiago (Puerto Rico) o Hildemaro (Venezuela), que sí definieron aquel acercamiento de la salsa al pop romántico.

José Antonio Torresola Ruiz vivió hasta los quince años en EE.UU. con su madre -que lo había dado a luz a esa misma temprana edad, en 1958- y sus hermanos Víctor y Juanito, para luego mudarse a Puerto Rico. La familia se instaló en la región Mayagüez, a dos horas de la capital San Juan. Interesado en la música desde la secundaria, la futura estrella de se la pasaba escuchando a Ismael Rivera, Ismael Miranda y Héctor Lavoe, soñando con estar frente a los micrófonos algún día. Aquel sueño comenzó a hacerse realidad mucho antes de lo que él mismo podría haberse imaginado.

Entre 1968 y 1975 aproximadamente, el auge de todo lo que salió de los estudios neoyorquinos de Fania Records monopolizó la atención del público, con producciones de altísimo nivel compositivo, interpretativo y vocal. En paralelo, desde la isla del encanto se fue desarrollando también una prolífica escena que, poco a poco, se fue incorporando a la salsa dura hasta que, finalmente, tomó la posta tras el declive del sello de Jerry Massucci y Johnny Pacheco. Cuando el conglomerado de megaestrellas de la Fania comenzó a independizarse -Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, etc.-, la escena borinqueña de ensambles que iniciaron sus caminos tocando boogaloo comenzó a hacerse notar con más fuerza.

En esos tiempos, los nombres que sobresalían eran los de las orquestas y sus directores, mientras que los cantantes, estables o intercambiables, rara vez gozaban de protagonismo. Los casos más saltantes fueron siempre El Gran Combo de Puerto Rico y La Sonora Ponceña, bajo la dirección de Rafael Ithier y Enrique Lucca/Papo Lucca, respectivamente, pero hubo muchas otras, todas muy buenas: Raphy Leavitt y La Selecta, Willie Rosario y su Orquesta, Rafael Cortijo y su Combo, Los Hermanos Lebrón. En este tipo de agrupaciones nació musicalmente Frankie Ruiz, un camino similar al que tuvieron sus colegas Lalo Rodríguez (en la orquesta de Eddie Palmieri), Gilberto Santa Rosa (Willie Rosario) o Paquito Guzmán o Héctor Tricoche (Tommy Olivencia).

A los trece años tuvo su primera experiencia como cantante, cuando aun vivía en los Estados Unidos, gracias a la oportunidad que le dio Charlie López, director de La Orquesta Nueva, con quienes grabó un disco de 45 RPM con dos canciones, Salsa buena -firmada por él bajo el nombre José A. Ruiz- y Borinquen. Sin embargo, fue en 1977 que inicia oficialmente su carrera profesional, como uno de los vocalistas de La Solución, dirigida por el bajista y arreglista Roberto Rivas, conjunto en el que permaneció hasta 1980, año en el que ingresó a uno de los grupos salseros más importantes y prestigiosos de Puerto Rico, la orquesta del trompetista Tommy Olivencia (1938-2006).

Con la primera grabó dos álbumes, compartiendo el rol de vocalista principal con Jaime “Megüi” Rivera (1953-2023). En el primero de ellos, titulado simplemente Roberto Rivera y La Solución (1979), se puede escuchar a un Frankie Ruiz muy joven, de 21 años, entonando canciones como De sentimiento me muero o La fiesta no es para feos, además de una nueva versión de su composición Salsa buena. Al año siguiente, en el LP Orquesta La Solución (1980), Frankie Ruiz anota un gol de media cancha con su robusta interpretación de La rueda, una vieja ranchera escrita por el veracruzano Víctor Manuel Mato Argumedo y grabada en 1966 por el charro Antonio Aguilar.

Los arreglos del boricua Máximo Torres, intérprete del tres y la guitarra, convirtieron este tema en un clásico incombustible de la salsa de finales de los años setenta, con un sonido cercano a las descargas del tándem Willie Colón/Héctor Lavoe, e hicieron olvidar la poderosa versión rumbera grabada, también en 1966, nada menos que por la “Reina del Guaguancó”, la cubana Celia Cruz (1925-2003) junto a la orquesta del timbalero Tito Puente (1923-2000), en el LP Cuba y Puerto Rico son… (1966).

Con La rueda, Frankie Ruiz se metió al bolsillo al público salsero. Era solo el comienzo de una carrera brillante en lo musical pero accidentada en lo personal, al punto que se le llegó a comparar en varias oportunidades al gran Lavoe. En ese mismo disco destacaron también Separemos nuestras vidas y Quisiera, composición de Alberto “Titi” Amadeo muy popular en Cuba durante los años cincuenta, que fuera reactualizada por Willie Colón en su álbum Hecho en Puerto Rico (1993), con su título definitivo, Idilio.

Como vocalista de Tommy Olivencia y su Orquesta -conocida entre los salseros portorriqueños como “La Primerísima”- trabajó entre 1981 y 1984, en tres álbumes para el sello discográfico venezolano Top Hits, también conocido como TH Records. En el primero de ellos, titulado Un triángulo de triunfo (1981) destacaron las canciones Cosas nativas y Primero fui yo, otros dos clásicos inmediatos, siempre con los arreglos de Máximo Torres. Luego vendrían los éxitos Como una estrella y Cómo lo hacen, quizás una de sus grabaciones más populares, incluida en el LP Como una estrella (1983). Y, finalmente, grabó un arreglo en salsa (otra vez de Torres) de una conocida balada, Lo dudo, para el disco Celebrando otro aniversario (1984). Esta canción, compuesta por el español Manuel Alejandro, había sido éxito en toda Hispanoamérica en la voz de José José, para Secretos (1983), el LP más vendido de la industria discográfica mexicana.

Esta cadena de logros discográficos posicionó a Frankie Ruiz como uno de los salseros del momento. Dos temas adicionales con Tommy Olivencia, Viajera, del portorriqueño Carlos Fanfán; y otra ranchera antigua transformada en salsa, nuevamente, por Máximo Torres, Que se mueran de envidia, grabada en 1962 por Javier Solís (1931-1966) y escrita por el dominicano Mario de Jesús Báez, autor de otro famoso éxito del legendario cantante mexicano, el bolero Y…, aparecieron en dos recopilatorios de artistas de TH Records, titulados Primer y Segundo Concierto de la Familia TH, lanzados en 1981 y 1983.

Sus ansias por desarrollarse como solista fueron abrazadas por el sello TH, en alianza con otra importante casa discográfica venezolana, Rodven. El primer lanzamiento de Frankie Ruiz se tituló, convenientemente, Solista… pero no solo (TH-Rodven Records, 1985) y fue directo a la cima de la popularidad salsera gracia al tema La cura, composición de otra leyenda de la música latina, Catalino “Tite” Curet Alonso (1926-2003), autor de verdaderos clásicos como Las caras lindas (Ismael Rivera), Anacaona (Cheo Feliciano), Lamento de Concepción (Roberto Roena), Periódico de ayer (Héctor Lavoe) y muchos otros, que se convirtió en su canción emblema, no solo por la potencia de sus arreglos sino porque a través de la letra se deslizaba el grave problema que, finalmente, terminaría de manera prematura con la vida del cantante: su adicción a las drogas.

En 1980, cuando Frankie disfrutaba de las primeras mieles del éxito con La Solución, su madre Hilda Estrella falleció en un accidente de carretera, mientras viajaba con su hermano menor, Víctor, quien sobrevivió al siniestro. Este trágico acontecimiento lo sumergió en aquel vicio tan común en artistas que buscan escapar de sus demonios cuando la realidad los golpea. Para cuando apareció al frente de su grupo en 1985 -que incluyó como coristas a los cantantes Héctor “Pichie” Pérez y Tito Gómez (ambos famosos con La Sonora Ponceña)- ya era sabido que aquella debilidad convertía al amable y sencillo cantante en una impredecible caja de sorpresas. Ese debut incluyó versiones en salsa de baladas muy conocidas –Esta cobardía, del español Chiquetete; El camionero, del brasileño Roberto Carlos; o Tú con él de la banda uruguaya Los Iracundos- que ayudaron a insertarlo en la nueva movida de la “salsa romántica”.

Voy pa’ encima (1987) es el disco definitivo de Frankie Ruiz. Además de las mencionadas Desnúdate mujer y Voy a llenarte, destacaron otros temas como Si no te hubieras ido, Quiero verte e Imposible amor, siempre con esa onda que combinaba romanticismo y picardía de barrio. El siguiente álbum, En vivo y a todo color (1988), consolidó su presencia en radios y festivales con canciones muy populares como Me acostumbré, Si te entregas a mí, Solo por ti o Y no puedo. Al año siguiente, en medio de un confuso altercado, Frankie Ruiz atacó a un sobrecargo en un vuelo doméstico dentro de los EE.UU., por lo que le dieron tres años de cárcel, sentencia que cumplió en Florida. TH-Rodven logró editar, en medio de su carcelería, el LP Más grande que nunca (1990), manteniendo vigente al cantante con títulos como Para darte fuego o Me dejó. Mientras estuvo preso, Frankie Ruiz siguió haciendo música y hasta armó una orquesta con los internos.

Su gran retorno fue con el álbum Mi libertad (1992), aun bajo el sello TH-Rodven y con el apoyo de su amigo y productor Vicente “Vinnie” Urrutia. El tema-título, Mi libertad, escrito por los panameños Pedro Azael y Laly Carrizo, refleja en una letra sensible las vivencias del cantante entre rejas. El tema fue un rotundo éxito y hasta hoy es uno de los más solicitados de su catálogo. Sin embargo, ya se venían sugiriendo cambios en la industria discográfica y en la música latina, por lo que su tipo de salsa comenzaba a percibirse como un placer de minorías nostálgicas por aquel sonido orgánico que, poco a poco, iba retrocediendo ante la aparición del “latin-pop”. Esto, sumado a factores externos relacionados a sus hábitos dentro y fuera del escenario fueron apartándolo de la escena pública. Aun así, después de Mi libertad vinieron algunos éxitos más –Tú me vuelves loco (Puerto Rico soy tuyo, 1993), Mirándote (Mirándote, 1994) o Ironía (1996).

Frankie Ruiz estuvo dos veces en el Perú. La primera fue con la delantera de vocalistas de La Solución, en 1981, en la Feria del Hogar, un par de años antes que se inauguraran los recordados conciertos de El Gran Estelar. Y la segunda fue, ya como solista, en la noche de Año Nuevo de 1986, con un publicitado concierto en la llamada “Esquina del Movimiento”, un local ubicado en Paseo de la República, cerca de la Plaza Grau. En esa fiesta, Frankie Ruiz alternó con músicos peruanos, particularmente con la orquesta chalaca Combo Espectáculo Creación, de los hermanos Jorge y Óscar Mendoza, una de las más activas de aquellos años. Unos días después, el 3 de enero de 1987, actuó con su orquesta en el desaparecido salsódromo La Máquina del Sabor de Chorrillos. Quienes asistieron a esas tocadas recuerdan con claridad el carisma y la calidad que desplegaba sobre el escenario.

La vida de Frankie Ruiz se apagó en 1998, unos meses después de haber cumplido apenas 40 años, en un hospital de New Jersey, luego de varios internamientos debido a la cirrosis que le provocó su masivo consumo de alcohol y drogas. Llegó a grabar una última canción ese mismo año, Vuelvo a nacer -incluida en el recopilatorio Nacimientos y recuerdos- que tuvo mucho éxito a pesar de que dejaba notar claramente que no era el mismo vocalmente. Los homenajes no se hicieron esperar, tras su deceso. En el 2004 apareció un CD/DVD en vivo, Va por ti, Frankie, con estrellas como Lalo Rodríguez, Paquito Guzmán, José Alberto “El Canario”, Luis Enrique, entre otros. Un año antes, Jerry Rivera grabó once temas de Frankie Ruiz para su CD Canto a mi ídolo y en la carátula sale una foto de 1986, en la que Jerry, de 13 años, posa junto a Frankie. Hoy, que la música latina es predio de impresentables, la figura del “Papá de la Salsa” se levanta más grande que nunca.

 

Tags:

Frankie Ruiz, Música latina, Salsa clásica
x