[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Aunque es razonable discutir la noción misma de generación literaria marcada mecánicamente en décadas, no se puede dejar de advertir el hecho de que la década del 50 encierra un tesoro para nuestra historia cultural. Pocas décadas como esta fueron tan pródigas no solo en producción literaria, sino en ánimo humanista: casi no hubo disciplina artística e intelectual que no dejara algún miembro brillante y de obra perdurable. En ese contexto, en la poesía, Blanca Varela ocupa un lugar estelar.
Los temas que aborda Varela en su poesía configuran un repertorio quizá no muy numeroso, pero tratado con profundidad ejemplar. Una estética altamente fragmentaria, que se traduce en una escritura de bordes minimalistas; la reflexión constante sobre la condición humana, en relación con su animalidad; experiencias como la maternidad o el exilio; una marcada preferencia por los dislocamientos del lenguaje, lo que establece un parentesco notorio con cierta vanguardia o la riqueza de sus alusiones al mundo de las artes plásticas son algunas de sus claves.
La singularidad de Varela se transparenta desde su primer libro, Ese puerto existe (1959). La poeta prescinde allí de todo subtexto o pretensión autobiográfica, el yo poético se nos presenta como alguien masculino y, como señala Peter Elmore, se trata de una máscara o un doble de la poeta. El artificio del yo poético ofrece una distancia para que la voz discurra sin tropiezos ni actos de autocensura y, al mismo tiempo, un juego de dobles y pares, como nota también Elmore.
La construcción de la identidad del hablante es problemática. La pertenencia o su percepción, no es placentera ni garantiza un lugar estable: “Aquí en la costa tengo raíces,/ manos imperfectas,/ un lecho ardiente en donde lloro a solas” declara en el verso final del poema “Puerto Supe” (p.36).
“Del orden de las cosas” es un poema emblemático. Perteneciente a Luz de día (1963), se trata de una poética envuelta en un poema en prosa donde el hablante examina su proceso creativo e intenta plasmarlo en escenas de gran poder sugerente: “Me acuesto en una cama o en en el campo, al aire libre. Miro hacia arriba y ya está la máquina funcionando. Un gran ideal o una pequeña intuición van pendiente abajo. Su única misión es conseguir llenar el cielo natural o el falso” (p.65). Espacio, mirada, ideas: he aquí la materia prima de la escritura, una que apela a la “desesperación, asunción del fracaso y fe. Este último elemento es nuevo y definitivo” (p.66).
Valses y otras falsas confesiones (1972) circunda la vida familiar y se acerca con mayor intensidad a la vida cotidiana que muchos quisieran asociar a la propia autora, pero no olvidemos el carácter ficticio del texto poético, además de la evidente contradicción que encierra la última parte del título, “falsas confesiones”. Inicialmente el discurso se desdobla en una narración breve, que se va intercalando con un poema de dolida intimidad, donde se presenta un juego intertextual con fragmentos de letras de algunos valses criollos (mundo conocido por la poeta en la vida fáctica, pues era hija de la compositora Serafina Quinteras) y se deja ver, como detrás de una rendija, una serie de alusiones al ámbito doméstico.
Tanto en poemas de largo aliento como el poema en prosa “Vals del ángelus” o “Nadie sabe mis cosas” y además en las piezas más breves, aquellas que aparecen reunidas en la sección “Ejercicios”, hay un notable control expresivo y un riguroso sentido del ritmo, en un escenario en donde se contraponen, tensamente, la actividad creadora y una cotidianidad muchas veces lacerante. La visión de la vida conyugal o las relaciones materno-filiales, por ejemplo, son vistas con un inocultable tinte expresionista.
Canto villano (1978) muestra un notorio decantamiento en el lenguaje, que se torna más conciso y la expresión explota la ironía, el sarcasmo y otros procedimientos de carácter oblicuo. No hay ternura fácil: en este territorio el amor es un campo de espinas, de carbones ardiendo. Un momento epigramático para la memoria es el poema “Justicia”, que cito íntegro: “vino el pájaro/ y devoró al gusano/ vino el hombre/ y devoró al pájaro/ vino el gusano/ y devoró al hombre” (p.149).
Ejercicios materiales y El libro de barro (ambos de 1993) cierran el volumen. Entre estos dos libros existe una red de vasos comunicantes y aunque los estilos difieren, pues Ejercicios materiales es hasta cierto punto un retorno al tono descarnado de Valses y otras falsas confesiones, El libro de barro opta mayormente por el poema en prosa, pero planteando atmósferas surrealizantes.
La publicación de una nueva edición de Canto villano es, entonces, la posibilidad de reencontrarnos con una obra que, como la de Blanca Varela, deja de ser un simple hito para convertirse en una presencia necesaria e inevitable. Un acierto del FCE que hay que saludar.
Blanca Varela. Canto villano. Lima: Fondo de Cultura Económica, 2023.