[EL DEDO EN LA LLAGA] Dani, estudiante de psicología en Nueva York, traumatizada por el suicidio de su hermana Terri tras el asesinato de sus padres, mantiene una relación tensa y conflictiva con su novio Christian, estudiante de antropología. Ambos viajarán junto con Mark y Josh, también estudiantes de antropología, a una localidad remota de Suecia, por invitación de Pelle, otro estudiante de nacionalidad sueca, para participar en una tradicional celebración de solsticio que ocurre cada 90 años. Se convertirán así en invitados de la comunidad de Harga, una especie de secta de creencias neopaganas, y serán testigos, junto con otra pareja estudiantil proveniente de Londres, de extraños rituales asociados al culto de la naturaleza, representados gráficamente en inquietantes pinturas que ornan las paredes del local comunitario donde todos duermen. Casi todo ocurrirá bajo la luz diurna, a vista y paciencia de todos: el horroroso suicidio de una pareja de ancianos, las mesas servidas para un banquete con carne pudriéndose al sol, un extraño ritual de apareamiento, la danza frenética hasta desfallecer de muchachas en estado de euforia, los sacrificios humanos como tributo a la naturaleza. Y si algún visitante transgrede alguna norma de la comunidad -aun sin ser consciente de ello-—desaparece misteriosamente y termina siendo sacrificado—, como ocurrirá con casi todo el grupo de foráneos.
Sin embargo, no hay nada que haga sospechar algo siniestro en los miembros del colectivo pagano, pues entre ellos siempre parece reinar la concordia y la vida está teñida de una atmósfera de idilio campestre, de armonía con la naturaleza, de un sentimiento de familia y una sencillez sincera que despierta en Dani añoranzas de la vida familiar que ella ha perdido y que no avizora en el futuro en su relación con Christian. Coronada Reina de Mayo por haber sido la única muchacha en quedar en pie después del ritual de la danza, terminará eligiendo a Christian como parte del sacrificio cruento a la naturaleza que hay que realizar. Y en la escena final, su angustia ante todo el terror que ha presenciado se convertirá en una sonrisa radiante de felicidad.
El final es ambiguo y está abierto a interpretación. Una de ellas es que Dani logra librarse de todo aquello que la atormenta y alcanza su libertad. Mi interpretación es otra: Dani acepta interiormente las normas de la comunidad sectaria que se ha convertido en su familia y normaliza el terror que ha vivido; su lavado de cerebro ha sido completado.
Es esta variable, la del lavado de cerebro como forma de control mental e influencia social, la que muchas veces se omite cuando se examina los casos de abuso en el Sodalicio. ¿Por qué hay tantos que dicen que no vieron nada que pueda considerarse como abuso, cuando los abusos físicos y psicológicos ocurrían a vista y paciencia de los miembros de las comunidades sodálites? Por la misma razón que los integrantes de Harga en la película “Midsommar” no veían los horrores que albergaba su comunidad: porque tenían la mente formateada y no tenían la capacidad de juzgar como horrores aquello que consideraban parte esencial de su existencia comunitaria. Una mirada desde fuera sí que era capaz de ver esos horrores como lo que eran, como abusos que lesionaban la dignidad humana.
En el Sodalicio todos hemos sido testigos de los abusos que se cometían, pero mientras se vivía en la comunidad dentro de la órbita del pensamiento y la disciplina sodálites, no era posible identificar esas prácticas como abusos. Es decir, veíamos los horrores que ocurrían, pero no veíamos en ellos abusos. Además, no podíamos contar a la gente de afuera lo que ocurría dentro de los muros de las comunidades. Hacer eso se consideraba una indiscreción que rozaba la traición, pues la gente de afuera supuestamente no iba a entender lo que hacíamos. Como en la comunidad de “Midsommar”, se vivía una especie de aislamiento y separación del mundo común y corriente, y hacia adentro de las comunidades imperaban otras normas y reglas.
Esta ceguera hacia los abusos la puedo ilustrar con un ejemplo.
El 23 de agosto de 2018 recibí una carta notarial de Mons. José Antonio Eguren motivada por un artículo que yo había había publicado el 13 de agosto de 2018 con el título de “Mons. Eguren, la fachada risueña del Sodalicio”, solicitándome que me rectificara en varios puntos. Entre otras cosas, yo afirmaba que Mons. Eguren “incluso habría sido testigo de algunos abusos y maltratos”, lo cual él negaba y consideraba difamatorio y en perjuicio de su honra. Hay que decir que esta carta fue similar a las que recibieron Pedro Salinas y Paola Ugaz, y constituía el paso previo para una querella por la vía judicial.
Parece que la respuesta que publiqué el 27 de agosto lo disuadió de tomar ese paso. Allí le decía yo a Mons. Eguren lo siguiente:
«Te creo si dices que no sabías nada de los abusos sexuales perpetrados por las cabezas del Sodalicio y otros miembros de jerarquía inferior. Pero respecto a maltratos psicológicos y físicos —los cuales durante mucho tiempo nos acostumbramos a ver como normales debido al formateo mental que todos hemos sufrido en el Sodalicio—, ¿puedes decir que no viste nada? ¿No vivimos ambos en la misma comunidad en Nuestra Señora del Pilar, no sólo en Barranco sino también cuando temporalmente funcionó en La Aurora (Miraflores), y también en la comunidad de San Aelred (Magdalena del Mar)? Yo vi a miembros de comunidad castigados durmiendo en la escalera. ¿No los viste tú? Vi a varios obligados a tener que alimentarse sólo de pan y agua —o peor, de lechuga y agua— durante días. ¿No los viste tú también? En reuniones nocturnas donde tú también estabas presente vi también como se forzaba a los miembros de comunidad a revelar sus interioridades, sin ningún respeto por su derecho a la intimidad, muchas veces siendo objeto de humillaciones y de un lenguaje procaz y ofensivo. ¿Lo has olvidado? Yo te he visto contribuir a castigar con la ingestión de mezclas repugnantes de comida (postres mezclados con condimentos salados y picantes) a sodálites que estaban de prueba en la comunidad de San Aelred, bajo la responsabilidad de Virgilio Levaggi. ¿Te falla la memoria? Cuando yo estaba en San Bartolo en el año 1988, tú visitabas con frecuencia la comunidad para celebrar Misa y oír confesiones. Después te quedabas a comer y en las conversaciones te enterabas de las cosas que se hacían en San Bartolo. ¿Hasta ahora no has captado que varias de esas cosas eran abusos y maltratos? ¿Acaso no estuviste siempre de acuerdo con que nosotros, miembros de comunidad, mantuviéramos la mayor distancia posible hacia nuestros padres? Asimismo, cuando eras superior en Barranco, no podía llamar por teléfono ni salir a la esquina si no tenía permiso tuyo. Quien se ausentaba de la casa sin permiso era después severamente castigado. ¿No era esto una especie de coerción de nuestra libertad?»
En resumen, los abusos físicos y psicológicos nunca se perpetraron a escondidas en el Sodalicio, pero estábamos condicionados para ver en esas cosas solamente “rigores de la formación” y no abusos vejatorios de nuestros derechos humanos.
Respecto a los abusos sexuales, la gran mayoría de ellos ocurrieron en habitaciones a puerta cerrada, adonde no estaba permitido ingresar sin permiso del superior de la comunidad o del consejero espiritual que estaba dentro de la habitación. Para cometer esos abusos bastaba con que el perpetrador tuviera un puesto de autoridad y que tuviera asignada una habitación para efectuar conversaciones y consejerías privadas con sodálites a su cargo. La disciplina de la obediencia hacía el resto. Nadie podía entrar y la víctima no podía hablar de lo sucedido, pues el formateo mental le impedía categorizar lo sucedido como un abuso sexual y tampoco tenía autorización para hablar de lo que había sucedido entre su guía espiritual y él.
Por lo tanto, no se puede afirmar categóricamente —como sí se puede hacerlo de los abusos físicos y psicológicos— que había todo un sistema para abusar sexualmente de las víctimas. Tampoco hay certeza de que otros miembros de la cúpula sodálite estuvieran enterados de los abusos sexuales de los líderes en el momento en que ocurrían. Por eso mismo, cuando se enteraban de algún caso —como ocurrió con Virgilio Levaggi y Jeffery Daniels—, el sujeto era puesta bajo un estricto régimen de disciplina que debía hacer las veces de castigo y medida correctiva. Sin embargo, sí hubo un sistema de encubrimiento, pues las autoridades sodálites nunca denunciaron ni ante tribunales eclesiásticos ni ante la justicia civil a ninguno de los abusadores que descubrieron en su seno. Y también hay que recalcar que el sistema de disciplina que incluía los abusos físicos y psicológicos generalizados como parte integrante del mismo fue el que posibilitó que se llegara en algunas ocasiones a abusos sexuales.
El lavado de cerebro llegó a ser tan profundo, que los sodálites estaban predispuestos a no ver abusos donde la gente normal sí los vería. Y a no creer que sus líderes, respetados en vida como personas con un aura de santidad, pudieran cometer abusos sexuales. No los culpo. Yo pasé casi 30 años de mi vida sin ver nada, y cuando al fin pude librarme del formateo mental, tuve que rearmar el rompecabezas de mi vida y pude por fin ver los abusos que yo había sufrido y otros de los cuales fui testigo. Esos mismos hechos que habían sido para mí durante décadas los abusos que no vimos.