Hace 55 años, en febrero de 1968, los Beatles —junto con sus esposas y asistentes— llegaron a la India para participar en un curso de meditación trascendental en el ashram del gurú Maharishi Mahesh Yogi, lo cual impulsaría en la banda una ola de composición creativa que nos ha dejado como legado unas 30 canciones, 18 de las cuales fueron incluidas en el álbum blanco “The Beatles”, obra maestra del rock.

Ringo Starr regresaría a Inglaterra sólo diez después, aburrido ante lo que le parecía un campamento familiar. Paul McCartney se iría después de un mes de estadía debido a que tenía otros compromisos comerciales. John Lennon y George Harrison permanecerían cerca de seis semanas, dejando repentinamente el ashram tras desacuerdos financieros con el Maharishi, a lo cual se sumaron rumores del comportamiento inadecuado que éste tenía con algunas de sus discípulas. Incluso se habló de un intento de abuso sexual de la actriz Mia Farrow, que también se encontraba allí.

 

Como consecuencia, Lennon escribiría una de las canciones más polémicas de los Beatles, originalmente intitulada “Maharishi”, pero que luego —a fin de evitar controversias y problemas en su difusión comercial— fue renombrada como “Sexy Sadie”, convirtiendo al personaje al que está dedicado en una mujer y quitándole algo de la mordiente que originalmente tenía.

Estos son algunos extractos de esta canción:

Sexy Sadie, what have you done?

You made a fool of everyone

You made a fool of everyone

Sexy Sadie, oh, what have you done?

Sexy Sadie, you broke the rules

(Sexy Sadie, ¿qué has hecho?

Le tomaste el pelo a todos

Le tomaste el pelo a todos

Sexy Sadie, oh, ¿qué has hecho?

Sexy Sadie, rompiste las reglas)

Sexy Sadie, how did you know?

The world was waiting just for you

The world was waiting just for you

Sexy Sadie, oh, how did you know?

Sexy Sadie, you’ll get yours yet

However big you think you are

However big you think you are

Sexy Sadie, oh, you’ll get yours yet

We gave her everything we owned just to sit at her table

(Sexy Sadie, ¿cómo lo supiste?

El mundo te esperaba sólo a ti

El mundo te esperaba sólo a ti

Sexy Sadie, oh, ¿cómo lo supiste?

Sexy Sadie, aún recibirás lo tuyo

Por muy grande que creas que eres

Por muy grande que creas que eres

Sexy Sadie, oh, aún recibirás lo tuyo

Le dimos todo lo que teníamos solo para sentarnos a su mesa)

Tras esta experiencia, Lennon se convertiría en un crítico mordaz de las religiones organizadas desde una postura humanista atea, mientras que McCartney optaría por una espiritualidad deísta en privado y sin publicidad, mientras que Starr y Harrison —sobre todo este último— mantendrían en público y en privado una admiración por las religiones védica e hinduista de la India.

Las prácticas abusivas de la organización de la Meditación Trascendental, fundada por el Maharishi Mahesh Yogi, serían develadas posteriormente en el documental “David Wants to Fly” (2010) del cineasta alemán David Sieveking, quien, llevado por su admiración hacia el renombrado director de cine David Lynch —uno de los promotores de la Meditación Trascendental— recibiría autorización para hacer un documental sobre el grupo para finalmente descubrir prácticas sectarias y —cómo no, por supuesto— un gran negocio de millones dólares a su sombra.

Harrison se reconciliaría posteriormente con el Maharishi, y McCartney y Starr participaron en 2009 en un concierto de la Fundación David Lynch para recaudar fondos para la Meditación Trascendental. Tanto Harrison como McCartney consideraron que lo que se dijo sobre el Maharishi fueron simplemente rumores no corroborados, y creyeron en su inocencia.

Sin embargo, lo que describe Lennon en su canción encaja perfectamente dentro de lo que se conoce como “abuso espiritual”, el humus donde se incuban los demás abusos en organizaciones que pretenden darle un sentido último a la vida de sus integrantes.

Curiosamente, no fue en un contexto arreligioso donde tal vez se haya usado por primera vez este término, sino en el ámbito cristiano en los Estados Unidos. En 1991 apareció publicado el libro “The Subtle Power of Spiritual Abuse” (“El sutil poder del abuso espiritual”). Sus autores son David Johnson, pastor evangélico de la Iglesia de la Puerta Abierta (The Church of the Open Door), y Jeff VanVonderen, conferencista y consultor especializados en temas de adicción, iglesia y bienestar familiar. Se trata de un libro escrito por cristianos para cristianos.

Queda claro desde un principio que la religión no es el problema, sino el uso abusivo que hacen de ella algunos líderes y consejeros espirituales con puestos de responsabilidad en las iglesias cristianas, si bien lo que dicen podría aplicarse también a organizaciones fuera del ámbito cristiano. Y dentro de esa lógica, sustentándose en citas bíblicas —sobre todo del Nuevo Testamento—, muestran cómo en una vivencia auténtica del mensaje cristiano original y su ética no hay lugar para los abusos espirituales que se constatan en las iglesias cristianas.

La definición que dan ambos autores es la siguiente:

«El abuso espiritual es el maltrato de una persona que necesita ayuda, apoyo o un mayor empoderamiento espiritual, con el resultado de debilitar, socavar o disminuir ese empoderamiento espiritual».

En otras palabras, el abuso espiritual daña profundamente a las personas que lo sufren, pues afecta su núcleo más íntimo, aquél que lo vincula con la trascendencia y le da sentido a su vida.

Los autores señalan siete características de los sistemas abusivos espirituales y detallan los efectos sobre las víctimas de estas relaciones basadas en la vergüenza (o humillación), cosa que ellos designan como “impotencia aprendida”.

1. Postura de poder (de los líderes), que tiene como consecuencia una imagen distorsionada de Dios; alto nivel de ansiedad basado en otras personas o circunstancias externas; un deseo exagerado de complacer a los demás; una alta necesidad de ser castigado o pagar por errores para sentirse bien; ignorar tu «radar» porque estás siendo «demasiado crítico»; alta necesidad de estructura; dificultad para decir «no»; permitir que otros se aprovechen de ti.

2. Preocupación por el rendimiento, que lleva al perfeccionismo, o rendirte sin intentarlo; hacer sólo aquellas cosas en las que eres bueno; falta de autodisciplina; no poder admitir errores ni cometerlos; visión de Dios como más preocupado por cómo actúas que por quién eres; no poder descansar cuando estás cansado; no poder divertirte sin sentirte culpable; alta necesidad de aprobación de los demás; sentido de vergüenza o autojustificación; ser exigente con los demás; eres duro con tus hijos, o no esperas lo suficiente de ellos; visión negativa de uno mismo, incluso odio hacia uno mismo; autocrítica negativa; avergonzar a los demás; habilidades defensivas (culpar, racionalizar, minimizar, mentir); dificultad para perdonarse a uno mismo; dificultad para aceptar la gracia y el perdón de Dios; sentirse egoísta por tener necesidades; preocupación excesiva por rescatar a otros de las consecuencias de sus comportamientos.

3. Reglas tácitas (no expresas), que lleva a tener un gran «radar», o la habilidad para coger la tensión en situaciones y relaciones; capacidad para descifrar los mensajes ambiguos de los demás; decir las cosas en código en lugar de decir las cosas directamente; hablar de las personas en lugar de hablar con ellas; esperar que los demás conozcan tu código; interpretar otros significados en lo que dicen las personas.

4. Falta de equilibrio, que deviene un una alta necesidad de controlar los pensamientos, sentimientos y comportamientos de los demás; estar desconectado de los propios sentimientos, necesidades y pensamientos; suponer qué es normal; enfermedades relacionadas con el estrés; permitir continuamente que personas no seguras se acerquen; formas extremas de negación, incluso delirio.

5. Paranoia, que lleva a la sensación de que si algo está mal o te molesta, tú debes haberlo causado; la sensación de que si hay un problema, tú debes resolverlo; sentir que nadie más te entiende; sentirse amenazado por opiniones que difieren de las tuyas; temer tomar riesgos saludables; desconfiar o tener miedo de los demás; establecer límites que mantienen alejadas a las personas seguras; sentimientos de culpa cuando no has hecho nada malo; dificultad para confiar en las personas.

6. Lealtad fuera de lugar, que conduce a la necesidad obsesiva de tener la razón; ser crítico con los demás; interrogar a los demás con intensidad; mente cerrada; miedo a ser abandonado; posesivo en las relaciones.

7. Código de silencio, que te convierte en puramente autoanalítico; rebelándose contra la estructura; sentirse solo; llevar una doble vida; ser intermediario de mensajes para las personas; incapacidad para pedir ayuda.

Quienes hemos pasado por el Sodalicio de Vida Cristiana hemos experimentado muchos de estos síntomas, lo cual demuestra que estábamos inmersos en un sistema espiritual abusivo, que en algunos ha llevado a echar por la borda todo tipo de creencia y práctica religiosa en bloque (incluso las manifestaciones auténticas), mientras que otros hemos tenido que reconstruir nuestro sistema espiritual y nuestra relación con la trascendencia dentro de otras coordenadas. Ambas han sido estrategias de supervivencia, que —según el caso— nos han permitido encontrar nuevamente el verdadero rostro de nuestra humanidad. Lo triste del asunto es que no todos lo logran, y los efectos deshumanizadores del sistema sodálite, producidos por el abuso espiritual, persisten en ellos.

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Estimado José Antonio:

Sí. Te digo “estimado” porque te he conocido personalmente desde que en el año 1978 el Sodalicio se cruzó en mi vida, y luego he vivido en comunidades sodálites, compartiendo contigo el mismo techo y pan, sentándome contigo a la misma mesa y compartiendo contigo momentos de vida comunitaria. Incluso, antes de ser cura, fuiste mi primer superior en diciembre de 1981, en la comunidad Nuestra Señora del Pilar ubicada entonces en el jirón Alfredo Silva en Barranco, muy cerca del Museo Pedro de Osma. En esa comunidad que recién se inauguraba compartimos techo juntos al principio Eduardo Field, Alfredo Draxl, Alberto Gazzo, Virgilio Levaggi, José Ambrozic y Alejandro Bermúdez. ¿No te resulta sorprendente que, salvo el de Field, todos estos nombres estén relacionados con la cultura de abusos que se vivió en el Sodalicio? Y tú, como superior de todos nosotros, encargado de dirigir la vida comunitaria de acuerdo a las directivas de Luis Fernando Figari —a quien seguías a pie juntillas y nunca te atreviste a contrariar—, ¿niegas hasta ahora que formaste parte de esa cultura de abusos?

Yo, entonces un joven de 18 años, con la confianza e ingenuidad propias de esa edad, confiaba absolutamente en las buenas intenciones de todos aquellos que, como tú, formaron parte de la generación fundacional del Sodalicio, y no abrigaba ninguna suspicacia contra nadie. No era consciente del lavado de cerebro y la manipulación de conciencia de la cual había sido objeto, pues la vida se presentaba abierta a ideales de grandeza y esperanzas de contribuir a cambiar el mundo, para convertirlo “de salvaje en humano, y de humano en divino”, como continuamente se nos repetía. Y a mantener esa ilusión contribuían los gratos momentos de vida comunitaria, que opacaban los severos castigos que a veces recibíamos.

Muchos se preguntan cómo pudimos soportar agresiones físicas y psicológicas, sin protestar ni rebelarnos. Eso se explica porque el anzuelo que nos atrapaba tenía también una carnada jugosa y sabrosa, unos momentos de vida fraterna que nos parecían la gloria, donde podíamos sentir una cierta alegría y un sentimiento de compañerismo y fraternidad que nunca habíamos experimentado de igual manera fuera de la comunidad. Nos sentíamos felices de ser “amigos en Cristo”. Pero, sin saberlo, eso ocurría a costa de nuestra libertad y sólo funcionaba mientras uno mantuviera una fidelidad férrea al ideal sodálite y nunca cuestionara nada.

En ese sentido, puedo decir que nunca he pasado mejores Navidades que aquellas que pasé cuando, después de la Misa del Gallo, nos reuníamos los miembros de todas las comunidades de Lima para compartir la cena navideña y representar sketches que nos hacían reír a carcajadas. Tú mismo, José Antonio, te disfrazaste una vez de Batman y apareciste junto con Alfredo Ferreyros disfrazado de Robin, para hacer una parodia —donde te llamaban Fatman por tu consabida corpulencia abdominal— que  nos hizo reír con tu consuetudinaria simpatía.

Porque hay que reconocerlo. Siempre has sido una persona simpática, de carácter risueño, muy sentimental y cariñosa, que se preocupaba por los otros miembros de la comunidad. Eras afable en el trato y no utilizabas palabras groseras ni insultos cuando hablabas con alguien, ni siquiera con tus subordinados, a diferencia de otros sodálites con responsabilidad, que estaban habituados al lenguaje grosero y a los insultos, comenzando por el mismo Luis Fernando Figari.

Recuerdo algunos momentos en que te mostraste muy humano. Como, por ejemplo, cuando en la segunda mitad de los 80, vivíamos en la comunidad Nuestra Señora del Pilar, que estaba situada temporalmente en Juan José Calle 191 en La Aurora (Miraflores), pues la minera que le había cedido en usufructo al Sodalicio la casona de Barranco necesitaba hacer uso de ella. Nuestro superior era Luis Ferroggiaro, que todavía no había sido ordenado sacerdote. Hay que tener cuenta que, según las normas del Sodalicio, los sacerdotes no pueden ser superiores de comunidad. Curiosamente Ferroggiaro, quien fue despedido en ese entonces del Colegio Markham y se le negó el permiso para seguir siendo profesor de religión, también ha sido acusado, ya siendo sacerdote en Arequipa, de haber abusado sexualmente de un menor.

Un día llegaste afligido a la casa porque, regresando de la residencia de Figari en Santa Clara, se te había cruzado un borracho en la Av. Circunvalación y lo atropellaste, causándole la muerte. Ferroggiaro encargó que se alquilara una película en video para distraerte, y elegimos “Escape en tren” (“Runaway Train”, Andrei Konchalovsky, 1985) porque sabíamos que te gustaban las películas de acción y nos hacías reír imitando el sonido de las ametralladoras de Arnold Schwarzenegger en dos de tus películas favoritas: “Commando” (Mark Lester, 1985) y “Predator” (John McTiernan, 1987). Pusimos la película, y en el momento en que un hombre del siniestro alcaide Ranken es descendido con una cuerda desde un helicóptero hacia la locomotora del tren sin frenos donde están los dos reclusos evadidos interpretados por Jon Voight y Eric Roberts, el agente es arrollado por el tren y cae bajo sus ruedas, encontrando la muerte. En ese momento, José Antonio, te levantaste de tu sillón y te retiraste a tu dormitorio. Nos dio pena, porque no sabíamos que el film iba a recordarte el accidente que había ocurrido, del cual terminarías saliendo judicialmente libre de polvo y paja.

Hay que añadir que tus gustos cinematográficos eran bien pedestres. Además de violentas películas de acción, te gustaban las de la serie “Locademia de policía” (“Police Academy”). Recuerdo una vez que Jorge Ríos y yo te acompañamos mientras veías en video un film de la serie. Te arrastrabas de risa ante cada ocurrencia burda y grosera de la trama, mientras Jorge y yo nos aburríamos, sin que nos causara gracia tanta vulgaridad. Pero una vez si te quejaste ante el superior cuando organice un cine-fórum con agrupados universitarios para mostrarles “La naranja mecánica” (“A Clockwork Orange”, Stanley Kubrick, 1971), pues te parecía una película inmoral, una valoración conforme con tu visión ultraconservadora de la moral y el arte. Pues nunca fuiste de correr riesgos, y siempre seguiste con lealtad incondicional los principios sodálites de Figari y mantuviste una postura conservadora y rígida en temas de fe católica y moral, que te ha llevado a descalificar a personas que piensen distinto a ti y a cerrarte al diálogo.

En ese sentido, ayudaste a a aplicar medidas humillantes contrarias a la dignidad de las personas, aunque lo que hizo no se diferencia sustancialmente de lo que hicieron otras personas con cargos de responsabilidad en el Sodalicio, sin que se pueda saber si eras consciente de la gravedad de lo que hacías. Al igual que yo, fuiste testigo de una multitud de abusos en comunidades sodálites. Te confieso que me demoré más de una década en comprender que lo que vi eran realmente abusos, pues había sufrido una reforma del pensamiento (o control mental) tal como el que se suele dar en organizaciones sectarias y durante mucho tiempo creí que los abusos dentro de las comunidades sodálites eran en realidad procedimientos legítimos dentro de una institución católica donde se busca la perfección cristiana. Y a pesar de que tú colaboraste activamente en aplicar la medida de aislamiento que sufrí en diciembre de 1992 en la comunidad Nuestra Señora del Pilar situada nuevamente en Barranco—medida que me llevaría a huir en una noche con toque de queda hacia una de las comunidades de formación de San Bartolo, donde pasaría siete meses atormentado a diario por pensamientos suicidas—, no catalogué eso entonces como un abuso, pues todavía no me había librado de la férula mental del Sodalicio y todavía seguí creyendo que era yo el que había fallado, que yo tenía la culpa de lo sucedido. Por eso mismo, te pedí que oficiaras mi matrimonio religioso el 29 de noviembre de 1996, en una ceremonia que, sin lugar a dudas, fue hermosa e impresionante por los cientos de invitados que asistieron y las palabras emotivas que brotaron de tu rostro sonriente. Yo no sabía entonces que tú ya habías tenido conocimiento de los abusos sexuales perpetrados por Virgilio Levaggi, y lo encubriste, así como también encubrirías posteriormente a Jeffery Daniels, cuyos abusos fueron conocidos por toda la cúpula sodálite.

Pero seguías llevando el veneno del Sodalicio en tu alma, y esa sonrisa tuya podía convertirse en la sonrisa del Joker cuando te burlabas de un confráter sodálite que estaba siendo sometido a un trato humillante, como ocurrió con José Enrique Escardó.

Y cuando llegaste a ser obispo, parece que los humos se te terminaron subiendo a la cabeza, pudiéndosete aplicar las palabras que el noble inglés Lord Acton le aplicó al Papa Pío IX: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

José Antonio, tenías todas las cualidades para ser un sacerdote ejemplar y un pastor preocupado por el Pueblo de Dios, pero preferiste ponerte al servicio de una institución sectaria, defendiendo su imagen contra aquellos que subjetivamente considerabas enemigos de la Iglesia y del Sodalicio, haciendo buenas migas con autoridades corruptas —tanto políticas, judiciales, militares como policiales—, protegiendo negocios turbios de empresas vinculadas al Sodalicio, contratando a abogados histriónicos y circenses para que tuerzan el derecho a tu favor y, sobre todo, callando en todos los colores sobre los abusos sexuales, psicológicos y físicos que se perpetraron en el Sodalicio, principalmente en las comunidades sodálites, e ignorando a las víctimas y sus sufrimientos. Lo mínimo que hubieras podido hacer es pedir perdón por haber contribuido a la cultura de abuso del Sodalicio, al que tanto amas por encima de la justicia y de la misericordia que tanto predicas. A estas alturas, creo que eso es mucho pedirle a un jerarca de la Iglesia que se regodeó en su poder, de quien aun guardo —lo confieso— recuerdos gratos por varios momentos compartidos juntos cuando aún afloraba el lado luminoso de su humanidad, ese lado luminoso que fue echado a perder por esa hidra de siete cabezas que es la institución sodálite.

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Uno de los mayores casos de abusos sexuales de menores en Alemania fue el de la Escuela de Odenwald, un internado de línea pedagógica experimental. Y no estuvo relacionado con la Iglesia católica ni con ninguna otra iglesia cristiana, pues se trataba de una institución educativa laica. Una investigación oficial realizada en el año 2010 determinó que había 132 víctimas identificadas entre 1965 y 1998, y 18 docentes abusadores, entre ellos Gerold Becker, quien fuera director de la escuela entre 1972 y 1985. Según un estimado, podrían haber unas 300 víctimas más.

Sin embargo, las denuncias no se iniciaron recién en el 2010, año en que en Alemania comenzó la ola de destapes de abusos sexuales contra menores en instituciones gracias a la iniciativa del jesuita Klaus Mertes, entonces director del Colegio Canisio de Berlín, quien dio a conocer a la opinión pública los abusos cometidos en décadas anteriores por dos docentes jesuitas de la institución. 

Ya en el año 1999, a través de un artículo del periodista Jörg Schindler en el Frankfurter Rundschau, se hicieron públicos por primera vez testimonios de exalumnos de la Escuela de Odenwald, según los cuales, durante las décadas de 1970 y 1980, el entonces director de la escuela, Gerold Becker, había abusado sexualmente de varios estudiantes de manera sistemática y durante un largo período de tiempo. Andreas Huckele —quien había sido alumno de la Escuela de Odenwald entre 1981 y 1988, y fue protegido en el artículo bajo el seudónimo de Jürgen Dehmers- y otra víctima conocida por el seudónimo de Thorsten Wiest le habían escrito anteriormente en junio de 1998 una carta al entonces director de la escuela, Wolfgang Harder, y a 26 empleados, confrontándolos con estas acusaciones y exigiendo consecuencias, después de enterarse de que Becker había regresado a la Escuela de Odenwald a principios de 1998 como profesor sustituto. Huckele le había escrito además dos cartas a Becker en 1997 y 1998, solicitando una respuesta de este último. La dirección de la escuela simplemente comunicó que Gerold Becker «no había refutado las afirmaciones de los afectados ante la junta directiva y había renunciado a sus funciones y responsabilidades en la asociación gestora y en la asociación promotora de la Escuela de Odenwald». La junta directiva, que había investigado las acusaciones, llegó a la conclusión de que, después de casi 15 años de ocurridos los hechos, éstos ya no eran «penalmente relevantes».

El artículo de Jörg Schindler, publicado a página completa en el Frankfurter Rundschau, no gatilló un debate público significativo, ni otros medios informaron al respecto, ni tampoco hubo reacción de las autoridades políticas y judiciales. En cambio, Florian Lindemann, en ese momento portavoz de los exalumnos, criticó duramente la cobertura del caso en una carta al editor publicada posteriormente. Acusó a Schindler de «periodismo sensacionalista». La investigación penal sobre el caso de Becker ya había sido archivada en 1999 por la Fiscalía de Darmstadt debido a que los presuntos delitos ya habían prescrito.

En resumidas cuentas, no pasó nada. Tendría que transcurrir poco más década antes de que se tomaran cartas en al asunto, lo cual llevaría al declive de la institución escolar y a su cierre definitivo en septiembre de 2015 por problemas financieros.

¿Podemos establecer un paralelo entre este caso y las primeras denuncias contra el Sodalicio de Vida Cristiana publicadas en un medio de difusión masiva —como era la revista Gente—, provenientes de la pluma de José Enrique Escardó?

Ciertamente, Escardó publicó seis columnas entre octubre y noviembre del año 2000 en su columna semanal El Quinto Pie del Gato, y sus denuncias no fueron replicadas por ningún otro medio. Pasaría más de una década hasta que el año 2011 las primeras denuncias de abusos sexuales cometidos por Germán Doig y Luis Fernando Figari fueran publicadas en Diario16, entonces dirigido por Juan Carlos Tafur, y en el año 2015 Editorial Planeta publicara la investigación periodística “Mitad monjes,mitad soldados” de Pedro Salinas y Paola Ugaz, donde se designaría a Escardó como «el primer denunciante», aunque sus denuncias sobre abusos psicológicos y físicos no incluían ninguna sobre abuso sexual. Asunto irrelevante, dado que los primeros tipos de abusos pueden tener consecuencias iguales, o incluso más graves, que los abusos sexuales, y constituyen el sustrato para que en ocasiones se cometa agresiones sexuales. 

Antes de la publicación de los artículos de Escardó ya habían habido denuncias periodísticas y académicas contra el Sodalicio de Vida Cristiana, aunque de corte distinto. En los años 70 y 80 aparecieron espóradicamente en el Diario de Marka, un periódico de izquierda, críticas al Sodalicio y a Figari por su cercanía a grupos fascistoides de extrema derecha y por su oposición a la teología de la liberación del Padre Gustavo Gutiérrez, corriente de pensamiento que terminó siendo avalada como teológicamente inobjetable por la Congregación para la Doctrina de la Fe (Ciudad del Vaticano) y el Papa Francisco 

El primero en resaltar por escrito el carácter sectario del Sodalicio fue José Luis Pérez Guadalupe en el año 1991, en su tesis para optar al grado de licenciado en teología, intitulada “Las sectas en el Perú”. Un resumen de la tesis fue publicado posteriormente por el Centro de Investigaciones Teológicas de la Conferencia Episcopal Peruana en el año 1991, con el título de “Las sectas en el Perú: Los ‘nuevos movimientos religiosos’”, y vendido en su local de Jesús María. Si bien el libro se ocupaba principalmente de las sectas evangélicas presentes en el Perú, en una parte de este escrito Pérez Guadalupe hablaba de características sectarias que se presentaban también en grupos que formaban parte de la Iglesia católica, a saber, el Opus Dei, el Camino Neocatecumenal y el Sodalitium Christianae Vitae. Recuerdo que los curas sodálites Jaime Baertl y José Eguren movieron influencias para que el libro dejara de ser vendido, sin lograrlo. Aun así, la publicación no tuvo una difusión de alcance masivo, como sí lo tenía la revista Gente.

¿Qué factores contribuyeron para que las denuncias de Escardó cayeran en saco roto? Puedo adelantar algunas hipótesis.

Uno de los factores puede ser el medio donde publicó sus columnas. Gente era considerada una revista frívola, que no estaba a la altura de otras revistas periodísticas consideradas más serias como Caretas, Oiga y Sí. Ciertamente incluía algunos reportajes, pero estaba más centrada en temas de farándula, de espectáculos, de alta sociedad, de variedades y deportes. Además, la columna de José Enrique Escardó tampoco tenía mucho peso en el ámbito periodístico, pues siendo el hijo de Enrique Escardó, el director de la revista, se sospechaba que se la había asignado una columna semanal más por motivos de parentesco que por sus méritos profesionales.

El siguiente factor que atentó contra la difusión de las denuncias fue el estilo sensacionalista en que estaban redactados los artículos. Era evidente la intención del articulista de escandalizar a sus lectores, contándoles una serie de incidentes chocantes. «Hoy contaré otra historia que escandalizará a mis lectores y, como les dije antes, tengo muchas otras guardadas que iré contando cada semana».

Todos los incidentes abusivos que Escardó narra ocurrieron realmente. Yo mismo lo puedo corroborar, pues fui testigo de algunos, otros me fueron narrados de primera mano o yo mismo u otros sufrimos abusos parecidos. Sin embargo, faltaba en los artículos un contexto donde situarlos, pues Escardó no explicaba qué es el Sodalicio, cómo funcionaba, cómo eran las estructuras que permitieron el abuso, qué tipo de inserción tenía el Sodalicio en la Iglesia católica, etc. En otras palabras, lo que él escribió no cumplía con todos los estándares periodísticos, lo cual a ojos de muchos le restaba objetividad, aunque —como ya he señalado— nada de lo que cuenta es falso o inventado. Quizás en ese entonces no se hallaba en situación de realizar esta tarea, ya sea por falta de experiencia, ya sea por la carga emotiva que le causaba su animadversión a la Iglesia católica.

Y éste es otro de los puntos que quizás hayan impedido la difusión y acogida de sus denuncias. Pues en su primera columna del 26 de octubre de 2000, titulada “Extirparé la raíz del miedo”, introducía lo que iba a contar en el marco de una rabiosa perorata contra la Iglesia católica. «Llegó el momento de empezar a decir las cosas como son. Que nadie se deje atemorizar por curas o líderes laicos de la iglesia, que de santos tienen menos que yo de católico. […] Estoy harto de los abusos de la iglesia y de que metan la nariz donde nadie les ha pedido». Si bien Escardó tiene razón en muchas de sus críticas, no tiene en cuenta que la Iglesia no se reduce a lo que hagan muchos de sus jerarcas, ni tampoco tiene en cuenta que muchos católicos que se siguen considerando parte de la Iglesia entendida como Pueblo de Dios y comunidad viva de creyentes también comparten muchas las críticas que él tiene.

El título de cuatro de sus columnas —”Los abusos de los curas”— también resultó inapropiado, pues de entre los personajes abusadores que menciona con nombre y apellido sólo uno es cura, a saber, José Antonio Eguren. En realidad, los abusadores más notables del Sodalicio han sido laicos. Hablar de los abusos de los curas termina distorsionando la verdadera compresión de la problemática de abusos del Sodalicio.

Un año después, el 20 de noviembre de 2001, se emitió en Canal N el primer reportaje periodístico sobre el Sodalicio de Vida Cristiana, realizado por Diego-Fernández Stoll, durante el programa “Entre Líneas“, que conducía la periodista Cecilia Valenzuela. En el programa también se entrevistó a José Enrique Escardó y al psicólogo Jorge Bruce.

Allí se presentaba de manera seria y documentada el marco contextual que le faltaba a las columnas publicadas en Gente. Y allí José Enrique Escardó pudo hablar, de manera más serena, sobre las mismas experiencias abusivas que había sufrido durante su permanencia en el Sodalicio, sin la sazón emocional que habría arruinado el impacto efectivo que podrían haber tenido sus artículos escritos. En el programa de Canal N rezumaba sincera objetividad y fidedigna credibilidad.

Por supuesto, seguía siendo un ave solitaria, pues muchos de los que aún estábamos procesando nuestra experiencia sodálite aún no habíamos superado del todo el formateo mental efectuado por el Sodalicio o no estábamos en condiciones de narrar públicamente lo que habíamos sufrido.

Quiero agradecer a José Enrique Escardó por el valor que tuvo de hablar, de abrir trocha y camino, aunque su denuncia original no haya estado exenta de desaciertos en la forma y en el tono.

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curas, Sodalicio, vida cristiana

Johanna Beck, nacida en 1983, ha sido vocera del Comité Asesor de Víctimas de Abusos de la Conferencia Episcopal Alemana, puesto para el que fue elegida en el año 2020. Por su compromiso contra el abuso de poder en la Iglesia, fue galardonada en 2022 con el Premio Herbert Haag en Lucerna (Suiza), que se otorga a personas y grupos, ya sea por publicaciones, conferencias e investigaciones que “promueven la libertad y el humanitarismo dentro de la Iglesia”.

¿Pero cuál es la historia de esta católica comprometida que lucha desde dentro contra los abusos en la Iglesia católica? Ella misma lo ha contado en su libro “Haz nuevo lo que te quiebra” (“Mach neu, was dich kaputt macht”, Herder, Freiburg im Breisgau), publicado en 2022.

Johanna Beck creció y se educó en un ambiente católico tradicional y conservador, bajo la sombra de la Katholische Pfadfinderschaft Europas (KPE) —en español Asociación Católica de Scouts de Europa—, formalmente miembro de la Union Internationale des Guides et Scouts d’Europe (UIGSE).

La KPE, a la cual pertenecía su madre, define su misión de la siguiente manera: «A través de la educación scout promovemos de manera integral a niñas y niños. De esta manera, pueden convertirse en personas cristianas responsables, que desarrollan sus habilidades y talentos, configuran sus vidas desde la fuerza de la fe y asumen responsabilidad por la sociedad y la Iglesia».

Suena bonito, pero la realidad era otra. Johanna recuerda que a los seis años escuchó una prédica del Padre Hönisch, fundador de la KPE en 1976, donde hablaba de una purificación de la humanidad a través de catástrofes y desgracias, provocadas por el abandono de la fe y la búsqueda desmedida de progreso. Por eso mismo había que vivir habitualmente en gracia de Dios y recurrir a los medios que Él ofrecía, en particular los sacramentos, con insistencia en la confesión por lo menos una vez al mes y la comunión frecuente unida a la participación en la Santa Misa. Tampoco había que olvidar las oraciones diarias, sobre todo del Santo Rosario, y en casa mantener una vela encendida ante la imagen de la Madre de Dios. Se trataba de una lucha del Diablo por cada alma, para alejarla del cielo. En el rechazo de Dios, Satanás y los ángeles demoníacos caídos estaban unidos con la humanidad incrédula e impía. Ni qué decir, parecía la versión alemana del Sodalicio de Vida Cristiana.

Eso ocasionó que Johanna tuviera una infancia plagada de miedos. Miedo a haber cometido un pecado y, por eso mismo, a ser castigada por Dios con una enfermedad o incluso con la muerte. Miedo a quedarse dormida antes de haber finalizado su oración vespertina, y así abrirle una puerta al Diablo. Y sobre todo terrible miedo a la gran “batalla final” entre el Bien y el Mal, entre Dios y Satanás, de la cual sólo podrían salir indemnes aquellos que hubieran llevado una vida libre de pecado. «Continuamente nos sugerían: has fallado, has hecho algo mal, has pecado. Es muy difícil salir de eso y con eso trabajan también grupos como la KPE. […] El miedo de los miembros y la baja autoestima les da poder a los líderes», señalaría Johanna Beck durante una presentación de su libro.

A los once años se une formalmente a las chicas scouts , estando obligada a cumplir mandatos como «una scout es pura en pensamientos, palabras y obras» y «una scout se domina a sí misma, ríe y canta en medio de las dificultades». Y es en ese momento que también entra en su vida un sacerdote, a quien llama con el seudónimo de Padre Dietmar, un clérigo de figura corpulenta, pantalones de pana negros gastados y mirada penetrante que le resulta desagradable desde un principio. De talante jovial y suelto, le gustaba contar chistes lúbricos que eran festejados por sus seguidoras femeninas con risas histéricas.

El Padre Dietmar era omnipresente en los campamentos de las chicas scout. Las acompañaba en sus actividades recreativas, durante las comidas comunitarias, celebraba Misa y otras actividades de oración, y se enfrascaba en largas divagaciones sobre “la pureza y la castidad”, su tema preferido. Y, por supuesto, las chicas debían confesarse con él, pero no en un confesionario con tabique separador, sino en el bosque, en salas de reuniones o en habitaciones libres de miradas ajenas. La sexualidad, bajo el pretexto de la “práctica de la castidad”, era un tema que siempre afloraba en él, no sólo en la confesión sino también en las charlas y ejercicios espirituales. Se sentía responsable de la castidad de las jóvenes, de modo que éstas debían vestir faldas hasta los tobillos y les estaba vetado usar ropas de baño incluso en el verano (“de otro modo me sentiría tentado por vosotras”). A las chicas sólo les estaba permitido bañarse tarde de noche en una zona protegida por lonas, las cuales no impedían ciertas maniobras voyeuristas del Padre Dietmar.

Todo esto lo había guardado y arrinconado Johanna en el baúl de su memoria de Johanna, hasta el verano de 2018, durante unas vacaciones en Italia con su esposo e hijos. En ese momento, leyendo en su teléfono móvil una noticias sobre abusos sexuales clericales en Estados Unidos, la asaltan flashbacks de un par de momentos con el Padre Dietmar:

«Estoy en un campamento, en el bosque, allí siempre tenemos que confesarnos (“para que sólo el buen Dios escuche tus pecados”). Tengo once años. He preparado un papelito, como me enseñaron en la catequesis de la Primera Comunión. Allí está escrito: “1. Contradecir a mis padres. 2. Molestar a mis hermanos”.

Eso es lo que expreso. Sin embargo, al cura del campamento, el Padre Dietmar, eso no le interesa: “Sí, sí, pero ¿qué hay de los pecados contra la castidad?” Indaga, utiliza palabras que como buena niña católica yo nunca había escuchado, quiere detalles que no entiendo. No entiendo nada y aún así me doy cuenta de que algo no está bien, que se trata de cosas que no vienen a cuento en una confesión. El sacerdote pregunta, indaga, quiere saber más, escucha y resopla ruidosamente. Este resuello se ha grabado tan fuertemente en mi memoria que casi puedo seguir escuchándolo aquí, en nuestra habitación en Italia. Soy incapaz de levantarme».

El otro recuerdo es más punzante:

«Soy un poco mayor. La sala de reuniones con cortinas cerradas y puerta cerrada, sobre nosotros un gran crucifijo. El mismo sacerdote, de nuevo solo le interesan las “faltas contra la castidad”. Estoy de rodillas en el suelo, él se sienta frente a mí. Muy cerca. Puedo oler su sudor, primero miro su cuello de sacerdote, luego al suelo. Sus muslos separados me rodean, sus manos se mueven hacia mí, de nuevo ese resuello. Tengo miedo, no quiero esta cercanía, no quiero sus manos y no quiero hablar sobre lo que me pregunta. Me parece enorme, amenazante, no me atrevo a liberarme de esta posición y huir. Él hace de nuevo sus terribles preguntas: “¿Te has tocado de forma impura? Y si es así, ¿también has tenido pensamientos impuros? ¿En quién has pensado entonces? ¿Qué has hecho exactamente? ¿Te has tocado en tu XX?”, etc. Tengo miedo. En realidad, no tengo nada que contar, pero puedo intuir qué es lo que realmente está pasando aquí. Una voz dentro de mí me dice: ¡TIENES QUE SEGUIRLE LA CORRIENTE! Dile algo, o algo mucho peor podría pasar. Así que lo dejo pasar e invento algo, solo para que esté satisfecho y finalmente me deje en paz, no sin antes inculcarme la mortificación de mi cuerpo y mis sentidos…»

Es entonces que Johanna reconoce recién con claridad que ha sido víctima de abusos sexuales, ocurridos principalmente de manera verbal y psicológica como abuso de conciencia, y que esos recuerdos habían estado reprimidos en su psique, pero que ahora surgían con una fuerza que sacaba su vida de sus carriles.

Ciertamente, tras terminar sus estudios escolares había mandado al cuerno no sólo a la KPE sino también su fe católica. Pero cuando muchos años después tiene su primer hijo, opta por dejarlo bautizar y comienza a estudiar teología por su cuenta, para descubrir que la estrecha ideología católica que le habían inculcado en la KPE poco o nada tenía que ver con la amplitud y riqueza de la auténtica doctrina católica, que habla de un Dios compasivo y amistoso, que ama la libertad y está al lado de los marginados y heridos. Descubre cuán falso, problemático y tóxico había sido todo lo que le habían insuflado de niña. Su regreso a la Iglesia católica pasará por el encuentro con una comunidad parroquial de Stuttgart, amable y comprensiva, guiada por un párroco empático que le presta oídos a su historia y la apoya en su proceso de superarla. Johannna Beck, atemorizada ante la posibilidad de estar sufriendo una especie de síndrome de Estocolmo, al final opta por regresar a la Iglesia católica, a la cual siente como su patria espiritual, pero con una condición que ella misma se impone: tiene que comprometerse y hacer algo a favor de cambios radicales en la Iglesia católica y, de esta manera, evitar en lo posible que sigan habiendo víctimas de abusos.

En el año 2021, Johanna Beck declaró ante la Comisión de Abuso Sexual de la Diócesis de Rottenburg-Stuttgart. Critica que en la jurisdicción del Obispado de Oldenburg no pudo presentar una denuncia contra el clérigo abusador, sino que sólo pudo hacer una declaración como testigo. Según el derecho canónico, el proceso se lleva a cabo como una infracción contra el celibato y no como una violación de la dignidad humana y de la autodeterminación sexual.

Entre las propuestas que ha planteado Johanna Beck para reformar la Iglesia están las siguientes:

  • Una investigación exhaustiva, rápida e independiente de los casos de abuso, así como justicia para los afectados.
  • Establecimiento de una comisión de la verdad, de carácter independiente.
  • Modificación del Código de Derecho Canónico: el abuso debe considerarse como una violación del derecho a la autodeterminación sexual.
  • El reconocimiento de la condición de demandante, en lugar de testigo, de los afectados.
  • Espacios de narración y lugares seguros para los afectados como sitios de empoderamiento, interconexión, asistencia y recuperación.
  • Puntos de contacto diocesanos competentes para el abuso espiritual y para los adultos afectados por el abuso sexual.
  • Ampliación de los centros de asesoramiento ya existentes.
  • Un sistema de reparaciones no retraumatizante que sea adecuado para compensar las consecuencias de por vida y la complicidad de la institución.
  • Protección de las víctimas por encima de la protección de la institución.
  • Desjerarquización, control y democratización de las estructuras de poder eclesiástico.
  • Una lucha decidida contra el clericalismo.
  • Una reforma de la moral sexual católica.
  • Igualdad de género.
  • Autonomía y libre toma de decisiones de conciencia en lugar de obediencia.
  • Valoración y promoción del derecho a la autodeterminación sexual y espiritual.
  • Más desobediencia pastoral, empoderamiento y movimientos de base entre los fieles.

De que se realicen estos cambios depende la supervivencia de la Iglesia católica. Sin lugar a dudas.

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Contrariamente a lo que opinan los creyentes ultraconservadores en su habitual ignorancia, esgrimida con atrevida fatuidad y petulancia, la Iglesia católica no ha sido siempre la misma a lo largo de la historia.

Es un hecho histórico que nunca ha sido un bloque monolítico, donde se hayan plasmado los enunciados de la fe cristiana de la misma manera y con el mismo sentido. A preguntas importantes se les ha dado respuestas distintas, sin que ello significara poner en duda la unidad eclesial. Lo que ha existido siempre es la convivencia mutua de diversos catolicismos, de diversas maneras de entender y vivir la tradición católica. 

También es un hecho que la Iglesia ha evolucionado —y muchas veces también involucionado—, de modo que lo que existe ahora —las actuales estructuras sociales de la Iglesia, con sus rituales y tradiciones— son producto de un perpetuo cambio y devenir a través de los siglos, sin que ello signifique que la plasmación actual sea la mejor. Más bien, nunca ha habido una plasmación perfecta o ideal de la Iglesia en ningún momento de la historia.

Tampoco ha habido una doctrina constante y libre de contradicciones, que se haya mantenido invariable a través de los siglos y que haya sido única, continua, y que pueda remontarse sin sombra de duda a las enseñanzas de Jesus y sus apóstoles en el siglo I.

Sobre estas bases construye Hubert Wolf, sacerdote católico alemán y renombrado historiador de la Iglesia, su libro “Cripta: Tradiciones silenciadas de la Iglesia católica” (“Krypta: Unterdrückte Traditionen der Kirchengeschichte”, C.H.Beck, München), publicado originalmente en el año 2015. En este fascinante escrito Wolf describe tradiciones antiguas de otros tiempos, muchas de las cuales si se vivieran en la actualidad, serían acusadas de prácticas progresistas por la estulticia conservadora. Tradiciones que han sido relegadas al olvido, pues su recuerdo incomodaría a muchos católicos, que creen que la Iglesia católica siempre ha sido sustancialmente como es en la actualidad.

Por ejemplo, dice el Código de Derecho Canónico que «el Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos» (c. 377 § 1). Esto no siempre ha sido así. Más aún, durante la mayor parte de la historia de la Iglesia esto no ha ocurrido En los primeros siglos el obispo era elegido por aclamación popular del pueblo creyente. Más adelante se añadieron dos factores: la elección de un obispo debía recibir la aprobación del clero de la diócesis, y los obispos de diócesis aledañas debían estar también de acuerdo, de modo que para la ordenación válida de un obispo, ésta debía ser impartidas por lo menos por tres obispos de diócesis vecinas. La evolución histórica llevaría a que luego fuera el cabildo catedralicio, conformado por clérigos eminentes de la diócesis, quien eligiera al obispo, práctica que se mantuvo hasta el siglo XIX, donde se iniciaría el cambio que eliminaría estos mecanismos democráticos en la elección de los obispos, cambio que se afianzaría definitivamente recién en el siglo XX. Como curiosidad, si se busca la palabra “democracia” en el Catecismo de la Iglesia Católica vigente en la actualidad, no se encontrará ni una sola mención del término. La democracia parece ser una mala palabra en los ámbitos eclesiásticos de la Iglesia católica.

También las condiciones para ser un obispo han variado a lo largo del tiempo, como se puede leer en la Primera Carta a Timoteo del apóstol Pablo, un escrito del siglo I, donde dice lo siguiente:

«Palabra fiel: “Si alguno anhela obispado, buena obra desea”. Pero es necesario que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; que no sea dado al vino ni amigo de peleas; que no sea codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?); que no sea un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito y en lazo del diablo» (1Tim 3,1-5).

Según se puede constatar, el celibato obligatorio para los clérigos no se cuenta entre las tradiciones que se remontan a épocas antiguas, sino que comenzó a imponerse, muchas veces recurriendo a la violencia, a partir del siglo XI de la mano de Papas que provenían de órdenes monacales y que consideraban el ejercicio de la sexualidad como algo sucio e impuro.

No todos los Papas de la historia compartieron esa idea, habiendo una lista de Sumos Pontífices que se entregaron de manera disoluta a los placeres de la carne, entre los cuales destaca Juan XII (937-964), quien asumió el cargo en 955 y fue conocido como “el Papa Fornicario”. Se cuenta que murió de un martillazo en la cabeza, propinado por un marido que lo encontró en el lecho de su mujer. Incluso la pederastia tiene una larga data en la historia de la Iglesia, habiendo un Papa, Bonifacio VIII (1235-1303), conocido por tener esa práctica y a quien se le atribuye la siguiente frase: «el darse placer a uno mismo, con mujeres o con niños, es un pecado tan insignificante como frotarse las manos».

Eso nos lleva a la cuestión de si el Papa siempre tuvo la autoridad suprema absoluta que ostenta en la actualidad. Así como el cabildo catedralicio fue un contrapeso a la autoridad del obispo —de modo que éste no podía tomar las decisiones más importantes sin la anuencia de aquél—, de modo similar el colegio cardenalicio, a partir de la Edad Media, constituyó un contrapeso a la autoridad del Papa, de modo que éste sólo podía tomar decisiones importantes previa consulta con los cardenales, que debían dar su aprobación. Queda el antecedente del Concilio de Constanza (1414 a 1418) que dio fin al Cisma de Occidente, cuando tres Papas se arrogaban el derecho a ser el auténtico sucesor de la cátedra de San Pedro (Juan XXIII, Gregorio XII y Benedicto XIII) y donde los obispos reunidos destituyeron el primero, obligaron a renunciar al segundo y desconocieron la autoridad del tercero. La doctrina que se asumió entonces es que un concilio, por representar a a toda la Iglesia, estaba por encima de la autoridad del Papa.

Si bien en el siglo XIX el Papa Pío IX comenzó a restarle poder a los cardenales, haciendo que el Concilio Vaticano I proclamara la infalibilidad del Sumo Pontífice —es decir, la suya propia, en un evidente conflicto de intereses—, fue recién en el siglo XX que el Papa Pío XI tomó decisiones propias sin informar a los cardenales ni consultar con ellos. De esta manera, el absolutismo monárquico de la Santa Sede recién se afianza en época reciente, contradiciendo una larga tradición que postulaba algunos mecanismos democráticos y participativos en la conducción de la Iglesia católica.

Una de las cosas más interesantes que señala Hubert Wolf en su libro es la existencia de mujeres con potestades episcopales, entre ellas el nombramiento y destitución de párrocos, la concesión de licencias a sacerdotes para celebrar Misa y predicar, la convocación de sínodos diocesanos que ellas mismas presidían, la concesión de dispensas matrimoniales —por ejemplo, cuando dos primos querían casarse—, la presidencia de tribunales canónicos y, por consiguiente, la imposición de penas eclesiásticas. Se trataba de las abadesas de ciertas jurisdicciones eclesiásticas, que tenían esa autoridad debido a que en esa época podía haber obispos que no hubieran recibido la ordenación sacramental, pues se distinguía entre el ámbito jurisdiccional y el ámbito sacramental-litúrgico del ejercicio de las funciones episcopales. De modo que había obispos que tenían todos esos privilegios, pero que no podían impartir sacramentos ni celebrar una Misa, funciones que eran confiadas a sacerdotes que sí hubieran recibido el sacramento del orden sacerdotal. Lo mismo se aplicaba a algunas abadesas, como, por ejemplo, la abadesa de Las Huelgas (Burgos, España) que, como mujer, no podía confesar, decir una misa, ni predicar, pero era ella quien daba las licencias para que los sacerdotes realizaran estas funciones. No estaba sometida a ningún obispo y dependía directamente el Papa. A todo esto le puso punto final, en el siglo XIX, el Papa Pío IX, el primero que se hizo venerar en vida como representante de Cristo en la tierra, iniciando esa actitud fanática de muchos católicos conocida como papismo o papolatría.

Hubert Wolf menciona otras tradiciones ocultadas y acalladas, como el rol directivo que tuvieron no-clérigos —conocidos como laicos o seglares— en varios momentos del devenir histórico de la Iglesia, o la utopía de una Iglesia de los pobres, que encontró plasmación en varias comunidades de la Edad Media, no solamente entre los seguidores de Francisco de Asís.

En todo caso, Wolf cree que esta cripta de tradiciones silenciadas constituye un reservorio de ideas para efectuar una auténtica reforma de la Iglesia católica, una reforma que se presenta cada vez más como una auténtica necesidad a fin de evitar la palpable decadencia de está institución de dos mil años de antigüedad.

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Se analizaron 38,156 actas personales de sacerdotes y diáconos de los 27 obispados alemanes pertenecientes al período entre 1946 y 2014. Se halló 1,670 clérigos abusadores, lo que representa el 4.4% de todos los clérigos cuyas actas personales fueron examinadas. Se identificó 3,677 víctimas de abuso sexual infantil y juvenil. Se encontraron estructuras institucionales que permitían el abuso sexual, como relaciones asimétricas de poder y un sistema cerrado en sí mismo, característico de la Iglesia católica. Y esto sólo era la punta del iceberg debido a las limitaciones señaladas, pues los estudios independientes posteriores encargados por varias diócesis no han hecho más que aumentar el número de abusadores —no sólo clérigos, sino también religiosos y personal laico— y también el número de víctimas.

La Iglesia Evangélica en Alemania (Evangelische Kirche in Deutschland, conocida por sus siglas EKD), una federación de actualmente veinte iglesias protestantes regionales, creada en 1948 después de la Segunda Guerra Mundial, se enorgullecía en ese aspecto de ser mejor que la Iglesia católica. ¿Cómo iban a ocurrir abusos sexuales en las iglesias reformadas, que tenían como pilar principal la fidelidad a la Palabra de Dios expresada en la Biblia y cuyas autoridades eclesiásticas —obispos, pastores y vicarios de ambos sexos— no tenían la obligación de guardar el celibato, como sí ocurre en la Iglesia católica?

De otra opinión era Detlev Zander, quien en 2014 se convirtió en el primer denunciante de abusos sexuales contra menores en una institución asociada a la Iglesia evangélica. Zander fue víctima de abuso sexual, golpes y humillaciones por parte de varios agresores cuando era niño en un hogar infantil de la Comunidad de Hermanos en Korntal, cerca de Stuttgart. La Iglesia evangélica había ignorado su historia de sufrimiento y lo había difamado como mentiroso. Solo cuando decidió hacer público su testimonio, la Iglesia se preocupó en investigar. Actualmente, Zander es el portavoz del Foro de Participación Violencia Sexual de la Iglesia Evangélica, creado en 2022. El foro tiene poder de decisión en cuestiones relacionadas con la violencia sexual. Zander señaló que en los hogares y casas parroquiales evangélicas prácticamente no existen estructuras que permitan poner al descubierto o prevenir tales casos. En agosto de 2021 Zander había declarado en una entrevista: «Desde mi punto de vista no se puede decir que el contexto católico sea peor que el evangélico – en ambas iglesias no se hace nada. Ambas están igual de mal y son terribles». 

El tiempo le ha dado la razón. El 25 de enero de este año por fin fue publicado un informe multidisciplinario de más de 800 páginas sobre abusos sexuales en la Iglesia Evangélica en Alemania (EKD), realizado por el Consorcio de Investigación ForuM, con el título de “Investigación sobre el tratamiento de la violencia sexual y otras formas de abuso en la Iglesia Evangélica y la Diaconía en Alemania”, entendiéndose por “diaconía” el servicio social que prestan cada una de las iglesias protestantes regionales. En la elaboración del informe, encargado por la misma EKD, participaron ocho universidades e institutos alemanes, cubriendo las áreas de trabajo social, historia, ciencias de la educación o pedagogía, psicología, sociología, psiquiatría forense, sexología y criminología.

La EKD encargó el estudio hace más de tres años por un costo de alrededor de 3.6 millones de euros. También hubo participación de los afectados. Los investigadores analizaron alrededor de 4,300 actas disciplinarias, 780 actas personales y alrededor de 1,320 documentos adicionales. Haciendo una comparación, en el Estudio MHG de la Conferencia Episcopal Alemana de 2018 se examinaron más de 38,000 actas personales, como ya se ha indicado.

El estudio realizado demuestra que ha habido muchos más víctimas de abuso de lo esperado, habiendo identificado a 2,174 afectados y 1,259 perpetradores. Sin embargo, Harald Dressing, uno de los investigadores —quien también colaboró con el Estudio MHG de la Iglesia Católica en 2018— explicó que, no obstante haber una obligación contractual, solo una de las veinte iglesias evangélicas regionales proporcionó actas personales junto con las actas disciplinarias. Ello significó una seria limitación al estudio, pues el análisis adicional de las actas personales de la única pequeña iglesia regional que las puso a disposición de los investigadores mostró que en las actas disciplinarias no había registro de aproximadamente el 60% de los abusadores y del 70% de las víctimas. Basándose en estos datos y en la experiencia de estudios similares, se llega a cifras mucho más altas. Según cálculos estimados, desde 1946 al menos 9,355 niños y jóvenes habrían sufrido abuso sexual en la Iglesia evangélica y en la Diaconía. Además, habría 3,497 abusadores, de los cuales más de un tercio serían pastores o vicarios. Se presume con razón que hay una cifra oscura muy grande. Muy grande y aterradora.

Según el estudio, alrededor del 64.7% de las víctimas eran hombres y el 35.3% por ciento eran mujeres. Casi todos los perpetradores son hombres (99.6%). Alrededor de tres cuartas partes de ellos estaban casados en el momento del primer abuso. La mayoría de los delitos son de naturaleza hands on, es decir, con contacto físico, desde tocamientos corporales innecesarios en clases de educación física hasta la penetración.

Por supuesto, las reacciones de los eclesiásticos y eclesiásticas evangélicos han sido muy similares a las que encontramos entre las autoridades de la Iglesia católica, resaltando más el impacto emocional en la institución perpetradora y el daño a su imagen que las terribles experiencias de las víctimas, con biografías destrozadas preñadas de dolor. «Esperaba mucho de la investigación, pero el cuadro general me ha conmocionado», dijo Kirsten Fehrs, presidenta interina del consejo de la EKD, en la presentación del informe en Hannover. Con respecto a las víctimas, Fehrs dijo: «No las protegimos en el momento del delito, ni las tratamos adecuadamente cuando tuvieron el coraje de denunciarlo». Hubo una tendencia a mirar hacia otro lado en las comunidades eclesiásticas y en las instituciones de la Diaconía.

El director del estudio, Martin Wazlawik, señaló que los casos de abuso en la Iglesia evangélica hasta ahora no han sido adecuadamente registrados ni investigados. El mal manejo de los casos de los afectados muchas veces se hizo desde una actitud que consideraba a la Iglesia evangélica como superior a la católica.

Los representantes de los sobrevivientes de abuso exigieron estándares vinculantes para la investigación en todas las iglesias regionales, pues el federalismo inherente a la EKD —donde cada iglesia regional sigue sus propios procedimientos— obstaculizaban la elucidación de los casos de abuso. Aún hoy, dijo Detlev Zander, el trato hacia los afectados sigue causando retraumatización. 

El Ministro Federal de Justicia, Marco Buschmann, instó a ambas iglesias a comprometerse con el esclarecimiento de casos de abuso, la reparación y una mejor prevención. También dijo: «El esclarecimiento eclesiástico es importante, pero no puede sustituir al procesamiento penal estatal donde sea posible».

Internamente se habla en la Iglesia evangélica de una «debacle», aunque nadie quiera ser citado al respecto con nombre y apellido. Los investigadores independientes encargados denunciaron en la presentación del estudio y en entrevistas la «parsimoniosa colaboración de las iglesias regionales», y que sólo pudieran realizar un análisis de las actas personales en una de las veinte iglesias regionales. El hecho es que se había acordado contractualmente una inspección de las actas personales de forma aleatoria. Sin embargo, en algún momento los investigadores se encontraron ante la alternativa de interrumpir el estudio, o conformarse con las actas disciplinarias. Según ellos mismos, las iglesias regionales alegaron que no tenían suficiente personal para revisar las actas personales. Esto resultó en una disponibilidad «altamente selectiva» de fuentes, por lo cual los resultados sobre el número de abusadores —cuyos nombres aun no han sido revelados— y de víctimas sería sólo «la punta de la punta del iceberg».

El director del estudio, Martin Wazlawik, le comentó el 25 de enero al periódico semanal “Die Zeit” que los números aún no describen la magnitud total del abuso sexual:

«Lo que hemos hecho en el estudio ForuM es un comienzo, seguido de dos puntos [signo ortográfico]. Todavía hay mucho trabajo por hacer para que las iglesias regionales y la EKD rellenen el espacio después de estos dos puntos».

Todos estos resultados invitan a la reflexión. En las iglesias cristianas reformadas no existe la obligación del celibato para los clérigos, como en la Iglesia católica, y sin embargo los abusos sexuales son de igual o mayor magnitud que en la Iglesia católica. Incluso se aplican estrategias parecidas ante este problema: encubrimiento, protección de la imagen institucional, control de daños, maltrato de las víctimas —ya sea ignorándolas o desacreditándolas—, impunidad para los abusadores, omisión de denuncia ante la justicia civil.

El celibato no sería un factor determinante en el hecho de que haya abusos sexuales, pues los abusadores de la Iglesia evangélica no eran célibes. Incluso en la Iglesia católica un clérigo o religioso obligado al celibato puede transgredir esta obligación y llevar una doble vida, sin convertirse en abusador, ya sea teniendo un/a amante (en una relación hetero u homosexual), una relación estable —no oficial ni pública— con una mujer, o simplemente recurriendo al servicio de prostitutas. Ninguna de estas prácticas, si el sexo es consentido mutuamente, convierte a un clérigo en un abusador.

Aquí conviene citar a Alberto Moncada, exmiembro del Opus Dei:

«Yo no creo que el celibato eclesiástico sea la causa de la creciente inundación de pederastia sacerdotal. […] Los curas y monjas pederastas lo son no tanto por su eventual represión sexual cuanto por gozar de una situación de poder respecto de los menores que les están confiados. Es posible que si estuvieran emparejados hubieran sido menos pederastas pero también hay casados pederastas que tienen en común con los clérigos y monjas su fácil acceso a los menores y su situación de poder respecto a ellos».

Tanto en la Iglesia católica como en la Iglesia evangélica nos hallamos con estructuras similares de poder que propician la perpetración de abusos sexuales en perjuicio de menores y adultos vulnerables y donde en virtud de una autoproclamada misión religiosa se tiene acceso a la intimidad personal y a las conciencias de los creyentes en un supuesto ámbito de confianza. Y esto nos lleva a una tremenda paradoja: ser creyente no hace que uno esté más seguro y mejor protegido, sino que lo pone a uno en riesgo de sufrir abusos en las iglesias cristianas de las cuales se participa.

Cuando en octubre de 2015 Pedro Salinas y Paola Ugaz publicaron el libro “Mitad monjes, mitad soldados”, el Sodalicio comenzó a incendiarse. Los encargados de apagar ese incendio y resarcir los destrozos, sobre todo los daños infligidos a las víctimas de abusos, eran quienes tenían en ese momento las riendas de la institución, los integrantes de lo que se conoce como el Consejo Superior del Sodalicio de Vida Cristiana.

Si bien el P. Juan Mendoza Figari integraba el Consejo Superior en el año 2015 como asistente de espiritualidad, ya en el año 2016 no formaba parte de ese organismo y nos encontramos con la siguiente constelación de miembros:

Alessandro Moroni , Superior General
José Ambrozic, Vicario General
P. Jorge Olaechea, asistente de espiritualidad
Gianfranco Zamudio, asistente de instrucción
Javier Rodríguez Canales, asistente de apostolado
Fernando Vidal, asistente de comunicaciones
Carlos Neuenschwander, asistente de temporalidades

Sería este Consejo Superior el que enfrentaría el período más álgido de la conflagración en el año 2016, cuando comenzaron a aparecer más testimonios de abusos, la Comisión Ética para la Justicia y la Reconciliación —convocada por el mismo Sodalicio— evacuaba en abril un primer informe demoledor, y la segunda comisión de tres expertos internacionales (Ian Elliott, Kathleen McChesney y Monica Applewhite) —también convocada y contratada en régimen de honorarios por el Sodalicio— iniciaba su labor de control de daños y lavado de cara de la institución. A su vez, el Consejo Superior viajaba a Roma para ver cómo arreglaba el escándalo de los abusos ante las autoridades vaticanas.

El fuego no paró de arder y aparentemente terminó chamuscando a varios miembros del Consejo Superior, pues con el tiempo cuatro de ellos terminarían saliendo del Sodalicio, a saber, Alessandro Moroni, Javier Rodríguez Canales, Jorge Olaechea y Gianfranco Zamudio. Nunca antes en la historia de la institución se habían ido en un período tan corto de tiempo, por voluntad propia, tantos sodálites que llegaron a ocupar altos cargos dentro del Consejo Superior, si bien ninguno de ellos está incluido entre los denunciados por abusos. Anteriormente sólo dos integrantes del Consejo Superior se habían separado del Sodalicio: Virgilio Levaggi, por voluntad propia, acusado de abusos sexuales, y Germán McKenzie, que fue expulsado por una falta grave reiterada que nunca se quiso dar a conocer, pero que sabemos con certeza que no entra dentro de la categoría de abusos, pues la estrategia del Sodalicio frente a este tipo de faltas ha solido ser el encubrimiento y el silencio, nunca un pronunciamiento público admitiendo un delito de tal envergadura, aunque sea veladamente, en uno de sus miembros.

De los anteriores, el primero en irse fue Javier Rodríguez Canales, actualmente Director de Cultura y Biblioteca del Centro Cultural Peruano Norteamericano de Arequipa. Es hermano de Manuel Rodríguez Canales, un sodálite casado que jugó un papel protagónico ejerciendo una crítica institucional interna hacia la manera en que el Sodalicio manejó el tema de los abusos, aunque siempre ha preferido tener un perfil bajo y no hacer declaraciones públicas y transparentes sobre lo que sabe. Lo cual es absolutamente comprensible, si se entiende que toda su trayectoria profesional ha estado ligada a la Universidad San Pablo de Arequipa, gestionada por el Sodalicio.

Gianfranco Zamudio es actualmente subdirector de formación del Colegio Cumbres (Santiago de Chile), institución educativa fundada por los Legionarios de Cristo.

El P. Jorge Olaechea colgó los hábitos, llegó a ser director director académico de la Universidad Andina para el Desarrollo (Huancavelica) y actualmente es su director de investigación.

¿Y qué fue de la vida de Alessandro Moroni, el único Superior General del Sodalicio de los cuatro que ha tenido la institución que se ha separado de ella?

Actualmente vive en Santo Domingo, a unos 96 km por carretera al sur de Valparaíso y a 114 km por carretera al oeste de Santiago de Chile. Las Brisas de Santo Domingo es un paraíso para ricos, un lujoso condominio cerca de la costa chilena, con campo de golf incluido, y Moroni es gerente general de la Fundación Las Brisas de Santo Domingo, que se dedica a la promoción social de los trabajadores del condominio, incluidos sus familiares. Moroni está casado y parece gozar de la confianza de la clase pudiente que habita esos lares. Aparentemente se ha olvidado de su vida pasada. Pero quienes recordamos la gran responsabilidad que ostentó y su complicidad en defraudar y maltratar a las víctimas del Sodalicio, no olvidamos. Esperamos que aún tenga una conciencia que le recuerde la tibieza con que actuó y las vidas arruinadas que dejó la estela de su actuar mediocre y cómplice. Si quiere redimirse, algún día tendrá que decir lo que sabe. Su actual vida paradisíaca está construida sobre ruinas humanas.

Los cuatro que se fueron saben cómo se manejó el escándalo y cuáles fueron las estrategias de encubrimiento de los abusos y traición de la confianza de las víctimas. Y probablemente todo eso haya influido en la decisión que tomaron de separarse del Sodalicio. Pero hasta ahora ninguno ha hablado. Recae sobre sus hombros una inmensa responsabilidad. Y en la medida en que no hablen, serán cómplices de los crímenes cometidos por el Sodalicio. Sabiendo todo lo que pasó al interior del Sodalicio en los años 2015 y 2016, mantienen un silencio verdugo de las víctimas.

Lo curioso es que este incendio institucional fue precedido años antes por un incendio real de enormes proporciones y consecuencias desastrosas, donde uno de los miembros del Consejo Superior jugó un rol importante, a saber, José Ambrozic.

En el año 2011 Ambrozic era superior de una comunidad sodálite encargada de administrar el Centro de Retiros Religiosos y Conferencias que la arquidiócesis de Denver (Colorado, EE.UU.) había inaugurado en 1987 en Camp St. Malo, a unos 100 km al noroeste de Denver en un agreste paraje montañoso que invita a la contemplación y la meditación. Se trataba de una imponente edificación de tres pisos con 49 habitaciones, que recibía unos seis mil visitantes al año. El complejo incluía la Capilla de Santa Catalina de Siena, más conocida como la Capilla sobre la Roca. Terminada de construir en 1936 y designada en 1999 como un sitio histórico por el condado de Boulder, la capilla sigue siendo el núcleo de lo que es el centro espiritual de St. Malo.

El sitio había adquirido también una importancia histórica y espiritual por otra circunstancia. Durante la Jornada Mundial de la Juventud realizada en Denver (10 a 15 de agosto de 1993), el Papa Juan Pablo II había bendecido la capilla e incluso se había alojado en en el centro de retiros. La habitación donde había dormido era custodiada de una manera especial, mientras en un depósito aparte se conservaban las sábanas y cobertores que había usado amén de otras “reliquias”, entre ellas fotos relacionadas con la visita del Sumo Pontífice.

Pero de esta honorable visita no habían sido testigos ni José Ambrozic, ni los otros cuatro sodálites ni el aspirante al Sodalicio que habitaban el centro de retiros en el año 2011, pues —según la página web oficial de Camp St. Malo— recién en el año 2003 la arquidiócesis de Denver le había encargado la administración de las instalaciones al Movimiento de Vida Cristiana vinculado al Sodalicio, y en realidad fueron solamente sodálites quienes asumieron esa tarea.

El 14 de noviembre de 2011, a las 7:45 de la mañana, se desató un incendió. Ambrozic y los otros integrantes de la comunidad vieron las llamas cuando regresaban a su residencia después de la misa el lunes por la mañana. Hacia las 11 a.m. los bomberos informaron que habían logrado contener el fuego que comenzó con una explosión en el techo del edificio principal del centro de retiros. Pero el salón, el comedor, la cocina, la biblioteca y las áreas comunes se habían quemado y colapsado, junto con una pequeña capilla en el tercer piso del edificio. No hubo un muertos ni heridos que lamentar, pues ese día el centro no tenía huéspedes y estaba prácticamente vacío.

El fuego no afectó la histórica Capilla sobre la Roca, situada a cierta distancia del edificio, pero los bomberos declararon que el centro de retiros podría perderse por completo debido al daño estructural, aunque tres pisos del área de alojamiento aún permanecían en pie. La habitación 314 donde se había alojado el Papa Juan Pablo II salió indemne del incendio. Los contenidos de un clóset que contenía recuerdos de su visita sobrevivieron en su mayoría. Sin embargo, las pérdidas incluyeron un cuarto usado como depósito donde se guardaban la colcha y las sábanas que Juan Pablo II utilizó durante su visita, además de otros objetos recordatorios.

En declaraciones a la Catholic News Agency, Ambrozic dijo: «Ésta es una pérdida muy trágica, porque muchos elementos emblemáticos de la Iglesia en Colorado estaban aquí en St. Malo, y la mayoría de ellos se han perdido en el incendio. Sin embargo, la Iglesia es mucho más que sus edificios, así que volveremos cuando Dios lo desee, sirviendo como lo hemos estado haciendo en la comunidad católica de Colorado y más allá». Al igual que sus futuras promesas de resarcir justamente a las víctimas de abusos en el Sodalicio, esto nunca ocurriría, por circunstancias que veremos más adelante.

Un mes después, el 23 de diciembre, el incendio causante de pérdidas de hasta ocho millones de dólares en daños fue declarado accidental. Según dieron a conocer las autoridades del sheriff del condado de Boulder, los investigadores no pudieron determinar la causa directa del fuego que se originó en la estructura del techo, dentro y alrededor de la chimenea del edificio.

Sin embargo, parece que la compañía del seguro contra incendios tenía más información. En una bitácora web de la asociación Camp St. Malo Alumni aparece la siguiente anotación:

«December 2015:

Last day for the Archdioceses of Denver to receive insurance money from the fire or they would lose it».

Diciembre de 2015:

Último día para que la Arquidiócesis de Denver reciba el dinero del seguro por el incendio, de lo contrario, lo perdería»].

A decir verdad, el seguro nunca pagó nada. Téngase en cuenta que en estos casos una de las razones más frecuentes que esgrimen los seguros para evitar pagar un daño es que hubo grave negligencia por parte de los responsables del edificio. José Ambrozic habría omitido encargar el mantenimiento de rutina de la chimenea, que tiene que ser deshollinada con regularidad, y eso habría ocasionado el incendio. Por supuesto, esta información debía ser mantenida en reserva a fin de evitar perjudicar la buena imagen que el Sodalicio estaba buscando irradiar en los Estados Unidos. Esto no podría haberse logrado sin la complicidad de las autoridades eclesiásticas que protegían a los sodálites.

Para esa fecha el arzobispado de Denver ya había renunciado a reconstruir el centro de retiros. A inicios de septiembre de 2013, lluvias torrenciales devastaron gran parte del terreno en los condados de Boulder y Larimer. Las inundaciones y deslizamientos de lodo y escombros causaron daños significativos a la propiedad de Camp St. Malo, aunque la Capilla sobre la Roca permaneció intacta debido a su posición elevada en relación al terreno circundante.

En noviembre de 2014 se hizo de conocimiento público la decisión de no reconstruir el centro de retiros. «A la luz de los significativos costos de saneamiento de la propiedad, la continua incertidumbre sobre la estabilidad de Mount Meeker y el impacto desconocido de los futuros flujos de agua y sedimentos en la propiedad, se ha determinado que no es prudente reconstruir en la propiedad de St. Malo», declaró David Holden, director financiero de la arquidiócesis y presidente de la entidad corporativa de St. Malo.

¿Qué pasó con Ambrozic, quien había tenido responsabilidad en lo sucedido? Pues nada relevante. Aún siendo el integrante de mayor edad de la fundación generacional, teniendo una mente brillante de inteligencia superior unida a un carácter distraído y talante ausente, nunca habría gozado de la confianza plena de Luis Fernando Figari y, por lo tanto, por eso mismo nunca habría teniendo ningún cargo en el Consejo Superior. Lo mismo sucedió durante cuando, por corto tiempo, fue Superior General Eduardo Regal (entre 2011 y 2012), quien había sido mano derecha de Figari y la persona a través de la cual Figari habría seguido ejerciendo influencia en la conducción del Sodalicio. Ambrozic se habría convertido para Figari en el lorna que quemó el centro de retiros de Camp St. Malo.

Fue recién durante el período de mando de Alessandro Moroni como Superior General, quien pretendió romper con la influencia de Figari, que Ambrozic llegó a formar parte del Consejo Superior, primero como asistente de comunicaciones y después como Vicario General. Pero así como no pudo evitar ni apagar un incendio real, tampoco poco pudo evitar ni apagar el incendio simbólico que significó el escándalo de abusos del Sodalicio, incluso empeorándolo con su negligencia e incompetencia para tomar al toro por las astas y ponerse al servicio de la verdad y de la justicia.

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[EL DEDO EN LA LLAGA]  Meses antes de la publicación del libro, Patricia le envió el manuscrito a su hija. Cuando volvió a verla, ésta le dijo con tono de voz decidido: “Mamá, hay dos cosas que tengo que decirte. Primero, tienes que dejar todo hasta que termines tu libro. Y segundo, debes aceptar el hecho de que te criaste en una secta”. Patricia, quien había estado trabajando en el libro durante ocho años, escuchó impactada lo que le decía su hija, una estudiante de tercer año de universidad, quien ya conocía la historia de su infancia en el St. Benedict Center. ¿Una secta? ¿Lo que había sido su hogar de la infancia era una secta?

Al escuchar las palabras de su hija, le vinieron a la mente las sectas que habían aparecido en las noticias: el asesino Charles Manson y su harén de mujeres enamoradas; Jim Jones, quien guió a sus 900 seguidores a una “tierra prometida” en Guyana sólo para forzarlos a participar de un suicidio masivo; David Koresh y la rama de los Davidianos, que se atrincheraron contra el resto del país en una fortín cercado en las cercanías de Waco (Texas) en la década de los 90. Cuando la fiscal general de los Estados Unidos, Janet Reno, ordenó el uso de la fuerza militar contra Koresh y los ocupantes del rancho, confiesa Patricia que sintió una afinidad instantánea con los hombres, mujeres y niños asediados detrás de la cerca de madera. Por un momento se sintió regresando a un tiempo y un lugar cuando, siendo niña en el St. Benedict Center, le decían que todo el mundo estaba en contra de ellos. Sin embargo, aun así no veía rasgos comunes entre la forma en que fui criada y las sectas que habían ocupado los titulares a lo largo de su vida.

Al año siguiente de la publicación de su libro, Patricia relató sus impresiones en un artículo aparecido el 6 de mayo de 2020 en “America: The Jesuit Review”, con el título de “I grew up in a Catholic cult. I had to tell my story before I could accept that” [“Crecí en una secta católica. Tuve que contar mi historia antes de poder aceptarlo”].

El St. Benedict Center fue fundado por Catherine Clarke en 1940 como un lugar de encuentro para estudiantes universitarios católicos en el área de Boston. En pocos años, su popularidad llevó a la designación del renombrado sacerdote jesuita Leonard Feeney como su capellán a tiempo completo. Hacia 1948, sin embargo, el centro se redujo a alrededor de 60 seguidores del Padre Feeney, todos los cuales se adherían a una interpretación rigurosa de la doctrina católica “extra ecclesiam nulla salus” (“fuera de la Iglesia no hay salvación”).

De niña la vida de Patricia se centró en las actividades de los hombres y mujeres que eligieron seguir al Padre Feeney, incluidos sus progenitores, varios matrimonios. y hombres y mujeres solteros, todos los cuales se convirtieron en miembros de la orden religiosa no oficial que establecieron y a la que llamaron los Esclavos del Inmaculado Corazón de María. En pocos años, el número de miembros se había incrementado a casi 100, gracias a los 39 niños nacidos de los matrimonios.

Los primeros recuerdos de Patricia están llenos del sonido de risas, de estar en constante compañía de hombres y mujeres enérgicos e intelectuales de la comunidad. No sabía que se habían unido en este enclave jubiloso debido a desacuerdos con las autoridades locales de la Iglesia Católica y Roma. El Padre Feeney fue expulsado de los jesuitas y excomulgado en 1953 después de negarse a responder a una citación al Vaticano. Tampoco sabía que su padre, profesor en el Boston College dirigido por los jesuitas, había sido despedido junto con otros dos profesores a principios de 1949 debido a sus rígidas opiniones teológicas, cuando ella tenía solo siete meses de edad.

Recuerda bien que cuando solo tenía unos tres años de edad, los miembros de la comunidad abandonaron sus atuendos “mundanos” y comenzaron a usar ropa idéntica: trajes negros para los hombres y faldas largas y plisadas negras, con blusa blanca y chaqueta negra, para las mujeres.

Cuando tenía cuatro años, el Padre Feeney ordenó que todos cambiaran sus nombres “mundanos” y adoptaran nuevos nombres “religiosos”. A Patricia no le importaba que le prohibieran llamar “mamá” y “papá” a sus padres y que tuviera que dirigirse a ellos como Hermana Elizabeth Ann y Hermano James Aloysius. Ella sabía que la amaban, y ella los amaba a ellos. Pero se enojó cuando teniendo cinco años, el Padre Feeney cambió su nombre de Mary Patricia a Anastasia. Aun siendo tan pequeña, ya sabía entonces que el Padre —como lo llamaban— y la Hermana Catherine tenían todo el poder en el centro.

No le importó cuando los “hermanos mayores” —como se les llamaba a todos los hombres— construyeron una cerca alrededor de las siete casas que servían como sus hogares y los aislaron del mundo exterior, siempre y cuando todavía viviera junto con sus padres, tres hermanas menores y un hermano menor. Pero quedó desolada cuando, a la edad de seis años, junto con su hermana de cuatro años y su hermano de tres años, fueron separados de sus padres y de los dos hermanos menores. Ya no eran parte de una familia amorosa; de repente, estaban siendo criados por una de las hermanas mayores, una mujer de voz potente que administraba castigos corporales de manera regular. Patricia observó con agonía cómo su hermana pequeña, Mary Catherine, se volvía una niña frágil y asustadiza, propensa a pasar días sin comer. Su único recurso fue asumir, lo mejor que pudo, el papel de protectora, lo que a menudo significaba comerse en secreto las comidas de su hermana para que ésta no fuera castigada.

Hubo ciertamente esperanza cuando la Hermana Catherine anunció que dejarían su hogar en Cambridge y se mudarían al pueblo de Still River en el centro de Massachusetts, donde, según prometió, podrían correr por los campos y tener perros y gatos de mascotas, y caballos para montar. Pero lo que no dijo fue que una vez que se mudaran, a los niños ya no se les permitiría ni siquiera hablar con sus padres, quienes habían sido obligados a hacer votos de celibato y ya no podían vivir juntos. Empezaron a llevar una vida monástica; el silencio y la oración llenaban gran parte del día. A los miembros de la comunidad se les obligaba a cortar todos los lazos con sus familias, y los niños recibían educación escolar en los mismos locales de la comunidad.

En este entorno, el Padre Feeney y la Hermana Catherine les repetían una y otra vez que eran “los niños más afortunados del mundo, porque ustedes han sido consagrados a Dios desde el día en que nacieron”. Tenían la suerte de haber sido salvados del mal del mundo exterior, de los peligros para sus almas que provenían de leer periódicos y ver televisión y películas, de escuchar la música pecaminosa de los Beatles y de vestir la ropa pecaminosa que llevaba la gente “afuera en el mundo exterior”.

A pesar de sus esfuerzos, Patricia fracasó en ver lo afortunados que eran. El castigo corporal severo era parte de su vida diaria, y la Hermana Catherine les recordaba con frecuencia que debían abrazar el martirio porque era la forma más segura de llegar al cielo.

No obstante las interminables advertencias sobre el mal acechando en el mundo exterior, la curiosidad de Patricia hacia todo lo que se encontraba más allá de los límites de su aislada comunidad era insaciable. Ya adolescente, comenzó a darse cuenta de que el rumbo de su vida estaba fuera de sus manos. Estaba siendo entrenada para convertirse en una hermana mayor, como su madre, y una novia célibe de Cristo. Nada podría haber estado más lejos de sus sueños: como esposo un príncipe y una hermosa casa rodeada de un jardín de flores y muchos hijos. Cuando, a la edad de dieciséis años, la obligaron a convertirse en postulante, se sintió atrapada.

Al mismo tiempo, desarrolló una serie de enamoramientos hacia hombres adultos dentro de la comunidad. No se les enseñaba biología, y mucho menos educación sexual, y no sabía qué significaban estos sentimientos ni qué hacer al respecto.

Durante su último año de educación secundaria, la Hermana Catherine le informó que “no todos tienen un llamado para ser monja”. En una reunión que fue tanto extraña como aterradora, le hizo saber que abandonaría su hogar cuando se graduara en seis meses. Era una especie de sentencia de muerte: ser desterrada del único lugar en el mundo que era seguro.

En junio de 1966, no más de una hora después de su graduación y a dos meses de cumplir los dieciocho años de edad, Patricia fue expulsada del centro sin siquiera poder despedirse del resto de la comunidad, a la que consideraba su familia. Cuando, en los próximos días y semanas, algunos miembros de la comunidad le preguntaron a la Hermana Catherine sobre su partida, ella respondió, como pudo averiguar Patricia posteriormente, que ella “estaba destruyendo las vocaciones religiosas de los hermanos”.

La Hermana Catherine murió dos años después. Después de su muerte, varios niños en el centro informaron a sus padres sobre las palizas secretas y violentas que habían recibido, lo que llevó a una éxodo masivo de familias. A principios de la década de 1970, el Padre Feeney se reconcilió con la Iglesia Católica, aunque nunca se retractó de sus opiniones sobre “extra ecclesiam nulla salus”, motivo de su anterior excomunión. La comunidad de hombres se convirtió en una abadía benedictina, mientras que las mujeres quedaron bajo los auspicios de la Diócesis de Worcester. Aunque algunos miembros formaron una nueva comunidad cismática en New Hampshire, la comunidad de Still River está en plena comunión con la Iglesia Católica.

Después de la publicación de su libro, Patricia comenzó a compartir su historia en bibliotecas, clubes y programas de radio en todo el país. Se dio cuenta entonces de que su audiencia estaba de acuerdo con su hija: se había criado en una secta. Las señales que había pasado por alto ahora saltaban a la vista: obediencia ciega a una autoridad absoluta, control centralizado de los asuntos económicos, paranoia hacia el mundo exterior, separación de las familias, desprecio hacia aquellos que abandonaban la secta. ¿Por qué no había notado lo que ahora parecía tan evidente?

El centro había su hogar, y lo amaba, así como a las personas que formaban parte de él. Todas ellas habían sido su familia. Por lo tanto, a Patricia no le era indiferente cómo recibirían el libro aquellos que actualmente consideraban el centro como su hogar. Compartió el manuscrito de su libro con las cabezas de las comunidades masculina y femenina antes de su publicación y se ofreció a colaborar con los líderes actuales, pero ese ofrecimiento fue rechazado.

Su madre, en cambio, le dio todo su apoyo. Sus padres habían abandonado la comunidad con dos de sus hermanos en 1969, tres años después de la expulsión de Patricia, y sus otras dos hermanas se fueron en 1971. Su madre tenía más de 80 años y leyó cada capítulo del libro mientras Patricia lo escribía, animándola a seguir adelante. A medida que se acercaba al final, le decía: “Algunas partes me entristecen, pero todo es verdad y necesitas publicarlo”. Murió seis meses antes de la fecha oficial de lanzamiento.

Patricia concluye su artículo testimonio con las siguientes palabras:

«Me han preguntado cómo pude perdonar a mis padres por lo que a muchos les parece un abandono. Entiendo ese punto de vista, pero lo vi y todavía lo veo de manera diferente. Incluso de niña era consciente del control creciente que el Padre Feeney y la Hermana Catherine tenían sobre todos en el centro. Sentía que mis padres y yo estábamos sufriendo juntos, y cuando nos volvimos a reunir como familia, varios años después de ser desterrada, nunca sentí enojo hacia ellos ni la necesidad de perdonarlos.

También me preguntan cómo puedo seguir siendo católica. Nuevamente, la respuesta es sencilla, al menos para mí. Los pecados de algunas personas dentro de la Iglesia, o, por el mismo motivo, en otras iglesias, gobiernos o corporaciones, no invalidan el bien que se ofrece. No hay religión que no se halle ante un desafío de vez en cuando debido al comportamiento de sus líderes. Abandonar el catolicismo no haría nada para inspirarme a llevar una vida mejor. Ésta puede ser una respuesta simplista, pero creo en ella sinceramente.

Quizás la pregunta más profunda que me han hecho mientras estaba de gira con mi libro provino de un caballero: “¿Qué cambiarías en tu vida si pudieras hacerlo todo de nuevo?” Sopesé su pregunta: a los dieciocho años me encontré expulsada de mi hogar, sin padres que me aconsejaran, sin dinero ni posibilidades de acceder a una educación superior. Armada solo con fe y la determinación de no fracasar, enfrenté un mundo del que me habían enseñado que estaba lleno de pecado y peligro. El viaje fue largo y arduo, pero también en muchos aspectos emocionante, y con coraje, suerte y una serie de mentores, logré sobrevivir y eventualmente prosperar”. […]

Respondí: “No cambiaría nada”, y lo dije en serio».

Al igual que Patricia Chadwick, yo tampoco cambiaría nada. Soy quien soy gracias a que pasé por el Sodalicio, un pasado que no puedo cambiar pero al cual pude sobrevivir para acometer un viaje largo y arduo que aún no termina y que será el legado que le dejaré a mis hijos y a todos aquellos que siguen buscando justicia y reparación ante los abusos perpetrados en esa secta católica.

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[EL DEDO EN LA LLAGA] Curiosamente, sin tener conocimiento de este estudio, esta realidad fue llevada a la pantalla en 1978 por el director de cine español Eloy de la Iglesia (1944-2006) en una película que en su tiempo fue considerada sensacionalista: “El sacerdote”. De hecho, algunos críticos de cine de la época calificaron sus películas de “groserías fílmicas”, pues el cineasta español no tuvo reparos en tocar temas provocadores en filmes como “El techo de cristal” (1971), “La semana del asesino” (1972), “Nadie oyó gritar” (1973), “Una gota de sangre para morir amando” (1973), “Juego de amor prohibido” (1975), “La otra alcoba” (1976), “Los placeres ocultos” (1977), “La criatura” (1977) y “El diputado” (1978). Por el naturalismo y la crudeza de sus películas, abordando temas incómodos, Eloy de la Iglesia ha sido comparado con cineastas como el italiano Pier Pasolini Pasolini, el alemán Rainer Werner Fassbinder y el español Pedro Almodóvar. Fuera de su afiliación al Partido Comunista de España, Eloy de la Iglesia compartía con los cineastas mencionados una condición humana de la cual nunca hizo un secreto y que se refleja en varias de sus películas: la homosexualidad.

Situándonos en Madrid de la segunda mitad de los años 60, cuando todavía Francisco Franco gobernaba España bajo el nacionalcatolicismo conservador compartido por la mayoría del clero —aunque en esos momentos ya se insinuaban algunos cambios modernizadores propiciados por el Concilio Vaticano II—, el film nos cuenta la historia del P. Miguel, un sacerdote de 36 años que entró al seminario a en su adolescencia —cuando solo tenía 14 años de edad— a instancias de su madre y que ahora se ve obsesionado por un impulso sexual que le lleva a sentirse atraído por una de sus feligresas y a tener continuamente visiones relacionadas con el sexo, como, por ejemplo, imaginarse a una chica en bikini de un anuncio echada sobre el altar cuando le está rezando a la Virgen, o imaginarse a una pareja de novios a la que está casando —ella ya embarazada— realizando el acto sexual, o durante un agasajo después de la Primera Comunión de los niños, imaginarse a su feligresa preferida realizando un coito anal con su esposo en medio de la celebración.

Cuando el P. Miguel le pide ayuda al P. Alfonso, párroco de una parroquia que —incluyendo a los dos mencionados— cuenta en total con siete sacerdotes, éste le achacará ser débil y no poder controlarse, por lo cual, a fin de evitar que entre en continuo contacto con los feligreses —que constituyen para él una tentación—, el obispo mismo decidirá relevarlo de sus obligaciones y le encomendará dedicarse a la catequesis de niños que se preparan para la Primera Comunión. Cuando el P. Miguel se sienta en el confesionario para confesar a los niños, se queda mirando las piernas de un infante de 8 años —que resulta ser el hijo de su feligresa— y se sentirá excitado sexualmente. Ya en el confesionario, cuando comienza a acariciar el rostro del niño, se levantará y huirá apesumbrado de la angustiante situación.

Todos sus esfuerzos por controlarse resultarán en vano. Incluso su visita a un cabaret, vestido de civil, en busca de una prostituta terminarán generándole angustia y sufrimiento. La prostituta le comentará ante su bochorno que tiene cara de cura, pero que eso es habitual, pues no sería el primer cura que acude al establecimiento en busca de sexo furtivo.

Lo cierto es que ni siquiera la autoflagelación y el uso de cilicios que se incrustan en su carne sangrante logran que el P. Miguel ahogue el deseo sexual que lo agobia. Por eso mismo, le confesará al Padre Alfonso lo siguiente:

«Es mentira que la carne sea débil. La carne es muy fuerte, y cuando ella manda, el espíritu no puede resistir. Es mentira, es mentira, P. Alfonso. Lo que de verdad es débil es el espíritu».

Cuando al final la feligresa la confiesa que se ha separado de su marido y que ella está enamorada de él, el P. Miguel cederá ante los impulsos naturales, teniendo sexo con ella, no sin un enorme sentimiento de culpa por considerar, según su visión moral, que ella está cometiendo adulterio y él, sacrilegio. En su locura obsesiva, el P. Miguel tomará la radical decisión de sacrificar la carne por el espíritu, y durante la Nochebuena se recluirá en su habitación para castrarse brutalmente con unas tijeras de jardinería.

Después de pasar por el hospital y una institución de salud mental, regresará a la parroquia, donde el P. Alfonso le comunicará que el obispo ha decidido que ya no puede seguir ejerciendo el sacerdocio. El diálogo generado constituye un diagnóstico certero de la condición enferma de la Iglesia católica:

«—Créame, me duele muchísimo no poder contar con usted. De verdad, a pesar de todo lo ocurrido, lo siento. Ya ve, el Padre Ángel ha dejado el sacerdocio para casarse. El Padre Luis y el Padre Manuel se han ido, cada uno por su camino. Ya no me quedan más que el padre Alberto con su música y el Padre Carlos con su inocencia. Cualquier día se irán ellos también. Y yo me quedaré solo, triste y viejo. Pero lo que más me preocupa es que esa soledad, esa tristeza y esa vejez son algo más que un problema mío. Son un problema para toda la Iglesia.

—Nunca imaginé que acabara usted mostrándose tan pesimista.

—Ya ve. Pero no crea. A veces releo la carta que me dejó el Padre Luis cuando se marchó y recupero los ánimos.

—¿Ah sí? ¿Y qué le dice?

—Escuche. Le voy a leer solamente el final. “Por eso, Don Alfonso, he tomado esta decisión. Porque creo que la Palabra de Dios es también Palabra de Dios al hombre, porque estoy convencido de que la salvación debe comenzar ya aquí ahora, en este mundo, en esta vida”. Fíjese, me he pasado la vida preocupado por la merienda, y ahora de viejo leo estas cosas, y ya ve, me emociono. Por eso le digo: no todo es pesimismo».

Todo ello se complementa con las últimas palabras que el P. Miguel, ahora un hombre destrozado con un futuro incierto, le dirige a la imagen del Cristo crucificado en el templo:

«¡Qué difícil resulta rezar cuando ya no se tiene fe! Pero me gustaría rezarte por última vez, incluso celebrar mi última misa. ¿Qué haces ahí crucificado durante tantos cientos de años? ¿A quién sirve? ¿A quién benefician tu sacrificio, tu dolor y tu sufrimiento? ¿Por qué? ¿Para qué? Siempre muestran tu mueca de dolor, tu corona de espinas, tus clavos en las manos y en los pies. Y, sin embargo, te tapan el sexo. Quizás te ocurre lo mismo que a mí. A ti también la Iglesia te ha castrado».

Somos testigos, pues, de la inmadurez afectiva y sexual de un hombre, castrado psicológicamente por un padre dominante y una madre sobreprotectora, que será incapaz de manejar sus afectividad y sus impulsos en la edad adulta, lo cual desemboca en una especie de paranoia obsesiva que lo hace proclive a las obsesiones sexuales e incluso lo podría hacer caer en la pederastia —cosa que no llega a ocurrir en el film—. Asimismo, se trata de un magistral retrato sociológico del catolicismo español de la época, donde se presentan personajes como el cura conservador nacionalsocialista, el cura progresista, el cura que decide colgar los hábitos y casarse, el cura dedicado a la música y que vive en su nube, el cura inocentón, el párroco conciliador que no toma partido por nadie en aras de la convivencia pacífica de personalidades tan distintas en su parroquia.

En su época la película obtuvo malas críticas:

«Un nuevo engendro fílmico que ensancha esa vía particular de cursilería melodramática, erótico-sociológico-política que con tanta insistencia cultiva Eloy de la Iglesia» (Pedro Crespo en el diario ABC, 9 de junio de 1979).

«En “El sacerdote” asistimos a la puesta en escena de una castración. Castrado —simbólicamente— por su madre cuando a los catorce años le envía a un seminario para que se convierta en cura, el padre Miguel asiste a un dramático desdoblamiento interno. […] El mayor defecto, el menos perdonable, del cine de De la Iglesia son sus personajes. Arbitrariamente construidos para servir a los didácticos objetivos de sus historias, sus personajes no resultan nunca creíbles, verdaderos. De la Iglesia es tan incapaz para retratar con un mínimo de objetividad a un diputado de derechas —“La criatura”— como a uno de izquierdas —“El diputado”— o a este atribulado sacerdote» (Fernando Trueba, en el diario El País, 1° de junio de 1979).

Aún así, la descripción más certera y exacta la hace el mismo director de la película:

«Es la historia de una obsesión, un hombre sin acceso a la vida sexual, castrado psíquicamente, que acaba castrado físicamente. […] Es una película agresiva y tremendamente popular, muy inmediata, cotidiana, que tiene una gran capacidad de sugerencia a todos los que hemos tenido una formación religiosa en la generación de los sesenta. Presenta la historia de un tipo determinado, un hombre castrado como ente sexual por su ideología y sus creencias determinadas. El hecho de que sea un sacerdote es un dato anecdótico, pero no del todo significativo. La película no lleva ninguna clase de mensaje o moral; quizá la tesis esencial sea la necesidad imperiosa de la libertad y el acceso a una libertad sexual». (Eloy de la Iglesia, el diario El País, 23 de mayo de 1979).

Se trata ciertamente de una película atrevida y provocadora que no podría realizarse en la actualidad, pues contiene escenas problemáticas, no solamente la de la excitación sexual del P. Miguel ante un niño, sino también un recuerdo de su infancia donde se baña desnudo con otros menores adolescentes, entre ellos compiten por ver quien tiene el miembro más grande y al final uno de ellos se folla una oca mientras otros se masturban en su presencia. O la misma escena de la autocastración, que no se anda con remilgos al momento de su puesta en imágenes.

Sin embargo, ante todo lo que se ha llegado saber sobre lo que ocurre en las trastienda de la Iglesia en ámbitos clericales y religiosos, la que alguna vez fue considerada una historia sensacionalista se queda corta, pues la realidad de la vida sexual secreta de los clérigos resulta mucho más cruda y descarnada de lo que revelaba este film profético.

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