fallecimiento

[La Tana Zurda] Se nos fue nuestro Nobel. El Domingo de Ramos 13 de abril de 2025, Mario Vargas Llosa, el Marqués, dejó este mundo a los 89 años, cerrando un capítulo fundamental en la historia de las letras latinoamericanas. No puedo negar la agilidad de palabra, la versatilidad de relato y la soltura de discurso que manejaba este gigante de la literatura. Su pluma, afilada y evocadora, no solo marcó una época, sino que redefinió la narrativa de nuestra región, consolidándolo como una figura clave del Boom latinoamericano en la década de los sesenta. Vargas Llosa fue un hacedor de historias enredadas, un arquitecto de tramas cuyos desenlaces, muchas veces nefastos, reflejaban las contradicciones y crudezas de la vida cotidiana.

Sus personajes, ambiguos y profundamente humanos, habitaban mundos distantes donde luchaban por comprender su identidad. A través de ellos, Vargas Llosa exploró las complejidades del ser: desde el joven burgués Zavalita enfrentándose a un Perú fracturado y en pleno desborde popular en Conversación en La Catedral, hasta las pasiones y desilusiones amorosas y radiofónicas de La tía Julia y el escribidor. Su obra dio voz a seres que, en su diversidad, encarnaban las tensiones de una América Latina marcada por la desigualdad, la búsqueda de raíces y el anhelo de reconocimiento. En este sentido, Vargas Llosa no solo heredó la tradición de narradores como José María Arguedas o Rosario Castellanos, quienes con orgullo retrataron las raíces indígenas y mestizas de la región, sino que las proyectó al mundo entero, universalizando nuestras historias sin perder su esencia.

Como señalé en columnas anteriores, el Marqués tuvo una relación compleja con el mestizaje cultural. En su momento, cuestioné su reticencia a reconocerse plenamente como un mestizo cultural, a pesar de que su obra, paradójicamente, celebraba esa diversidad. Sin embargo, hoy, frente a su partida, prefiero destacar cómo su literatura logró tender puentes entre lo local y lo global, exportando las raíces latinoamericanas a un público universal. Obras como La ciudad y los perros o La guerra del fin del mundo no solo retrataron las luchas internas de nuestras sociedades, sino que resonaron con lectores de todos los continentes, demostrando que las historias de unos cadetes adolescentes en un colegio militar limeño o de un profeta en el sertão brasileño podían ser profundamente humanas y atemporales.

Vargas Llosa también fue un narrador de la libertad, un tema que impregnó tanto su obra como su vida. Aunque en su etapa final sus posturas políticas —como su apoyo a Keiko Fujimori— generaron controversia y desconcertaron a algunos lectores que esperaban una mayor coherencia con su trayectoria crítica frente a la corrupción del poder, su narrativa nunca dejó de expresar un espíritu comprometido con la justicia y la emancipación. Más allá de las decisiones personales que pudieron generar controversia, sus novelas —impregnadas de una aguda crítica social que denuncia diversos males sociales como la trata de personas, el bullying, la extorsión o el sicariato, junto a un sincero amor por la libertad individual, como se aprecia en obras como La casa verde, Los cachorros, El héroe discreto, Cinco esquinas y Le dedico mi silencio—, exploran las luchas humanas por la dignidad, a menudo con desenlaces no siempre felices para los personajes, revelando así la complejidad y las contradicciones en la búsqueda de libertad y justicia.

Hoy, al despedir al Marqués, celebro al escritor que nos enseñó a mirar nuestra realidad con ojos críticos y apasionados. Su legado, referente inmortal de creatividad e imaginación, continuará iluminando a generaciones futuras. Gracias, Mario Vargas Llosa, por las historias, por los personajes, por las verdades incómodas que nos legaste. Tu obra seguirá recordándonos que la literatura, como tú mismo dijiste desde jovencito, es un fuego que no se apaga. Y eso, en sí mismo, ya constituye una herencia imborrable. Descanse en paz.

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[La Tana Zurda]Guillermo Gutiérrez Lymha (Lima, 1962 – 2025), figura emblemática de la contracultura poética peruana, ha partido. A inicios de la década de 1980 fundó el Movimiento Kloaka y en el presente siglo publicó dos poemarios fundamentales: los poemas en prosa La muerte de Raúl Romero (2006) y los cuatro extensos poemas de Infierno iluminado (2022). Y con su partida, queda flotando en el aire una última confesión que me enviara por Messenger el 1ero de enero de 2024, donde plasmó, con crudeza y desgarro, el peso insoportable de la soledad, la ruina emocional, y el fracaso no solo personal sino generacional.

No es solo un testimonio. Es un poema en bruto, no escrito en versos sino en lágrimas, en rabia, en desesperanza. En ese mensaje íntimo, Guillermo me decía -como quien lanza una botella al mar desde el último escalón de la vida- que se sentía un muerto civil, atrapado en una casa ahogada de malas vibras, olvidado por los demás y traicionado incluso por la utopía contracultural que abrazó en los años ochenta. Había en él una herida que no cerraba: la relación con su madre, una convivencia marcada por el desgaste, el deber, la culpa y el amor imposible de expresar en medio del colapso diario. La muerte de ella fue su quiebre definitivo. La culpa lo carcomía, no tanto por lo que hizo, sino por lo que no pudo evitar. Lo que relata de esos días -cuidarla, limpiarla, escucharla gritar, y luego verla morir en soledad- es un pasaje brutal, casi bíblico, de un hombre que lo dio todo sin saber cómo 

darlo bien, y terminó roto por no poder más.

Él no pedía glorias, ni homenajes, ni fama. Pedía algo más sencillo y más esencial: un saludo, una escucha, una oportunidad de trabajo, un poco de dignidad. Pero le fue negado. El silencio del entorno -salvo unas pocas manos amigas- fue ensordecedor. No lo derrumbó una enfermedad o un enemigo; lo mató la indiferencia, el abandono, la sensación de ser prescindible en un mundo donde incluso sus libros ya no parecían servir. En su mensaje también hay un dolor generacional: la contracultura que lo impulsó como joven poeta, ese movimiento rebelde que se atrevió a gritarle a la dictadura del conformismo, según él, se diluyó en caricaturas y oportunismos. Se sintió traicionado por esa historia también.

Guillermo se autodefinió como un “ultracolino” -un término que no necesita explicación porque duele solo al leerlo-. Vivía con dos perritos que lo salvaban del abismo y con una biblioteca que ya no podía vender sin perderse a sí mismo. La tentación del suicidio estaba ahí, agazapada, pero resistía. ¿Qué lo sostenía? Tal vez ese resto de dignidad de quien no quería “llorarles”, ni rogar, ni convertirse en una caricatura del mártir.

Lo que ocurrió con Guillermo Gutiérrez fue mucho más que una simple tristeza; fue la culminación de una serie de injusticias que, según sus propias palabras expresadas un día antes de su fallecimiento a su amigo Miguel Rivera, no eran casualidades. Conocido en los últimos años como el Tío Factos en el canal de streaming La Roro Network, Gutiérrez se ganó el cariño de una nueva audiencia gracias a su estilo único: una mezcla de crítica aguda, ironía y ácida reflexión. Sin embargo, el destino de su programa cambió abruptamente cuando la cadena decidió maniobrar los horarios y días de emisión de manera inconsistente, justificándose con razones empresariales que para él eran torpes y sin fundamento. Según Gutiérrez, empezaron a mover el programa de horario, colocando en su lugar partidos sin relevancia, con el pretexto de “relevancia deportiva”, además de promover programas más superficiales y sin contenido de valor. Esto, en su opinión, era parte de una estrategia empresarial que priorizaba el show sobre el contenido genuino y la lealtad a quienes realmente aportaban algo a la cultura. 

Su última aparición, un episodio lleno de entusiasmo y opinión trasmitido el pasado 19 de marzo, fue opacada por una serie de cambios de horario y falta de comunicación, que dificultaron que la audiencia pudiera seguir su trabajo. Para él, lo que estaba en juego era mucho más que la cancelación de un programa: era una lucha por el respeto y la lealtad en un medio cada vez más dominado por los intereses comerciales. Al final, lamentó que las injusticias fueran minimizadas por la indiferencia de la gente, dejando que los troles y la superficialidad prevalecieran sobre aquellos que realmente valoraban su trabajo. Esto le provocó un profundo desgaste emocional, que, aunque no lo sumió en pánico o ansiedad, sí le causó una angustia que solo podía aliviar compartiendo su dolor en la calle con la gente, vendiendo libros y conversando sobre la vida. A pesar de todo, se mostró decidido a no dejarse vencer por la humillación, y con un espíritu desafiante, expresó que, aunque no tuviera nada, seguiría luchando hasta el final, pues la batalla no era solo suya, sino de quienes realmente apreciaban su programa.

Hoy, al rendirle este tributo, no solo debemos hablar del poeta, del militante de la palabra, del luchador cultural. Debemos recordar al hombre que escribió con el corazón en carne viva, que no tuvo miedo de decir que estaba destruido, que pidió ayuda sin rodeos, que gritó sin metáforas.

Nos queda la deuda de haberlo escuchado tarde o de no haberlo escuchado nunca. Nos deja una voz que fue literatura viviente, incluso en su desesperación. Y aunque él decía haber fracasado, hay una verdad en su palabra que nos sobrevive. Y eso, a fin de cuentas, también es poesía.

Descansa, Guillermo. Que no repitamos el olvido de tu grito.

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