hogar

[MIGRANTE DE PASO]Me tuvieron que criar entre algodones según mi madre. Era demasiado sensible ante el ambiente y fácilmente me ahogaba en pensamientos y sentimientos creados por mi propia cabeza. Creaba escenarios disruptivos ante nimiedades. En mis primeros años ya era grande. Siempre contamos la anécdota de que cuando nací, un pequeño salió corriendo y gritando: ¡Mamá, ha nacido un bebé gigante! Pesaba casi 5 kilos.

Sólo me podía cargar mi familia, mi hermano con esfuerzo por el peso, y, Marilú, mi nana. Cualquier otra persona que intentaba cargarme recibía rechazo de los cachetes y ojos grandes. “Ño” fue mi primera palabra. De bebé desarrollé un cariño especial por Mari, quien correspondía a todos mis caprichos. Mis padres le pagaron los estudios y ella salió adelante como una campeona. Cuando recién estaba estudiando practicaba sus cortes de pelo con mi hermano y yo. Después, cada vez que venía a la casa de visita, con morochas o triángulos, yo sentía que había llegado una heroína. Actualmente, es una mujer mega exitosa, no sólo por sus logros económicos sino también por la hermosa familia que ahora tiene. Hasta el día de hoy sólo me siento cómodo si ella me corta el poco pelo que me queda. Conversamos y reímos con anécdotas. Si alguna vez necesito un consejo de vida se lo pediré. Su aptitud de sobreviviente se asemeja a la de una tigresa en la jungla.

Ya de niño, desde kínder hasta sexto grado de primaria, una familia entera compartía casa con la mía. Mis padres se aseguraron de que quien trabaje en la casa tenga planilla y seguro como si fuera una empresa. No había diferencia entre las comidas y en gran parte mi crié en la cocina. Mis padres trabajaban hasta tarde. Era una relación totalmente distinta a la que veía en casas ajenas de familias privilegiadas como la mía. Por esa razón particular nunca me llevé bien con ellos, ahora más grande entiendo que eran hogares que creían que la servidumbre seguía existiendo y tenían complejo de hacendado. Me generaba rechazo.

Manuelita, que para mí tenía 100 años; Elena por quien sentía un gran amor; Julián, el desgraciado de su esposo; Carla y Juan Carlos, los hijos con quienes jugábamos todos los días. Era una familia disfuncional por el maltrato del padre. Mis padres lo notaron después, mi hermano no confiaba en ese desagradable ser, pero como siempre fue de tener enamoradas pasaba las tardes con ellas o hablando por teléfono. Yo me gané con varias anécdotas que no debí presenciar a esa edad.

Por alguna extraña razón que aun no entiendo nunca dije ni una palabra, me mantenía mudo. Recuerdo a Juan Carlos con el puño levantado amenazando a su padre con pegarle. Yo saqué fuerzas, tal vez por mi entrenamiento karateka, para detener el conflicto midiendo menos de un metro y medio. Resulta que Julián era sacavueltero, pegalón, borracho y policía. Manchó la imagen de esa profesión que tenía engrandecida por mi abuelo, que nunca conocí, pero también fue policía.  Hasta ahora la palabra “policía” en lugar de darme seguridad me da desconfianza.

Hubo muchas experiencias desagradables, pero mis recuerdos son de un ambiente amoroso y divertido que pasé con ellos. Los quería y moldeé mi personalidad en ese entorno. Un fin de semana llegó Elena con el ojo morado. Mi padre no soporta las injusticias y nos protegía ante cualquier posible daño. Es de armas tomar. Tuve la ventaja de nunca verlo agachar la cabeza cuando era necesario defenderse y de sí hacerlo cuando lo ameritaba. Tras la muerte de uno de sus hermanos se distanció, no conozco los detalles, pero el recuerdo de verlo pedirme perdón es de las memorias que más atesoro. Ante la cara golpeada de Elena dio un ultimátum. Ellos podían quedarse todo lo que querían, pero Julián no volvería a pisar la casa.

Fue un domingo cultural donde íbamos en familia a museos o a conocer distintos lugares. Esta vez fue un largo camino hacia Chincha para conocer la historia de La Melchorita. Yo recuerdo el camino lacrimógeno y extraño. No llegaba a comprender bien, pero era lo suficientemente susceptible para percibir lo que pasaba. Después del largo día llegamos de vuelta a la casa. Yo corrí hacia el cuarto de Elena y ya no había nada, ni el más pequeño rastro de su existencia. No hubo despedida, fue una desaparición por completo. Mi vida dio un vuelco sin retorno y ya de grande, gracias a terapia, me di cuenta de lo fundamental que fue ese momento para mi desarrollo. Era niño y un pedazo de mi vida había sido extirpado, en ese momento todo se reducía a que habían escogido a Julián sobre mí. Sentí por primera vez el abandono y de manera brutal.

Mi vida escolar medida en notas se vio afectada y la pregunta estúpida de una profesora que me hizo elegir entre mis calificaciones y mis amigos detonaron una rebeldía y disidencia en la que renací y determinaron lo que soy hoy. La vida era equivalente a un sinfín de oportunidades y la muerte era la eliminación determinante de ellas. ¿Por qué tengo que ir al colegio? ¿Debo estudiar para después ir a la universidad? ¿Luego trabajar en algo que no me gusta y morir? ¿Como una gallina sacrificada porque ya no pone huevos? Le saqué el dedo medio a esa solicitud impuesta por el caos que llamamos orden o mundo. No era lo mío. Viví bajo la ilusión de que yo iba a decidir mi propia muerte. Detestaba cualquier sistema moral o de vida externo que me querían imponer. Hice de mis palabras puñetes que impacten a quien sea que quisiera normalizarme. Entendí el beneficio de no encajar y que la vida es más que estudio y dinero. Opté por un camino de cuestionamientos y contemplación.

Ya en secundaria comenzó a llevarme al colegio John, quien me enseñó que no todo es juego y diversión, y Luis, que para mí es el mejor cocinero, me enseñó a defenderme de quien sea y como sea. Tras innumerables pichangas, noches de PlayStation y conversaciones sobre la vida se volvieron mis hermanos y nunca dejarán de serlo. Yo no era jefe de nadie y siempre se mantuvo una relación de igualdad. Agradezco el ambiente que se creó en mi hogar y no haber caído en las creencias ridículas de otras familias.

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