James Joyce es un autor muy presente en la tradición literaria peruana. Uno de sus primeros lectores fue nada menos que José Carlos Mariátegui, que en un famoso artículo de 1929 elogió la primera aparición de Ulysses en español, habiendo hecho lo propio en 1926, cuando se tradujo Retrato del artista adolescente. Desde entonces, no le han faltado a este genio irlandés lectores ni traductores. En 1941 Luis Alberto Sánchez vierte por primera vez a nuestra lengua el libro de cuentos Dublineses, por encargo de la editorial chilena Ercilla.
Joyce tuvo especial influjo entre narradores pertenecientes a la llamada Generación del 50, especialmente en Carlos Eduardo Zavaleta, acaso el mayor impulsor y estudioso de la obra de Joyce entre nosotros (ver Estudios sobre Joyce y Faulkner, de 1993). El propio Vargas Llosa se cuenta como un entusiasta joyceano y un riguroso lector de sus textos. Por otra parte, escritores como Osvaldo Reynoso mostraron en varios de sus textos una asimilación creativa y personal de las novedades técnicas que ofrecía la obra de Joyce.
A ellos hay que sumar, por ejemplo, a Ricardo Silva Santisteban, quien en 1988 tradujo varios fragmentos de ese libro-magma que es Finnegans Wake, el trabajo más osado, discutido y difícil del escritor irlandés. El año pasado, la editorial peruana Campo Letrado publicó la poesía completa de Joyce, en una limpia versión a cargo del escritor Carlos Arámbulo. Entre Joyce y el Perú, como se ve, hay vecindad.
Este segundo año de pandemia vuelve a poner a Joyce en el contexto editorial peruano. Colmena Editores, en una auténtica aventura editorial, acaba de publicar, en un impecable volumen, cuatro capítulos de Finnegans Wake, debidamente anotados por el escritor mexicano J.D. Victoria. No es la novela completa, pero son cuatro capítulos emblemáticos y que transparentan los rasgos centrales de este texto: sus dislocaciones narrativas, su(s) lenguaje(s) en ebullición (Joyce emplea palabras de hasta dieciséis idiomas distintos) y su ambición extrema de romper toda atadura realista.
La lectura de Finnegans Wake es un reto permanente al lector de cualquier lengua, incluyendo a la inglesa misma. Una pregunta que el lector debe resolver es ¿cómo apropiarse del sentido de un texto que, en su desmedida ambición lingüística, saca provecho de arduos juegos de palabras, expresiones idiomáticas locales, alteraciones gramaticales varias y cientos de términos provenientes de distintas lenguas y cómo captar el humor y el sinsentido que impregnan la cotidianidad de sus personajes, el flujo del pensamiento y la conciencia, ese “caosmos” que funda Finnegans Wake? Como en toda obra abierta que se respete, en cada lectura debe haber una respuesta. Se busca ya no lectores, sino cómplices.
Lo dice mejor que nadie el propio traductor, en una línea de su nota introductoria: no equivoquemos el camino de una lectura como Finnegans Wake, parece aconsejar, refiriéndose a un gesto frecuente entre los denostadores de la novela: “destrozar como académicos lo que no pudieron entender como lectores”. Renunciemos a eso.