[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Desde siempre la tradición occidental ha procurado ocuparse de la enfermedad, traduciéndola al terreno literario y estético. Desde las pestes medievales hasta las epidemias que asolaron Europa en los siglos posteriores al medioevo, no faltan representaciones icónicas, poemas ni relatos que exploren el padecimiento humano, justificando, en la moderna lectura de Susan Sontag, el uso de lo que ella llama “las metáforas bélicas”, la más común de ellas la “guerra” contra la enfermedad, contras las bacterias u otros agentes de ella: bacterias, microbios, virus y algunos insectos como las moscas, vistas siempre como una especie de bombardero enemigo.
Hoy el cáncer ocupa probablemente el lugar dejado por la tos de Chopin, y asume el prestigio dorado de la antigua peste blanca. Cuando Julio Ramón Ribeyro anota en su diario, el 6 de junio de 1973, la noticia de una segunda intervención quirúrgica se lee: “Sé que esta nueva prueba será tan terrible como la primera, pero confío en que saldré adelante, por un puro esfuerzo de mi voluntad”. Sin embargo, el reinado del cáncer parece haber cedido un poco. Dice Susan Sontag refiriéndose al sida: “…el hecho de que hoy se hable del cáncer con menos fobia que hace una década, o en todo caso, con menos sigilo, se debe a que ya no es esta la enfermedad más temible. En los últimos años se ha reducido la carga metafórica del cáncer gracias al surgimiento de una enfermedad cuya carga de estigmatización cuya capacidad de echar a perder una identidad, es muchísimo mayor”.
El punto aquí no es tanto qué enfermedad se padece, pues sería una competencia muy indolente. Lo central es que la enfermedad impulse la escritura y que esa escritura, además de una marca confesional inevitable, sea un camino de limpieza, de catarsis, de autoexploración, de resorte para la creación, medicina invisible, curación fuera de toda receta. La enfermedad abre la posibilidad de volver sobre el mapa de viejas heridas que aún buscan alivio. Así la memoria teje sus conjuros.
Apunto todo esto para referirme a un reciente libro de Julia Wong, titulado 11 palabras, libro en el que un proceso posoperatorio abre una caja de sorpresas y da pie a un libro que debe leerse como lo que es: un artefacto de palabras, un híbrido sin género fijo, un conjunto de textos que van del cuento al poema en prosa y del poema en prosa al ensayo, anécdotas, citas que revelan a una lectora exigente, prosa que confirma a una escritora rigurosa.
Julia Wong enfrenta el proceso de su enfermedad con la escritura. 11 palabras que son en realidad veintidós, por que cada una tiene su revés, cada una se mira en el espejo en el que la intimidad y la conciencia dialogan de diversas maneras. Las escenas que se suceden están ahí para demostrarlo: la memoria del padre, los orígenes recuperados, la lejana China que va resonando en la lectura, las sesiones en busca de la paz quebrada.
La estructura es engañosamente simple: las primeras once palabras se mueven entre la memoria y el padecimiento; las once que sirven de respuesta son la invocación de la lectura, en este caso de Ovidio y sus Metamorfosis, para construir un contrapunto explicativo. ¿Qué función cumple esta alusión a un clásico latino? Diría que se trata de un juego: Ovidio rompe las reglas de la composición épica, así como las que corresponden al perfil de sus personajes: es épico a su modo, es decir, es una épica en la que los dioses no solamente no son los héroes, sino también pueden resultar burlados.
Un mérito de 11 palabras no es solo su valor confesional o literario, o su condición de híbrido textual. Es también su condición de artefacto, su naturaleza de obra abierta, que permite lecturas aleatorias y deja que el lector ordene y reordene este universo de sentido. Desmitificar el mito es entonces una de las líneas de sentido más sugerentes de este libro. El mito depende tanto de cuestiones culturales o históricas como de todo lo que un sujeto libre quiera elevar a esa condición.
Estas 11 palabras y su doblez se cierran para el lector con cinco relatos adicionales, relatos de aire ensayístico, de fino trabajo artístico, de sutil tejido. Destaca “El cerdo belga”, una especie de cuento maravilloso en el que una mujer queda atrapada con fascinación y delirio entre las vísceras de un cerdo gigantesco. O “Persiana americana”, que nunca descuida su erotismo siempre al borde del exceso.
¿Por dónde comenzar? Podemos ir en orden o en desorden. Pero el desorden no es tal. Es solo una posibilidad de lectura más, es la puerta hacia nuevos sentidos. El lector decide qué hacer con estas 11 palabras, sus 11 palabras de respuesta y los cinco cuentos que dan forma y aliento a un libro singular, que se gestó con el aliento de la enfermedad y que termina ante los ojos asombrados y agradecidos de un lector.