Wilder Gonzáles Ágreda

[MÚSICA MAESTRO]  En 1998, a dos años de la publicación del primer “vladivideo”, un hecho que todos ubicamos en aquel entonces como el verdadero inicio del fin del fujimorato -muchos, ingenuamente, creímos que ese final sería definitivo por la contundencia paquidérmica de aquella corrupción que la mayoría hasta entonces solo decía percibir- el Perú ya era un completo desorden política, social y culturalmente. El desgaste y perfil dictatorial del segundo mandato de alias “El Chino”, la eliminación de Perú del Mundial Francia ’98, detrás de los cuatro clasificados que fueron Argentina, Colombia, Paraguay y Chile -Brasil fue campeón en el anterior- y el reinado televisivo de Magaly Medina y Laura Bozzo configuraban una atmósfera nacional irrespirable, de múltiples injusticias y frustraciones dando vueltas en distintos niveles del entramado ciudadano.

Los jóvenes clasemedieros de esa época, recientemente egresados de las universidades, ya sentíamos en carne propia los golpazos de un mercado laboral desigual, reservado para unos cuantos privilegiados, sometiéndonos a subempleos para ganar la experiencia que nos hacía falta. Cada lunes, los principales distritos de Lima Metropolitana lucían largas colas de adultos en ciernes que, folders de manila bajo el brazo, buscaban trabajo de cualquier cosa; mientras que paralelamente en tugurios, mercados de barrios populares y nacientes conos -cuando todavía se les podía llamar así-, se consolidaba el caos urbano-marginal que los analistas amantes del chorreo venden como “emporios comerciales” y que hoy son tierra liberada para extorsionadores, cobradores de cupos y sicarios.

En ese contexto, desde los extramuros de la escena vanguardista-subterránea, dos inquietos jóvenes universitarios, inmersos en la creación heroica de un anti-movimiento -parafraseando a los Tribalistas- que se distinguiera/distanciara de todo lo convencional y que ya venían dando vueltas en ese bastión minúsculo, pero con fuertes convicciones artísticas desde 1995 aproximadamente, se juntaron para armar un proyecto de música electrónica que denominaron Fractal.

Wilder Gonzáles Ágreda y Wilmer Ruiz Perea, entonces de 21 y 20 años respectivamente, amigos de la Universidad de Lima donde estudiaban Ciencias de la Comunicación, fueron dos de los principales instigadores de lo que se conoció como Crisálida Sónica, un colectivo de bandas de post-rock, shoegaze y electrónicas varias que, en 1997, lanzaron un cassette independiente llamado Compilación I reuniendo a cuatro de sus principales exponentes, entre ellos Fractal con un par de temas, Oh Dios! y Etersónico. Esta producción se convertiría, a la larga, en la base para toda una generación de experimentadores del sonido. Las otras tres bandas incluidas en Compilación I fueron Espira, Hipnoascensión -en la que también alternó Wilder Gonzáles- y Catervas, la más estable de todas.

En 1998, un año después de Crisálida Sónica, Wilder y Wilmer, todavía como Fractal, lanzaron una maqueta con siete temas concebidos entre Los Olivos y Surco -distritos en los que vivían los integrantes del dúo- y grabados en su mayor parte en los estudios Melchormalo de Surco. La cinta navegaba a brazo firme entre la electrónica experimental y el ambient de Brian Eno, el setentero krautrock alemán -valga la redundancia- de bandas fundamentales como Faust, Can y la electrónica también germana de Cluster o Einstürzende Neubauten, con sonidos atmosféricos y pendulares, oscilaciones eléctricas y efectos de sonido capaces de despegar tus pies del suelo y conducirlos hacia realidades paralelas de distintas texturas y colores.

Confieso que, en su tiempo, jamás tuve contacto con esta vertiente de música hecha en Perú. Para mí, a pesar de pertenecer a la misma generación de los miembros de Fractal -igual que sus colaboradores, grupos o solistas similares y fieles seguidores/promotores- todo lo relacionado a la manipulación del sonido a través de sintetizadores, instrumentos y computadoras -lo que algunos llaman “metamúsica” o “no música”- no existía en nuestro país. Por alguna razón que no puedo determinar muy bien, mi contacto con las opciones ajenas al mainstream nacional solo tuvieron relación con todos los derivados del rock.

Desde las ondas expansivas del punk y el metal anglosajones que inspiraron la movida “subte” de inicios de los años ochenta hasta ciertos coqueteos con lo post-punk, conocía, en medidas grandes o parciales, lo que trataban de hacer los jóvenes peruanos de mi edad, desde distintas trincheras pero con denominadores comunes como la absoluta carencia de recursos técnicos y nula cobertura/difusión mediática, para descargar su ira y frustración contra lo establecido, sus ansias de expresarse y reaccionar ante los medios convencionales que, en aquel 1998, convencían a las masas de que el pop-rock local solo podía sonar a Líbido, Pedro Suárez Vértiz y La Liga del Sueño. Pero no llegué nunca a escuchar a ninguno de los “crisálidos”.

Es decir, sí sabía de su existencia, a través de las apasionadas reseñas de mis colegas de Freak Out! –muchos de los cuales provenían, además, de las canteras de otras revistas musicales como Caleta, 69 o Sub- pero jamás me interesó, siendo absolutamente francos, escucharlos. Eso cambió cuando hace pocos años, Wilder Gonzáles Ágreda -a quien conocía más por sus escritos en Freak Out! que como compositor o experimentador-, ya convertido en prolífico artista solitario, lanzó un disco recopilatorio llamado 25 años de revolución (2020) en donde hace un recorrido por sus principales alter ego -Avalonia, The Peruvian Red Rockets, Azucena Kántrix, El Conejo de Gaia-, una escucha que me generó un auténtico pero tardío interés en esta propuesta y actitud que busca confrontar, sin temores ni complejos, mediante el uso creativo y a veces perturbado de las ondas sonoras.

Y ahora, que el auroral cassette de 1998 ha sido relanzado, con motivo de su aniversario 25, en disco compacto y archivos digitales a través de su sello independiente Superspace Records, es el momento preciso para dar un paso más en esto de saldar cuentas con Fractal y su viaje que tiene de digital (artificial) pero también de onírico/psicótico (natural), a fuerza de sostenerse como los más outsiders entre los outsiders de la siempre magra y limitada escena local, un logro que merece ser resaltado independientemente de que nos genere entusiasmo o no. El acontecimiento viene siendo celebrado con entusiasmo en espacios especializados e incluso ha recibido elogios del crítico musical británico David Stubbs, autor de interesantes libros sobre música electrónica y el krautrock.

Escuchando los temas de esta edición remasterizada de Fractal, que pasaron de siete a nueve con el añadido de dos canciones provenientes de otra producción de 1998 del dúo, que habían aparecido originalmente en un EP compartido con Evamuss -proyecto unipersonal de Christian Galarreta, otro activo militante de la generación “crisálida”-, se me ocurre que podrían haber sido compuestos este año. El uso de secuencias, voces procesadas, ruidos no musicales -burbujeo de líquidos, goznes de puertas, papeles rasgados- y su integración con bajos, teclados y baterías tanto orgánicas como electrónicas, es moneda corriente en estos tiempos del “copy-and-paste” en los que personas sin ninguna formación musical son capaces de producir álbumes completos.

Pero también podrían haberse creado en 1976, una época en que las palabras “computadora personal”, “software para edición de audio” o “USB” no existían ni en los relatos de ciencia ficción más marcianos y que músicos de conservatorio como Karl Heinz Stockhausen (1928-2007) o Holger Czukay (1938-2017) aplicaban sus conocimientos formales y académicos a la experimentación con la mirada puesta en el futuro. En ese tiempo, la electrónica vanguardista tuvo diversos vasos comunicantes con el rock progresivo, por ejemplo, integrando de manera indisoluble para aquel entonces el academicismo con la improvisación. Una de las muestras más palpables de ello fue el álbum (No pussyfooting) (Island Records, 1973) en que Robert Fripp, insigne guitarrista de King Crimson -¡qué más progresivo que eso!- se une con Brian Eno (Roxy Music) para elucubrar uno de los discos pioneros de la música ambient y experimental.

Algunos sonidos de Fractal me remitieron directamente a Pink Floyd -en especial a temas de su periodo 1970-1972, como la introducción de A saucerful of secrets en el concierto en vivo en las ruinas de Pompeya (Live at Pompeii, 1972) o la parte inicial de One of these days, canción del álbum Meddle (1971). Aun cuando las banderas que defiende Wilder Gonzáles Ágreda, compositor de todas las aventuras sonoras del disco, son las de la “no música” -él mismo se define como autodidacta, una persona que “no sabe nada de ciencia musical y que es pura intuición”- estas conexiones con la psicodelia musical clásica que reposa sobre la destreza en el manejo de instrumentos y aparatos presentan, en una primera lectura, contradicciones.

Pero, después de varias pasadas al CD, esas supuestas antípodas se erigen como una especie de movimiento circular que conduce todo hacia un mismo punto, la satisfacción emocional que producen sonidos (des)ordenados pero con sentido, con visión artística. Hay, por supuesto, distancias insalvables entre las posibilidades que te da ser un virtuoso o no serlo (el eterno debate de la técnica versus la sensibilidad) pero, más allá de esa discusión y los matices que pueden encontrarse en medio, desde personas con profunda formación musical pero poca/nula creatividad o extremada frialdad hasta personas incapaces en lo musical pero altamente imaginativas y sensibles, la experiencia sensorial de Fractal equivale a una teletransportación que trasciende sus aciertos y limitaciones.

Como dice el filósofo y crítico musical John Pereyra (aka Hákim de Merv), probablemente la persona que más sabe acerca de las movidas vanguardistas locales: “La innata ascendencia cósmica de Fractal se pone en evidencia casi a cada minuto en que su track list original es reproducido”. Efectivamente, desde el arranque con Ilumíname, con ese pulso acelerado que da fondo a olas zigzagueantes de circuitos electrónicos hasta la extensa ¿c’o? -más de diez minutos de una tormenta de distorsiones y efectos sintetizados bajo líneas improvisadas de teclados que no responden a ninguna lógica- el álbum somete al oyente a una retahíla de emociones –“efectos secundarios”, como menciona Pereyra en uno de los comentarios que ha publicado sobre este lanzamiento- que, si bien es cierto, carecen de mensajes concretos, sirven para aislarse del encanallamiento grotesco de lo que hoy las masas consideran “música” y adentrarse en un mundo tecnológico impregnado de claroscuros que, paradójicamente, poseen fuertes dosis de espiritualidad no obstante su origen 100% artificial.

Temas como (Fixin’ to) die o Traslación resultan muy interesantes por las combinaciones de influencias que duermen detrás de estas enigmáticas alteraciones sonoras, desde Jean-Michel Jarre hasta Spacemen 3 pasando, por supuesto por Kraftwerk y Harmonia ‘76, todos representantes de la formación musical puesta al servicio de la experimentación, esa de la que Gonzáles Ágreda reniega. Por otro lado, Soy tuyo Señor que, en uno de los temas adicionales del mencionado disco compartido con Evamuss aparece con título intervenido para generar un sugerente juego de palabras de múltiples interpretaciones -Soy tu/Yo Señor- la presencia de una base rítmica convencional lo convierten en lo más “normal” que le he escuchado a Wilder Gonzáles Ágreda, sin ir desmedro de ese ser “inasible a las clasificaciones” -Pereyra dixit- que es Fractal, el disco. De hecho, los más duchos en este subgénero de la electrónica podrían considerar esta canción como la menos atractiva ya que, a diferencia del resto, sí posee una cadencia accesible.

Uno de los aspectos que vale la pena destacar de este trabajo, realizado en un momento que, como hemos dicho, estuvo marcado por la depresión política, económica, cultural y social -la sanguaza que generó todo lo que estamos viviendo hoy en el Perú- es que Wilder Gonzáles Ágreda y Wilmer Ruiz Perea trabajaron con muchas limitaciones, generando toda clase de climas enrarecidos con teclados portátiles muy simples y una que otra pedalera financiada por ellos mismos, nada que ver con la sofisticación con que solemos asociar a los proyectos de música electrónica. A diferencia de Gonzáles, Ruiz está algo alejado de esta escena, aunque en ese tiempo sí colaboró de cerca con bandas como Resplandor y Catervas. Juan “Antena” Roldán, otro cófrade de Crisálida Sónica, integrante de Hipnoascensión, colabora con el bajo en Colisión matriz.

Aunque el nombre de la banda provendría originalmente de la canción Fractal flow, single de 1996 que marcó el retorno a los estudios de Silver Apples, una banda neoyorquina pionera de la música electrónica, muy activa a finales de los sesenta, la teoría de los fractales informó también el concepto de carátula del cassette original, con una ilustración hecha por Christian Galarreta que ha sido actualizada por Manuel Serpa, responsable del diseño de carátula de varias de los más de treinta álbumes que ha producido Wilder en la última década, entre las que destacan Rojo (2022), Terrorista! (2019) Music for dreamers (2019) y Contracultura (No al arte falso) (2021).

(*) El término “fractal” proviene del mundo científico. A mediados de los años setenta, un matemático polaco-francés, Benoît Mandelbrot (1925-2010) se inventó la palabra -que, a su vez, proviene del latín “fractus” que significa “fracturado”, “quebrado”- para denominar aquellos objetos o formas geométricas que repiten de manera aleatoria y a la vez homogénea patrones, contornos o figuras en distintos tamaños y escalas fragmentadas.

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