Cumbia peruana

[Música Maestro] Una de las cosas que más indignación causan eventos como el ocurrido la madrugada del domingo 16 de marzo -me refiero, por supuesto, al asesinato del vocalista de la orquesta de cumbia Armonía 10, Paul Flores García (39)- es esa odiosa seguridad de que, al final, nadie será realmente castigado. 

A los barones de la impunidad no les importa nada. Ni los interminables homenajes que le hicieron los programas dominicales ni los comunicados de sus colegas, algunos tibios y otros, como los de Agua Marina, Corazón Serrano o El Grupo 5, más firmes y enfocados, por lo menos durante el primer momento de la noticia. Ni siquiera la exitosa y multitudinaria marcha del viernes 21, a la que asistió gran cantidad de conocidos artistas, gente de la televisión y la farándula, a pesar de la controversia que ellos mismos provocaron al aceptar llamadas y correos nocturnos desde el Congreso “para conversar”. 

Como vimos, varios de los mismos cumbiamberos que habían suscrito las convocatorias a la marcha, colocando sus logos en afiches con el hashtag #NoQueremosMorir comenzaron a repetir, poco antes de la media noche del jueves y con claras intenciones de desinflar la movilización, la cantaleta de “no politizarla” -en la víspera de la votación congresal por la censura del ministro del Interior- y al día siguiente, ante la reacción de sus redes sociales que los acusaron de vendidos al gobierno, volvieron a retroceder, una muestra de inconsecuencia que no debe pasar desapercibida. Después de todo, ninguno de ellos ha protestado nunca por la corrupción política. Por el contrario, acuden siempre para cierres de campaña, spots y demás, bien pagados y todo.

Una vez consumado el crimen -las sórdidas imágenes de la moto sicaria alejándose del campo visual de las cámaras de seguridad- lo único que tenemos claro es que se terminará imponiendo, como siempre, la certeza de que no pasará nada, las respuestas cachacientas -el besito volado en Lurín, la mueca dura de la presidenta mientras dice “caviar, caviar”- a los llantos de familiares y amigos, a los coros de ciudadanos anónimos repitiendo “¡justicia! ¡justicia!”, esos coros que eligen siempre los editores para cerrar cada reportaje sobre el último ataque. 

A pesar del colorido de la marcha ciudadana -que recuerda lo que hacíamos libremente hasta antes de los 50 muertos del periodo diciembre 2021-enero 2022- y de la sorprendente censura de Santiváñez, nada hace pensar todavía que no vayamos a continuar igual, sobre todo cuando ya se rumorea que su sucesor sería de su misma línea. 

La música es, de las artes mayores, la que más se conecta con el sentimiento cotidiano de la gente. Sea popular o académica, masiva o de culto, antigua o moderna, nacional o extranjera, cada expresión musical encapsula en sus acordes y letras, en sus sonidos e intenciones, una emoción que, desde el punto de vista personal o colectivo, tiene la capacidad de despegarnos de la atosigante realidad. 

En el caso de la cumbia local, nos guste o no, es representación franca de las alegrías y tristezas, de las carencias y los sueños de una inmensa porción de nuestros pueblos, desde la discriminadora Lima céntrica hasta los conos, desde Tumbes hasta Tacna, desde Ica hasta Ucayali. También es reflejo de esa idiosincrasia extraña y fragmentada que hoy tenemos en nuestro Perú de clasismos y racismos múltiples, de corrupciones enquistadas en el poder, acostumbradas a usar la desgracia ajena para sus propósitos de imagen, sus promesas populistas, sus campañas políticas.

Por eso, la muerte de Paul Flores ha impactado profundamente a sus seguidores, tanto sus paisanos en Piura que lo conocieron desde que era adolescente y cantaba en corralones y fiestas -con uniformes sencillos, sin lentes caros ni pantallas LED- como los consumidores habituales de cumbia nacional, adictos a la telebasura de Magaly TV y los pasquines como Trome y todos sus émulos. Pero también ha conmovido al público en general, sobre todo porque los detalles sobre él nos iban acercando a su perfil más humano, más real. Padre de un hijo, alejado de escándalos a diferencia de varios de sus compañeros de cumbia, artista dedicado a su público, fiel a su orquesta desde hace más de veinte años. 

O como dice el joven comunicador Néstor Sedano, experto en cumbia peruana, desde sus redes sociales La Cadencia (@lacadenciaofficial), “un vocalista al que le tocó remar en los tiempos más difíciles de Armonía 10, que recién estaba mostrando su madurez como cantante”. Sedano desarrolla un interesante trabajo de difusión, ofreciendo un espacio alternativo que une los cabos sueltos entre música popular, desarrollo social y política, acercándonos a detalles que ni siquiera los medios convencionales -prensa farandulera, radios cumbiamberas, programas de espectáculos- brindan a sus públicos, ya que les preocupa más el rating inmediato que generar una identificación entre artistas y seguidores, por lo que la relación entre ambos siempre es precaria, superficial y frágil. 

Para poner en contexto a quienes por desconocimiento, prejuicio o falta de interés aun no comprenden el porqué de las despedidas multitudinarias y los homenajes, podríamos comparar la dimensión que tiene la trágica muerte de Paul Flores para la escena local con lo que sufrió la comunidad metalera, a una escala mundial, ante el horrible asesinato del recordado guitarrista de Pantera, Dimebag Darrell, a la misma edad de “El Ruso”, a manos de un enfermo mental que subió al escenario y lo acribilló frente a los ojos de miles de fanáticos, durante un concierto de Damageplan, su banda en ese entonces. Aquel crimen, sucedido en Ohio en diciembre del año 2004, fue llorado por todos, desde músicos famosos como Eddie Van Halen y Zakk Wylde hasta jóvenes y anónimos estudiantes de guitarra de los cinco continentes. Y es que Darrell Lance Abbott, nombre real de Dimebag, era un soldado del metal.

Y “El Ruso” era, al parecer, un soldado de la cumbia. Nacido a fines de los ochenta en San Martín, humilde centro urbano del distrito Veintiséis de Octubre, en la capital regional de la calurosa Piura, creció escuchando a Armonía 10. La orquesta, creada por Juan de Dios Lozada entre 1972 y 1973, tenía ya década y media bajo la dirección de su hijo, el tecladista y arreglista Walther Lozada Floriano (1955-2022), tocando toda la gama de géneros tropicales -cumbia, merengue, salsa- y, como muchos de sus pares, se había hecho muy popular en su zona de influencia -Piura, La Libertad, Tumbes, Lambayeque y hasta Ecuador- pero eran unos absolutos desconocidos en Lima y, por consiguiente, en el resto del país. 

La niñez de Paul Flores debe haber transcurrido entre una deficiente educación pública, mucho afecto familiar y los fiestones que se armaban, en canchones y coliseos, con aquel nada glamoroso ni farandulero combo que, a pesar de su nombre, superaba ampliamente los diez integrantes, como puede verse en las carátulas de sus primeros LP oficiales, El chinchorro (1984), Se quema, se quemó (1985), Gracias (1986) o Tonto amor (1987). 

Estas grabaciones iniciales de Armonía 10 fueron posibles gracias al apoyo del productor discográfico Alberto Maraví (1932-2021), amo y señor del sello Industrias Fonográficas del Perú, Infopesa. Entre 1983 y 1989, en las radios convencionales de Lima Metropolitana se escuchaban rock en español y su contraparte “subte”, salsas y baladas, mientras que en los extramuros de la ciudad y los nacientes conos, la chicha de los migrantes de la sierra dominaba el espectro de lo urbano-marginal, con agrupaciones como Los Shapis, Vico y su Grupo Karicia o Chacalón y la Nueva Crema que armaban interminables fiestas en la Carpa Grau, en la que parecía no haber espacio para las orquestas norteñas.

En ese tiempo, los vocalistas de Armonía 10 fueron Alberto «Makuko» Gallardo (1954-2005) -presente desde su primera aparición en 1972, en que se hacían llamar Los Blanders-, César Saavedra, Percy Chapoñay (1953-2016) y Tony Rosado, reconocidos como “la delantera clásica” de Armonía 10. La relación con Infopesa terminó abruptamente, cuando la disquera de Maraví se vio obligada a cerrar tras un atentado terrorista a sus estudios, ocurrido en 1991. En ese tiempo, como narra La Cadencia en este minidocumental, Lozada estuvo a punto de disolver el grupo, dando libertad a sus músicos y amigos para que tocaran con otros artistas. 

Sin embargo, la base instrumental de Armonía 10 -Wilmer Peña (guitarra), Jorge Álvarez (bajo), Ernesto de Dios, Rómulo Carrera (trombones, trompetas), Juan Chunga (timbales), Jorge Villaseca y Juan Castro (percusiones), convencieron a su líder de seguir adelante. En la línea de cantantes, el retorno de “Makuko”, Saavedra y Chapoñay permitió que la orquesta se mantuviera. Entre 1991 y 1997 lanzaron una serie de discos en estudio y en vivo, sin mayor repercusión, algunos editados por Iempsa.  

En medio de las orquestas provenientes de la selva, los conjuntos de vocalistas femeninas y los “padres fundadores de la cumbia peruana” -Juaneco y su Combo, Los Shapis, Los Destellos, Los Mirlos- se abrió un espacio para los dirigidos por Walther Lozada y muchos de sus contemporáneos. Todos ellos ingresaron al abanico de nombres que daba la vuelta por todo el espectro de farándula con sus ritmos populares, los mismos que comenzaron a bailarse tanto en barrios de sectores D y E -herencia de los años de la chicha- como en las casas de clases medias/altas y hasta en las oficinas de marketing político que incorporaron la nueva fiebre popular para sus engañosos discursos y campañas.

A mitad de los noventa comienza a cambiar la suerte para Armonía 10, en términos de éxito a nivel nacional. En tiempos de convulsión política y social, el escapismo promovido por los medios de comunicación hizo de la escena de cumbia local un rentable y masivo negocio. Bajo la escudería discográfica de Rosita Producciones, de Tito Mauri, productor y esposo de Rossy War, otra exponente de la cumbia peruana de esa época- apareció el CD Solo lo nuevo y lo mejor (1999) que contiene algunas de las canciones que transformaron a los piuranos en un verdadero fenómeno de masas.

La mayoría de estos temas fueron compuestos por Walter Salazar Antón -Solo, Siempre pierdo en el amor, Me emborracho por tu amor, Juraré no amarte más – y cantados por Carlos Soraluz, la voz principal en ese tiempo. El disco, un éxito de ventas, también incluyó versiones nuevas de grabaciones de su primera época como Lagrimitay cervecitay, Lágrimas por lágrimas, Penar penar y, especialmente, El cervecero, compuesta por el chosicano José María Yzazaga, que se convirtió en el tema más solicitado y representativo de la orquesta, interpretada por Alberto “Makuko” Gallardo.

“El Ruso” Flores llegó a Armonía 10 en el año 2001 y comenzó acompañando a los más experimentados Gallardo, Soraluz, Roberto Moreno y Danny Delgado. Durante esos años, Armonía 10 inicia un proceso de recambio generacional y “rebrandeo” -citando, nuevamente, a La Cadencia- y Paul se fue convirtiendo en el cantante más antiguo, asumiendo la voz principal en los temas más conocidos. En las siguientes dos décadas, siempre con Walther Lozada en dirección y teclados, Armonía 10 se consolidó, con Paul “El Ruso” Flores capitaneando la primera línea, como una institución en la cumbia local. 

En el Perú, las orquestas de origen humilde y provinciano suelen enviar saludos en sus canciones, a sus regiones, a las emisoras de radio que los apoyan, a sus auspiciadores, a los dueños de los locales en los que tocan, una demostración de cercanía y familiaridad. En los últimos tiempos, han aparecido de forma incontenible orquestas de cumbia -del norte, de la selva, de Lima, de la sierra-, algunas con mucha historia detrás y muchísimas otras que, ávidas de fama y fortuna, se subieron al carro ofreciendo productos finales desprolijos, homogeneizados, desagradables al oído. Y terminaron convirtiendo esta costumbre tan particular en una estrategia de diferenciación. En cada estrofa y coro, se ven en la necesidad de repetir sus nombres a cada rato. Para que sepamos a quién estamos escuchando.

Armonía 10 también hace eso, aunque más por la primera razón. Ese estilo festivo, juerguero, campechano, se mantuvo en la orquesta incluso con todos los cambios de imagen guiados por el marketing y con los altos presupuestos que hoy manejan estas empresas musicales, casi todas familiares. Su sonido se caracterizó, desde el principio, por ser más muscular y cercano a la salsa, como puede notarse en sus grabaciones ochenteras, que ninguna radio pasa ni siquiera en estos días de duelo y protesta por el crimen del domingo 16. El uso prominente de sección de vientos, guitarras y la ausencia de bailarinas fueron marca registrada de sus presentaciones, capitaneadas por Walther Lozada. Su muerte, en el 2022, a los 67 años, generó una amarga división entre sus hijos.

Esa pelea familiar y legal concluyó con la existencia de dos grupos bajo el mismo nombre: Armonía 10 de Walther Lozada -referida en redes sociales como A10- y Armonía 10 “La que recorre todo el Perú”. Mientras que la primera -regentada por Blanca y Arturo Lozada- tiene un perfil más tradicionalista, por decirlo de alguna manera, la segunda se insertó más en la lógica de los trajes de colores y los megaconciertos, al estilo de Agua Marina, Corazón Serrano o El Grupo 5 y sus derivados, Los Hermanos Yaipén. 

Paul “El Ruso” Flores estuvo en ambas. Se retiró de la orquesta matriz en el 2023 y, recién el año pasado, retornó a la segunda versión, administrada por la facción de Jorge y Javier Lozada. Ninguna de las dos dejó nunca de actuar ni lanzar canciones nuevas, a través de las plataformas digitales. De igual manera, ninguna de las dos ha estado libre de llamadas extorsivas y atentados de toda clase. La vida del músico itinerante no es nada fácil. Se duerme de día y se trabaja de noche, soportando fuertes dosis de estrés, acoso de la prensa y rebote de escándalos, especialmente si pensamos en la poca monta de la farándula local. Si a eso sumamos las amenazas criminales, la cosa se pone peor. 

El asesinato de Flores ha cambiado la vida de muchas personas, parafraseando a Rubén Blades en su canción Sicarios -aunque la historia que el panameño nos cuenta en esa excelente composición incluida en su álbum Tiempos (1999) nos hace pensar en el pistolero que va a eliminar a un mal elemento, un sicario bueno-, pero los únicos que siguen intactos son Boluarte y Santiváñez -la censura no es garantía de castigo y, si acaso, sea preludio de algún premio mayor-, los únicos responsables de esta ola de crímenes que, desde diciembre del 2021, se ha venido extendiendo sin control hasta alcanzar al ciudadano trabajador, a maestros de escuela, a dueños y clientes de ferreterías, restaurantes y pollerías, a cantantes populares. 

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[MÚSICA MAESTRO]  Aunque aparentemente es un fenómeno moderno, la cumbia se cultiva en el Perú desde hace más de cuatro décadas. Adaptada de su matriz colombiana, la versión nacional de la cumbia alegró las fiestas en los años sesenta y setenta, pero nunca con la masiva aceptación de hoy. A finales de los sesenta, la cumbia -término que proviene de “cumbé”, danza africana de la época colonial- se hizo muy conocida entre nosotros. El género tropical más representativo de Colombia trajo canciones como La pollera colorá, La piragua o Festival en Guararé, entre otras, interpretadas por Los Corraleros de Majagual o Rodolfo Aicardi, infaltables en las fiestas populares e incluso las de salón, que compartían espacio con el mambo de Pérez Prado, las guarachas de Los Compadres y los boogaloos con sabor a latin-jazz.

Enrique Delgado, virtuoso guitarrista limeño con experiencia en música criolla y andina, armó Los Destellos, la agrupación más famosa de esta primera generación. Con su guitarra eléctrica cargada de ecos, Delgado puso sabor psicodélico a sus arrebatadas cumbias, influenciado por la onda hippie. Sus canciones Elsa (1970), Muchachita celosa (1976), entre otras, son clásicos definitivos del nuevo género que comenzó a ser llamado “cumbia peruana”. Debido a su naturaleza popular y 100% bailable, surgieron grupos en todo el país.

Si en la capital estaban Los Destellos, Pedro Miguel y sus Maracaibos, Los Beta 5 y Los Pakines; en el norte aparecieron orquestas como Agua Marina, Armonía 10 o Caribeños de Guadalupe, muy conocidas en Piura y Chiclayo, pero que recién llegaron a Lima después de dos décadas. Mientras tanto, de la selva llegaron Los Mirlos (Moyobamba, San Martín), Los Wembler’s (Iquitos, Loreto) o Juaneco y su Combo (Pucallpa, Ucayali), que se ganaron el respeto de sus pares por sus incontenibles y narcóticos ritmos.

En tiempos de gobierno militar, los aires alegres de la cumbia peruana fraternizaron con la música criolla, folklore, nueva ola, bolero y rock, con amplios públicos ávidos de escuchar a sus artistas locales favoritos. Sellos discográficos como Sono Radio, Iempsa y principalmente Infopesa, del productor Alberto Maraví, promovieron los lanzamientos de estas y otras orquestas. Sin embargo, para inicios de los ochenta, solo El Cuarteto Continental logró éxito nacional e internacional tocando cumbia, alternando con las orquestas de Rulli Rendo, Carlos Pickling, los argentinos Freddy Roland, Enrique Lynch y Peter Delis, entre otras, que cambiaron la guitarra eléctrica por el formato “orquesta y coros”, orientado a musicalizar las grandes fiestas de la decadente oligarquía que aun extrañaba los tiempos de “la república artistocrática”. Una época había terminado para dar paso a otra, mucho más orgánica y cercana al pueblo.

Como consecuencia de las migraciones del campo a la ciudad de los años cincuenta, una generación nueva de jóvenes provincianos o nacidos en Lima de padres migrantes, jornaleros de mercados populares de distritos como La Victoria, El Agustino y el Cercado, encontraron en la cumbia un vehículo ideal para quejarse de la discriminación y la pobreza que padecían. Combinando el sonido de los pioneros con elementos del huayno serrano, estos artistas urbano-marginales originaron un sorprendente fenómeno de masas, la “música tropical andina” o “chicha” (en alusión al delicioso brebaje de maíz fermentado). Informal, colorida y reivindicativa, la chicha le cantaba al cobrador de micro, al obrero, al vendedor ambulante, convirtiéndose en emblema del migrante que llegó a la capital en búsqueda de un mejor futuro, un sueño que se vio truncado por la crisis política, económica, por un lado; y por las amenazas terroristas por el otro. Apenas recuperada la democracia, una ola musical capturó el Centro de Lima y sus barrios más picantes. Muchos nombres notables destacaron: Pintura Roja, Grupo Guinda, Pascualillo Coronado, Vico y su Grupo Karicia. Pero de todos, dos se coronaron como los reyes de la chicha: Chacalón y La Nueva Crema y Los Shapis.

Lorenzo Palacios Quispe, más conocido como “Chacalón”, fue verdulero y zapatero antes de ser cantante. Su medio hermano, Alfonso “Chacal” Escalante, había formado el Grupo Celeste, que popularizó en 1975 la cumbia ahuaynada Viento. Por su parte, Chacalón y La Nueva Crema triunfaron con Soy provinciano (1979), hasta hoy considerado un himno generacional. La frase “cuando Chacalón canta, los cerros bajan” se acuñó para dar cuenta de su legendario poder de convocatoria, que terminó con su temprana muerte en 1994. Con el tiempo, “Chacalón” se convirtió en un personaje legendario, sobre todo entre el lumpenaje. Los más exagerados hasta le atribuían milagros.

Los Shapis –nombre de una danza guerrera huancaína- llegaron desde Chupaca (Junín), en 1981. Liderados por el vocalista Julio “Chapulín El Dulce” Simeón y el guitarrista/compositor Jaime Moreyra, Los Shapis llenaron estadios, triunfaron en Europa y hasta filmaron una película, El mundo de los pobres (Juan Carlos Torrico, 1985-1986). A diferencia de la mirada amenazante y achorada de Chacalón, Los Shapis se mostraban más festivos e inocentes. Sus uniformes blancos con los colores del Tahuantinsuyo y los graciosos saltos de 360° de “Chapulín” fueron sus marcas registradas. Sus canciones más conocidas fueron El aguajal (1982), La novia (1983) y Silencio (1984), que se desmarcaba un poco de su estilo para reflexionar por la dura situación que vivíamos a manos de la locura senderista.

Chacalón, Los Shapis y todos los demás hacían conciertos multitudinarios en “la Carpa Grau”, llamada así porque antes era espacio alquilado para circos. En aquel canchón ubicado entre la Av. Grau y Paseo de la República -hoy usado para ferias navideñas y de juguetes antiguos-, entre parlantes y cajas de cerveza, las fiestas comenzaban a las 3 de la tarde y terminaban de madrugada, muchas veces con batallas campales entre bandos alcoholizados. El impacto de la chicha fue tal que el significado del término se extendió para denominar no solo un género musical sino también las costumbres y la idiosincrasia urbano-marginal de una capital cargada de sobrepoblación y caos. En cuanto al sonido de la cumbia, estaba por experimentar una nueva mutación.

Entre los años ochenta y noventa se gestó una nueva capital. El crecimiento desordenado de los extramuros de la capital, expresado en la aparición de los “conos” (norte, sur, este) generó públicos masivos tanto para las leyendas de la cumbia como para los grupos de chicha. Aunque el tamaño de la escena creció rápidamente, aun era invisible para la Lima Metropolitana “oficial”, eternamente centralista y discriminadora.

El Tex-Mex –música tropical del norte de México-, la cumbia argentina y colombiana, sirvieron para abrir el siguiente capítulo en la cumbia peruana, la llamada “tecnocumbia”. Cantantes como Rossy War (Madre de Dios), Ada Chura (Tacna), Grupo Euforia, Ruth Karina (Pucallpa) impusieron un estilo dominado por mujeres, que ganó espacio en los medios de comunicación por razones ajenas a lo musical. Los productores Nílver Huárac y Rosa Arango -del sello Rosita Producciones- fueron quienes más capitalizaron esto con agrupaciones femeninas como Agua Bella, Alma Bella y afines, con la presencia de jóvenes bailarinas que cubrían sus limitaciones vocales con vestimentas y coreografías pensadas para atraer al público masculino.

Como contrapeso a esta tendencia farandulizadora de la cumbia, las experimentadas orquestas norteñas Armonía 10 y Agua Marina conquistaron Lima con sus poderosas secciones de vientos y coros masculinos. Esto inició una nueva escena de cumbia que, como la ciudad, creció desordenadamente, reduciéndola a la repetición de fórmulas predecibles de asegurado éxito comercial pero dudosa solidez artística. Paralelamente, la amplia popularidad de la cumbia en ambos formatos se convirtió en herramienta de captación de votantes, al ser incluida en campañas de diversos candidatos que vieron en el género una palanca para acercarse de manera emocional al público. El ejemplo más evidente de ello fue el uso psicosocial que hizo Alberto Fujimori de la cumbia con “El Baile del Chino”, una canción especialmente compuesta para él. Lamentablemente, con la reciente liberación del ex dictador, la cancioncita de marras volvió a sonar y fue nuevamente bailada por sectores ciegos e indolentes que celebraron este despropósito.

La canción El arbolito, grabada originalmente en 1997 por el Grupo Néctar en Argentina, fue un gran éxito en Lima en el 2000. Esta sencilla canción permitió un proceso de renacimiento de la cumbia que la hizo trascender hacia nuevos y rentables sectores socioeconómicos. De pronto, el género asociado a las clases populares comenzó a sonar en fiestas sofisticadas de las nuevas clases altas capitalinas, produciendo un movimiento de aparente integración que, más superficial y utilitaria.

Cuando llegó el nuevo siglo, los estándares de calidad sufrieron un dramático cambio en la movida de la cumbia. El discurso social de la chicha ochentera fue reemplazado por una fábrica de productos comerciales, con fuerte influencia de la farandulización iniciada en los años noventa como herramienta de control social y político. Los cambios en la industria musical y las redes sociales también abonaron a la difusión de diversos grupos cuyos principales miembros alternaban sus carreras musicales con apariciones en series televisivas de muy mala calidad, programas de espectáculos y “realities”.

La cumbia norteña tomó protagonismo gracias al Grupo 5, orquesta que popularizó las composiciones del piurano Estanis Mogollón, cuya canción El embrujo (originalmente grabada por la Orquesta Kaliente de Iquitos en el 2007) lo convirtió en el principal responsable de la preponderancia de la cumbia en el Perú moderno. La cumbia clásica llegó al nuevo público gracias a la inclusión de Elsa, éxito setentero de Los Destellos, en la premiada película La teta asustada (Claudia Llosa, 2008).

Aunque siguieron apareciendo grupos en costa, sierra y selva, la escena reciente de la cumbia no tiene sus raíces en lo ocurrido en décadas pasadas. Más bien se trata de un incontrolable y caótico aluvión de intérpretes que comparten escenarios con estrellas establecidas. Todos gozan de aceptación y congregan multitudes en sus conciertos pero es tan difícil diferenciarlos que incluso en sus canciones repiten constantemente sus nombres, para que los oyentes logren identificar a quién están escuchando. Entre los más famosos de esta nueva generación podemos mencionar a: Marisol y La Magia del Norte (Chiclayo), Corazón Serrano (Piura), Los Hermanos Yaipén y Orquesta Candela (Piura, derivados del Grupo 5), Orquesta Papillón (Tarapoto), El Lobo y la Sociedad Privada (Tingo María), y un larguísimo etcétera.

Diversas tragedias y muertes han puesto a la cumbia en las portadas de periódicos y noticieros. Por ejemplo, en mayo de 1977, cinco integrantes de la formación original de Juaneco y su Combo fallecieron en un accidente aéreo, rumbo a Pucallpa. También en mayo pero tres décadas después, en el 2007, dos conocidas figuras murieron trágicamente. La cantante Sara Barreto, más conocida como «La Muñequita Sally», y ocho miembros de su orquesta, perecieron al volcarse su camioneta en la Panamericana Norte (Puente Piedra, Lima). Dos semanas antes, en una autopista de Buenos Aires (Argentina), perdieron la vida los integrantes del Grupo Néctar, liderado por Johnny Orosco. Ambos habían sido integrantes de Pintura Roja, banda emblemática de la chicha ochentera.

En el 2014, la cantante piurana Edita Guerrero Neira, del conjunto Corazón Serrano, falleció a los 30 años en circunstancias extrañas. Por su parte, Lorenzo Palacios Quispe, «Chacalón», murió a los 43 años en 1994. A su funeral en el Cementerio El Ángel (Lima) asistieron más de 60 mil personas. Las muertes de otros personajes de la cumbia contemporánea como el cantante de Armonía 10, Alberto “Makuko” Gallardo (2015) o Walther Lozada, el director de esta misma orquesta (2022), produjeron masivas despedidas de parte de sus seguidores en diversas regiones del país.

Un sello independiente español, Vampi Soul Records, lanzó en 2010 Cumbia Beat Vol. 1 – Experimental Guitar-Driven Tropical Sounds From Perú (1966/1976), disco doble que recopila canciones de las primeras épocas de cumbia peruana, lo cual impulsó su redescubrimiento e internacionalización. Paralelamente, surgió una nueva generación de grupos que, sin provenir de las canteras de la cumbia, comenzaron a interpretar el repertorio clásico, tomando elementos básicos del género y envolviéndolos en una idea superficial de inclusión y rescate de canciones tradicionalmente asociadas a sectores marginales.

Ese movimiento estuvo encabezado por Bareto, grupo surgido en Lima en el año 2003 y que basó su éxito en canciones antiguas como Ya se ha muerto mi abuelo de Juaneco y su Combo, La danza de los mirlos de Los Mirlos, Elsa de Los Destellos o Cariñito de Ángel Aníbal Rosado, las mismas que rescató para presentarlas a los nuevos públicos, con resultados comercialmente notables aunque de poca trascendencia a pesar de presentarse como reivindicadores de aquella escena. Su vocalista principal, Mauricio Mesones, se desligó del grupo en el 2019 tras fuertes discusiones con los demás integrantes por asuntos poco claros. Otros representantes de esta post-cumbia fusionada con rock y otros géneros (reggae, ska, electrónica) son La Mente, La Nueva Invasión, Olaya Sound System, y otros.

En sus cuatro momentos -la generación de los años sesenta y setenta, el fenómeno de la chicha ochentera, la tecnocumbia de los años noventa y el renacimiento del género en modo fusión del siglo XXI-, la cumbia fue el género musical que mejor resumió la situación social, económica y cultural del Perú. Desde la sofisticación de los setenta hasta el deterioro del siglo XXI, hay en sus sonidos, personajes e historias elementos que nos permiten entender fenómenos como la migración, la informalidad, la farandulización, el caos y la popularidad, aunque en el camino se haya sacrificado la calidad interpretativa y, en muchos casos, el buen gusto.

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