Chicha

Esta casita de cartón abre sus puertas rememorando días de antaño en estas fechas, cuando en la quinta donde crecí mis primeros años de vida, Enrique Palacios, todavía aludes de fe brotaban de algunos vecinos, como la familia de mi gran amigo, el ‘pumita’ Andy (apodo que le pusieran por el famoso cantante del grupo Génesis), que lo llevaban a regañadientas a la iglesia o lo encerraban para hacerle ver la vida de Jesús en películas que se emitían por canales de señal abierta, como a varios alguna vez nos pasó, o como también cuando los niños teníamos la excusa al no tener clases para hacer ‘diabluras’ y media por el barrio, como jugar hasta altas horas de la noche fútbol en las veredas o las pistas, a las canicas, al trompo, a los ‘chipitaps’, a las escondidas, chapadas, etc. Pero a su vez, justamente entre esos recuerdos está uno en especial, porque descubría el otro lado del pueblo y del que era parte inevitablemente al ser hijo de provincianos emigrados a Lima. Y es que en aquellos tiempos mis padres se encontraban en separaciones y por eso me iba por temporadas a vivir al cerro San Cristóbal, donde mi tío Felix, en aquellos años donde los celulares no tenían cámaras que pudieran registrar al momento, o con un ‘live’ compartirlo o subirlo al Tik Tok, sino por el contrario, eran unos ladrillos que pocos tenían, y entre eso estaba un acontecimiento extraordionario, por el sentimiento popular entrañable que vería. Era el funeral de un vecino y quien lo despedía era el famoso ‘cantante de los muertos’ o de los ‘funerales’, como así también lo conocían a William Palomino, el popular ‘Chacalín’.
Cuenta la historia, que aquel chico humilde, ‘crema’ de corazón, tendría su primera oportunidad en un escenario por el recordado Tongo, quien lo conoció cuando vendía caramelos y cigarros, y en una presentación le invitaría a subirse en el escenario, y de allí no pararía con el estilo ‘chacalonero’ que lo distinguiría. Compartiendo escenarios con grandes de la chicha como ‘Papá’ Chacalón o el ‘Rey’ Vico. Y es que se dice que despidió a más de diez mil muertos en los cerros y barrios fervorosos de la Lima profunda. Curiosa y tristemente, quien lo hacía en despedida para los que están arriba, ahora lo hace presencialmente. Y es que todos lo que alguna vez éramos ‘patas de perro’ o hemos vivido en algún cono o calles o cerros candentes donde los vientos populares se respira, ha oído ‘Diabetes de amor’ (en relación a la penosa enfermedad que tenía) o aquella memorable interpretación allá por finales del 2016, un lunes aparentemente cualquiera y en un cumpleaños, en la ‘sabrosa’ Santa Anita, con los ‘herederos’ de los ‘bravos’ de la carretera central, Pity Coronado y Richard Navarro. Y los temas eran ‘Vasito de Licor’ y ‘Virgen de las Mercedes’, ésta última, canción emblema para las personas recluidas. Y de esto y en sí, en la búsqueda de ese palpito y sentir único que tiene el pueblo, del que no se puede describir pero que late en cada cerro o barrio profundo, escribiría en mi libro ‘Generación Equivocada’ este episodio real. He aquí a un párrafo:

«Allá en el cielo se escucha un canto/ Aquí en la tierra, / lamento y llanto. / De tus amigos/ que te extrañan tanto/ Y tu familia/ que llora por ti… La canción era parte del repertorio de despedida que infaltablemente en cada cerro de Lima se escuchaba. Nunca te olvidaré y para otros Se Fue, eran los nombres, aunque más conocido era por el último. Y el féretro saldría cargado con mi primo de uno de sus lados delanteros. Veía llorar a sus amigos y familiares penosamente. “Se fue…/ se fue…/ Y no volverá jamás / Carlos se ha ido / Para la eternidad…/ Carlos – era el nombre de la persona fallecida – se ha ido / para la eternidad. Lo bañarían de cervezas. Allí vería a mi otro primo, Fidel, con el rostro caído mientras que Pool lloraba insondablemente como la novia que dejaba al igual que su hija. La madre sería auxiliada, estaba ahogándose entre llantos y penar. Al fondo de la sala vería una gigantografía de su foto con las siguientes palabras: “Carlos Alberto Ruiz Paredes. El adiós del amigo del barrio. ¡Hasta siempre hermano!”. Dentro de mí un suspiro conceptualizó el momento: ojalá alguna vez me despidan así, con esa muestra tan afectiva llena de pasión y sentimiento. Del suelo se alzaba el polvo y las casitas de estera eran empapadas por éstas, y las gentes lanzaban flores mientras los fuegos artificiales al cielo le daba un hermoso marco. Fue la mejor despedida que le pudieron dar, estoy seguro. Me uní a las voces que coreaban: “¡Carlos, presente! ¡Carlos, por siempre presente!”.
Con los años este artista volvería a mi vida y justamente con aquella ya lengendaria presentacion de ese himno que todo carretero ha oído, ‘Vasito de Licor’. Pero curiosamente ya no por aquellos lugares, sino en el corazón de la capital, el Centro de Lima, y con aquellos bellos y jóvenes locos que suelen reunirse, como el ‘Chato’ Alex o Crisor y los grupos urbanos que invaden con sus diferentes modas extranjeras, pero del que cuando llegan a sus puertas el desamor, desprenden lágrimas y cantos profundos con estos temas. Pues así como el amor tiene una pasión indescriptible al amar, al desamar no hay respuesta, por igual. Se dice que el ‘cantante de los muertos y los entierros’ murió a consecuencia de la diabetes que acarreaba. Yo creo que allá arriba, ahora, con su voz quebrada y ‘aguardientosa’, como lo tienen aquellos artistas destinados a cantar al alma, está ahora cantando esas canciones que dan una ‘sed’ inacabable y a puro baile. Esta casita de cartón cierra sus puertas evocando aquel día en homenaje a este cantante popular de ese otro Perú o Lima que se desconoce pero que existe, y del que también va para ellos este reconocimiento. Con esa música que nos acompaña en el sentimiento al perder un
amor y hasta un familiar. ‘Allá en el cielo se escucha un canto’… seguramente. Hasta volvernos a encontrar, maestro.

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[MÚSICA MAESTRO]  Aunque aparentemente es un fenómeno moderno, la cumbia se cultiva en el Perú desde hace más de cuatro décadas. Adaptada de su matriz colombiana, la versión nacional de la cumbia alegró las fiestas en los años sesenta y setenta, pero nunca con la masiva aceptación de hoy. A finales de los sesenta, la cumbia -término que proviene de “cumbé”, danza africana de la época colonial- se hizo muy conocida entre nosotros. El género tropical más representativo de Colombia trajo canciones como La pollera colorá, La piragua o Festival en Guararé, entre otras, interpretadas por Los Corraleros de Majagual o Rodolfo Aicardi, infaltables en las fiestas populares e incluso las de salón, que compartían espacio con el mambo de Pérez Prado, las guarachas de Los Compadres y los boogaloos con sabor a latin-jazz.

Enrique Delgado, virtuoso guitarrista limeño con experiencia en música criolla y andina, armó Los Destellos, la agrupación más famosa de esta primera generación. Con su guitarra eléctrica cargada de ecos, Delgado puso sabor psicodélico a sus arrebatadas cumbias, influenciado por la onda hippie. Sus canciones Elsa (1970), Muchachita celosa (1976), entre otras, son clásicos definitivos del nuevo género que comenzó a ser llamado “cumbia peruana”. Debido a su naturaleza popular y 100% bailable, surgieron grupos en todo el país.

Si en la capital estaban Los Destellos, Pedro Miguel y sus Maracaibos, Los Beta 5 y Los Pakines; en el norte aparecieron orquestas como Agua Marina, Armonía 10 o Caribeños de Guadalupe, muy conocidas en Piura y Chiclayo, pero que recién llegaron a Lima después de dos décadas. Mientras tanto, de la selva llegaron Los Mirlos (Moyobamba, San Martín), Los Wembler’s (Iquitos, Loreto) o Juaneco y su Combo (Pucallpa, Ucayali), que se ganaron el respeto de sus pares por sus incontenibles y narcóticos ritmos.

En tiempos de gobierno militar, los aires alegres de la cumbia peruana fraternizaron con la música criolla, folklore, nueva ola, bolero y rock, con amplios públicos ávidos de escuchar a sus artistas locales favoritos. Sellos discográficos como Sono Radio, Iempsa y principalmente Infopesa, del productor Alberto Maraví, promovieron los lanzamientos de estas y otras orquestas. Sin embargo, para inicios de los ochenta, solo El Cuarteto Continental logró éxito nacional e internacional tocando cumbia, alternando con las orquestas de Rulli Rendo, Carlos Pickling, los argentinos Freddy Roland, Enrique Lynch y Peter Delis, entre otras, que cambiaron la guitarra eléctrica por el formato “orquesta y coros”, orientado a musicalizar las grandes fiestas de la decadente oligarquía que aun extrañaba los tiempos de “la república artistocrática”. Una época había terminado para dar paso a otra, mucho más orgánica y cercana al pueblo.

Como consecuencia de las migraciones del campo a la ciudad de los años cincuenta, una generación nueva de jóvenes provincianos o nacidos en Lima de padres migrantes, jornaleros de mercados populares de distritos como La Victoria, El Agustino y el Cercado, encontraron en la cumbia un vehículo ideal para quejarse de la discriminación y la pobreza que padecían. Combinando el sonido de los pioneros con elementos del huayno serrano, estos artistas urbano-marginales originaron un sorprendente fenómeno de masas, la “música tropical andina” o “chicha” (en alusión al delicioso brebaje de maíz fermentado). Informal, colorida y reivindicativa, la chicha le cantaba al cobrador de micro, al obrero, al vendedor ambulante, convirtiéndose en emblema del migrante que llegó a la capital en búsqueda de un mejor futuro, un sueño que se vio truncado por la crisis política, económica, por un lado; y por las amenazas terroristas por el otro. Apenas recuperada la democracia, una ola musical capturó el Centro de Lima y sus barrios más picantes. Muchos nombres notables destacaron: Pintura Roja, Grupo Guinda, Pascualillo Coronado, Vico y su Grupo Karicia. Pero de todos, dos se coronaron como los reyes de la chicha: Chacalón y La Nueva Crema y Los Shapis.

Lorenzo Palacios Quispe, más conocido como “Chacalón”, fue verdulero y zapatero antes de ser cantante. Su medio hermano, Alfonso “Chacal” Escalante, había formado el Grupo Celeste, que popularizó en 1975 la cumbia ahuaynada Viento. Por su parte, Chacalón y La Nueva Crema triunfaron con Soy provinciano (1979), hasta hoy considerado un himno generacional. La frase “cuando Chacalón canta, los cerros bajan” se acuñó para dar cuenta de su legendario poder de convocatoria, que terminó con su temprana muerte en 1994. Con el tiempo, “Chacalón” se convirtió en un personaje legendario, sobre todo entre el lumpenaje. Los más exagerados hasta le atribuían milagros.

Los Shapis –nombre de una danza guerrera huancaína- llegaron desde Chupaca (Junín), en 1981. Liderados por el vocalista Julio “Chapulín El Dulce” Simeón y el guitarrista/compositor Jaime Moreyra, Los Shapis llenaron estadios, triunfaron en Europa y hasta filmaron una película, El mundo de los pobres (Juan Carlos Torrico, 1985-1986). A diferencia de la mirada amenazante y achorada de Chacalón, Los Shapis se mostraban más festivos e inocentes. Sus uniformes blancos con los colores del Tahuantinsuyo y los graciosos saltos de 360° de “Chapulín” fueron sus marcas registradas. Sus canciones más conocidas fueron El aguajal (1982), La novia (1983) y Silencio (1984), que se desmarcaba un poco de su estilo para reflexionar por la dura situación que vivíamos a manos de la locura senderista.

Chacalón, Los Shapis y todos los demás hacían conciertos multitudinarios en “la Carpa Grau”, llamada así porque antes era espacio alquilado para circos. En aquel canchón ubicado entre la Av. Grau y Paseo de la República -hoy usado para ferias navideñas y de juguetes antiguos-, entre parlantes y cajas de cerveza, las fiestas comenzaban a las 3 de la tarde y terminaban de madrugada, muchas veces con batallas campales entre bandos alcoholizados. El impacto de la chicha fue tal que el significado del término se extendió para denominar no solo un género musical sino también las costumbres y la idiosincrasia urbano-marginal de una capital cargada de sobrepoblación y caos. En cuanto al sonido de la cumbia, estaba por experimentar una nueva mutación.

Entre los años ochenta y noventa se gestó una nueva capital. El crecimiento desordenado de los extramuros de la capital, expresado en la aparición de los “conos” (norte, sur, este) generó públicos masivos tanto para las leyendas de la cumbia como para los grupos de chicha. Aunque el tamaño de la escena creció rápidamente, aun era invisible para la Lima Metropolitana “oficial”, eternamente centralista y discriminadora.

El Tex-Mex –música tropical del norte de México-, la cumbia argentina y colombiana, sirvieron para abrir el siguiente capítulo en la cumbia peruana, la llamada “tecnocumbia”. Cantantes como Rossy War (Madre de Dios), Ada Chura (Tacna), Grupo Euforia, Ruth Karina (Pucallpa) impusieron un estilo dominado por mujeres, que ganó espacio en los medios de comunicación por razones ajenas a lo musical. Los productores Nílver Huárac y Rosa Arango -del sello Rosita Producciones- fueron quienes más capitalizaron esto con agrupaciones femeninas como Agua Bella, Alma Bella y afines, con la presencia de jóvenes bailarinas que cubrían sus limitaciones vocales con vestimentas y coreografías pensadas para atraer al público masculino.

Como contrapeso a esta tendencia farandulizadora de la cumbia, las experimentadas orquestas norteñas Armonía 10 y Agua Marina conquistaron Lima con sus poderosas secciones de vientos y coros masculinos. Esto inició una nueva escena de cumbia que, como la ciudad, creció desordenadamente, reduciéndola a la repetición de fórmulas predecibles de asegurado éxito comercial pero dudosa solidez artística. Paralelamente, la amplia popularidad de la cumbia en ambos formatos se convirtió en herramienta de captación de votantes, al ser incluida en campañas de diversos candidatos que vieron en el género una palanca para acercarse de manera emocional al público. El ejemplo más evidente de ello fue el uso psicosocial que hizo Alberto Fujimori de la cumbia con “El Baile del Chino”, una canción especialmente compuesta para él. Lamentablemente, con la reciente liberación del ex dictador, la cancioncita de marras volvió a sonar y fue nuevamente bailada por sectores ciegos e indolentes que celebraron este despropósito.

La canción El arbolito, grabada originalmente en 1997 por el Grupo Néctar en Argentina, fue un gran éxito en Lima en el 2000. Esta sencilla canción permitió un proceso de renacimiento de la cumbia que la hizo trascender hacia nuevos y rentables sectores socioeconómicos. De pronto, el género asociado a las clases populares comenzó a sonar en fiestas sofisticadas de las nuevas clases altas capitalinas, produciendo un movimiento de aparente integración que, más superficial y utilitaria.

Cuando llegó el nuevo siglo, los estándares de calidad sufrieron un dramático cambio en la movida de la cumbia. El discurso social de la chicha ochentera fue reemplazado por una fábrica de productos comerciales, con fuerte influencia de la farandulización iniciada en los años noventa como herramienta de control social y político. Los cambios en la industria musical y las redes sociales también abonaron a la difusión de diversos grupos cuyos principales miembros alternaban sus carreras musicales con apariciones en series televisivas de muy mala calidad, programas de espectáculos y “realities”.

La cumbia norteña tomó protagonismo gracias al Grupo 5, orquesta que popularizó las composiciones del piurano Estanis Mogollón, cuya canción El embrujo (originalmente grabada por la Orquesta Kaliente de Iquitos en el 2007) lo convirtió en el principal responsable de la preponderancia de la cumbia en el Perú moderno. La cumbia clásica llegó al nuevo público gracias a la inclusión de Elsa, éxito setentero de Los Destellos, en la premiada película La teta asustada (Claudia Llosa, 2008).

Aunque siguieron apareciendo grupos en costa, sierra y selva, la escena reciente de la cumbia no tiene sus raíces en lo ocurrido en décadas pasadas. Más bien se trata de un incontrolable y caótico aluvión de intérpretes que comparten escenarios con estrellas establecidas. Todos gozan de aceptación y congregan multitudes en sus conciertos pero es tan difícil diferenciarlos que incluso en sus canciones repiten constantemente sus nombres, para que los oyentes logren identificar a quién están escuchando. Entre los más famosos de esta nueva generación podemos mencionar a: Marisol y La Magia del Norte (Chiclayo), Corazón Serrano (Piura), Los Hermanos Yaipén y Orquesta Candela (Piura, derivados del Grupo 5), Orquesta Papillón (Tarapoto), El Lobo y la Sociedad Privada (Tingo María), y un larguísimo etcétera.

Diversas tragedias y muertes han puesto a la cumbia en las portadas de periódicos y noticieros. Por ejemplo, en mayo de 1977, cinco integrantes de la formación original de Juaneco y su Combo fallecieron en un accidente aéreo, rumbo a Pucallpa. También en mayo pero tres décadas después, en el 2007, dos conocidas figuras murieron trágicamente. La cantante Sara Barreto, más conocida como «La Muñequita Sally», y ocho miembros de su orquesta, perecieron al volcarse su camioneta en la Panamericana Norte (Puente Piedra, Lima). Dos semanas antes, en una autopista de Buenos Aires (Argentina), perdieron la vida los integrantes del Grupo Néctar, liderado por Johnny Orosco. Ambos habían sido integrantes de Pintura Roja, banda emblemática de la chicha ochentera.

En el 2014, la cantante piurana Edita Guerrero Neira, del conjunto Corazón Serrano, falleció a los 30 años en circunstancias extrañas. Por su parte, Lorenzo Palacios Quispe, «Chacalón», murió a los 43 años en 1994. A su funeral en el Cementerio El Ángel (Lima) asistieron más de 60 mil personas. Las muertes de otros personajes de la cumbia contemporánea como el cantante de Armonía 10, Alberto “Makuko” Gallardo (2015) o Walther Lozada, el director de esta misma orquesta (2022), produjeron masivas despedidas de parte de sus seguidores en diversas regiones del país.

Un sello independiente español, Vampi Soul Records, lanzó en 2010 Cumbia Beat Vol. 1 – Experimental Guitar-Driven Tropical Sounds From Perú (1966/1976), disco doble que recopila canciones de las primeras épocas de cumbia peruana, lo cual impulsó su redescubrimiento e internacionalización. Paralelamente, surgió una nueva generación de grupos que, sin provenir de las canteras de la cumbia, comenzaron a interpretar el repertorio clásico, tomando elementos básicos del género y envolviéndolos en una idea superficial de inclusión y rescate de canciones tradicionalmente asociadas a sectores marginales.

Ese movimiento estuvo encabezado por Bareto, grupo surgido en Lima en el año 2003 y que basó su éxito en canciones antiguas como Ya se ha muerto mi abuelo de Juaneco y su Combo, La danza de los mirlos de Los Mirlos, Elsa de Los Destellos o Cariñito de Ángel Aníbal Rosado, las mismas que rescató para presentarlas a los nuevos públicos, con resultados comercialmente notables aunque de poca trascendencia a pesar de presentarse como reivindicadores de aquella escena. Su vocalista principal, Mauricio Mesones, se desligó del grupo en el 2019 tras fuertes discusiones con los demás integrantes por asuntos poco claros. Otros representantes de esta post-cumbia fusionada con rock y otros géneros (reggae, ska, electrónica) son La Mente, La Nueva Invasión, Olaya Sound System, y otros.

En sus cuatro momentos -la generación de los años sesenta y setenta, el fenómeno de la chicha ochentera, la tecnocumbia de los años noventa y el renacimiento del género en modo fusión del siglo XXI-, la cumbia fue el género musical que mejor resumió la situación social, económica y cultural del Perú. Desde la sofisticación de los setenta hasta el deterioro del siglo XXI, hay en sus sonidos, personajes e historias elementos que nos permiten entender fenómenos como la migración, la informalidad, la farandulización, el caos y la popularidad, aunque en el camino se haya sacrificado la calidad interpretativa y, en muchos casos, el buen gusto.

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[MÚSICA MAESTRO] En un reciente podcast disponible en YouTube, el crítico de cine, comunicador y docente universitario Ricardo Bedoya, recordado por el programa El placer de los ojos que dirigió y condujo durante dos décadas en TV Perú (Canal 7), comenta en tono de reproche la eterna ausencia de una industria cinematográfica en el Perú, algo que ni fenómenos como el de ¡Asu Mare!, que son esencialmente ridículos, dudosamente trascendentes y comercialmente exitosos -todo a la vez- han logrado corregir. Los comentarios de Bedoya, vertidos en respuesta a una interrogante sobre la ausencia de registros formales de la producción cinematográfica nacional de los últimos ochenta años, describen una realidad innegable que también podemos aplicar a la música hecha en Perú, una situación de la cual me ocupé con amplitud en este artículo, publicado hace un año en este medio.

Ante ese abandono que es, por partes casi iguales, tanto responsabilidad del Estado como de los sectores privados y del público mismo, en lugar de una memoria artística oficial -musical, literaria, fílmica, pictórica, escultórica- lo que tenemos es un rico pero desorganizado anecdotario nutrido por los recuerdos de los mismos protagonistas de cada escena o las investigaciones de estudiosos interesados en cómo se entendían y vivían las manifestaciones artísticas en un país que, debido a las eternas pugnas políticas y la metástasis de la corrupción, siempre ha visto todo lo relacionado a la educación, la cultura y la identidad popular como algo secundario, inservible salvo cuando puede formar parte de alguna campaña necesitada de iconos que muevan la emoción de los votantes.

Así, el cine de Armando Robles Godoy, los estudios musicológicos de la familia Santa Cruz o las esculturas de Miguel Baca Rossi solo serán útiles si dan la oportunidad -las obras o los nombres de sus autores- para que un partido político, una empresa o un medio de comunicación, finjan tener/sentir apego por la cultura cuando es lo último que les importa frente a sus reales y únicas ambiciones (poder, ganancias o rating, respectivamente). Por eso vemos, de vez en cuando, que se mencionan a diversas personalidades en cualquiera de estas artes pero nunca hay atisbos de intención por corregir esta omisión histórica y movilizar equipos de trabajo, presupuestos y archivos periodísticos para, por fin, rescatar del indigno olvido a tantas expresiones del saber popular que hoy están condenadas a desaparecer.

De eso se trata la tercera publicación de un colectivo de autores que, bajo el paraguas de la siempre activa Editorial Contracultura, nos entrega esta vez un compendio de pequeños pero sustanciosos ensayos para narrar, desde diferentes ópticas, hechos relacionados a la vivencia musical en el Perú, dentro de un rango de seis décadas. El hilo conductor de la obra, titulada Diez historias caletas de la música juvenil peruana, mantiene una identidad basada en desmarcarse de la visión idealizada que suele tratar de vender “un pasado musical glorioso” para concentrarse en contar las cosas lo más objetivamente posible. Aun así, hay diferencias demasiado marcadas entre los tonos y redacciones de los textos que conforman el tomo. Si bien es cierto esto suele suceder en las obras multiautorales, en este caso se hace urgente reclamar un trabajo más fino de edición para evitar altibajos. No porque dificulten la lectura ni la hagan menos atractiva, sino porque un tema tan trascendente como este, merece un tratamiento más especializado para alcanzar productos finales prolijos y dignos del esfuerzo desplegado.

Por ejemplo, el interesante y denso análisis que realiza el historiador Raúl Álvarez Espinoza en su pieza titulada La chicha o cumbia andina entre la violencia senderista y el giro neoliberal, con hartas referencias al complejo contexto sociopolítico vivido durante los ochenta; colisiona bruscamente con la transcripción descuidada que Ignacio Ramos Rodillo hace de Una entrevista a Alberto “Chino” Chávez, guitarrista, productor y compositor que fue uno de los protagonistas de la movida escénica y musical del Perú desde las épocas del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, por lo que a uno le queda la sensación de haber sido extraídos de publicaciones diferentes y no preparados de manera especial para el compendio que, a decir de sus propios compiladores, entra a cerrar una trilogía iniciada por los igualmente buenos Días Felices (2012) y continuada por Cielo Rock (2021). Sería óptimo, en caso hubiera segunda edición, corregir esta clase de observaciones, por muy odiosas y formales que parezcan.

La investigadora Fabiola Bazo, reconocida por sus estudios sobre el rock subterráneo, abre el libro con ¿Y dónde están las mujeres? Una lectura a contrapelo de la historia del rock peruano, texto en el que realiza un repaso de la participación de artistas mujeres en la escena musical local, desde los tiempos de la nueva ola con la cantante Kela Gates o Rebeca Llave, manager de Los Saicos; hasta la insurgencia de figuras determinantes para romper el machismo en el pop-rock nativo, como la vocalista de Ni Voz Ni Voto, Claudia Maúrtua -banda activa desde los noventa-, o el grupo de heavy metal Área 7, liderado por las hermanas Fátima y Diana Foronda.

En sus pertinentes argumentos, Bazo lanza varios reproches a la historiografía musical reciente por no haber dedicado suficientes páginas a las representantes femeninas de la música juvenil nacional, desde las más ubicuas como Patricia Roncal Zúñiga (María T-Ta) hasta Rebeca Llave, manager de Los Saicos, aunque su posición pareciera algo sesgada pues estamos hablando, por un lado, de épocas en que esta marginación era aceptada como “normal” por gruesos sectores de la sociedad- Y, por otro lado, la poca mención de mujeres en retrospectivas no necesariamente responde a un pensamiento subconscientemente discriminador sino a la magra exposición que ha habido tradicionalmente de sus aportes a través de los años, una situación que ha venido corrigiéndose felizmente en tiempos modernos. En ese sentido, la contribución de María de la Luz Núñez, La presencia de músicas en los inicios del metal peruano (1985-1995), se percibe menos panfletaria pero igual de reivindicadora, ofreciendo un acercamiento inédito a aquellas jóvenes que, contra todo prejuicio, alternaron con mucho entusiasmo y determinación en un subgénero de música extrema mayoritariamente consumido y producido por hombres.

Todos los capítulos de Diez historias caletas de la música juvenil peruana tienen valor en sí mismos, por la información que ofrecen a una comunidad de lectores ávidos por profundizar más en los orígenes de los diversos géneros musicales que se han practicado en nuestro país desde la década de los sesenta. Por ejemplo, Una breve historia sobre los inicios del reggae en Lima, contada a cuatro manos por los sociólogos Ernesto Bernilla y Mauricio Flores, rescata los orígenes de la enorme afición que hubo en diversos barrios de Lima Metropolitana por la música jamaiquina, brindando detalles poco explorados de la trayectoria de Alejandro “Pochi” Marambio, su mayor promotor y cultor, sus coqueteos iniciales con la música latina junto al sonero José “Chaqueta” Piaggio -el legendario grupo Guarango- y cómo el reggae se posicionó, casi sin quererlo, entre juventudes mesocráticas de distritos como Barranco y Miraflores, alterando -aunque no dramáticamente- sus verdaderas vinculaciones a poblaciones más bien desfavorecidas y marginales.

La publicación de los testimonios de formación de bandas como Tierra Sur, Hojas Ckas, Mundo Raro, Jericó y Los Nuevos Predicadores, así como de sus inicios en el reducido circuito de conciertos que frecuentaron es, después de todo, un acto de justicia. Sin embargo, como ocurre en otras publicaciones similares, los editores no dedicaron espacio para dar información detallada de años de actividad, formaciones, discografías, etc., que sean a la vez catálogos y fuentes cronológicas, material de consulta para futuros estudios.

Del mismo modo, los capítulos firmados por Hugo Lévano –La música juvenil peruana (1960-1965)– y Fernando Pinzás –Breve historia del pop, rock y otras culturas juveniles en Trujillo (1963-2000)– consiguen generar vasos comunicantes entre dos localidades diferentes, Lima y Trujillo, durante los comienzos de la industria de música en vivo orientada a públicos adolescentes, un aspecto que es complementado por la historia de las matinales -tocadas que organizaban populares locutores de radio en las salas de cine más conocidas de Lima- que nos ofrece Sergio Pisfil. Su ensayo, titulado Las matinales en Lima: Apuntes para una historia cultural, cubre con datos concretos una de las épocas más activas de la escena musical peruana, tras el estallido de la fiebre por el rock and roll que tuvo su momento climático con las visitas de Bill Haley y Chubby Checker, dos estrellas internacionales de alto nivel en su momento, dando origen tanto a la generación nuevaolera, con tendencia la canción romántica, como a los sonidos más rebeldes inspirados en la Invasión Británica, los Beatles y la psicodelia hippie.

La prensa también es abordada en estas historias caletas, un término que, como tantos otros de nuestra jerga local, pasó del hampa al habla cotidiana de personas comunes y corrientes (*). Carlos Torres Rotondo, que viene publicando sobre estos temas desde hace ya buen tiempo, hace un recuento a pasos largos titulado 50 años de escritura en rock, trazando una línea común entre revistas, fanzines y blogs, en tanto son herramientas comunicacionales que poseen un común denominador, el uso de la palabra escrita y el diseño gráfico -especializado en revistas, rústico en fanzines y mixto en todo lo tocante a medios digitales- que podría servir como contexto o inicio de marco teórico para una futura historia de los medios de comunicación en el Perú que comience donde terminó la suya el catedrático y periodista arequipeño Juan Gargurevich Regal en su clásico libro de 1982, Introducción a la historia de los medios de comunicación en el Perú. Aunque interesante, el uso exagerado de citas hace que el texto de Torres se enfríe demasiado.

En ese sentido, Fidel Gutiérrez aporta mayor sensibilidad con Historias de Rock del Sur, al rescatar la figura señera de Estanislao Ruiz Floriano (19??-2015), diseñador gráfico -creador de portadas para varios grupos locales famosos de los sesenta y setenta-, periodista y editor de las primeras revistas dedicadas al ritmo anglosajón más popular del mundo, Rock -que solo tuvo un número, en 1972- y su derivada Rock del Sur -solo duró dos años, entre 1978 y 1980. Aunque fueron muy breves, las motivaciones y experiencias de Ruiz Floriano como promotor de vehículos que sirvan para difundir una escena que, después de todo, nunca logró despegar, son inspiración de todo lo que vino después en cuanto al periodismo musical en el Perú, lo cual las provee de un valor hondo y duradero, cuyos ecos son, precisamente, publicaciones como Diez historias caletas de la música juvenil peruana, que viene siendo presentada con éxito en diversos foros culturales del Perú.

(*) CALETA: Este peruanismo de uso extremadamente extendido en tiempos modernos, surgió en el narcotráfico. Los escondites que armaban los fabricantes de pasta básica en las montañas eran llamados “caletas”, camuflados con tupida vegetación para evitar ser detectados desde lo alto por helicópteros, haciendo referencia a las caletas de pesca, lugares resguardados donde vivían pobladores costeros dedicados a la pesca artesanal. Con el tiempo, “caleta” se volvió sinónimo genérico popular de todo lo “escondido”, lo “oculto” o “disimulado”. Por asociación, cuando se trata de manifestaciones artísticas, lo “caleta” ya no solo alude lo poco conocido, sino también a algo “único”, “exclusivo”. Formas verbales como “encaletar” -equivalente a “esconder”- o “caletear” -pasar de manera disimulada, “pasar “caleta”- son también usadas para realizar actividades de manera disimulada, sin que nadie se dé cuenta.

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