[MÚSICA MAESTRO] Aunque aparentemente es un fenómeno moderno, la cumbia se cultiva en el Perú desde hace más de cuatro décadas. Adaptada de su matriz colombiana, la versión nacional de la cumbia alegró las fiestas en los años sesenta y setenta, pero nunca con la masiva aceptación de hoy. A finales de los sesenta, la cumbia -término que proviene de “cumbé”, danza africana de la época colonial- se hizo muy conocida entre nosotros. El género tropical más representativo de Colombia trajo canciones como La pollera colorá, La piragua o Festival en Guararé, entre otras, interpretadas por Los Corraleros de Majagual o Rodolfo Aicardi, infaltables en las fiestas populares e incluso las de salón, que compartían espacio con el mambo de Pérez Prado, las guarachas de Los Compadres y los boogaloos con sabor a latin-jazz.
Enrique Delgado, virtuoso guitarrista limeño con experiencia en música criolla y andina, armó Los Destellos, la agrupación más famosa de esta primera generación. Con su guitarra eléctrica cargada de ecos, Delgado puso sabor psicodélico a sus arrebatadas cumbias, influenciado por la onda hippie. Sus canciones Elsa (1970), Muchachita celosa (1976), entre otras, son clásicos definitivos del nuevo género que comenzó a ser llamado “cumbia peruana”. Debido a su naturaleza popular y 100% bailable, surgieron grupos en todo el país.
Si en la capital estaban Los Destellos, Pedro Miguel y sus Maracaibos, Los Beta 5 y Los Pakines; en el norte aparecieron orquestas como Agua Marina, Armonía 10 o Caribeños de Guadalupe, muy conocidas en Piura y Chiclayo, pero que recién llegaron a Lima después de dos décadas. Mientras tanto, de la selva llegaron Los Mirlos (Moyobamba, San Martín), Los Wembler’s (Iquitos, Loreto) o Juaneco y su Combo (Pucallpa, Ucayali), que se ganaron el respeto de sus pares por sus incontenibles y narcóticos ritmos.
En tiempos de gobierno militar, los aires alegres de la cumbia peruana fraternizaron con la música criolla, folklore, nueva ola, bolero y rock, con amplios públicos ávidos de escuchar a sus artistas locales favoritos. Sellos discográficos como Sono Radio, Iempsa y principalmente Infopesa, del productor Alberto Maraví, promovieron los lanzamientos de estas y otras orquestas. Sin embargo, para inicios de los ochenta, solo El Cuarteto Continental logró éxito nacional e internacional tocando cumbia, alternando con las orquestas de Rulli Rendo, Carlos Pickling, los argentinos Freddy Roland, Enrique Lynch y Peter Delis, entre otras, que cambiaron la guitarra eléctrica por el formato “orquesta y coros”, orientado a musicalizar las grandes fiestas de la decadente oligarquía que aun extrañaba los tiempos de “la república artistocrática”. Una época había terminado para dar paso a otra, mucho más orgánica y cercana al pueblo.
Como consecuencia de las migraciones del campo a la ciudad de los años cincuenta, una generación nueva de jóvenes provincianos o nacidos en Lima de padres migrantes, jornaleros de mercados populares de distritos como La Victoria, El Agustino y el Cercado, encontraron en la cumbia un vehículo ideal para quejarse de la discriminación y la pobreza que padecían. Combinando el sonido de los pioneros con elementos del huayno serrano, estos artistas urbano-marginales originaron un sorprendente fenómeno de masas, la “música tropical andina” o “chicha” (en alusión al delicioso brebaje de maíz fermentado). Informal, colorida y reivindicativa, la chicha le cantaba al cobrador de micro, al obrero, al vendedor ambulante, convirtiéndose en emblema del migrante que llegó a la capital en búsqueda de un mejor futuro, un sueño que se vio truncado por la crisis política, económica, por un lado; y por las amenazas terroristas por el otro. Apenas recuperada la democracia, una ola musical capturó el Centro de Lima y sus barrios más picantes. Muchos nombres notables destacaron: Pintura Roja, Grupo Guinda, Pascualillo Coronado, Vico y su Grupo Karicia. Pero de todos, dos se coronaron como los reyes de la chicha: Chacalón y La Nueva Crema y Los Shapis.
Lorenzo Palacios Quispe, más conocido como “Chacalón”, fue verdulero y zapatero antes de ser cantante. Su medio hermano, Alfonso “Chacal” Escalante, había formado el Grupo Celeste, que popularizó en 1975 la cumbia ahuaynada Viento. Por su parte, Chacalón y La Nueva Crema triunfaron con Soy provinciano (1979), hasta hoy considerado un himno generacional. La frase “cuando Chacalón canta, los cerros bajan” se acuñó para dar cuenta de su legendario poder de convocatoria, que terminó con su temprana muerte en 1994. Con el tiempo, “Chacalón” se convirtió en un personaje legendario, sobre todo entre el lumpenaje. Los más exagerados hasta le atribuían milagros.
Los Shapis –nombre de una danza guerrera huancaína- llegaron desde Chupaca (Junín), en 1981. Liderados por el vocalista Julio “Chapulín El Dulce” Simeón y el guitarrista/compositor Jaime Moreyra, Los Shapis llenaron estadios, triunfaron en Europa y hasta filmaron una película, El mundo de los pobres (Juan Carlos Torrico, 1985-1986). A diferencia de la mirada amenazante y achorada de Chacalón, Los Shapis se mostraban más festivos e inocentes. Sus uniformes blancos con los colores del Tahuantinsuyo y los graciosos saltos de 360° de “Chapulín” fueron sus marcas registradas. Sus canciones más conocidas fueron El aguajal (1982), La novia (1983) y Silencio (1984), que se desmarcaba un poco de su estilo para reflexionar por la dura situación que vivíamos a manos de la locura senderista.
Chacalón, Los Shapis y todos los demás hacían conciertos multitudinarios en “la Carpa Grau”, llamada así porque antes era espacio alquilado para circos. En aquel canchón ubicado entre la Av. Grau y Paseo de la República -hoy usado para ferias navideñas y de juguetes antiguos-, entre parlantes y cajas de cerveza, las fiestas comenzaban a las 3 de la tarde y terminaban de madrugada, muchas veces con batallas campales entre bandos alcoholizados. El impacto de la chicha fue tal que el significado del término se extendió para denominar no solo un género musical sino también las costumbres y la idiosincrasia urbano-marginal de una capital cargada de sobrepoblación y caos. En cuanto al sonido de la cumbia, estaba por experimentar una nueva mutación.
Entre los años ochenta y noventa se gestó una nueva capital. El crecimiento desordenado de los extramuros de la capital, expresado en la aparición de los “conos” (norte, sur, este) generó públicos masivos tanto para las leyendas de la cumbia como para los grupos de chicha. Aunque el tamaño de la escena creció rápidamente, aun era invisible para la Lima Metropolitana “oficial”, eternamente centralista y discriminadora.
El Tex-Mex –música tropical del norte de México-, la cumbia argentina y colombiana, sirvieron para abrir el siguiente capítulo en la cumbia peruana, la llamada “tecnocumbia”. Cantantes como Rossy War (Madre de Dios), Ada Chura (Tacna), Grupo Euforia, Ruth Karina (Pucallpa) impusieron un estilo dominado por mujeres, que ganó espacio en los medios de comunicación por razones ajenas a lo musical. Los productores Nílver Huárac y Rosa Arango -del sello Rosita Producciones- fueron quienes más capitalizaron esto con agrupaciones femeninas como Agua Bella, Alma Bella y afines, con la presencia de jóvenes bailarinas que cubrían sus limitaciones vocales con vestimentas y coreografías pensadas para atraer al público masculino.
Como contrapeso a esta tendencia farandulizadora de la cumbia, las experimentadas orquestas norteñas Armonía 10 y Agua Marina conquistaron Lima con sus poderosas secciones de vientos y coros masculinos. Esto inició una nueva escena de cumbia que, como la ciudad, creció desordenadamente, reduciéndola a la repetición de fórmulas predecibles de asegurado éxito comercial pero dudosa solidez artística. Paralelamente, la amplia popularidad de la cumbia en ambos formatos se convirtió en herramienta de captación de votantes, al ser incluida en campañas de diversos candidatos que vieron en el género una palanca para acercarse de manera emocional al público. El ejemplo más evidente de ello fue el uso psicosocial que hizo Alberto Fujimori de la cumbia con “El Baile del Chino”, una canción especialmente compuesta para él. Lamentablemente, con la reciente liberación del ex dictador, la cancioncita de marras volvió a sonar y fue nuevamente bailada por sectores ciegos e indolentes que celebraron este despropósito.
La canción El arbolito, grabada originalmente en 1997 por el Grupo Néctar en Argentina, fue un gran éxito en Lima en el 2000. Esta sencilla canción permitió un proceso de renacimiento de la cumbia que la hizo trascender hacia nuevos y rentables sectores socioeconómicos. De pronto, el género asociado a las clases populares comenzó a sonar en fiestas sofisticadas de las nuevas clases altas capitalinas, produciendo un movimiento de aparente integración que, más superficial y utilitaria.
Cuando llegó el nuevo siglo, los estándares de calidad sufrieron un dramático cambio en la movida de la cumbia. El discurso social de la chicha ochentera fue reemplazado por una fábrica de productos comerciales, con fuerte influencia de la farandulización iniciada en los años noventa como herramienta de control social y político. Los cambios en la industria musical y las redes sociales también abonaron a la difusión de diversos grupos cuyos principales miembros alternaban sus carreras musicales con apariciones en series televisivas de muy mala calidad, programas de espectáculos y “realities”.
La cumbia norteña tomó protagonismo gracias al Grupo 5, orquesta que popularizó las composiciones del piurano Estanis Mogollón, cuya canción El embrujo (originalmente grabada por la Orquesta Kaliente de Iquitos en el 2007) lo convirtió en el principal responsable de la preponderancia de la cumbia en el Perú moderno. La cumbia clásica llegó al nuevo público gracias a la inclusión de Elsa, éxito setentero de Los Destellos, en la premiada película La teta asustada (Claudia Llosa, 2008).
Aunque siguieron apareciendo grupos en costa, sierra y selva, la escena reciente de la cumbia no tiene sus raíces en lo ocurrido en décadas pasadas. Más bien se trata de un incontrolable y caótico aluvión de intérpretes que comparten escenarios con estrellas establecidas. Todos gozan de aceptación y congregan multitudes en sus conciertos pero es tan difícil diferenciarlos que incluso en sus canciones repiten constantemente sus nombres, para que los oyentes logren identificar a quién están escuchando. Entre los más famosos de esta nueva generación podemos mencionar a: Marisol y La Magia del Norte (Chiclayo), Corazón Serrano (Piura), Los Hermanos Yaipén y Orquesta Candela (Piura, derivados del Grupo 5), Orquesta Papillón (Tarapoto), El Lobo y la Sociedad Privada (Tingo María), y un larguísimo etcétera.
Diversas tragedias y muertes han puesto a la cumbia en las portadas de periódicos y noticieros. Por ejemplo, en mayo de 1977, cinco integrantes de la formación original de Juaneco y su Combo fallecieron en un accidente aéreo, rumbo a Pucallpa. También en mayo pero tres décadas después, en el 2007, dos conocidas figuras murieron trágicamente. La cantante Sara Barreto, más conocida como «La Muñequita Sally», y ocho miembros de su orquesta, perecieron al volcarse su camioneta en la Panamericana Norte (Puente Piedra, Lima). Dos semanas antes, en una autopista de Buenos Aires (Argentina), perdieron la vida los integrantes del Grupo Néctar, liderado por Johnny Orosco. Ambos habían sido integrantes de Pintura Roja, banda emblemática de la chicha ochentera.
En el 2014, la cantante piurana Edita Guerrero Neira, del conjunto Corazón Serrano, falleció a los 30 años en circunstancias extrañas. Por su parte, Lorenzo Palacios Quispe, «Chacalón», murió a los 43 años en 1994. A su funeral en el Cementerio El Ángel (Lima) asistieron más de 60 mil personas. Las muertes de otros personajes de la cumbia contemporánea como el cantante de Armonía 10, Alberto “Makuko” Gallardo (2015) o Walther Lozada, el director de esta misma orquesta (2022), produjeron masivas despedidas de parte de sus seguidores en diversas regiones del país.
Un sello independiente español, Vampi Soul Records, lanzó en 2010 Cumbia Beat Vol. 1 – Experimental Guitar-Driven Tropical Sounds From Perú (1966/1976), disco doble que recopila canciones de las primeras épocas de cumbia peruana, lo cual impulsó su redescubrimiento e internacionalización. Paralelamente, surgió una nueva generación de grupos que, sin provenir de las canteras de la cumbia, comenzaron a interpretar el repertorio clásico, tomando elementos básicos del género y envolviéndolos en una idea superficial de inclusión y rescate de canciones tradicionalmente asociadas a sectores marginales.
Ese movimiento estuvo encabezado por Bareto, grupo surgido en Lima en el año 2003 y que basó su éxito en canciones antiguas como Ya se ha muerto mi abuelo de Juaneco y su Combo, La danza de los mirlos de Los Mirlos, Elsa de Los Destellos o Cariñito de Ángel Aníbal Rosado, las mismas que rescató para presentarlas a los nuevos públicos, con resultados comercialmente notables aunque de poca trascendencia a pesar de presentarse como reivindicadores de aquella escena. Su vocalista principal, Mauricio Mesones, se desligó del grupo en el 2019 tras fuertes discusiones con los demás integrantes por asuntos poco claros. Otros representantes de esta post-cumbia fusionada con rock y otros géneros (reggae, ska, electrónica) son La Mente, La Nueva Invasión, Olaya Sound System, y otros.
En sus cuatro momentos -la generación de los años sesenta y setenta, el fenómeno de la chicha ochentera, la tecnocumbia de los años noventa y el renacimiento del género en modo fusión del siglo XXI-, la cumbia fue el género musical que mejor resumió la situación social, económica y cultural del Perú. Desde la sofisticación de los setenta hasta el deterioro del siglo XXI, hay en sus sonidos, personajes e historias elementos que nos permiten entender fenómenos como la migración, la informalidad, la farandulización, el caos y la popularidad, aunque en el camino se haya sacrificado la calidad interpretativa y, en muchos casos, el buen gusto.
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