Garganta del Diablo

[MIGRANTE DE PASO]  Ningún presagio de muerte, epifanía de vida o expectativa alguna parece relevante ante semejante brutalidad y ferocidad de la naturaleza cruda. La Garganta del Diablo. No se me podría ocurrir mejor nombre. Situada en la punta de la grieta donde se forma todo el complejo de las cataratas de Iguazú, la más caudalosa del mundo, acumula la mayor cantidad de agua, con caídas de hasta 80 metros. Genera un rugido que se puede escuchar a cientos de metros de distancia. Parece que una criatura colosal estuviera tragando tu diminuto ser. Te sientes encogido y reducido a un poco de polvo contemplativo.

Iguazú, considerado entre las siete maravillas del mundo natural, está situado entre las fronteras de Argentina, Brasil y Paraguay; las cataratas, compartidas entre las dos primeras. A lo largo del viaje tienes que cruzar la frontera entre Argentina, que contiene el 80% de cataratas, y Brasil, para conocer todo lo que se ofrece en este paraíso selvático. Doble aduana y migraciones cada vez que cruzas. Portar tu pasaporte es esencial en esta aventura. Me hospedé en la parte brasileña. En los alrededores no había nada, solo los fantasmas de ríos, jaguares y cascadas que sabes que existen no muy lejos de donde estas parado. A 1300 kilómetros de Buenos Aires y 1500 de Brasilia.

En la zona argentina, el tercer día, luego de un pequeño tramo recorrido en un tren rústico, de poca velocidad y ecológico, llegas a las pasarelas del recorrido superior. El medio de transporte está hecho para no ser disruptivo con el ambiente casi tropical. Todo es verde: frondosos helechos, troncos de palmera, orquídeas en su hábitat natural, begonias rojas y musgo que invade lo construido por lo humano. Despierta el pulso de muerte junto con la exploración, tentándote a desaparecer entre las paredes arbóreas y perderte en un laberinto desconocido y salvaje.

Desde el inicio del recorrido te acompañan decenas de coatíes, pequeños mamíferos, que se asemejan a ositos peludos y divertidos que juegan con el entorno. No tenerles respeto seria una falta de sabiduría ya que sin problemas podrían morderte y como consecuencia atraer alguna enfermedad contagiosa como la rabia. En el camino, pasando por encima del rio Iguazú, se ven restos de antiguas pasarelas arrasadas por temporadas de caudal muy alto. Solo quedan trozos de metal arrimados y consumidos por el paisaje mismo. Esta zona ha sido cerrada y reabierta múltiples veces por posibles peligros.

Solo ese día, en el trayecto de 15 minutos hacia la Garganta del Diablo, cuatro mariposas se posaron en mis manos y se quedaron ahí un buen rato. Es como estar alineado con todo lo que te rodea. Para ese momento ya era como un árbol caminando en su propia selva. En mi situación de humano no me atrevería a llamar a un lugar con esa potencia como algo propio. Cuando se posó sobre mí la famosa mariposa del 88, por la pigmentación que diseña algo semejante al número en sus alas, fue la primera vez que pensé en algo que no me agradaba. Inevitablemente pensé en el 88 como famoso símbolo neonazi: La octava letra del abecedario, HH y ya todos sabemos lo que significa. Felizmente, los pensamientos o recuerdos amargos y problemáticos son aspirados por la flora que te rodea.

Todo el último tramo ya se escucha la caída violenta de agua y la enorme nube blanca originada por el rebote. Para estas alturas los arcoíris ya no deberían sorprenderte, pero aparentemente nunca pierden ese factor que los caracteriza. Por su naturaleza misma, abundan en el corazón o garganta del gran templo acuático. La pequeña terraza repleta de personas disfrutando de la vista da indicio de la obsesión humana por lo inconmensurable.

Me instalé en tres sitios diferentes, apoyado en la baranda que me protegía de una muerte segura. Si te caes ahí probablemente no quede rastro de tu existencia. No se puede visualizar el fondo, después de ver el agua caer se pierde registro alguno de las profundidades. “Cuando miras largo tiempo el abismo, el abismo también mira dentro de ti”, el aforismo de Nietzsche estuvo presente en cada instante que pasé ante la Garganta del Diablo. Un abismo blanco. Las reflexiones más recónditas y sentimientos ponzoñosos respiran mientras ves el agua. ¿Quién soy? ¿Existe un dios o la verdad? ¿Vale la pena sufrir? ¿La culpa persecutora es necesaria? Todo eso y más fueron las incógnitas despertadas ante mis ojos impactados. Me sigo preguntando a qué conclusiones hubiera llegado si pasara mucho tiempo ahí. Si hubiera habido más tiempo, jamás me hubiera alejado. Mientras me iba, sentía que dejaba atrás a un titan mitológico que efectivamente se había apoderado de una parte mía, quién sabe hasta cuándo.

Finalizada la parte inicial del tour existencial regresamos al circuito inferior para dirigirnos a lo botes que te hacen un recorrido por las cataratas, sin adentrarse en las más peligrosas. Más selva. Pude identificar a una familia de “monos caí” sobre mí, saltaban de rama en rama. Era una locura. Ya estaba por completo sumergido en una novela de ficción. Lagartijas, hormigas y arañas de tamaños poco comunes en lugares urbanos donde la mayoría de nosotros creció. Eres un visitante en un lugar totalmente ajeno. Este terreno les pertenece a ellos: animales y plantas. Lamentablemente, algunos, al no seguir simples reglas, pasan de visitantes a invasores en un pestañar. Otra característica humana sacada a flote: creer que tenemos derecho sobre todo y que nos pertenece.

Llegué al pequeño puerto para embarcar luego de unos kilómetros a pie y el resto en buses estilo safari. Para mi sorpresa, los demás turistas estaban con ponchos impermeables y ropa de cambio; yo solo tenía mi casaca ligera. Antes de subir te dan una bolsa para poner todo lo que no quieres que se moje. Zapatillas, medias, casaca, billetera, dinero y documentos a la bolsa. Durante la navegación provocaba tirar el pasaporte y DNI al olvido. La sensación de libertad era tan grande que borrar cualquier resto del numero que soy en la enorme red humana parecía coherente.

Éramos aproximadamente 25 personas en el bote. Los pilotos conocían el rio perfectamente. Luego de ver desde abajo las enormes cascadas quedas perplejo. Se te dibuja una sonrisa de manera casi indeleble. Todo esto antes de comenzar la parte lúdica. Te vas acercando de a pocos a dos de las caídas. Escuchas gritos eufóricos y la algarabía predomina en el vehículo. Los ruidos vocales se van silenciando por el sonido del agua. Casi debajo de la catarata, sólo escuchas millones de impactos como un nido incesante de pájaros. La risa se te escapa hasta por las orejas. Sólo recuerdo no poder ver nada por mis lentes empañados y la neblina generada; la felicidad y cómo escuchaba mis propias carcajadas desde el interior. Lo mismo sucedió dos veces. No quedaba ni un milímetro de mi cuerpo seco. Hasta la ropa interior queda totalmente mojada. La risa permaneció en lo que resta del día. Me quité el polo y me puse la casaca. Remangué mi buzo y regresé secándome al sol.

La primera mañana, salí del hospedaje y caminé al costado de la carretera con selva a los dos lados. Carteles de peligro por jaguares en la zona que feliz y lamentablemente no pude ver. Son animales nocturnos. Ver uno y que no me ataque sería un sueño cumplido. Al llegar a la cumbre de una pendiente llegas a la zona del parque nacional. Tomas un bus de media hora y llegas a las cataratas. La parte brasilera es más pequeña, pero de una belleza sin igual. Al bajar del bus te diriges a las pasarelas mucho más cortas que las del lado argentino. Tras pasar una cortina de árboles visualicé las cataratas acompañadas de incontables arcoíris, en algunos podías incluso cruzar por debajo. Bajas un ascensor mirador para llegar a una terraza intermedia entre la parte más alta y el río abajo. El salpicar del agua te empapaba el alma. Tras pasar unas horas ahí me di cuenta de que el júbilo marcaría todo el viaje.

Ya conocidas las zonas de ambas naciones, luego de ver las cataratas desde la altura donde cae el agua en las pasarelas y desde abajo en bote, sólo faltaba verlas desde arriba. La opción existía. Contra todo pronóstico, debido a mi pánico por las alturas, hice un recorrido en helicóptero. La primera vez que me subía a uno. Entrábamos seis contando al piloto. El viento de las hélices me tomó por sorpresa y me empujó hacia atrás, lo había visto en películas, pero no pensé que fuera tan fuerte. Me aproximé y subí mudo de miedo.

Ya todos sentados y asegurados, despegó. El miedo se diluía en cada metro de altura. Desde la ventana se veía como la selva se apoderaba de todo el terreno, mires el horizonte que mires. Las cataratas desprendían una nebulosa blanca y los arcoíris se veían desde cientos metros en el aire. Parece que vuelas dando vueltas hipnotizado por la belleza. Se logra ver la enorme grieta en su máximo esplendor. Si por casualidad el helicóptero se acercara a la Garganta del Diablo seria destruido en cuestión de segundos. Fueron solo 10 minutos, pero parecieron 30. Volando completé la apreciación total de la maravilla natural. Aunque estoy seguro de que cuando vuelva encontraré algo nuevo. Recuperaré mi parte engullida a cambio de otra que será devorada por la naturaleza y la tentación que despierta: regresar a nuestra oscura naturaleza. Entendí por qué Iguazú viene de la palabra guaraní de “grande” y “agua”.

El ultimo día enrumbé por casi tres horas en la provincia argentina de Misiones. El destino: las ruinas de la reducción San Ignacio. A inicios del siglo XVII, los jesuitas en sus llamadas misiones evangelizadoras, se asentaron en este lugar para trabajar con la población guaraní. Es asombroso y aterrador lo que una religión hizo para propagar su doctrina. Al igual que medidas extremas, llegaron a lugares extremos. Si en esta época da la impresión de estar en mitad de la nada, hace 4 siglos la jungla debe haber estado más vívida, más frondosa y temible. Lo más asombroso es el portón que permanece erguido. Queda la estructura base de todo el recinto.

A pesar de haber presenciado los paisajes más impresionantes en los días anteriores, las ruinas me sorprendieron igual. Los restos arqueológicos vienen impregnados de magia e imaginación. Documentación de la historia de la humanidad. Todo esto tan cerca de las cataratas que simbolizan lo indomable. La falta de control y la introspección que desata lo inmenso permite dar cuenta de quiénes somos. Algo diminuto en el ciclo del uno y el todo. Todos parecemos nacer de él para regresar cuando nos liberemos de lo corpóreo o cuando nuestros sueños mueran.

 

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Argentina, Brasil, Cataratas de Iguazú, Garganta del Diablo, Maravilla Natural, Turismo
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