Los Morochucos

No existe artista local que represente el espíritu del criollismo mejor que don Óscar Avilés. Más allá de los reduccionismos superficiales y repetitivos a los que nos tienen acostumbrados los medios masivos en fechas como Fiestas Patrias, el Día de la Canción Criolla o los partidos de la selección, aquello de “La Primera Guitarra del Perú” fue ganado a pulso por este excepcional guitarrista y compositor, siempre sencillo, carismático y jovial, profundo conocedor del acervo musical folklórico de la Lima popular, esa que hoy ha sido engullida por los conos, los horribles edificios y los extorsionadores del Tren de Aragua. 

Su aparición en la música criolla, a finales de los años cuarenta, coincidió con los comienzos de la industria discográfica, por lo que ayudó enormemente a profesionalizar un estilo que llevaba treinta años de desarrollo orgánico en zaguanes y quintas de barrio. Sus bordones, transiciones y trinos, sus guapeos y llamadas, como esos clásicos “¡toma!”, “¡andar, andar!”, “¡se acaba!” (influenciado por las chacareras argentinas) o “¡voy arriba!” (para indicar que va a soltar la voz en la escala más alta permitida por la tonalidad del tema que está interpretando) que inserta aleatoriamente en cada una de sus canciones, constituyen el ABC de cómo debe sonar un buen vals –los puristas del género dirían “valse”-, una marinera limeña, un tondero o una selección de saltarinas polkas. 

Curiosamente, esa habilidad con las seis cuerdas, registrada en más de setenta producciones discográficas, es en realidad poco conocida por el público en general, en su dimensión más extensa. Si revisamos los “homenajes” que le hacen cada cierto tiempo en radios y canales de televisión, veremos que ponen siempre las mismas canciones: Y se llama Perú, Contigo Perú y la marinera Esta es mi tierra, todas escritas por Augusto Polo Campos (1932-2018), a pedido del general Juan Velasco Alvarado para los Mundiales de 1970 y 1978; o repiten hasta el aburrimiento la actuación en la OEA, junto a su compadre Arturo “Zambo” Cavero, promovida en 1987 por un olvidable ministro aprista. 

Esto deja su amplia obra en la oscuridad, solo para disfrute de especialistas y amantes de la música que hoy pueden, a través de YouTube, enterarse de aquellas cosas que no son importantes para los medios comunes y corrientes, por esa odiosa predisposición a mezquinar espacios en sus programaciones a la hora de cubrir opciones culturales, distintas de aquello que sí les asegure consumo masivo y rating. 

De hecho, que la música de Óscar Avilés -quien mañana, 24 de marzo, cumpliría cien años- no sea actualmente conocida ni masiva es solo una muestra más de la degradación que caracteriza a nuestro ecosistema mediático, un hecho que por supuesto no es de ahora, sino resultado de décadas de descuido y empobrecimiento en la difusión de la música popular hecha en el Perú. Como tantos otros referentes de nuestra cultura contemporánea, Avilés se ha convertido en un símbolo pintoresco -un cuadro de Cherman, una mueca de Los Juanelos-, desprovisto de su primordial sentido, el musical, por el que será merecidamente recordado esta noche en un concierto, en el Gran Teatro Nacional. Dos de sus hijos, Óscar Jr. y Lucy -dedicados desde hace años a conservar su legado musical- son los organizadores de este espectáculo llamado Óscar Avilés: 100 años de peruanidad.

Para quienes provenimos de familias limeñas de clase media, los primeros ecos de la guitarra de Óscar Avilés se ubican en nuestros años infantiles, en esas jaranas caseras que trataban de recrear las originales, aquellas que cerraban, en otros tiempos, quintas y callejones en los barrios antiguos del centro de Lima, Breña, el Callao o La Victoria. En esas francachelas familiares, los mayores entonaban valses y marineras de la Guardia Vieja como Comarca, Amor iluso, Querubín, Lima de octubre, Embrujo, La veguera, La palizada y muchas otras, que Avilés grabó con el Conjunto Fiesta Criolla, entre 1956 y 1964. Picaditas y alegronas, estas melodías recogían la sabiduría popular de los primeros criollos, con amplio protagonismo de guitarras y castañuelas.

Previamente, Avilés había integrado Los Morochucos, uno de los tríos fundamentales para entender la música criolla de esa época. Con discos de larga duración como Recuerdos de Los Morochucos (1962), En Hollywood (1965) o Antología del vals peruano (1966), esta agrupación le dio un sonido elegante y acompasado al vals criollo, con un repertorio que integraba los clásicos de la Guardia Vieja con las nuevas creaciones de Chabuca, Polo Campos y otros. En paralelo, Óscar Avilés demostró ser un músico extremadamente inquieto, trabajando como productor discográfico, profesor de guitarra -había estudiado en el Conservatorio Nacional de Música- y dirigiendo/editando una enorme cantidad de recopilaciones para promover artistas nacionales, siempre con los sellos Sono Radio, Odeón del Perú e Iempsa. En 1959, por ejemplo, grabó varias canciones con Alicia Maguiña, como Mi corazón y Todo me habla de ti. Cuatro décadas después, ambos editarían los CDs Juntos (1996), Por siempre juntos (1999) y Unidos por marineras & tonderos (2000), sellando una larga relación de amistad y música peruana.  

Además, se daba tiempo para lanzar sus propios discos, dejando testimonio de su particular estilo como guitarrista, concentrado en los silencios, los solos y trinos repentinos y ese típico repiqueteo que motivó en Chabuca Granda la frase “Óscar Avilés desterró el tundete”, cuando decidió llevárselo por toda Latinoamérica, luego de grabar con él Dialogando (1967), histórico LP en el que la compositora interpreta, por primera vez, sus creaciones. Entre esos discos como solista podemos mencionar el instrumental Otra vez, Avilés (1964), junto con sus colegas Víctor Reyes y Pepe Torres -el otro gran guitarrista de esa época-; Así nomás (1967), con coros y clarinetes; y los dos volúmenes de Valses peruanos eternos, una fina selección de arreglos que grabó acompañado por Las 100 Cuerdas Románticas de Augusto Valderrama, publicados en 1968 y 1969. Años después, en 1982, Avilés repetiría esta experiencia de grabar con orquesta, esta vez bajo la dirección y arreglos de Víctor Cuadros, en un elegante LP llamado Un Perú en sinfonía. 

En medio, Óscar Avilés participó, como guitarrista y director, de grabaciones importantes que definieron momentos cumbre del vals peruano como, por ejemplo, el disco Cuatro voces, un estilo de Los Hermanos Zañartu (1968), donde apareció la versión definitiva de Mi Perú, composición de Manuel “Chato” Raygada Ballesteros (1904-1971), considerado “el segundo himno nacional”. O el LP ¡Viva el Perú… carajo! (Discos Decibel, 1969), haciéndole fondo de arpegios y bordones al recordado actor arequipeño de cine, teatro y televisión Luis Álvarez (1913-1995) mientras recitaba ese poema nacionalista escrito por el periodista iqueño Jorge “El Cumpa” Donayre. La voz tronante de Álvarez declama, con vehemencia y seseo telúrico, estos versos de orgullo nacional, serrano, costeño y selvático, en una época en que la noción de “identidad nacional” estaba lejos de ser siquiera un proyecto de país (hoy supuestamente lo es, aunque solo de manera declarativa). 

En esas dos primeras décadas de su trayectoria musical, el artista nacido en el Callao acumuló prestigio como guitarrista creador de un estilo único, respetuoso del sonido de los barrios, perdido en un tiempo sin tecnologías. Sin embargo, fue el cronista de espectáculos Guido Monteverde (1925-1996) quien lo animó a cantar por primera vez. Hasta ese momento, había acompañado a otros cantantes -en Fiesta Criolla las voces eran Francisco “Panchito” Jiménez y Humberto Cervantes; en Los Morochucos, Alejandro Cortez y Augusto Ego-Aguirre- pero en esta ocasión, el LP Solo Avilés (1971) mostró ese tono agudo y potente, con el que Avilés nos trasladó a las jaranas de rompe y raja con sus creativas armonías y esa forma tan personal de interpretar, improvisando líneas y salpicando cada fraseo con esos sorpresivos guapeos y llamadas, a veces en sentido contrario de la melodía principal. 

A partir de entonces se definió el perfil de Óscar Avilés como exponente del criollismo más auténtico. Valses de inicios del siglo XX como Aurora, cuya letra estaría basada en un poema del tacneño Federico Barreto pero que figura firmada, desde los años sesenta, por Nemesio Urbina; Zoila Rosa de Manuel Covarrubias (1896-1971); o el tondero La gripe llegó a Chepén, adquieren nueva vida en su voz y guitarra. Este disco incluye las canciones Vals del cucuneo y Polka del cucuneo, ingeniosos y divertidos juegos de palabras. Como si faltara más, Avilés corona el álbum con dos excelentes instrumentales, Idolatría (Óscar Molina, 1928) y Rosa Elvira (Carlos Saco/Pedro Espinel, 1935). En 1985 lanzaría En sabor y guapeo, conteniendo otras melodías rescatadas del cancionero criollo más antiguo como Compréndeme (de autor desconocido, recopilado por Avilés), La batalla de Arica, La sirena (David Suárez), Falsedad (Manuel Covarrubias), Las esdrújulas (Felipe Pinglo Alva) o Burlona (Porfirio Vásquez), canciones que llevan en su ADN lo mejor del criollismo musical, pícaro y popular.

Desde 1973, Óscar Avilés inició una de las sociedades más prolíficas del ambiente artístico nacional, junto al vocalista y cajonero Arturo “Zambo” Cavero (1940-2009). Durante los siguientes diez años, el dúo produjo los álbumes Únicos, Óscar Avilés & Arturo “Zambo” Cavero (1973), ¡Son nuestros! (1976), Siempre juntos (1978), Les traemos… El Chacombo (1981) y Siguen festejando juntos (1984), siempre con el sello Iempsa, infaltables en cualquier colección de música criolla que se respete. Esta etapa es la más conocida para los nuevos públicos por su permanente difusión a través de los años. 

La amistad y colaboración entre Avilés y Cavero se mantuvo inalterable a través de los años, conservando su frescura y química a pesar de que la escena del criollismo estaba cada vez más debilitada por los nuevos gustos del público. Al dúo se sumó, en diversas ocasiones, la recordada cantante Lucila Campos (1938-2016), con los discos Valseando festejos, Seguimos valseando festejos (1982), ¡Qué tal trío! (1983) y Sabor y más sabor (1988). Todos conservan el sonido clásico de nuestra música, pero evidencian también una modernización al incorporar al ensamble tradicional -guitarras, cajones, castañuelas- instrumentos como bajo eléctrico, teclados y secciones de metales. 

En YouTube circula, desde el año 2014, un video titulado Guitarra Magistral, en el que podemos apreciar a un Óscar Avilés algo mayor pero todavía entero, vestido elegantemente y sin problemas de salud, ofreciendo una clase maestra, en la que explica cómo sonaba la música criolla en los Barrios Altos y La Victoria, descompone el desarrollo de su estilo, recuerda algunos pasajes de su larga carrera y presenta a legendarios cantores de voces agudas y jaraneras como Rodolfo Vela Lavadencia, Arístides Rosales Castillo y Alfredo Leturia Almenara, a quienes hace segunda voz en canciones de la Guardia Vieja como Hasta las mansas palomas, La despedida de Abarca -poema de Mariano Melgar musicalizado- y Fin de bohemio (Pedro Espinel). Una joya para los nostálgicos del toque y canto criollo de antaño.

Una de las canciones más difundidas de don Óscar Avilés es, por supuesto, Olga, vals compuesto por el limeño Pablo Casas Padilla (1912-1977) que fue lanzado como single en 1978, con la voz de otra leyenda anónima del criollismo tradicional, el cantante y guitarrista victoriano Ricardo “Curro” Carrera, otra de esas acciones de Avilés para recuperar del olvido a aquellas personas que dieron forma a nuestra música. El tema fue regrabado por Avilés, esta vez con su compadre Cavero, para el disco Seguimos valseando festejos (1982). En esa época, Avilés reflotó las carreras del dúo La Limeñita y Ascoy y del vocalista chiclayano Francisco “Panchito” Jiménez (1920-2014), su compañero en el Conjunto Fiesta Criolla, acompañándolos en agradables discos que ambos publicaron en 1980, que suenan a jarana y reunión familiar, con valses, marineras, tonderos y polkas de todas las épocas. En medio, Avilés lanzó un homenaje a Felipe Pinglo Alva, titulado El gran Pinglo también compuso… (1986), con las voces de Las Limeñitas, Jesús Vásquez, Carmencita Pinglo (hija del autor de El plebeyo) y su propia hija, Lucy Avilés, con quien interpreta el simpático foxtrot Llegó el invierno.

Una de las cosas que hacen especial a Óscar Avilés es su capacidad para hacernos sonreír con su música. Pero no porque esté haciendo todo el tiempo humor musicalizado y mucho menos porque utilice recursos de comedia y chacota fácil. Lo que pasa cuando uno escucha sus canciones es que da gusto escuchar a un talentoso compatriota, tocando y cantando con sentimiento e ingenio, con respeto por la tradición que cultiva, divirtiéndose con la absoluta libertad del experto que sabe exactamente lo que se está haciendo. Dentro de la rica tradición de guitarristas nacionales, la obra musical de Óscar Avilés Arcos es un orgullo nacional que ahora, a cien años de su nacimiento -y diez de su muerte, ocurrida en el 2014 a los 90-, merecería mayor difusión que la que recibe.

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[MÚSICA MAESTRO] Antes de la década de los años cincuenta, la música de la costa peruana, lo que generalmente conocemos como “música criolla”, era interpretada por una diversa gama de ensambles –dúos, tríos, conjuntos-, cantantes solistas o incluso colectivos familiares, quienes se hacían conocidos de barrio en barrio en los distritos más populares de la Lima antigua, con jaranas de puerta abierta y solar que podían durar fines enteros de semana. La música grabada era aun una industria en formación por lo que quedan muy pocos –y malos- registros de aquellas épocas aurorales de una de las expresiones populares de mayor arraigo entre nosotros.

Con la llegada de la tecnología fonográfica comenzaron a surgir, en nuestro país, individualidades con mayores pretensiones artísticas, que tenían el propósito de crear una escena musical más sólida, algo que también ocurría en países vecinos como Argentina, Chile o México. Precisamente en este país se forjó la popularidad del formato de trío para la interpretación de boleros, el mismo que alcanzó altos niveles de popularidad a lo largo de toda Latinoamérica e incluso los Estados Unidos. Aun cuando en las grabaciones podían acompañarse de otros instrumentos como percusiones menores (congas, bongós) y hasta orquestas completas, los protagonistas eran siempre tres: una guitarra solista y dos de acompañamiento. Un cantante principal y dos en los coros. Tríos como Los Panchos, Los Tres Diamantes, Los Tres Ases, Los Tres Calaveras, entre otros, se hicieron famosos con sus finas armonías para voces y guitarras.

En el Perú, los tríos musicales también fueron tendencia. Durante los años cincuenta y sesenta, aparecieron una serie de conjuntos triangulares que dejaron una huella imborrable en el panorama de la música criolla. Basados en el éxito de Los Panchos, el trío más importante de la música latinoamericana, diversas ententes lanzaron al mercado sus producciones discográficas -en sellos como Sono Radio, MAG, Iempsa, Odeón del Perú- y consiguieron una masiva aceptación entre el público local. Sus canciones, muchas de las cuales han sido grabadas y regrabadas infinidad de veces en décadas posteriores, siguen presentes en el recuerdo de los amantes de la música peruana, quienes tienen cada vez menos espacios para disfrutar de sus clásicos exponentes en los medios convencionales de comunicación.

Los tríos peruanos poseían características comunes entre sí: generalmente eran dos guitarras (primera y segunda) y un cantante principal, dejando en segundo plano el tema de las armonías vocales, que usaban pero no con el nivel de prolijidad de sus pares mexicanos. Aunque sus repertorios estaban formados mayoritariamente por aquellas composiciones “de la Guardia Vieja” hubo algunos casos en que fueron intérpretes de composiciones nuevas que, con el tiempo, se volverían clásicos de nuestro acervo musical por derecho propio. Sus nombres eran también sumamente locales, apuntando a la consolidación de su identidad criolla o procedencia.

De sonido señorial y elegante, el trío Los Morochucos se formó en 1947 y durante cinco años fue el primer y más importante conjunto de valses románticos. La voz atenorada de Alejandro Cortés se complementaba con el tono contralto de Augusto Ego-Aguirre en armonías acariciantes y sentimentales, un estilo poco común entre los criollos de antaño que solían tener voces más agudas como las del canto de jarana, caracterizado por sus altos volúmenes y poca sofisticación vocal. En la primera guitarra brillaba Óscar Avilés, en el que sería su primer trabajo musical de trascendencia, el inicio de una de las carreras más admiradas e influyentes del criollismo, mientras que Ego-Aguirre lo acompañaba con bordones desde la segunda guitarra. Los Morochucos fueron muy populares entre 1962 y 1972 con canciones de compositores como Felipe Pinglo, Pablo Casas, Pedro Espinel, Chabuca Granda, entre otros. Incluso fueron conocidos en México, gracias a su participación en la película Un gallo con espolones (1964), coproducción peruana mexicana dirigida por Zacarías Gómez.

El nombre “morochuco” proviene de los jinetes ayacuchanos que, vestidos de poncho y sombrero de ala ancha, apoyaron en la lucha por la independencia, liderados por el jefe morochuco Basilio Auqui (1750-1822). El término es combinación de las palabras quechua “moro” (color) y “chuco” (chullo), una prenda con la que se cubrían las cabezas por debajo del sombrero. Avilés, Cortés y Ego-Aguirre se presentaban vestidos a la usanza de estos históricos guerreros. Canciones emblemáticas: El plebeyo, Anita (1967), Hermelinda (1964), El huerto de mi amada (1970).

También tuvieron éxito en esa época Los Troveros Criollos. Aunque son más recordados por su primera etapa (1952-1956) como dúo de voces y guitarras integrado por Lucho Garland y Jorge “El Carreta” Pérez, con esos ritmos picaditos y letras replaneras escritas por el compositor arequipeño Mario Cavagnaro, Los Troveros Criollos pasaron la mayor parte de su trayectoria como trío. Su formación definitiva fue: Lucho Garland (primera guitarra, segunda voz), Humberto Pejovés (primera voz) y José “Pepe” Ladd (segunda guitarra, tercera voz), la misma que se mantuvo unida hasta 1962. Sin embargo, esta versión de Los Troveros Criollos no dejó grabaciones en LP, solo discos de 45 RPM, debido a rivalidades internas del sello Sono Radio, que daba preferencias al Conjunto Fiesta Criolla, liderado por Óscar Avilés. Por ese motivo sus canciones como trío no son tan conocidas como las de sus primeros años.

Su creativa combinación de picardía criolla y destreza musical convirtió a Los Troveros Criollos en toda una escuela de cómo debía tocarse la música criolla de jarana, respetuosa de las enseñanzas de la Guardia Vieja. El investigador, cantante y compositor Manuel Acosta Ojeda dijo lo siguiente, el año 2012, respecto a Los Troveros Criollos: “en cuanto a armonías de voces y guitarras, Garland, Pejovés y Ladd fueron, a mi modesto parecer, el mejor trío criollo de todos los tiempos». Canciones emblemáticas: Carretas aquí es el tono, Yo la quería patita, Parlamanías (1954), Romance en La Parada (1959), Noche de amargura (1962).

Si Los Morochucos destacaron por su elegancia y sentimentalismo, Los Embajadores Criollos –que se formaron artísticamente entre 1947 y 1949 en las cabinas de las recordadas radios Atalaya y Victoria- impusieron un estilo más crudo y apasionado, especialmente por la inconfundible voz de Rómulo Varillas, cantante y segunda guitarra. Los trinos de la primera guitarra de Alejandro Rodríguez y la segunda voz de Carlos Correa complementaban ese sonido lastimero que les valió el sobrenombre de “Ídolos del Pueblo”.

Las canciones de Los Embajadores Criollos no faltaban en almuerzos, reuniones, programas de radio y televisión. Sus producciones se hicieron conocidas en todo el Perú y hasta fuera de nuestras fronteras, en países como Ecuador y México. El talento de Varillas contrastaba con su personalidad difícil, la misma que generaba disputas con sus compañeros de grupo, sus grandes amigos Correa y Rodríguez. Cuentan los conocedores que, cada vez que Alejandro Rodríguez discutía con Varillas, este llamaba a otras primeras guitarras, como Pepe Torres y Adolfo Zelada, quienes terminaban grabando en los discos del grupo.

Rómulo Varillas desintegró Los Embajadores Criollos a mediados de los sesenta y se unió al guitarrista Fernando Loli, formando Los Dos Compadres, dúo que tuvo éxito con un vals de la Guardia Vieja, El pirata. En 1973 se reunió con Rodríguez y Correa para una segunda etapa del trío, que se inició con el LP Volvieron Los Embajadores Criollos, que fue todo un acontecimiento en el ambiente musical peruano de entonces. Este periodo se extendió hasta 1976, año en que el sello Iempsa lanzó el álbum doble Tesoro criollo, con algunos de sus más grandes éxitos. Canciones emblemáticas: Alma, corazón y vida (1958), Ódiame, Lejano amor (1965), El tísico (1966), El rosario de mi madre, Víbora (1976).

Los hermanos Rolando y Washington Gómez, cantantes y guitarristas, nacieron en la provincia de Lamas, región San Martín, en el corazón de la ceja de selva peruana. Desde jóvenes desarrollaron un gran talento musical, y llegaron a Lima con sus padres cuando aun estaban en edad escolar. Juntos decidieron formar un grupo criollo y adoptaron como nombre el vocablo amazónico “chama”, que significa “indígena”. Su primer vocalista, Carlos Cox, fue reemplazado brevemente por Humberto Pejovés, en 1954. Ese mismo año, Pejovés pasó a formar parte de Los Troveros Criollos. Pero eso no detuvo a los hermanos Gómez, quienes siguieron actuando con una sucesión de vocalistas entre los que destacaron Carlos García Godos y Óscar “Pajarito” Bromley, quien sería a la postre el más estable, cantando con ellos durante una década y media. Bromley y los Gómez, el definitivo trío Los Chamas, pasearon su música por todo el territorio nacional, Ecuador, Bolivia y México, estrenando composiciones de Manuel Acosta Ojeda, Luis Abelardo Núñez, entre otros.

En 1954 Los Chamas lanzaron la canción que los haría famosos dentro y fuera del país. Nos referimos a La flor de la canela. El éxito de su versión fue tan grande que muchos creen que fueron ellos quienes la estrenaron pero, en realidad, ya había sido registrada por Los Morochucos un año antes. Pero en esa época el trío de Óscar Avilés estaba cumpliendo su primer ciclo mientras que Los Chamas iban en ascenso, de tal modo que lograron mayor impacto con su grabación del emblemático tema compuesto por Chabuca Granda. Canciones emblemáticas: Sí, don Luis (1953), La flor de la canela, Como te gustan los militares (1954), Limeña (1964).

Otro trío destacado fue Los Romanceros Criollos. Julio Álvarez (primera voz), Lucas Borja (segunda voz, segunda guitarra) y Guillermo Chipana (tercera voz, primera guitarra) se conocieron en las jaranas del Rímac, allá por 1953. La voz potente y aguda de Álvarez es única entre los tríos de esa época, capaz de alcanzar una intensidad para las notas altas que hacía de cada vals y polka una revolución de emociones. A ello se sumaba la particular guitarra de Chipana, quien tocaba con uña de plástico (una técnica poco común entre los criollos, incluso actualmente). En cuanto a Lucas Borja, director musical de Los Romanceros Criollos, se trata de uno de los personajes más importantes del periodo dorado de la música criolla de la costa del Perú. Su capacidad para los arreglos para voces y guitarras fue vital para formar el sonido del trío. Además, compuso uno de los valses más conocidos del repertorio clásico, Amorcito, que se hizo popular en la voz de Eva Ayllón cuando era vocalista del grupo Los Kipus.

Como todos los tríos de su tiempo, Los Romanceros Criollos dejaron de producir discos en la década de los setenta, pero seguían presentándose en peñas y programas. La carrera de Lucas Borja resurgió hace tres décadas con el Dúo Patria, con su esposa Luisa Ramos, con el que presenta valses y marineras con temas patrióticos (homenajes a Grau, Bolognesi, Cáceres). Canciones emblemáticas: China hereje, Engañada (1958), Todo se paga (1959), El guardián (1973).

En 1959, los cantantes y guitarristas Paco Maceda y Genaro Ganoza llegaron desde Piura con una idea novedosa: formar un trío en el que la voz principal fuera de una mujer. Si bien es cierto la música criolla siempre ha tenido fuerte presencia de voces femeninas, esta era la primera vez en que la vocalista hacía armonías con sus pares varones. Los Kipus –nombre que proviene del sofisticado sistema de escritura y registro contable a través de cuerdas y nudos que desarrollaron los Incas- fueron extremadamente populares durante las décadas de los sesenta y setenta. La primera cantante de Los Kipus fue Carmen Montoro. Entre 1973 y 1975 su lugar fue ocupado por una joven y aun desconocida Eva Ayllón. Charito Alonso y Zoraida Villanueva también compartieron escenario con Maceda y Ganoza, en los años siguientes. Posteriormente a la muerte de ambos, Los Kipus siguieron su camino musical gracias al trabajo de Paco Maceda Jr., como guitarrista y director musical, con jóvenes cantantes femeninas, siguiendo la tradición iniciada por su padre. Canciones emblemáticas: Ansias (1960), Amorcito (1961), Mi cariñito, Nada soy, Huye de mí (1973), Mal paso (1977).

A inicios del siglo XXI, las tendencias orientadas al crecimiento de las industrias del entretenimiento para jóvenes locales y turistas extranjeros hicieron que lo criollo, lo andino, lo afroperuano y sus derivados resurgieran, poco a poco. Para ello, los nuevos artistas se concentraron en dominar los aspectos más pícaros del criollismo para caricaturizarlos y así atraer de manera efectiva a los públicos cautivos de peñas y programas de televisión populares. En ese contexto aparecieron dos tríos modernos: Los Ardiles y Los Juanelos.

El primero fue un trío de hermanos –Kiko, Jaime y Carlos Ardiles- que interpretan, con disforzado carisma, el repertorio clásico de valses, marineras y festejos, desde hace más de 20 años. En sus espectáculos combinan lo criollo con boleros, salsas y hasta canciones en inglés y géneros de moda (reggaetón, por ejemplo). Su composición Nadie como tú, es una bonita y señorial marinera limeña. Con cuatro discos en el mercado, Los Ardiles se presentaban como un grupo criollo formal, pero terminaban realizando rutinas que más parecían sketches cómicos, lo cual desdibuja bastante su propuesta de rescate del criollismo de antaño.

El caso de Los Juanelos es, en ese sentido, más auténtico. Ellos se dedican a caricaturizar de manera muy relajada, creativa y abierta las características básicas del criollo tradicional, tanto en su aspecto y vestimenta como en sus hábitos y gestos. Bajo el lema “Los Juanelos lo acriollan todo”, el trío viene sorprendiendo al público, desde el año 2015, con divertidas letras sobre eventos noticiosos, usando la picardía local y respetando los ritmos peruanos. Christian Ysla, conocido actor y claun, parodia al cantante criollo, dicharachero y burlón, siempre bien vestido (a la antigua) y con bigotito estilo Oscar Avilés. La parte musical la cubren José Roberto Terry (guitarra, hijo del reconocido guitarrista criollo Willy Terry) y Alejandro Villa Gómez (cajón). Tienen un canal de YouTube muy visitado y hace unos años lanzaron su primer disco, 20 éxitos criollazos.

 

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