Óscar Avilés

[Música Maestro] De jueves a viernes, esta semana, bares, oficinas y callejones seguramente fingieron querer al Perú, en el Día de la Canción Criolla (31 de octubre), cantando a grito borracho esa composición que el gobierno militar de los setenta le encargó a Augusto Polo Campos -me refiero, por supuesto, al vals Contigo Perú- y que cuatro décadas después se convirtió en superficial himno de banderazos para celebrar fracasos futbolísticos y coartadas de políticos de estercolero que buscan capitalizar la vacía e infértil emoción de quienes se ponen camiseta rojiblanca cuando juega la selección pero que, en paralelo, terruquean a quienes marchan o apoyan a las marchas, manifestaciones de un hartazgo que, siendo mayoritario, aun no es suficiente para sacarnos del agujero oscuro en el que nos encontramos como país.

Para mí, escuchar música criolla es otra cosa. No tiene que ver con engaños patrioteros de poca monta. Tiene que ver con el amor que me hizo sentir mi familia paterna por los sonidos propios, por la sana picardía y el calor de casa, el preludio nacional que me preparó para disfrutar hoy de todo lo que por naturaleza me es ajeno: un jazz o un death metal norteamericano, una rumba cubana o una tonada mediterránea en Estambul, una polka balcánica. Escuchar música criolla es, para mí, sinónimo de mi niñez y mi universidad, de mis anhelos socialdemocrátas y mis iras frente a la bazofia que carcome hoy nuestra sociedad y nuestra política. Es la base de mi liberalismo sonoro y mi humanismo radical. Es todo lo que los poderes Ejecutivo y Legislativo hoy pisotean con su ignorancia, su cinismo y su corrupción. Ellos no merecen escuchar estas canciones. No merecen ser considerados peruanos, como ellas. 

RAFAEL MATALLANA, VÍCTOR REYES Y ALBERTO URQUIZO – EL PRIMER RECITAL DE LA CANCIÓN CRIOLLA (Decibel Discos, 1968)

Apenas cinco meses antes de que el general Juan Velasco Alvarado tomara el poder a través de un golpe militar, derrocando al primer gobierno del arquitecto Fernando Belaúnde Terry, el 1 de mayo de 1968, se grabó este LP en la Sala Alzedo (así, con “z”) del Teatro Segura de Lima, en el que se reproduce este recital de música criolla, organizado por la Corporación Nacional de Turismo. 

El concierto no es una simple sucesión de valses conocidos, sino que incluye elegantes textos escritos por nuestro recordado poeta y compositor Juan Gonzalo Rose y leídos por Estenio Vargas, conocido periodista de la época, quien además fue el productor de este espectáculo en el que se cuenta la historia del vals peruano. Varias de las composiciones que forman parte del programa pertenecen a la llamada Guardia Vieja –como La palizada (“a la muchachada del Karamanduka”), La andarita o El plebeyo (de Felipe Pinglo)- pero también hay canciones de la segunda hornada de autores criollos que surgió a mediados de los años cincuenta, y algunos temas que para esa época eran relativamente nuevos. 

Muchos de estos, con los años, se convirtieron en títulos fundamentales del cancionero limeño, reproducidos hasta la saciedad e interpretados de mil maneras: desde La flor de la canela, de Chabuca Granda (grabada por primera vez en 1953); Madre, de Manuel Acosta Ojeda (escrita en 1951 y popularizada por el Trío Los Chamas); hasta Cuando llora mi guitarra (Augusto Polo Campos) o Yo la quería patita (Mario Cavagnaro); todas en versiones cortas, resumidas, para facilitar las descripciones con las que empezaba cada surco del LP. 

Las guitarras, tocadas con fineza y trinar criollo, son de Víctor Reyes y Alberto Urquizo, dos de los guitarristas más solicitados en los estudios de grabación y las radios de entonces, ambos miembros activos del Centro Musical Unión y provenientes de la escuela de Breña, expertos en bordones y solos agudos que caracterizan el toque criollo antiguo, genuino. Ambos de gran talento, eran conocidos por haber acompañado a diversas estrellas como Nicomedes Santa Cruz, Pedrito Otiniano, entre otros. 

Doce de los catorce temas incluidos en esta histórica grabación son cantados por el recordado Caballero de la Canción Criolla, don Rafael Matallana, en aquel entonces una de las voces más respetadas del criollismo, ese que para muchos ya murió y está sepultado bajo las peñas-discoteca en las que prima el estilo chacotero de Los Ardiles y el vals-balada al que nos han malacostumbrado cantantes como Bartola o Eva Ayllón (sobre todo en sus grabaciones más recientes, orientadas a un público más “internacional”). Los dos temas restantes, Remembranzas e Idolatría, son tocados solo por los guitarristas Reyes y Urquizo y constituyen una clase maestra de cómo debe tocarse el vals criollo. 

Este álbum, inexistente en formato digital, contiene además algunos títulos que se interpretan muy poco en la actualidad como Jesús (Pedro Bocanegra), Ídolo (Manuel Quintana/Braulio Sancho), Anita (Pablo Casas) y Mi primera elegía (Eduardo Márquez Talledo/Serafina Quinteras). Si quieres escuchar verdadera música criolla, en este disco descubrirás que no todo es Regresa, Mal paso o Mi propiedad privada. Esta es música criolla de la fina, de esa que cada vez se practica menos.

ARTURO «ZAMBO» CAVERO & ÓSCAR AVILÉS – LES TRAEMOS… EL CHACOMBO (Iempsa, 1979)

Nuestra música criolla costeña tiene una larga historia, cuyo comienzo formal data en las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX. En esos casi 100 años de evolución, hay diversos momentos emblemáticos de desarrollo musical, con figuras que ayudaron a definir el sonido de nuestra patria. En 1979, dos titanes del vals criollo se juntaron para producir este álbum titulado Les traemos… el chacombo. 

«Chacombo» es el nombre de un instrumento de percusión proveniente del norte peruano -específicamente en Zaña, Lambayeque- usado por las poblaciones afroperuanas para tocar festejos y landós. En 1958, Manuel Quintana y José Durand, gestores culturales de la época, recuperaron letra y melodía de una canción dedicada a este peculiar instrumento, con ritmo frenético similar al popular festejo, y se la entregaron a Óscar Avilés y Arturo «Zambo» Cavero, quienes la arreglaron junto a don Augusto Ascuez, un legendario cantante criollo de callejón y solar. 

Avilés -para muchos, la primera guitarra del Perú- había paseado su talento en diversos conjuntos como Fiesta Criolla, Los Morochucos, entre otros. Y ya era conocido su estatus de leyenda por su revolucionaria forma de atacar los bordones y trinos típicos de nuestros valses «guardiaviejeros». Por su parte, «Zambo» Cavero se había hecho muy conocido como cantante y cajonero en interminables jaranas criollas de esa Lima que ya fue, que no existe más, y que jamás volverá. Esa Lima de los años cincuenta y sesenta, que algunos consideraban horrible en su tiempo, hoy es recordada con nostalgia por sus sobrevivientes. 

Avilés y Cavero se unieron por primera vez para este disco y dieron inicio a una colaboración musical que se convertiría en el emblema mayor de la música de la costa peruana durante décadas. Sobre la base de El chacombo -el tema que mencionamos al inicio- la dupla armó un listado con diez canciones ideales para musicalizar cualquier almuerzo familiar: valses de despecho (Mala mujer, Mi amiga la tristeza, Sigue mintiendo), de amor profundo (Sincera confesión, Rebeca, Nuestro secreto, La noche de tu ausencia), un cadencioso y jaranero festejo (Pancha Remolino) y hasta una polka que, a estas alturas, ya viene a ser un género oscuro, antediluviano, por lo poco cultivado que es en la actualidad (El picaflor). 

Los temas vienen firmados por dos compositores de fuste de nuestro cancionero criollo: Félix Pasache y Mario Cavagnaro, con tres y dos títulos cada uno, mientras que Eduardo Márquez Talledo, otro nombre principal entre los autores de valses contribuye, aunque ahora a través del festejo Pancha Remolino que cierra el LP. 

La guitarra de Avilés es brillante, con ese manejo único de silencios y profundos bordones característicos, que cruza con repentinos e inspirados solos y trinos colocados de manera inesperada, entre compás y compás; mientras guapea y llama y hace armonías vocales en su distintivo grito contra-alto. Por su parte, la voz de Cavero suena limpia y sin esos antipáticos gorjeos que incorporó a su desempeño vocal en sus últimos años, para ayudarse seguramente, debido a las dificultades que le ocasionaba el sobrepeso que padeció. Ahora que ambos ya no están entre nosotros, este disco reafirma su condición de clásico por el sonido fresco y, a la vez, tradicional, que ofrece, una propuesta que se echa de menos en la música criolla moderna, dada a las oportunistas, disforzadas y poco talentosas fusiones con la balada, el lounge y el jazz que suelen practicarse actualmente.

LOS TROVEROS CRIOLLOS – VUELVEN LOS TROVEROS CRIOLLOS (Sono Radio, 1954)

En los años cincuenta hubo diversos conjuntos que conformaron la segunda generación de artistas que cultivaban la música criolla -entendida como la expresión musical de la costa peruana- con un repertorio que combinaba valses y polkas de la Guardia Vieja (estas son canciones compuestas durante las tres primeras décadas de siglo XX, aunque algunos extienden el rango de este tipo de valses a los siguientes 20 años). 

Uno de los más populares es el dúo conformado por Lucho Garland (segunda voz, primera guitarra) y Jorge «El Carreta» Pérez (primera voz, segunda guitarra), Los Troveros Criollos. Su estilo festivo y tradicionalista los convirtió en favoritos en Lima, aquella Lima criolla y jaranista que ya no existe más, ni en los valses convertidos en balada de Bartola o Eva Ayllón ni en la chacota con sabor a farándula de Los Ardiles. La voz aguda, con tonalidades similares a las de un payaso -dicho esto sin ningún afán despectivo, por cierto- del «Carreta» se combina con el tono de barítono de Garland, que recuerda a Los Morochucos, creando una atmósfera cercana al público, simpática y de mucha chispa, particularmente porque Los Troveros Criollos impusieron los valses compuestos por Mario Cavagnaro, con letras que incluían múltiples giros idiomáticos y dichos que se usaban en los barrios de antaño, la replana, esta jerga de origen delincuencial hizo su paso al habla coloquial de las personas decentes y familias gracias al uso masivo en canciones como Yo la quería patita, Carretas aquí es el tono o Desembólate chontril, las tres firmadas por el genial arequipeño, uno de los mejores compositores de la era dorada de la música criolla. 

Las tres están incluidas en este segundo LP de Los Troveros Criollos, junto con otros clásicos de las jaranas limeñas como Ay Raquel (de Augusto Polo Campos), El parisién y La Reyna de España, que hasta hoy suelen escucharse en círculos que aun cultivan el buen y verdadero criollismo. 

La guitarra de Garland es inspirada y plagada de trinos, mientras que Pérez replica con un acompañamiento experto en secuencias de acordes, bordones precisos y golpes cerrados que bastan y sobran haciendo innecesaria la presencia del cajón. Este famoso instrumento de percusión, que hoy padece de sobre exposición mediática como símbolo de peruanidad y uso exagerado de propios y ajenos, recién pasó a ser estable en ensambles criollos a finales de la década de los cincuenta. 

El disco contiene además Parlamanías, un tema compuesto por Serafina Quinteras con la ayuda de Jorge Pérez en el que se hace creativa mofa de las promesas eternamente incumplidas de los congresistas. Este valsecito, escrito hace más de 80 años, es 100% aplicable a cualquier campaña electoral de nuestro país, sea esta local, regional, municipal o presidencial. Parlamanías debería ser tan conocida como La flor de la canela, Mal paso, Propiedad privada o Contigo Perú -solo por mencionar a algunos de los temas criollos que hoy cantan a voz en cuello los jóvenes cuando se las quieren dar de «criollazos» insertos, como están, en esa falsa tendencia patriotera que sale a relucir cada vez que juega la selección de fútbol o cada 31 de octubre.

Sin embargo, es evidente la sombra de oscuridad que se cierne sobre este ingenioso vals, que refleja la indignación y el sarcasmo ante las distintas generaciones de mentirosos y sinvergüenzas que nos vienen gobernando desde hace décadas, un fenómeno que hoy padecemos en su más alto grado de putrefacción y descaro. Si quiere escuchar un bonito disco de valses criollos antiguos, consígase este o cualquier otro título de Los Troveros Criollos. No hay pierde.

LUCHA REYES – UNA CARTA AL CIELO (FTA Producciones, 1971)

Cuando apareció este disco de Lucha Reyes, ella ya era una superestrella de la música criolla pues se había hecho conocida viajando por todo el Perú como parte del elenco de la Peña Ferrando, grupo itinerante de artistas organizado por el productor y conductor de radio y televisión, Augusto Ferrando. 

Una carta al cielo es el segundo LP oficial de Lucha Reyes, lanzado a través del sello Fabricantes Técnicos Asociados, subsidiario de RCA Victor. La «Morena de Oro del Perú» poseía un fuerte y claro timbre vocal, agudo y expresivo, y llamaba la atención por sus presentaciones en vivo en las que ponía profunda emoción en cada una de sus interpretaciones. 

Con el marco musical del conjunto liderado por los guitarristas trujillanos Rafael Amaranto y Álvaro Pérez (ambos del grupo Los Caciques), y la colaboración en algunos temas del saxofonista y director de orquesta argentino Freddy Roland, Reyes grabó estas doce canciones -diez valses y dos marineras/tonderos), que pertenecen al cancionero popular peruano y que han sido interpretados por una enorme cantidad de artistas. 

Sin embargo -y, en parte, por el estatus de leyenda que adquirió Lucha Reyes por su azarosa salud y su posterior muerte, dos años después- estas versiones son de las mejores de cada uno de estos temas, cargadas de una emotividad muy particular. A pesar de que en los últimos años solo se escuchan Regresa y Propiedad privada, la última de las cuales está contenida en este álbum, producido por Viñico Tafur, Lucha Reyes nos ofrece una bonita selección de valses románticos, firmados por algunos de los más connotados compositores de la segunda generación de autores criollos. 

Por ejemplo escuchamos Remembranzas (de Pedro Espinel), Jamás impedirás (de José Escajadillo) y Ya ves (de Augusto Polo Campos), tres de los valses más escuchados durante los años setenta y ochenta, en las voces de famosas intérpretes como Eva Ayllón, Cecilia Bracamonte, Cecilia Barraza, entre otras. 

El tema-título, Una carta al cielo, es una tierna historia en la que un niño huérfano es llevado a una estación de policía por haber robado cintas de una tienda. El chico, cuando el oficial le pregunta si ha robado, le dice que sí pero para ponerle las cintas a una cometa en la que ha amarrado una carta para su madre que está en el cielo. La canción fue compuesta por el trujillano Salvador Oda (autor de la también popular canción El árbol de mi casa, popularizada por Carmencita Lara). Una carta al cielo fue grabada por primera vez en 1945 por Los Trovadores del Perú y luego por Maritza Rodríguez, pero fue esta versión la que quedó como la mejor, por el talento interpretativo de Reyes, que la convirtió en un clásico del Día de la Madre, para todos aquellos que ya no la tenemos a nuestro lado. 

Propiedad privada es, de hecho, el tema que más se escucha de este LP, y fue escrito por el poeta y músico hispano-mexicano Modesto López; y, a partir de la fama que alcanzó en la voz de Lucha Reyes, fue grabada también en bolero, salsa y hasta en rock, además de ser un tema inevitable en cualquier recopilación de clásicos del criollismo, fiestas, peñas y karaokes. El verdadero nombre de Lucha Reyes fue Lucila Justina Sarcines Reyes.

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No existe artista local que represente el espíritu del criollismo mejor que don Óscar Avilés. Más allá de los reduccionismos superficiales y repetitivos a los que nos tienen acostumbrados los medios masivos en fechas como Fiestas Patrias, el Día de la Canción Criolla o los partidos de la selección, aquello de “La Primera Guitarra del Perú” fue ganado a pulso por este excepcional guitarrista y compositor, siempre sencillo, carismático y jovial, profundo conocedor del acervo musical folklórico de la Lima popular, esa que hoy ha sido engullida por los conos, los horribles edificios y los extorsionadores del Tren de Aragua. 

Su aparición en la música criolla, a finales de los años cuarenta, coincidió con los comienzos de la industria discográfica, por lo que ayudó enormemente a profesionalizar un estilo que llevaba treinta años de desarrollo orgánico en zaguanes y quintas de barrio. Sus bordones, transiciones y trinos, sus guapeos y llamadas, como esos clásicos “¡toma!”, “¡andar, andar!”, “¡se acaba!” (influenciado por las chacareras argentinas) o “¡voy arriba!” (para indicar que va a soltar la voz en la escala más alta permitida por la tonalidad del tema que está interpretando) que inserta aleatoriamente en cada una de sus canciones, constituyen el ABC de cómo debe sonar un buen vals –los puristas del género dirían “valse”-, una marinera limeña, un tondero o una selección de saltarinas polkas. 

Curiosamente, esa habilidad con las seis cuerdas, registrada en más de setenta producciones discográficas, es en realidad poco conocida por el público en general, en su dimensión más extensa. Si revisamos los “homenajes” que le hacen cada cierto tiempo en radios y canales de televisión, veremos que ponen siempre las mismas canciones: Y se llama Perú, Contigo Perú y la marinera Esta es mi tierra, todas escritas por Augusto Polo Campos (1932-2018), a pedido del general Juan Velasco Alvarado para los Mundiales de 1970 y 1978; o repiten hasta el aburrimiento la actuación en la OEA, junto a su compadre Arturo “Zambo” Cavero, promovida en 1987 por un olvidable ministro aprista. 

Esto deja su amplia obra en la oscuridad, solo para disfrute de especialistas y amantes de la música que hoy pueden, a través de YouTube, enterarse de aquellas cosas que no son importantes para los medios comunes y corrientes, por esa odiosa predisposición a mezquinar espacios en sus programaciones a la hora de cubrir opciones culturales, distintas de aquello que sí les asegure consumo masivo y rating. 

De hecho, que la música de Óscar Avilés -quien mañana, 24 de marzo, cumpliría cien años- no sea actualmente conocida ni masiva es solo una muestra más de la degradación que caracteriza a nuestro ecosistema mediático, un hecho que por supuesto no es de ahora, sino resultado de décadas de descuido y empobrecimiento en la difusión de la música popular hecha en el Perú. Como tantos otros referentes de nuestra cultura contemporánea, Avilés se ha convertido en un símbolo pintoresco -un cuadro de Cherman, una mueca de Los Juanelos-, desprovisto de su primordial sentido, el musical, por el que será merecidamente recordado esta noche en un concierto, en el Gran Teatro Nacional. Dos de sus hijos, Óscar Jr. y Lucy -dedicados desde hace años a conservar su legado musical- son los organizadores de este espectáculo llamado Óscar Avilés: 100 años de peruanidad.

Para quienes provenimos de familias limeñas de clase media, los primeros ecos de la guitarra de Óscar Avilés se ubican en nuestros años infantiles, en esas jaranas caseras que trataban de recrear las originales, aquellas que cerraban, en otros tiempos, quintas y callejones en los barrios antiguos del centro de Lima, Breña, el Callao o La Victoria. En esas francachelas familiares, los mayores entonaban valses y marineras de la Guardia Vieja como Comarca, Amor iluso, Querubín, Lima de octubre, Embrujo, La veguera, La palizada y muchas otras, que Avilés grabó con el Conjunto Fiesta Criolla, entre 1956 y 1964. Picaditas y alegronas, estas melodías recogían la sabiduría popular de los primeros criollos, con amplio protagonismo de guitarras y castañuelas.

Previamente, Avilés había integrado Los Morochucos, uno de los tríos fundamentales para entender la música criolla de esa época. Con discos de larga duración como Recuerdos de Los Morochucos (1962), En Hollywood (1965) o Antología del vals peruano (1966), esta agrupación le dio un sonido elegante y acompasado al vals criollo, con un repertorio que integraba los clásicos de la Guardia Vieja con las nuevas creaciones de Chabuca, Polo Campos y otros. En paralelo, Óscar Avilés demostró ser un músico extremadamente inquieto, trabajando como productor discográfico, profesor de guitarra -había estudiado en el Conservatorio Nacional de Música- y dirigiendo/editando una enorme cantidad de recopilaciones para promover artistas nacionales, siempre con los sellos Sono Radio, Odeón del Perú e Iempsa. En 1959, por ejemplo, grabó varias canciones con Alicia Maguiña, como Mi corazón y Todo me habla de ti. Cuatro décadas después, ambos editarían los CDs Juntos (1996), Por siempre juntos (1999) y Unidos por marineras & tonderos (2000), sellando una larga relación de amistad y música peruana.  

Además, se daba tiempo para lanzar sus propios discos, dejando testimonio de su particular estilo como guitarrista, concentrado en los silencios, los solos y trinos repentinos y ese típico repiqueteo que motivó en Chabuca Granda la frase “Óscar Avilés desterró el tundete”, cuando decidió llevárselo por toda Latinoamérica, luego de grabar con él Dialogando (1967), histórico LP en el que la compositora interpreta, por primera vez, sus creaciones. Entre esos discos como solista podemos mencionar el instrumental Otra vez, Avilés (1964), junto con sus colegas Víctor Reyes y Pepe Torres -el otro gran guitarrista de esa época-; Así nomás (1967), con coros y clarinetes; y los dos volúmenes de Valses peruanos eternos, una fina selección de arreglos que grabó acompañado por Las 100 Cuerdas Románticas de Augusto Valderrama, publicados en 1968 y 1969. Años después, en 1982, Avilés repetiría esta experiencia de grabar con orquesta, esta vez bajo la dirección y arreglos de Víctor Cuadros, en un elegante LP llamado Un Perú en sinfonía. 

En medio, Óscar Avilés participó, como guitarrista y director, de grabaciones importantes que definieron momentos cumbre del vals peruano como, por ejemplo, el disco Cuatro voces, un estilo de Los Hermanos Zañartu (1968), donde apareció la versión definitiva de Mi Perú, composición de Manuel “Chato” Raygada Ballesteros (1904-1971), considerado “el segundo himno nacional”. O el LP ¡Viva el Perú… carajo! (Discos Decibel, 1969), haciéndole fondo de arpegios y bordones al recordado actor arequipeño de cine, teatro y televisión Luis Álvarez (1913-1995) mientras recitaba ese poema nacionalista escrito por el periodista iqueño Jorge “El Cumpa” Donayre. La voz tronante de Álvarez declama, con vehemencia y seseo telúrico, estos versos de orgullo nacional, serrano, costeño y selvático, en una época en que la noción de “identidad nacional” estaba lejos de ser siquiera un proyecto de país (hoy supuestamente lo es, aunque solo de manera declarativa). 

En esas dos primeras décadas de su trayectoria musical, el artista nacido en el Callao acumuló prestigio como guitarrista creador de un estilo único, respetuoso del sonido de los barrios, perdido en un tiempo sin tecnologías. Sin embargo, fue el cronista de espectáculos Guido Monteverde (1925-1996) quien lo animó a cantar por primera vez. Hasta ese momento, había acompañado a otros cantantes -en Fiesta Criolla las voces eran Francisco “Panchito” Jiménez y Humberto Cervantes; en Los Morochucos, Alejandro Cortez y Augusto Ego-Aguirre- pero en esta ocasión, el LP Solo Avilés (1971) mostró ese tono agudo y potente, con el que Avilés nos trasladó a las jaranas de rompe y raja con sus creativas armonías y esa forma tan personal de interpretar, improvisando líneas y salpicando cada fraseo con esos sorpresivos guapeos y llamadas, a veces en sentido contrario de la melodía principal. 

A partir de entonces se definió el perfil de Óscar Avilés como exponente del criollismo más auténtico. Valses de inicios del siglo XX como Aurora, cuya letra estaría basada en un poema del tacneño Federico Barreto pero que figura firmada, desde los años sesenta, por Nemesio Urbina; Zoila Rosa de Manuel Covarrubias (1896-1971); o el tondero La gripe llegó a Chepén, adquieren nueva vida en su voz y guitarra. Este disco incluye las canciones Vals del cucuneo y Polka del cucuneo, ingeniosos y divertidos juegos de palabras. Como si faltara más, Avilés corona el álbum con dos excelentes instrumentales, Idolatría (Óscar Molina, 1928) y Rosa Elvira (Carlos Saco/Pedro Espinel, 1935). En 1985 lanzaría En sabor y guapeo, conteniendo otras melodías rescatadas del cancionero criollo más antiguo como Compréndeme (de autor desconocido, recopilado por Avilés), La batalla de Arica, La sirena (David Suárez), Falsedad (Manuel Covarrubias), Las esdrújulas (Felipe Pinglo Alva) o Burlona (Porfirio Vásquez), canciones que llevan en su ADN lo mejor del criollismo musical, pícaro y popular.

Desde 1973, Óscar Avilés inició una de las sociedades más prolíficas del ambiente artístico nacional, junto al vocalista y cajonero Arturo “Zambo” Cavero (1940-2009). Durante los siguientes diez años, el dúo produjo los álbumes Únicos, Óscar Avilés & Arturo “Zambo” Cavero (1973), ¡Son nuestros! (1976), Siempre juntos (1978), Les traemos… El Chacombo (1981) y Siguen festejando juntos (1984), siempre con el sello Iempsa, infaltables en cualquier colección de música criolla que se respete. Esta etapa es la más conocida para los nuevos públicos por su permanente difusión a través de los años. 

La amistad y colaboración entre Avilés y Cavero se mantuvo inalterable a través de los años, conservando su frescura y química a pesar de que la escena del criollismo estaba cada vez más debilitada por los nuevos gustos del público. Al dúo se sumó, en diversas ocasiones, la recordada cantante Lucila Campos (1938-2016), con los discos Valseando festejos, Seguimos valseando festejos (1982), ¡Qué tal trío! (1983) y Sabor y más sabor (1988). Todos conservan el sonido clásico de nuestra música, pero evidencian también una modernización al incorporar al ensamble tradicional -guitarras, cajones, castañuelas- instrumentos como bajo eléctrico, teclados y secciones de metales. 

En YouTube circula, desde el año 2014, un video titulado Guitarra Magistral, en el que podemos apreciar a un Óscar Avilés algo mayor pero todavía entero, vestido elegantemente y sin problemas de salud, ofreciendo una clase maestra, en la que explica cómo sonaba la música criolla en los Barrios Altos y La Victoria, descompone el desarrollo de su estilo, recuerda algunos pasajes de su larga carrera y presenta a legendarios cantores de voces agudas y jaraneras como Rodolfo Vela Lavadencia, Arístides Rosales Castillo y Alfredo Leturia Almenara, a quienes hace segunda voz en canciones de la Guardia Vieja como Hasta las mansas palomas, La despedida de Abarca -poema de Mariano Melgar musicalizado- y Fin de bohemio (Pedro Espinel). Una joya para los nostálgicos del toque y canto criollo de antaño.

Una de las canciones más difundidas de don Óscar Avilés es, por supuesto, Olga, vals compuesto por el limeño Pablo Casas Padilla (1912-1977) que fue lanzado como single en 1978, con la voz de otra leyenda anónima del criollismo tradicional, el cantante y guitarrista victoriano Ricardo “Curro” Carrera, otra de esas acciones de Avilés para recuperar del olvido a aquellas personas que dieron forma a nuestra música. El tema fue regrabado por Avilés, esta vez con su compadre Cavero, para el disco Seguimos valseando festejos (1982). En esa época, Avilés reflotó las carreras del dúo La Limeñita y Ascoy y del vocalista chiclayano Francisco “Panchito” Jiménez (1920-2014), su compañero en el Conjunto Fiesta Criolla, acompañándolos en agradables discos que ambos publicaron en 1980, que suenan a jarana y reunión familiar, con valses, marineras, tonderos y polkas de todas las épocas. En medio, Avilés lanzó un homenaje a Felipe Pinglo Alva, titulado El gran Pinglo también compuso… (1986), con las voces de Las Limeñitas, Jesús Vásquez, Carmencita Pinglo (hija del autor de El plebeyo) y su propia hija, Lucy Avilés, con quien interpreta el simpático foxtrot Llegó el invierno.

Una de las cosas que hacen especial a Óscar Avilés es su capacidad para hacernos sonreír con su música. Pero no porque esté haciendo todo el tiempo humor musicalizado y mucho menos porque utilice recursos de comedia y chacota fácil. Lo que pasa cuando uno escucha sus canciones es que da gusto escuchar a un talentoso compatriota, tocando y cantando con sentimiento e ingenio, con respeto por la tradición que cultiva, divirtiéndose con la absoluta libertad del experto que sabe exactamente lo que se está haciendo. Dentro de la rica tradición de guitarristas nacionales, la obra musical de Óscar Avilés Arcos es un orgullo nacional que ahora, a cien años de su nacimiento -y diez de su muerte, ocurrida en el 2014 a los 90-, merecería mayor difusión que la que recibe.

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