Guitarra

[Música Maestro] Carlos Santana (77), el genial guitarrista mexicano, está instalado en la memoria de los oyentes de radios populares y convencionales a través de dos imágenes muy claras. La primera es la del desgarbado muchacho de 21 años que, aferrado a una Gibson SG y al frente de su intoxicante banda original -The Santana Blues Band-, alborotó a la muchedumbre hippie en el segundo día de Woodstock, el 16 de agosto de 1969, con incontenibles solos de guitarra, psicodélicas líneas de Hammond B-3 y percusionistas poseídos por el mismísimo demonio. 

Y la segunda apareció treinta años después, en 1999, cuando el ya respetado músico, recién atravesada la barrera de los 50, se convirtió en ídolo de los nuevos públicos con canciones de atildada producción y sonido aséptico, grabadas con varias estrellas del pop para su CD Supernatural, que se publicitó como una especie de renacimiento, como si todo ese tiempo en medio hubiera estado cruzado de brazos. Nada más falso.

Luego de su frustrada visita al Perú, en diciembre de 1971, siguieron dos décadas de intensa actividad, que podemos subdividir en dos periodos: de 1972 a 1980, nueve años marcados por la experimentación con el jazz-rock y la fusión, por entonces extremadamente en boga gracias al trabajo de músicos como Miles Davis, Sun Ra o John Coltrane. Y, posteriormente, entre 1981 y 1992, oncenio en el que se incorporó a los nuevos lenguajes sónicos del pop-rock sin perder su filiación latina y construyó, poco a poco, las bases que desembocarían en ese renacer comercial a puertas del siglo XXI.

Mientras que Santana, la banda, sigue vigente en programas radiales de música retro, con canciones propias como Samba pa’ ti, Guajira o No one to depend on o aquellos covers que terminaron haciendo suyos como Oye cómo va, del “Rey del Timbal” Tito Puente; Jingo, salvaje jam compuesto por el baterista nigeriano Babatunde Olatunji; Evil ways, composición de 1967 del nuyoricano percusionista de latin-jazz, Willie Bobo; o Black magic woman/Gypsy queen, en que unió en un solo tema las composiciones de dos admirados guitarristas de los años sesenta, el inglés Peter Green, líder de Fleetwood Mac, y el húngaro-americano Gábor Szabó; casi nada de su alucinante discografía posterior a 1971 logró colarse entre las preferencias masivas, salvo dos o tres excepciones. 

En esas dos décadas al margen de las tendencias y gustos populares –“nuestras canciones están en el Top 40 del Universo” dijo alguna vez-, Santana alcanzó logros relevantes que cimentaron su amplio prestigio como personaje fundamental de la realeza rockera, aunque las masas noventeras que aplaudieron éxitos radiales como Smooth o Corazón espinado no supieran exactamente de dónde venía ese extravagante señor con bigote, lentes oscuros y gorritos étnicos que salía tocando, con la boca abierta, al costado de sus adorados Rob Thomas, Wyclef Jean o Maná.

El guitarrista había llegado, a los 15 años, con sus padres y seis hermanos a San Francisco, proveniente de Tijuana, México y, aunque al principio rechazó el cambio -su padre José, mariachi y violinista, contó en 1972 que tuvieron que convencerlo entre lágrimas para salir de México pues el adolescente Carlitos se había encerrado en su casa para no viajar-, se conectó rápidamente con la subcultura musical afroamericana. Instalado en el epicentro artístico de la Costa Oeste, en 1967, se sumergió en la comunidad hippie, con todo lo que ello implica, y cortó durante dos años toda comunicación con su familia, con la cual retomó contacto poco antes del lanzamiento de su álbum debut, para comprarles con el dinero que le había adelantado CBS Records una enorme casa en el barrio chicano de Diamond Heights, San Francisco.

El sonido esotérico de Carlos Santana se inició, oficialmente, con su cuarta producción, Caravanserai (1972), palabra que nos remite a los alojamientos usados por las caravanas de comerciantes del Medio Oriente, esparcidas por toda la ruta de la seda durante las épocas de las grandes civilizaciones del mundo antiguo. La carátula -el anaranjado sol del atardecer sobre cielo celeste y las siluetas difuminadas de camellos avanzando por el desierto- expresa con claridad el espíritu del disco. Previamente, ese mismo año, Santana había lanzado un álbum en vivo junto al baterista y cantante Buddy Miles -ex integrante de la Band Of Gypsys de Jimi Hendrix- que recoge extensos y fumadazos jams en Hawaii.

Canciones del Caravanserai como Stone flower (cover de A. C. Jobim), All the love of the universe, Waves within y Eternal caravan of reincarnation conservan el sonido clásico del grupo y, a un tiempo, ofrecen atmósferas más volátiles y misteriosas. De la mancha de Woodstock -la que fue deportada por el general Velasco en 1971- quedaban Gregg Rolie (teclados, voz), el nicaragüense José “Chepito” Areas (percusión) y Michael Shrieve (batería). También Neal Schon, el guitarrista prodigio que había ingresado para el tercer disco. Doug Rauch, instrumentista virtuoso, reemplazó en el bajo al encarcelado David Brown mientras que el percusionista James Mingo Lewis cubrió a Michael Carabello en las congas. 

En ese tiempo, el mexicano había ingresado a una etapa personal de introspección espiritual, lo que trajo tensiones dentro del grupo pues hubo quienes lo acusaron de hipócrita y contradictorio. Carabello, uno de los fundadores de Santana fue el primero en irse, molesto porque el guitarrista decidió llamar a Joseph “Coke” Escovedo para cubrir a “Chepito” Areas quien había sido hospitalizado. Luego lo siguieron Brown, Rolie y Schon. Los dos últimos armaron, en 1973, la primera versión de Journey.

Ese esoterismo se tradujo en su adopción de las enseñanzas filosóficas del gurú indio Sri Chinmoy (1931-2007), a cuyo círculo llegó a través de dos colegas, el norteamericano Larry Coryell y el británico John McLaughlin, extraordinario músico de jazz-rock que, tras dos años con el combo de Miles Davis -en los álbumes In a silent way (1969), Bitches brew (1970) y Jack Johnson (1971)- formó su propia banda The Mahavishnu Orchestra. Santana, fascinado con el álbum debut de ese grupo, The inner mounting flame (1971), se hizo amigo cercano de McLaughlin y aceptó su invitación para grabar juntos.

El resultado de esa reunión fue el disco Love devotion and surrender, lanzado en junio de 1973. Allí Santana añadió a su nombre el apelativo “Devandip” palabra en sánscrito que significa “Luz y Ojo de Dios”. En el álbum, Santana y McLaughlin intercambian afiladas guitarras en un ambiente influenciado por la música medio oriental y el rock progresivo, para interpretar un par de composiciones de John Coltrane y otros vuelos cósmicos. El título pertenece a una de las canciones de Welcome, quinto disco de Santana, publicado tres meses antes, donde destacan Samba de Sausalito, When I look into your eyes y Flame-sky, escrita a dúo con McLaughlin.

1974 fue un año especialmente activo. Como parte de la gira promocional del LP Caravanserai, Santana y su nuevo grupo -Leon Thomas (voz, percusión), Tom Coster, Richard Kermode (teclados), Doug Rauch (bajo) y una potente sección de percusiones integrada por los sobrevivientes Shrieve, Areas y una leyenda del latin-jazz, el conguero cubano Armando Peraza, que venía de tocar con todos, desde Pérez Prado hasta Dave Brubeck- lanzaron un impresionante disco triple titulado Lotus, resumen de dos fechas en Osaka, Japón. Para la segunda porción de ese año, aparecieron dos álbumes más.

El primero de ellos se llamó Illuminations, plácida y semi sinfónica selección de composiciones en clave de free-jazz, a dúo con la fenomenal arpista/pianista Alice Coltrane, viuda de John. Con su aura fantasmal, este hermoso álbum representó un paso más hacia la profundización del mensaje musical de Santana. Illuminations fue la primera entrega de una trilogía de dedicada a la filosofía de Sri Chinmoy quien, por cierto, también era músico y componía volátiles melodías para estimular al subconsciente. 

Las otras dos fueron Oneness: Silver dreams-Golden reality (1979) y The swing of delight (1980), en los que Santana retoma la combinación de efervescentes ritmos latinos con ambientaciones reflexivas, alternando con estrellas de jazz de alto calibre como Herbie Hancock (piano), Wayne Shorter (saxo), Ron Carter (bajo) o Jack DeJohnette (batería). El guitarrista recuerda esas sesiones como las más desafiantes y satisfactorias de su carrera, al estar rodeado de “los mejores músicos del planeta”. Los resultados fueron de alta calidad, por supuesto. 

Borboletta, lanzado en octubre de 1974, es un disco mayoritariamente instrumental con un notable trabajo del saxofonista Jules Broussard, que no tuvo mayor repercusión a nivel comercial a pesar de contar con la colaboración de luminarias como el bajista Stanley Clarke o la pareja Flora Purim/Airto Moreira, integrantes en ese entonces de Return To Forever, banda de jazz-rock liderada por el tecladista Chick Corea. En este álbum de hipnotizante carátula -un mandala celeste con una mariposa al centro-, destaca una versión de Promise of a fisherman, clásico brasileño escrito por el trovador Dorival Caymmi, aunque desprovisto del hálito misterioso y tribal que le habían dado Sérgio Mendes y su orquesta Brasil ’77, en el LP Primal roots (1972).

Santana comenzó a retornar a las radios entre 1976 y 1979, con canciones como Carnaval (Festival, 1977), Dance sister dance (Amigos, 1976), All I ever wanted, Aqua marine (Marathon, 1979) o los covers de Classic IV y The Zombies, Stormy (Inner secrets, 1978) y She’s not there respectivamente, del doble Moonflower (1977), uno de los mejores de su catálogo que combinó temas antiguos en vivo con nuevas grabaciones en estudio como I’ll be waiting o la romántica Flor de luna. En medio de la locura por la música disco, el guitarrista insistió en promover ritmos latinoamericanos. 

Mención especial en este periodo merece la canción Europa (Earth’s cry heaven’s smile), del LP Amigos (1976), coescrita con Tom Coster, su tecladista en ese entonces, en medio de una gira por ese continente. El tema, un cadencioso bolero en que Carlos Santana da rienda suelta a todo su lirismo instrumental, se convirtió en uno de los favoritos del público y fue, desde entonces, grabada por distintos artistas como por ejemplo el saxofonista argentino Leandro “El Gato” Barbieri (LP Caliente! de 1976) o el baladista español Dyango, quien lanzó en 1991 su propia versión, con letra adaptada y la participación especial de Paco de Lucía. 

La espiritualidad de Carlos Santana definió también su imagen pública desde sus inicios, con las palabras de Jesucristo, Mahatma Gandhi, Paramahansa Yogananda y Martin Luther King Jr., entre otros, siempre presentes en cada entrevista que concedió entre 1971 y 1973. Pero una vez que se involucró en las enseñanzas de su nuevo gurú, se transformó en un personaje aun más etéreo. Sin embargo, ciertas exigencias de Chinmoy terminaron alejándolo de aquel círculo de meditaciones trascendentales. Aunque no renegó de lo aprendido, sí llegó a comentar que el maestro hindú reaccionó tan mal a su decisión que comenzó a llamar a todos sus amigos para prohibirles que hablaran con él por abandonarlo.

Los álbumes Zebop! (1981) y Shangó (1982) fueron dos intentos de Santana por reengancharse con públicos masivos, a través de canciones cercanas a la estética de esa década. Con una banda más definida, integrada por Alex Ligertwood (voz), David Margen (bajo), Graham Lear (batería), Richard Baker (teclados), Armando Peraza, Raul Rekow (congas) y el legendario timbalero de la Fania All Stars, el cubano Orestes Vilató, Santana presentó un sonido más fresco y moderno, con baladas inscritas en su tradicional sonido como I love you much too much, la rockera Winning y Hold on -otro cover, esta vez del canadiense Ian Thomas-, tema que tuvo mucha difusión gracias a un simpático videoclip en que aparecen él, su esposa Deborah y sus músicos en un baile de máscaras con juegos de feria popular.

Aunque su reconocido prestigio como guitarrista le permitía interactuar sobre los escenarios con pesos pesados como el John Lee Hooker, los gigantes del jazz Weather Report, la leyenda africana Salif Keita, las jam-bands Phish y Grateful Dead, entre muchos otros, sus discos durante los ochenta no tuvieron mucho impacto, con excepción de los singles Havana moon (1983), Say it again (Beyond appearances, 1985) y el álbum Blues for Salvador (1987), dedicado a su hijo Salvador, entonces de cuatro años, que le hizo ganar su primer Grammy (Mejor Presentación de Rock Instrumental). 

En 1988, CBS Records publicó el disco doble recopilatorio Viva Santana! para celebrar sus primeros veinte años de trayectoria, que incluyó algunas canciones inéditas como la descarga Bámbara y la salsa Ángel negro. Ese mismo año, salió de gira por EE.UU. y Europa con un supergrupo que armó con sus amigos Wayne Shorter (saxos), Patrice Rushen (teclados), Alphonso Johnson (bajo), Leon “Ndugu” Chancler (batería) y sus viejos colaboradores Armando Peraza y José “Chepito” Areas en percusión. Aquí, un botón de muestra en el Festival de Jazz de Montreaux de ese año.

A inicios de los noventa, Santana se volcó nuevamente al esoterismo conceptual, con sus álbumes Spirits dancing in the flesh (1990), Milagro (1992) y Santana Brothers (1993, junto a su hermano Jorge y su sobrino Carlos Hernández), los dos últimos con su nuevo sello discográfico, Polygram Records y un elenco musical que incluía a algunos de sus más recientes lugartenientes musicales, como el bajista Benny Rietveld, el timbalero Karl Perazzo o el tecladista Chester D. Thompson quien, después del conguero Raul Rekow, es el músico que más años ha trabajado con Santana, desde 1983 hasta 2009.

Durante dos décadas, de 1972 a 1992, Carlos Santana construyó una trayectoria discográfica impecable, con la sólida base formada por aquellos tres históricos álbumes lanzados entre 1969 y 1971. A finales de 1998, Clive Davis, productor y hombre fuerte de Polygram, le propuso relanzar su figura pública uniendo su inconfundible guitarra a un catálogo de artistas modernos, los más conocidos del momento. Este movimiento fue percibido por sus fans como una traición al espíritu libre y esotérico que lo caracterizó desde siempre. Pero eso, como dicen, es otra historia. 

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El pasado jueves 18 de abril, en su casa de Florida, falleció el guitarrista, compositor y cantante Forrest Richard Betts, conocido entre los amantes del rock clásico como Dickey Betts, integrante original de uno de los grupos más influyentes de lo que terminó llamándose “southern rock”, pero no solo de su sonido sino también de su imagen y actitud. Sus inspirados y electrizantes solos pasaban del country al blues, del blues al jazz y del jazz a la improvisación libre en un abrir de cerrar y ojos, construyendo impredecibles fraseos de puro sentimiento y filo, enmarcados en estructuras musicales fijas que evolucionaban hasta convertirse en extensos “jams” (*). Aunque su nombre no es conocido para nadie -salvo para expertos-, su inflamada Gibson Les Paul -a la que llamaba Goldie- y sus composiciones aseguraron la supervivencia del grupo, tras los trágicos decesos, en poco más de un año, de dos de sus miembros fundadores. Betts había cumplido 80 en diciembre del 2023.

(*) En terminología musical, “jam” o “jam session” es lo que pasa cuando músicos -a veces de un mismo grupo, a veces de varios- se juntan para tocar sin previo ensayo o preparación y van elaborando pasajes instrumentales por inspiración espontánea. Aunque proviene del jazz clásico, se comenzó a aplicar también, en los setenta, en contextos rockeros. En el universo de la salsa/latin jazz el equivalente es “la descarga”. Y en Argentina se acuñó el término “zapada”, para referirse a lo mismo. 

En la larga tradición del rock norteamericano, The Allman Brothers Band es una de las columnas vertebrales, un crisol de influencias y virtuosismos que, en su momento, dejó boquiabiertos a quienes tuvieron la fortuna de verlos en vivo y en directo. El nombre del grupo alude a una pareja de hermanos nacidos en Nashville (Tennessee) pero criados en Florida, que venían tocando en diversos ensambles de rock y blues desde comienzos de los sesenta hasta que el mayor, Duane, consiguió trabajo como guitarrista de sesiones al otro lado del país, en los históricos Estudios FAME (Muscle Shoals, Alabama), donde grabó con astros del R&B y el soul como Aretha Fanklin, Wilson Pickett, entre otros; mientras que el vocalista/tecladista Gregg, un año menor, se mudó a Los Angeles, California. Allí, los “brothers” se reunieron nuevamente en 1969 con intención de armar un grupo para hacer música propia.

En solo dos años y medio, entre diciembre de 1969 y marzo de 1972, la banda de los hermanos Allman cambió el panorama del blues-rock que se tocaba hasta entonces. Sus álbumes The Allman Brothers Band (1969) e Idlewild south (1970) mostraron a dos guitarristas extremadamente virtuosos que, aun bajo las restricciones de los estudios de grabación, sorprenden por su ilimitada capacidad para combinar estilos y cruzar funciones. Por un lado, Duane Allman, intuitivo y sinuoso gracias a su dominio de la slide; y Dickey Betts, contundente y creativo, de inagotable precisión, con canciones que pasaron de inmediato al canon del rock clásico como Dreams, It’s not my cross to bear, Trouble no more -original de 1955 del bluesero Muddy Waters (1913-1983), Midnight rider o el instrumental Don’t want you no more, del británico Spencer Davis. 

Pero si uno quiere realmente introducirse en el universo sonoro del sexteto original -que completaban el bajista Berry Oakley y los bateristas/percusionistas Jai Johany “Jaimoe” Johanson y Butch Trucks-, lo mejor es escuchar el disco doble en directo At Fillmore East, que resume dos noches de marzo de 1971 en la legendaria sala de conciertos neoyorquina, regentada por el productor Bill Graham (1931-1991). Desde el poderoso inicio con Statesboro blues -adaptación de un tema escrito en 1928 por Blind Willie McTell (1898-1959) hasta los más de veinte minutos de Whippin’ post, compuesta por Gregg Allman para el LP debut y que se convertiría en uno de sus imperecederos emblemas, este álbum es un viaje, en todos los sentidos posibles, que recoge la intensa dinámica de The Allman Brothers Band en vivo.

Aunque los reflectores solían concentrarse en los Allman, esto no dañó para nada el funcionamiento colectivo del grupo, que se entendía a sí mismo como una familia, más allá de los apellidos. Betts y Oakley venían de tocar juntos en una banda llamada The Second Coming y fueron siempre muy unidos, mientras que Trucks y Jaimoe conocían a Duane desde sus sesiones en Muscle Shoals. La unidad de este combo imbatible de blues-rock pudo haberse quebrado para siempre tras las muertes de Duane Allman y Berry Oakley, ocurridas en octubre de 1971 y noviembre de 1972, respectivamente. Ambos murieron a la misma edad, 24 años. Y por el mismo motivo, accidentes en sus motocicletas. Sin embargo, el grupo siguió adelante y, casi sin descansar, decidieron homenajear de manera permanente a sus hermanos caídos con interminables giras y una cadena de álbumes hasta su primera separación en 1976.

“Yo soy el guitarrista famoso, pero Dickey es el mejor” solía decir Duane, cuando le preguntaban por su cómplice en esto de las guitarras dobles, una práctica en la que fueron pioneros. El joven guitarrista había adquirido estatus de leyenda de las seis cuerdas e incluso gozaba de la admiración de connotados colegas como Eric Clapton, con quien trabajó en el disco Layla and other assorted love songs (1970), uno de los mejores álbumes de esa época. Tras su mortal accidente, Betts asumió las funciones de líder, apoyando a Gregg durante la profunda depresión en la que cayó por la muerte de su hermano. Pero, además de esa valentía y voluntad de hierro, Betts contribuyó con composiciones originales que, con el paso de los años, fueron conformando el catálogo básico para cualquier lista de reproducción o recopilación de éxitos de la banda. Por ejemplo, tenemos Revival (Idlewild south, 1970), Southbound (Brothers and sisters, 1973) o Blue sky (Eat a peach, 1972). Y están, por supuesto, los instrumentales.

In memory of Elizabeth Reed -nombre que Betts sacó de una de las lápidas del cementerio Rose Hill de Georgia para ocultar la verdadera identidad de la mujer que lo inspiró para componerla- condensa, en los casi siete minutos de la versión original, incluida en el segundo álbum del grupo (Idlewild south, 1970), la quintaesencia del sonido de The Allman Brothers Band: el intercambio entre solos y riffs de las dos guitarras, el crecimiento paulatino de acordes suaves a la frenética parte final, la base rítmica del bajo y las dos baterías, el profundo y casi litúrgico Hammond B-3. Se trata de uno de los momentos cumbre del rock de los setenta, en una época de enorme creatividad esparcida por todos lados y la aparición permanente de bandas dispuestas a destronarse mutuamente. Aquí podemos escuchar la versión acústica que grabaran en vivo, en 1994.

Brothers and sisters (1973), el primer disco que lanzaron tras la doble tragedia motera, demostró que había The Allman Brothers Band para rato. Exhibiendo una sorprendente capacidad de recuperación y a pesar del consumo indiscriminado de distintas sustancias, los cuatro restantes, apoyados por el pianista Chuck Leavell y el bajista Lamar Williams, ratificaron su ascendencia entre los rockeros más duros con una selección de canciones interpretadas con pasión y pulcritud. Wasted words, escrita por Gregg, contiene finos fraseos de guitarra slide de Betts, quien además firma cuatro de las siete canciones del disco, entre ellas el brillante instrumental Jessica -dedicado a su hija- y un tema que, a la larga, sería su único single Top 10, de letra simple que le habla al oído y por igual al camionero, al obrero de construcción, al oficinista o al músico trashumante que va de carretera en carretera-, y que se escucha hasta ahora en las estaciones radiales norteamericanas especializadas en rock clásico, Ramblin’ man.

Los años siguientes, Dickey Betts combinó su trabajo en The Allman Brothers Band con una serie de intermitentes lanzamientos solistas. Altamente recomendable es, por ejemplo, el LP Highway call (1974), su primer lanzamiento como líder, en la misma línea del country-rock que hiciera populares a agrupaciones como Eagles, Nitty Gritty Dirt Band o The Flying Burrito Brothers, ligeramente al margen de las largas exploraciones instrumentales de su banda matriz, con la excepción del tema Hand picked, que casi alcanza los quince minutos de duración. También en esos años publicó los álbumes Dickey Betts & Great Southern (1977, donde destaca Bougainvillea) y Atlanta’s burning down (1978), con su propio grupo llamado The Great Southern, a veces presentado como The Dickey Betts Band y que, en años posteriores, cruzó caminos y surtió de nuevos integrantes a The Allman Brothers Band, como los guitarristas Dan Toler (1979-1982) y Warren Haynes (de 1990 en adelante).

A pesar de su importancia dentro del engranaje musical y artístico de The Allman Brothers Band, el perfil público de Dickey Betts se mantuvo siempre bajo. Si bien es cierto los seguidores del grupo tenían claro su papel, lo general es que se le identificara como un integrante “secundario”. Conocido por su gesto adusto, característico bigote delgado y carismática imagen de rudo vaquero/motociclista -que inspiró a uno de los personajes de Cameron Crowe, el divo guitarrista de la banda Stillwater de su recordada película Almost famous (2000)-, Betts fue desarrollando, quizás por ese motivo, una personalidad renegada, casi ausente. Un episodio, narrado hace pocos días en la revista especializada Rolling Stone, nos da un vistazo del carácter irascible del fallecido músico: 

“En 1993, Dickey Betts fue invitado a tocar en el evento de inauguración y toma de mando de Bill Clinton, junto a Bob Dylan, The Band, Stephen Stills, entre otros… Tras bambalinas, según cuenta él mismo, Betts se cruzó con “uno de esos idiotas de saco y corbata” que le dijo: “tienes que cortar algo de leña antes de tocar con los famosos”. Betts enfureció y golpeó al tipo, que cayó noqueado encima de Dylan, mientras este descansaba sobre un sofá. Betts tuvo miedo de haberle pegado a un congresista, pero resulta que era un compadre que trabajaba con uno de los artistas invitados. “Sentí alivio…”, dijo Betts. “Estaba seguro de que vendrían a arrestarme”.

Esa clase de reacciones le trajo más de un problema, entre arrestos y denuncias por agresión, como aquella vez en que terminó preso por golpear a dos efectivos policiales en 1976. Además de ello, su indomable comportamiento comenzó a provocar tensiones al interior de la banda, dañando la relación con sus compañeros y, en especial, con Gregg Allman. El año 2000, justo cuando el grupo inició sus históricas apariciones anuales en el Beacon Theater de New York, que se extendieron hasta el año 2014, Gregg terminó sacándolo -a través de una carta firmada por el resto del grupo- de The Allman Brothers Band, debido a sus excesos alcohólicos. Betts respondió a aquel despido con dos discos de gran factura, Let’s get together (2001) y The collectors #1 (2002). Luego de ello, Dickey Betts y Gregg Allman se enfrascaron en agrios problemas legales y dejaron de dirigirse la palabra durante años. Sin embargo, el díscolo guitarrista logró limar sus asperezas con su amigo de toda la vida, poco antes de su fallecimiento.

Al escuchar Hittin’ the note (2003), la última producción oficial en estudio de The Allman Brothers Band -la única sin Dickey Betts-, se puede percibir en el aire que algo falta, aun cuando el trabajo de las dos nuevas guitarras en la banda es extraordinario (escuchen, por ejemplo, Instrumental illness o Desdemona). Eso de “nuevas guitarras” es, por cierto, un decir, puesto que Warren Haynes (64) y Derek Trucks (44) ya no eran, para ese momento, novatos. El primero, eximio ejecutante de la guitarra slide y excelente vocalista, llegó a la banda de la mano de Betts y el segundo, sobrino del baterista Butch Trucks, fue considerado un niño prodigio -comenzó a tocar en conciertos a los 9 años. Ambos, además, hicieron su camino propio con dos grupos derivados: Gov’t Mule, fundado por Haynes junto al bajista Allen Woody (1955-2000), miembro de The Allman Brothers entre 1990 y 1997; y, por el lado de Derek, The Tedeschi Trucks Band, junto a su esposa Susan.

Con la muerte de Dickey Betts, solo un integrante del sexteto original queda vivo, el baterista Jai Johany “Jaimoe” Johanson, que el próximo julio cumplirá también 80 años. En el 2017, cuatro décadas y media después de los fatales accidentes sufridos por Duane Allman y Berry Oakley, fallecieron los dos restantes, Butch Trucks y Gregg Allman. El primero se suicidó a los 69, debido a múltiples problemas económicos. Y en cuanto al menor de los Allman, sucumbió al cáncer de hígado, a la misma edad, tras años de batallar con dicha enfermedad. Betts, retirado del ambiente musical desde el 2014, reconoció en una de sus últimas entrevistas haber cometido muchos errores en su vida pero también se mostró orgulloso de su reconciliación con Gregg: “He tenido una buena vida y no me quejo. Hice bien mi trabajo y nada de lo que haga ahora podrá superar aquello por lo que me hice conocido. Tengo el mayor de los respetos por Gregg. Toda esa historia de que nos odiábamos es pura mierda, ¡yo amaba a ese viejo maldito!”. Genio y figura, hasta la sepultura.

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Allman Brothers Band, Dickey Betts, Guitarra, rock clásico, Southern Rock

No existe artista local que represente el espíritu del criollismo mejor que don Óscar Avilés. Más allá de los reduccionismos superficiales y repetitivos a los que nos tienen acostumbrados los medios masivos en fechas como Fiestas Patrias, el Día de la Canción Criolla o los partidos de la selección, aquello de “La Primera Guitarra del Perú” fue ganado a pulso por este excepcional guitarrista y compositor, siempre sencillo, carismático y jovial, profundo conocedor del acervo musical folklórico de la Lima popular, esa que hoy ha sido engullida por los conos, los horribles edificios y los extorsionadores del Tren de Aragua. 

Su aparición en la música criolla, a finales de los años cuarenta, coincidió con los comienzos de la industria discográfica, por lo que ayudó enormemente a profesionalizar un estilo que llevaba treinta años de desarrollo orgánico en zaguanes y quintas de barrio. Sus bordones, transiciones y trinos, sus guapeos y llamadas, como esos clásicos “¡toma!”, “¡andar, andar!”, “¡se acaba!” (influenciado por las chacareras argentinas) o “¡voy arriba!” (para indicar que va a soltar la voz en la escala más alta permitida por la tonalidad del tema que está interpretando) que inserta aleatoriamente en cada una de sus canciones, constituyen el ABC de cómo debe sonar un buen vals –los puristas del género dirían “valse”-, una marinera limeña, un tondero o una selección de saltarinas polkas. 

Curiosamente, esa habilidad con las seis cuerdas, registrada en más de setenta producciones discográficas, es en realidad poco conocida por el público en general, en su dimensión más extensa. Si revisamos los “homenajes” que le hacen cada cierto tiempo en radios y canales de televisión, veremos que ponen siempre las mismas canciones: Y se llama Perú, Contigo Perú y la marinera Esta es mi tierra, todas escritas por Augusto Polo Campos (1932-2018), a pedido del general Juan Velasco Alvarado para los Mundiales de 1970 y 1978; o repiten hasta el aburrimiento la actuación en la OEA, junto a su compadre Arturo “Zambo” Cavero, promovida en 1987 por un olvidable ministro aprista. 

Esto deja su amplia obra en la oscuridad, solo para disfrute de especialistas y amantes de la música que hoy pueden, a través de YouTube, enterarse de aquellas cosas que no son importantes para los medios comunes y corrientes, por esa odiosa predisposición a mezquinar espacios en sus programaciones a la hora de cubrir opciones culturales, distintas de aquello que sí les asegure consumo masivo y rating. 

De hecho, que la música de Óscar Avilés -quien mañana, 24 de marzo, cumpliría cien años- no sea actualmente conocida ni masiva es solo una muestra más de la degradación que caracteriza a nuestro ecosistema mediático, un hecho que por supuesto no es de ahora, sino resultado de décadas de descuido y empobrecimiento en la difusión de la música popular hecha en el Perú. Como tantos otros referentes de nuestra cultura contemporánea, Avilés se ha convertido en un símbolo pintoresco -un cuadro de Cherman, una mueca de Los Juanelos-, desprovisto de su primordial sentido, el musical, por el que será merecidamente recordado esta noche en un concierto, en el Gran Teatro Nacional. Dos de sus hijos, Óscar Jr. y Lucy -dedicados desde hace años a conservar su legado musical- son los organizadores de este espectáculo llamado Óscar Avilés: 100 años de peruanidad.

Para quienes provenimos de familias limeñas de clase media, los primeros ecos de la guitarra de Óscar Avilés se ubican en nuestros años infantiles, en esas jaranas caseras que trataban de recrear las originales, aquellas que cerraban, en otros tiempos, quintas y callejones en los barrios antiguos del centro de Lima, Breña, el Callao o La Victoria. En esas francachelas familiares, los mayores entonaban valses y marineras de la Guardia Vieja como Comarca, Amor iluso, Querubín, Lima de octubre, Embrujo, La veguera, La palizada y muchas otras, que Avilés grabó con el Conjunto Fiesta Criolla, entre 1956 y 1964. Picaditas y alegronas, estas melodías recogían la sabiduría popular de los primeros criollos, con amplio protagonismo de guitarras y castañuelas.

Previamente, Avilés había integrado Los Morochucos, uno de los tríos fundamentales para entender la música criolla de esa época. Con discos de larga duración como Recuerdos de Los Morochucos (1962), En Hollywood (1965) o Antología del vals peruano (1966), esta agrupación le dio un sonido elegante y acompasado al vals criollo, con un repertorio que integraba los clásicos de la Guardia Vieja con las nuevas creaciones de Chabuca, Polo Campos y otros. En paralelo, Óscar Avilés demostró ser un músico extremadamente inquieto, trabajando como productor discográfico, profesor de guitarra -había estudiado en el Conservatorio Nacional de Música- y dirigiendo/editando una enorme cantidad de recopilaciones para promover artistas nacionales, siempre con los sellos Sono Radio, Odeón del Perú e Iempsa. En 1959, por ejemplo, grabó varias canciones con Alicia Maguiña, como Mi corazón y Todo me habla de ti. Cuatro décadas después, ambos editarían los CDs Juntos (1996), Por siempre juntos (1999) y Unidos por marineras & tonderos (2000), sellando una larga relación de amistad y música peruana.  

Además, se daba tiempo para lanzar sus propios discos, dejando testimonio de su particular estilo como guitarrista, concentrado en los silencios, los solos y trinos repentinos y ese típico repiqueteo que motivó en Chabuca Granda la frase “Óscar Avilés desterró el tundete”, cuando decidió llevárselo por toda Latinoamérica, luego de grabar con él Dialogando (1967), histórico LP en el que la compositora interpreta, por primera vez, sus creaciones. Entre esos discos como solista podemos mencionar el instrumental Otra vez, Avilés (1964), junto con sus colegas Víctor Reyes y Pepe Torres -el otro gran guitarrista de esa época-; Así nomás (1967), con coros y clarinetes; y los dos volúmenes de Valses peruanos eternos, una fina selección de arreglos que grabó acompañado por Las 100 Cuerdas Románticas de Augusto Valderrama, publicados en 1968 y 1969. Años después, en 1982, Avilés repetiría esta experiencia de grabar con orquesta, esta vez bajo la dirección y arreglos de Víctor Cuadros, en un elegante LP llamado Un Perú en sinfonía. 

En medio, Óscar Avilés participó, como guitarrista y director, de grabaciones importantes que definieron momentos cumbre del vals peruano como, por ejemplo, el disco Cuatro voces, un estilo de Los Hermanos Zañartu (1968), donde apareció la versión definitiva de Mi Perú, composición de Manuel “Chato” Raygada Ballesteros (1904-1971), considerado “el segundo himno nacional”. O el LP ¡Viva el Perú… carajo! (Discos Decibel, 1969), haciéndole fondo de arpegios y bordones al recordado actor arequipeño de cine, teatro y televisión Luis Álvarez (1913-1995) mientras recitaba ese poema nacionalista escrito por el periodista iqueño Jorge “El Cumpa” Donayre. La voz tronante de Álvarez declama, con vehemencia y seseo telúrico, estos versos de orgullo nacional, serrano, costeño y selvático, en una época en que la noción de “identidad nacional” estaba lejos de ser siquiera un proyecto de país (hoy supuestamente lo es, aunque solo de manera declarativa). 

En esas dos primeras décadas de su trayectoria musical, el artista nacido en el Callao acumuló prestigio como guitarrista creador de un estilo único, respetuoso del sonido de los barrios, perdido en un tiempo sin tecnologías. Sin embargo, fue el cronista de espectáculos Guido Monteverde (1925-1996) quien lo animó a cantar por primera vez. Hasta ese momento, había acompañado a otros cantantes -en Fiesta Criolla las voces eran Francisco “Panchito” Jiménez y Humberto Cervantes; en Los Morochucos, Alejandro Cortez y Augusto Ego-Aguirre- pero en esta ocasión, el LP Solo Avilés (1971) mostró ese tono agudo y potente, con el que Avilés nos trasladó a las jaranas de rompe y raja con sus creativas armonías y esa forma tan personal de interpretar, improvisando líneas y salpicando cada fraseo con esos sorpresivos guapeos y llamadas, a veces en sentido contrario de la melodía principal. 

A partir de entonces se definió el perfil de Óscar Avilés como exponente del criollismo más auténtico. Valses de inicios del siglo XX como Aurora, cuya letra estaría basada en un poema del tacneño Federico Barreto pero que figura firmada, desde los años sesenta, por Nemesio Urbina; Zoila Rosa de Manuel Covarrubias (1896-1971); o el tondero La gripe llegó a Chepén, adquieren nueva vida en su voz y guitarra. Este disco incluye las canciones Vals del cucuneo y Polka del cucuneo, ingeniosos y divertidos juegos de palabras. Como si faltara más, Avilés corona el álbum con dos excelentes instrumentales, Idolatría (Óscar Molina, 1928) y Rosa Elvira (Carlos Saco/Pedro Espinel, 1935). En 1985 lanzaría En sabor y guapeo, conteniendo otras melodías rescatadas del cancionero criollo más antiguo como Compréndeme (de autor desconocido, recopilado por Avilés), La batalla de Arica, La sirena (David Suárez), Falsedad (Manuel Covarrubias), Las esdrújulas (Felipe Pinglo Alva) o Burlona (Porfirio Vásquez), canciones que llevan en su ADN lo mejor del criollismo musical, pícaro y popular.

Desde 1973, Óscar Avilés inició una de las sociedades más prolíficas del ambiente artístico nacional, junto al vocalista y cajonero Arturo “Zambo” Cavero (1940-2009). Durante los siguientes diez años, el dúo produjo los álbumes Únicos, Óscar Avilés & Arturo “Zambo” Cavero (1973), ¡Son nuestros! (1976), Siempre juntos (1978), Les traemos… El Chacombo (1981) y Siguen festejando juntos (1984), siempre con el sello Iempsa, infaltables en cualquier colección de música criolla que se respete. Esta etapa es la más conocida para los nuevos públicos por su permanente difusión a través de los años. 

La amistad y colaboración entre Avilés y Cavero se mantuvo inalterable a través de los años, conservando su frescura y química a pesar de que la escena del criollismo estaba cada vez más debilitada por los nuevos gustos del público. Al dúo se sumó, en diversas ocasiones, la recordada cantante Lucila Campos (1938-2016), con los discos Valseando festejos, Seguimos valseando festejos (1982), ¡Qué tal trío! (1983) y Sabor y más sabor (1988). Todos conservan el sonido clásico de nuestra música, pero evidencian también una modernización al incorporar al ensamble tradicional -guitarras, cajones, castañuelas- instrumentos como bajo eléctrico, teclados y secciones de metales. 

En YouTube circula, desde el año 2014, un video titulado Guitarra Magistral, en el que podemos apreciar a un Óscar Avilés algo mayor pero todavía entero, vestido elegantemente y sin problemas de salud, ofreciendo una clase maestra, en la que explica cómo sonaba la música criolla en los Barrios Altos y La Victoria, descompone el desarrollo de su estilo, recuerda algunos pasajes de su larga carrera y presenta a legendarios cantores de voces agudas y jaraneras como Rodolfo Vela Lavadencia, Arístides Rosales Castillo y Alfredo Leturia Almenara, a quienes hace segunda voz en canciones de la Guardia Vieja como Hasta las mansas palomas, La despedida de Abarca -poema de Mariano Melgar musicalizado- y Fin de bohemio (Pedro Espinel). Una joya para los nostálgicos del toque y canto criollo de antaño.

Una de las canciones más difundidas de don Óscar Avilés es, por supuesto, Olga, vals compuesto por el limeño Pablo Casas Padilla (1912-1977) que fue lanzado como single en 1978, con la voz de otra leyenda anónima del criollismo tradicional, el cantante y guitarrista victoriano Ricardo “Curro” Carrera, otra de esas acciones de Avilés para recuperar del olvido a aquellas personas que dieron forma a nuestra música. El tema fue regrabado por Avilés, esta vez con su compadre Cavero, para el disco Seguimos valseando festejos (1982). En esa época, Avilés reflotó las carreras del dúo La Limeñita y Ascoy y del vocalista chiclayano Francisco “Panchito” Jiménez (1920-2014), su compañero en el Conjunto Fiesta Criolla, acompañándolos en agradables discos que ambos publicaron en 1980, que suenan a jarana y reunión familiar, con valses, marineras, tonderos y polkas de todas las épocas. En medio, Avilés lanzó un homenaje a Felipe Pinglo Alva, titulado El gran Pinglo también compuso… (1986), con las voces de Las Limeñitas, Jesús Vásquez, Carmencita Pinglo (hija del autor de El plebeyo) y su propia hija, Lucy Avilés, con quien interpreta el simpático foxtrot Llegó el invierno.

Una de las cosas que hacen especial a Óscar Avilés es su capacidad para hacernos sonreír con su música. Pero no porque esté haciendo todo el tiempo humor musicalizado y mucho menos porque utilice recursos de comedia y chacota fácil. Lo que pasa cuando uno escucha sus canciones es que da gusto escuchar a un talentoso compatriota, tocando y cantando con sentimiento e ingenio, con respeto por la tradición que cultiva, divirtiéndose con la absoluta libertad del experto que sabe exactamente lo que se está haciendo. Dentro de la rica tradición de guitarristas nacionales, la obra musical de Óscar Avilés Arcos es un orgullo nacional que ahora, a cien años de su nacimiento -y diez de su muerte, ocurrida en el 2014 a los 90-, merecería mayor difusión que la que recibe.

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[MÚSICA MAESTRO]  El encuentro del pequeño James Patrick con la guitarra fue una cosa fortuita, accidental. Lo cuenta con naturalidad, sin poses, durante la entrevista que concedió en el 2020 a Classic Rock Magazine, centrada en el lanzamiento, durante ese año pandémico, de Jimmy Page: The Anthology (Genesis Publications), autobiografía de 400 páginas que incluye registros fotográficos de cada etapa de su intensa y espectacular vida, desde su primera actuación en público, como corista en una iglesia, a los 8 años. Page, un verdadero referente mundial del rock como género musical, expresión artística y fenómeno de masas, cumplió 80 el pasado martes 9 de enero.

“En realidad, fue la guitarra la que me encontró a mí -dice Page-. Y lo alucinante en la ecuación es que en mi familia no había nadie que la tocara… Y cuando nos mudamos de Feltham a Miles Road en Epsom -Surrey, a 15 millas del sur de Londres- había una guitarra acústica vieja, desafinada pues nadie la tocaba quién sabe desde cuándo, que los dueños anteriores de la casa habían dejado abandonada ahí. Ese fue un acontecimiento revelador y extraño…” Desde ese momento, el instrumento de seis cuerdas se volvería parte de su organismo de forma casi literal.

No había lugar a donde Jimmy no caminara sin aquella vieja guitarra -la tienda, la iglesia, la escuela- y aprendió a tocarla solo, escuchando radio y buscando reproducir cada sonido, de oído. Su padre entendió rápidamente la vocación y talento del niño y le compró, como regalo doble por Navidad y su cumpleaños, una linda guitarra acústica Hofner Senator -la misma que usaban legendarios violeros del jazz como Charlie Christian (1916-1942) o Wes Montgomery (1923-1968)-, dándole sentido a su vida para siempre.

La trayectoria artística de Jimmy Page es brillante y excesiva, todo lo que se puede esperar de una superestrella de las etapas doradas del hard-rock de estadios. Su nombre es sinónimo de Led Zeppelin, el cuarteto que, en un periodo de doce años, realizó un trabajo discográfico cuya calidad, contundencia, inventiva e influencia resuenan hasta ahora. Desde Kiss hasta Greta Van Fleet, todos reconocen a Led Zeppelin como su principal inspiración y escuela sobre cómo debe verse y sonar una banda de rock pura y dura.

Led Zeppelin fue un monstruo de cuatro cabezas: la potencia inagotable de John Bonham (batería), el cerebral virtuosismo de John Paul Jones (bajos, teclados, mandolinas), la arrolladora sensualidad de Robert Plant (voz) y la magia endemoniada de Jimmy Page (guitarras), la suma perfecta de cuatro talentosas y carismáticas individualidades. Al mismo tiempo, todo en el cuarteto tuvo que ver con la impronta creativa de Page. Desde sus orígenes en 1968 hasta su abrupto final, el 25 de septiembre de 1980, día de la prematura muerte de “Bonzo” a los 32 años, tragedia que sucedió en la casa del guitarrista, principal compositor, productor e ideólogo de Led Zeppelin.

Pero la carrera musical de Jimmy Page no comenzó allí. En 1963, el futuro chamán de apariencia fantasmal inició un fructífero trabajo como guitarrista de sesión. Antes de llegar a los 20, ya lo contrataban para grabar en estudios para distintos artistas, muchas veces sin recibir crédito por ello, aunque sí muy buenas pagas para un joven de su edad. Page recuerda esas épocas como “muy didácticas” pues le permitieron entender cómo funcionaban la dinámica de hacer un disco, qué hacer y qué no en un estudio de grabación, cómo ir mejorando su técnica para ser más eficiente y aprovechar al máximo los recursos que tuviera a su disposición.

En esos años (1963-1966), Jimmy Page colaboró en grabaciones de los singles I can´t explain de The Who (1964), I’m not saying de Nico (1965), la vocalista alemana que se uniría después al combo psicodélico neoyorquino The Velvet Underground y en tres canciones del álbum debut de The Kinks (1964). Asimismo, tuvo ocasión de trabajar con los Beatles, haciendo música incidental para el film A hard day’s night (Richard Lester, 1964) y con el guitarrista original de los Rolling Stones, Brian Jones, en la banda sonora de la película alemana A degree of murder (Mort und totschlag, Volker Schlöndorff, 1966). Ya comprometido al 100% con Led Zeppelin, Page colocó su guitarra en la grabación más famosa de Joe Cocker (1944-2014), el cover de With a little help from my friends, incluido en su álbum debut de 1969.

A mediados de 1966, Page se unió a The Yardbirds, donde estaba su colega Jeff Beck quien, a su vez, había ingresado un año antes para reemplazar a otro amigo en común, Eric Clapton. Jimmy, de 22 años, llegó para cubrir la plaza de bajista abandonada por Paul Samwell-Smith. Poco después, intercambió instrumentos con Chris Dreja, segunda guitarra de The Yardbirds, e hizo dúo con Jeff Beck, como quedó inmortalizado en esta escena de Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966). Con The Yardbirds, Jimmy Page solo grabó un puñado de singles como Happenings ten years time ago, Psycho daisies o Ten little Indians, además del larga duración Little games (1967), que incluye White summer, una composición instrumental suya que le sirvió, años después, de base para Over the hills and far away, uno de los temas del quinto disco de Led Zeppelin, Houses of the holy (1973).

Los otros integrantes de The Yardbirds, Chris Dreja, Jim McCarty y Keith Relf, un poco saturados después de años de imparables giras y abrumados por el filo experimental que Page iba imprimiendo al sonido del grupo, decidieron renunciar. En el 2017 se publicó un disco en vivo titulado Yardbirds ’68, donde podemos escucharlos con Jimmy Page al frente, tocando clásicos como Heart full of soul o Shapes of things pero también una alucinada versión pre-Zeppelin de Dazed and confused. En esta última etapa de The Yardbirds, Jimmy Page comenzó a tocar su guitarra eléctrica usando un arco de cello, extravagancia que le sugirió un miembro de la prestigiosa Royal Philharmonic Orchestra de Londres y que se convirtió en una de sus marcas registradas durante los setenta.

Jimmy Page decidió rearmar el grupo como The New Yardbirds. Para ello, convocó a Terry Reid, como reemplazo de Keith Relf (voz). Reid desistió y le recomendó a un colega, Robert Plant quien, a su vez, trajo consigo a su amigo de la infancia, el baterista John Bonham, para el lugar de Jim McCarty. Por su parte, John Paul Jones, bajista y arreglista que se había cruzado con Page en numerosas sesiones de grabación, ofreció personalmente su participación. Para la segunda mitad de 1968, lo que el mundo conocería como Led Zeppelin ya rondaba por el circuito londinense de conciertos.

La discografía oficial de Led Zeppelin consta de nueve discos en estudio y uno en vivo, el portentoso The song remains the same (1976), basado en la película del mismo nombre que documenta los conciertos que ofrecieran en el Madison Square Garden de New York, del 27 al 29 de julio de 1973. Como hablar de la fascinante historia de Led Zeppelin merece un artículo aparte, nos limitaremos a decir que se trata de uno de los cuerpos de trabajo más sólidos y con menos altibajos de la historia del rock. La química existente entre Robert Plant, Jimmy Page, John Paul Jones y John Bonham era imbatible. Cada una de sus grabaciones estimula y sacude los sentidos de quien decide entregarse a la catarsis del sonido pesado, voluptuoso y abrasivo de esta increíble banda.

Jimmy Page fue el responsable directo de ese ataque redondo y en constante evolución. Desde los primeros acordes de Good times, bad times, que abre su debut (Led Zeppelin I, 1969), hasta el lacerante solo y los envolventes teclados de John Paul Jones en I’m gonna crawl, que cierra el octavo y último LP (In through the out door, 1979), sus magistrales riffs, electrizantes solos e innovadoras técnicas de producción dominan esta avalancha de himnos rockeros que tienen de blues, proto-heavy metal, folk acústico, fusiones con texturas sinfónicas, progresivas y medio orientales.

Para los oyentes más convencionales tenemos clásicos como Rock and roll, Black dog (Led Zeppelin IV, 1971), D’yer mak’er (Houses of the holy, 1973) y All my love (In through the out door, 1979), de rotación regular en las programaciones radiales. O la poesía electroacústica de Stairway to heaven (Led Zeppelin IV, 1971) que uno no se cansa de escuchar por más que la repitan, sobre todo si recibe tratamientos como este (click aquí). Y para los más especializados, tenemos el vertiginoso minuto y medio inicial de The song remains the same (Houses of the holy, 1973), la fuerza telúrica de Immigrant song (Led Zeppelin II, 1969) o Out on the tiles (Led Zeppelin III, 1970), el intenso jam de What is and what should never be (Led Zeppelin II, 1969) o los misteriosos cambios de In my time of dying (Physical graffiti, 1975).

En total son 81 canciones de puro músculo, destreza interpretativa, autenticidad y emociones desenfrenadas, con momentos luminosos –Tangerine (Led Zeppelin III, 1970)-, oscuros –Nobody’s fault but mine (Presence, 1976)-, sublimes –The rain song (Houses of the holy, 1973), enigmáticos –Kashmir (Physical graffiti, 1975) o lujuriosos –Whole lotta love (Led Zeppelin II, 1969). Led Zeppelin lo tenía todo, gracias a la superdotada guitarra de Jimmy Page. Además de eso, su imaginación y búsqueda de elementos innovadores fueron redondeando un carácter inquieto, independiente y libre de prejuicios musicales, por lo que incorporó otras sonoridades como del Medio Oriente y el África Norte. O de la India, una pasión que compartió con otros contemporáneos como Brian Jones (The Rolling Stones) o George Harrison (The Beatles). De hecho, Jimmy Page fue uno de los primeros músicos británicos en tener un sitar, que le consiguió su padre a través de unos compañeros de la fábrica en la que trabajaba, migrantes de India.

Jimmy Page cautivaba al público con su imagen, sus vestuarios y hábitos sobre el escenario, con esa aura de ingravidez espectral que lo hacía amenazante y atractivo a la vez. Además de su carisma, Page desarrolló un interés muy serio por el ocultismo, especialmente por los trabajos de Aleister Crowley (1857-1947), el famoso filósofo y artista británico experto en magia negra y satanismo, lo cual aportó más misterio a su personaje público. En 1972 recibió el encargo de componer música incidental para un corto basado en Crowley, Lucifer rising. Page escribió media hora de espeluznantes sonidos generados con guitarras y sintetizadores pero jamás se usó en el film, presentado finalmente en 1980. En el año 2012, Page lanzó esas composiciones bajo el título Lucifer rising and other sound tracks, en formatos físico (vinilo) y digital (para descarga web).

La muerte de John Bonham produjo la separación definitiva de Led Zeppelin. Pero la conexión de Jimmy Page con el rock continuó a través de diversos proyectos de corta duración. El primero de ellos fue en 1981, un intento fallido de supergrupo llamado XYZ, un power trío junto a la base rítmica de Yes, Chris Squire (voz, bajo) y Alan White (batería). Aunque llegaron a grabar algunos demos –que circulan en YouTube-, XYZ se disolvió al poco tiempo. Luego, el guitarrista escribió la banda sonora de Death wish II (Michael Winner, 1982), película de acción policial protagonizada por Charles Bronson que en nuestro medio se anunció como El Vengador Anónimo. Y en 1984, participó en dos temas –I get a thrill y Sea of love– del proyecto de Robert Plant The Honeydrippers, un homenaje a la música de los cincuenta y sesenta. Ese mismo año colaboró con su viejo amigo Roy Harper, en su décimo tercer álbum Whatever happened to Jugula? Posteriormente, entre 1985 y 1987, integró The Firm, con Paul Rodgers (ex vocalista de Free y Bad Company), y dos reconocidos músicos de sesión, el baterista Chis Slade (posteriormente en Ac/Dc) y el bajista Tony Franklin. Aunque los dos discos que editaron -The Firm (1985) y Mean business (1986)- no tuvieron mucha resonancia, dejaron temas estimables como Satisfaction guaranteed, Closer o Fortune hunter.

En esos años se produjo la primera reunión formal de Led Zeppelin, en el concierto benéfico Live Aid, ante casi 90 mil personas en el Estadio John F. Kennedy de Philadelphia. En la silla de John Bonham se sentó nada menos que Phil Collins. Sin embargo, las cosas no salieron muy bien aquel 13 de julio de 1985, con pésimos comentarios por parte de los mismos músicos debido al reducido tiempo que tuvieron para ensayar. Jimmy Page cerró los ochenta con su único álbum en solitario, Outrider (Geffen Records, 1988), que contiene tres notables piezas instrumentales, así como contribuciones vocales de Chris Farlowe, John Miles y Robert Plant.

La década siguiente, se concentró en realizar colaboraciones que mantuvieron su estatus de ícono del rock en tiempos de cambio para la industria musical y los gustos del público. Primero, con el ex vocalista de Deep Purple y Whitesnake, David Coverdale, grabó en 1993 un poderoso album que, en su momento, no generó mucho entusiasmo. Un año después, se juntó con Robert Plant para un sintonizado episodio de la serie MTV Unplugged que fue lanzado bajo el título No quarter: Jimmy Page and Robert Plant Unledded, un fantástico viaje por el catálogo acústico/místico/étnico de Led Zeppelin, embellecido por la participación de una orquesta de 30 músicos, banda de rock y un ensamble de músicos de Marruecos y Egipto. En 1998, ambos volvieron a reunirse en Walking into Clarksdale (Atlantic Records), disco que ha envejecido muy bien con el paso del tiempo, algo que también ocurrió con sus producciones anteriores. Para cerrar el siglo XX, Page salió de gira con la banda norteamericana de blues-rock The Black Crowes, que generó un doble en vivo, Live at The Greek (2000).

Las últimas dos décadas han visto a un Jimmy Page más reposado, concentrado en la remasterización del legado discográfico de Led Zeppelin, con esporádicas y relampagueantes apariciones como aquella noche del 10 de diciembre del 2007, junto a sus compañeros de siempre, Robert Plant, John Paul Jones y Jason Bonham, en lugar de su padre, en el retorno definitivo de Led Zeppelin, un conciertazo ante 20 mil personas en el homenaje al legendario productor turco-norteamericano Ahmet Ertegun (1923-2006). O su participación en el documental It might get loud (David Guggenheim, 2008), recorriendo las viejas instalaciones de la cabaña Headley Grange donde se grabó Stairway to heaven y otros clásicos zeppelinescos y compartiendo experiencias con guitarristas de dos generaciones diferentes, The Edge (U2) y Jack White (The White Stripes).

En su autobiografía, Jimmy Page se define como una persona “que nunca puede estar sin hacer nada y que siempre está dándole vueltas a ideas para sorprender a la gente”, algo notable considerando su edad. Padre de cinco hijos y orgulloso abuelo de dos, ha superado toda clase de adicciones y de críticas, entre ellas múltiples acusaciones de plagio e incluso de copiarle el estilo a Bert Jansch (1943-2011), guitarrista escocés de folk acústico, un artista de culto a quien Page consideró siempre como una de sus principales influencias. Sin embargo, nada ha impedido que sus contribuciones sigan vigentes y reconocidas por varias generaciones, convirtiéndolo en un personaje fundamental para entender la cultura juvenil y el ambiente artístico y masivo del siglo XX.

 

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[MÚSICA MAESTRO] “Creo que es uno de los músicos más creativos y dotados que Dios nos ha regalado” escribió Steve Vai en las notas que acompañan al CD Vai Piano Reductions Vol. 1 (2004). Y los halagos prosiguen: “Lo he visto hacer cosas en varios instrumentos (al mismo tiempo, ocasionalmente) que desafían a la realidad y, aunque el dominio técnico que posee es extraordinario, es la profunda voz de su oído interior la verdadera razón de su brillo”. El álbum, incluido en The Secret Jewel Box, una colección especial de 10 discos producida por Vai contiene -como indica el título- once composiciones suyas, transcritas al piano y tocadas por Mike Keneally (61), un músico nacido en New York y criado en San Diego, California, que a pesar de sus extraordinarios talentos e ideas innovadoras -como en este video de YouTube en el que muestra las múltiples aplicaciones de su nueva guitarra Strandberg-, nunca aparece en los listados de “los mejores” que suelen publicarse cada cierto tiempo en revistas especializadas como Guitar Player o Rolling Stone.

Para cuando Keneally decidió hacer este homenaje a la música de su colega, su discografía personal ya bordeaba la veintena de títulos, tanto en solitario como al frente de su banda de hard-rock y jazz fusión Beer For Dolphins. Desde que inició su carrera como músico, con Drop Control, grupo amateur que armó con su hermano Marty, entre 1983 y 1987, Mike orientó su creatividad y destreza hacia un estilo estrambótico y poco convencional, combinando ideas de músico serio y experimental con juegos sonoros y parodias, emulando a su ídolo Frank Zappa. Precisamente, fue junto al genio de Baltimore que Mike Keneally, a los 27 años, tuvo su primer trabajo formal.

Como él mismo cuenta, llamó por teléfono a Frank, a fines de 1987, y le dijo que estaba “profundamente familiarizado con su material”. Como Zappa andaba planificando una gira mundial le dio una oportunidad al postulante. Para su audición, se preparó practicando algunas de las piezas más complejas que se sabía de su extenso catálogo. Consiguió el puesto, convirtiéndose en el “stunt guitarist” del renovado combo de Frank Zappa, un lugar que había sido ocupado previamente por Adrian Belew (1976), Warren Cuccurullo (1977-1980) y su futuro amigo, Steve Vai (1981-1983). “Stunt”, que en español significa “acrobacia, truco”, es también el término con el que se denomina, en la industria cinematográfica, a los “dobles”, encargados de grabar escenas peligrosas o físicamente exigentes. Keneally, además de la guitarra, se encargó de los teclados -cubriendo al anterior, Tommy Mars- y de ser vocalista de apoyo.

De hecho, el primer instrumento de Mike Keneally fue siempre el piano -comenzó a tomar lecciones a los siete años- pero poco a poco la guitarra fue ganando espacio en su vida profesional. Como gran admirador que era de Zappa, aquella oportunidad de salir de gira con su ídolo fue un sueño hecho realidad. Entre marzo y junio de 1988, la banda hizo 81 conciertos en Estados Unidos y Europa. Lamentablemente, la gira terminó de forma abrupta debido a problemas internos y de financiamiento. Aun así, Zappa se las arregló para generar, a partir de esos shows, tres álbumes en vivo: Broadway the hard way (1988), The best band you never heard in your life y Make a jazz noise here (ambos de 1991).

En esos discos, podemos escuchar a Keneally reproduciendo complejos solos y riffs, además de cantar en temas como Elvis has just left the building, What kind of girl? -haciendo el papel de “groupie”- e imitando a Johnny Cash en el cover de Ring of fire, la parodia country Rhymin’ man y en el monólogo de Who needs the Peace Corps?, así como en la célebre reproducción, nota por nota, del solo de Jimmy Page en Stairway to heaven, al unísono con la sección de metales integrada por Bruce Fowler (trombón), Walt Fowler (trompeta), Paul Carman (saxo alto), Albert Wing (saxo tenor) y Kurt McGettrick (saxo barítono). En el 2018, para conmemorar los 30 años de aquella gira, se lanzó al mercado por primera vez el último concierto de Zappa en los Estados Unidos, completo, realizado el 25 de marzo de 1988 en el coliseo Nassau de New York.

El universo sonoro de este virtuoso e hiperactivo guitarrista/tecladista se nutre, por supuesto, del aprendizaje que fue para él su breve y sustancioso paso por la escuelita de Frank. Lo notamos tanto en las evoluciones instrumentales de álbumes como el primer disco de Beer For Dolphins, Sluggo! (1997) como en los arrebatos experimentales de su debut como solista, el impredecible hat. (1992) o en las progresiones acústicas de Wooden smoke (2001). Y hasta en su más reciente producción discográfica, The thing that knowledge can’t eat (2023) -en cuyo single Celery puedo oírse a Steve Vai con uno de sus inconfundibles solos- se sienten con claridad los ecos de aquella influencia. Ya sea como líder de la banda que se formó en 1991 para el concierto-homenaje The Zappa’s Universe o como integrante del proyecto musical de los hijos de su maestro y guía, Dweezil y Ahmet, una divertida banda de hard-rock y heavy metal llamada simplemente Z, que lanzó un par de álbumes entre 1994 y 1996, Keneally lleva siempre el estandarte del legado musical que admiró desde su adolescencia.

La música que escribe e interpreta Mike Keneally no es fácil de escuchar para el oyente promedio. Las disonancias y ataques polirrítmicos son permanentes en cada una de sus producciones y pueden llegar a ser excesivas aun para los oídos más entrenados. Además de las evidentes referencias al estilo de Frank Zappa, hay en sus desarrollos mucho de Robert Fripp y Allan Holdsworth, de Adrian Belew y Tom Morello, de Pat Metheny y John Scofield. Basta con escuchar un par de canciones de álbumes como The mistakes (1995), su extraordinario segundo disco en solitario, Boil that duck speck (1994) o Dog (2004, tercer álbum de Beer For Dolphins), para tener una ligera idea de sus alcances.

Para dar forma a sus intrincadas ideas, Keneally tiene como cómplices estables al bajista Bryan Beller, el guitarrista Rick Musallam y Joe Travers, extraordinario baterista que además está encargado, desde hace varios años, de conservar y digitalizar las grabaciones contenidas en las legendarias bóvedas donde Frank Zappa almacenó las grabaciones que hizo de todos sus conciertos y sesiones, un almacén que sirve de base para la infinidad de colecciones póstumas que viene publicando The Zappa Family Trust. Unas veces como Beer For Dolphins y otras simplemente como The Mike Keneally Band, estos cuatro instrumentistas se zurran en todas las tendencias y enrostran al mundo su enorme talento y destreza, ganados con años de obsesiva práctica y disciplina, sin importar los ataques de quienes critican su exceso de técnica y academicismo interpretativo. Aquí podemos verlos en acción, en un concierto de 2018 realizado en el club Silo de Napa, California.

En 1997 el mundo del rock corporativo tuvo ocasión de enterarse de quién era Mike Keneally cuando, como parte de la banda de Steve Vai, participó en la primera gira G3 junto a Eric Johnson y Joe Satriani. El CD G3 Live in Concert tiene una versión en DVD en la que podemos ver cómo Mike y Steve tocan, al unísono, en perfecta sincronía y con sorprendente tranquilidad, los vertiginosos solos de The attitude song y Answers, dos conocidos temas de Vai.  Al final de este show -un clásico para los amantes del “shredding”- Keneally entona, acompañado por los tres guitarristas, My guitar wants to kill your mama, del octavo álbum de The Mothers Of Invention, Weasels ripped my flesh (1970). También aparece permanentemente en las tocadas de The Aristocrats, el power trío instrumental conformado por Guthrie Govan (guitarra), su compañero en Beer For Dolphins Bryan Beller (bajo) y el alemán Marco Minnemann (batería), con quien Mike lanzó un par de álbumes como dúo, los extraños Evidence of humanity/Elements of a manatee (2010), díptico cargado de densas e inextricables improvisaciones. Aquí lo vemos junto al británico Govan -otro de los “shredders” del momento- tocando juntos un clásico de Zappa, el proto-metal Zomby Woof, del disco Over-nite sensation (1973).

Mike Keneally grabó, el año 2004, dos álbumes con The Metropole Orkest, The universe will provide y Parallel universe, uniéndose de esta manera a una selecta lista de personalidades de rock y jazz -Elvis Costello, Snarky Puppy, Todd Rundgren, Robert Fripp, Steve Vai- que han trabajado con este prestigioso ensamble holandés fundado en 1948. En clave de música instrumental contemporánea, estos discos proponen un viaje incierto por sonidos confusos y a la vez estructurados, un caos sinfónico que se inscribe en la tradición de compositores vanguardistas como Pierre Boulez (1925-2016) o Edgard Varèse (1883-1965) pero mezclados con fuertes dosis de rock progresivo y jazz al estilo King Crimson, Eric Dolphy, Miles Davis, Ozric Tentacles y, por supuesto, Frank Zappa.

Además de haber lanzado, en las últimas tres décadas, más de cuarenta álbumes con material para guitarras y teclados particularmente complejo y exigente, compuestos y producidos por él mismo, Mike Keneally se da siempre tiempo para colaborar con otros artistas, alternando tanto con estrellas del rock progresivo como del universo de los “shredders” -instrumentistas extremadamente rápidos y virtuosos. Por ejemplo, ha participado en diversos lanzamientos del sello norteamericano Magna Carta Records, en discos-tributo a bandas como Genesis, Yes o Gentle Giant. Entre 2021-2023, una vez superadas las restricciones por pandemia, Keneally se involucró en tres proyectos musicales de alto calibre, además de mantener actualizada su web www.keneally.com con detalladas crónicas y descripciones de sus giras, ideas y lanzamientos.

Dream Sonic es el más reciente. Se trata de una gira conjunta de tres importantes nombres del metal progresivo, que se viene realizando en estos días en varias ciudades de Estados Unidos y Canadá. Mike Keneally aparece como integrante de la banda de Devin Townsend, cantante y multi-instrumentista canadiense de larga trayectoria. Completan el cartel Animals As Leaders -trío instrumental fundado por el guitarrista norteamericano-nigeriano Tosin Abasi, una sensación de la nueva generación de “shredders”- y los legendarios Dream Theater. Por su parte, Prog-Ject es un supergrupo organizado por el baterista Johnatan Mover, ex integrante de Marillion y GTR, el conjunto que armaron en los ochenta Steve Hackett (Genesis) y Steve Howe (Yes), que realizó una extensa gira el año pasado y viene calentando para hacer lo propio entre agosto y octubre de este año, además de ser parte del Cruise To The Edge 2022, un crucero que navega de Miami a Jamaica y las Islas Gran Caimán con un nutrido listado de conciertos durante seis días. El repertorio de Prog-Ject -que también integran el tecladista Ryo Okumoto y el baterista N. D’Virgilio (Spock’s Beard, The Neal Morse Band), el bajista Pete Griffin (Zappa Plays Zappa), el cantante Michael Sadler (Saga)- está conformado por temas de bandas como Pink Floyd, King Crimson, Yes, Genesis, Rush, Emerson Lake & Palmer, Jethro Tull y muchos más exponentes del rock progresivo clásico.

Con respecto a The Zappa Band, se trata de ex miembros de distintos periodos de la historia musical de Frank, que se reunieron en el 2018 como parte de un proyecto llamado The Bizarre World of FZ en el que ellos acompañaban a una versión holográfica del fallecido cantante y guitarrista. Junto a Mike estuvieron Robert Martin (voz, teclados, saxos), Ray White (voz, guitarra), Scott Thunes (bajo), Ed Mann (percusiones), Jamie Kime (guitarra) y Joe Travers (batería). Después de eso, fueron invitados para ser teloneros de King Crimson en el tramo norteamericano de su primera gira postpandemia Music is our friend, veinte shows entre agosto y octubre del 2021.

No es la primera vez, desde luego, que Keneally es parte de estos tributos a su mentor. Además del ya mencionado The Zappa’s Universe, ha estado en diversas ediciones del Zappanale para tocar, ya sea solo o como parte de colectivos expertos en el repertorio zappesco como The Ed Palermo Band, The Grandemothers o The Band From Utopia. Precisamente, en la edición #32 de este festival anual que, desde 1989, se celebra en Bad Doberan, al norte de Alemania, se presentó al frente de The Mike Keneally Report, con la participación especial de Robert Martin, para hacer un concierto de casi dos horas incluyendo varios temas de Zappa como The jazz discharge party hats o Yo’ mama. Un homenaje permanente a la figura que inspiró a este virtuoso e hiperactivo artista.

 

 

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Cuando Corea, en otro movimiento inesperado, decidió desarmar al cuarteto en 1976, Al Di Meola -entonces de 22 años- encontró el tiempo y espacio perfectos para dar rienda suelta a su propia voz como compositor y guitarrista. Desde ese mismo año, acompañado por grandes músicos como Steve Gadd (batería), Alphonso Johnson (bajo), Barry Miles, Jan Hammer (teclados) y Mingo Lewis (percusiones), Di Meola convirtió los estudios de grabación de Columbia Records en un crisol en el que volcó todas sus influencias e innovaciones. Al jazz-rock que había desarrollado en Return To Forever le añadió su irrefrenable pasión por géneros hispanoamericanos como flamenco español, tango argentino y bossa nova brasileña, edificando un repertorio brillante y multiforme, pero siempre con ese frenético y articulado estilo que desenvuelve con limpieza y precisión. 

Su debut como solista, Land of the midnight sun (1976), tiene además una sorpresa, la participación de Jaco Pastorius (Weather Report) en un extenso jam, Suite Golden Dawn, que -según cuenta el mismo Al- fue la primera vez que el extraordinario bajista entró a un estudio de grabación. La sociedad con el tecladista checo-norteamericano Jan Hammer (The Mahavishnu Orchestra) generó clásicos del jazz moderno como Cruisin’ del disco Electric rendezvous (1982) o Elegant Gypsy Suite de su segundo LP, Elegant gypsy (1977), disco en el que además encontramos una vertiginosa pieza flamenca, Mediterranean sundance, la más conocida de su amplio catálogo, grabada junto a Paco de Lucía, nada menos. En 1982 aparecería su primer larga duración en vivo, Tour de force y al año siguiente lanzó Scenario, álbum en que Di Meola y Hammer experimentan con elementos electrónicos y un acercamiento más elástico hacia el pop-rock vigente en esos años. En ese disco participaron tres megaestrellas del prog-rock, el bajista Tony Levin y los bateristas Phil Collins y Bill Bruford. En medio, Casino (1978, con carátula que recuerda a Al Pacino en Scarface) y Splendido Hotel (1980), dos extraordinarios discos de jazz-rock y fusión latina, confirmaron su estatura musical.

Di Meola se unió a otros dos gigantes del instrumento, el británico John McLaughlin y el español Paco de Lucía, para hacer una gira que quedó registrada en el disco Friday night in San Francisco (1981), un clásico del flamenco moderno que, el año pasado, se reactualizó con grabaciones nuevas de aquel tour que Di Meola rescató bajo el título Saturday night in San Francisco. La química entre ellos fue tal que ingresaron a los estudios para grabar Passion, grace and fire (1983) y luego, doce años después, repitieron la experiencia en el extraordinario CD The Guitar Trio (1995). Un año después, en uno de los shows benéficos organizados por el tenor italiano Luciano Pavarotti, en Bosnia, hicieron una versión relampagueante de Mediterranean sundance, una competencia sana entre tres guitarristas superdotados, que podemos ver en este enlace. En ese mismo tiempo, se reunió con su ex compañero en Return To Forever, el bajista Stanley Clarke, y el violinista francés Jean-Luc Ponty para una gira titulada The rite of strings que, a su vez, generó un álbum en estudio del mismo nombre. En el 2007, Di Meola, Ponty y Clarke se reunieron para varios festivales de jazz y llegaron a tocar en Sudamérica, concretamente en Chile, Brasil y Argentina. Y en el 2008 se produjo el esperado reencuentro de Di Meola con Lenny White, Stanley Clarke y Chick Corea, en el Festival de Jazz de Montreaux.  

Su camino musical prosiguió durante la década de los noventa y las siguientes, con más de veinte lanzamientos en las que explora su evolución como compositor y las fusiones con el tango -incluso grabó dos álbumes tributo a Astor Piazzolla, en 1996 y 2007-, y la música del Medio Oriente, a través de su proyecto World Sinfonia, una formación cambiante que incluye músicos de Turquía, Argentina, Cuba, Italia, Puerto Rico, Estados Unidos, entre otros, con quienes ha producido brillantes álbumes como Heart of the immigrants (1993), Orange and blue (1994), Morocco Fantasía (2011), concierto en un festival de jazz en la ciudad de Rabat, Marruecos; Pursuit of radical rhapsody (2012) o el extraordinario Elysium (2015) donde escuchamos cajones peruanos, bandoneones argentinos y progresiones que van del jazz a la música árabe, con la fluidez armónica y riqueza melódica propias de Di Meola, quien creció admirando a Larry Coryell y a los Beatles.

Precisamente, la música del Fab Four es una de sus más recientes inspiraciones. Los álbumes All your life (2013) y Across the universe (2020) contienen, cada uno, catorce clásicos de los Beatles, tocados por Al Di Meola en guitarra acústica, con arreglos que les dan vida nueva, como por ejemplo en Because, Dear Prudence, Being for the Benefit of Mr. Kite, Strawberry fields forever o Norwegian wood. En una reciente entrevista reconoció que los Beatles son los principales responsables de su decisión de querer convertirse en guitarrista y que hacer esas adaptaciones fue muy complicado para él, por el respeto que siente hacia el espíritu de esas entrañables canciones. 

Al Di Meola (68), la leyenda del jazz-rock, estará tocando en Lima, por primera vez, este 9 de marzo en el Gran Teatro Nacional, gracias a la productora de Jorge Fernández, a quien le debemos también la inolvidable tocada que hizo Pat Metheny hace unos meses. Y llega con una banda multinacional integrada por algunos de sus colaboradores más estables en los últimos años: Mario Parmisano (piano, Argentina), Paolo Alfonsi (guitarra acústica, Italia) y Sergio Martínez (percusión, España). Una cita imperdible para los amantes de la buena guitarra.

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Al Di Meola, Flamenco, Gran Teatro Nacional, Guitarra, Jazz-Rock
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