La cultura popular, su evolución y múltiples manifestaciones, sirve para entender la idiosincrasia de una nación. A través de los recuerdos medianamente recientes, es posible reconstruir nuestra forma de ser, nuestros usos y costumbres, niveles de educación, sociabilidad y calidad de la convivencia entre ciudadanos. La industria de la nostalgia -como diría el periodista y ensayista británico Simon Reynolds- es una de las más rentables del siglo 21, tanto en términos comerciales -venta de memorabilia, objetos vintage, artistas antiguos- como en cuestiones más subjetivas como el placer de revivir épocas perdidas en los oscuros vericuetos de la memoria, un producto que tiene slogan propio desde hace años: “todo tiempo pasado fue mejor”.
Curiosamente, nuestro país se suele vanagloriar de su pasado histórico, sus tradiciones ancestrales, sus leyendas con siglos de antigüedad, en aras de promover el turismo, como una de las aristas de este juego nostálgico y de reafirmación identitaria. Sin embargo, ha demostrado su absoluta incapacidad para brindar al mundo moderno información de calidad sobre las escenas musicales que se desarrollaron en los últimos cien años dentro de sus fronteras. Tomando la línea argumental de unos interesantes artículos publicados recientemente por el periodista y crítico musical Fidel Gutiérrez en el Diario El Peruano, me permito algunos apuntes adicionales asociadas a sus reflexiones, sobre un tema que pocos se atreven a explorar en la cada vez más pobre prensa cultural local.
Se dice, con razón, que en el Perú existe un sólido y poderoso desprecio a la cultura, pero no solo en lo que se refiere a la gestión pública de su conocimiento y difusión sino a los consumidores de productos culturales. La política, la farándula, aquello que las minorías privilegiadas elevan a la categoría de “elegante”, “sofisticado” o “exitoso” es de tan grosera vulgaridad y mal gusto que resultan increíbles cuán bajo han caído los niveles de apreciación, la ausencia de control de calidad, tanto del público en general -en todos los pisos del espectro socioeconómico- como de los medios de comunicación, y son claros ejemplos de ello. Una de las cosas que mejor sirve para comprobar la desidia y el desprecio que siempre han tenido los medios de comunicación hacia los productos culturales locales es la pobreza de registros históricos recientes, en cualquiera de los soportes disponibles en internet (webs, videos, imágenes).
Como sabemos, internet es una base de datos ilimitada, un contenedor en permanente actualización capaz de poner a la mano de cualquier cibernauta en el mundo entero, todos los detalles respecto de lo que sea, en cuestión de segundos. Hablando de géneros musicales, artistas, estilos y demás, nada mejor que la red de redes para enterarnos de qué pasaba en décadas anteriores. Por ejemplo, buscar información sobre el jazz o el blues en los Estados Unidos durante los años veinte, los boleros y rancheras en México entre 1940 y 1960, las orquestas sinfónicas europeas en los años de post-guerra, son tareas de lo más satisfactorias para cualquier melómano o investigador ocasional, merced del trabajo de periodistas, artistas e incluso instituciones estatales -Ministerios de Cultura, de Educación, entidades protectoras del saber popular- dedicados a recopilar, restaurar y almacenar textos, fotos y videos en bibliotecas virtuales. O difundirlos a través de redes en canales públicos de acceso masivo y gratuito.
En el Perú no ocurre eso. Como menciona Gutiérrez en sus columnas, estilos musicales de enorme presencia local hace cuarenta o cincuenta años como la cumbia (andina, selvática, alimeñada), la nueva ola, el pop-rock (inclusive en variantes muy específicas como la psicodelia, el progresivo o el hard-rock), el boogaloo, música para orquestas, salsa o boleros cantineros y sus exponentes son prácticamente desconocidos para las nuevas generaciones, salvo para aquellos segmentos del público que pudieron redescubrirlos a través del interés que, sobre ellos, nació en sellos discográficos y productores extranjeros, lo cual les dio una nueva (y muy corta) vida, convirtiéndolos en placer de minorías. Incluso la música criolla y el folklore andino, con raíces 100% nacionales -no como los otros géneros mencionados que provienen de otros países- y públicos cautivos más amplios, son casi invisibles en entornos digitales, más allá de la información genérica que puede hallarse en artículos, semblanzas o recuentos, muchas veces incompletos o insuficientes, si los comparamos a la cantidad de datos e imágenes foráneas de fácil ubicación en internet.
Por ejemplo, buscar la discografía detallada de músicos peruanos, de cualquier género y año entre 1940 y 1999, es casi imposible. La tarea, que arranca con mucha expectativa, puede terminar siendo extremadamente frustrante ya sea porque se encontró muy poco o porque aquello que se haya encontrado, al cruzarse con otros hallazgos, termine despertando más dudas que certezas respecto de su veracidad. Raúl García Zárate, Chabuca Granda o Manuel Acosta Ojeda, por citar solo tres casos, son artistas fundamentales para entender nuestra música tradicional. Sin embargo, no existe ni una sola página web que consigne, de forma detallada y confiable, sus biografías, discografías, líneas de tiempo. ¿Fotografías o videos? Siempre los mismos y, generalmente, de mala calidad. Qué diferencia si escribimos, en el buscador de Google, digamos, Frank Sinatra (EE.UU.), José Alfredo Jiménez (México) o Charly García (Argentina), a quien el gobierno de su país acaba de hacerle un homenaje en vida que aquí sería impensable para alguna vieja gloria de nuestro folklore o música popular en cualquiera de sus formas.
El programa Sucedió en el Perú, producido por TV Perú-Canal 7, es un oasis que busca corregir esta vergonzosa carencia, con investigaciones que recuperan tanto trayectorias de artistas individuales como épocas completas del pasado, ofreciendo un vistazo panorámico y recogiendo testimonios de muchos de sus protagonistas y cultores. Pero no es suficiente. Esfuerzos como los desplegados por websites como Arkiv Perú o grupos de Facebook como Lima Antigua también son loables -y entrañables en muchos casos- pero su difusión no alcanza las dimensiones que merecen y necesitan estos temas para instalarse en el imaginario colectivo, quedando siempre como casos aislados y anecdóticos. Inclusive el portal Discogs, existente desde el año 2000, es una base de datos mundial que ayuda mucho para ubicar años, sellos discográficos, carátulas, listas de canciones por álbum, entre otras cosas, aunque en el rubro «Perú» dependa también de la información que se produzca en el país de origen, por lo que muchos de sus contenidos son también, inevitablemente deficientes.
En muchos casos, se trata de una absoluta indiferencia por generar contenidos valiosos aun cuando sea posible acceder a ellos. La ignorancia, madre de todos estos vicios culturales, y la insaciable avaricia de quienes solo quieren vender en volumen, reina en las gerencias de programación y archivos de los principales medios televisivos, por lo que gran parte del material audiovisual de décadas pretéritas duerme y se apolilla, en silencio, en mohosos anaqueles, mientras se aprueban millonarios presupuestos para series insulsas como Llauca -en las que además les dan trabajo a integrantes de La Resistencia, investigados por la Fiscalía por sus acciones violentas- y producciones de poca monta como las de esa fábrica de bodrios llamada Del Barrio. Por supuesto, muy de vez en cuando, los canales más antiguos (América o Panamericana Televisión), sacan algún reportaje para aprovechar momentáneamente la popularidad de la nostalgia pero siempre desde un punto de vista superficial, sin emprender la tarea, eternamente pendiente, de organizar y sistematizar la memoria musical que poseen y esconden en sus sótanos.
Marco Aurelio Denegri, quien entre sus múltiples talentos tenía el de ser audiófilo y amante de la música criolla en vinilo, mencionó en una de sus recordadas misceláneas que, en el Perú, no existían instituciones serias que garantizaran la conservación de extensas colecciones de Long Plays y discos de 45 rpm -entre ellas, la suya- si acaso sus dueños decidieran donarlas en vida o como herencia al fallecer. Y se refirió específicamente al legado discográfico de Chabuca Granda, abandonado en cajones sin memoria de una conocida institución privada de educación superior, según le confió Teresa Fuller, hija de la compositora de La flor de la canela. La ignorancia, la desidia y el desprecio por la cultura hace que estas donaciones acaben arrumadas en cajas de cartón sin que nadie les dé el más mínimo mantenimiento. Como resultado de ello, la pérdida de una parte importante de nuestra idiosincrasia artística, un hecho dramático que no tiene ninguna importancia para las masas, cada vez más indiferentes a esas cosas.
Recientemente, dos sellos discográficos peruanos, uno legendario y otro muy nuevo, están rescatando el legado artístico de un abanico variopinto de artistas del pasado, especialmente en géneros como la cumbia y el pop-rock, uniéndose a los primeros esfuerzos que relanzaron la movida tropical y rockera, impulsados por compañías extranjeras. Nos referimos, por un lado, a Infopesa, de enorme trabajo en los años setenta y ochenta y, por el otro, a CAL Comunicaciones. Sin embargo, sus encomiables esfuerzos no tienen aun la fuerza restauradora que hace falta para corregir tantas décadas de esa endémica indiferencia que, tanto el Estado como los medios de comunicación masiva, demuestran ante la situación. Gracias a estas dos empresas nacionales, junto al anónimo y disperso trabajo de investigadores independientes, grupos de redes sociales y una que otra columna de opinión en medios formales -sin mencionar a los artistas de la época que aun están activos-, esa memoria musical aun respira, pero en estado crítico perenne, sin posibilidades de mejora a la vista.