Cultura peruana

Como identidad cultural nos referimos al conjunto de peculiaridades propias de una cultura o grupo que permiten a los individuos identificarse como miembros de este grupo, pero también diferenciarse de otros grupos culturales. La identidad cultural comprende aspectos tan diversos como la lengua, el sistema de valores y creencias, las tradiciones, los ritos, las costumbres o los comportamientos de una comunidad. La identidad de un grupo cultural es un elemento de carácter inmaterial o anónimo, que ha sido obra de una construcción colectiva; en este sentido, está asociado a la historia y la memoria de los pueblos. La identidad cultural sirve como elemento cohesionador dentro de un grupo social, pues permite que el individuo desarrolle un sentido de pertenencia hacia el grupo con el cual se identifica en función de los rasgos culturales comunes”.

Sin embargo, la identidad cultural es un concepto dinámico, que cambia, se transforma, construye, que se va alimentando y transformándose continuamente, ya sea por influencias globales o con las realidades que se van dando a través de los procesos sociales e históricos. En ese sentido, el Perú es un país que está en ese proceso, la construcción de una nueva cultura peruana pasa por una misión urgente para las ciencias sociales, las culturas regionales no se pierden, suman, pero hay que darnos cuenta, que la necesidad de consolidar elementos para la convivencia, entre otras cosas, va a permitir poder hablar de fortalezas de mercados internos, de oportunidades para la exportación. Si queremos un Perú fuerte, necesitamos una sociedad fuerte, no homogénea, pero si consciente que las divisiones que se originan desde una lectura forzada de la cultura ancestral, limita la visión de desarrollo conjunto. Todo el país se necesita y la comunicación debe estar presente buscando entender nuestra realidad actual. “Adaptemos no adoptemos”, es un juego de palabras, que será tema de otro artículo. Gracias.

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Cultura peruana, Economía, identidad cultural, mercado interno, Perú, sociedad, Sociedad peruana

La cultura popular, su evolución y múltiples manifestaciones, sirve para entender la idiosincrasia de una nación. A través de los recuerdos medianamente recientes, es posible reconstruir nuestra forma de ser, nuestros usos y costumbres, niveles de educación, sociabilidad y calidad de la convivencia entre ciudadanos. La industria de la nostalgia -como diría el periodista y ensayista británico Simon Reynolds- es una de las más rentables del siglo 21, tanto en términos comerciales -venta de memorabilia, objetos vintage, artistas antiguos- como en cuestiones más subjetivas como el placer de revivir épocas perdidas en los oscuros vericuetos de la memoria, un producto que tiene slogan propio desde hace años: “todo tiempo pasado fue mejor”.

Curiosamente, nuestro país se suele vanagloriar de su pasado histórico, sus tradiciones ancestrales, sus leyendas con siglos de antigüedad, en aras de promover el turismo, como una de las aristas de este juego nostálgico y de reafirmación identitaria. Sin embargo, ha demostrado su absoluta incapacidad para brindar al mundo moderno información de calidad sobre las escenas musicales que se desarrollaron en los últimos cien años dentro de sus fronteras. Tomando la línea argumental de unos interesantes artículos publicados recientemente por el periodista y crítico musical Fidel Gutiérrez en el Diario El Peruano, me permito algunos apuntes adicionales asociadas a sus reflexiones, sobre un tema que pocos se atreven a explorar en la cada vez más pobre prensa cultural local.

Se dice, con razón, que en el Perú existe un sólido y poderoso desprecio a la cultura, pero no solo en lo que se refiere a la gestión pública de su conocimiento y difusión sino a los consumidores de productos culturales. La política, la farándula, aquello que las minorías privilegiadas elevan a la categoría de “elegante”, “sofisticado” o “exitoso” es de tan grosera vulgaridad y mal gusto que resultan increíbles cuán bajo han caído los niveles de apreciación, la ausencia de control de calidad, tanto del público en general -en todos los pisos del espectro socioeconómico- como de los medios de comunicación, y son claros ejemplos de ello. Una de las cosas que mejor sirve para comprobar la desidia y el desprecio que siempre han tenido los medios de comunicación hacia los productos culturales locales es la pobreza de registros históricos recientes, en cualquiera de los soportes disponibles en internet (webs, videos, imágenes).

Como sabemos, internet es una base de datos ilimitada, un contenedor en permanente actualización capaz de poner a la mano de cualquier cibernauta en el mundo entero, todos los detalles respecto de lo que sea, en cuestión de segundos. Hablando de géneros musicales, artistas, estilos y demás, nada mejor que la red de redes para enterarnos de qué pasaba en décadas anteriores. Por ejemplo, buscar información sobre el jazz o el blues en los Estados Unidos durante los años veinte, los boleros y rancheras en México entre 1940 y 1960, las orquestas sinfónicas europeas en los años de post-guerra, son tareas de lo más satisfactorias para cualquier melómano o investigador ocasional, merced del trabajo de periodistas, artistas e incluso instituciones estatales -Ministerios de Cultura, de Educación, entidades protectoras del saber popular- dedicados a recopilar, restaurar y almacenar textos, fotos y videos en bibliotecas virtuales. O difundirlos a través de redes en canales públicos de acceso masivo y gratuito.

En el Perú no ocurre eso. Como menciona Gutiérrez en sus columnas, estilos musicales de enorme presencia local hace cuarenta o cincuenta años como la cumbia (andina, selvática, alimeñada), la nueva ola, el pop-rock (inclusive en variantes muy específicas como la psicodelia, el progresivo o el hard-rock), el boogaloo, música para orquestas, salsa o boleros cantineros y sus exponentes son prácticamente desconocidos para las nuevas generaciones, salvo para aquellos segmentos del público que pudieron redescubrirlos a través del interés que, sobre ellos, nació en sellos discográficos y productores extranjeros, lo cual les dio una nueva (y muy corta) vida, convirtiéndolos en placer de minorías. Incluso la música criolla y el folklore andino, con raíces 100% nacionales -no como los otros géneros mencionados que provienen de otros países- y públicos cautivos más amplios, son casi invisibles en entornos digitales, más allá de la información genérica que puede hallarse en artículos, semblanzas o recuentos, muchas veces incompletos o insuficientes, si los comparamos a la cantidad de datos e imágenes foráneas de fácil ubicación en internet.

Por ejemplo, buscar la discografía detallada de músicos peruanos, de cualquier género y año entre 1940 y 1999, es casi imposible. La tarea, que arranca con mucha expectativa, puede terminar siendo extremadamente frustrante ya sea porque se encontró muy poco o porque aquello que se haya encontrado, al cruzarse con otros hallazgos, termine despertando más dudas que certezas respecto de su veracidad. Raúl García Zárate, Chabuca Granda o Manuel Acosta Ojeda, por citar solo tres casos, son artistas fundamentales para entender nuestra música tradicional. Sin embargo, no existe ni una sola página web que consigne, de forma detallada y confiable, sus biografías, discografías, líneas de tiempo. ¿Fotografías o videos? Siempre los mismos y, generalmente, de mala calidad. Qué diferencia si escribimos, en el buscador de Google, digamos, Frank Sinatra (EE.UU.), José Alfredo Jiménez (México) o Charly García (Argentina), a quien el gobierno de su país acaba de hacerle un homenaje en vida que aquí sería impensable para alguna vieja gloria de nuestro folklore o música popular en cualquiera de sus formas. 

El programa Sucedió en el Perú, producido por TV Perú-Canal 7, es un oasis que busca corregir esta vergonzosa carencia, con investigaciones que recuperan tanto trayectorias de artistas individuales como épocas completas del pasado, ofreciendo un vistazo panorámico y recogiendo testimonios de muchos de sus protagonistas y cultores. Pero no es suficiente. Esfuerzos como los desplegados por websites como Arkiv Perú o grupos de Facebook como Lima Antigua también son loables -y entrañables en muchos casos- pero su difusión no alcanza las dimensiones que merecen y necesitan estos temas para instalarse en el imaginario colectivo, quedando siempre como casos aislados y anecdóticos. Inclusive el portal Discogs, existente desde el año 2000, es una base de datos mundial que ayuda mucho para ubicar años, sellos discográficos, carátulas, listas de canciones por álbum, entre otras cosas, aunque en el rubro «Perú» dependa también de la información que se produzca en el país de origen, por lo que muchos de sus contenidos son también, inevitablemente deficientes.

En muchos casos, se trata de una absoluta indiferencia por generar contenidos valiosos aun cuando sea posible acceder a ellos. La ignorancia, madre de todos estos vicios culturales, y la insaciable avaricia de quienes solo quieren vender en volumen, reina en las gerencias de programación y archivos de los principales medios televisivos, por lo que gran parte del material audiovisual de décadas pretéritas duerme y se apolilla, en silencio, en mohosos anaqueles, mientras se aprueban millonarios presupuestos para series insulsas como Llauca -en las que además les dan trabajo a integrantes de La Resistencia, investigados por la Fiscalía por sus acciones violentas- y producciones de poca monta como las de esa fábrica de bodrios llamada Del Barrio. Por supuesto, muy de vez en cuando, los canales más antiguos (América o Panamericana Televisión), sacan algún reportaje para aprovechar momentáneamente la popularidad de la nostalgia pero siempre desde un punto de vista superficial, sin emprender la tarea, eternamente pendiente, de organizar y sistematizar la memoria musical que poseen y esconden en sus sótanos.

Marco Aurelio Denegri, quien entre sus múltiples talentos tenía el de ser audiófilo y amante de la música criolla en vinilo, mencionó en una de sus recordadas misceláneas que, en el Perú, no existían instituciones serias que garantizaran la conservación de extensas colecciones de Long Plays y discos de 45 rpm -entre ellas, la suya- si acaso sus dueños decidieran donarlas en vida o como herencia al fallecer. Y se refirió específicamente al legado discográfico de Chabuca Granda, abandonado en cajones sin memoria de una conocida institución privada de educación superior, según le confió Teresa Fuller, hija de la compositora de La flor de la canela. La ignorancia, la desidia y el desprecio por la cultura hace que estas donaciones acaben arrumadas en cajas de cartón sin que nadie les dé el más mínimo mantenimiento. Como resultado de ello, la pérdida de una parte importante de nuestra idiosincrasia artística, un hecho dramático que no tiene ninguna importancia para las masas, cada vez más indiferentes a esas cosas.

Recientemente, dos sellos discográficos peruanos, uno legendario y otro muy nuevo, están rescatando el legado artístico de un abanico variopinto de artistas del pasado, especialmente en géneros como la cumbia y el pop-rock, uniéndose a los primeros esfuerzos que relanzaron la movida tropical y rockera, impulsados por compañías extranjeras. Nos referimos, por un lado, a Infopesa, de enorme trabajo en los años setenta y ochenta y, por el otro, a CAL Comunicaciones. Sin embargo, sus encomiables esfuerzos no tienen aun la fuerza restauradora que hace falta para corregir tantas décadas de esa endémica indiferencia que, tanto el Estado como los medios de comunicación masiva, demuestran ante la situación. Gracias a estas dos empresas nacionales, junto al anónimo y disperso trabajo de investigadores independientes, grupos de redes sociales y una que otra columna de opinión en medios formales -sin mencionar a los artistas de la época que aun están activos-, esa memoria musical aun respira, pero en estado crítico perenne, sin posibilidades de mejora a la vista.

 

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UNO

Fue a mediados de los setenta que viajamos, la familia completa, de vacaciones a Tingo María. Teníamos que cruzar Ticlio (a 120 km de Lima) para llegar a destino. Nunca olvidé esa experiencia. Fue pesadillesca para los 3 hermanos. Sufrimos mareos, vómitos, el famoso mal de altura, que me aturdió hasta llegar. Nos recibió mi tío Lucio, hermano de mi mama, quien nos llevó raudamente a su casa, ubicada a 40 minutos de la discreta ciudad selvática.

Ese año, ellos vivían en un pueblito llamado La Roca, a orillas del rio Huallaga, y era el típico pueblo salido de una novela costumbrista: 2 hileras de casuchas sin asfalto, ni vereda y al fondo, el imponente Rio Huagalla.  Había una ausencia total de luz eléctrica, por ende, no teníamos tv (una huevada). Empezábamos mal las vacaciones, nos dijimos entre los hermanos; y si bien mi tío tenía 4 hijos, ellos eran más pequeños, y no les dábamos bolilla. 

Pasamos cerca de 2 meses allí. La primera noche, pregunté dónde estaba el baño me señalaron la agreste vegetación detrás de la casa y me dieron un rollo de papel higiénico: me quedé de una pieza. 

La casa era, típica de la selva, de madera, con techo a dos aguas. Cuando llovía podía durar todo el día. En las noches, con el calor, emergían toda clase de bichos y arácnidos. Dormíamos con mosquitero sino era imposible dormir. Ahora debo ser justo, las calideces de mis tíos aplacaban los inconvenientes. Los almuerzos eran pantagruélicos. 

DOS

La Roca era un pueblito que estaba en la línea invisible de lo pintoresco y patético. Uno de aquellos personajes inolvidables era el Tío Lino. Era un personaje canoso, petiso y gordito, de edad indescifrable (podía tener entre 50 y 60 años) y siempre son una gorrita de color níveo que ocultaba su calvicie. Poseía un colectivo de los años cuarenta, creo, con carrocería de madera y bancas dispuestos en forma horizontal. Hacia viajes a Tingo María los cuales duraban cerca de una hora y media. Avanzaba siempre por la ruta, con o sin asfalto, a 20 km por hora. Bamboleante llevaba en su interior, aparte de pasajeros, mercaderías, maletas e incluso animales. En pocas palabras, el Tío Lino manejaba la carcocha del pueblo. 

En cierta ocasión, subí a su carricoche. Al lado mío, iba una señora que llevaba unos polluelos, en una caja de cartón, la cual tenía unos huequitos laterales para que el animal no se asfixie. Todo iba bien, hasta que el pollito saca su cola y deja caer su mierda en mi pantalón nuevecito. Ante mi estupor, la selvática mira lo que hizo su animalejo y se rio a carcajadas. Lógicamente monté en cólera, pero cuando tienes 10 años, generalmente, la gente no te hace caso y menos a tus cóleras.

TRES

Las veces que las pasamos mejor fue cuando coincidíamos con mi tía Marionila y sus hijos. Eso sí era un despelote. Jugábamos sin descanso y jodíamos a todo el mundo. Ahí degustamos el popular Juanes, del cual me convertí en fanático. 

El rey de ese lugar era mi primo Grimaldo, tenía 25 años. Mis hermanos, primos y el que suscribe, lo reverenciábamos: Poseía auto y era de contextura mediana, morocho y con barba tupida. Su ropa era bacán, pero lo más importante: tenía éxito con las mujeres. Estar al lado de él, era un cague de risa, y nunca nos ninguneaba, sabia tratar a sus primos menores.

Ese verano descubrí la música de Juaneco y su Combo. Sin mentir, deben haber tocado más de una veintena de veces, en la radio. En cualquier parte, donde íbamos, en el ambiente sonaba la canción “Mujer Hilandera”. Hace unos años atrás, les conté a los alumnos, de Informática aquella anécdota, y se cagaron de risa. Incluso varios buscaron en Youtube la canción y me mostraban las versiones de la susodicha canción.

CUATRO

En 1980 fue el último año que fuimos toda la familia a Tingo. Contaba con 14 años y le pedí a mi tío para trabajar con él ese verano. Había comprado un camión nuevo y transportaba gente con sus mercaderías a la ciudad. Me despertaba tempranito y lo acompañaba a laburar. Al llegar, a Tingo María, el tío Lucio me llevaba a un restaurante para desayunar opíparamente. Era un hombre callado, pero con una gran calidez. Era fachero y poseía unos bigotes que lo hacían parecer actor de cine mexicano. 

Luego al año siguiente mis hermanos y yo nos negamos rotundamente a viajar. Vivíamos en nuestro microcosmos adolescente y no permitíamos que el recuerdo de la Selva lo invadiera. Nunca más volvimos. En los noventa volví a ver al hermano de mi mama, en Lima, más viejo, pero siempre con la misma calidez con que me trataba de chico. Nos saludamos efusivamente. 

Ahora con más de cincuenta años, el tiempo ha suavizado las incomodidades que pase. El conocer una cultura distinta enriquece y es cierto cuando dicen que en el Perú subsisten varias realidades. Pero más que nada fue conocer a gente siempre dispuesta a recibirte con los brazos abiertos, y sin prejuicios. Tal como son descriptos la gente del interior. Esas personas no se olvidarán jamás, siempre estarán en el recuerdo.

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