Nano Guerra García

La noche del 29 de septiembre de 2023 falleció en Islay, Perú, el exvicepresidente del Congreso Hernando Guerra García. El político de Fuerza Popular sufrió una descompensación. Su seguro de salud era de los mejores pero la cobertura solo alcanzaba a Lima y algunas capitales regionales. Guerra García, indefenso en una provincia ni tan remota ni tan lejana, se convirtió súbitamente en un peruano de a pie y murió como tal: sin servicios de salud que lo amparen. 

La triste muerte de Nano me ha recordado algunos pasajes de la novela 1984 de Orwell. Aquella distopía transcurre en una sociedad dividida en dos: la vinculada con el Estado, que se beneficia de sus prebendas pero al mismo tiempo es vigilada al milímetro por un omnipotente sistema de inteligencia y reprimida con monstruosas torturas; y el pueblo llano, al que su pobreza e insignificancia sitúan fuera de la esfera del poder. Por ello, la pareja protagonista se refugia en ese ignorado paraje para así respirar un halo de libertad.  

He meditado sobre dos recientes artículos, uno de Alberto Vergara y el otro de Javier Díaz Albertini. Vergara plantea el caos, no hay instituciones, no hay ley, no hay representatividad, vivimos en un sálvese quien pueda. Díaz Albertini añade algo más: a nadie le importa, hemos perdido hasta la empatía. 

En una mirada de corta duración es posible sostener que los últimos años hemos trocado la crisis de la legalidad y del Estado por su absoluta desconexión de la realidad cotidiana. Podría decir más: la coyuntura iniciada en 2016 por el enfrentamiento entre los poderes ejecutivo y legislativo, y el posterior destape de los cuellos blancos demolieron las ruinas sobre las que yacía una bicentenaria república nonata. Este escenario generó una situación inesperada, que algunos interpretan como una transformación estructural y otros como una nueva coyuntura: a los intereses ilícitos, y sus representantes en la política, no les quedó más remedio que mostrarse como tales, de allí el nuevo rostro adolescente de nuestra política y nuestro país, parafraseando a Luis Alberto Sánchez y Carlos Contreras. 

Sin embargo, desde la larga duración me pregunto: ¿hay motivo para sorprenderse? ¿alguna vez instituimos un orden constitucional que funcione como tal? Es posible que ahora estemos aún peor pero cuando Vergara refiere la dicotomía entre crisis y equilibrio crítico no señala el advenimiento de una circunstancia nueva sino un estado de cosas permanente. En el Perú nunca fuimos lo que algunos creen que recientemente dejamos de ser. Enorme oxímoron, salvo que comencemos a preguntarnos cómo se construye una república que nunca existió.

Los trabajos de Cristóbal Aljovín acerca de nuestros inicios republicanos son reveladores: no hubo república, lo que sí hubo fue una anárquica combinación entre la nueva institucionalidad y la praxis cotidiana que permitió la revitalización de la vieja relación casuística colonial entre sociedad y Estado. De esta manera, la percepción del Erario Público como botín y de la función pública como enriquecimiento ilícito anteceden a la fundación política del país. Está en la costumbre hace quinientos años. Por eso, la otra pregunta que se suma a la ecuación es la misma de 1821: ¿cómo se construye una república donde la sociedad es consuetudinariamente antirrepublicana?

Carmen Mc Evoy desentrañó la maquinaria política de Ramón Castilla a mediados del siglo XIX: la presenta como una cadena de dones y contradones. El clientelismo en su máxima expresión, yo te doy, tu me das, y todo sale del Estado, de sus recursos, de sus contribuyentes, del tonto que vive de su trabajo y el vivo que vive del tonto, etc.  El siglo XX fue una feria de exuberantes dictadores civiles y militares, el uno más tórrido que el otro. Todos gobernaron sin la molestia de instituciones que fiscalicen la farra fiscal. Hoy ya contamos con “democracias” sin fiscalización, pero a nadie le importa. 

Al fin y al cabo, quizá las últimas dos décadas sí hayamos construido un nuevo sistema, uno que engrana acabadamente costumbre y política. ¡Al fin terminamos el trabajo! ¡Pensar que tomó 200 años! Hasta 2016 mantuvimos un atisbo de pudor republicano. Ahora que matamos al pudor, solo queda el matrimonio por conveniencia que contrajeron la sociedad y el Estado en el siglo XVI y que se reproduce más vigoroso que nunca. 

¿Todo acabará en un inesperado divorcio? Admirarse de un antiquísimo matrimonio para constatar que sus nocturnos ritos amatorios siguen siendo los mismos de siempre no le sirvió de mucho ni a Mariátegui, ni a Sánchez, ni a todos los que vinieron después. ¿Cómo se rompe una relación tóxica de quinientos años? ¿qué pacto conyugal viene después de la ruptura? Ahora tenemos a Orwell y sus distopías solo que con inteligencia -y respiración- artificial. Si queremos pensar y resolver al Perú -¿no será este otro oxímoron?- la mirada diacrónica es indispensable. 

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