[El Corazón de las Tinieblas] 

Un estudiante me preguntó alguna vez por qué algo tan natural como el intercambio cultural resulta hoy cuestionado y tildado de apropiación cultural por el wokismo. Le mencioné el ejemplo de la mujer blanca que eventualmente decide usar trenzas africanas o box braids y que podría ser interceptada en las calles de USA por un activista para enrostrarle su frivolidad, o por tomar como moda una costumbre ancestral.  

¿Se justifica la actuación de la activista? ¿debieron los hippies arreciar contra las multitudes que vistieron pantalones acampanados y que sin embargo no vivían en casas rodantes ni de acuerdo con sus pautas contraculturales? Felizmente, los animadores de Woodstock preferían la paz y el amor. Mencionarlo no es baladí: sobre el odio no podemos construir nada. <<La violencia solo engendra violencia, muerte y destrucción>> nos dijo el Papa Juan Pablo II cuando visitó el convulsionado Perú en Febrero de 1985, entre apagones generales, torres derrumbadas, pobreza extrema y migración masiva. 

La cara opuesta al ejemplo del estudiante lo acaba de vivir la congresista Susel Paredes. A la reportera de un medio televisivo conservador no se le ocurrió nada peor que emplazarla en la puerta del baño de damas del Congreso, impidiéndole el paso, increpándole que si se creía hombre debía acudir al baño de varones. Desde nuestra mirada, el solo hecho amerita la suspensión indefinida de la periodista. Más allá de eso, y más allá de que Susel le aclaró -con el aplomo que solo otorga décadas de lucha- que ella era homosexual y no trans, la abierta discriminación en contra de la orientación sexual de la representante es el agrio sabor que nos deja un incidente que jamás debería repetirse. 

Recién Stalisnao Maldonado escribió sobre un tema que hemos atendido en esta columna en varias ocasiones: los excesos de un wokismo que, paradójicamente, nació del liberalismo y los derechos fundamentales pero que devino en su versión más distorsionada e insidiosa. Maldonado llama a recuperar dichos derechos, llama a luchar por las minorías sexuales, por los pueblos originarios pero, al mismo tiempo, a no olvidar que de esos derechos también gozamos todos los demás seres humanos del planeta.

El gran error del wokismo fue pensar que luchar por los derechos de las minorías implica oponerse y negarles esos mismos derechos a las personas situadas fuera de sus reivindicaciones, así como optar por unos derechos fundamentales en desmedro de otros, de acuerdo con su propia agenda política. 

De allí la lista interminable de abusos y atropellos perpetrados a través de la cultura de la cancelación, así como la descomunal criatura engendrada, que apenas sí se abre paso torpemente sobre el mundo, sin importarle lo que destruye con cada pisotón: Donald Trump.

Fuente de la imagen: www.France24.com

Tal vez deberíamos preguntarnos si alguna vez existió, más allá del ágora ateniense. La democracia de los tiempos modernos, la representativa, puede entenderse también como un reemplazo soterrado del monarca absoluto, el Estado ya no soy yo, ahora somos nosotros, pero ese “nosotros” gobierna, casi omnipotente, a todos los demás.

Luego, allí donde rige el Estado de derecho, el sufragio no nos convierte en democracia, ni en el gobierno del pueblo en sentido estricto. Después están los mediadores, primero los sindicatos, después los partidos políticos, luego los organismos no gubernamentales y las asociaciones de la sociedad civil, entre otros, pero el problema que se plantea sigue siendo el mismo.

En tiempos de los grandes partidos, o en las realidades donde todavía existen, lo que sí rige es el Contrato Social: la delegación del poder del pueblo a sus representantes y sin mandato imperativo. Demócratas y republicanos, convencidos de apostar por una forma de vida y organización social en la que creen, votan a sus candidatos y se sienten mediadamente bien representados. Por ello, tienen la percepción de participar de lo que sucede.

Retrocedamos al mundo de “Entre Guerras”, la democracia era más democracia porque la flanqueaban dos totalitarismos, el comunista y el fascista, de dictadura de partido único. Mal que bien, y aunque se cumplan mucho, poco o regular, los derechos fundamentales de las cartas magnas democráticas garantizaban que nadie nos iba a enviar Siberia o al paredón si disentíamos. Entonces la democracia representativa, en tanto que nuevo nosotros gobernante (nosotros = Estado + instituciones) parecía más democracia todavía.

El mejor momento para la democracia en el siglo XX fue 1989. Cayó el muro de Berlín y no solo el capitalismo vencía al comunismo: también la democracia y el liberalismo político derrotaban a la dictadura de partido único que aún se mantenía en pie, la del socialismo real, la fascista fue aniquilada en 1945.

Pero para 1989 no había necesidad de defender la democracia, ni al gobierno del pueblo, con todo lo de real e imaginario que pudiese tener, de ningún enemigo visible y entonces la sabotearon por dentro. Vino el wokismo, una nueva cultura política neototalitaria que se desarrolla en el marco de una democracia que entra en crisis sencillamente porque la civilización occidental la pierde de vista al darla por sentada.

Y entonces la llamaron dictadura de la corrección política y después cultura de la cancelación y todos los progresismos en sus diferentes formas y colores se saltaron la valla de la democracia sin ningún problema: ya no es “o estás conmigo o estás contra mí”, sino “estás conmigo o estás socialmente muerto”.

Los cancelados eran a veces responsables de violencia contra la mujer pero otras veces no. Este fue el caso del célebre actor Johnny Depp, de los pocos que han logrado volver del ostracismo de una cancelación, tras vencer a su exesposa, Amber Heard, en un juicio que presenció el mundo entero y que debilitó seriamente las posiciones del movimiento feminista radical.

La dictadura de la corrección política alcanzó al movimiento LGTBI+, cuyas posturas a favor de apoyar con fármacos y cirugías las transiciones sexuales de niños, prevaleciendo la voluntad del infante -respaldada por la política estatal- por sobre la patria potestad, aumentó considerablemente las filas de quienes corrían a agruparse en la vereda del frente.

Al final del camino, la teoría poscolonial, al mismo tiempo que denuncia con justicia una discriminación que ya lleva medio milenio, plantea como teoría y praxis políticas el reemplazo del principio de la igualdad por el de la guerra tribal o de razas. De esta manera, un ciudadano caucásico en América Latina es, desde que nace, un varón, blanco, heteropatriarcal que goza, ad doc., de una situación de privilegio. El mérito y la performance no influyen en el resultado: ¿dijo más Adolfo Hitler?

Y si al progresismo no le importó el cerco democrático y de los derechos fundamentales, el conservadurismo no quiso ser menos. Algunos estados de USA han revertido las leyes proaborto, Donald Trump acaba de señalar que en su país solo hay hombres y mujeres. Inclusive, el dos veces presidente del hegemón americano, siempre grandilocuente y exagerado, no escatima referencias a la pureza de sangre en sus intervenciones públicas. A su turno, en Europa el                         nacional-conservadurismo de remembranzas fascistas avanza imparable y, en América Latina, esa también parece ser la tendencia. ¿Hitler vs Hitler?

Hay un pozo en el fondo en esta crisis paradigmática de la democracia. En USA, latinos y afrodescendientes, presuntas víctimas de las espartanas políticas de Trump, le votan con frenético entusiasmo. En Argentina, un pueblo hambriento por las políticas económicas de Javier Milei no deja de vivar a Javier Milei, a su política económica y a su “carajeada” defensa de la libertad.

¿Se hartó la gente del wokismo, el que a su vez dejó atrás la fase democrática de occidente caracterizada por los derechos fundamentales? Carambolas de la historia. De esta forma lesfacilitaron el trabajo a los conservadores -para quienes los derechos humanos “son una cojudez”- que vinieron justo después y que hoy le imponen al mundo su propia distopía autoritaria. Sin un mínimo consenso democrático mundial, Donald Trump puede decidir unilateralmente la limpieza étnica -por asesinato o desplazamiento- de los palestinos gazatíes con el complacido aplauso de Benjamín Netanyahu.

La historia enseña que al pasado no se vuelve. ¿Podremos recuperar los valores y prácticas democráticos luego de que progresistas y conservadores occidentales los condenasen al ostracismo del pasado? ¿Se trata de volver a la democracia? ¿O el mundo, dialécticamente, tras la primera gran guerra del siglo XXI -que será brutal y brutalmente destructiva- establecerá, renacido una vez más de entre sus ruinas, un nuevo orden político internacional. Pacifista, cómo no, erigido sobre cientos de millones de vidas humanas. Corsi e Ricorsi, dijo Giambattista Vico.

Prepárense, siéntense en familia ante la TV HD de no sé cuántas pulgadas en la sala de su casa y con harto popcorn a ver qué es lo que pasa, o anímense a luchar por una utopía que aún el mundo no nos ha revelado. Complejo dilema del sujeto contemporáneo.

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Hace unos días, en un medio local, el rector de la UNI, Dr. Alfonso López Chau publicó el artículo La Nación, Renán y Mariátegui. Me agrada lo que escribe López Chau por su solvencia intelectual pero, principalmente, porque, siendo líder de un partido político, Ahora Nación, se ocupa de temas que a ningún político contemporáneo le importarían. Y espero no pecar de soberbio al señalar que es posible que varios de los más conspicuos representantes de nuestra caterva política, ni siquiera hubiesen entendido el texto que aludo. Y es una pena.

Las redes sociales –youtube– todavía guardan discusiones entrañables: una entre Alfonso Barrantes y Alfonso Baella en 1984, otra entre Andrés Townsend, Armando Villanueva, Luis Alberto Sánchez y Ramiro Prialé en 1981, en tiempos en que el APRA se dividió tras la muerte de Haya de la Torre. Aquí no se trata de la temática, de la postura, sino de la docencia política, ¡qué nivel de cuadros! El que menos, desde la pantalla chica, escuchaba al contrincante y se quedaba con el placer estético de haber disfrutado de una charla magistral. Y de esto hace 40 años, en realidad no es tanto tiempo.

¿Que son tiempos pasados? ¿que ya fue? ¿que son otros aires que los soplan hoy? No lo sé. Pero los de hoy no son superiores a las épocas que evoco. Entonces teníamos clase política y teníamos partidos políticos que formaban cuadros para hacerse cargo del Estado. No era el mejor de los mundos, la corrupción estaba allí, pero tampoco era el séptimo anillo del infierno de Dante, al que nos han precipitado recientemente. Entonces no se trata de los tiempos, se trata de un hoyo del que hay que salir con absoluta urgencia.

Pero volvamos a López Chau quien definió la nación apelando al viejo Ernest Renán del siglo XIX, la enunció como “sufrir juntos” porque el sufrimiento impone deberes y exige el esfuerzo común, así como supone el deseo de continuar una vida juntos. Estas palabras podrían sonar vacías en nuestros Tiempos Recios, ¿a quién podría importarle una discusión conceptual si los medios titulan los avatares de una supuesta banda de prostitución clandestina que opera en el Congreso de la República?

Pero la cacocracia, el gobierno de los malvados y de los peores, sólo podrá ser revertida con una nación cohesionada, dotada de un sentido común de bienestar, de desarrollo compartido, de una utopía de patria, de peruanidad. Y ese sentido común, tan maltratado por quienes se estiman en una posición inexpugnable -y que no lo es- debe dar lugar a un gran movimiento de emoción social que salte a la política, que se haga del gobierno y que reconstruya, desde sus cenizas, las instituciones que una vez fueron creadas para servir al ciudadano y a todos quienes formamos parte de ella. Para eso necesitamos a la nación.

Hay una base espiritual, como le gustaba decir a José Carlos Mariátegui, siguiendo a Henry Bergson y George Sorel, en todo esto. Para nuestro amauta el socialismo se lograba con la elevación del trabajador a su máximo estadio de conciencia, lo que implicaba ascetismo, y una vez más, espiritualidad, religiosidad. Ciertamente, no es del socialismo del que hablamos ahora, pero sí de la democracia con justicia social, cuyo prerrequisito pasa por recuperar el Estado para la nación y solo una nación consciente, indignada y fervorosa recuperará el Estado para sí, única y exclusivamente para su beneficio y el de sus ciudadanos.

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En un espacio de los muchos que existen en las redes sociales, un cibernauta despistado cometió un pecado capital: colgó un vídeo en el que Agustín Laje explica lo “woke”. Yo ya sabía lo que se venía, aunque el espacio que refiero es diverso, el unánime rechazo hacia el máximo representante del neoconservadurismo acababa de quebrarse, así, sin más, como quien no quiere la cosa, como un transeúnte que atraviesa sin saberlo una manifestación que enfrenta a un grupo pro-aborto con otro pro-vida. A Laje le he escuchado decir cosas terribles sobre la mujer y sobre los homosexuales, también a Nicolás Márquez con quien publicó un libro que se puso muy de moda hace diez o quince años. 

Yo viví en España al amanecer de este siglo y recuerdo que en la capacitación de un trabajo nos advertían que no podíamos discriminar bajo ningún concepto a las parejas gay, que eso estaba legislado, que existía el delito de discriminación sexual. Me pareció estupendo y pensé cuándo sucederá lo mismo en el Perú donde la discriminación a las personas LGTBI+ y a las mujeres era casi irrefrenable y los avances en la paridad casi imperceptibles.

Pero justo por esos años los movimientos de reivindicación feminista, LGTBI+ y de la lucha contra la discriminación sociocultural iniciaron un profundo proceso de radicalización incubado los años o décadas anteriores. En esta ocasión no voy a detenerme en teorías, voy a señalar sencillamente los métodos y las propuestas más radicales. 

En el primer lugar de la ignominia del progresismo del siglo XXI se empoderó la cultura de la cancelación que nació en las universidades de los Estados Unidos. El motivo podía ser justo pero no siempre el fin justifica los medios. Cayó, al principio, la primera línea de contumaces abusadores sexuales que habían aprovechado sus posiciones de poder para perpetrar todo tipo de tropelías contra mujeres que tenían que someterse a sus deseos más perversos si aspiraban a lograr algo en la vida, inclusive en Hollywood. 

Pero el éxito de la punición pública, mediática y redial, y de la condena a la muerte social a estos deplorables personajes empoderó diversos movimientos y colectivos. A su turno,  los objetivos comenzaron a traspasar largamente la otrora preciada e indiscutible utopía de la igualdad. Entonces, en los planos feminista, LGTBI+ y de las luchas socioculturales se impuso la revancha, la vendetta histórica y, principalmente, la conciencia de que la igualdad era una obsoleta muñeca del pasado: ahora se trataba del poder. 

Por eso, la segunda línea que cayó con la cancelación no era necesariamente responsable de los crímenes que se le imputaba, pero eso no importaba, lo que importaba era que lo pareciese. Se trataba de generar la impresión de vivir en un mundo execrable donde todo hombre constituía un sujeto patriarcal, un abusador latente que podía atacar en cualquier momento. Así se impuso una cultura de la paranoia y de la sospecha, principalmente en la esfera académica.

Es en este nuevo y aterrorizado mundo que surgen personajes como Agustín Laje como una natural antinomia. Y también ante el gigantesco forado académico dejado por una intelectualidad demasiado temerosa de enfrentar un escrache y atreverse a pensar por sí misma nuevamente. Al final, no se distingue al que milita creyentemente del que se alinea por conveniencia. No hay contrapeso sensato, no hay una nueva filosofía del punto medio, aunque este resulte imposible de encontrar.

Y luego no solo está Laje. También están Georgia Meloni, Javier Milei y Nayib Bukele. Y de esta manera se configuró un planeta novedoso pero conflictuado que enfrenta a extremismos radicales y en el que el reciente triunfo de Donald Trump le otorga varios cuerpos de ventaja a los conservadores en esta guerra hegemónica -que cuentan con no pocos neofascistas en sus filas- sobre los progresistas. Y entre gritos y recíprocras recriminaciones estamos a punto de comenzar una Tercera Guerra Mundial por lo de Ucrania: ¡bravo! el mundo sigue siendo tan imbécil como siempre. 

Vuelvo a mi red social, anochece, el torbellino producido por la mención a Laje se diluye. Finalmente se leen unas líneas que cierran “salomónicamente” el debate: “Creo, que ya es hora de pensar políticamente como se debe, ¿no crees?” Y entonces volvió la calma y súbitamente recuperamos el consenso. 

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El martes ha ganado Donald Trump en USA, ha ganado de lejos y no ha ganado solo. Su victoria fortalece los nacionalismos y conservadurismos radicales que se multiplican en América y Europa. Con él se fortalecen Georgia Meloni en Italia, Javier Milei en Argentina y, a su modo, Nayib Bukele en El Salvador. 

Las causas principales de la holgada victoria republicana se derivan de la situación económica del país, la inflación de los precios y las sensibles mermas del poder adquisitivo y de la oferta de empleo. En suma, una contracción económica cuya responsabilidad se le adjudica a Joe Biden y que cargó como pasivo electoral su vicepresidenta-candidata Kamala Harris al enfrentar a su inefable y conservador oponente. 

Luego, la política internacional demócrata dejó también mucho que desear. El Gigante del Norte actúa como tal, independientemente de si lo lideran los “rojos” o los “azules”. Pero el sentido común, el tino, la posibilidad de resolver problemas fuera de casa, la inteligencia en el manejo de los asuntos exteriores son claves, pues desde allí se obtienen resultados y se fortalece la posición hegemónica del país, más en tiempos en el que la amenaza china ya se ha convertido en una palpable e indiscutida realidad. 

Biden fracasó en Ucrania y en Israel. En la exrepública soviética las fuerzas de la Alianza Atlántica apenas se sostienen ante el empuje ruso, a lo que hay que sumarle que este enfrentamiento ha acercado mucho a Vladimir Putin con Xi Jinping. Su reciente apretón de mano en la reunión de los BRICS en Kazán lo ha presenciado el mundo entero. 

Israel es otro frente conturbado. A Benjamín Netanyahu nadie lo para, el líder sionista es una bala perdida y amenaza con expandir el conflicto a todo Medio Oriente. Por lo pronto, Irán y Líbano ya están implicados.  Las opciones de Biden eran dos: seguirle el juego o dejar de suministrarle armas, ambas implicaban derrota, optó por la primera. 

Luego, la nueva guerra ideológica o batalla cultural no puede dejarse de lado. Las recientes elecciones USA han dejado claro que el electorado demócrata se aleja cada vez más de lo popular. Su público objetivo está compuesto por profesionales y universitarios, los más inmersos en las agendas woke, muchas de ellas radicales y que la mayoría de los norteamericanos, o no comprende o pondera que distraen la atención de los problemas más urgentes. 

A este nivel hace falta un decisivo debate en las izquierdas democráticas: ¿lo social o lo cultural? Está claro que una amplia agenda progresista puede incluir las dos opciones, pero el punto se encuentra en la prioridad, en lo que se les ofrece a los electores. Algunas políticas que responden a demandas de los colectivos LGTBI+ como la transición sexual de niños es rechazada por grandes mayorías al margen de sus posturas partidarias, lo mismo sucede con el punitivismo, la cancelación feminista y la llamada “dictadura de la corrección política”.  

Forzoso aterrizaje al Perú. Somos el país más conservador de América Latina. Más del 90% de los peruanos o no comprende o ignora la agenda woke. La preocupación se centra en la seguridad y la economía, después viene la inaplazable revolución de los servicios del Estado. No tiene que implicar necesariamente renuncias a banderas políticas pero sí implica establecer prioridades.

El conservadurismo peruano, comenzando por el movimiento fujimorista, no podrá ser confrontado con agendas woke que prioricen el género, las luchas LGTBI+ y el combate del racismo desde la teoría crítica, cuando ni siquiera estamos cerca de lograr la universalidad en el acceso a los servicios básicos del Estado. 

Las sirenas no cantan en vano, hay que saber escuchar lo que dicen y decodificar los mensajes que traen. El Perú necesita desarrollo, servicios y moralización. Sin establecer este punto de partida, seguiremos rodando por el despeñadero. 

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Recientemente he leído algunos textos de Enrique Dussel, y visto algunas de sus conferencias sobre su tema predilecto: la descolonización o el giro decolonial. Dussel es un filósofo brillante y en estas líneas solo pasaremos revista por sus propuestas más difundidas buscando establecer un diálogo y sumar algunos aportes relativos a ciertos temas fundamentales que Dussel parece pasar por alto al estructurar su armazón teórico.

Un primer elemento a considerar es aquella vieja consigna de Antonio Gramsci, relativa al intelectual orgánico, a aquel que no separa su quehacer intelectual de sus utopías políticas. Dussel fue uno de aquellos hombres y mujeres que, en nuestros tiempos de mercado y consumo, comienzan a escasear en nuestro horizonte filosófico e intelectual.

Dussel parte de la premisa de que dos de las siete civilizaciones fundamentales de la antigüedad son americanas: la Mesoamericana y la Inca. Estas últimas fueron sometidas por el Occidente Europeo desde la llegada de Cristóbal Colón en adelante. Desde entonces fuimos europeizados a la fuerza y colonizados inclusive mental y filosóficamente.

Nuestra propia intelectualidad piensa en términos occidentales, se estructura epistemológicamente así y, por consiguiente, el conocimiento que producimos en América Latina es también un producto o subproducto occidental , sencillamente porque no sabemos siquiera pensar en términos autóctonos, y porque, inclusive los académicos que defienden la teoría decolonial, han sido formados en centros especializados cuyos programas de enseñanza son básicamente occidentales.

Dussel pone como ejemplo, la división de la Historia Universal en Antigua, Media, Moderna y Contemporánea. Por un lado, es ya una verdad de Perogrullo, más aún tras la posmodernidad y el estallido de los grandes metarrelatos, que esta subdivisión del tiempo, le corresponde solo a Europa, o refleja una mirada eurocéntrica del desarrollo de la historia humana. En tal sentido, es positivamente cierto que si vamos a pretender establecer una periodización histórica desde y para América Latina requerimos otro esquema, pues el referido, sencillamente, no es el nuestro, aunque interactuamos con él desde el periodo denominado La Modernidad (1453 – 1789) y aún más desde el periodo denominado contemporáneo (1789 hasta la actualidad), incluidas las revoluciones industrial y científica.

Dussel va más allá y extiende su observación a la ciencia y la tecnología respecto de las cuales considera que los latinoamericanos estamos absolutamente colonizados por no rescatar los saberes ancestrales que aún cultivan nuestros pueblos originarios. También en este aspecto, resultaríamos meros copistas de occidente sin la menor capacidad de desarrollar un conocimiento científico y tecnológico original. En tal sentido, descolonizarse implicaría ver las cosas desde la propia América Latina sacudiéndose del colonialismo mental impuesto por occidente y del cual, hasta el día de hoy, somos tributarios.

Las tesis de Dussel me parecen aceptables hasta cierto punto. Estoy de acuerdo en que no tiene sentido enseñar en nuestras escuelas, donde aún se enseña historia pues no sucede en todos los casos, que los cuatro periodos de la Historia Universal se denominan Antigua, Media, Moderna y Contemporánea. Una revisión de la narrativa histórica parece urgente pues, a pesar de la fragmentación de los discursos y su cada vez más marcada relativización, seguimos reproduciendo un esquema de la historia que, básicamente, nos descentra, no nos corresponde como región.

Donde las tesis de Dussel me parecen más discutibles es en el parteaguas que establece desde la llegada de Cristóbal Colón, cuyo derribo de estatuas promociona sin ambages, en adelante. En efecto Colón trajo la conquista, la colonización, el despojo, así como la entronización de una cultura dominante que se mantiene estructuralmente hasta hoy y que no ha dejado de hacer sentir sus consecuencias en desmedro de nuestros pueblos originarios.

Lo que me pregunto es si la llegada de los europeos a América -suscribo su idea de no llamar descubrimiento a este encuentro- representa solamente lo señalado en el párrafo anterior o se reduce simplemente a eso. A ese nivel, en las tesis de Dussel parece mostrarse un gigantesco agujero de medio milenio, pareciese que los europeos acabasen de llegar y estuviésemos en situación de optar, sin más, por la opción de adherirnos a lo que fuimos en este territorio hace quinientos años rechazando de un plumazo lo que somos: no se puede.

Tampoco podemos negar que nuestra propia cultura ya tiene poco, mucho o regular de Europea, desde la lengua que hablamos. Es posible criticar el mestizaje desde las teorías contemporáneas que tienden a tribalizarnos y a anteponer la diferencia y la separación, pero lo cierto es que hubo mestizaje. Luego, no podemos, como pretendieron nuestras elites a inicios del siglo XX, solazar con este fenómeno una serie de condiciones de desigualdad y discriminación que son palpables, ni pretender arreglar el asunto como intentó institucionalizar Chile con la narrativa del roto bravo y aguerrido, estandarizando así a toda el pueblo chileno que contiene, más bien, una gran riqueza étnica y cultural basaba en sus pueblos y lenguas originarias.

Luego, ¿se trata de escoger nuestra tecnología y ciencia ancestrales y anteponerlas a las occidentales que marcan el ritmo del planeta hace 200 años? O se trata, eventualmente, se integrar saberes ancestrales a herramientas tecnológicas de última generación para de esta manera enriquecernos y promover el desarrollo.

Me preocupan, finalmente, algunas subteorías que subyacen a las tesis decoloniales. Discursos del odio tribal como los que categorizan a toda la etnia caucásica-blanca americana como heredera de una situación de privilegio generalizada entre otras muchas particularidades no parece muy diferente a la manera como los personajes más deplorables del fascismo separaron, con finalidades muy perversas, a las razas en la tercera y cuarta décadas del siglo XX europeo. ¿Dónde queda el individualismo? ¿dónde queda la promoción de la solidaridad? ¿dónde queda la consigna de crear una ciudadanía plena y consciente de sus derechos y deberes si les anteponemos discursos tribalistas?

Para concluir, me parece que las teorías de Dussel parten de un principio de justicia, pero al mismo tiempo me parecen muy simplificadoras y, por ello, omiten una realidad muchísimo más compleja como para reducirla a dicotomías tan simples. Las estructuras de dominación occidentales existen en América, y existen de muchas maneras, pero también existe una realidad latinoamericana construida en cinco siglos. ¿Cómo enfocar estas dos proposiciones que podrían o no resultar en contradicciones insalvables es una pregunta que podría llevarnos al principio de una revisión, también estructural, de teorías que en el camino de la reivindicación han ido dejando caer aspectos fundamentales de una realidad inquietante y compleja.

El mundo está dividido. La nueva Guerra Fría no es solo la que enfrenta a USA y la OTAN de un lado, y a Rusia y China del otro. Hay otra Guerra Fría más, o talvez muy caliente, que opone a conservadores y progresistas. La primera tiene que ver con el poder, con el dominio económico y geopolítico del planeta, la segunda es ideológica y ha abierto un escenario de intolerancia en el que las formas y fondos de la democracia a nadie le importan.

Cada 12 de octubre, se suscita una controversia entre España y los sectores o gobiernos progresistas de América acerca del descubrimiento del Nuevo Continente. Son los tiempos. La teoría poscolonial ha tomado sólidas posiciones, así como el pensamiento que desafía la universalidad de los derechos humanos y aboga por los derechos de las diferencias y las disidencias. Entre estas últimas se sitúan los pueblos originarios. ¿Se puede partir de un principio de igualdad cuando en América contamos con millones de afectados por estructuras de poder que hasta hoy los excluyen?

La exclusión de los descendientes de Los Vencidos, como diría Nathan Watchell, es poco discutible. El racismo estructural es real. Más discutible es la forma que han cobrado su denuncia y las formas de lucha; como lo es esa tendencia a separarnos por tribus, a generalizar étnicamente como en el pasado lo hicieron quienes pregonaban superioridades e inferioridades raciales. Dirán que no es lo mismo, pero tiene mucho de parecido afirmar que a una persona que nace con un fenotipo u otro le corresponden, sin más, una serie de atributos, los más de ellos peyorativos. 

Pero vayamos al tema. No dudo que habrá españoles, situados bien a la izquierda de su espectro político, sensibles a los reclamos de sus pares americanos. Pero lo cierto es que existe un gran sentido común español que todo lo que entiende del tema es que hace quinientos años los tercios de su poderoso ejército le regalaron su civilización a quienes carecían de una y se admiran de que los americanos de hoy no lo reconozcan y no lo celebren alborozados.  

Por otro lado, el progresismo poscolonial aterriza fácilmente en el odio y omite del análisis consideraciones relacionadas con lo que estaba y no estaba normalizado hace quinientos años por lo cual buscan sentar a España, y su actual Majestad, en el banquillo de los acusados. Pero algo nos enseña la historia: los imperios que han podido someter militarmente otros pueblos lo han hecho, Incas y Aztecas incluidos. 

La reconciliación internacional consiste en una negociación oficial que emprenden dos o más estados cuando perciben que los separa un pasado doloroso. El caso emblemático es el de Francia y Alemania que iniciaron los trabajos destinados a superar las heridas de la Segunda Guerra Mundial en 1963, apenas 18 años después de concluida la conflagración. Franceses y alemanes se dieron cuenta de que si querían jugar algún rol en el mundo de la Guerra Fría debía ir juntos. Por eso fundaron la Comunidad Económica Europea en 1957 y, tras la caída del muro de Berlín en 1989, cuando comenzaba a amanecer un planeta que se asomaba unipolar con USA como único y gran hegemón, fundaron la Unión Europea en 1993. La idea: seguir siendo protagonista en un mundo que se les iba de las manos. La premisa: el perdón alemán por las barbaridades de la Segunda Guerra Mundial. 

Luego, la conquista de América es un tema mucho más longevo pero las políticas dirigidas a los pueblos y lenguas originarios constituyen un asunto de muy corta data, no más de dos décadas y es evidente que queda muchísimo por hacer. Las diferencias, la separación, la asimetría están allí, en el Perú lo vemos a diario. Recién se supo que algunos profesores de una escuela amazónica violaban a los alumnos que debían permanecer internos en ella por vivir a días de distancia de su centro de educación básica. ¿Así incluimos?

Volvamos a hablar del perdón. López Obrador y Sheinbaum se lo han reclamado al Rey de España Felipe VI a nombre de los sectores que reivindican a los pueblos originarios. Reitero, la reconciliación es una negociación. Para que suceda, las partes deben estar de acuerdo en llevarla a cabo. Yo la creo imprescindible, España no. Entonces es labor de la diplomacia acercar al viejo reinado a la mesa de negociación. ¿Podría la OEA mediar sus buenos oficios?

En otras palabras, se requiere de gestiones del más alto nivel ante la Monarquía española para que esta comprenda que buena parte de la población y de los gobiernos de sus excolonias americanas están esperando un gesto de desagravio por los abusos cometidos durante la conquista y la colonización. El argumento de la época pasada, de la normalización pasada no parece suficiente como disculpa porque no se trata de eso.  La reconciliación tiene que ver más con gestos de empatía, con gestos de humildad, con el reconocimiento de violencias que ocasionaron sufrimiento a millones de personas y que se anidaron en la memoria colectiva de sus descendientes y se manifiesta, además, en la realidad material contemporánea. 

Al respecto, un ejemplo destacable de reconciliación lo protagonizó el Papa Francisco quien, en 2021, no tuvo reparos en disculparse ante México por los pecados de la Iglesia durante los tiempos de la colonización española. Preclaro ejemplo de humildad cristiana: les hizo bien a los millones de feligreses mexicanos y le hizo mucho mejor a la propia Iglesia Católica.

Por este último motivo, también el Estado mexicano se ha disculpado con sus pueblos originarios. No fue solo durante la colonización. En América Latina, el siglo XIX republicano fue abyecto en la explotación y el maltrato a la población oriunda, situación que penetró por largas décadas al siglo XX y que hoy se manifiesta en servicios estatales absolutamente deficientes que explican por qué hay quienes denuncian la permanencia de las estructuras socioeconómicas impuestas por el poder español hace 500 años. 

Por eso reitero, en el fondo se trata de la humildad y la empatía entre ambas partes. Salir a exigir perdones ante el mundo entero no es, desde luego, la mejor manera de iniciar un acercamiento para reconciliarse. Lo que se requiere es trabajo diplomático, silencioso, sutil, es preguntarle al que va a disculparse, o reconocer violencias del pasado, qué cosa quisiera que le reconozcan a él. Por lo pronto, somos cristianos e hispanohablantes. En un caso como este una reconciliación no puede entenderse como un acto unilateral. Verlo y plantearlo así es fracasar sin siquiera encontrar un principio: España seguirá respondiendo con la arrogancia de siempre y en América seguiremos vandalizando las estatuas de Cristóbal Colón. 

¿Y el Perú? ¿bien gracias? Durante el segundo gobierno de Alan García se le pidió perdón a la población afrodescendiente por la esclavitud que se prolongó hasta que Ramón Castilla la abolió en 1854, es decir 30 años después de la Independencia. Bien hecho,  sin embargo, la servidumbre campesina se extendió hasta la reforma agraria de Velasco -buena, mala o peor- ¿algún gobierno se ha disculpado por eso? ¿alguien ha pedido perdón por la esclavización de los grupos originarios amazónicos durante la fiebre del caucho? Reitero, el perdón debe comprenderse como un gesto de amistad, humildad y reconciliación, no como la humillación, ni el escarnio público de nadie.  

Pero debe producirse. En el Perú, hasta hace muy poco tiempo, se observaba en las casas de distritos medios o residenciales el siguiente anuncio: “se necesita muchacha, cama adentro”. De esta manera, la migración masiva producía el repentino (des) encuentro entre dos países y dos culturas, y se inventaba modernas formas de servidumbre casi al amanecer del siglo XXI. 

Tanto por hacer, qué banales me han sonado las voces del conservadurismo y del progresismo radicales, tan cargadas de odio, cuando escribía estas líneas. Las guerras colonizadoras terminaron, los españoles se fueron hace 200 años, se supone que somos libres hace dos siglos: se supone. Se trata de traer la igualdad, por fin la igualdad, los servicios, los eficientes servicios del Estado, se trata de curar heridas, de cerrarlas, de sanarlas con cuidado, se trata de amistarse, se trata de abrazarse, se trata de ser, en fin, una nación que es capaz de tratar y resolver su pasado con otras. La guerra, de ningún tipo, jamás ha solucionado nada. ¿No se nos hace evidente cuando vemos lo que pasa en Gaza y Ucrania? 

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Recién el Dr. Alfonso López Chau, Rector de la Universidad Nacional de Ingeniería, escribió sobre lo que a nadie le importa: la moderación y la ética en la política. Al mismo tiempo, leí en el titular de Salud, Dinero y Amor -un nuevo diario chicha- la noticia del supuesto ultraje sexual a Andrés Hurtado “Chibolín” en el penal de Ancón a manos de un prontuariado delincuente apodado “negro tres leches”. 

Ignoro la veracidad de esta última noticia. A no ser por la circulación en redes de este inefable titular, jamás hubiese sabido de una crónica que se merece más como una denuncia de violencia sexual antes que como una argucia de marketing para vender un pasquín, cuya motivación política, sin embargo, es inocultable: hoy las redes sociales comentan con sorna las supuestas penurias carcelarias del popular exanimador televisivo. 

Y a López Chau nadie lo leyó pero lo que nos dijo es fundamental. Recién me trataron de imperialista, proyanqui, reaccionario, fascista y una larga lista de epítetos análogos por expresar mi preocupación respecto de la reforma de la justicia que acaba de proponer Claudia Sheinbaum en México. Sucintamente, los jueces serán elegidos por aclamación popular, sin mediación alguna. Al parecer, alguien está confundiendo a la multitud plebiscitaria con la democracia y el constitucionalismo, el que, para todos los casos, establece procedimientos y mecanismos adecuados,  aunque muchas veces resulten disfuncionales.

Al mismo tiempo, me llamaron rojo, proterruco y defensor de bandas criminales por cuestionar a Nayib Bukele, y denunciar la casi desaparición del Estado de derecho y de la división de poderes en El Salvador. Se trata de lo mismo: otra vez el plebiscitarismo. Total, tanto a Sheinbaum como a Bukele (me queda claro que la primera no rompe el cerco democrático hasta hoy, mientras que el segundo lo rompió hace rato) los votaron más del 60% de sus connacionales ¿les dieron entonces un cheque en blanco? ¿les otorgaron la facultad de cambiar el régimen político?  ¿Cuándo es válido cargarse una república? ¿depende del color de la camiseta del caudillo de turno?

Y el Rector de la UNI, sin que nadie lo advirtiera, nos escribió sobre la moderación en el ejercicio del poder, sobre la ética y la responsabilidad del gobernante. Se puede aprender lentamente, el pecado consiste en repetir las lecciones y no aprender nunca. El debate que les estoy planteando no es distinto al de los inicios de nuestra era republicana hace doscientos años, o al recordaris de Hugo Neira en la segunda edición de su Hacia La Tercera Mitad: “hay que saber limitar republicanamente el poder”. 

Recién hemos criminalizado la protesta en el Perú, hay leyes que favorecen el crimen organizado en lugar de defender de este a la sociedad. ¿No hay salida más allá del extremismo? ¿una vez más nos creeremos el cuento de que los cuarteles y los fusiles son la solución cuando nuestra historia republicana demuestra exactamente lo contrario? Tal vez habría que pensar serenos, con moderación, en cómo fortalecer nuestras instituciones democráticas, con todo el peso de la ley, democracia fuerte sí, pero democracia al fin y al cabo, siempre democracia, en toda su amplitud y con un cabal conocimiento de sus inexpugnables fronteras. 

En Occidente triunfaron quienes lo tuvieron claro y lo llevaron a la praxis. Habría que comenzar por aclararnos nosotros mismos, y el primer paso es dejar atrás la polarización de extremos ideológicos que nos está forzando a elegir entre opciones políticas radicales que no solucionan nada y que nos mantendrán en la eterna caída libre por el despeñadero de la corrupción. 

Al respecto, parafraseando a Max Weber, Alfonso López Chau dijo que “se necesita mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad; es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas. No saber guardar distancias es uno de los pecados mortales de todo político y guardarlas es una de las cualidades cuyo olvido condenará a la impotencia”. 

Bien común, ciudadanía, derechos, instituciones. Recuperemos el vocabulario democrático básico. Garantizo que resultará más útil y edificante que regodearse con el patetismo degradante de un supuesto ataque sexual a Andrés Hurtado en Piedras Gordas. 

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No he opinado acerca de la muerte de Alberto Fujimori, he opinado sobre él a propósito de su muerte. He tratado de ser firme y ponderado al mismo tiempo, de recordar el oprobio sin caer en el linchamiento, de pensarme a mí mismo como analista y académico, antes que como activista radical. Es tan fácil tirar piedras, es tan sencillo hacer la revolución con una pañoleta verde tapándote la cara. 

Me he paseado por las redes de otros países. En Colombia debaten sobre Petro y es lo mismo -al margen de la lesa humanidad- y en el Chile de Boric o la Argentina de Milei también es lo mismo. Me pregunto si son las redes o si es la pulsión humana de siempre eso de sacarse las vísceras unos a otros, o si, finalmente, las redes no son más que un medio que nos permite hacer lo que siempre quisimos pero no podíamos porque carecíamos de un lugar invisible para emboscar al otro bajo el cobijo del anonimato. 

Primo Levi escribió Si esto es un hombre, sobre su supervivencia al campo de concentración de Auschwitz, la expresión más absoluta del mal que ha conocido la modernidad occidental. Recién nos hemos conmovido con la vida reducida a la nada confrontada con su éxtasis más complaciente en la cinta “zona de interés”. Apenas una pared separa al bien del mal más absolutos, nunca el maniqueísmo disfrutó de una vecindad más funcional entre sus sempiternos antagónicos.  Julia Shaw, en su libro, «Hacer el mal» (2024) sostiene que todos somos capaces de cometer un asesinato. La afirmación reitera una verdad ineludible, la he escuchado tantas veces en boca de protagonistas de series policiales. El hombre llevado a aquel extremo en el que se convierte en animal, en bestia, en lo que fue al principio y sigue siendo tras milenios de socialización: un animal, al fin y al cabo, un animal. 

He pensado en el poder, en la puerta giratoria que lleva a ese lóbrego lugar del que no se retorna, he visto a tantos cruzarla, podría nombrarlos, no voy a hacerlo. Hace años dejé de pelear así, desde que entendí que los malos están al frente pero que igual estoy rodeado de ellos y que, finalmente, yo tampoco soy más que un hombre, un simple hombre que, con suerte, dejará este mundo en las próximas tres décadas. Mejor así, con el tiempo aprendí de la ponderación del perfil bajo, de la calidez reposada de una acogedora sombra, lo suficientemente inadvertida como para que no la alcancen las habladurías, los chismes, la maledicencia humana. 

Fujimori se ha ido, el fujimorismo no, el Perú tampoco, eso es lo peor, tenemos que seguir siendo peruanos y amar entrañablemente a nuestra patria a pesar de ella misma. Al Perú legado por Fujimori, por Francisco Pizarro, por Ramón Castilla, por Manuel Odría, por todos los presidentes del siglo XXI, salvo los honorables Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, que por algo fueron transitorios pues gobernaron el tiempo exacto para no ser alcanzados por el oprobio. 

La clase política antes de la dictadura de Alberto Fujimori languidecía pero era mejor tenerla que hacerla estallar en miles de caudillos regionales, provinciales y distritales esparcidos a nivel nacional, sin control, sin Estado, sin ley ni Constitución, realizando sucios negocios con el erario público, los que luego son decretados con urgencia, entre gallos y media noche, por un Congreso ominoso. En el Perú no amanece, ni tampoco huele a mañana, varón*.  

*Parafraseo de verso del tema GDBD, de Rubén Blades, del álbum Buscando América, 1984

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