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[CIUDADANO DE A PIE] La opinión pública o el porqué las mayorías se dejan gobernar por minorías.

Fue el filósofo escocés David Hume el primero en preguntarse cuál es la razón por la que las mayorías sociales se someten voluntariamente al gobierno de ciertas minorías. Su respuesta fue que esto sucede únicamente gracias a la capacidad de persuasión de los gobernantes sobre los gobernados: “Solo en la opinión es donde se funda el gobierno” escribió en 1754. Pocos años después, en “El Contrato Social o los principios del derecho político” de 1762, Jean-Jacques Rousseau defiende la idea de que la “opinión pública” -término que el mismo acuñó- determina en gran medida la legitimidad de los gobiernos democráticos. Así lo reconoció tempranamente la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, al proclamar que para garantizar los derechos inalienables de los hombres “se establecen gobiernos, los cuales adoptan sus justos poderes del consenso de los gobernados.” Su ejemplo no tardaría en ser seguido por otras declaraciones similares en América y Europa. Finalmente, y tras una accidentada evolución histórica, se impuso en Occidente el modelo de democracia liberal representativa, en el que, mediante elecciones libres y periódicas, se eligen gobernantes cuya legitimidad se sustenta precisamente, en la opinión pública consensuada denominada “Voluntad Popular”.

La democracia representativa es una ficción peligrosa.     

Dejando de lado la crítica de Marx a la “democracia burguesa”, a la que consideraba una superestructura político-ideológica destinada a asegurar la explotación del proletariado, muchos autores contemporáneos como Ellen Meiksins Wood, Nancy Burns, Jason Brennan, Charles Tilly y Domenico Losurdo han cuestionado la validez de la democracia liberal representativa como medio para asegurar una real participación de los ciudadanos en las decisiones de los gobiernos. Algunos han ido incluso hasta calificarla como una mera ficción. Pero entre todos los detractores, destaca uno que critica la democracia representativa desde una óptica radicalmente diferente, pues ya no señala los riesgos de una limitada participación popular en la gobernanza, sino todo lo contrario. Ludwig von Mises, uno de los padres del neoliberalismo, señala que el gran peligro del sistema representativo, en el que el voto de cada ciudadano cuenta, es que el resentimiento de los pobres (siempre en mayoría numérica) contra los ricos, puede ser aprovechado por “demagogos” que invocando la “justicia social”, llegan al poder con la intención de poner trabas al libre mercado. La democracia representativa no solo sería entonces una ficción, sino una ficción peligrosa para los grupos de poder económico.

Manipulando la opinión pública

Un sobrino de Sigmund Freud, el austriaco-norteamericano Edward Bernays, considerado un pionero de la propaganda moderna, escribió en los años 20 del siglo pasado: “La manipulación deliberada e inteligente de los hábitos y de las opiniones de las masas, es un elemento importante en las sociedades democráticas, y aquellos que manipulan este oculto mecanismo de la sociedad, constituyen el verdadero poder dirigente de nuestro país.” Más recientemente el economista y especialista en medios de comunicación, Edward S. Herman, conjuntamente con el célebre lingüista e intelectual Noam Chomsky, demostraron mediante un modelo teórico cómo las élites económicas, a través de los grandes medios de comunicación, “fabrican el consentimiento de la opinión pública” con el claro objetivo de mantener el statu quo que les es favorable. ¿Afiebradas teorías conspirativas? Martin Wolf, nada menos que editor en jefe de Economía del Financial Times, ha escrito en su muy reciente libro “La crisis del capitalismo democrático” lo siguiente: “La plutocracia (poder político ejercido por los ricos) es el resultado natural de una forma de capitalismo depredador que genera enormes desigualdades de ingresos y riqueza. A medida que la riqueza y el poder económico se concentran cada vez más, es inevitable que la democracia liberal se vea amenazada (…) Más que nada, buena parte de lo que ha ido mal es (…) la tendencia de los poderosos a amañar los sistemas económicos y políticos en contra del resto de la sociedad.” La manipulación de la opinión pública por parte de los grupos de poder, es un ataque directo contra el corazón mismo de la democracia representativa, y esto viene ocurriendo no solo en el mayor exponente de la democracia y la economía de mercado, sino en nuestro propio país, como lo han señalado autores tales como Francisco Durand.

¡No una, sino tres ficciones!

En un libro con el provocativo título de “La invención del pueblo”, el eminente historiador norteamericano Edmund Morgan, afirma que el éxito de los gobiernos democráticos depende de la aceptación popular de tres ficciones: que los representantes del pueblo son el pueblo, que los gobernantes están al servicio del pueblo, y que todos los hombres son iguales. Para que estas ficciones puedan funcionar adecuadamente, la realidad debe asemejarlas el máximo posible pues, de no ser el caso, la incredulidad y el descontento se apoderarían de los ciudadanos, produciéndose el desmoronamiento del sistema.

Esta democracia ya no es democracia

En estos difíciles tiempos de nuestra vida política y económica, todo apunta a que la mayoría de peruanos no creería más en las ficciones de la democracia representativa, o al menos eso es lo que muestran importantes encuestas realizadas recientemente en nuestro país (OXFAM/IEP, Latinobarómetro, INEI). Así, en lo que concierne a cuatro aspectos fundamentales de la igualdad ciudadana, el 94% de peruanos piensa que somos desiguales en el acceso a la salud, 92% a la educación, 94% al trabajo y un impresionante 83% considera que en nuestro país el acceso a la justicia es muy desigual. En lo concerniente al aspecto económico, la percepción del 72% de compatriotas es que la desigualdad entre pobres y ricos es muy grave, y que dicha desigualdad va en aumento. ¿El gobierno y los políticos trabajan en nuestro beneficio? El 66% pensamos que somos gobernados por unos cuantos grupos poderosos que buscan su propio beneficio. No es de extrañar que apenas el 8% de nuestra población este satisfecho con la democracia (el único país latinoamericano con un solo dígito), que el 73.1% piense que nuestra democracia funciona mal o muy mal y que el 87.7% culpe de ello a los políticos.

Un análisis objetivo de esta realidad, nos permite apreciar que el país se ha deslizado  rápidamente, desde lo que Guillermo O’Donnell califica como una clásica “democracia delegativa” latinoamericana -esto es con una muy pobre participación ciudadana tras el voto, instituciones débiles que simulan tener las características de una democracia consolidada y una resultante inestabilidad- hasta lo que Heinz Dieterich denomina una “democracia sustitutiva”, un sistema en el que los políticos elegidos por voluntad popular, lejos de desempeñarse como representantes y servidores de la ciudadanía, actúan sirviendo en primer lugar a los intereses de las élites dominantes y, en segundo lugar, a sí mismos. Los hechos hablan por sí mismos…

¿Encontraremos una salida a esta situación? ¿Podremos construir todos juntos una verdadera democracia al servicio de los peruanos? Difícil decirlo, pero estamos totalmente de acuerdo con Jorge Frisancho cuando escribió con motivo de las recientes movilizaciones sociales en nuestro país: “cualquier nuevo pacto que se forje, como en los años 90, entre el poder congresal, facciones del empresariado, sectores de las FF. AA y la Policía, solo podrá ser una forma de la misma crisis, la crisis del régimen neoliberal, sin ninguna posibilidad de resolverla.”

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[DETECTIVE SALVAJE] Hace varios años, cuando la fiebre de la novela me había cogido y no tenía pinta de querer soltarme, alguien me sugirió que la ficción era una pérdida de tiempo. Yo solo leo cosas de la vida real, me dijo. Estábamos en la playa y recuerdo no haber querido pelearme. Además, aunque en ese momento yo ya sabía que mi interlocutor estaba equivocado, que los beneficios de leer ficción eran reales, no se me ocurría por qué, ni cómo explicárselo. En mi mente, volví muchas veces a esa conversación. En noches de insomnio, digamos, motivado por la rabia. Me pasaba también que leía una novela extraordinaria, atisbaba en las páginas una revelación (Kafka habla de un hielo que las buenas novelas deben quebrar), y recordaba el talón de acero que, esa tarde de verano, un mal lector había alzado entre la ficción y la no-ficción.

Un día se me ocurrió que toda ficción es una predicción. Una ficción bien lograda predice qué pasaría si una persona de tales y cuales características (el personaje) se enfrenta a tal y cual situación (la trama). Rodion Romanovich Raskolnikov no existió en la vida real, pero su historia sirve para comprender, o para predecir, qué pasaría si –a muy grandes rasgos– nos creyéramos exonerados del mal y matáramos a dos personas con un hacha. Dostoyevski no narra en Crimen y castigo la desgracia de Raskolnikov, sino aquella que podría caer sobre nosotros –la humanidad– si cometiéramos los errores de su personaje.

Leer La traducción del mundo, de Juan Gabriel Vásquez, fue como si alguien reformulara mis preguntas y las contestara con sustento. El libro transcribe las conferencias de la cátedra Weidenfeld de Literatura Europea Comparada, que Vásquez dictó en Oxford el año pasado. Los cuatro textos que componen el libro son una defensa de la ficción. Puede que a muchos apasionados de la literatura les pase lo mismo que a mí: en cada página te encuentras con ideas que alguna vez tuviste (o casi tuviste, o apenas sospechaste), pero que no sabías desentrañar. Eso no le quita originalidad al libro; mucho menos valor. Es emocionante descubrir un texto que toque con tanta precisión temas que a la mayoría se nos escapan de las manos.

El primer capítulo es quizás el que más vincula el arte de la novela con la disyuntiva cultural actual. En él, Vásquez arremete contra la idea de la ‘apropiación cultural’. La ficción es siempre un acto de apropiación. Lazarillo de Tormes, tal vez la primera novela, está escrita en primera persona, en forma de carta, supuestamente por un campesino de bajos recursos, pero en realidad por un autor con formación académica. La novela no pretende degradar al Lazarillo. Lo contrario: nace de una creciente curiosidad por la vida ajena, por esas identidades efímeras que antes no eran dignas de ser retratadas en el arte. Es la manifestación de un interés por la humanidad más allá de los reyes, las guerras y los documentos históricos.

Ahí está el valor de la novela: en investigar la vida del otro, en comprender el mundo desde una perspectiva íntima y secreta. Vásquez cita a Kundera, que dice lo siguiente: “La sociedad occidental se suele presentar como la sociedad de los derechos del hombre, pero antes de que un hombre tuviera derechos, se tenía que construir como individuo y ser considerado como individuo; y eso no hubiera podido pasar sin la larga experiencia de las artes europeas, y en particular el arte de la novela, que enseña al lector a sentir curiosidad por los otros y a tratar de comprender verdades distintas de la suya propia”. Limitar ese voyerismo interpersonal, como lo llama Zadie Smith, es ponerle un límite a nuestra capacidad imaginativa, a cuánto aprendemos del mundo, cuánto comprendemos al ser humano y por ende a nosotros mismos.

Sin ese voyerismo, sin adoptar el punto de vista ajeno, no habría visto la luz El viejo y el mar, donde Hemingway, estadounidense blanquiñoso, narra la experiencia de Santiago, un pescador cubano. A Faulkner se le hubiera complicado la escritura de Luz de agosto, pues una de las características más relevantes Christmas, personaje principal, es que su padre era negro. Tampoco existiría La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, una de las novelas peruanas más importantes del siglo pasado, que observa el choque cultural que existe en Lima: el pluralismo, sí, pero también el racismo, la violencia, la desigualdad.

Por otro lado, ir en contra del alarmismo de la llamada apropiación cultural no significa dar rienda suelta a que cualquier persona, simplemente por tener ganas de hacerlo, se ponga a escribir sobre una cultura ajena, sobre un tiempo que no es el suyo o una realidad que desconoce. Hemingway vivía en Cuba y conocía muy bien la pesca cuando escribió El viejo y el mar. Faulkner pasó casi la vida entera en el sur profundo de Estados Unidos y conocía sus dilemas. Vargas Llosa estudió dos años en el Colegio Militar Leoncio Prado, de los que manó La ciudad y los perros. Ninguno escribía desde la ignorancia.

Pero a veces no es posible vivir una realidad para escribirla. Margarite Yourcenar, por supuesto, no vivió en Roma durante el primer siglo AD. Sin embargo, escribió Memorias de Adriano. Yourcenar llama “magia simpática” a eso de colarse en la mente de otro y contar la historia desde un punto de vista ajeno. “Es un gesto de enorme dificultad”, comenta Vásquez. El fin, según Yourcenar, es “rehacer desde dentro lo que los arqueólogos del siglo XIX hicieron desde fuera”. Es la manera de conocer la historia sin limitarnos a los documentos oficiales. El parte del General puede dar una mirada rápida de lo que sucedió en tal batalla. Pero comprender la guerra como un conjunto de números (muertos y metros ganados o perdidos) es insuficiente.

Viene a mi memoria una escena de la película Sin novedad en el frente (2022), basada en la novela escrita por Erich María Remarque en 1928. Un joven alemán se alista para luchar en la Primera Guerra Mundial. Cuando recoge su uniforme de soldado, descubre en su casaca una etiqueta con otro nombre. Cuando se lo hace notar al supervisor, este arranca la etiqueta y le devuelve la prenda. El número de fallecidos y una descripción histórica de las grandes batallas, las trincheras, el gas mostaza, pueden dar una idea general del infierno que fue esa guerra. Pero solo en la ficción perdura la imagen de un alemán, joven y engañado, usando el uniforme que otro alemán ya usó, que fue cocido para ocultar el hueco de una bala y lavado para quitar las manchas de sangre. Solo las novelas, y en su defecto las películas, conservan las emociones de tal sutileza, y solo a través de esas emociones es que nos acercamos a la realidad del alma humana.

Los cuatro textos de La traducción del mundo alcanzan para llenar un periódico entero de artículos. Cada argumento da para ahondar y dar vueltas infinitamente. Por ejemplo, se habla también de la imprecisión de los documentos históricos, de cómo fluctúa el número oficial de muertos en la masacre de las bananeras. En Cien años de soledad, José Arcadio dice: “Debían ser como tres mil”. El libro se ha leído tanto, que muchas veces esta cifra, inventada por García Márquez, ha sido malinterpretada como real.

Vásquez menciona otra anécdota: en la novela, José Arcadio es testigo de la masacre, y, sin embargo, nadie cree en su testimonio. La conclusión oficial, la que los medios difunden y los políticos defienden, es que no hubo ningún muerto. Bueno, hace pocos años, una congresista colombiana se atrevió a decir que la masacre de las bananeras, la de la vida real, no sucedió, que fue un invento de “la narrativa comunista”. Por el final de La traducción del mundo, Vásquez argumenta que la realidad misma está construida por ficciones. “Hay una red de ficciones que constituye los fundamentos mismos de la sociedad”, dice. La de la congresista es una de tantas ficciones. La de García Márquez y el número exagerado de muertos que inventó, otra. Y lo de adivinar que a José Arcadio le negarían lo que él mismo vio, una predicción acertada.

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Los perros del paraíso, en cambio, parece ceñirse más a los patrones de una novela histórica convencional –aunque cuestiona y a veces ignora la historia canónica sobre el tema– desarrollando de esta forma un relato lineal y que nos hace ver, desde el inicio, el férreo convencimiento de Colón respecto de su empresa, las intrigas palaciegas, los requiebros de diversos personajillos que merodean la corte de los reyes católicos e incluso se desliza la posibilidad de un lance entre el almirante y la reina Isabel.

La novela se divide en cuatro partes, correspondientes a los elementos presentes en la cosmovisión de los nativos americanos: aire, fugo, agua y tierra. Su propósito es sin duda desmitificador, la novela no parece desear tanto establecer verdades inamovibles sobre la conquista como sí invitar a repensarla. Su lenguaje, que llamaré “poco argentino” es decididamente barroco, algo no muy frecuente entre novelistas rioplatenses, hecha la excepción de Mujica Láinez.

Ambas novelas tienen en común inscribirse en un proyecto que desde la ficción revisa los hechos históricos y trata de colocarlos a una dimensión creativa, es verdad, pero también plenamente crítica. Quizá el valor de estas narraciones no es el mismo que puede tener una fuente histórica, de acuerdo, pero sus retratos suelen ser poderosos y convincentes y eso no es poco decir. Captar el espíritu de una época, trazar las oscuras líneas que conforman el temperamento de un personaje como Colón, así como resaltar sus luces, son retos que a mi parecer cumple mejor una novela que un texto de historia, sin desmerecer a nadie. Vale la pena internarse en las páginas de El arpa y la sombra y Los perros del paraíso. Si su visión de la historia no cambia, querido lector, al menos se enriquecerá.

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