El fenómeno político denominado “populismo”, cuyos inicios algunos sitúan en la Rusia del siglo XIX, no ha dejado de extenderse por el mundo, incluso entre las democracias liberales más avanzadas, desmintiendo en los hechos, los pronósticos de intelectuales de diversa orientación, como Germani y Hofstadter, que veían al populismo como una “anormalidad transitoria”, producto de crisis socioeconómicas, las que una vez resueltas, cederían automáticamente el paso a un retorno a la normalidad democrática. En lo que respecta a nuestro país, y desde las elecciones generales de 1990, hasta las más recientes del 2021 -con la inesperada victoria de Pedro Castillo-, nuestros sucesivos presidentes han mostrado inequívocos comportamientos “populistas”, y todo permite anticipar que así seguirá siendo en el futuro. Pensamos por ello, que quienes dan por finiquitada la figura de Pedro Castillo y del populismo -o más bien de los populismos- que él encarna, cometen un error. La manera en que este “maestro, campesino y rondero” llegó a ocupar la presidencia, su experiencia gubernamental trunca y las consecuencias sobrevenidas, influirán sin duda, y de manera tangible, en la forma de hacer política en el Perú.        

Populismo: una definición complicada 

Se afirma que cuando existen muchas definiciones sobre un tópico, es que ninguna de ellas es satisfactoria. Nada más cierto para el término “populismo”, del que existen diversos intentos de conceptualización, entre los que destaca el del politólogo neerlandés Cas Mudde, para quien el populismo es una “ideología delgada” (con escasos y poco desarrollados planteamientos) y porosa (necesariamente asociada a ideologías gruesas o huésped, como el socialismo y el liberalismo), que divide a la sociedad en dos grupos homogéneos y antagónicos: el “pueblo” puro -del que los populistas son los únicos representantes legítimos- y una corrupta élite/establishment; ambos enfrascados en una lucha moral que se asienta en la noción de soberanía popular. Es a esta definición, en extremo minimalista, a la que nos ceñiremos, debido a su amplia utilización en medios académicos y periodísticos, a pesar de su falta de especificidad y normatividad, tal como lo hemos señalado en nuestra nota precedente, con ocasión de la publicación del libro del  sociólogo y politólogo Farid Kahhat, sobre la derecha radical populista latinoamericana (https://x.com/sudacaperu/status/1760374649077051655?s=48). 

El “marxista populista” 

En el libro publicado en 2022, bajo el título “Populistas ¿Cuán populistas somos los peruanos? Un estudio empírico.”, el politólogo Carlos Meléndez, describía el triunfo electoral de Pedro Castillo, como el resultado de “la narrativa populista más exitosa de la historia reciente peruana”, un inédito “marxismo-populismo”, nacido de la conjugación de la cosmovisión nacional del candidato chotano, y de los planteamientos ideológicos marxistas de su jefe de campaña, el neurocirujano y exgobernador regional de Junín, Vladimir Cerrón. Sin duda, un ejemplo de manual para la definición de Mudde -que Meléndez asume explícitamente-, en donde la ideología delgada, sustentada en la “narrativa populista” del “sindicalista básico” Pedro Castillo (Guido Bellido dixit), resulta asociada al marxismo-leninismo-mariateguismo de Perú Libre, el cual cumple el rol de ideología gruesa y suministra las propuestas programáticas. Sin embargo, Meléndez no hace referencia directa al hecho de que este “marxismo-populismo” de la primera vuelta, se transmutó muy pronto en uno de corte socialdemócrata reformista en la segunda. Este cambio, impulsado por el recién incorporado entorno “caviar” del candidato, fue importante a la hora de captar los ampliamente mayoritarios y determinantes votos antifujimoristas no ideologizados pero bastante movilizables, y aunque el nuevo programa de Castillo se distanciaba, en no pocos detalles, del “Ideario y Programa” original de Perú Libre, esto no fue suficiente para contentar ni calmar a una derecha neoliberal y conservadora, la que, en la pluma de uno de sus más connotados voceros, Jaime de Althaus, advertía: “la ideología marxista-leninista no solo distorsiona la percepción de la realidad, sino también la acción, al punto de postular al partido como vanguardia del pueblo para tomar el poder por medio de la lucha armada y el asesinato de inocentes. La “guerra popular” ha sido dejada de lado por el momento, pero la política se convierte en la guerra por otros medios.” Esto es algo que marcó, de manera nada soslayable, el devenir de Pedro Castillo como presidente, y que deberá ser tomado muy en cuenta por futuros candidatos progresistas: para las derechas neoliberales, toda propuesta que contemple una regulación del mercado, por acotada que sea, y una participación del Estado en la economía, es pura y llanamente populismo y comunismo, que deberán ser combatidos sin tregua ni contemplaciones.

El “populista silvestre”

Curiosamente, es el propio Meléndez quien afirma, que la victoria de Pedro Castillo se explica, no por la “ideología gruesa” marxista-leninista de Perú Libre -ni la socialdemócrata caviar, agregaríamos nosotros- sino por la “autenticidad” del candidato, cosa que contradice directamente a Mudde, para quien el líder no es central en su definición de populismo. Y vaya que Meléndez considera central la figura de Castillo, de quien llega a afirmar: “Nada más representativo del campo anti-establishment que un maestro de educación pública rural, de sombrero de paja, quien nos hacía recordar permanentemente su origen de una de las regiones más postergada del país. Así, la demanda populista latente y ávida de una oferta, de un portador del discurso anti-establishment, finalmente conectó.” Esta conexión del candidato, con un electorado constituido por “una masa amorfa, informal, sin consciencia de clase ni virtudes cívicas, aunque imbuida en el sentimiento de compartir una situación de desventaja injusta.”, pudo establecerse, gracias a lo que este autor denomina un “populismo silvestre convertido en sentido común”, entendido este último como las ideas, valores y visiones, con las que Castillo entiende la sociedad y la política peruana, y cuya simpleza, “desprovista de referencias intelectuales”, pudo calar rápidamente en un grueso sector del electorado desengañado de la política. Según Meléndez, el populismo silvestre castillista tendría a saber tres fuentes esenciales: la escuela pública, transmisora de una historia del Perú protagonizada, desde la Conquista, por un “pueblo” explotado, humillado y violentado por una clase explotadora decadente moralmente; un dicotómico y pasadista sindicalismo rural de raíces velasquistas, rentista en lo económico (es suficiente distribuir la propiedad para terminar con la pobreza) y poco afecto a la autoridad democrática (nadie manda a nadie); y en último término, pero no menos importante, la religión, con su visión del mundo como un campo de batalla entre el pueblo bueno, unido colectivamente por la Fe, y las élites endemoniadas corruptas. Este populismo silvestre, sería el que en última instancia permitió la victoria de Castillo, y el que pensamos, reaparecerá, bajo una forma u otra, en las próximas elecciones.

  

El “populista étnico”

Entrevistado por la revista “Jacobin América Latina”, poco antes del ballotage del 2021, Farid Kahhat, se refirió a los votantes castillistas en la Sierra sur de la siguiente manera: “Hay varias características comunes, como etnicidad o clase social en el voto rural. Y ahí tiene algo muy similar con Evo Morales. Castillo, como Morales, no tiene un discurso político que enfatice su identidad étnica como base de respaldo político, pero tampoco necesita hacerlo: parte del electorado parece hacer esa asociación en forma espontánea (…) Él no necesita reivindicar su origen indígena (que, por lo demás, suele implicar un origen popular) para que sus votantes hagan esa asociación.” Esta idea, expresada de manera simple por Kahhat, corresponde a lo que la politóloga argentina María Esperanza Casullo, ha denominado una “sinécdoque corporal”, que no es otra cosa que la manera en que el cuerpo del líder populista y su comportamiento público (performance) simbolizan su pertenencia al pueblo, a la vez que lo representa en su totalidad. Los rasgos del líder, su manera de vestir, de peinarse, de hablar, de gesticular, se convierten en una suerte de espejo en el que el pueblo puede reconocerse, generándose, en consecuencia, un fuerte lazo sentimental entre los representados y el líder representante. Esta “sinécdoque corporal” resulta tanto más exitosa, cuanto más rompa el modelo de los políticos tradicionales, y mejor contraponga lo popular a lo ostentoso y refinado. Pedro Castillo ha marcado indeleblemente un antes y un después en esta materia, pues nadie como él, había podido hasta entonces representar, de manera más fidedigna, el ser, el sentir y el pensar de los pobladores andinos, en el marco de una contienda electoral, a lo que debe agregarse su condición de maestro, rondero y líder sindical, figuras muy respetadas en el mundo rural andino y sus círculos gremiales ¿Surgirá en el futuro algún candidato que pueda reunir estas peculiares características y movilizar masivamente el voto popular a su favor?  

El “populista intrascendente” 

Todas estas facetas populistas de Pedro Castillo contribuyeron, en mayor o menor medida, a su ajustado triunfo electoral, pero no podían, por sí solas, asegurar el éxito de su presidencia, cuyo    desafortunado derrotero -que Alberto Vergara ha calificado duramente como un “populismo intrascendente”- no ha hecho sino contribuir a acelerar el proceso de deterioro de nuestra democracia y a intensificar los sentimientos de injusticia, discriminación e indignación en quienes depositaron sus esperanzas de cambio en el cajamarquino. A medida que pasa el tiempo desde aquel 7 de diciembre del 2022, en que Castillo fue vacado y encarcelado -con el resultante estallido de protesta popular -, vienen publicándose diversas interpretaciones de lo sucedido. A ello, y a lo que el expresidente puede representar en el futuro, dedicaremos nuestra próxima nota.   

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El reconocido sociólogo e internacionalista Farid Kahhat, viene de publicar un segundo libro dedicado al tema de la “derecha radical populista” (según la denominación propuesta por el politólogo neerlandés Cas Mudde), y que lleva por título “Contra la amenaza fantasma. La derecha radical latinoamericana y la reinvención de un enemigo común”. En esta reciente entrega, como en la precedente “El eterno retorno. La derecha radical en el mundo contemporáneo” del 2019, Kahhat hace un interesante y documentado análisis descriptivo de esta ideología, de sus orígenes y de las posibles razones de su actual auge expansivo en la escena política de los EE. UU, Europa y América Latina, al tiempo que pasa revista, tanto a sus más connotados líderes (Trump, Le Pen, Abascal, Bolsonaro, Milei), como a algunos de sus rivales ideológicos más reconocidos (López Obrador, Evo Morales, Rafael Correa). Recomendamos sin reservas la lectura conjunta de ambos libros, pues no solo se complementan desde el punto de vista de la geografía política y sus condicionantes -el declive de la socialdemocracia en Europa y la “marea rosa” de gobiernos progresistas latinoamericanos- sino que ambos parten de los mismos modelos teóricos de interpretación, lo cual facilita enormemente la comprensión del texto. Pero quizás, como bien lo ha señalado Juan Carlos Tafur en su reseña (https://sudaca.pe/noticia/opinion/juan-carlos-tafur-contra-la-amenaza-fantasma/), el mayor interés del trabajo de Kahhat, es que permite polemizar con él y ahondar en el debate, cosa que pretendemos hacer en esta nota, refiriéndonos a tres aspectos que consideramos importantes: la definición de populismo, la diferenciación entre populismos de derecha e izquierda, y la conveniencia de caracterizar a la derecha radical populista como una ideología muy próxima, si no totalmente asimilable, al fascismo.

¿A que llamamos populismo?

Definir apropiadamente el populismo, es una difícil tarea no exenta de sesgos ideológicos, al punto que el sociólogo y periodista italiano, Marco d’Eramo señala, irónicamente, que populismo es un concepto que califica más a quienes lo utilizan que a quienes se describe con él. Kahhat eligió para su análisis la definición propuesta por Mudde y Rovira en “Populismo. Una breve introducción”. Esta definición, tan socorrida como criticada por su “minimalismo”, puntualiza que el populismo consiste en dividir a la población de un país entre el «pueblo», como un todo indiferenciado -de la que los populistas son los únicos representantes legítimos-, y las «élites», que controlan el gobierno y la economía en beneficio propio. El problema con este tipo de definiciones, es que, por una parte, al ser demasiado generales y laxas, permiten etiquetar como “populista” a prácticamente cualquier movimiento, partido o líder, según el gusto del cliente -así por ejemplo, periodistas de derecha como de Althaus, Álvarez Rodrich y Tafur relacionan de forma sistemática al populismo con la izquierda, la corrupción, la ineficiencia y el clientelismo-, y por otro lado, como bien lo señala el sociólogo ecuatoriano Carlos de la Torre, al carecer deliberadamente de criterios normativos, estas definiciones no permiten discernir si un determinado populismo es un riesgo, o un correctivo para la democracia. En este último sentido, resulta coherente que Kahhat haya elegido esta definición minimalista, pues a diferencia de otros autores que han tratado sobre las derechas y el populismo (Traverso, Brown, Forti), no emite ningún juicio de valor personal sobre esta corriente política -cuasi unánimemente calificada como una amenaza para la democracia-, lo que resulta cuanto menos llamativo.

Hace algunos días, en su cuenta X, Rosa María Palacios escribía: “El populismo y la corrupción no es patrimonio ni de la izquierda, ni de la derecha.” De acuerdo, pero ¿sería posible particularizar ideológicamente lo que sería un populismo de derecha y uno de izquierda?

¿Es posible aún hablar de izquierda y derecha?

El título mismo del último libro de Kahhat, así como su argumentación a todo lo largo de él, nos invitan a pensar que la izquierda latinoamericana no sería ya sino un fantasma, un ente imaginario al que racionalmente no debería considerarse una amenaza, pero cuya creación “de toutes pièces», resulta indispensable para brindarle a la derecha radical un “sentido de propósito” y la energía necesaria en su batalla épica contra un conspiranoico “marxismo cultural” del que nadie se reclama miembro (en clave aguafiestas, le señalamos al autor que nadie tampoco se reclama como neoliberal… y sin embargo abundan). Pero Kahhat ha ido aún más lejos en su minusvaloración de la izquierda, al declarar en una entrevista, que la dicotomía izquierda/derecha “no tiene más la capacidad explicativa de hace cincuenta años. Si es que alguna vez la tuvo.” No entraremos aquí en sesudas argumentaciones para rebatir esta afirmación, muy frecuente por cierto entre quienes defienden la supremacía de lo tecnocrático sobre lo político en el buen gobierno de los pueblos, bástenos simplemente adoptar la muy aceptada, a la vez que simple, distinción izquierda/derecha propuesta por el destacado filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio: la izquierda y la derecha son distinguibles nítidamente en sus posicionamientos con respecto a la igualdad, así, mientras la izquierda considera las desigualdades sociales y económicas como artificiales y negativas -que deben por tanto ser activamente eliminadas por el Estado-, la derecha concibe las desigualdades no solo como naturales, sino como positivas, por lo que deben ser defendidas, o al menos ignoradas, por el Estado. Partiendo de esta perspectiva, Barry Cannon, especialista irlandés en política latinoamericana, señala que este apego a la desigualdad, tan arraigada en la derecha de América Latina, se traduce en la defensa de un orden social jerarquizado, no solo a nivel de clase socio-económica, sino también de género, etnia y sexualidad. Cannon agrega que, en el actual período histórico, el neoliberalismo es el principal vehículo ideológico y programático que asegura esta tarea. La derecha radical populista defiende -si muchas veces no de palabra, siempre con los hechos-, un neoliberalismo enfrentado con numerosos grupos sociales segregados, excluidos y subordinados, los mismos que no necesariamente se identifican con el socialismo o el marxismo, pero que invariablemente son calificados como “rojos”, “comunistas” “subversivos” y “terroristas”. En este marco conceptual, y siguiendo los importantes trabajos del argentino Ernesto Laclau y la belga Chantal Mouffe, plasmados en sus numerosas publicaciones, es posible diferenciar claramente entre los populismos de derecha e izquierda: mientras los populismos de derecha intentan construir un “pueblo” del que se excluyen numerosas categorías sociales, vistas como amenazas para la identidad y/o la prosperidad de una sociedad, los populismos de izquierda denuncian y se oponen a las élites y oligarquías que sostienen el statu quo, estableciendo una frontera entre los de “abajo” y los de “arriba”. Los populismos de derecha, por su ADN ideológico, nunca abordarán las demandas de igualdad, inclusión y justicia social, mientras que estas mismas demandas son el rasgo definitorio de los populismos de izquierda, y ello, agreguemos, con las glorias y las miserias conocidas de todos.

¿Derecha radical populista, o fascismo?  

En “La ultraderecha hoy” del 2019, el ya mencionado Cas Mudde, distingue dos grupos que conforman la ultraderecha: la “extrema derecha” -que rechaza de plano la democracia liberal-, y la ya mencionada “derecha radical populista” (a la que Kahhat denomina simplemente derecha radical por “economía de lenguaje”), que en principio acepta la democracia, pero que termina destruyéndola desde dentro con su concepción autoritaria del orden social y un absoluto rechazo a los derechos de las minorías (culturales, raciales, sexuales), asociado generalmente a algún tipo de supremacismo. Enzo Traverso, reputado historiador de las ideologías, se muestra menos condescendiente con la derecha radical, calificándola llanamente de “posfascismo”, una mezcla de autoritarismo, nacionalismo, conservadurismo, populismo, xenofobia y desprecio del pluralismo, que, si bien no busca emular al fascismo de los años 20 y 30 del siglo pasado, puede hacerse subversivo -como pudo comprobarse con los violentos motines promovidos por Trump y Bolsonaro, con la intención de permanecer ilegalmente en el poder- y evolucionar hacia un “fascismo del siglo XXI” que ya no se contente solo con eliminar “simbólicamente”  a sus adversarios (Carlos de la Torre), sino que eventualmente recurra a las viejas prácticas expeditivas, propias de la “noche de los cuchillos largos”de la Alemania nazi.

La derecha radical populista -o posfascista- en el gobierno, es una experiencia relativamente nueva en Latinoamérica, limitada por el momento a los casos de Jair Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina (tema tratado con cierto detalle por Kahhat). El gobierno de Bolsonaro se caracterizó, entre otras cosas, por una fuerte regresión de los derechos sociales, la desfinanciación de programas de salud y educación para los más desfavorecidos, el aumento de la violencia policial, y un lenguaje de odio contra minorías marginadas. Milei -un verdadero caso paradigmático de derecha radical-, quien ganó la presidencia argentina gracias a una campaña populista hipermediatizada, que prometía acabar con la “casta” política de su país (ver mi nota a este respecto: https://sudaca.pe/noticia/opinion/jorge-velasquez-pomar-la-casta-de-milei/), viene tratando de imponer, con talante autoritario, antidemocrático y represivo, las clásicas medidas neoliberales “austericidas”, que solo favorecen a los grandes consorcios, en desmedro de las clases medias y populares. Muy acertadamente, el intelectual de izquierda e investigador de la Universidad de Buenos Aires, Néstor Kohan, describe al mandatario argentino como un “hijo del neofascismo argentino”, que ha reunido las teorías económicas neoliberales de la “Escuela austriaca”, la doctrina de contrainsurgencia de la dictadura videlista y el pensamiento del libertario Robert Nozick, para quien la justicia social es una aberración. Solo el tiempo nos dirá si la apuesta mileista triunfa, en un país con instituciones democráticas relativamente sólidas y una fuerte tradición sindicalista.

Para concluir

El inmortal Umberto Eco nos alertaba hace 30 años acerca del fascismo eterno”, señalando que nuestro deber era desenmascararlo en cada una de sus nuevas formas, cada día, en cada lugar del mundo. Creemos sinceramente que Farid Kahhat, con ambos libros, ha contribuido grandemente en este objetivo. Pero también creemos que faltó algo más, algo sobre lo que escribió Steven Forti como corolario de su libro “Extrema derecha. 2.0”: “Si tras haber estudiado un fenómeno que amenaza a nuestras democracias, no se intenta dar un paso más y reflexionar sobre cómo es posible frenarlo, combatirlo y derrotarlo, creo que como ciudadano le haría un flaco favor a la sociedad.” Todos deberíamos sentirnos interpelados.

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Fascismo, Populismo, Ultraderecha

[CIUDADANO DE A PIE] Un problema regional

América Latina es hoy por hoy la región más violenta del mundo, en la que se producen algo menos del 40% del total de asesinatos registrados a nivel internacional, a pesar de representar únicamente el 13% de la población mundial. Los hechos ocurridos en Ecuador la semana pasada no hacen sino confirmar esta realidad. Presentamos aquí algunos importantes hallazgos de las investigaciones que, sobre el fenómeno delictivo en Latinoamérica, ha publicado el reconocido especialista Marcelo Bergman en su libro “El negocio del crimen: El crecimiento del delito, los mercados ilegales y la violencia en América Latina.”

La tesis “disruptiva” de Bergman, como él mismo la califica, trasciende las tradicionales explicaciones legales (códigos penales inadecuados) y sociológicas (pobreza, marginación, desempleo) sobre el delito y su expansión. Según el autor, básicamente vivimos las consecuencias de la expansión de un “negocio rentable”, que encontró un hábitat ideal en los tiempos de fuerte crecimiento económico de la región, y cuya rentabilidad es, en última instancia, el resultado de una demanda sostenida de bienes de origen ilícito, acompañada del incumplimiento sistemático de las leyes y de la impunidad resultante de los delincuentes.

Cuestión de equilibrios

Uno de los planteamientos más interesantes del libro, es el análisis la delincuencia sirviéndose de lo que se denomina un “modelo de equilibrio general”, esto es, un conjunto de interacciones entre factores que incentivan, y otros que imponen límites a las actividades criminales. De acuerdo con este modelo, la actividad delictiva en un determinado tiempo y país, alcanzará uno de dos tipos de equilibrio:  el equilibrio de baja criminalidad (EBC), o el equilibrio de alta criminalidad (EAC), aunque siempre es posible el pasaje entre uno y otro.

Un país con EBC se caracteriza por la existencia extendida de mercados secundarios, abastecidos por redes de contrabando y robo, como consecuencia directa de la demanda ciudadana constante de una variedad de productos ilícitos (drogas, autopartes, celulares etc.). Las actividades de estos mercados se realizan prácticamente sin ningún tipo de interferencia por parte de las autoridades. Esta tolerancia se explica generalmente por la recepción de sobornos, aunque también existen razones políticas, tales como asegurar un cierto nivel de satisfacción consumista a sectores sociales, cuyos escasos recursos, no les permitirían adquirir estos bienes por la vía legal. En todo caso, la actividad criminal permanece controlada, restringida y subordinada a los poderes públicos, siempre capaces de ejercer, según las circunstancias y conveniencias, una disuasión efectiva mediante la aplicación de leyes y sanciones. En lo que respecta a la violencia en países EBC (Chile, Uruguay, Paraguay, Argentina) Bergman señala: “cuando la policía y otras agencias controlan el crimen para su propio beneficio, los niveles de violencia permanecen relativamente bajos.”, y esto debido a que el Estado es capaz de evitar la aparición de poderosos grupos criminales susceptibles de entrar en conflicto entre sí.

En un país con EAC, en cambio, el Estado se presenta como totalmente incapaz de regular y sancionar el negocio criminal, debido a la existencia de bandas con altos niveles de organización y concentración de poder, que cuentan además con eficientes redes de complicidad al interior de las fuerzas del orden, entidades estatales, empresas y la política -sustentadas en el pago de sobornos, financiación de campañas, amenazas y coerción-, o mediante la infiltración directa de sus miembros en estas instancias. Estas bandas no solo se dedican a los lucrativos negocios del contrabando y el narcotráfico, sino que han diversificado sus actividades hacia otros ámbitos más depredadores, como el tráfico de personas, la extorsión, el secuestro, la tala y minería ilegales, los mismos que, dada su altísima rentabilidad, son la causa de constantes luchas por el poder entre bandas rivales. Violencia, corrupción e impunidad caracterizan estos EAC en países tales como México, Colombia, Honduras, Guatemala y ciertas regiones del Brasil, los cuales exhiben, como parámetro distintivo, tasas de homicidios superiores a 20 asesinatos por cada cien mil habitantes.

La inestabilidad delictiva

En ciertas condiciones, que Bergman ha denominado de “inestabilidad delictiva”, es posible una ruptura de estos equilibrios, y el pasaje resultante de un EBC hacia un EAC y viceversa. Un ejemplo de esta última situación es El Salvador, país que ha pasado de ostentar la tasa de asesinatos más elevada del planeta en 2015 (106 por 100 000 habitantes), a la más baja de su historia en 2023 (2.4 por 100 000 habitantes), como resultado de una serie de duras medidas adoptadas -algunas de ellas bastante controversiales- por el gobierno de Nayib Bukele. El paso contrario (de un EBC a un EAC) lo está viviendo dramáticamente Ecuador, que después de haber sido considerado, bajo el gobierno de Rafael Correa, como el segundo país más seguro de Latinoamérica, con una tasa de homicidios de 6.7 por 100 mil habitantes, se ha convertido en el país más violento de la región, con una tasa de asesinatos siete veces superior. La explicación de este fenómeno es doble: por una parte, el desmantelamiento de los entes públicos encargados de la lucha contra el crimen y la rehabilitación de los delincuentes -llevado a cabo por los presidentes Moreno y Lasso-, y por otra, los cambios que han tenido lugar en las organizaciones criminales y los circuitos del tráfico mundial de la cocaína, como consecuencia de las acciones represivas de otros países, que han convertido a Ecuador en un territorio estratégico para el narcotráfico (efecto globo).

¿Y el Perú?                                                      

La afirmación de que en el Perú se encuentran presentes todos los elementos característicos de una situación de alta criminalidad (con la excepción, por el momento, de una mayor tasa de asesinatos), resulta de una experiencia social tan omnipresente, que solo genera una abrumadora sensación colectiva de estar atrapados sin salida, en un país que, como señala Juan Carlos Tafur, se está convirtiendo en el mejor destino de las mafias. Un día sí, y otro también, los medios de comunicación y las redes sociales, nos inundan de noticias de corrupción en todos los niveles de la sociedad, de una delincuencia depredadora con apoyos políticos, y de una desvergonzada impunidad. Todas las últimas encuestas, nacionales y regionales, arrojan resultados similares: la mayoría de peruanos identifica la delincuencia como el problema que más les afecta, y señalan como responsables de esta situación al gobierno central, el sistema de justicia, los congresistas y la Policía Nacional, autoridades que, por otra parte, son identificadas como las más corruptas del país. El evidente fracaso gubernamental de un supuesto “Plan Boluarte por la seguridad ciudadana”, cuya existencia misma ha sido luego desmentida por la propia supuesta autora, no hacen sino incrementar el enojo y la desazón de una ciudadanía cada vez más propensa a demandar “soluciones radicales”, de la mano de algún “Bukele” local. Incluso un personaje de derechas tan sopesado como Jaime de Althaus, reflexionando sobre el tipo de outsider que convendría al Perú, llegaba a la conclusión de que “un Bukele más que un Milei” sería el apropiado. ¿Es realmente esto así? Aunque la situación salvadoreña es muy distinta a la nuestra, el Perú podría sufrir pronto de un “efecto globo”, similar al ocurrido en Ecuador (Farid Kahhat), lo que podría llevarnos a niveles de violencia asesina característicos de los países con EAC. Si esto no ha sido así hasta ahora, y en ello concordamos con Augusto Álvarez Rodrich, es porque “los políticos se llevan bien con las mafias. No hay campañas fuertes contra el crimen organizado y varios congresistas están a su servicio. Ningún político se ha comprado el pleito. Cuando eso ocurra, recién todo cambiará.” ¿Ocurrirá alguna vez?

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[CIUDADANO DE A PIE] El XIX Encuentro Internacional de Periodistas, llevado a cabo a inicios de este mes en la ciudad mexicana de Guadalajara, tuvo como invitado a Pablo Iglesias Turrión. Politólogo, fundador de Podemos, exvicepresidente del Gobierno de España y actualmente periodista en medios digitales, Iglesias tuvo a su cargo la conferencia titulada “La delgada línea entre el periodismo y la política.” Su experiencia en movimientos sociales e instituciones democráticas, así como el hecho de haber sido el blanco de una intensa campaña de lawfare, permitieron a Iglesias abordar este complejo tema con un enfoque perspicaz e incisivo, el cual nos ha servido como punto de partida para hacer algunas breves reflexiones sobre el periodismo político en nuestro país.

El periodismo como política 

El desprestigio mundial que sufre la política ha alcanzado niveles paroxísticos en el Perú, donde el sistema democrático representativo atraviesa una profunda crisis causada, como ya ha sido dicho tantas veces, por la ausencia de partidos políticos dignos de ese nombre. Esta carencia se hace particularmente evidente en el paupérrimo nivel moral e intelectual de la mayoría de nuestros congresistas, incapaces como son de articular un discurso propositivo y medianamente coherente. Es en estas condiciones de dolorosa ausencia de liderazgos, que adquiere especial relevancia la observación que hace Pablo Iglesias sobre el nuevo rol que han adquirido los periodistas, en tanto que verdaderos actores políticos e ideológicos en nuestras sociedades. Son ellos quienes, con sus formas de jerarquizar, abordar y analizar la actualidad nacional e internacional, van modelando la opinión pública según sus propias convicciones, motivaciones e intereses. No creemos que exista actualmente un personaje político en nuestro país, cuyas opiniones puedan atraer más la atención que las de un Marco Sifuentes en “La Encerrona” o las de un César Hildebrandt en “Hildebrandt en sus trece”. “La gente ya no milita en los partidos políticos, sino en los medios de comunicación, y no existe proceso político trascendente sin ellos. El poder mediático es el poder político fundamental en sociedades en las que se deja a la gente votar”, afirmó enfático Iglesias.

Medios de comunicación y calidad democrática

El derecho ciudadano a la información veraz sobre los hechos de relevancia pública es, al mismo título que la libertad de expresión y de opinión, pilar fundamental que sustenta el buen funcionamiento de la democracia, de ahí su reconocimiento en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A este respecto, Iglesias plantea dos preguntas muy pertinentes que tocan a la propiedad de los medios de comunicación: ¿Es posible que el periodismo asuma la función democrática que le corresponde, si grandes empresas con intereses económicos particulares, son las propietarias de lo que pueden ver, leer y oír los ciudadanos? Y ¿Tiene protección el periodismo independiente cuando los medios pertenecen a empresas privadas? La recientemente defenestrada periodista Juliana Oxenford podría, sin lugar a duda, responder apropiadamente a estas preguntas, de las que en última instancia, depende la calidad democrática de un país como el nuestro.

El paradigma Fox de los hechos alternativos

En su conferencia, Pablo iglesias hizo referencia a lo que él ha denominado “el paradigma Fox de los hechos alternativos” que recibe su nombre de la cadena norteamericana de noticias Fox, condenada a pagar 787,5 millones de dólares por propagar falsedades en torno a las elecciones presidenciales norteamericanas del 2020. Este paradigma periodístico tiene dos componentes: la legitimación de la mentira informativa con fines políticos, y la relativización de la verdad, consistente en dar versiones diferentes y hasta contradictorias sobre un mismo asunto, con el objetivo de que la gente tenga muchas dificultades para conocer la verdad. Periodismo no es, como afirma el politólogo español, “contar que alguien dice que llueve y que alguien dice que hace sol, sino abrir las ventanas y comprobarlo.” Ambos procederes pueden ser detectados en los medios de comunicación de nuestro país, los que en su inmensa mayoría defienden posiciones de derecha neoliberal. Así por ejemplo, en la portada del último jueves 21 de diciembre, el diario Perú 21 publicó en su portada el siguiente titular: “Fracasó paro contra Milei. Rígido protocolo de seguridad evitó bloqueos y actos de vandalismo de grupos de izquierda.” La realidad es que para ese día en Argentina, no se había convocado ningún paro (por lo que mal podría haber fracasado), sino que se trataba de la marcha trotskista anual conmemorativa -que suele convocar un número modesto de participantes- de las movilizaciones del 2001, que significaron la caída del fracasado gobierno derechista presidido por Fernando de la Rúa. En cuanto al controvertido (por ilegal) “Protocolo de seguridad” de la ministra Bullrich, ese mismo día por la noche, no pudo impedir la movilización de decenas de miles de ciudadanos de todas las tendencias políticas, que llenaron las calles en protesta contra las medidas económicas de Milei, medidas por cierto, muy del agrado, tanto de la línea editorial de Perú 21, como del resto de la prensa concentrada.

La relativización de la verdad es un método más sinuoso y no siempre fácil de detectar. El diario “progresista” La República, cuenta en su plantel de periodistas con dos connotados defensores del neoliberalismo: Rosa María Palacios y Augusto Álvarez-Rodrich, quienes disponen de espacios de opinión en este medio “muy de izquierda” (Palacios dixit) con el que ya quisieran contar personalidades de esa tendencia política. Ambos despliegan lo que bien podría calificarse como una estrategia de “hechos alternativos”. Así, mientras RMP defendía el derecho a la protesta y lamentaba las muertes extrajudiciales ocurridas durante las movilizaciones sociales en el sur del país, AAR abundaba en la tesis gobiernista -sin pruebas hasta el día de hoy- de que las mismas eran instigadas por grupos delincuenciales y extremistas aunadas a oscuras fuerzas foráneas de inspiración izquierdista, lo que desgraciadamente no podía sino justificar indirectamente su brutal represión. Al tiempo que RMP abogaba por un adelanto de elecciones como único medio para superar la crisis, AAR criticaba las marchas en pro de la renuncia de Dina Boluarte, asegurando que estas deberían exigir únicamente el cambio de algunos ministros. Cuando el pasado noviembre, RMP criticó duramente la afirmación de Dina Boluarte de que el Perú “estaba en calma y paz” recordándole la responsabilidad de su gobierno en 49 muertes extrajudiciales y los graves problemas de seguridad ciudadana existentes, el buen AAR afirmaba que Boluarte en el fondo tenía razón. Todo esto podría bien atribuirse al sano derecho de opinión y discrepancia, pero en todo caso, menudo problema habrán tenido los seguidores de ese medio de comunicación, para saber de qué lado se encontraba la verdad, y más aún para  entender cuál es su línea editorial… si es que tiene alguna. Hay algo en lo que RMP y AAR coinciden plenamente, aunque discrepen en ello con el 88% de los peruanos: mantener intocable la Constitución neoliberal de 1993 ¿Sorprende eso a alguién?

¡Feliz 2024!

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[CIUDADANO DE A PIE] El primer discurso del flamante Presidente de la República Federal Argentina, Javier Milei, ha abundado en los tópicos libertarios acostumbrados, pero acompañados esta vez y como era de esperarse de los argumentos, verdaderos o no, que pudieran justificar ante los ojos de su nación la aplicación de las durísimas medidas económicas que se estaban preparando. Para este efecto, y como preludio del ajuste y shock que su gobierno ha puesto ya en marcha sin ninguna “sensiblería progresista”, Milei se ha referido a una inexistente inflación anual del quince mil por ciento y a una supuesta estanflación (estancamiento económico más inflación) que la Argentina vendría padeciendo desde hace una década. Pero lo que más ha llamado la atención de su discurso, ha sido la total ausencia de la palabra que hizo su fortuna política. En efecto, a todo lo largo de sus apariciones mediáticas y mítines, Milei se presentó siempre a sí mismo como un enemigo acérrimo de la “Casta”, y al calor del estribillo ¡La Casta tiene miedo! coreado por sus fervorosos seguidores, prometió solemnemente acabar con ella. ¿Qué explica entonces esta notoria ausencia? Para responder adecuadamente a esta pregunta, analicemos primero los significados que “Casta” posee en términos políticos.

Casta a la italiana

La grave crisis mundial capitalista del año 2007 golpeaba inmisericorde a la sociedad italiana, cuando la aparición del libro “La Casta. Así es como los políticos italianos se han vuelto intocables.”, escrito por los periodistas Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella, puso los reflectores de la opinión pública sobre una corrompida clase política que, lejos de interesarse en las urgentes necesidades de los ciudadanos, disfrutaba de un escandaloso tren de vida gracias a sus turbias relaciones con los grupos de poder económico. Este título no era fortuito, pues evocaba directamente el término con el que dos intelectuales italianos de fines del siglo XIX, Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto, utilizaron para describir a los miembros de una minoría social organizada que, gracias a una supuesta superioridad moral e intelectual, estaban en condiciones de monopolizar el poder a través del ejercicio de los altos cargos del Estado y disfrutar sin límites de todos los privilegios y ventajas inherentes a su posición. Este afortunado grupo social fue bautizado entonces como “la Casta”. Un siglo después, en 1992, la operación “Manos Limpias” llevada a cabo por fiscales de Milán, y que llevó a prisión a cientos de políticos y empresarios implicados en el pago de millonarias coimas para la adjudicación de obras públicas, mostró claramente el nivel de corrupción que la clase política había alcanzado. Por desgracia, algún tiempo después, el mafioso y recientemente fallecido Silvio Berlusconi, impulsó desde el gobierno el llamado “decreto salva-ladrones”, que excluía de la pena de cárcel los delitos de soborno, fraude, abuso de poder y financiación ilegal, debilitando significativamente la lucha contra la corrupción. Rizzo y Stella no hicieron sino reavivar el profundo malestar de la sociedad frente a los privilegios y corruptelas de una clase política al servicio de turbios intereses empresariales, y a partir de ese momento “Casta” terminó incorporándose al lenguaje cotidiano.

Casta, prensa y poder judicial

¿Qué futuro tiene un país como España donde las casi 80.000 personas que forman la clase política, están envueltas en un velo informativo sobre el despilfarro de sus privilegios? Para responder a esta lacerante interrogante autoimpuesta, el periodista Daniel Montero publicó en 2010 “La casta: el increíble chollo (ganga) de ser político en España”, una adaptación del libro escrito por Rizzo y Stella a las realidades de una España que vivía su propia crisis económica bajo el gobierno del socialista Rodríguez Zapatero. Como consecuencia de esta crisis, el 15 de mayo del 2011 se desató un movimiento de protestas pacíficas en toda España -conocida como “Movimiento de los indignados” o del “15-M”- que bajo el lema “Democracia real ya. No somos mercancía en manos de políticos y banqueros”, buscaba promover una participación directa de la ciudadanía mediante un estilo asambleario. Fruto de esta movilización social surgió “Podemos”, una agrupación que, descartando la clásica división de la política en izquierda-derecha, adoptó un eje de confrontación los de arriba versus los de abajo, o como se repitió mucho entonces “la Casta contra los nadie”. Este nuevo planteamiento tuvo mucho éxito y Podemos no solo canceló el tradicional bipartidismo español PP/PSOE, del que los grupos de poder económico se habían servido por décadas para imponer sus intereses, sino llegó a formar parte del gobierno entre el 2019 y el 2023, impulsando importantes medidas de carácter social. Como era de esperarse la Casta española, definida por el politólogo Manuel Monereo como una “trama organizada de poderes económicos, políticos y mediáticos que hace de la corrupción un componente estructural del sistema político”, ha hecho uso de todos sus recursos para debilitar la agrupación, cosa que por cierto ha conseguido en buena medida, gracias a incesantes campañas periodísticas difamatorias, a las que se sumaron delirantes causas judiciales a cargo de jueces afines a la derecha y que terminan por archivarse debido a su absoluta falta de sustento.

En Argentina, “la Casta está en orden” (Roberto Caballero, periodista)

Las experiencias italiana y española han permitido caracterizar a la Casta como una organización delictiva con cuatro componentes fundamentales: el político, el económico, el mediático y el judicial, los cuales se articulan y coordinan estrechamente con la finalidad de mantener el statu quo que les es favorable, sea mediante el soborno, la manipulación, la desinformación o la coerción. ¿Coincide esta definición con el pensamiento de Milei? Preguntado al respecto semanas atrás, el entonces candidato precisó que, en su concepto, la Casta agrupaba a políticos corruptos y los profesionales cómplices (economistas, abogados…), empresarios prebendarios, sindicalistas que entregan a sus trabajadore y micrófonos (periodistas) ensobrados (sobornados) que ocultan negociados. Esta definición dada por Millei, es bastante asimilable a la que acabamos de plantear, con dos salvedades: no incluye al poder judicial -cosa que los libertarios evitan debido a los importantes nexos de la derecha argentina con este poder del Estado- e inserta en cambio a los dirigentes sindicales, lo que corresponde naturalmente a su lógica de guerra contra el Peronismo de fuerte arraigo gremialista. Esta Casta “ladrona” con la que “nunca se negociará” declaró, sería extirpada totalmente de la conducción del país pues “es imposible hacer una Argentina con los mismos de siempre.” La realidad viene siendo en este y otros aspectos muy diferente, tal y como lo ha expresado el sociólogo y periodista Ernesto Tiffenberg: “Abandonados la dolarización, la voladura del Banco Central, la ruptura con China y Brasil y el repudio a la casta, poco queda de aquellos vestidos tan mágicos como extravagantes con que supo conquistar la imaginación de tantos argentinos.” En efecto, el nuevo gobierno mileista incluye una legión de “castatarios” neoliberales, ligados al expresidente derechista Mauricio Macri, cuyo fallido gobierno, según el propio Milei, intentó “restaurar un régimen fascista donde empresarios y políticos corruptos hacían negocios a espaldas de los trabajadores.”  La lista es larga y siniestra -no en vano Macri afirmó que “La Libertad Avanza” era fácilmente infiltrable-, pero de ella cabe destacar la figura de  Luis “Toto” Caputo, nuevo ministro de economía, y artífice del ilegal, descomunal e impagable endeudamiento de la Argentina con el FMI por 44 500 millones de dólares en el año 2018, gran parte de los cuales fueron utilizados irregularmente para pagar a fondos especuladores internacionales, además de estar acusado él mismo de servirse del fondo estatal de pensiones argentino para beneficio de una de sus empresas. Ahora es fácil entender claramente porque la palabra “Casta” no podía ser pronunciada en el discurso de Milei del domingo último. ¿Qué razones pueden haber llevado al mandatario argentino a desdecir con los hechos sus categóricas afirmaciones contra la Casta? ¿Será, como dice la excandidata izquierdista Myriam Bregman, que Milei es solo un “gatito mimoso” del poder económico, o acaso un “león domesticado” según la periodista Mar Centenera? Difícil saberlo, pero en todo caso, esto nos lleva a reflexionar sobre una idea expuesta en el libro “La Caste Cannibale” de Sophie Coignard y Romain Gubert: “La Casta está compuesta de altos funcionarios y astutos empresarios especuladores… pero también de idiotas útiles.”

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[CIUDADANO DE A PIE] La opinión pública o el porqué las mayorías se dejan gobernar por minorías.

Fue el filósofo escocés David Hume el primero en preguntarse cuál es la razón por la que las mayorías sociales se someten voluntariamente al gobierno de ciertas minorías. Su respuesta fue que esto sucede únicamente gracias a la capacidad de persuasión de los gobernantes sobre los gobernados: “Solo en la opinión es donde se funda el gobierno” escribió en 1754. Pocos años después, en “El Contrato Social o los principios del derecho político” de 1762, Jean-Jacques Rousseau defiende la idea de que la “opinión pública” -término que el mismo acuñó- determina en gran medida la legitimidad de los gobiernos democráticos. Así lo reconoció tempranamente la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, al proclamar que para garantizar los derechos inalienables de los hombres “se establecen gobiernos, los cuales adoptan sus justos poderes del consenso de los gobernados.” Su ejemplo no tardaría en ser seguido por otras declaraciones similares en América y Europa. Finalmente, y tras una accidentada evolución histórica, se impuso en Occidente el modelo de democracia liberal representativa, en el que, mediante elecciones libres y periódicas, se eligen gobernantes cuya legitimidad se sustenta precisamente, en la opinión pública consensuada denominada “Voluntad Popular”.

La democracia representativa es una ficción peligrosa.     

Dejando de lado la crítica de Marx a la “democracia burguesa”, a la que consideraba una superestructura político-ideológica destinada a asegurar la explotación del proletariado, muchos autores contemporáneos como Ellen Meiksins Wood, Nancy Burns, Jason Brennan, Charles Tilly y Domenico Losurdo han cuestionado la validez de la democracia liberal representativa como medio para asegurar una real participación de los ciudadanos en las decisiones de los gobiernos. Algunos han ido incluso hasta calificarla como una mera ficción. Pero entre todos los detractores, destaca uno que critica la democracia representativa desde una óptica radicalmente diferente, pues ya no señala los riesgos de una limitada participación popular en la gobernanza, sino todo lo contrario. Ludwig von Mises, uno de los padres del neoliberalismo, señala que el gran peligro del sistema representativo, en el que el voto de cada ciudadano cuenta, es que el resentimiento de los pobres (siempre en mayoría numérica) contra los ricos, puede ser aprovechado por “demagogos” que invocando la “justicia social”, llegan al poder con la intención de poner trabas al libre mercado. La democracia representativa no solo sería entonces una ficción, sino una ficción peligrosa para los grupos de poder económico.

Manipulando la opinión pública

Un sobrino de Sigmund Freud, el austriaco-norteamericano Edward Bernays, considerado un pionero de la propaganda moderna, escribió en los años 20 del siglo pasado: “La manipulación deliberada e inteligente de los hábitos y de las opiniones de las masas, es un elemento importante en las sociedades democráticas, y aquellos que manipulan este oculto mecanismo de la sociedad, constituyen el verdadero poder dirigente de nuestro país.” Más recientemente el economista y especialista en medios de comunicación, Edward S. Herman, conjuntamente con el célebre lingüista e intelectual Noam Chomsky, demostraron mediante un modelo teórico cómo las élites económicas, a través de los grandes medios de comunicación, “fabrican el consentimiento de la opinión pública” con el claro objetivo de mantener el statu quo que les es favorable. ¿Afiebradas teorías conspirativas? Martin Wolf, nada menos que editor en jefe de Economía del Financial Times, ha escrito en su muy reciente libro “La crisis del capitalismo democrático” lo siguiente: “La plutocracia (poder político ejercido por los ricos) es el resultado natural de una forma de capitalismo depredador que genera enormes desigualdades de ingresos y riqueza. A medida que la riqueza y el poder económico se concentran cada vez más, es inevitable que la democracia liberal se vea amenazada (…) Más que nada, buena parte de lo que ha ido mal es (…) la tendencia de los poderosos a amañar los sistemas económicos y políticos en contra del resto de la sociedad.” La manipulación de la opinión pública por parte de los grupos de poder, es un ataque directo contra el corazón mismo de la democracia representativa, y esto viene ocurriendo no solo en el mayor exponente de la democracia y la economía de mercado, sino en nuestro propio país, como lo han señalado autores tales como Francisco Durand.

¡No una, sino tres ficciones!

En un libro con el provocativo título de “La invención del pueblo”, el eminente historiador norteamericano Edmund Morgan, afirma que el éxito de los gobiernos democráticos depende de la aceptación popular de tres ficciones: que los representantes del pueblo son el pueblo, que los gobernantes están al servicio del pueblo, y que todos los hombres son iguales. Para que estas ficciones puedan funcionar adecuadamente, la realidad debe asemejarlas el máximo posible pues, de no ser el caso, la incredulidad y el descontento se apoderarían de los ciudadanos, produciéndose el desmoronamiento del sistema.

Esta democracia ya no es democracia

En estos difíciles tiempos de nuestra vida política y económica, todo apunta a que la mayoría de peruanos no creería más en las ficciones de la democracia representativa, o al menos eso es lo que muestran importantes encuestas realizadas recientemente en nuestro país (OXFAM/IEP, Latinobarómetro, INEI). Así, en lo que concierne a cuatro aspectos fundamentales de la igualdad ciudadana, el 94% de peruanos piensa que somos desiguales en el acceso a la salud, 92% a la educación, 94% al trabajo y un impresionante 83% considera que en nuestro país el acceso a la justicia es muy desigual. En lo concerniente al aspecto económico, la percepción del 72% de compatriotas es que la desigualdad entre pobres y ricos es muy grave, y que dicha desigualdad va en aumento. ¿El gobierno y los políticos trabajan en nuestro beneficio? El 66% pensamos que somos gobernados por unos cuantos grupos poderosos que buscan su propio beneficio. No es de extrañar que apenas el 8% de nuestra población este satisfecho con la democracia (el único país latinoamericano con un solo dígito), que el 73.1% piense que nuestra democracia funciona mal o muy mal y que el 87.7% culpe de ello a los políticos.

Un análisis objetivo de esta realidad, nos permite apreciar que el país se ha deslizado  rápidamente, desde lo que Guillermo O’Donnell califica como una clásica “democracia delegativa” latinoamericana -esto es con una muy pobre participación ciudadana tras el voto, instituciones débiles que simulan tener las características de una democracia consolidada y una resultante inestabilidad- hasta lo que Heinz Dieterich denomina una “democracia sustitutiva”, un sistema en el que los políticos elegidos por voluntad popular, lejos de desempeñarse como representantes y servidores de la ciudadanía, actúan sirviendo en primer lugar a los intereses de las élites dominantes y, en segundo lugar, a sí mismos. Los hechos hablan por sí mismos…

¿Encontraremos una salida a esta situación? ¿Podremos construir todos juntos una verdadera democracia al servicio de los peruanos? Difícil decirlo, pero estamos totalmente de acuerdo con Jorge Frisancho cuando escribió con motivo de las recientes movilizaciones sociales en nuestro país: “cualquier nuevo pacto que se forje, como en los años 90, entre el poder congresal, facciones del empresariado, sectores de las FF. AA y la Policía, solo podrá ser una forma de la misma crisis, la crisis del régimen neoliberal, sin ninguna posibilidad de resolverla.”

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[CIUDADANO DE A PIE] ¡La economía, estúpido! es una expresión que se hizo famosa durante la carrera por la Presidencia de los Estados Unidos en 1992 y que, tergiversada, es hoy comúnmente utilizada por los grupos de poder y sus voceros para convencernos que la economía capitalista neoliberal, a pesar de sus cada vez más sonados fracasos, es la única sensata y posible en el mundo. Permítasenos aquí parafrasear dicha expresión, aunque con un sentido radicalmente diferente.

Desde la publicación de nuestra última nota (https://sudaca.pe/noticia/opinion/jorge-velasquez-pomar-crisis-desigualdad-pobreza-y-convulsion-social/) el descalabro de nuestra economía se ha hecho aún más evidente y ya nadie duda que acarreará consecuencias sociales dolorosas, principalmente para los hogares más humildes de nuestro país. Sacando de la sombría ecuación los conflictivos internacionales y los fenómenos climáticos ¿Existen     causas netamente nacionales que puedan explicar esta crisis? Diversas personalidades ya han señalado algunas, desde las más complejas hasta las más pueriles: El alza de la tasa de interés de referencia por parte del BCR (Kurt Burneo), la inestabilidad jurídica (Rosa María Palacios), el acaparamiento/especulación (Mirko Lauer), las protestas sociales (Julio Velarde), Pedro Castillo (Augusto Álvarez-Rodrich), entre otras. Cada una de ellas requeriría un análisis crítico para determinar qué papel desempeña en la actual situación, pero en todo caso, no podríamos estar más de acuerdo con lo expresado por Diego Macera del IPE, cuando afirma que sufrimos las consecuencias de “problemas estructurales que vienen de más atrás”, de un proceso de “naturaleza perniciosamente sigilosa” y que, finalmente, “de una recesión se puede salir al año, pero del proceso de desaceleración estructural que estamos viviendo, no.” Allí terminan con toda probabilidad las coincidencias, pues nuestras élites neoliberales atribuyen estos “problemas estructurales” a que nuestro país no ha ido lo suficientemente lejos en el empequeñecimiento del Estado, la desregulación de la actividad económica, la privatización de los servicios y empresas públicas, la supresión de las ayudas sociales como mecanismo de redistribución de la riqueza y la reducción de los costos laborales (eliminación de la seguridad social, las CTS y las pensiones), medidas todas ellas que forman parte de lo que el politólogo Steven Levitsky denominó el “Consenso de Lima”, que no es otra cosa que un recetario económico y social aún más radical que el “Consenso de Washington” de 1989, que llevó a la implantación del neoliberalismo en Latinoamérica.

La verdad monda y lironda, es que nuestra economía se ha venido desacelerando paulatinamente desde el 2013, año en que finalizó el boom de precios de nuestros minerales de exportación, el que hasta entonces y durante una década, permitió al país gozar de tasas de crecimiento adecuadas, además de una significativa protección contra los vaivenes del capitalismo mundial y sus efectos sociales. A partir de entonces y ya con un “doping” minero menguado, nuestro modelo económico ha venido mostrando sus limitaciones. Modelo, que Alberto Vergara ha descrito como un “capitalismo incompetente” caracterizado por la ausencia de una verdadera competencia de los actores económicos en el mercado, la falta de innovación científica y tecnológica, la pobre generación de empleos de calidad y los sobreprecios de los productos que llegan al consumidor.

A pesar del bombardeo mediático constante sobre las bondades del “libre mercado y la libre concurrencia”, tal cosa brilla por su ausencia en nuestro medio, pues los diferentes grupos económicos -gracias a sus nexos con funcionarios y políticos corruptos- obtienen los contratos más jugosos mediante prebendas y sobornos. El celebérrimo “Club de la Construcción” es un magnífico ejemplo de ello. Pero aún hay más, nuestros mercados internos están dominados por monopolios y oligopolios, hecho que no ha pasado desapercibido a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que ha señalado en un informe reciente que “muchos mercados de Perú están dominados por unos pocos grupos empresariales de gran tamaño, y ello se traduce en una elevada concentración y una baja percepción de competencia, lo que se constata especialmente en algunos sectores y productos próximos al consumidor final.” ¿Y qué consecuencias económicas y sociales pueden resultar de tal situación? Pues, como bien ha señalado Germán Alarco, una estructura productiva en pocas manos promueve precios más elevados, afectando el poder de compra de los ciudadanos, reduce los alicientes para la innovación y la difusión tecnológica, limita las posibilidades de desarrollo de otros agentes económicos, frenando el capitalismo popular y afectando la eficiencia económica.

En términos simples, nadie se esfuerza en investigar e innovar, ni mejorar la competitividad, ni la calidad de sus productos, si sus ganancias están aseguradas… y vaya que lo están: La rentabilidad de las principales empresas peruanas, ha llegado a ser porcentualmente superior a la obtenida por las empresas norteamericanas del Forbes 500. Estos impresionantes márgenes de ganancia son posibles, en gran medida, debido a los sobreprecios de bienes y servicios que los oligopolios y monopolios nos imponen, aunados a una política de bajos salarios, evidenciada en la menor participación de las remuneraciones en nuestro PBI, comparada con aquella observada en los años sesenta y setenta del siglo pasado, años en que la Remuneración Mínima Vital tenía tres veces mayor poder adquisitivo que en la actualidad.

El mencionado informe de la OCDE, señala también que el Perú debería promover la diversificación de sus exportaciones con mayor valor agregado. Causa perdida, pues nuestras élites neoliberales han decidido que el motor principal de nuestra economía son las actividades extractivas en manos privadas, principalmente la minería, aunque esta, con toda la importancia que tiene, no representa un porcentaje mayor de los ingresos del Estado vía impuestos, ni genera una importante creación de empleos directos (alrededor del 2% del total de asalariados del país) ni indirectos (efecto multiplicador estándar de 1.5 – 2.5).

Rosa María Palacios ha hecho una exhortación al gobierno para que, haciendo uso de medidas imaginativas, promueva que el capital privado nacional apueste por el Perú. Esto suena casi como el grito ¡La imaginación al poder! de los estudiantes franceses de mayo del 68 o el pedido similar que hizo Fernando Belaúnde al equipo económico de su segundo gobierno, para enfrentar la deficiente situación económica de entonces. Por desgracia, en ambos casos, la imaginación no se hizo presente y dudamos que lo haga ahora, a no ser que la radicalización del “maldito modelo” (Abusada dixit), pueda ser tomada como tal. ¿Una apuesta del capital privado por el Perú? No seamos ni ingenuos ni cínicos. Milton Friedman, uno de los padres del neoliberalismo, lo ha expresado claramente: La única responsabilidad social de los negocios es incrementar sus ganancias. La doctora Palacios puede estar segura de que nuestro incompetente capitalismo neoliberal, acostumbrado como está a sus desmesuradas ganancias, apostará sin dudar un instante por… el lucro, en los modos y tiempos que más le convengan. Queda por ver si eso bastará para sacarnos del hoyo en el que nos encontramos.

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incompetencia, Neoliberalismo, recesión, sobreprecios

[CIUDADANO DE A PIE] La reciente quiebra del gigante inmobiliario chino Evergrande, que algunos analistas han comparado a la de Lehman Brothers en 2008, constituye un golpe no desdeñable a la poderosa economía de China -nuestro principalísimo socio comercial- que, como consecuencia, recortará previsiblemente en lo inmediato sus inversiones y adquisiciones globales. Para el Perú, esta mala noticia es llover sobre mojado, pues se suma a las secuelas de la crisis del Covid 19, la presión inflacionaria mundial del conflicto ruso-ucraniano, las pérdidas económicas ocasionadas por el ciclón Yaku, el fenómeno del Niño costero y los primeros embates del Niño Global. En suma, una tormenta perfecta que repercutirá, sin lugar a dudas, sobre nuestros dos grandes flagelos nacionales: la desigualdad y la pobreza.

Desigualdad

La idea tan promocionada por los grupos de poder de que nuestro modelo neoliberal nos llevará de la mano a convertirnos en un país próspero con una mejor y más justa distribución de la riqueza nacional, es una enorme falacia que ya tiene una antigüedad de tres décadas. Baste mencionar que nuestra Remuneración Mínima Vital tiene hoy tres veces menos poder adquisitivo que en los años 70 del siglo pasado. Solo países antaño pobres como China, Corea del Sur, Singapur y Taiwán, que consiguieron convertirse en exportadores de productos manufacturados, han logrado dar verdaderos saltos cualitativos en lo económico y social. En países como el nuestro, que participan en el mercado global casi exclusivamente vendiendo materias primas, solo los grandes capitales y las grandes propiedades se benefician con el aumento de la demanda y los precios internacionales y por tanto se encuentran mayormente protegidos de vaivenes económicos como el actual. El estudio de Germán Alarco Tosoni (Universidad del Pacífico) sobre la riqueza y la desigualdad en el Perú, que data del 2019 es taxativo: en nuestro país dos personas poseían por entonces el 15% de la riqueza nacional y cuatro mil quinientas el 40% de la misma. Hay quienes afirman que las desigualdades económicas son inevitables en toda sociedad. No se puede negar la relativa veracidad de esta afirmación, pero como John Rawls señala, estas desigualdades tendrían que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertas a todos, en condiciones de una igualdad equitativa de oportunidades y deberían redundar en un mayor beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad. Evidentemente nos encontramos muy lejos de ese ideal.

Pobreza

Nuestros índices actuales de pobreza son preocupantes. En el 2022, de 33 millones y medio de peruanos, nueve millones se encontraban sumidos en la pobreza y casi 11 millones en riesgo inminente de caer en ella; como consecuencia directa, 12 millones de compatriotas presentaban un déficit de calorías en su alimentación o sencillamente pasaban hambre y 700 000 niños menores de tres años sufrían de anemia. Gustavo Yamada y Pablo Lavado (Universidad del Pacífico) han observado que únicamente han existido procesos sostenidos de reducción de pobreza monetaria en nuestro país, cuando estos han sido precedidos por períodos de crecimiento económico por encima del 3% en por lo menos dos años previos. Si esto no ocurre, como ellos mismos afirman “cada año que pase será materia de una mayor frustración colectiva y un incesante descontento social en el país.” La recesión que el país viene atravesando actualmente, está determinada por una importante contracción del crecimiento económico (– 0,6% en promedio) aunada a la inflación más importante de los últimos 20 años, con principal incidencia en el precio de los alimentos. Esta situación podría complicarse en el 2024, como consecuencia del más bajo rendimiento de nuestra agricultura en 30 años y el peligro de un Niño Global de fuerte intensidad. Por otra parte, las tasas de crecimiento proyectadas para el país en los próximos años, son iguales o inferiores al 3%, insuficientes por tanto para tener un impacto positivo en la reducción de la pobreza nacional.

Convulsión social

¿Qué consecuencias sociales podría generar esta situación de crisis actual y futura en nuestro país? Según Mirko Lauer, absolutamente ninguna pues “la penuria económica no moviliza, sino paraliza. Figura en el manual de todo dictador latinoamericano: los pueblos hambrientos no tienen tiempo ni fuerza para rebelarse. Esto a pesar de que, si hemos escuchado bien, todo se hace en su nombre.” Curiosa conclusión de alguien como él que tiene acumuladas tantas millas en el análisis político y que más bien parecería un mensaje dirigido a tranquilizar a ciertas élites amigas y/o a desanimar a potenciales líderes revoltosos. De hecho, según Harold James, historiador de la Universidad de Princeton, son precisamente las alzas importantes de los precios de los alimentos, la causa determinante que se encuentra en el origen de revoluciones sociales a lo largo de la historia. Ya en 2014 José Antonio Cuesta, economista experto del Banco Mundial, señalaba el número importante de manifestaciones violentas en el mundo, incluida Latinoamérica, como consecuencia del alto precio o escasez de los alimentos, y llamaba la atención sobre el riesgo de futuras convulsiones sociales difíciles de manejar, si los gobiernos regionales no invertían lo necesario en seguridad social y alimentaria en beneficio de los más pobres y vulnerables. ¿El Perú, con su modelo económico neoliberal ha hecho la tarea?

Además de los factores de orden internacional y climáticos al origen de la crisis, sobre los que evidentemente no ejercemos ninguna influencia ¿existen responsabilidades locales que debieran ser analizadas? Creemos que es el caso y lo expondremos en nuestra próxima nota.  Por el momento valdría preguntarse si la segunda de las condiciones enunciadas por Lenin como necesarias para el estallido de una revolución social -y que expusimos en nuestra nota anterior (https://x.com/SudacaPeru/status/1706760933287067810?s=20) – se estaría cumpliendo o podría cumplirse próximamente en nuestro país.

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concentración riqueza, recesión, revolución, seguridad alimentaria

[CIUDADANO DE A PIE] El 3 de septiembre último, en el diario “La República”, Augusto Álvarez Rodrich, connotado miembro de la élite cognitiva y rabioso defensor del modelo económico neoliberal, plasmado en la Constitución del 93, publicaba una nota titulada “Perú un país condenado a tener éxito”. Entre hilarantes ocurrencias, como aquella de que “hasta una patada en el culo te empuja hacia adelante”, AAR dejaba nítidamente traslucir las preocupaciones de los grupos de poder y sus adláteres: los nubarrones de una importante crisis económica, cuyos primeros efectos se dejan ya sentir en los hogares, se ciernen amenazantes y cogen al país con el pie cambiado de un gobierno y un Congreso absolutamente desprestigiados, sumidos en la más profunda mediocridad, y sin ninguna capacidad de liderazgo. Álvarez Rodrich y sus amigos saben perfectamente que las arengas de emprendedurismo barato y las odas a la sacrosanta estabilidad, necesaria a las inversiones privadas, pueden no bastar en esta ocasión para conjugar el peligro de un estallido social que pudiera llevarse por delante el “modelo”. La pesadilla de lo ocurrido en Chile en el 2019, paraíso hasta entonces del neoliberalismo, los persigue sin cesar y hablan de ello constantemente, como una forma de exorcizar sus más profundas animadversiones y temores.

En su célebre artículo “El fracaso de la II Internacional” de 1915, Lenin definía lo que a su entender eran las tres condiciones necesarias para el inicio de una revolución social, las mismas que podríamos enunciar resumidamente así: 1. Imposibilidad para las clases dominantes de mantener sin cambios las formas políticas de su dominación. 2. Aumento significativo de la pobreza de las clases dominadas. 3. Como resultante de lo anterior, una movilización social creciente que deviene en una “actuación histórica independiente”. Como Lenin mismo reconocía, esta “situación revolucionaria” no basta por sí sola para desencadenar una revolución social, como de hecho se verifica en las múltiples ocasiones en que estas tres condiciones se han hecho presentes en la historia de América Latina, sin que ningún cambio significativo se haya producido. A la vista de lo que viene ocurriendo en nuestro país, nos sentimos tentados de plantearnos la pregunta ¿se encuentra el Perú actualmente atravesando una situación potencialmente revolucionaria que pudiera conducir a un quiebre del statu quo y a importantes cambios en lo político, social y económico?

Primera condición: El neoliberalismo autoritario

A raíz de la gran crisis económica del 2008, surgió lo que William Davies y otros estudiosos han denominado neoliberalismo punitivo, neoliberalismo autoritario e incluso fascismo neoliberal o posfacismo. Este neoliberalismo, a diferencia del que se gestó en los años 70 y dominó a partir de los 80 durante tres décadas, ya no puede convencer ni crear consensos alrededor de sus prácticas de competitividad despiadada -que involucra todas las esferas de la actividad humana- elevada al rango de norma social justa y hasta ética. El neoliberalismo ha perdido, como consecuencia de la desigualdad, la desprotección y la precarización que genera su modelo de crecimiento y acumulación de riqueza, credibilidad y aceptación. Alrededor del mundo, desde Francia hasta Chile, los “perdedores” de la globalización de los mercados han sido protagonistas de violentos estallidos sociales que han puesto a la defensiva a las élites neoliberales, y lo propio podría ocurrir pronto en nuestro país. Pero, aunque una legión de autores anuncia periódicamente la caída inminente del capitalismo neoliberal, bajo el peso de sus propias contradicciones, esto no parece ocurrir aún, o quizás, como ha escrito Neil Smith, el neoliberalismo “ya está muerto, pero sigue siendo dominante” ya no sirviéndose de la racionalidad normativa y del consenso, sino como afirma Davies, de manera implacable con “valores y actitudes de castigo”. El argentino Matías Saidel ha descrito muy bien este neoliberalismo autoritario, en el que “los grupos dominantes ya no buscan neutralizar la resistencia a través de concesiones, sino que favorecen la exclusión de los grupos subordinados, mediante cambios en la legalidad que neutralizan los alcances de las instituciones democráticas y mediante prácticas que buscan marginalizar, disciplinar y controlar a los grupos disidentes”.

En su libro “Demócratas precarios. Élites y debilidad democrática en el Perú y América Latina”, Eduardo Dargent hace una descarnada descripción de las siempre latentes pulsiones antidemocráticas de nuestras élites de derecha, entendidas como tales aquellas que se oponen a políticas redistributivas de la riqueza y tienen al orden social como un valor fundamental. Según este autor, cuando nuestras élites se hacen con el poder, tienden a no respetar los mecanismos constitucionales y a promover nuevas reglas que las favorezcan, en detrimento del democrático equilibrio de poderes. Por su parte, Moisés Naím en su libro “La revancha de los poderosos”, habla de “Estados mafiosos” en los cuales desde el poder se busca destruir los pesos y contrapesos que los limitan y obligan a rendir cuentas. En un Estado mafioso, se despliegan estrategias que socavan la democracia, criminalizando la oposición mediante el recurso a teorías conspirativas (con una preferencia por las acusaciones de terrorismo, según el ensayista Pier Franco Pellizzetti), controlando el nombramiento de jueces, emitiendo “seudoleyes”, y lo que es más grave aún “transformando sutilmente el gobierno en una inmensa trama delictiva depredadora, cuyos beneficios llenan los bolsillos de los gobernantes y sus amigos”. En estos Estados, la meritocracia es un espejismo y la administración pública se convierte en una inmensa red delictiva. En esta destrucción del estado de derecho se conforma, según Paolo Flores d’Arcais, “una nueva triada financiera, mediática y gubernamental que favorece la legalización de la delincuencia del establishment”.

¿Estamos asistiendo en el Perú a lo que Sinesio López y Glatzer Tuesta han calificado como un cambio de régimen? ¿Sería este nuevo régimen una forma de dominación neoliberal autoritaria y mafiosa, o quizás la reedición de algo ya conocido? CONTINUAREMOS.

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