[CIUDADANO DE A PIE ] El infierno como lugar de desesperanza y perdición ha sido comparado en ocasiones con la política peruana (Lynch, Paredes Castro, Sosa) ¿Quién podría hoy negarlo a vistas de los niveles de degradación que ha alcanzado? Sorprendentemente, un teólogo católico, Hans von Balthasar, llegó a especular con la idea de que el infierno podría ser un lugar vacío, y fue precisamente esa noción la que nos llevó a reflexionar sobre un reciente artículo de Alberto Vergara publicado en La República, en el cual señala que intentar hablar de política en el Perú, es “una mezcla de despropósito y delirio”, un “escribir sobre lo extinto”, un “medir los signos vitales de los habitantes de una catacumba”. Es bastante comprensible que un politólogo como Vergara se exprese de esa manera pues, en efecto, nuestra escena pública nacional ha dejado paulatinamente de ser materia propia de reflexión de la politología, para caer de lleno en el ámbito de investigación de la criminología, la ciencia que estudia las causas y circunstancias de los delitos, la personalidad de los delincuentes y su impacto social. Adentrándonos en ese enfoque prometedor, nos referiremos hoy a un fenómeno delictivo conocido como “crimilegalidad”: el entrelazamiento deliberado que se establece entre actividades criminales y legales y que se convierte en el eje organizador social, económico y político de una comunidad nacional. Retomando la comparación inicial, la crimilegalidad es lo más cercano al infierno que puede estar la política de un país… y todo parece indicar que hacia allí nos dirigimos.
El país en que vivimos: alta criminalidad y gobernanza criminal
El Perú se encuentra inmerso en lo que sociólogo argentino Marcelo Berman denomina un “equilibrio de alta criminalidad” (EAC). En un EAC, el Estado se muestra absolutamente incapaz de combatir las acciones de grupos criminales organizados, poderosos económicamente y que cuentan con eficientes redes de complicidades al interior de las fuerzas del orden, la justicia y el poder político. A las tradicionales actividades ilícitas como el narcotráfico, se suman otras más violentas como la trata de personas, la extorsión y el sicariato. Violencia, corrupción, impunidad, con apoyos políticos y una tasa creciente de asesinatos como la que venimos presenciando horrorizados los peruanos, caracterizan los EAC. A este entorno de alta criminalidad viene agregándose el establecimiento de “gobernanzas criminales” en diferentes partes del territorio nacional, esto es, el dominio o poder que ciertas organizaciones criminales ejercen sobre la población de una determinada área geográfica, con la finalidad de maximizar el aprovechamiento ilícito de los recursos allí presentes. Este poder o dominio que caracteriza a la gobernanza criminal—o “territorialización” mafiosa, como prefiere denominarla César Azabache—no solo se obtiene mediante el uso de la violencia, sino gracias también a una legitimación, resultante entre otras cosas, de los innegables beneficios económicos que perciben las poblaciones involucradas—siendo la minería ilegal en Pataz un claro ejemplo de esta situación—y al involucramiento en redes delictivas de funcionarios, autoridades y fuerzas del orden nacionales y subnacionales. Pero tanto la alta criminalidad como la gobernanza criminal, siendo gravísimos problemas, no son sino el telón de fondo de un peligro aún mayor: la crimilegalidad.
Crimilegalidad y poder político
La narrativa predominante, cuando nos referimos al “mundo del crimen organizado”, ha sido siempre considerarlo como una infame entidad, ajena y extraña al “mundo legítimo y legal” de la sociedad y la política, cuando la realidad en el Perú de hoy—y en otros países de la región— es que la línea que los separa es cada vez más imperceptible. Markus Schultze-Kraft, un científico social alemán con vasto conocimiento de la situación latinoamericana, aplicó en 2016 el término “crimilegalidad” al ámbito de las relaciones en contra de la ley, que se establecen entre el Estado y los actores legales e ilegales de la sociedad, y de cómo estas relaciones remodelan el ordenamiento político y social de un país. Ya no se trata simplemente de sobornos a las “manzanas podridas” presentes en los espacios públicos y privados, sino más bien de la integración del crimen organizado en las instancias legales, económicas y gubernativas de un país, con lo que se crea un orden “crimilegal” que involucra no solo a capos del crimen sino a funcionarios públicos, policías, políticos, jueces, fiscales y banqueros, entre otros. En la crimilegalidad, el crimen organizado alcanza el apogeo de su poder político, pues los gobiernos no solo no reprimen las actividades ilegales, sino que las promueven, torciendo las leyes y manipulando las Constituciones, al tiempo que se intenta guardar una apariencia de legitimidad con elecciones e instituciones manipuladas. Como bien señala el exprocurador y expresidente de Transparencia, José Ugaz, refiriéndose al caso peruano, no se trata de hechos episódicos consecuencia de la llegada al gobierno de malos grupos políticos o de personas corruptas, sino de la existencia de un plan concertado y organizado para entregar los espacios del país al crimen organizado, dictando leyes pro-crimen y desmantelando las instancias policiales competentes.
Las consecuencias
La crimilegalidad acarrea graves consecuencias sociales que socavan la democracia, la convivencia pacífica y el logro del bien común, entre las cuales podemos mencionar:
- El declive del acatamiento de las normas sociales: cuando el delito campea impune en los altos niveles del poder, la corrupción y el crimen terminan por normalizarse entre el resto de la sociedad.
- El fomento de una cultura del oportunismo (el “todo vale para subir”) con la consiguiente y paulatina desaparición de los principios y valores colectivos.
- El debilitamiento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones al percibirlas corruptas y en complicidad con la criminalidad: la inmensa mayoría de peruanos, según todos los estudios demoscópicos, desconfían del Poder Ejecutivo, del Congreso, del Poder Judicial, la Policía Nacional, las municipalidades y los gobiernos regionales, instituciones justamente establecidas para representarlos y protegerlos en un ordenamiento democrático saludable.
- La supresión de las libertades de expresión y protesta, acompañadas de medidas intimidatorias y represivas contra periodistas, activistas sociales y ciudadanos comunes que osan criticar a las autoridades o desvelar la corrupción.
- El vaciamiento del debate público y de la representación política en manos de personas impreparadas, cuando no prontuariadas, que alcanzan posiciones de poder gracias a la ingente inyección de fondos provenientes de las economías ilegales.
- El exponencial aumento de la violencia, como consecuencia directa de las actividades depredadoras de las organizaciones criminales y de las luchas entre sus facciones rivales por el control y el poder, conjuntamente con la inacción de las fuerzas del orden, sea por complicidad o inoperancia.
¿Suena conocido?
Abandonen toda esperanza…
En el canto tercero de la “Divina Comedia”, Dante nos relata que pudo ver escritas sobre las puertas del infierno la siguiente advertencia: “Abandonen toda esperanza, quienes entren aquí”. Nuestro bicentenario camino, cargado con más penas que glorias, nos ha conducido hasta las puertas que nos adentran en el infierno de la crimilegalidad ¿existe aún alguna esperanza de escapar a ese miserable destino? En todo caso, es bueno recordar que a poco de enunciar la terrible advertencia, el gran escritor italiano agregó: “Conviene abandonar aquí todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía.” ¿Seguiremos el consejo?