[DETECTIVE SALVAJE] Tik Tok ha descifrado por fin cómo engancharme. Ayer me apareció un video en blanco y negro de un joven Vargas Llosa, bigotudo, bien peinado, en saco y corbata. En francés, le agradecía a París por volverlo escritor. Hoy, me apareció un video de Ribeyro. Si bien he leído casi todos los cuentos del maestro, pocas veces lo había escuchado. No me parecía necesario buscarlo en YouTube; con leer su obra creía conocerlo. Me encantó su cercanía. Estaba sentado en su terraza, con vistas al malecón de Miraflores, y hablaba con el entrevistador como con un amigo (quizás lo era). Tocaba un tema que en su escritura es frecuente: el cigarro. Le preguntan por ese hábito, que había abandonado, a lo que él contesta: “Durante cinco años dejé el cigarrillo porque tengo una afección pulmonar. Me lo prohibieron terminantemente. Pero lo que ocurrió es que en esos cinco años no podía escribir”. Explicó su angustia a la hora se sentarse frente a la máquina y sentir que le faltaba algo. “Un día me dije: qué tanto”, siguió, “o vives cinco años menos y empiezas a fumar o te vas a pasar el resto de tu vida sin poder escribir”.

Su caso me recordó al de Maupassant, el clásico autor francés que excavó hasta su fin la cantera del cuento corto. Su mala salud le prometía una corta vida, y él, a punta de drogas y estimulantes, la acortó más para poder escribir.

Y pensé, por supuesto, en ese cuento de Ribeyro que es una autobiografía, o, en sus palabras, una confesión: Solo para fumadores. Ahí cuenta su relación con el cigarro, y menciona, casi a la pasada, lo que a lo largo de su vida hizo entre pitillo y pitillo (casarse, tener un hijo, mudarse a París, pasearse por Europa).

Enumera las marcas que fumaba como si cada una fuera el título de una etapa de su memoria. Primero los Chesterfield, cuando estos subieron de precio los Incas, “negros y nacionales”. Cuando entró a la Facultad de Derecho y consiguió trabajo con un abogado, dio el salto a los Lucky. En ese círculo rojo, dice Ribeyro, yace la memoria de sus últimos años de estudiante y sus primeros sueños de escritor.

Al extranjero se fue y el tabaco, ya parte de él, lo siguió. En el transatlántico compraba cigarros a los marineros contrabandistas o en puertos libres. En España, donde sobrevivía con una beca pobrísima que le alcanzaba para el cuarto y la comida, fumó por única vez un cigarro fiado. Se lo cedió un veterano mutilado de la guerra civil. En Alemania, en cambio, cuando le pidió a la dependienta de un quiosco que le fiara una cajetilla de cigarro, ella, con quien Julio Ramón había entablado una amistad (a punta de comprarle tabaco, dicho sea de paso), lo trató como a un criminal en potencia, le cerró la ventanilla del quiosco y lo miró a través del vidrio, “no solo escandalizada sino aterrada”.

Así, Solo para fumadores no es una enumeración de exhalaciones y colillas pisoteadas. La vida de Ribeyro parece una jungla y el cigarro su machete, con el que aclara la maleza y se abre paso a trompicones. Fumar lo condujo a las amistades más extrañas. Cuando no tenía plata, se puso a trabajar para pagarse los cigarros. Fue recolector de periódicos y fumó montado al triciclo, con cien kilos de papel en la canasta, bajando a toda velocidad una calle.

Quizás el momento más reflexivo del relato llega cuando el narrador se plantea la gran pregunta: ¿por qué fumo? Compara el cigarro con el alcohol y otras drogas, y reconoce que este no tiene ningún gran efecto físico o mental. Se da cuenta de que el tabaco afecta el ánimo, hace más fácil la socialización, la adaptación al entorno. Entonces, ¿por qué fuma cuando está solo, cuando no tiene que pensar ni comportarse de cierta manera? Desechó las teorías de Freud, “el charlatán de Viena”, como lo llamó Nabokov, de que el cigarro es un símbolo fálico y etcétera etcétera. A falta de respuestas, Ribeyro fabricó su propia filosofía, basada en el concepto de, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales: el aire, el agua, la tierra y el fuego. El narrador explica que los humanos tenemos contacto con tres de los elementos primordiales. Respiramos el aire, bebemos y nos lavamos con el agua, caminamos y cultivamos la tierra. En cambio, entre nosotros y el fuego hay una brecha solamente franqueable por un mediador: el cigarro. Cuenta cómo en las culturas antiguas se adoraba al sol y a las distintas formas del fuego. Hoy, “secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo”.

El cuento, que está por el final de La palabra del mudo, narra una serie de los problemas de salud que amenazaron la vida del escritor. En el video que Tik Tok, en toda su frivolidad, me mostró, Ribeyro aparece de buen humor, a los sesenta años, habiendo ya sobrevivido a incontables intervenciones y graves sustos. Cinco años después, moriría. No cabe duda de que, más allá de lo huesos y los músculos, de los pulmones manchados de negro y los órganos cortados y cocidos, lo que mantenía al miraflorino de pie y con una sonrisa era la literatura.

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[DETECTIVE SALVAJE] Este año, una de las novelas más representativas de la cultura peruana tiene su aniversario. Los ríos profundos, de José María Arguedas, se publicó en 1958, hace 65 años. La obra es un puente entre el quechua y el castellano, entre las costumbres indígenas y el Perú occidentalizado.

En Los ríos profundos, Abancay es un paso en una escalera cuyo fin es subsistir. Ernesto llega ahí con su padre, que busca trabajo de pueblo en pueblo de la costa y sierra peruana. Se instala en un internado, bajo la tutela de los curas. Ahí conoce al Lleras, por ejemplo, el matón del colegio, y a su cómplice, el Añuco. También a Antero, con quien Ernesto descubre lo que es la amistad. Este le enseña a hacer bailar el zumbayllu, un trompo con poderes mágicos. En el colegio, en el patio donde pasan los recreos y las tardes, Ernesto ve replicada la jerarquía, la perversidad y la injusticia que ha conocido en el centenar de pueblos a los que ha llegado con su padre. Incluso a quienes les coge cariño en algún momento muestran su lado oscuro, y eso para Ernesto es una desilusión.

Él no solo vela por su propia subsistencia. También arriesga el pellejo por los indios, que viven bajo la opresión de los hacendados. Acompaña a Doña Felipa a repartir la sal robada, y la admira después de su huida.

Los ríos profundos es un libro que nace de la propia experiencia de su autor. Como el padre de Ernesto, el de Arguedas también era un abogado itinerante que saltaba de pueblo en pueblo buscando trabajo. Mientras viajaba, José María y su hermano Arístides quedaron a disposición de su madrastra y hermanastro, quienes los maltrataban. Los dos jóvenes no aguantaron la situación y escaparon de la casa. Por dos años, vivieron con los indios en la hacienda Viseca. De ellos aprendieron el quechua y sus costumbres. Cuando su padre regresó, recogió a los hermanos y, tras parar en varios pueblos de la sierra, se asentaron en Abancay.

La vida de Arguedas y Los ríos profundos son historias de supervivencia. Todo sea por la vida propia, y si se es una buena persona, por la vida ajena. Cuando, por el final de la novela, la peste llega a la ciudad, la desesperación por vivir se vuelve más evidente. Y aún ahí, cuando la muerte toca la puerta, Ernesto arriesga su vida para cuidar a Marcelina, la Opa, una mujer loca de quien los otros estudiantes y los curas abusaban.

A fin de cuantas, la vida, por más desgarradora que sea, es lo que más valor tiene en Los ríos profundos.

Por esos años, también apareció, en México, Pedro Páramo. Las similitudes entre ambas novelas son notables y la relación entre los autores, Arguedas y Juan Rulfo, estrecha. El vínculo entre el padre y el hijo, la presencia de la religión en el corazón del pueblo peruano y mexicano, el indio y sus costumbres son temas que aparecen en ambas obras maestras. Pero hay un ámbito en el que se oponen: la vida y la muerte.

En Pedro Páramo, la vida es una anécdota y la muerte lo único real que se puede apuntar y decir ahí está, irrefutable. Es como si la peste de Los ríos profundos se tragara Abancay y escupiera Comala, a donde Juan Preciado va para buscar, como Ernesto, a su padre. Ahí, hasta las hojas que se escuchan rodar sobre el polvo están muertas; solo queda el eco de ellas, de los ladridos, del paso de un caballo. Para contar la historia de Pedro Páramo y su hijo Miguel, el narrador debe recurrir al pasado, que, como en Faulkner, se intercala con las distintas voces del presente y el futuro.

El miedo que Ernesto siente por la muerte pierde sentido en Pedro Páramo. Cuando Juan Preciado muere, nada cambia. Ahora vive bajo tierra, pero siente la humedad de la lluvia y conversa con los muertos que tiene cerca. Piensa en su madre, oye los lamentos de los otros cadáveres, mira la tierra como antes miraba el cielo.

Lo surreal en Los ríos profundos es un recurso cultural. Se habla de la magia que tiene el trompo, de las creencias indígenas. Lo inexplicable sucede siempre en la mente del niño, que mira el mundo con ojos que los adultos han perdido. En Pedro Páramo, lo sobrenatural se adueña de lo real, y es un recurso literario que, en las siguientes décadas, dio forma al Realismo Mágico del Boom.

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[DETECTIVE SALVAJE] En 1944, Anthony Burgess era un diplomático británico que ejercía sus funciones en Malasia. La guerra le quedaba lejos. Su esposa, en cambio, estaba en Londres cuando un apagón sumió a la ciudad en la penumbra. Estaba embarazada, sola y e incomunicada. Tarde en la noche, un grupo de soldados estadounidenses desertores entraron a su departamento. La mujer fue golpeada y violada. Perdió a su hijo. Burgess se enteró de la tragedia a la distancia. En plena guerra, no era fácil regresar a su país.

El trauma y el gusto por la literatura distópica sembraron una semilla en el escritor. Leía a Orwell, a Huxley, a Zamiatin, y observaba a la sociedad londinense de la postguerra. La naranja mecánica narra las aventuras violentas de cuatro jóvenes colegiales, quienes, liderados por Alex, encuentran un retorcido placer en violentar sin motivo a personas inocentes. De alguna forma, son como niños que descubren la violencia partiendo por la mitad a una lombriz, o arranchándole las alas a una mosca.

La banda de Alex semeja a los Teddy Boys, una personalidad juvenil que vio su auge en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial. Vestían como los dandis de la antigüedad, adoraban el rock and roll, echaban por la borda los modales y llevaban una vida callejera. Era el desenfreno después de la opresión.

La naranja mecánica es una mezcla de todos estos elementos: la violencia injustificada, ya no bélica sino doméstica; las modas extravagantes, una juventud que ha perdido la sensibilidad por la vida. La escena trágica que sobrevivió la esposa del autor, Llewela Jones, está reproducida en una de las escenas del libro, cuando la banda de Alex entra a la casa de un escritor, atacan y violan a su esposa.

La literatura, entre sus tantas metamorfosis, en los momentos más oscuros suele ponerse la sotana, alzar una cruz y practicar exorcismos en los poseídos. A veces, el demonio abandona el cuerpo; otras, se replica sobre las páginas sin liberar al autor. Es el caso de la norteamericana Sylvia Plath. Sus poemas representaban la autodestrucción, el no pertenecer a un entorno materialista y artificial. Todo se hace claro en su única novela, La campana de cristal. Esther, la protagonista, está becada en una buena universidad, es aspirante a escritora y debe ser internada en el hospital psiquiátrico por su depresión e intento de suicidio. La experiencia de Plath coincide. Excepto por el final: si bien la protagonista se recupera y encuentra fuerzas para vivir, Plath se suicidó antes de que el libro se publicara.

A veces, las letras son más amables. Lo fueron con Mario Vargas Llosa, quien vivió el calvario del Colegio Militar Leoncio Prado para reproducirlo en La ciudad y los perros. El motivo por el que estuvo dos años en ese internado frente al mar también es relevante: a su padre le disgustaba su inclinación por la literatura. La consideraba femenina, y pensó que el antídoto era una estricta educación militar. Como Alberto, uno de sus personajes, Vargas Llosa reforzó su lado literario en contraposición a la barbarie. Las igualdades entre la vida del autor y la de los colegiales del libro son evidentes.

La vida militar ha sido un manantial para esta clase de literatura, en la que el trauma es el motor y la memoria la gasolina. En este caso, no hay mejor referente que Ernest HemingwayAdiós a las armas lo confirma. El autor, estadounidense de robusta constitución, fue voluntario para la Cruz Roja durante la Gran Guerra. Sirvió de conductor de ambulancia en las líneas italianas. En el frente, e igual que el personaje de la novela, Frederic, que también venía de Estados Unidos y manejaba ambulancias para el ejército italiano, Hemingway fue herido en la pierna por el impacto de un mortero austriaco.

Son ejemplos de literatura inevitable, que nace de un germen ajeno al artístico, que no sueña con aplausos, que se engendra casi por cuenta propia. Cabe un paralelo más siniestro: son los sacrificios sangrientos que, como los dioses de la antigüedad, el libro ha cobrado.

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[DETECTIVE SALVAJE] Mario Vargas Llosa comenzó a escribir La ciudad y los perros en una desaparecida tasca madrileña llamada El Jute, en Menéndez Pelayo, a pocos metros del Retiro. Ahí se recluía con su pluma y un cuaderno, se atascaba, escribía diez páginas al hilo, retrocedía y de nuevo avanzaba. Así se lo explicó en una carta a su amigo Abelardo Oquendo: “En la novela avanzo y me retuerzo; me cuesta mucho trabajo. No tengo la menor idea acerca de cómo me está saliendo, pero me siento embriagado. Escribir es lo único realmente apasionante que existe”.

Similarmente, en la historia que cobraba vida en los reglones, Alberto se refugia lejos de las cuadras del Colegio Militar Leoncio Prado y escribe novelitas sexuales que luego vende por cigarros o a cambio de favores.

Era el año 1958, cuando el régimen franquista se sostenía firme sobre sus cuatro patas. Mario no llegaba a los veinticinco años. Había aterrizado en Madrid porque ganó una beca para estudiar en la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense. Los amigos y familiares que dejaba atrás creían en su vuelta a los pocos meses. Pero él lo tenía claro: si quería ser escritor, quedarse en Perú era una muerte lenta y segura. Sin embargo, cruzado el Atlántico, se encontró con un Madrid ensombrecido, sin la pólvora cultural que abundaba, por ejemplo, en París.

Ya durante la guerra civil española, un bando y otro malabareaban con la censura para ocultar información que los perjudicara, para ganarse la simpatía de la gente o disimular la derrota. Al terminar la contienda bélica, esto no cesó. Ahora que la iglesia recuperaba poder, empezaron a prohibirse y a quemarse libros y obras que contradijeran los valores nacionalistas, conservadores y autoritarios del régimen. Poco antes de que el bando Nacional venciera, se afianzó la censura literaria (aunque a Federico García Lorca se le fusiló en el 36, que no deja de ser la más imperdonable de las censuras). En 1938, a veinte años de que Mario tomara asiento frente a una mesa en El Jute, el régimen franquista hacía efectiva la censura previa a la publicación.

Cuatro años transcurrieron desde que Vargas Llosa escribió las primeras palabras de La ciudad y los perros (actulamente la publica Alfaguara) hasta que Carlos Barral se refirió al manuscrito como el más importante que había pasado por sus manos. “La terminé en el invierno de 1961, en una buhardilla en París”, cuenta el autor. Fue rechazado por varias editoriales, pero el apoyo de Barral fue implacable. “Al término de la lectura mi entusiasmo fue absolutamente indescriptible”. También Julio Cortázar elogió el manuscrito inédito, y el comité de lectura de la editorial catalana Seix Barral, que otorgó a la obra el Premio Biblioteca Breve.

Una reunión entre Vargas Llosa, Carlos Barral, un profesor de historia de América y el comandante Robles Piquer, decidiría el porvenir de la obra. El representante de Franco no fue ciego a la calidad del libro, más tenía sus reproches: “¡Pero es que se tiran a una gallina!”. Es cierto. Basta leer los primeros capítulos para alzar las cejas y no poder creerlo. En un pasaje de voces entrecruzadas y tiempos mezclados, Cava descubre un gallinero detrás del galpón de los soldados y avisa a los demás. Cogen a una de las aves, le amarran las patas y el pico, hacen un sorteo, sale ganador el propio Cava. “Te la tiras o te tiramos como a las llamas de tu pueblo”. Primero el miedo: “¿Y si me infecto?”. Luego las dudas: “¿Están seguros que las gallinas tienen huecos?”. Después, más decidido: “Tiene hueco, quietos por favor, y por todos los santos no se rían que se adormece el elefante”.

Robles Piquer dio luz verde al caso de la gallina, a la que dejan moribunda, tuercen el pescuezo y rematan con un patadón de fútbol. Pero no cedió en otros pasajes. Cuando a un coronel “bajo y gordo” se le adjudica el “vientre de una ballena”, Piquer protestó, porque ese era el jefe del cuartel y no se podía ridiculizar a una institución militar. Vargas Llosa sugirió simplemente darle un “vientre de cetáceo”, lo cual fue aceptado.

En otro pasaje, al capellán del colegio se le ha visto “muchas veces, vestido de civil, merodeando por los bajos fondos del Callao, con aliento a alcohol y ojos viciosos”. Originalmente, el capellán frecuentaba los burdeles y sus ojos eran ardientes.

Tras una negociación de un año, que Carlos Barral protagonizó, el libro fue dado el visto bueno con la modificación de siete frases. Al leer la novela una, dos y tres veces, es difícil adivinar dónde está esa capa de barniz. Sí es fácil suponer, en cambio, qué frases causarían revuelo si un escritor desconocido, como lo era a comienzos de los años 60 Mario Vargas Llosa, publicara hoy un libro como este.

En las primeras páginas, en un enfrentamiento entre el Jaguar y Cava, el primero le reprocha un error al segundo y le dice: “Tenías que ser serrano”. Poco después, refiriéndose a Vallano, Alberto piensa: “En los ojos se le vio que es un cobarde como todos los negros”. Por ahí también: “Los serranos, decía mi hermano, mala gente, lo peor que hay”. En el mismo capítulo se tiran a la gallina, a la Malpapeada, una perrita chusca y desnutrida, bromean con tirarse a la vicuña e intentan violar a uno de los cadetes de tercero, “cómo patea el enano”, “qué esperas para treparte, no ves que duerme más calato que una foca”.

Cuando uno de los personajes pregunta por el bienestar de la gallina (“¿Ustedes creen que los animales sienten?”), alguien contesta: “¿Sienten qué, huevas, acaso tienen alma?”. El preocupado se rectifica: “Quiero decir gusto, como las mujeres”.

Los fines de semana, los consignados visitan el kiosco de Paulino, La Perlita, donde compiten en carreras masturbatorias, a ver quién se viene primero, mientras el dueño del local observa regocijado.

Los ejemplos son incontables. Sería necesario un artículo de 532 páginas, las mismas que abarcan La ciudad y los perros, para reproducir una por una las frases que hoy serían sentenciadas como políticamente incorrectas. Lo que levanta la siguiente pregunta: En la segunda década del siglo XXI, ¿las editoriales se atreverían a poner su sello sobre la portada de tal obra maestra?

A la corrección política se le puede sumar el caso de unas cuantas censuras recientes. En España (donde se publicó por primera vez La ciudad y los perros), Orlando, la novela de Virginia Woolf, está siendo adaptada al teatro por la compañía Defondo. Sin embargo, la miembro de Vox Victoria Amparo Gil Molvan, tras su nombramiento en la concejalía de Cultura, puso una equis sobre la producción. Según Pablo Huertas, productor de la obra, se trata de “un caso de veto ideológico”. La villana de Getafe, obra de Lope de Vega, fue impulsada por el Ayuntamiento de Getafe y censurada por Vox, por sus referencias sexuales incómodas. ¿Qué cara pondrían estos políticos con las aventuras sexuales zoofílicas de los leonciopradinos? ¿Serían tan facilitos como Robles Piquer?

Quién sabe, quizá un editor con buen ojo leería hoy el manuscrito de un tal Mario, peruano de 26 años, reconocería una obra maestra en bruto y, como Carlos Barral, lucharía con capa y espada contra las mil cabezas de la censura moderna, contra los dueños de la moral que abundan en X (antes Twitter).

Lo cierto es que Vargas Llosa mostró en La ciudad y los perros un compromiso con la realidad. Lo explica en su prólogo de 1997: “Para inventar su historia, debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, Miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla, en el Callao”. Esto no significa ser estrictamente fiel a los hechos, pero sí a las ideas que los ordenan, al contexto y a la verosimilitud.

Escribió la realidad sin un cartel de advertencia, sin detener la narración para explicar las cosas con manzanas. La vio cruel, descarnada, vio las injusticias de una institución, la desigualdad de un país. Notó las ropas con las que la vida disimula, se las quitó y reprodujo sus verrugas.

Es un libro que habla como persona, que da la impresión de haber crecido partes por cuenta propia. Desfilan en él la violencia animal de los niños y la ternura humana que todos llevan dentro. Porque hasta el disciplinario teniente Gamboa resulta ser el único hombre en poder que pone la justicia encima de su pellejo. El Jaguar, que se agarra a golpes con quien se le cruce, que va y viene con postura de macho alfa, trae detrás una historia de desamor que le cambió la vida.

Cada uno de los protagonistas, perdidos en el laberinto de la adolescencia, en algún punto de la historia cuestionan la actitud violenta de la que se saben culpables. Sin embargo, esas rebeliones no suelen pasar del pensamiento. La fuerza de la opresión es demasiada y lo único que importa es sobrevivir. La violencia, en sus distintas formas, no es producto del mal, sino de la debilidad, que es síntoma de la falta de cariño y comprensión.

La ciudad y los perros es, sobre todo, una novela sensible. Tiene que doler cuando le pegan al Esclavo, cuando los papás maltratan a los hijos, cuando abusan de los animales o cuando entre cadetes se insultan por serrano, por negro, por blanquiñoso. La sensibilidad, esa supuesta pata floja de las nuevas generaciones, no es un crimen. El verdadero mal es el de la lectura superficial, el vicio de querer todo masticado, a medio digerir. La literatura no acaba en la escritura. El buen lector tiene mucho que hacer.

En cuanto a los que ven al cuco en cualquiera que se oponga a sus costumbres, tal vez les sirva de consuelo imaginar a los militares del Perú cuando el Boa dijo que Leoncio Prado era un “baboso” por querer comandar el pelotón de fusilamiento chileno que lo ejecutó.

La ciudad y los perros sobrevivió a la censura franquista, se desliza por el hielo de la cancelación, nadie que esté en gobierno y conserve un poco de su sano juicio se atreverá a tocarlo y vencerá, no cabe duda, la prueba del tiempo, que ya le ha echado sesenta años encima.

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[DETECTIVE SALVAJE] Mi vida escolar, especialmente en lo académico, fue complicada. Repetí tercero de media, y a la segunda lo pasé con las justas. De broma, para lidiar con la humillación, decía que el colegio me gustaba muchísimo y que mi plan era quedarme para siempre. En el fondo, lo detestaba. Había gente a la que quería, me caían bien los profesores (algunos eran peruanos, muchos británicos, un australiano). Pero las tareas, los exámenes, prestar atención durante cuarentaicinco minutos de corrido una y otra vez, todo eso era el carbón en mi infierno personal.

Una cosa brilló en ese tiempo de incertidumbre, de llamadas de atención y promesas vacías: la escritura creativa. Tenía quince años. En ese entonces, yo no leía. Ni los 36 gramos de Concerta diarios bastaban para que mi atención remara por las líneas de un libro. Poco guardó mi mente de las lecturas grupales que los profesores comandaban. Se salvan algunos cuentos de Ribeyro (Alienación, Ave Fénix, La tela de araña), y uno de Cortázar: La noche boca arriba. (Ahora, ocho años después, releo esas obras maestras y la voz de mis profesores sigue siendo la que narra en mi mente). Pero la escritura creativa siempre captó mi entusiasmo.

Si bien todas las noches me reviento la cabeza contra la pared, me autoflagelo, me arrepiento hasta el hartazgo por no haber sabido apreciar la literatura desde niño, creo que ese gusto por la escritura creativa necesitaba un desprecio de mi parte hacia la literatura formal. Durante los años escolares, y por inercia hasta el día de hoy, escribir cuentos no tuvo para mí ningún valor académico. Jamás embarré un relato con detalles que complacerían al profesor, ni con la motivación extrínseca de sacarme una buena nota. Escribir siempre fue algo divertido, un acto de rebeldía.

Así, en mi (segundo) tercero de media, escribí para la clase de Castellano un pésimo cuento que me hizo muy feliz. Hablaba sobre el verano: el primero después de repetir. Se me dio por tomar todos los fines de semana, viernes y sábado, quebrado muy en el fondo por mi fracaso. Pero tenía amigos peores que yo, que además de borrachos eran avezados, y fueron sus historias, sus anécdotas, sus encuentros con la policía local, cuyas siglas eran APRILS, los que recopilé en ese Frankenstein de lisuras y revelaciones ilícitas de dos folios a doble espacio. Que venga APRILS, se llamó. Como todos, leí mi cuento en voz alta. Al final, mis dos compañeros de carpeta corearon el título del cuento y la profesora los mandó a callar.

Ahora debo aclarar que no escribo este artículo como un ejercicio nostálgico. Es otra inquietud la que predomina. En diciembre del año pasado, me hablaron por primera vez de Chat GPT. Mi primera preocupación fue egoísta. Quiero ser escritor, y este nuevo rival, la máquina, ponía en jaque mi sueño. Pero me acostumbré a la amenaza y sigo escribiendo, como siempre, por placer. En julio, me junté con mis hermanos (mellizo, hombre y mujer) después de siete meses. Yo vivo en Madrid, ellos en Lima, nos encontramos cuando la suerte quiere. Tienen 16 años. Conversando, les pregunté si el colegio había cambiado con lo del Chat GPT. Me contaron que todo el mundo lo usaba. A unos los descubrían y a otros no, pero en todas las tareas que sus amigos entregaban estaba la firma oculta del robot.

Hicieron hincapié en un trabajo para la clase de Teatro. En grupos de dos, debían escribir el guion para una obra corta. Recuerdo que, hace varios años, mi hermana me enseñó los cuentos cortos que sus compañeros habían escrito para la clase de Castellano. Eran cuentos pésimos, como el mío de APRILS, pero eran auténticos, a veces graciosos, siempre personales. Los guiones, en cambio, si bien no tenían errores, eran insulsos. Ordenaditos y aburridos. Chat GPT, afirmaron mis hermanos.

No culpo a los alumnos. Desde que existen, los colegios han impulsado la ley de que una buena nota significa la vida y una mala la sepultura. El aprendizaje y el valor de un alumno se mide por números. Y si una máquina nos asegura estar en el lado correcto del sistema, ¿por qué no aprovecharla?

Que la escritura creativa sea sometida a un juicio tan objetivo es un error. Y los errores se pagan. La pregunta, ahora, es qué tan caro.

Hace unos días leí un artículo de Vargas Llosa, publicado en 1979, con el título ¿Qué es un gran libro?. En él, hace un paralelo preciso: que la complejidad de las novelas no es “gratuita, sino la misma que tiene la vida humana”. En otro ensayo suyo, titulado La literatura y la vida, afirma que una sociedad sin literatura “está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad”. Lo segundo está ligado a lo primero. El ser humano necesita a la literatura porque esta es un reflejo de su propia humanidad. Mezcla todo lo que nos hace humanos, la historia, la psicología, la sociología, la violencia, la comedia, y nos lo devuelve de manera que podamos comprendernos a nosotros mismos.

¿A dónde iremos a parar si los autores del futuro se acostumbran a entregar las riendas de nuestra práctica más humana a una máquina regurgitadora? El pronóstico es desalentador. La responsabilidad, ¿de los alumnos, o de los profesores?

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[DETECTIVE SALVAJE] Hace varios años, cuando la fiebre de la novela me había cogido y no tenía pinta de querer soltarme, alguien me sugirió que la ficción era una pérdida de tiempo. Yo solo leo cosas de la vida real, me dijo. Estábamos en la playa y recuerdo no haber querido pelearme. Además, aunque en ese momento yo ya sabía que mi interlocutor estaba equivocado, que los beneficios de leer ficción eran reales, no se me ocurría por qué, ni cómo explicárselo. En mi mente, volví muchas veces a esa conversación. En noches de insomnio, digamos, motivado por la rabia. Me pasaba también que leía una novela extraordinaria, atisbaba en las páginas una revelación (Kafka habla de un hielo que las buenas novelas deben quebrar), y recordaba el talón de acero que, esa tarde de verano, un mal lector había alzado entre la ficción y la no-ficción.

Un día se me ocurrió que toda ficción es una predicción. Una ficción bien lograda predice qué pasaría si una persona de tales y cuales características (el personaje) se enfrenta a tal y cual situación (la trama). Rodion Romanovich Raskolnikov no existió en la vida real, pero su historia sirve para comprender, o para predecir, qué pasaría si –a muy grandes rasgos– nos creyéramos exonerados del mal y matáramos a dos personas con un hacha. Dostoyevski no narra en Crimen y castigo la desgracia de Raskolnikov, sino aquella que podría caer sobre nosotros –la humanidad– si cometiéramos los errores de su personaje.

Leer La traducción del mundo, de Juan Gabriel Vásquez, fue como si alguien reformulara mis preguntas y las contestara con sustento. El libro transcribe las conferencias de la cátedra Weidenfeld de Literatura Europea Comparada, que Vásquez dictó en Oxford el año pasado. Los cuatro textos que componen el libro son una defensa de la ficción. Puede que a muchos apasionados de la literatura les pase lo mismo que a mí: en cada página te encuentras con ideas que alguna vez tuviste (o casi tuviste, o apenas sospechaste), pero que no sabías desentrañar. Eso no le quita originalidad al libro; mucho menos valor. Es emocionante descubrir un texto que toque con tanta precisión temas que a la mayoría se nos escapan de las manos.

El primer capítulo es quizás el que más vincula el arte de la novela con la disyuntiva cultural actual. En él, Vásquez arremete contra la idea de la ‘apropiación cultural’. La ficción es siempre un acto de apropiación. Lazarillo de Tormes, tal vez la primera novela, está escrita en primera persona, en forma de carta, supuestamente por un campesino de bajos recursos, pero en realidad por un autor con formación académica. La novela no pretende degradar al Lazarillo. Lo contrario: nace de una creciente curiosidad por la vida ajena, por esas identidades efímeras que antes no eran dignas de ser retratadas en el arte. Es la manifestación de un interés por la humanidad más allá de los reyes, las guerras y los documentos históricos.

Ahí está el valor de la novela: en investigar la vida del otro, en comprender el mundo desde una perspectiva íntima y secreta. Vásquez cita a Kundera, que dice lo siguiente: “La sociedad occidental se suele presentar como la sociedad de los derechos del hombre, pero antes de que un hombre tuviera derechos, se tenía que construir como individuo y ser considerado como individuo; y eso no hubiera podido pasar sin la larga experiencia de las artes europeas, y en particular el arte de la novela, que enseña al lector a sentir curiosidad por los otros y a tratar de comprender verdades distintas de la suya propia”. Limitar ese voyerismo interpersonal, como lo llama Zadie Smith, es ponerle un límite a nuestra capacidad imaginativa, a cuánto aprendemos del mundo, cuánto comprendemos al ser humano y por ende a nosotros mismos.

Sin ese voyerismo, sin adoptar el punto de vista ajeno, no habría visto la luz El viejo y el mar, donde Hemingway, estadounidense blanquiñoso, narra la experiencia de Santiago, un pescador cubano. A Faulkner se le hubiera complicado la escritura de Luz de agosto, pues una de las características más relevantes Christmas, personaje principal, es que su padre era negro. Tampoco existiría La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, una de las novelas peruanas más importantes del siglo pasado, que observa el choque cultural que existe en Lima: el pluralismo, sí, pero también el racismo, la violencia, la desigualdad.

Por otro lado, ir en contra del alarmismo de la llamada apropiación cultural no significa dar rienda suelta a que cualquier persona, simplemente por tener ganas de hacerlo, se ponga a escribir sobre una cultura ajena, sobre un tiempo que no es el suyo o una realidad que desconoce. Hemingway vivía en Cuba y conocía muy bien la pesca cuando escribió El viejo y el mar. Faulkner pasó casi la vida entera en el sur profundo de Estados Unidos y conocía sus dilemas. Vargas Llosa estudió dos años en el Colegio Militar Leoncio Prado, de los que manó La ciudad y los perros. Ninguno escribía desde la ignorancia.

Pero a veces no es posible vivir una realidad para escribirla. Margarite Yourcenar, por supuesto, no vivió en Roma durante el primer siglo AD. Sin embargo, escribió Memorias de Adriano. Yourcenar llama “magia simpática” a eso de colarse en la mente de otro y contar la historia desde un punto de vista ajeno. “Es un gesto de enorme dificultad”, comenta Vásquez. El fin, según Yourcenar, es “rehacer desde dentro lo que los arqueólogos del siglo XIX hicieron desde fuera”. Es la manera de conocer la historia sin limitarnos a los documentos oficiales. El parte del General puede dar una mirada rápida de lo que sucedió en tal batalla. Pero comprender la guerra como un conjunto de números (muertos y metros ganados o perdidos) es insuficiente.

Viene a mi memoria una escena de la película Sin novedad en el frente (2022), basada en la novela escrita por Erich María Remarque en 1928. Un joven alemán se alista para luchar en la Primera Guerra Mundial. Cuando recoge su uniforme de soldado, descubre en su casaca una etiqueta con otro nombre. Cuando se lo hace notar al supervisor, este arranca la etiqueta y le devuelve la prenda. El número de fallecidos y una descripción histórica de las grandes batallas, las trincheras, el gas mostaza, pueden dar una idea general del infierno que fue esa guerra. Pero solo en la ficción perdura la imagen de un alemán, joven y engañado, usando el uniforme que otro alemán ya usó, que fue cocido para ocultar el hueco de una bala y lavado para quitar las manchas de sangre. Solo las novelas, y en su defecto las películas, conservan las emociones de tal sutileza, y solo a través de esas emociones es que nos acercamos a la realidad del alma humana.

Los cuatro textos de La traducción del mundo alcanzan para llenar un periódico entero de artículos. Cada argumento da para ahondar y dar vueltas infinitamente. Por ejemplo, se habla también de la imprecisión de los documentos históricos, de cómo fluctúa el número oficial de muertos en la masacre de las bananeras. En Cien años de soledad, José Arcadio dice: “Debían ser como tres mil”. El libro se ha leído tanto, que muchas veces esta cifra, inventada por García Márquez, ha sido malinterpretada como real.

Vásquez menciona otra anécdota: en la novela, José Arcadio es testigo de la masacre, y, sin embargo, nadie cree en su testimonio. La conclusión oficial, la que los medios difunden y los políticos defienden, es que no hubo ningún muerto. Bueno, hace pocos años, una congresista colombiana se atrevió a decir que la masacre de las bananeras, la de la vida real, no sucedió, que fue un invento de “la narrativa comunista”. Por el final de La traducción del mundo, Vásquez argumenta que la realidad misma está construida por ficciones. “Hay una red de ficciones que constituye los fundamentos mismos de la sociedad”, dice. La de la congresista es una de tantas ficciones. La de García Márquez y el número exagerado de muertos que inventó, otra. Y lo de adivinar que a José Arcadio le negarían lo que él mismo vio, una predicción acertada.

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[DETECTIVE SALVAJE] La obra y vida de Roberto Bolaño late en cada rincón de su prosa. El ojo Silva, un cuento del libro Putas asesinas, comienza con las siguientes líneas: “Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia, aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.” Bolaño nació en el 53. Veinte años después Salvador Allende se quitaba la vida antes de que los militares, comandados por Pinochet, entraran a la casa de gobierno.

Esas líneas casi son un resumen de la obra de Bolaño, que no se puede resumir, por ser tan vasta y tener un lado oculto que crece con cada releída. La violencia está en sus cuentos y novelas, pero muchas veces es difícil señalarla, determinar su fuente o su propósito; es como un dedo que baja del cielo y se entretiene forjando el caos, para luego desaparecer sin dar explicaciones.

El ojo Silva se vuelve cada vez más representativo. El narrador es chileno, pero se mudó a México, como hizo la familia del autor cuando él tenía quince años. Bolaño conoció la dictadura de Pinochet porque visitaba Chile cuando se dio el golpe. El régimen, que en un acto de venganza ejecutó a poetas y artistas de izquierda como Víctor Jara, lo encarceló por ocho días. Bolaño, que también vivió en España, se considera a sí mismo ciudadano de una patria inventada, o, mejor dicho, una que abarca todas las que han sido su patria: extrangilandia. Es difícil situarlo en chile, pues ha escrito tanto sobre Mexico y España; es difícil situarlo en México porque es chileno y es imposible imaginarlo español, porque es latino como el Boom, que lo precedió, como las dictaduras y como la incertidumbre de la que escribe.

En México, el narrador del cuento conoce al Ojo, cuya migración ha sido la misma, con escala en Argentina, que fraguaba su propia dictadura. El Ojo trabajaba en la redacción de un periódico, el narrador no recuerda cual, y se sospechaba que era homosexual. “En los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia, y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.” Así dice el cuento, y no es la única vez que Bolaño critica a la izquierda, por la que simpatizaba sin fanatismo ciego. Cuando el Ojo finalmente le confiesa al narrador su homosexualidad, añade que “había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales.”

El Ojo se marchó de México. Lo habían contratado en una agencia de fotógrafos en París. Se fue sin despedirse y el narrador pasó años sin verlo. Esos años se resumen en pocas líneas, pero en la vida de Bolaño, los sucesos abundan desde que fue un joven poeta infrarrealista en México hasta ser un escritor hecho y derecho en Europa, a donde llegó por primera vez en 1997. Antes de llegar a Barcelona, la describió como una mugre de ciudad, pero al conocerla quedó encantado. Ahí se reunían los autores del Boom, Vargas Llosa, García Márquez, y el ambiente tras el fin del franquismo era esperanzador. En Cataluña fue pobre, pero aprendió a no avergonzarse por eso. “Poeta y vago”, se describía a sí mismo, aunque trabajaba como loco para sobrevivir.

A la madre de sus hijos la conoció en Gerona. Cuando llegó a Blanes, su situación no mejoró. Su pobreza era tal y su higiene tan precaria, que empezó a perder los dientes. En todo ese proceso, en su tiempo en España, tan cerca de los libros, de las editoriales y de los futuros nóbeles, aguantó rechazo tras rechazo. Su poema Mi carrera literaria, de 1990, comienza así: “Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik, Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los lectores”. Tan imposible parecía ser un escritor reconocido, que cuando finalmente alcanzó la distinción, le dijo a su amigo Rodrigo Fresán que todo lo que había ocurrido en los últimos años era un sueño. Fresán protestó, pues si eso era cierto, entonces él no era real, sino un personaje de Roberto Bolaño. Bolaño contestó: “Podría ser peor. Podrías ser un personaje de Isabel Allende”.

Al Ojo volvió a verlo en Berlín. El narrador visitaba la ciudad para dar una conferencia y vio a su viejo amigo sentado en la banca de una plaza. No lo reconoció hasta que se introdujo: “Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír”.

El Ojo se había mudado a Berlín y conocía los bares que abrían la noche entera. Ahí conversaron hasta el amanecer. Entonces aparece la firma que Bolaño garabatea en el rincón de toda obra suya: en un plano de absoluto realismo y cotidianidad se abre una grieta. El Ojo Silva empieza a contarle al narrador sobre un viaje que hizo a la India. Lo habían contratado para fotografiar un “barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca”.

Al comienzo, el reportaje parecía uno más sobre un tema exótico. El Ojo visitaba los burdeles, tomaba fotos, conversaba con las prostitutas, “algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas”.

Una tarde, uno de los chulos lo invitó a “tener relación carnal con una de las putas”. El Ojo declinó y su homosexualidad quedó en evidencia. La noche siguiente, el chulo “lo llevó a un burdel de jóvenes maricas”. El Ojo volvió a rechazar el ofrecimiento y el chulo lo llevó a un tercer local, “una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, tanto en tanto, un altar o un oratorio.”

Entonces el Ojo se salió, aparentemente, de su historia, y se puso a contar una historia paralela. “Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando al suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo”. En resumen, el ritual es así: eligen a un niño, lo castran, y por la duración de las fiestas encarna al dios. Es colmado de regalos, que la familia recibe. Pero cuando la celebración ha acabado, el niño vuelve a la pobreza de la que vino. Peor aún: los padres ya no lo aceptan por estar castrado. Entonces, la mayoría de los niños que, por semanas, meses, quizás un año, fueron dioses, son enviados a burdeles.

Ahí lo llevaron al Ojo Silva, a uno de esos burdeles. Él hablaba y el narrador escuchaba, solos en una plaza berlinesa, pero el Ojo parecía aún ver al niño castrado que le trajeron. La ironía es evidente: el Ojo estaba en lo más alto de su carrera, era suyo el trabajo soñado de ser un fotógrafo afincado en París, y de la nada, del puro azar, todo se quiebra. Lo mismo pasó con Bolaño: cuando empezaba a conocer el éxito literario fue diagnosticado con una enfermedad hepática que lo mataría en once años.

Tener el tiempo contado lo motivó a escribir empedernidamente y a toda velocidad. Entre 1993 y 2002 escribió ocho novelas, entre las que destaca Los detectives salvajes, que ganó el premio Herralde y el Rómulo Gallegos. Póstumamente, en el 2004, publicaría 2666, otra obra de gran magnitud. Los dos libros de cuentos que publicó en vida fueron Llamadas telefónicas y Putas asesinas.

El Ojo Silva tiene un final triste. Trágico, escalofriante, de alguna forma reivindicador, pero por encima de todo, triste. Lo fue también la muerte del autor que, después del Boom, dio un repunte a la literatura Latinoamericana; el que comenzó una ola que hasta hoy muchos montan. En abril de este año se cumplieron 70 años de su nacimiento, y en julio, 20 de su muerte. Si no alcanzaba el éxito, Bolaño hubiera seguido escribiendo hasta que terminaran de caérsele los dientes. Si estuviera vivo hoy, si viviera para siempre, hasta el final escribiría. El poema Mi carrera literaria continúa así:

Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro

para verme a mí mismo:

como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.

Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.

Escribiendo con mi hijo en las rodillas.

Escribiendo hasta que cae la noche

con un estruendo de los mil demonios.

Los demonios que han de llevarme al infierno,

pero escribiendo.

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