La proliferación de partidos políticos en el Perú, lejos de reflejar signos de salud democrática, ha convertido al país en una patética sátira de la representación ciudadana. Un proceso que, en su forma ideal, es serio y selectivo, ha sido suprimido por el fraude y la falsificación. No estamos ante un caso aislado sino ante una práctica sistemática (Reniec calcula que hay por lo menos 300 mil firmas falsificadas). No es sinootro ejemplo de la decrepitud moral de nuestra clase política, de cuán descarada es en su disposición de socavar las reglas y cuán despreciable es en la forma abusiva en que se comporta.

No estamos solo ante una ofensa legal, sino frente a uno de los golpes más destructivos que el ya limitado nivel de confianza en la democracia ha recibido en mucho tiempo. Fruto de mentiras, estas creaciones no pueden ser actores de algo estable, y mucho menos de los ciudadanos cuyos intereses pretenden representar. Nacen comonegocios familiares, máquinas clientelistas o herramientas de poder circunstanciales, sin ideología, sin programa, sin escrúpulos.

El Jurado Nacional de Elecciones debe tener el coraje de dejar atrás las investigaciones pusilánimes, o sanciones referenciales solo para dramatizar, y hacer una limpieza radical en el registro de organizaciones políticas. No es solo justo, sino necesario borrar la inscripción de partidos que han mentido desde el principio. Es un paso higiénico, profiláctico, que traería un poco de dignidad al espacio político y también tendría el efecto saludable de disminuir la fragmentación caótica que ha que gobernar, legislar o incluso debatir de una manera coherenteen el futuro próximo sea casi imposible.

En una democracia saludable, los partidos existen para ser vehículos de ideas, no espacios para oportunistas o, peor aún, franquicias de unnegocio electoral. Estaremos atrapados en esta grotesca tragicomedia hasta que actuemos en consecuencia; no podemos permitir que aquellos con la menor fe política sean, paradójicamente, los que más se beneficien.

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[PIE DERECHO] La denuncia hecha por el programa de televisión Punto Final sobre las más de 4,000 firmas falsas presentadas por el partido Primero la Gente no es más que otro capítulo de esa larga y angustiosa novela llamada corrupción en la política en el Perú.

Que un nuevo partido, que busca establecerse en la vida democrática, comience su camino con mentiras, falsificación y fraude no solo indica la baja estima que algunos de nuestros políticos tienen por la democracia, sino que también subraya un hecho trágico: para muchos en nuestro país, la política no es una misión de servicio al pueblo, sino una puerta fácil al negocio y al saqueo.

La democracia, para funcionar, necesita una ciudadanía activa y participativa y partidos reales arraigados en la sociedad, y no construcciones de papel basadas en el engaño y el fraude. Si esto es así —y todas las señales sugieren que lo es— y que sin estas firmas fraudulentas Primero la Gente no habría cumplido con el número requerido para su inscripción, entonces más allá de investigar ese cúmulo de firmas hasta el fondo, el Jurado Nacional de Elecciones debería tomar medidas en toda la extensión de la ley. Una pequeña multa o una amonestación no serían suficientes: la única respuesta adecuada sería cancelar la inscripción del partido e inhabilitar a sus dirigentes responsables.

De lo contrario, se enviaría el peor mensaje a los ciudadanos, que en el Perú la corrupción paga, el delito electoral es tolerado mientras no se vuelva escandalosamente grande y sucio, y que todo es negociable en el desagradable bazar del poder.

Es tan frágil nuestra democracia que se debe luchar por ella, por cualquier medio necesario. Necesitamos sacar a los corruptores de allí sin condiciones. Entonces, y solo entonces, florecerá en el Perú una noble política digna del nombre, arraigada en la verdad, la ley y el respeto por los ciudadanos.

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Si la derecha liberal quiere tener algún futuro político en el pantano en que se ha convertido el Perú contemporáneo, necesita tener presente una verdad elemental: basta de proponer tan solo la lucha contra el Estado y la defensa de la libertad de mercado; debe, por fin, capturar el imaginario social y convertirse en la voz disidente respecto de un orden que humilla a la ciudadanía.

El problema, en resumen, es que en el Perú ahora estamos experimentando el rostro deforme y repugnante de una derecha sin valores, de la derecha al estilo Boluarte, ese rostro feo, enjuto y venal cuyo grito político es solo uno: sobrevivir, cueste lo que cueste.

Para forjar una derecha liberal disruptiva, tendremos que escapar de este estado de estancamiento prevaleciente. Debe decir, sin eufemismos, que Boluarte no es liberal ni es una persona sensata de derecha; ella es simplemente una superviviente del naufragio castillista, un caso adicional de la mediocridad generalizada que ha estado devorando nuestras instituciones desde hace décadas. Construir la narrativa de que su administración es, de alguna manera, un cierto orden liberal no solo sería un error, es un harakiri moral.

Lo que es necesario es una historia difícil y valiente capaz de convertir la defensa de la libertad individual, el libre mercado y el estado de derecho en una forma de insubordinación cívica.

Los liberales no deberían dudar ni un momento en llamar a esto como lo que es: mercantilismo corporativo — el uso de intereses comerciales poderosos y bien conectados que se alimentan del erario público, y el uso de una clase política corrupta que ha estado trepando como hiedra sobre el Congreso — eso es todo lo que es.

Deben dirigirse a la gente en un lenguaje que la gente entienda: claro, apasionado, incluso enojado. La defensa de la libertad no se puede hacer en modo tecnocrático, el argumento tiene que ser épico. Los corazones no se ganan con hojas de cálculo en Excel.

La tarea de la derecha liberal no podría ser más clara: ser la fuerza auténtica para el cambio, abogando por un Perú moderno y abierto — no podemos olvidar, por un Perú libre. Desvincularse del populismo de izquierda y derecha actual.

Y para hacerlo, necesita superar su miedo al descontento, su miedo a ser opositora, su miedo, en el sentido más elevado y hermoso de esa palabra, a ser disruptiva y radicalmente revolucionaria.

En el Perú de hoy, la centroderecha es algo así como un fantasma: está ahí, pero no está presente. Su silencio, su timidez, su miedo casi patológico a participar públicamente la hace irrelevante.

Con muy pocas excepciones, sus miembros tienden a susurrar entre bambalinas en lugar de pronunciarse con declaraciones públicas firmes. Y aún así, deben saber que, en política, el silencio es rendirse.

Frente a una extrema derecha que ha monopolizado el lenguaje de la indignación y una izquierda radical para quien la protesta se aproxima a una forma de arte, ahí está, impotente: la centroderecha, callada, calculadora. Esa moderación tibia y sin pasión no despierta.

El público no anhela esfinges que respeten códigos discretos de conducta privada; anhela líderes que puedan encontrar las coordenadas éticas de la vida pública, incluso desde un punto de vista centrista. Se puede ser un centrista con la pasión de un radical, defendiendo los valores liberales mientras otros proclaman las utopías poco prácticas que tienen en mente.

La centroderecha peruana resulta ser un drama más moral que estratégico. Es el miedo al riesgo, al debate, a la impopularidad transitoria que es el precio a pagar por defender la democracia liberal en una época de populismo demagógico.

Pero aquellos que no están dispuestos a luchar por esa visión del mundo al final serán avasallados por las visiones de otros. Si no se deshace de este perfil bajo, de su moderación política, la centroderecha terminará devorada, primero por el extremismo conservador que promete orden a toda costa, y luego por el populismo de izquierda que promete redención sin sacrificio.

En un país que necesita volverse más sensato,pero también más valiente, la centroderecha debería resurgir como una opción disruptiva: de valores firmes, soluciones creativas, comunicación audaz. Ya no basta con tener la razón; hay que saber defender la propia verdad en el foro público, empuñar palabras vivas, un espíritu combativo.

Lo que el Perú no necesita es otro silencio cómplice; necesita voces valientes que, bien posicionadas desde el centro, arriesguen el presente.

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Centro derecha peruana, Sudaca, Sudaka

[PIE DERECHO] El rechazo del Congreso al viaje de la presidenta Dina Boluarte para asistir al funeral del papa Francisco —una acción simbólica y diplomática, pero no una cuestión de urgencia nacional— fue una rara, pero saludable muestra de sensibilidad en la vida política de un país acostumbrado durante mucho tiempo a la pretensión vacía y el ritual.

No es que el Perú no deba rendir homenaje a Francisco: ¿quién no respeta al Sumo Pontífice, venerado por millones?; pero hoy más que nunca debemos decir que nuestro país está ardiendo en una crisis de seguridad y descrédito institucional que requiere que la más alta autoridad esté completamente presente en nuestra tierra.

Es grotesco, tal vez incluso patético, que mientras sicarios siembran el terror en calles que ya no son de ciudadanos sino de bandas criminales; mientras el Estado retrocede con marchas incansables mediante el avance del narcotráfico y la extorsión, la presidenta haya insistido en hacer un viaje que responde más a un impulso protocolar —y a la vanidad de estrechar manos entre jefes de gobierno durante funerales de Estado— que a una necesidad efectiva de representación.

Ningún gesto traiciona la frivolidad palaciega tanto como esta solicitud de una escapada disfrazada de diplomacia.

Las condiciones en el panorama político peruano son históricamente propicias para la comedia, la mascarada y el autoengaño institucional. Pero nunca, tal vez, ha sido tan necesario arrancarles su oropel, su pose, su inercia cortesana. La realidad de la situación necesita un presidente que gobierne, no que desfile. Que lidere con seguridad desde Palacio, no utilizando el cargo como excusa para turismo diplomático.

Debemos poner fin a este sinsentido vertiginoso, no por crueldad o cálculo político miserable, sino porque el país está sangrando. Que la muerte del Papa sea una ocasión para considerar la importancia de un liderazgo sobrio y comprometido, un liderazgo que se dirija al aquí y al ahora. Porque el Perú no necesita hoy un presidente que rinda honores desde lejos, sino uno que ordene acá, en medio de su patria desolada.

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El Vaticano, Papa Francisco

[OPINIÓN] Según la última encuesta de Ipsos, el 37% de los votantes peruanos hoy elegiría a Pedro Castillo como senador y el 15% a Antauro Humala, dos figuras extremadamente desafortunadas que, ahora más que nunca, exponen esa parte de la sociedad que no ha aprendido nada a lo largo del camino.

Este impulso no surge solo de la ignorancia ni emerge de una memoria histórica corta, aunque esto es un deporte nacional. Es el cóctel tóxico de desesperación y agravio social, y un sentido vacío de justicia, un cóctel envenenado que destruye por completo el sentido común de la democracia.

Pedro Castillo fue un presidente signado por una total ineptitud y desdén por los valores más inalienables de la vida republicana. Gobernó como un bandido, como si el Estado fuera un botín. El hecho de que una gran parte del electorado actual lo perciba al menos con indulgencia advierte de una peligrosa disposición a ignorar la evidencia en la búsqueda de un espejismo populista.

Antauro Humala, en contraste, no es solo un soldado envejecido con creencias repugnantes y un pasado violento. Es la historia de un ideólogo del resentimiento, un príncipe despiadado que ha sabido bailar con la ira de las facciones pobres y marginadas que saben —y en algunos casos creen con razón— que la república nunca fue realmente suya. Su radicalismo es una especie de reaccionarismo desesperado, la última defensa de personas que no creen en nada ni en nadie excepto a través de la destrucción de un sistema.

El apoyo a estas figuras no es una aberración; es un síntoma. Hay que entenderlo así. La democracia peruana ha decaído hasta convertirse en algo tan poco atractivo, que el autoritarismo y la demagogia parecen magnéticos para muchos. Es un espejo en el que una nación consideraría sus extremos como sus salvavidas, en la cual los fantasmas del pasado se convierten en opciones de futuro.

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Las tendencias emergentes en la encuesta más reciente de Ipsos — Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y, de forma algo sorprendente, el comediante Carlos Álvarez — son síntomas de lo que la sociedad peruana sufre más que de otra cosa: miedo. La inseguridad ha sangrado en las calles, en los hogares y ha trastornado la vida cotidiana de millones.

Cualquiera que haya intentado asegurar algo en un entorno turbulento sabe que la gente anhela estabilidad, aun cuando el orden no tiene por qué tomar la forma de autoritarismo, populismo de derecha, demagogia digna de una caricatura. Pero un votante tan desencantado quiere redención y la descubre —incorrectamente— entre quienes prometen una mano dura.

El Perú no es el primer país seducido por el autoritarismo al borde del abismo. A un nivel más profundo, esta preferencia no es una posición ideológica, sino una desesperación crónica.

La democracia se ha convertido en una palabra sin sentido, y a los ojos de la mayoría el término significa una situación de corrupción, mala gestión y promesas incumplidas que se extienden por décadas. En este mundo polarizado, estos candidatos, avatares de una derecha a veces estridente, a veces mesiánica, resuenan profundamente entre un pueblo que ahora cree en poco más que en sí mismo.

Pero hay un hecho que cambia el panorama: muchos votantes indecisos. Esta masa todavía está silenciosa y caótica, aún no ha hablado y tiene una memoria peligrosa: la actitud antisistema. En el sentido general, es solo aventurerismo destructivo consistente con lo que ya conocíamos —y sufrimos— cuando Pedro Castillo estaba en el poder.

La izquierda puede estar preparada para recuperar terreno con una contraofensiva agresiva, y hordas de votantes indecisos inclinándose una vez más hacia alguna encarnación del siglo XXI de un mesías pantanoso de izquierda o, peor, un gran oportunista sin verdaderas creencias dispuesto a arrojar todo por el proverbial desagüe (baste mencionar que un 37% de peruanos -según la propia Ipsos- votaría por Castillo si postulase al Senado).

Estamos en las garras de un repugnante interregno. Atrapado entre una derecha radical y un populismo antisistema, el Perú está listo para repetir su propia historia una vez más.

O reconstituimos una alternativa legítima, liberal y progresista en el mejor sentido del término, o la barbarie tomará el control de nuevo, con una biblia o con una hoz y un martillo, como tantas veces antes.

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La historia de la sucesión del papa Francisco es un misterio que, como en todos los grandes dramas eclesiásticos, tiene dimensiones históricas. De alguna manera, Jorge Mario Bergoglio ha sido un papa poco probable: un jesuita con el corazón de un franciscano, un reformador, pero no un hereje, intentando sacar a la Iglesia de la burocracia legal sin despojarla de su arquitectura milenaria.

Su sucesor no será elegido por un proceso burocrático, sino mediante un concurso simbólico por el alma de la iglesia.

Pero si seguimos las tendencias del mundo —un mundo que parece sumergirse aún más profundamente en trincheras ideológicas, nacionalismos resentidos y religiosidad autoritaria— podríamos concluir que el próximo papa provendrá del ala conservadora del Colegio Cardenalicio. No sería una sorpresa si algo así ocurriese, que algún cardenal africano o clérigo de Europa del Este, inmerso en una clase de dureza teológica y una visión más militante del cristianismo, tomara posesión del asiento de Pedro.

La Iglesia podría ir por ese camino también, como parte de un movimiento general hacia la derecha, un miedo a la libertad, un temor a las diferencias culturales, un miedo a la autoexpresión, aunque empaquetado con orden.

¿Qué significaría ese cambio? Un papa moviendo el diálogo con las otras religiones a una ritualización estéril de los muertos y a un fariseo barniz lleno de protocolo, dejando de lado a quienes causan fricción, y llevando a la Iglesia de vuelta a una identidad cerrada.

Esa sería una Iglesia como fortaleza, no como hospital de campaña. El resultado probable sería un aumento de los fieles más tradicionalistas… y tal vez una decepción irreversible para millones que vieron en ella un soplo de aire fresco.

La ironía es casi literaria: una Iglesia incapaz de cambiar corre el riesgo de perder su mañana. Pero ninguna institución es tan impredecible como el Vaticano. Entre el púrpura y la oración, entre la política vaticana y el misterio de la fe, todo y cualquier cosa es posible.

O, en una ficción que rivalizaría con las mejores novelas, tal vez sea el próximo papa una figura inesperada, introduciendo un nuevo giro en esta antigua historia de salvación, autoridad y vulnerabilidad humana.

Nombrar al inefable exministro del Interior, Juan José Santiváñez, como jefe de la Oficina General de Monitoreo Intergubernamental, es una decisión política absurda, que roza lo tragicómico. Revela el nivel de degradación institucional que es responsable de la corrosión del Perú.

Este nombramiento no sólo es un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, sino que también socava aún más la autoridad ya desgastada del primer ministro, Gustavo Adrianzén, quien hasta ahora había ocupado un puesto de tecnocratismo racional almidonado.

¿Qué experiencia podría tener Santiváñez para un trabajo tan sensible y estratégico como articular niveles de gobierno? ¿No es ese un trabajo que cae bajo el ámbito de la PCM y está directamente debajo del primer ministro? La mera existencia de esta oficina muestra la lógica clientelista del poder político más que una preocupación real por la gestión del Estado. En un entorno donde el diálogo, la coordinación y la visión estratégica son cruciales, designar a Santiváñez para tal oficina es como poner a un pirómano a cargo de un bosque.

Y esta decisión demuestra que el gobierno no tiene reparos en sacrificar su propia credibilidad en el altar de la política. Adrianzén, quien caminaba una línea fina entre la politiquería y la tecnocracia, ahora sufre las consecuencias de una sombra que lo acecha. No se puede simplemente decir que «el cargo es técnico», cuando el personaje ha mostrado una torpeza desalentadora frente al desafío más acuciante que enfrenta el país en este momento: el crimen.

El Perú no necesita más oficinas ni más burócratas manipuladores de papeles. Necesita una reforma profunda, honestidad y valentía. Y con cada uno de estos nombramientos, nos alejamos aún más de la República con la que soñamos. Duele que en un país que tuvo otras páginas memorables de valentía y decencia, los ineptos sean recompensados como si fueran merecedores de honores.

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