Importantes declaraciones del canciller Elmer Schialer en el sentido de haber reafirmado ante los miembros de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con quienes sostuvo una reciente reunión, que el Perú ratifica su permanencia en el sistema.

El Perú, como nación democrática, debe permanecer en el sistema interamericano de derechos humanos, pues en ello radica no solo su responsabilidad moral, sino también su estabilidad política e internacional. La pertenencia a este sistema es una garantía de que las conquistas democráticas, logradas con tanto esfuerzo, no se vean relegadas por la tentación de autoritarismos disfrazados de populismo. Es, ante todo, una afirmación de que los derechos fundamentales de las personas, como la libertad, la justicia y la igualdad, son principios irrenunciables que deben prevalecer ante cualquier contingencia.

Este sistema internacional no es una entelequia, sino un entramado de derechos que permite a los ciudadanos de cualquier país de América Latina recurrir a instancias supranacionales cuando las leyes internas se ven contaminadas por la corrupción o la arbitrariedad. De esta manera, el Perú protege su imagen ante el mundo y se coloca del lado de aquellos países que han entendido que la democracia solo es legítima cuando está subordinada al respeto por la dignidad humana.

El mantenerse dentro de este sistema es, por tanto, una cuestión estratégica. No solo implica un compromiso con los derechos humanos, sino también una herramienta de defensa frente a posibles vulneraciones que pudieran ocurrir dentro del propio país. En tiempos de incertidumbre, como los que se viven en la región, el sistema interamericano se convierte en un refugio para las víctimas de abusos, mientras que su salida sería vista como un retroceso peligroso en el camino de una nación que aspira a consolidar su democracia y ser un ejemplo de convivencia pacífica y respeto a los derechos de todos.

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CIDH, derechos humanos, Elmer Schialer

El 2026 el Perú atravesará una disyuntiva crítica. U optamos por el camino de la reintroducción por la senda del desarrollo o nos conducimos al abismo autoritario sin límites. Es responsabilidad de sus élites políticas saber a qué atenerse en la perspectiva de los cinco años venideros y no volver a desperdiciar una oportunidad que podría ser la última en décadas si fracasamos.

En ese sentido, instaurar el capitalismo democrático en el Perú es una necesidad urgente y no negociable. La historia del país ha sido testigo de sistemas políticos y económicos que han fracasado rotundamente en promover el bienestar de la mayoría. Desde la opresión de las élites coloniales hasta los experimentos fallidos con el socialismo y el populismo, el Perú ha padecido bajo estructuras económicas que han perpetuado la pobreza y la desigualdad. El capitalismo democrático, con su promesa de libertad económica, movilidad social y respeto por los derechos individuales, es la única vía realista para romper con este ciclo de estancamiento y desesperanza.

El capitalismo, lejos de ser un sistema que favorece a unos pocos, es la fuerza que impulsa la creación de riqueza, la innovación y el desarrollo. En una democracia, la competencia y la iniciativa privada no son amenazas, sino los motores de una economía dinámica que genera empleo y distribuye las oportunidades de manera más equitativa. La adopción de un modelo capitalista, respaldado por instituciones democráticas sólidas, garantizaría no solo una mayor prosperidad material, sino también un entorno en el que los ciudadanos pudieran expresar sus opiniones, elegir a sus representantes y participar en la toma de decisiones que afectan su vida.

El Perú, con su vasta riqueza natural y un pueblo joven y vibrante, tiene las condiciones para despegar hacia un futuro de progreso, pero esto solo será posible si abrazamos el capitalismo democrático. Las alternativas que algunos promueven, como el socialismo del siglo XXI o las viejas recetas populistas, solo nos conducirán a la decadencia. El momento de optar por la democracia plena y el capitalismo como vehículo de bienestar es ahora, si no queremos que el país siga perdiendo su oportunidad de ser una nación próspera y moderna.

 

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Democracia, elecciones 2026, Sudaca

Víctor Andrés García Belaunde señala en entrevista de hoy en La República que nunca havisto un Parlamento tan deteriorado, tan poca cosa, tan de bajo nivel como el actual. Y, además,con tanta influencia del dinero y del poder oscuro.

Un Congreso como el peruano, sumido en el desprestigio, es un agujero negro que corroe la democracia y las instituciones del país. Lo que debería ser el pilar de la representación popular se ha convertido en una máquina de intereses mezquinos, donde los valores republicanos se sacrifican en el altar de la política clientelista.

Al igual que una enfermedad que se extiende lentamente, el descrédito de los congresistas afecta a toda la sociedad, minando la confianza en el sistema y desvirtuando el sentido de la política como un ejercicio de servicio público.

Cuando un Congreso actúa como el que tenemosen el Perú, no solo el futuro de las leyes y las reformas se ven comprometidos, sino que, además, la noción misma de la democracia comienza a tambalear. El cinismo y la corrupción de muchos de sus miembros ahogan las voces legítimas del pueblo, creando una desconexión entre el pueblo y sus representantes.

El desprestigio de un Congreso también tiene efectos sobre el orden social. La parálisis legislativa y el constante enredo de disputas internas evitan que se aborden los problemas más urgentes del país: la desigualdad, la pobreza, la inseguridad, la educación y la salud.

Los discursos vacíos y la falta de visión se traducen en un estancamiento profundo que da pie a la frustración social. Lo que se pierde es la capacidad de la política para transformar la realidad, para ofrecer soluciones concretas y mejorar la vida de las personas.

Al final, lo que un Congreso desprestigiado produce es un daño irreversible en el tejido social. La gente se desilusiona, se aparta de la política y termina percibiendo la democracia como un juego vacío, donde los intereses personales prevalecen sobre el bien común. Y es ahí, en esa desconfianza generalizada, donde germinan los peligros más grandes para la estabilidad y el progreso de cualquier nación. El populismo autoritario que crece, tanto en la izquierda como en la derecha, es producto, en gran medida, de la ilegitimidad del Legislativo actual.

La del estribo: extraordinario libro Las uvas de la ira, de John Steinbeck, premio Nobel de Literatura en 1962, cortesía del club del libro de Alonso Cueto. Pensar que cuando ganó el Nobel fue duramente cuestionado y hasta el New York Times señaló que se lo habían dado a un escritor con una filosofía de décimo nivel. El tiempo, al final, les quitó fundamentos y su obra fue ganando la relevancia que hoy tiene.

En el Perú, de cara a las elecciones del 2026, es imperativo que la centroderecha se una. La fragmentación de fuerzas en el espectro político derecho ha sido la causa de continuos fracasos en las últimas contiendas. La historia del país, marcada por el colapso de gobiernos que no lograron consolidar un proyecto de nación, exige que las fuerzas democráticas de centroderecha se agrupen, dejando atrás disputas internas que solo benefician a los radicalismos.

La amenaza populista, esa sombra que avanza con promesas de soluciones fáciles a los problemas complejos, es el principal reto. En los últimos años, la izquierda radical ha logrado capitalizar el descontento popular, imponiendo un discurso que apela a los sentimientos y no a la razón. Solo una centroderecha sólida, cohesionada y capaz de articular una visión de futuro clara, podrá ofrecer una alternativa viable frente a esa marea de demagogia.

Lo mismo sucede respecto del fujimorismo y la derecha radical, dos fuerzas que abrevan del miedo a la inseguridad ciudadana y que apelarán, qué duda cabe, al populismo punitivo como herramienta de convicción ciudadana.

Ya la fragmentación en las elecciones pasadas permitió que los más extremistas se beneficien de un sistema electoral que favorece la dispersión de votos. Y eran cuatro agrupaciones de derecha, ahora que serán más de treinta el fenómeno se multiplicará. La centroderecha tiene la responsabilidad histórica de evitar que el país siga siendo presa de esta dinámica. El Perú necesita un proyecto que garantice estabilidad política y económica.

El desafío es grande, pero no insuperable. La unidad en la centroderecha es la única manera de frenar el avance de los populismos, de defender los valores democráticos y de ofrecerle al Perú un horizonte de progreso real, sin caer en los cantos de sirena de los que proponen recetas sin fundamento. Una centroderecha unificada es la clave para evitar que el país se deslice hacia la polarización y el caos.

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La centroderecha, Opinión, pie derecho

Todas las encuestas revelan que la ciudadanía está buscando rostros nuevos en la escenografía electoral que se montará para la jornada del 2026.

Hay varios que cumplen ese perfil y otros que salen descalificados por ser ya “tradicionales”. Cartas jugadas son Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Hernando de Soto, César Acuña, Guido Bellido, Aníbal Torres, Verónika Mendoza, Alfredo Barnechea, Martín Vizcarra, Francisco Sagasti. Será difícil que la ciudadanía que busca novedad recale su atención en ellos.

Rostros nuevos hay muchos. De la izquierda destaca Lucio Castro, actual secretario general del Sutep; también Virgilio Acuña, además de muchos desconocidos; de la centroderecha, Jorge Nieto, Carlos Espá, Carlos Álvarez, Phillip Butters, Rafael Belaunde, Carlos Neuhaus, Javier Gonzáles Olaechea, Pedro Guevara, Carlos Anderson, Wolfang Grozzo, entre muchos otros.

En la actual contienda electoral del Perú, la posibilidad de que un candidato nuevo dé la sorpresa no es una mera fantasía, sino una realidad plausible. El panorama político, marcado por la desilusión de un electorado desencantado con las promesas incumplidas de los tradicionales, abre un espacio fértil para propuestas frescas.

Como en el Perú de antaño, los ciclos de corrupción y desesperanza alimentan el fervor por la irrupción de un rostro nuevo que, con un discurso renovador, se erija como una esperanza en medio de la tormenta.

El nuevo candidato, sin las ataduras de los viejos poderes, puede aprovechar la vulnerabilidad de un sistema desgastado, pero debe hacerlo con agudeza. La lucha no es solo por conquistar el voto, sino por robarle la atención de los medios, ganarse la confianza de una ciudadanía que desconfía, y navegar entre las aguas turbulentas de un país profundamente dividido.

Este tipo de ascenso meteórico ha ocurrido en otras latitudes, y en el Perú, un pueblo que, en su historia, ha mostrado un apetito por lo insólito, no parece ajeno a tal sorpresa. Sin embargo, la travesía será ardua y no estará exenta de desafíos, pues la política, siempre cambiante, es un terreno que se reconfigura constantemente.

Si así nomás, con un poco de seguridad en la permanencia de Boluarte y con el ingreso de Salardi al MEF (que no es un macroeconomista de nota sino un buen gestor), la confianza inversora se ha disparado y ya se habla de la posibilidad de crecer este año 4%, imaginemos lo que ocurriría si ingresase a Palacio un gobierno orgánicamente liberal, con cuadros técnicos alineados con ese esquema y un plan agresivo de medidas económicas.

El Perú tiene un potencial de crecimiento enorme. Con un buen gobierno, ni siquiera uno extraordinario, podría llegar a tasas cercanas al 6%, que, esas sí, permitirían la reducción de la pobreza y el desempleo, y las desigualdades, como aconteció durante los gobiernos de Toledo y García, en la primera década del milenio, antes que Humala empezará a revertir el modelo de crecimiento aplicado.

Un gobierno que despliegue un agresivo programa de inversiones privadas, que destrabe valientemente los proyectos mineros congelados, que privatice Petroperú, Sedapal y Córpac, que desregule el sector laboral, que invierta en servicios públicos esenciales, como educación, salud y seguridad, podría transformar el país rápidamente.

Milei y lo que está haciendo en Argentina es un buen ejemplo de las bondades reestructuradoras que puede tener para un país una política liberal. En Argentina se ha cambiado la estructura mental populista y los resultados positivos ya saltan a la vista en muy corto tiempo. El Perú cuenta con la ventaja de que gran parte de ese camino ya lo recorrió y lo único que tiene que hacer es retomarlo.

Con dos periodos de gobierno sucesivos en esa misma perspectiva, el país podría dar vuelta a la página de los riesgos políticos antisistema que rondan permanentemente porque se hizo una parte de la tarea, pero no la otra, la de proveer beneficios a las mayorías populares del país, que es lo que cabe reclamarle a la transición, que desaprovechó la bonanza fiscal para hacerlo (incluidos los mencionados Toledo y García).

La economía le puede jugar una buena pasada al gobierno de Dina Boluarte. Según la última encuesta de Datum, 80% de la ciudadanía considera que su situación este año será mejor y ya los indicadores macroeconómicos apuntalan ese optimismo, sumados al nombramiento de un ministro capaz como Salardi que asegura confianza del sector inversor.

Lo que políticamente no logra, por su falta de capacidad, por la ausencia de políticas públicas, por su fracaso en la lucha contra la delincuencia, por los remanentes de las muertes por las protestas al inicio de su gestión (que enconan al sur andino de modo permanente), por las sombras de corrupción que se ciernen sobre varios sectores de su gobierno (baste ver lo de Qali Warma), la buena marcha económica se lo puede dar.

Hay varias consecuencias políticas de semejante hecho. Primero, se diluirían las posibilidades de que Dina Boluarte sea vacada por el Congreso. No es lo mismo tirarse abajo a una gobernante con 3% de aprobación que a una que tenga 10% por ejemplo (puede crecer a esa tasa si la economía sigue mejorando). Sin necesidad de pagarle a los canales de televisión, como sibilinamente acaba de declarar, Boluarte puede hacerse más visible para la gente de a pie y mejorar sus rangos de aprobación.

Segundo, puede arrastrar en esa mejora aprobatoria al Congreso, su socio político permanente, que hoy se halla enfrascado en escándalo tras escándalo (no pasa un día sin que no aparezca un nuevo motivo de primeras planas contra el Legislativo).

Tercero, mejoraría la performance electoral de los partidos que la soportan, particularmente del fujimorismo y el acuñismo, que ya no cargarían con un lastre tan grande. Ello amplía el margen de opciones electorales para el 2026.

Cuarto, disminuiría el factor de la irritación ciudadana como elemento disruptivo de la jornada electoral venidera, y que alimenta las opciones antisistema, particularmente las radicales de izquierda, que abrevan de la insatisfacción generalizada contra el gobierno y el “pacto de derechas” que la ciudadanía percibe como vigente.

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Encuesta Datum, opinión de Juan Carlos Tafur, pie derecho

La vida política en el país no vive uno de sus mejores momentos. La mediocridad y simplonería del gobierno y la deleznable conducta del Congreso, reducen los márgenes de discusión de políticas públicas o de iniciar debates intensos sobre el quehacer cotidiano.

Pero hay temas sobre los cuales cabe pronunciarse y la centroderecha liberal guarda silencio sepulcral sobre los mismos, salvo muy escasas excepciones. La corrupción en Qali Warma, la presunta red de prostitución en el Congreso, la impunidad de la que gozan los congresistas, el distractor tema de la pena de muerte lanzado por el gobierno, los recientes cambios ministeriales, la permanencia del cuestionado ministro del Interior, la ola delincuencial, las denuncias de pederastia que comprometen a quien fuera la máxima autoridad de la iglesia peruana, la disolución del Sodalicio, las políticas migratorias y comerciales de Trump, las relaciones con China bajo esa perspectiva, etc., son, por ejemplo, temas sobre los que cabría esperar un pronunciamiento político de un sector que debiera ser decisorio en la próxima contienda electoral.

Pero el silencio es sepulcral. No se pronuncian sobre ninguno de esos temas y le dejan la cancha libre a alguien como Rafael López Aliaga, el político más ducho hasta el momento para pronunciarse sobre todo y a toda hora. Por eso crece en las encuestas. Ha pasado de un 33 a un 46% de aprobación, según la última encuesta de Datum y su desaprobación ha caído de 62 a 50%. Es el único líder que hace política y se prodiga en hacerlo aprovechando su tribuna edil.

Se sabe que hay un trabajo interno de la centroderecha por armar planes de gobierno, equipos técnicos, listas congresales y posibles alianzas, pero ninguno de esos factores justifica el silencio político en el que andan sumidos.

Si van a esperar a diciembre para recién empezar a hacer política van muertos, reducidos a varias minicandidaturas sin ninguna posibilidad de alcanzar el protagonismo que ya tienen asegurados el fujimorismo, la izquierda radical y la derecha ultra. La centroderecha liberal arranca de cero y debe construir su camino con antelación si quiere aparecer con expectativas reales de protagonizar la lid definitoria, es decir, pasar a la segunda vuelta. El silencio y el vacío en política son fatales, porque ese espacio lo llena otro y después es casi imposible arrebatarle el terreno conquistado.

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opinión de Juan Carlos Tafur, pie derecho

Según la última encuesta de Datum, un 74% considera que la delincuencia durante la gestión de Juan José Santiváñez como ministro del Interior ha aumentado y 23% que sigue igual, es decir, un 97% considera que no ha mejorado. En esa medida, el 87% considera que el ministro debe renunciar o ser retirado del cargo.

Un ministro del Interior, una figura clave del gobierno, debería renunciar si su aprobación es mínima, si ha perdido la confianza popular y la moral de la ciudadanía se ha visto mermada bajo su gestión. La política, como la vida misma, es una cuestión de legitimidad. Si un ministro no goza del respaldo de los ciudadanos, su autoridad se ve erosionada, no solo por las críticas, sino por la evidencia de que ya no cumple su función esencial: mantener el orden y la seguridad en la sociedad. En una democracia, la legitimidad se encuentra en la conexión directa entre el poder y la voluntad popular, un vínculo que debe renovarse constantemente.

La tarea de quien ocupa el Ministerio del Interior es proteger el orden, promover la paz social, salvaguardar el bienestar colectivo. Pero si las urnas y las encuestas reflejan que la opinión pública lo rechaza, entonces ha fallado en la misión primordial de un servidor público: ser el puente entre el gobierno y el pueblo. La baja aprobación no es solo un número frío; es un termómetro de la desconfianza y el malestar generalizado.

Un líder incapaz de mantener la cohesión social es, en última instancia, un líder vacío, que vive en la ilusión de la eficacia mientras el país se desmorona. Y un ministro cuya labor no es reconocida por la sociedad está destinado a ser solo un espectro de poder, desprovisto de la esencia misma de su rol. En ese sentido, la renuncia es un acto de responsabilidad política, una aceptación de que, cuando el pueblo pierde la fe, el poder pierde su sentido.

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