Crónica

[MIGRANTE AL PASO] Insomnio. Ya han pasado unos meses desde que no dormía una noche. Es algo que viene y va, como una visita inoportuna que nunca avisa cuándo llega ni cuándo se va. En el silencio, con un juego de zombies en la pantalla, como de fondo y a la vez la única luz que ilumina el cenicero y la laptop donde escribo. Todo lo demás, oscuridad. Muchos romantizan el insomnio, pero la verdad es que ahorita estoy a dieta y me muero de hambre. Por mi cabeza solo pasan ideas tentadoras como ir al grifo por un hot dog, es lo único abierto a estas horas. Pensé también en galletas, tal vez algo dulce, pero el grifo no tiene muchas opciones. Este juego es el mismo que jugaba hace 15 años, solo que sacaron una versión remake y cómo no jugarlo. Un viaje al pasado, escribir y una noche larga; no se me ocurre mejor combinación. Tal vez la de un hot dog con mostaza, papas al hilo y una buena Coca Cola helada. Que te guste escribir y comer, eso sí es una mala combinación. Sentado, horas, con mala postura: tal vez una de las maldiciones de escribir. ¿Quién sabe?

¿Qué pensar? Es mejor no hacerlo mucho. Recomendación de alguien experto en dormir poco y a la vez mucho. Me estoy yendo a ver a Oasis, la bíblica banda británica (algunos entenderán la referencia) de los 90. Le dieron la espalda a la moda grunge de Estados Unidos que hablaba de depresión, tristeza y de suicidio. Ellos cantaban himnos de estadio. Live Forever es una de sus canciones icónicas. “They all write bollocks, y’know what I mean, they’re all in pain. Well, my fucking ears are in pain hearing your fucking voice, you twat.” Comentaba Liam Gallagher, uno de los hermanos problemáticos, los rockstars de Manchester. Hace unos años, el otro hermano comentó que dejen de hablar mucho sobre activismo en conciertos, que donen plata y se callen, resumiendo vagamente. Fue criticado. Entré en el dilema de si el arte debe ser político, muchos aseguran fervientemente que tiene que serlo para ser arte. Me parece exagerado, hay arte bueno con o sin política; pienso. A veces solo quiero escribir una escena y nada más.

Hace un rato, antes de escribir este texto, llenaba una hoja de palabras. Un niño que obtuvo la capacidad de hacer magia a cambio de no poder caminar, un guerrero guardaespaldas lo cargaba por todos lados a modo caballito, un padre que lo detestaba por echarle la culpa de la muerte de su esposa, y las aventuras que le esperan al pequeño y su guardaespaldas de pocas palabras. Estas ideas rondaban por el papel. No sé si terminaré la historia o la dejaré de lado, pero sí sé que esa historia no hace referencia a ninguna problemática política actual. Siempre hay problemas humanos, eso es inevitable, pero si es político o no; la verdad no lo sé. Recuerdo cuando le hicieron una pequeña pregunta muy general sobre política a Jaime Bayly. Lo que recuerdo es que dijo que en el aspecto político no se encuentra lo bello de la vida. Tiene sentido, basta con ver a la gente que está involucrada para salir corriendo. Nadie quiere estar metido ahí. Para mí sería desastroso. Me costaría demasiado fingir interés por ciertas causas solo por quedar bien.

En fin, han pasado unas horas y sigo despierto. Recuerdo cuando me pasaba de niño y disfrutaba más de no dormir. Es más silencioso, como comenté, pero ahora se escuchan gritos, bocinas, ambulancias, desde lo lejos. Como si la ciudad se hubiera vuelto más caótica; o, tal vez soy yo quien se ha vuelto más caótico. Pero ya no es como antes, que disfrutaba de películas hasta el amanecer o me creía historias de magia y terror que hacían de mis noches algo mágico. Ahora pienso más que nada en comida, recuerdos o cómo solucionar problemas de la vida cotidiana. A veces me detengo a mirar el techo durante varios minutos sin pensar en nada en concreto. Se siente todo aburrido, como si las horas fueran más lentas, pero los días más cortos. Este tipo de contradicciones sin sentido son las que ahora ocupan el espacio de mi insomnio, cuando antes era paz o diversión.

Pero ya aprendí que es un buen indicador de qué estoy haciendo con mi vida en el momento. Mientras más placentero el insomnio, es porque mejor la estoy pasando, y lo mismo sucede al revés. ¿Qué hago para escapar del letargo? Justamente, escribir sobre cosas que no son políticas. Ya tengo suficiente con ver las noticias cada vez más trágicas de lo que ocurre en el mundo. Y no quiero pasar estas horas solitarias en eso, prefiero escaparme entre fantasías y misterios.

 

[MIGRANTE AL PASO] Salí tranquilo hace un par de días. Iba camino al gimnasio, motivado por generar un cambio en mi propio estilo de vida. He comenzado hace poco. No pasaron más de cinco minutos hasta encontrarme con un caos estresante. Me topé con una pared de carros que no avanzaban. Podía escuchar a la gente renegando y peleándose entre ellos. Probablemente, hace un par de años hubiera dejado que me arruinara el día, pero esta vez pude más. Es cierto que estaba de mal humor, pero no me peleé con nadie, solo me limité a poner música y avanzar. Me sentí frustrado cuando me di cuenta de que no podría seguir con mi nueva rutina ese día. Me demoré un poco más de una hora en ir y regresar unas cuantas cuadras, ida y vuelta. Me puse a pensar en cómo este alboroto se sale de nuestras manos como ciudadanos y solo podemos aceptarlo a regañadientes y retroceder.

Mi caso es una nimiedad al costado de lo que en realidad sucede. No fue más que una experiencia extremadamente reducida de lo que la mayoría de gente vive en el día a día. Aun así, sentía que mi esfuerzo de levantarme temprano para hacer algo que me ayuda a mejorar en todo sentido —no solo físico— había sido en vano. Sentado cómodamente, abrigado y con música, pensaba en lo que deben sentir las personas que todos los días tienen que hacer mucho más y, aun así, regresan a sus casas aplastados por una realidad que solo les da la espalda y, poco a poco, va destruyendo cualquier anhelo de cambio que tengan. Para mí sólo implicó no llegar a hacer ejercicio, pero para muchos que estaban atrapados en el mismo tráfico que yo, implicaba perder un día de trabajo, un día de comida o tal vez más. Eso pasa todos los días en todo el Perú, no solo en Lima.

Imagínense levantarse a las 4 de la madrugada para ir a trabajar, llegar a tu trabajo que se encuentra a horas de distancia solo para encontrar a un jefe que no le importa en lo más mínimo tu situación, que otras personas te miren hacia abajo mientras caminas, recibir mensajes de tu familia contándote cómo tuvieron que pagar con todos sus ahorros a una banda de delincuentes para que no destruyan su pequeño negocio. Que por tu cabeza pasen recuerdos de niñas y niños que veías crecer y desaparecieron de un momento a otro porque los secuestraron. Debe ser insoportable, algo que a cualquiera lo tumbaría por días y lo sumergiría en la resignación total. Sin embargo, las personas siguen trabajando y luchando. Es admirable y, también, muy triste. La gran mayoría de nuestra población vive en esas condiciones.

El otro día se me fue el hambre mientras almorzaba al escuchar que este año han desaparecido aproximadamente 20 niñas por día debido a secuestros, en su mayoría por bandas de trata de personas y de explotación sexual. En simultáneo, me llegaba la noticia de que la presidenta se había subido el sueldo. Parece una broma de mal gusto, pero es la verdad que nos rodea. Si a mí me fastidió y sentí impotencia, imagínense lo que sienten las víctimas directas de estas tragedias. A pesar de todas estas cosas, sigue existiendo gente que no tiene la capacidad de ponerse en los zapatos de otros y minimiza las adversidades que enfrentan las personas, diciendo, por ejemplo, que el problema se da debido a que las personas se quejan mucho por razones alimenticias. Francamente, vivimos en un país de locos, donde hablar antes de pensar es la regla. Donde no importa si tus palabras están insultando a toda una población con tal de cumplir con tu trabajo. Es nauseabundo.

Últimamente, mi algoritmo en redes sociales se vio infectado por videos de entrevistas a gente que cree que la matonería es la respuesta. Específicamente, me molestaron bastante fragmentos de entrevistas a Philip Butters, que parece tener complejo de Donald Trump: copiando su falta de control al hablar, levantando la voz, atropellando la opinión de los demás y otros excesos. Tuve que comenzar a ver reels de anime y de fútbol para que desaparecieran este tipo de videos. Hay gente que es mejor no escuchar. Para mí, esas opiniones, dignas de un bully escolar, no le hacen bien a nadie y solo te carcomen la inteligencia. Gente que confunde la fuerza con ser insensible y la violencia con justicia. En fin, tampoco vale la pena darle tantas vueltas a esos pensamientos. Todos parecen insistir en seguir generando diferencias políticas: “tú eres de izquierda, es un escándalo que pienses así” o “tú eres de derecha, qué escándalo”. Es como ver a unos niños peleándose. ¿Por qué no se dan cuenta de que hay problemáticas mucho más importantes que determinar si pensar de tal o tal manera es lo mejor? Está clarísimo cuáles son los factores que están convirtiendo a nuestro país en un lugar invivible. También, está clarísimo que estas peleas infantiles se ven ridículas en personas adultas. ¿Por qué ridículas? Porque solo vuelven más difícil enfrentar los problemas que he mencionado mientras escribía.

[MIGRANTE DE PASO] No más poder al poder

Podrás imaginarte desde afuera

Ser un mexicano cruzando la frontera

Pensando en tu familia mientras que pasas

Dejando todo lo que tú conoces atrás

Si tuvieras tú que esquivar las balas

De unos cuantos gringos rancheros

¿Les seguirás diciendo “good for nothing wetback”?

Si tuvieras tú que empezar de cero

Now why don’t you look down to where your feet is planted

That U.S. soil that makes you take shit for granted

If not for Santa Ana, just to let you know

That where your feet are planted would be México

¡Correcto!

—Molotov, Frijolero

Otro himno de esta banda disruptiva de los noventa. Este grupo mexicano encarnó en su música política y estridente un sentir popular y extremadamente real de toda Latinoamérica. Una banda genial. No muchos pueden romper las fronteras de su propia nación y ser la voz de todo un continente a través de canciones combativas y sinceras.

En un Daewoo, en algún momento de los noventa tardíos, dos niños iban con chofer a una escuela privada. Uno de ellos, más blanco que la leche, inocente y con esa ignorancia sin dolo que todo niño tiene: ese era yo. Mi hermano solía quedarse dormido hasta en la ducha, y el carro no era una excepción. Pero en cada viaje me enriquecía con buena música. Cambiaba de CDs en una radio instalada; dentro de su colección no podían faltar los primeros álbumes de Molotov. Insertaba el disco, reclinaba el asiento de copiloto y cerraba los ojos. Yo, sentado en el medio, atrás, con la cabeza apoyada en la ventana empañada.

Mi colegio quedaba en Monterrico y yo vivía en Barranco. Tomábamos un atajo y pasábamos por los callejones de Barranco y cruzábamos por Surco Viejo. Solo era un pequeño tramo del viaje. En ese momento, esa zona estaba mucho menos modernizada. Por favor, no olviden que estoy contando lo que veía un niño que aún no sabía lo privilegiado que fui por la injusta realidad de nacer donde nací.

Como ya he repetido muchas veces: quien ha nacido en mis circunstancias y no se da cuenta de que la igualdad de oportunidades es algo que lamentablemente no existe, cometería una falta de respeto.


Mirando por la ventana, cruzando por esas calles, notaba una diferencia abismal con respecto a cómo vivía yo. No lograba entenderlo. La diferencia era clara, pero como niño no entendía qué era lo que no estaba funcionando. Las calles eran más sucias, niños trabajaban vendiendo entre el caos del tráfico. Niños de la misma edad que tenía yo. Con nuestra querida banda latinoamericana de soundtrack:

Nos quieren pegar, pegar

Y nos la van a pagar.

Y aunque quieras quejarte con papá gobierno,

Les pides ayuda y te mandan al infierno.

Porque tendríamos que tirar buen pedo

Gente que vive en la pobreza,

Nadie hace nada porque a nadie le interesa.

Si nos pintan como unos huevones, no lo somos…

¡Viva México, cabrones!”

Esa experiencia se repitió incontables veces durante años de infancia. Y, como es bien sabido, el arte transmite lo que las palabras no pueden. A veces una canción es más clara que un discurso.

Hace unas semanas. En Los Ángeles, agentes del ICE entraban sin avisar. Casas, talleres, iglesias. Se llevaban a padres frente a sus hijos. Nadie entendía nada. Gente que vivía ahí desde hacía veinte años, con trabajos, sin delitos. Igual se los llevaban. Hijos ciudadanos, padres deportados. Lo legal no bastaba. Ni lo humano importaba. Las redadas se volvieron rutina. El miedo, constante.

Las denuncias no paraban: insultos racistas, golpes, encierros en cuartos congelados sin camas ni comida decente. Nadie sabía cuánto tiempo estaría ahí. El sistema dejó de proteger para cazar. Y muchos lo celebraban. “Que se vayan los ilegales”. Pero nadie preguntaba por qué alguien huye. Por qué se juega la vida cruzando un desierto. Mientras tanto, ICE crecía. Más fondos, más agentes, más poder. Más esposas. Más silencio. Así se defiende una frontera: sembrando miedo y llamándolo justicia.

Todos los domingos por la mañana, nos despertaban para ir a hacer un paseo sociocultural. Una idea genial como padres. Íbamos a los distritos más pobres de Lima y aprendíamos historias de cómo surgieron y más. Ahí aprendí sobre una mujer admirable como lo fue María Elena Moyano, en Villa El Salvador. Estuvimos en el lugar donde fue asesinada brutalmente por Sendero Luminoso. Fue en estos recorridos que entendí que la igualdad y la libertad no son más que ilusiones, y nadie se libra de esa maldición. Estaba impactado. Pensaba por días lo que veía. Sentía tristeza, imaginaba sueños heroicos y altruistas. Todo eso me permitió darme cuenta del contraste, y de qué está hecho el ser humano. Solo se necesitaba empatía. Fue años después que entendí que esta facultad humana está adormecida y profundamente.

Últimamente me pregunto hacia dónde nos dirigimos. El sufrimiento es tan intenso en el mundo que se puede sentir, lo mismo pasa con el odio, y con la resignación. Vivimos en un lugar donde la mayoría lucha diariamente para sobrevivir, donde tienen que abandonar sus hogares para migrar, sufrir humillaciones, y poder alimentar a sus familias. A veces siento que pedir conciencia es demasiado, pero abandonar ese deseo sería aportar más a las atrocidades que están sucediendo. Simplemente sucumbir en el derrotismo ya es darle más poder al poder, y uno muy opresor.

[MIGRANTE DE PASO] “El hombre no es otra cosa que lo que hace.” “El hombre se define por sus actos.” Estoy de acuerdo con aquel excéntrico filósofo Jean Paul Sartre, pero hace unos días actué como todo lo que no quiero ser: prepotente, pedante e impulsivo. Siguiendo esa lógica, fui un patán y un agresivo. Yo, que me guío por mis ídolos ficticios, el viejo Gandalf hubiera estado decepcionado. Si bien todos somos malos y buenos a la vez, la idea es inclinarte hacia el lado positivo. Lo cortés no quita lo valiente. Lo tomo como aspectos por mejorar. Sin embargo, si me sentí mal, no soy un psicópata.

Regresaba de hacer ejercicio hacia la casa de mis padres, manejaba un buen carro. Llegando para estacionarme encuentro una grúa y a una encargada de la municipalidad. No sabía qué pasaba, pero inmediatamente me puse de mal humor. Le dije a la señorita si podían mover la grúa; lamentablemente, mi voz es muy grave y, como diría mi madre: “Tú no hablas, ladras.” Yo no me doy cuenta, siento el malestar, pero no percibo cómo es visto desde afuera; es algo desagradable tanto para mí como para quienes me rodean. Es difícil aceptar defectos, pero me considero una persona capaz de recapacitar.

Estacioné de manera agresiva y me bajé queriendo imponer presencia cuando no era necesario. Bajé y fui directo a encarar a la encargada. Movimientos bruscos con los brazos y manos mientras hablaba. “Es ilegal lo que estás haciendo, vienen a intimidar con la grúa, han malogrado la cuadra,” dije esas cosas, que no son insultos, pero sonaban como tal. Luego entré molesto, después de mirar feo a alguien que solo hacía su trabajo. Me quedé con malos ánimos todo el día, malogré mucho por una nimiedad. Me sentí ridículo.

Cómo se vio: un blanquito, grande y alto, se baja agresivo de un auto de lujo; literal, el perfil del tipo más odiado en nuestro país. Mis palabras parecían gritos en tono alto y la gente se quedaba mirándome como si fuera un loco. No los juzgo porque, efectivamente, me comporté como tal. Fui desmedido y se me vio abusivo. La verdad es que nadie merece ser tratado así y cometí un error por una simple calentura. Ni siquiera di tiempo a explicaciones. En algún momento fue recurrente mi impulsividad. Hace tiempo no pasaba, pero esta vez, como ya saben, ocurrió.

Falleció Aureliano. Era tarde, casi madrugada, no regresaba a Lima por varios meses. Disfrutaba la brisa y neblina del mar que caracteriza nuestra Costa Verde. Ese tipo de neblina tan espesa que ni el mar de al lado ni el carro del frente son visibles. La bahía limeña se vuelve misteriosa. Llegué a mi cuadra. “La ‘U’ ganó,” me dice la clásica voz ronca y con una gracia particular de Aureliano, quien estuvo en la cuadra desde que tengo memoria. Gran tipo, nos defendía y cuidaba cuando jugábamos en las calles. “Francesco,” me decía. Nunca supe si lo decía de broma o en verdad pensaba que ese era mi nombre; siempre lo tomé con cariño. A ese simpático saludo, le respondí de mal humor. Nuevamente mis gestos y tono de voz incrementaron la intensidad de lo que estaba diciendo. No volteé a ver, simplemente entré a mi casa. Quise buscarlo, pero no lo encontraba; quería pedir perdón. De un momento a otro se le dejó de ver por la calle barranquina. Recuerdo que había perdido peso radicalmente los últimos años. Hace unos días llegó un mensaje al grupo familiar donde informaban de su muerte, un mensaje con su cara. Era una imagen vieja, pero resaltaba su sonrisa, una que siempre me mostraba desde que regresaba del colegio. Nunca pedí perdón, y me arrepiento. No sé si fue algo mayor, pero me quedo con que tal vez le hice daño a alguien que solo me deseaba bien. Es importante pensar en ese tipo de cosas, porque te das cuenta de que el poco control emocional puede herir, incomodar e, incluso, generar un arrepentimiento que en el caso mencionado no tendrá redención. Es imposible saber cuándo verás a alguien por última vez, así que es mejor ser amable, tengas el problema que tengas.

Pensándolo bien, eso que me pasó no es raro en el Perú. La bronca fácil, el grito antes que la palabra, el gesto duro como escudo. Lo ves en la calle, en las combis, en los taxis, en la cola del banco. Todo parece una competencia de quién impone más. Y sí, a veces estamos tan cansados de todo que solo queremos sacar la frustración con alguien, aunque no tenga la culpa. Como yo con la encargada. Como yo con Aureliano. Cosas mínimas, pero que se te quedan grabadas.

Vivimos acelerados, tensos, con el fastidio a flor de piel. Y no es solo culpa de uno. Es el país también. La desconfianza, la impaciencia, la desigualdad que se siente en cada esquina. Es como si todos lleváramos una espina clavada. Pero eso no nos quita responsabilidad. Porque así como la política está podrida, también nosotros podemos pudrir un momento con una sola palabra mal dicha. Ojalá podamos cambiar eso. Bajar un poco el tono. Ser más suaves entre nosotros. No siempre se puede, pero al menos intentarlo. A veces basta una mirada distinta para que todo no termine como un arrepentimiento más.

[MIGRANTE DE PASO] Todavía estaba dormido. Hay que aprovechar los domingos. Me desperté de golpe. Todo temblaba. Me di cuenta de que todavía soy rápido: salí disparado. Antes de que terminara el temblor, ya estaba afuera, y eso que fue corto. Pensé que ya no les tenía tanto miedo, pero estaba equivocado. Sigo siendo igual de miedoso que siempre.

Me acordé del 2007, cuando fue el terremoto en Pisco, que en Lima también se sintió bastante fuerte. Recuerdo que fue larguísimo, no terminaba nunca. Aun así, el de hoy lo sentí incluso más fuerte, solo que no duró tanto. Tenía 13 o 14 años como máximo. Justo iba a mis clases de karate cuando empezó. Salimos todos a la calle; los vecinos también estaban afuera. Las caras de la gente, los niños gritando. Mi padre tenía la mano puesta sobre mi hombro para calmarme. Cuando me asustaba de chico no era de los que entraban en pánico o gritaban. Me quedaba callado y miraba a todos lados. Era bastante instintivo, pero probablemente, si mis padres se hubieran asustado, yo me habría quedado paralizado. Ya de grande aprendí a manejar el miedo, porque toda mi infancia me la pasé teniéndole miedo a casi todo.

No sé si es porque ahora la información llega rapidísimo a todos lados —y eso solo ha ido en aumento desde que nací—, pero en los 31 años que he vivido siento que han pasado demasiadas cosas en el mundo y también en el país. Mucha gente de mi generación piensa lo mismo. De hecho, existen hasta memes sobre esta situación con los millennials.

Nací en 1993, un año después del autogolpe de Estado de Alberto Fujimori y de la captura de Abimael Guzmán. Tres años después fue la toma de la Embajada de Japón. No sé si estoy inventando recuerdos, pero tengo la sensación de haber estado jugando en el suelo de la cocina mientras se escuchaban las noticias de ese atentado. Puede ser que sí me acuerde de ciertas cosas, porque duró más de cuatro meses.

Unos años después, en 2001, también estaba en el suelo, esta vez en un aula del colegio. Una profesora estalló de rabia porque unos compañeros habían armado dos torres de jenga y simulaban lo que había ocurrido el día anterior con las Torres Gemelas. Los niños pueden ser más crueles de lo que pensamos. Estaba en segundo o tercer grado de primaria.

Ahora que lo pienso en retrospectiva, ese atentado fue una locura. Recuerdo que en las noticias mostraban los registros de llamadas telefónicas hechas por personas atrapadas en las torres durante el ataque. Al escucharlas, se me helaba el cuerpo: voces quebradas por el pánico, algunas llamadas interrumpidas por el derrumbe del edificio. Padres llamando a sus familias, jóvenes que llamaban a sus madres; algunos se limitaban a despedirse. El mundo cambió. Las personas en todo el planeta recibieron un mensaje: este mundo no funciona como creíamos, y lo que no conocemos apenas refleja una pequeña parte de lo que realmente ocurre. Yo tenía menos de 10 años, y a esa edad comencé a entender el trasfondo de muchas cosas que antes solo oía de los adultos sin comprender.

Podría mencionar muchas cosas: desde la crisis económica del 2008, que tampoco entendía del todo, hasta el trágico incendio de la discoteca Utopía. Hasta hoy, cada vez que entro a un lugar, lo primero que hago es buscar las salidas de emergencia. Un sinfín de hechos desastrosos. De un día para otro, el mundo entero enfrentó una pandemia global. Todavía se siente surrealista. Yo estaba en Argentina, me iba a mudar allí para estudiar. Recuerdo que mi padre me fue a ver. Comenzaron a aparecer noticias sueltas sobre casos en distintos países. No me asusté hasta que aparecieron algunos en Argentina y luego en Perú. Tuvimos que tomar un vuelo apresurado porque ya estaban cerrando las fronteras. Regresamos en uno de los últimos. Clases virtuales, cifras de muertes que no paraban de aumentar, corrupción con los balones de oxígeno, y sin una vacuna a la vista. Incertidumbre tras incertidumbre.

Un poco más de un año después, me fui a otro país. Unos meses después comenzó la escalada del conflicto palestino-israelí, que terminó en una masacre espantosa sobre la que seguimos recibiendo noticias. En esos meses también empezó la guerra entre Ucrania y Rusia. Hace unos días, comenzó el intercambio de ataques entre Israel e Irán. El panorama solo deja espacio para pensar que se viene una guerra mucho peor, de gran escala. Espero que estemos equivocados, porque lo que menos se necesita ahora es algo de esa magnitud. Mejor dicho, nunca es buen momento para una guerra, sea del tamaño que sea.

Sin embargo, pedirles un poco de conciencia a los líderes mundiales parece imposible. No son personas normales; cada uno está más loco que el otro. Analizar o predecir desde la cordura pierde sentido cuando hablamos de las decisiones que tomarán. El mundo está dividido, y todos corren como niños a favor de un bando, cuando está clarísimo que ambos están mal. Siempre ha sido así. Pedirle a la gente que sea valiente ahora también parece una locura. Durante mucho tiempo pensé que creer en la paz era ridículo por ser inalcanzable. Me dejé arrastrar por discursos de odio y caí en el pesimismo. Hoy prefiero abrazar el cliché de la paz. Prefiero vivir creyendo en utopías antes que obligarme a pertenecer a estos bandos de mentes cuadradas y derrotistas. Tenemos que darnos cuenta de que nadie merece ser herido.

[Migrante al paso] Entre sueños y realidad

Me levanto de frente, algo raro pasaba, normalmente me quedo dando vueltas varios minutos, incluso horas. Estaba en otro cuarto, el mío, pero cuando era pequeño. Una mancha pegajosa negra comenzaba a crecer por las paredes e invadía el aire. Me quería atrapar. Yo solo corría en dirección al cuarto de mis padres. Me atrapaba, volvía a levantarme, la oscuridad me envolvía, de nuevo en mi cama. Se repitió varias veces hasta que en uno de los intentos logré llegar. Volví a despertarme, esta vez sí fue de verdad. Fue un sueño de hace, por lo menos, cinco años. Pocas veces tenía pesadillas, pero la mayoría las recuerdo. Con mi antiguo psicoanalista hablaba de ello seguido, siempre intentando descifrar los significados, al final me di cuenta de que es imposible, está bien pensarlos un poco, pero demasiado no vale la pena. A veces los sueños solo existen para sacudirte, como una especie de ensayo emocional de lo que no te atreves a vivir despierto.

En Buenos Aires, después de unos meses malos, una noche entraron mi abuela, mi tío y Gruñón, mi Jack Russell con sobrepeso. Recuerdo clarísimo que se subió a mi cama que estaba pegada contra la pared y cuando se acurrucó a un costado, me desperté. Ahí sí no había mucho que pensar, probablemente era mi propia mente diciéndome de una manera extraña que me anime. Es extraño, por más que no sean verdaderos o ciertos no les quita el hecho de que sigan siendo reales. A veces son tan divertidos que no provoca despertarse. De hecho, yo creo que en algún momento, cuando la realidad ya sea insoportable para la humanidad, todos se van a sumergir en un mundo virtual y de manera voluntaria. No los culpo. En mi caso, no lo haría porque he crecido de una manera distinta y he tenido la suerte de viajar y darme cuenta de que sorprenderse es más fácil de lo que parece. Pero entiendo que la mayoría de las sorpresas que nos llevamos son malas porque lo malo vende más.

Ahora despertarse es distinto que antes, ya no es un espacio de calma y comodidad. La gente, y yo no me excluyo, abre los ojos y lo primero que hace es agarrar el teléfono, ver si te han escrito y entrar a redes sociales. Cómo la gente no va a estar de mal humor, si te empujan noticias y comentarios desagradables desde que te despiertas hasta que te duermes. Lo peor es que al final solo está bajo nuestro control, pero aparenta ser al revés. Si a mi generación le afecta y a veces sientes que si no eres parte de esas plataformas no eres nadie, imagínense haber nacido ya con eso existiendo, debe sentirse horrible. Verlo es desesperante. Ya no ves a grupos de niños saliendo a montar bicicleta ni jugar fútbol en la calle. Cuando vas a restaurantes, las mesas están silenciosas, todos metidos en sus teléfonos.

Es obvio que la gente se está volviendo más tonta, los profesionales ya no te dan la confianza de antes. Tuve que ir como a 20 psicólogos hasta encontrar uno bueno. Los doctores te recetan cualquier cosa y te diagnostican algún trastorno mental a los 3 años por tener algún pequeño problema de atención o lo que sea. Si hubiera sido así antes, yo estaría en un manicomio o algo así, y tengo algunos amigos que hasta los hubieran tachado de psicópatas. Pero quién sabe, de repente solo me estoy volviendo un viejo renegón.

Los dos lados se han vuelto extremadamente vulnerables a cualquier cosa. Yo estoy al medio. Por un lado, están los que sobre reaccionan a cualquier adversidad y toman papel de víctimas; por otro están los llamados haters que son los peores, parecen una plaga. Yo también cometo el error de ver sus videos y comentarios. Me malogran el día. Unos viejos manganzones quejándose de la protagonista de una serie porque es menos bonita que la del juego en el que se basa. Francamente, da lástima. Y para mí es inevitable pensar que ya no tenemos salvación, sobre todo cuando lo veo al levantarme.

Comencé hablando de mis sueños y terminé haciendo una crítica. Es que ya no te dejan ni dormir tranquilo. Creo que por eso me encanta dormir y soñar, sobre todo cuando estoy en Lima. Es como si no quisiera despertarme porque lo que sueño es mil veces mejor que lo que veo despierto. En casi todo, menos en la comida. Y si los sueños, incluso los más absurdos, me dan calma o algo parecido al sentido, me basta. A veces revivo conversaciones que nunca tuve o reencuentros que no pasaron, pero que me consuelan. Me invento futuros con gente que ya no está, o despierto con una idea que no sabía que necesitaba. Es como si cumplieran la función de amortiguar pequeñas molestias que recibes diariamente. 

 

[Vida de perros] En mis casi 70 años, nunca he sido fanático de los perros. No los odio… mientras no los huela, no los oiga, y, sobre todo, no tenga que pagar por ellos. Pero la vida, cruel como es, no me concedió ese privilegio. Desde que me casé con mi linda esposita, vivo con perros. No uno, ni dos. A veces tres, a veces cuatro. Siempre demasiados.

Ladran, molestan, ensucian, vomitan… y cuestan. Ocupan espacio, tiempo y atención. Una o dos veces por semana, llegan peluqueras caninas, manicuristas y masajistas de perros, y se pagan con mi billetera, obvio.

Marielena la simpática joven que contraté para mantener el orden y la limpieza del hogar, dedica el 40% de su tiempo —es decir, de mi billete— a cuidar a estos animalitos del Señor. Mientras tanto, la cocina, mi cocina, está hecha un desastre. Se encuentra invadida por bolsas de comida canina maloliente alineadas junto a mucho alimento “dietético” y “saludable” de mi esposa y Marielena (son socias en mi desgracia)… incluso el pan parece haber sido elegido por un veterinario. Y por si fuera poco, los perros se suben a mi cama con total impunidad.

El 60% de las conversaciones en mi casa giran en torno a los perros. ¿Comió el perro? ¿Vomitó el perro? ¿Está triste el perro? ¿Ya sacaron a los perros? Para empeorar las cosas, ECPC —mi hija favorita— me deja sus perros de visita cada vez que sale de compras ¿Y qué puedo hacer? ¿Rechazar el pedido de mi #1? Nunca jamás. Pero los detesto igual.

Odio a los perros. Y no por crueldad. Los odio porque son el símbolo viviente de mi derrota. Me cuestan una fortuna, ocupan mi casa, mi cama, mi tiempo… amén del cariño que a veces me gustaría recibir yo. He perdido la batalla. Soy un huésped en mi propio hogar.

Escribo esto como testimonio por si de algo les sirve a los que, como yo, están en riesgo de flaquear (como yo)  por un amor canino(y ajeno) algún día. No quiero compasión. Solo quiero que el mundo sepa que fui vencido… por los perros. Que, dicho sea de paso, se pueden ir todos —muy en paz y con cariño— a la CsM.

¡No los soporto!

PD: Mi papá tenía la razón. Los perros son una mierda.

[Migrante al paso] Van un par de semanas donde mis padres están de viaje. La calle está rota. La cocina en remodelación. El primer piso barnizado. Por 3 días tuve que dormir en el mismo cuarto donde dormí cuando era pequeño, hasta los 10 años, aproximadamente. Cuando las noches eran misteriosas y tu imaginación era más potente que cualquier pensamiento lógico. Ahí, echado, con la misma imagen que veía antes de dormir cuando era chico. La puerta del cuarto y la del baño consecutivas y casi yuxtapuestas. Pude volver a sentir esas noches místicas de nuevo, hasta podía sentir a mi hermano al otro lado del cuarto durmiendo, donde estaba su cama durante nuestra infancia. Han sido noches en las que, entre sueños, cansancio y estímulos conocidos pero antiguos, todo eso junto es tierra fértil para los recuerdos.

Vi una película de terror, con una pizza y Coca-Cola, exactamente como lo hacía hace años. Comiendo en la cama. Era el mejor plan. Hasta ahora mi abuela se mata de risa de que la hice ver El Señor de los Anillos como 50 veces cuando mis papás salían y ella se quedaba cuidándome. Creo que hasta se había aprendido el diálogo de memoria. Hasta ahorita, veo por lo menos una vez al año la trilogía, la versión extendida. En fin, esa noche dormí ligeramente asustado. Me metí en el papel. Me pareció escuchar que me llamaban desde el primer piso, creí escuchar el piano y recordaba mis miedos de niño. A veces pensaba —no te miento, hasta lo veía— que un monstruo me perseguía; era una quimera de los villanos de ficción que había visto. También, en uno de los pequeños estantes de mi cuarto me imaginaba —también al punto de creer que la veía— a una bailarina de ballet diminuta dando vueltas en su pequeño cuadrilátero de madera.

Aparte de esas pequeñas leyendas personales, las casas tienen su propia mitología o algo similar. Sobre todo entre hermanos que no se llevan muchos años y crean un mundo mágico colectivo, y el miedo nunca escapa de estos terrenos. Como toda cultura, en este caso en micro, existen guardianes, y en nuestro caso eran nuestros perros. El más emblemático, Max, un pastor alemán gigantesco que visitaba cada cuarto de la casa antes de dormir para luego echarse a mis pies encima de mi cama.

Había 3 pilares estructurales de la casa para nuestro pequeño mito. Teníamos un cuarto de juego, donde aparentemente nuestros padres nos cedieron ese espacio y podíamos hacer lo que queríamos ahí. Jugábamos con infinitos muñecos, juegos de cartas, ya sean de Magic o de Yu-Gi-Oh!. En un momento fue cuarto de ping-pong. Luego estaba todo pintado y garabateado por nosotros mismos y amigos cuando era el spot de nuestras primeras fiestas o reuniones. También fue el taller de mi hermano y, mucho después, mi último cuarto que hasta ahora se mantiene ahí. Es algo importantísimo que los niños tengan su propio espacio, y en nuestro caso tuvimos la suerte de que fuera un cuarto completo. Era nuestro santuario y guarida.

En el segundo piso había un cuarto en el que no había nada. Una vez quisimos convertirlo en un laboratorio científico. A veces lo usábamos para entrenar karate. Pero nunca estuvimos mucho tiempo ahí, algo andaba mal con ese cuarto. Diría que, si existen las cargas negativas, en nuestra casa solo ese cuarto la tiene. Está al final del pasillo. Para cruzar de nuestro cuarto al baño, teníamos que cruzar sin ver a la derecha. Nunca a la derecha. Ahí estaba ese rectángulo totalmente oscuro. Mi hermano una vez me dijo que una bestia dormía ahí de noche y yo me lo imaginaba respirando, con ojos rojos enormes, cuando evitaba mirar aquel hueco. Era como una puerta a lo que sabíamos que existía pero no queríamos ver. Este lugar tomó el rol de ser nuestro almacén de miedos. Ahí los depositábamos todos. Ya un poco más grande, fue mi cuarto y, por alguna razón —puede ser que me sentía solo o que efectivamente hay algo raro— prefería dormir en el sillón del cuarto de mi hermano que en mi propio cuarto. Incluso cuando regresaba del colegio me dormía en la cama de mi hermano. Luego, cuando él regresaba de la universidad, me gritaba porque decía que la dejaba toda caliente.

El último lugar era la biblioteca. Miles de libros en rumas. Olía a polvo y estaba detrás del cuarto de mis padres. Ese lugar sí parecía otra dimensión. Parece demasiado grande; si ves la casa por fuera, es difícil imaginar que ese espacio está ahí. Por ahí también subíamos al techo y, también, hay una segunda puerta que da a la calle. Tiene una distribución surrealista. Ese lugar era el que nos permitía volar. El pilar del conocimiento. Tenía sueños recurrentes sobre un ascensor que estaba oculto entre los libros y te llevaba a un laberinto subterráneo. Se fue repitiendo mientras crecía y muchas veces. Habiéndoles contado todo esto, solo puedo dar gracias a haber tenido una infancia con espacios que nos permitían pensar y, sobre todo, imaginar. Es un privilegio en un país como este, donde la mayoría de niños crecen plagados de entornos tóxicos, violentos y de escasez. Nadie tiene por qué crecer ni vivir en esas circunstancias, por lo tanto, lo mínimo que puedo hacer es estar agradecido e intentar ayudar a que no sucedan esas cosas dentro de mi potencial poder de cambio.

[Migrante al paso] Regresando en la tarde, escuchando la Champions League en la radio, un miércoles de educación física. Una vez por semana nos íbamos a la sede de Pachacámac para jugar fútbol y otras actividades secundarias. Era una cancha 11 vs. 11 increíble, impecable, rodeada de cerros y con un cielo siempre despejado. El problema era que se encontraba a kilómetros de la sede normal del colegio. Todos entusiasmados, escuchando los partidos en el bus. Me acuerdo clarísimo de un partido: Manchester United vs. Barcelona. Messi vs. Cristiano Ronaldo en sus primeros años de futbolistas y ya eran los mejores. Dos jóvenes veinteañeros que habían roto todo lo que se conocía como fútbol y no paraban de ganar partidos y llevarse todos los trofeos. Yo, de niño, veía esa camiseta roja y me emocionaba. También estaban Rooney, Beckham, Tévez. Dije: ¿por qué no volverme fan de ese equipo? Poco sabía que años después solo traería decepciones, como vimos en la final de la Europa League. Parece otro equipo. Antes eran unas fieras hambrientas de gol que salían a matar. Aparte, los conocían como Red Devils, demonios rojos. Todo en ese equipo era alucinante. No soy de los que piensa que en el pasado las cosas eran mejores, pero en cuanto a este deporte, sí me gustaba más antes. Había una pasión más cruda, más directa.

En esa época —y anteriormente también— para ser un crack y una estrella del fútbol tenías que ser naturalmente bueno; ahora el deporte es mucho más atlético, todos están megaentrenados y con eso basta. Suena a que lo estoy minimizando, pero no, al contrario, el nivel de esfuerzo que ves en los jugadores es motivador. Y el más grande de todos en ese aspecto es Cristiano Ronaldo, sin lugar a dudas. Si me preguntas quién te parece el mejor de la historia, te respondo que Messi; pero si me preguntas cuál de los dos es tu favorito, sí pienso en Cristiano Ronaldo. Igual, por encima de los dos, siempre voy a tener a Ronaldo, el brasileño. Es increíble la cantidad de deportistas que inspiró. En todos los deportes ves a gente celebrando como él; son niños que en algún momento lo usaron como ejemplo para ser lo que son ahora. El fútbol es eso también: espejos y referentes. En general, creo que se aplica a todo: hagas lo que hagas, si le pones la dedicación que demuestra el jugador portugués a tu área, vas a ser un grande. Yo hasta ahora he demostrado mucha inspiración y poca transpiración. Recuerdo que esas palabras me las dijo el director de mi colegio el día de graduación. No ha cambiado mucho eso y no me siento bien al respecto. Sí me gustaría por lo menos acercarme lo más que pueda a la dedicación de estas personas. Veremos si lo logro. A veces lo intento, otras veces solo lo pienso.

Francisco Tafur

Tengo la suerte de haber ido a dos mundiales: el de Brasil 2014 y el de Rusia 2018. Los dos fueron mágicos. Todas las ciudades del país se contagian de la fiebre del fútbol y se vuelven festivales. Gente de todos los países con sus camisetas gritando y bailando en las calles. Hay una energía que no se puede describir del todo. Recuerdo en Brasil ver el partido España vs. Holanda, donde el segundo ganó 5-1, y vi de cerca uno de los mejores goles de la historia. Van Persie metió un gol de cabeza e hizo historia. También vi a Cristiano Ronaldo de cerca cuando Portugal jugó contra Alemania y perdió 4-0. A Messi ya lo había visto jugar porque es normal un partido de Perú vs. Argentina, pero ver a Cristiano Ronaldo era algo que en ese momento me parecía imposible, sobre todo para mí, que era un fan. Era como ver a un personaje de videojuego caminando frente a ti. En el Mundial de Rusia pudimos ver las semifinales y la final. Mi favorito de ese Mundial fue Hazard, sin lugar a dudas. El partido de Bélgica vs. Francia fue como una final adelantada. Ese Mundial fue especial. Perú se quedó en fase de grupos, pero no llegábamos a un Mundial hacía 36 años. Yo nunca lo había visto en un Mundial; ahora parece nuevamente un sueño lejano. También fue especial porque, como todos sabemos, conocer Rusia en estos momentos es algo inaudito. El mundo cambia demasiado rápido. Lo que hoy parece accesible, mañana puede ser imposible.

No lo llaman el deporte rey por las puras: despierta el lado más primitivo de las personas. Es por eso que puedes ver a gente vieja comportarse como niños. Es un deporte accesible para todos: solo necesitas una pelota de cualquier precio y con eso ya puedes comenzar a jugar. No discrimina por clases sociales ni color de piel, solo importa divertirse y ganar. A cualquier niño del mundo le das un balón y se va a divertir. Puede ser de trapo, de plástico o de cuero profesional, pero la emoción es la misma. Lo que sí es notorio es la diferencia en el apoyo del Estado a sus deportistas. En Perú no existe ese apoyo para nada. Da pena solo pensar en la cantidad de jugadores buenos que deben haber existido en nuestro país y nunca fueron vistos; la cantidad de promesas actuales que jamás serán vistas. Estamos en un país patas arriba y parece una locura darle importancia al deporte, pero la realidad es que es uno de los factores que más aumentan el potencial de un país y también de mejora social y cívica. Me gusta pensar que en algún momento se le dará la importancia que merece. Ojalá no tengamos que esperar toda una vida para verlo.

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