Opinión

Donald Trump, con sus maniobras vulgares e implacables, enfrenta a América Latina contra Estados Unidos y China, como si los destinos de nuestras naciones fueran piezas en un tablero de ajedrez movidas por imperios. Esta brutal simplificación no es nueva: su linaje proviene de una lectura maniquea de la existencia, en la que sólo existen dos polos y la autonomía de la voluntad no existe. Pero el Perú y otros países de la región ya están cansados de tales disparates resultantes de modas mentales de seguir ciegamente dictados externos. No se puede seguir cerrando los ojos a su derecho —y deber— de soberanía.

El Perú no puede, y no debe, infectarse de esta lógica de la Guerra Fría, disfrazada con adornos del siglo XXI. No tendría sentido ni sería útil imaginar un alineamiento incondicional a un poder que hoy nos acaricia y mañana nos azota, o a otro que nos seduce con capital y grandes obras,pero sin transparencia ni reglas claras. Es inteligente, casi seguro, involucrarse en las mareas de las corrientes globales, ver el panorama mundial tal como es y nunca soltar el timón. El Perú debería buscar una posición de cierta equidistancia estratégica, fomentando relaciones comerciales y diplomáticas con ambos, pero evitando ser un peón de ninguno.

Esto no es sólo sobre la economía, sino sobre la dignidad. La historia latinoamericana tiene momentos en los que se hipotecó el futuro a cambio del espejismo de un patrocinio generoso. Trump quiere volver al pasado con la nostalgia imperial de unos Estados Unidos menos dominantes de lo que fueron antes. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces: la voz del país es una opción, y los países pueden optar por ejercer su voz si así lo desean. Necesitamos claridad, no servilismo; valor, no miedo.

Es precisamente en esta libertad de elección independiente —no contaminada por el chantaje geopolítico o la ingenuidad— donde se hace una república madura. No es, para el Perú, una elección entre China y Estados Unidos, sino una elección entre ser un país que flota con la corriente o, como su nombre sugiere, uno cuyo veredicto traza su propio curso. Eso —no la falsa dicotomía de Trump— es lo que realmente cuenta.

La del estribo: muy recomendable la miniserie Adolescencia, de cuatro capítulos. Grabada con plano secuencia, que involucra al espectador, narra los avatares de las nuevas generaciones a partir de un crimen cometido por un joven que inicialmente niega el hecho. Para los adultos es un descubrimiento de los códigos bajo los que se mueven las nuevas generaciones. Va por Netflix.

En el juicio contra Ollanta Humala y Nadine Heredia, no solo se ha cometido un atropello contra la justicia, sino también contra la inteligencia. Un veredicto cuya endeblez conceptual asombra y cuya base probatoria se disipa como una voluta de humo en el viento ha sido emitido con la solemnidad de quien piensa que el poder de la toga compensa la debilidad del argumento.

Cabe señalar que en este proceso, lo que realmente ha salido a la luz es el estado general de alarmante erosión del estado de derecho, que, en el Perú, donde la justicia sigue siendo manipulada por intereses políticos, aún no hemos liberado de sus antiguas servidumbres.

Condenarlos por lavado de dinero cuando nunca han probado con evidencia clara e irrefutable la ilegalidad de los recursos recibidos para su campaña es, no para llamarlo exceso, sino abuso. La financiación política —opaca por naturaleza y carente de transparencia— es sin duda una mala práctica que envenena la democracia, pero confundir una irregularidad administrativa o deficiencia ética con un delito penal difumina las fronteras de la ley y constituye una puerta de entrada para politizar el poder judicial.

Este fallo no es simplemente una lección de justicia; es venganza disfrazada de imparcialidad. Y lo más preocupante es el precedente que establece: condenas en ausencia de pruebas irrefutables, castigos por conductas sin culpabilidad demostrada y el esfuerzo de suplantar el debido proceso por la opinión pública —construida por titulares y prejuicios.

Si este veredicto se sostiene, no solo dañará a dos personas (con todos sus errores y actos de corrupción, ciertamente), sino que las instituciones democráticas del Perú quedarán aún más maltrechas de lo que estaban antes. No podemos seguir viviendo en un mundo en el que los tribunales sean trincheras en las que las guerras políticas se libran bajo la cobertura legal.

Para salvar algo del espíritu republicano, es urgente que la justicia vuelva a ser lo que debe ser: ciega, ciertamente, pero ni sorda ni muda a la razón.

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Antonina Alarcón cubas, nadine Heredia, Ollanta Humala

Tras haber fallecido nuestro premio Nóbel, en las redes sociales se hizo público que cada quien tenía una historia de cierta forma vinculada con Mario Vargas Llosa o en todo caso, una postura política en torno a él. Ante tan abrumador y expansivo impacto de su figura, no sé si haya sido en mí un acto reflejo defensivo, pero lo cierto es que como reacción inmediata, antes incluso de poder releerlo, de pronto sentí a Vargas Llosa lejano. Lejanísimo. De siglos del pasado. Reseco hasta fragmentarse, como si un viento lo hubiese alzado y tras un par de piruetas, lo hubiese difuminado hasta desaparecer. 

Atribuyo esa percepción de lejanía a los cambios en la política y la tecnología que estamos viviendo en este presente infinito y a la brusquedad con la que han transformado a nuestras sociedades en la última década. Mario Vargas Llosa es tan distinto. Para comenzar, con él se va el último real intelectual de la derecha latinoamericana. Y quizá también de los cada vez menos intelectuales que participan de la política latinoamericana. Los últimos candidatos y buena parte de los presidentes que hoy gobiernan nuestro continente, de izquierda y derecha si es que aún existe tal división, son seres estrafalarios, con estados cognitivos divergentes, digamos. Sin mayor vergüenza al demostrar que tan solo les interesa aferrarse al poder para desde ahí beneficiar a sus cómplices. Y entre ellos se celebran. Por eso su apoyo a Keiko Fujimori fue un gran error político. Nadie esperaba una respuesta así del último intelectual de la derecha latinoamericana. 

Con él también se va el último rastro del Perú criollo. No en vano su novela Le dedico mi silencio (2023), donde el sueño del criollismo como puente capaz de unificar el país es contrapuesto a la realidad, fue su último proyecto de ficción. La cultura criolla limeña, celebrada y fundada en el Perú cuando Vargas Llosa era un niño, corresponde a una sociedad que sus lectores conocimos al abrir Los Cachorros (1967), al devorar La Ciudad y los Perros (1963), al entretejer Conversación en la Catedral (1969). Pero esa sociedad ya no existe. La primera evidencia es que ya no se compone música criolla. Sobrevive una infinita repetición de algunas tonadas afro que han quedado asociadas al mundo racista del fútbol, a la camiseta peruana, a la farándula y a la televisión que alimenta romances y separaciones como entretenimiento, pero al ritmo de la cumbia y el reggaetón. Las clases sociales son otras, la economía también. Todavía existen algunos peruanos de clase alta e influencers de clase media que manifiestan en la radio y en las redes sociales su anhelo ultraderechista por pertenecer a la nobleza española, inspirados en cómo Vargas Llosa consiguió su cometido de ser noble. Pero buena parte de jóvenes peruanos está mucho más interesada en ser como el Jaguar. Hoy, pandillas y bandas desafían nuestra sociedad y se alimentan de la corrupción en las fuerzas de seguridad. El dinero express es la angustiante presión que hoy nos domina.

Con él también se va una literatura que hoy pocos jóvenes leen. Esa plena de relatos y novelas que jugaban con el lenguaje, la ficción y la estructura narrativa. Como en el Perú leen muy pocos y obligados bajo el régimen escolar, si el plan lector no incorpora un libro de Mario Vargas Llosa, ni siquiera lo van a conocer. Mucho menos a Julio Cortázar, o a Gabriel García Márquez y sin rastro alguno de Carlos Fuentes. El gusto del escritor literario también ha cambiado. Los jóvenes escritores, abrumados por la sociedad contemporánea han reforzado la literatura distópica, de horror, especulativa. Sus buenas novelas y relatos circulan por editoriales independientes. Abundan libros virtuales, álbumes, libros objeto, los manga. Como la mayor parte de jóvenes peruanos no lee, consumen relatos puestos en escena por la televisión, que hoy es stream. Se selecciona lo que se anhela ver. Ahí podemos ver la influencia de los relatos asiáticos que ya es insuperable. Queda otra producción nacional para los más pobres, de cine y televisión, muy distinta de los tiempos en que Vargas Llosa hizo guiones para Gamboa (Panamericana Televisión, 1983). Está centrada en la comedia barrial y las competencias televisivas. Ya no es la señal abierta medio para el guion literario. Y con la última Ley de Cine del Congreso peruano, parece que se estrechó aún más las posibilidades del buen escribir para las salas.

De seguir nuestra sociedad en esta deriva, con Vargas Llosa se va, probablemente, nuestro único premio Nobel, pues como van la educación (con ella la ciencia y la literatura) y la seguridad y la paz nacionales, no parece que conseguiremos muchos logros de impacto mundial que ameriten un premio tan grande como el que suelen recibir los países más poderosos. Si nos premian, será por migrantes como él, que desde fuera se dedicarán a escribir y a investigar sobre este país informal y cumbiambero.

La imagen es de Radio Moda (25 de noviembre de 2024)

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El mundo ha cambiado, Mario Vargas Llosa, Sociedad peruana

[La columna deca(n)dente] Por momentos, el Congreso parece un programa de humor. Hace unos días, el congresista José Cueto, exmilitante de Renovación Popular, nos dejó una perla difícil de superar:

“Y a los amigos transportistas, que los están matando, pónganse láminas antibalas”.

Así, sin rubor ni pausa. El mensaje es claro: el Estado no puede (o no quiere) protegerte, así que hazte cargo tú. La violencia no se combate, se blinda. Y si las balas aumentan, no hay problema: a más balas, más láminas antibalas.

No estamos ante una propuesta de política pública, sino ante una política del sálvese quien pueda. ¿Qué sigue? ¿Cursos de defensa personal en la currícula escolar? ¿Subsidios para chalecos antibalas? ¿Talleres de instalación exprés de láminas antibalas en las combis? ¿Una app del Ministerio de Transportes para ubicar el taller de blindaje más cercano?

Pero Cueto no está solo en esta nueva escuela de la autodefensa ciudadana con responsabilidad compartida. Desde palacio de gobierno, Dina Boluarte se sumó al festival de exoneraciones con otra frase de grueso calibre:

“En dos años y meses del gobierno de la presidenta Boluarte no vamos a poder solucionar lo que no se ha solucionado en más de 20, 30, 40 años. No es responsabilidad de la presidenta Boluarte. No es la responsabilidad solamente de este Ejecutivo”.

Por cierto, hablar en tercera persona debe ser su nueva forma de meditación: “la presidenta Boluarte” por aquí, “la presidenta Boluarte” por allá, como si al repetir su nombre lograra convencernos de que es otra persona, una especie de holograma institucional que flota por encima del país, ajena a las decisiones de su propio gobierno.

Y claro, las culpas, esas sí que tienen pasaporte diplomático. Viajan tranquilamente hacia el pasado: 20, 30, 40 años atrás, donde habita ese ente difuso y siempre útil llamado “los de antes”. Es el culpable universal, anónimo, inatrapable… y muy conveniente.

Traduzcamos libremente su declaración: “El país está mal, pero no es mi culpa. Yo acabo de llegar (hace más de dos años) y vine a mirar, no a resolver”. O sea, no se pongan exigentes: si nadie pudo en décadas, ¿por qué esperar algo de este gobierno? A lo mucho —muy a lo mucho— puede prometer que no lo empeorará. Pero, para desgracia de todos, en los hechos lo ha empeorado… y de forma mortal.

Así se cierra el círculo: el Congreso te sugiere láminas antibalas; el Ejecutivo te dice que no puede hacer milagros; y tú, ciudadano, que apenas intentas ganarte la vida, tienes que invertir en acero, rezar o huir. Porque en este país, si te matan, es problema tuyo. Y si sobrevives, es gracias a tu emprendimiento blindado.

Mientras tanto, los extorsionadores y los sicarios innovan, los ministros declaran y los congresistas “filosofan”. El crimen evoluciona, pero la respuesta oficial es la misma de siempre: el problema viene de atrás. Es decir, ellos están para la foto y las declaraciones sin sentido, no para la solución.

Todo esto no sería tan grave si no fuera tan habitual. Se ha vuelto costumbre escuchar a las autoridades deslindar responsabilidades mientras el crimen organizado se institucionaliza, la impunidad se normaliza y la política se reduce a frases de evasión y cinismo colosal.

Pero no perdamos la esperanza. Algún día, algún día, algún día, otra política de seguridad ciudadana será posible. Por ahora, solo tenemos un consejo: Ponte láminas antibalas. Y, por si acaso, doble capa.

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Congreso, crimen organizado, Dina Boluarte, inseguridad

Por: Rik Ahrdo

Donald Trump es, sin duda, un fenómeno político. Lo bueno —porque algo hay— es que sacudió el sistema. Rompió con la parsimonia de los políticos que viven para sus encuestas, debilitó el poder de los demócratas estilo “Caviares” y puso nerviosos a varios operadores de izquierda con aspiraciones globalistas. En su torbellino populista, algunos gallineros en el Perú se han quedado sin su Soros favorito.

Pero la historia no se detiene en lo bueno. Lo verdaderamente llamativo es lo malo. Enfrentarse a la cultura china, por ejemplo. Recordemos que Trump prometió un muro de casi 3.000 kilómetros en la frontera con México. Una proeza, según él, sin precedentes. Lástima que 25 siglos antes, los chinos ya habían construido una muralla de 21.000 kilómetros —sin drones, sin Caterpillar, sin Twitter—, solo con esfuerzo, piedra y convicción. La Gran Muralla China es patrimonio de la humanidad; el muro de Trump ni siquiera terminó de levantarse.

Y mientras Trump sueña con ladrillos y concreto, el mundo se mueve. China —y con ella el sudeste asiático e India— concentra más del 50% de la población mundial, y por tanto, del consumo. Ignorar ese mercado es como decidir que el océano no existe porque uno vive en el desierto. Pero Trump, aferrado a ideas de otra época, juega a manipular aranceles, a proteger industrias que ya no lideran, y a construir muros mentales frente a una economía global que avanza sin pedir permiso.

La comparación es inevitable. Mientras EE.UU. debate si seguir usando gasolina, en Shanghái ya planean taxis autónomos voladores. Mientras Trump se indigna por las importaciones, China lidera la producción de autos eléctricos, 5G, inteligencia artificial y domina el mercado mundial de paneles solares. El futuro tecnológico ocurre al otro lado del Pacífico, y EE.UU., con su nostalgia industrial, parece mirar más a 1985 que a 2050.

Y lo feo, por supuesto, es Trump mismo. No como persona —eso queda para sus allegados— sino como símbolo. Su estética vulgar, su desprecio por el conocimiento, su obsesión con lo grandilocuente, son el reflejo de una cultura que celebra la chabacanería por encima de la sustancia. No eleva a EE.UU.; lo reduce a él a un personaje de caricatura.

¿Legado?
Lo de Trump será recordado, quizás, como otro intento de construir un muro; esta vez para frenar el siglo XXI. Un muro bajito, de concreto, en un mundo que ya vive en la nube.

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China, Guerra comercial, Trump

[El dedo en la llaga] NOTA ACLARATORIA: El siguiente texto es el epílogo de mi libro inédito sobre el Sodalicio de Vida Cristiana. Si todo sale bien, el libro será publicado en el transcurso de este año.

El Sodalicio de Vida Cristiana ciertamente jugó un papel importante en la conformación de mi identidad personal. Yo no sería quien soy si no es porque en un momento de mi vida esta línea torcida de Dios me salió al encuentro y se convirtió en un camino para descubrir realidades que en ese momento no percibía, cuando era solamente un joven desorientado, insatisfecho, buscándole sentido a un mundo que parecía no tenerlo. El Sodalicio me permitió adentrarme en ese libro misterioso que escribe Dios de manera invisible, ese laberinto de páginas incomprensibles, rompecabezas incompletos y renglones entrecruzados que llamamos vida y que sólo cobra sentido desde la perspectiva de la eternidad insondable. Gracias al Sodalicio descubrí la fe cristiana de una manera intensa y vibrante en un momento en que podría haberla perdido, y se despertaron en mí las inquietudes intelectuales que me han acompañado a lo largo de mi vida. Aunque he de confesar que este redescubrimiento de la fe ya se había iniciado un año antes, cuando yo tenía 14 años de edad, gracias a un atípico profesor de religión, de talante bohemio, que tuve en el Colegio Alexander von Humboldt, quien tuvo la valentía, con un estilo desenfadado, de cuestionar mis seguridades de adolescente omnisciente, hacer que tomara conciencia de lo burgueses y conformistas que eran mis actitudes rebeldes y abrirme las puertas a una búsqueda que tocaría puerto un año después.

En el Sodalicio aprendí a nutrirme de esa visión de eternidad que otorga la fe, a mirar a Jesús de manera novedosa y vital, a abandonarme en las manos maternales de Santa María Virgen, a preferir los bienes que se pueden atesorar en el corazón a los bienes materiales que uno atesora en la tierra, a hablar con sinceridad y a huir de todo tipo de hipocresía y doblez del alma, a tomar conciencia de los talentos que Dios me ha concedido para compartirlos con mis semejantes, a entender la vida como un acto de amor y servicio que se ofrece gratuitamente y que lleva al sacrificio de las propias comodidades y seguridades, a vivir la dinámica de lo provisional sin hacerme muchas preocupaciones por el futuro y alegrándome por los dones que ofrece el presente, a no rendirme nunca ante las adversidades, a querer amar hasta el extremo, a alegrarme con las cosas sencillas, a ver el dolor como parte del recorrido que uno tiene que hacer en esta tierra de sombras, a sentirme siempre en la presencia de Dios, cuya luz se vislumbra en todo lo que ocurre y no permite nunca que perdamos la esperanza.

En el Sodalicio conocí a muchas personas de gran calidad humana, buena voluntad, conciencia recta e integridad moral, y también hice muchos amigos, a los que sigo mirando con aprecio y respeto y hacia los cuales siempre tendré el corazón abierto, cual habitación pequeña pero abrigada, donde puedan entrar y calentarse al fuego, mientras toman el vino que les ofrezco y se olvidan por un momento de las inclemencias que trae la vida. Pues la lealtad franca y abierta hacia las personas que confían en uno y que no ocultan trastiendas en sus almas es algo que también aprendí en el Sodalicio.

El Sodalicio que yo conocí en los 70 estaba muy lejos de esa imagen de personas tiesas, formales, de trato cortés pero distante, adscritas a un idealismo religioso que los aleja del común de los mortales. Es cierto que la manera de participar en las celebraciones litúrgicas comenzaba a alimentar esa imagen. Ya desde entonces se tenía la costumbre de usar traje azul en las festividades solemnes, cantar con voz fuerte y estilo marcial, cuidar los detalles en la presencia física —pulcritud, sobriedad de gestos, contención— y actuar todos de manera similar. Pero en ese entonces este tipo de solemnidades eran relativamente escasas, y lo que reinaba era un espíritu de informalidad y camaradería ajeno a las formalidades asociadas a lo religioso. El lenguaje que se utilizaba no retrocedía ante las expresiones más crudas y obscenas. Yo nunca estuve acostumbrado a ese lenguaje, cosa rara entre los jóvenes de mi medio social, y tuve que aprenderlo para comunicarme con mis compañeros de camino en el Sodalicio. Fue así que el inicio de mi compromiso cristiano coincidió con mi iniciación en el lenguaje vulgar y malsonante, que por lo general había estado ausente de mi vida, por educación y por decisión propia.

Conformado en ese entonces por jóvenes que estaban a lo más en la mitad de sus años veinte ‒quien más edad tenía era Luis Fernando Figari, que superaba la treintena‒ no faltaban las locuras juveniles propias de esa edad. Había, por ejemplo, quien conducía su coche por las calles de Lima a velocidades que llegaban a los 80 kilómetros por hora. Teníamos a veces conversaciones nocturnas en las que hablábamos sobre libros y películas críticas de la sociedad, muchas veces en cafés pintorescos de la noche limeña, algunos de los cuales ya no existen. Hermann Hesse era uno de los autores más comentados, cuyos libros Demian y Siddharta eran de lectura casi obligada para quienes nos adentrábamos en la dimensión profunda de la existencia. Mi afición por el buen cine también se afianzó en aquella época, cuando las inquietudes despertadas me hicieron acudir a a las salas de cine y cine clubes en busca de algo más que entretenimiento. Recuerdo que vi en ese entonces obras memorables del Séptimo Arte como “El extranjero” (“Lo straniero”, Luchino Visconti, 1967), “La naranja mecánica” (“A Clockwork Orange”, Stanley Kubrick, 1971), “Un hombre de suerte” (“O Lucky Man!”, Lindsay Anderson, 1973), “Alguien voló sobre el nido del cuco” (“One Flew Over the Cuckoo’s Nest”, Milos Forman, 1975), “El show debe seguir” (“All That Jazz”, Bob Fosse, 1979) y “Estados alterados” (“Altered States”, Ken Russell, 1980), que luego fueron objeto de largas disquisiciones para atrapar los significados que se me escapaban e iluminarlos desde la perspectiva cristiana rebelde que asumíamos.

El Sodalicio era un espacio de aventura que canalizaba nuestras ansias rebeldes y nos permitía ver la realidad desde una perspectiva distinta, a la vez que se erigía como proyecto para transformar el mundo y reconducirlo hacia su centro, convirtiéndolo de salvaje en humano, y de humano en divino, partiendo de la transformación de las personas a través de su conversión a la fe cristiana. He de admitir que en el Sodalicio se iniciaron recorridos personales maravillosos, trayectorias que enrumbaron a muchos jóvenes inquietos, voluntariosos y llenos de buenas intenciones por caminos que de otra manera hubieran terminado en la mediocridad de existencias pequeño burguesas y rutinarias, sin mayores alicientes.

¿Cuándo comenzó a irse a pique este sueño? ¿En qué momento aparecieron las primeras señales de decadencia? ¿O acaso no estuvieron presentes desde un inicio? ¿Como cuando se sometía a las personas a rondas de preguntas en grupo, forzándolas a ventilar ante otros problemas privados y personales? ¿O cuando, a fin de lograr los objetivos propuestos en el apostolado proselitista, en algunos casos se les hizo beber licor a algunos jóvenes hasta emborracharlos, a fin de de que bajaran sus defensas psíquicas y estuvieran mejor dispuestos a que se abordara sus secretos personales sin restricciones? ¿O cuando en algunos retiros se aplicaba una dinámica de grupo, en que todos los participantes se echaban sobre el piso con los ojos cerrados, y uno de los miembros del equipo se hacía pasar por un enfermo terminal de cáncer y contaba una historia desgarradora, a fin de generar miedo y angustia ante la muerte en los jóvenes menores de edad que escuchaban y, de esta manera, inducirlos a aceptar el mensaje de salvación que ofrecía el Sodalicio? ¿O cuando se nos pedía que no contáramos a nuestros padres las cosas que hacíamos, veíamos y escuchábamos en las reuniones sodálites, fomentando incluso la desobediencia hacia ellos mediante el argumento de que ellos no sabían lo que era bueno para nosotros puesto que no tenían un compromiso cristiano de veras sino mediocre y, como pertenecían al mundo, no iban a entender de qué iba lo nuestro? ¿O cuando eran aplicados tests psicológicos a jóvenes menores de edad, sin conocimiento ni consentimiento de sus padres, por parte de sodálites sin formación profesional ad hoc, a fin de lograr la adhesión de los jóvenes al grupo, además de otras dinámicas orientadas a controlar la psique de las personas y hacerlas dependientes de los sodálites mayores? ¿O cuando a un joven menor de edad su consejero espiritual le pidió que se desnudara por completo e hiciera como que fornicaba una silla, para ver si así lograba romper sus barreras psicológicas? ¿O cuando ya en esa época se presentaba a Luis Fernando Figari como una especie de iluminado y se consideraba cualquier conversación con él como una experiencia que necesariamente iba a contribuir a la propia transformación dentro del camino hacia la santidad deseada? ¿O cuando en los dos primeros Convivios, congresos de estudiantes católicos organizados por el Sodalicio para jóvenes de 16 y 17 años en edad escolar, realizados en 1977 y 1978 respectivamente, se iniciaron las sesiones del primer día, viernes en la noche, con la exhibición de películas clasificadas para mayores de 18 años por su alto contenido de violencia, a saber, Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) —clásico moderno que, sin embargo, no deja de ofrecer una visión deprimente de un entorno social determinado y termina en un baño de sangre de violencia inusual para la época— y Centinela de los malditos (The Sentinel, Michael Winner, 1977) —película de terror que presenta escenas de gran impacto, sórdidas y repugnantes, con personajes salidos del infierno—? ¿Y que la exhibición de estas películas en ambos Convivios tenía la intención de generar en los jóvenes participantes una especie de ablandamiento psicológico mediante una especie de terapia de shock, a fin de hacerlos tomar conciencia de los “males del mundo” y hacerlos más receptivos al mensaje que se les quería transmitir? ¿No se parece todo lo descrito anteriormente a las técnicas de control mental y manipulación de conciencias que han practicado varias sectas?

¿Eran estas señales de decadencia o solamente errores juveniles producto de la falta de experiencia? ¿Y lo que vino después en los 80? ¿Cuántos saben que el primer sodálite de vocación matrimonial que se casó tuvo una misa de bodas que fue celebrada con gran solemnidad, a lo grande, y que al final terminó migrando con su esposa a los Estados Unidos y se desvinculó completamente del Sodalicio? ¿Cuántos saben que Alberto Gazzo, el único sacerdote sodálite ordenado por el Papa Juan Pablo II en 1985 terminó colgando los hábitos y separándose de la institución, y que el número de la revista Alborada donde aparecía su foto junto con el Papa fue requisado y sacado de circulación, a fin de que nadie se acordara nunca más de él? ¿Quién recuerda a Virgilio Levaggi, aquel miembro de la cúpula sodálite ‒actualmente exsodálite‒ que fue confinado por un tiempo en una de la comunidades por haber cometido una falta grave que nunca se nos quiso revelar, y que se nos dijo que era referente a la obediencia, aunque las circunstancias adjuntas hacen sospechar más bien de una falta como aquellas que muchos jerarcas de la Iglesia han solido ocultar, dizque a fin de evitar escándalos? ¿Y qué pasó con aquel joven que vivía en una de las comunidades de formación de San Bartolo y al que un día le dijeron que no era apto para la vida en comunidad y que no creían que tuviera vocación, y por lo tanto debía regresar a vivir a casa de su padres, de cuya azotea se habría lanzado al vacío meses después para encontrar una muerte temprana por propia mano? ¿Y las huidas entre gallos y medianoche de quienes ya no querían vivir en comunidad, y que preferían aprovechar las horas nocturnas para retornar a una vida normal, antes que manifestar su deseo de forma abierta a los superiores, pues ello implicaba pasar meses de meses en estado de discernimiento obligatorio, sometidos a observación y a una dura disciplina, antes de que por fin se les permitiera salir al mundo, y siempre con el estigma de haber fracasado, que no es mucho peor que el estigma de “traidores” que se les colgaba en secreto a quienes se largaban “por la puerta trasera”?

El Sodalicio tenía potencial para ser grande y su misión prometía tener alcance universal. La energía y el ímpetu de jóvenes dispuestos a los más grandes sacrificios por seguir a Jesús el Señor, a comprometerse con la Iglesia y a actuar como levadura cristiana de buena calidad en la sociedad estaba presente. Y sinceramente, agradezco por lo que significó esa etapa de mi vida en todo aquello bueno que contribuyó a mi desarrollo personal y por haber significado para mi el inicio del seguimiento de Jesús en el Pueblo de Dios que es la Iglesia. Agradezco por todas las personas buenas que conocí y por las amistades que todavía mantengo. Agradezco por haber despertado en mí inquietudes intelectuales y haberme impulsado a hacer de mi vida una continua búsqueda preñada de una nostalgia entrañable de eternidad. Agradezco por todos los momentos de alegría, de tristeza, de incertidumbre y esperanza compartidos con tantos compañeros en la brega, hayan estado hasta el final en Sodalicio o se hayan ido antes. No obstante todas estas cosas buenas y positivas, lamentablemente los gérmenes de decadencia también estaban presentes e hicieron su labor. 

El Sodalicio se convirtió un cuerpo enfermo aquejado de autoritarismo, verticalismo, anquilosamiento intelectual y espiritual, ceguera histórica, espíritu sectario, aburguesamiento institucional y falta de tolerancia y de libertad. Y ése ha sido el caldo de cultivo donde han germinado los peores abusos.

Parece que la dolencia era terminal, considerando que los síntomas principales de la enfermedad institucional persistieron hasta el final. Y no obstante los intentos de curar al enfermo, lo único que se hizo fue lavarle la cara y darle al sistema una fachada de salud aparente.

En el Sodalicio siguieron creyendo en la existencia de su “carisma fundacional”, ese don que el Espíritu Santo otorga a un fundador de un instituto de vida consagrada para darle una tarea y una orientación, que finalmente se traduce en un beneficio espiritual para la Iglesia. Considerando que el fundador Figari —«mediador de un carisma de origen divino» según la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (carta del 30 de enero de 2017)— era un pecador redomado que podría no haber vivido el carisma, éste habría pasado actualmente a los miembros de la comunidad, lo cual se manifestaría en las obras buenas de las cuales hace gala el Sodalicio.

Sin embargo, ¿qué carisma podría haber tenido un hombre que creó una institución que funcionó como una secta desde sus principios, secuestrando las mentes de jóvenes menores de edad para luego abusar sexualmente de algunos? ¿Qué carisma pueden haber recibido los miembros actuales, que relativizaron la verdad y maltrataron a muchas víctimas desconociendo la veracidad de sus testimonios, además de haber impedido que se conozca todo el alcance de los abusos? ¿Que obras y frutos buenos puede mostrar el Sodalicio, cuando por cada sodálite en actividad que había deben haber varias personas —entre las cuales me cuento yo— que han visto sus vidas afectadas negativamente? ¿Qué carisma puede ser aquel que ha dañado la imagen de la Iglesia católica y ha hecho que muchas personas pierdan su fe religiosa?

Un recuento de quiénes fueron los miembros de aquello que Luis Fernando Figari llamaba “generación fundacional” del Sodalicio, conformada en su mayoría por escolares que terminaban el colegio en el año 1973, nos debería llevar a la misma conclusión. ¿Quiénes estuvieron, además de Germán Doig? Mons. José Antonio Eguren, arzobispo emérito de Piura y Tumbes, quien ha sido expulsado del Sodalicio por el Papa Francisco. El exsodálite Virgilio Levaggi, quien también cuenta con graves acusaciones de abuso sexual. El sacerdote Jaime Baertl, que cometió un abuso sexual sin contacto físico en perjuicio mío cuando yo tenía tan sólo dieciséis años de edad, lo cual ha sido descartado como inverosímil por los representantes del Sodalicio hasta el día de hoy. El sacerdote Emilio Garreaud, quien en el año 2019 fue denunciado por abuso sexual contra un mayor de edad en el Tribunal Eclesiástico Provincial de Costa Rica, denuncia que nunca se investigó a fondo y terminó siendo archivada. El laico consagrado Alfredo Garland y el exsacerdote y exsodálite Alberto Gazzo, quienes han sido señalados por el obispo emérito de la prelatura de Ayaviri y exsodálite Mons. Kay Schmalhausen como sus abusadores sexuales cuando el era aún un adolescente menor de edad (el mismo Schmalhausen cuenta que, ya siendo mayor de edad, abusaron sexualmente de él tanto Figari como Doig). El laico consagrado José Ambrozic, también expulsado del Sodalicio por el Papa Francisco. El laico casado Raúl Guinea, quien colaboró en la administración de los cementerios del Sodalicio, un negocio lucrativo libre de impuestos debido al uso ilegítimo y abusivo del Concordato entre la Santa Sede y el Estado Peruano. Franco Attanasio, quien fuera el primer sodálite casado y luego se separó de la institución, se mudó a los Estados Unidos con su mujer, y que ha sido incluido en el Registro de Agresores Sexuales de Michigan, en virtud de cuatro sentencias por conducta sexual criminal en cuarto grado emitidas en el año 2021. De este grupo sólo se salvan el exsodálite Juan Fernández, quien hizo carrera en la Marina de Guerra del Perú, y el exsacerdote y exsodálite Luis Cappelleti.

¿Quién puede creer aún que una pandilla de abusadores hayan sido portadores de un carisma del Espíritu Santo para bien de toda la Iglesia?

Figari ya ha sido expulsado de la institución que él fundó y el Sodalicio ha sido suprimido. El decreto de supresión hace referencia a la inmoralidad del fundador Figari como indicio de la inexistencia de un carisma fundacional, y por tanto, de la falta de legitimidad eclesial para la existencia de la institución. En otras palabras, ya la Santa Sede ha reconocido oficialmente que Figari no fue guiado por un poder divino, ni es fundador en ningún sentido, ni el Sodalicio era una obra querida por Dios.

Por el bien de la Iglesia y de la humanidad —y por el bien de muchos sodálites de buena voluntad que aún seguían sometidos al sistema ideológico y disciplinario de la institución— el Sodalicio fue condenado a desaparecer.

Este libro busca ser una contribución para ponerle un epitafio a la historia infamante de una institución que fracasó en la misión que decía tener —evangelizar a los jóvenes, evangelizar la cultura y solidarizarse cristianamente con los pobres y marginados— y que funcionó como una secta desde sus inicios, como una moledora de conciencias y destinos humanos, produciendo o bien seres fantasmales cortados todos con una misma tijera, o bien sobrevivientes de una experiencia que deja heridas en el alma y la tarea de una vida entera a rehacer desde sus cimientos, para hacerla auténticamente humana después de las salvajadas a que fue sometida.

Descansa en paz, Sodalicio. Descansa en paz en tu sepulcro y que duermas bien. Por los siglos de los siglos. Amén.

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Abusos, Iglesia católica, Luis Fernando Figari, Sodalicio

[Música Maestro] Cuando yo era niño, a mediados de los años ochenta, la Semana Santa era todavía una de recogimiento y reflexión, rezago de épocas más restrictivas vividas por mis padres y abuelos. Aun recuerdo que, mientras nos repartíamos, mis hermanos y yo, las ollas con frejoles remojados y les quitábamos las cáscaras para el delicioso dulce de frejol colado, una receta tradicional que los distritos de población afroperuana de Lima antigua (La Victoria, Rímac, Barrios Altos) adoptaron de sus antecesores de Cañete; que ella había aprendido muy bien, a pesar de haber nacido en otro país, papá nos contaba que “en sus tiempos” no podía escucharse música los Viernes Santo. 

De hecho, mi generación también conoció algo de aquellas formas un tanto exageradas de vivir esta efeméride cristiana. Aunque las prohibiciones ya no eran tan drásticas, uno sabía que los días centrales era muy mal visto ponerse a escuchar salsa o reventar cohetes. Menos después del Sermón de las Siete Palabras, que todos escuchábamos así no entendiéramos o nos aburriéramos intensamente. 

Mi generación también vio nacer rituales nuevos. Algunos nada santos, como los repetitivos reportajes que mostraban las borracheras en campamentos de los feriados -las vergonzosas “Semanas Trancas”. Y otros, más edificantes, como ver documentales sobre grandes hallazgos relacionados a las historias bíblicas o sentarse a ver, cada año, películas épicas-religiosas producidas en la era dorada del cine hollywoodense. 

Aunque ambas costumbres de la Semana Santa posmoderna siguen vigentes, hay una que es ya una institución -solo falta que la incluyan en el Catecismo versión peruana- mientras que la otra, paulatinamente, se va convirtiendo en un asunto anacrónico, de viejos. 

Los fines de semana largo son pretexto perfecto para masivos reventones donde creyentes y no creyentes olvidan -o, peor aun, no saben- que la Semana Santa rememora un martirio, más allá de que haya sido real o alegórico. 

La subcultura del espectáculo y la relativización de los sistemas de creencias se imponen a toda norma básica de respeto y permite que los bacanales sigan a todo volumen reggaetonero en medio de lo que un sector todavía grande de la población vive como el velorio de un familiar cercano. En esta aldea global llena de sicarios menores de edad y líderes políticos que solo rinden culto al dinero y a las cirugías plásticas, la fiesta permanente no puede parar.

Con respecto a ver películas del pasado, cada vez somos menos las personas que disfrutamos del consumo reiterativo de esas producciones grandilocuentes que convirtieron a Charlton Heston en superestrella. De niños, nos admirábamos con los efectos especiales y la posibilidad de ver en imágenes los relatos bíblicos del Genesis, el Éxodo o el Nuevo Testamento, reforzando sin darnos cuenta pasajes de la historia universal que, tarde o temprano, nos contarían en el colegio. 

De adultos, estas películas nos aseguran buen entretenimiento bajo la premisa de estar frente a desarrollos audiovisuales clásicos, actuaciones memorables, frases y secuencias inolvidables. Al margen de los conocimientos adquiridos posteriormente y las inevitables desafiliaciones –“soy creyente pero no practicante”, “soy agnóstico, soy ateo”-, esperamos el Jueves y Viernes Santo -y los dos días siguientes- para toparnos con alguna de estas largas recreaciones históricas, sin fijarnos en sus inconsistencias, solo por el mero gusto de repetir ese ritual.

Los Diez Mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956) y Jesús de Nazareth (Franco Zeffirelli, 1977) son dos de mis favoritas, por encima del sanguinolento hiperrealismo de La Pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004) o el remake en clave videojuego de Ben-Hur (Timur Bekmambetov, 2016). No importa que fenómenos como el del río Sarandí en la localidad bonaerense de Avellaneda, reportado en febrero de este año, puedan explicar aquella plaga de las aguas ensangrentadas. No importa que la reconstrucción facial que hiciera el experto forense británico Richard Neave en el año 2001 nos demostrara que Jesús habría tenido los rasgos toscos de un rústico ciudadano palestino y no las finas facciones de aquel clásico cuadro decimonónico del Sagrado Corazón que inspiró la caracterización de esa miniserie con reparto de lujo. Ambas tienen, además, bandas sonoras extraordinarias. Recordémoslas juntos.

JESUS OF NAZARETH – ORIGINAL SOUNDTRACK COMPOSED AND CONDUCTED BY MAURICE JARRE (Pye Records, 1977)

Cuando el italiano Franco Zeffirelli (1923-2019) convocó a Maurice Jarre (1924-2009, padre de Jean-Michel) para que compusiera la banda sonora de la miniserie Jesús de Nazareth que estaba dirigiendo, lo hizo a sabiendas de que el célebre músico rechazaba, a priori, cualquier oferta de trabajo que le llegara desde la televisión pues su formato le parecía banal e insuficiente. 

Sin embargo, las características de esta superproducción ítalo-británica se acercaban más a las épicas películas históricas que había musicalizado previamente -Lawrence de Arabia (1962), Dr. Zhivago (1965), ambas dirigidas por el británico David Lean- y decidió acometer el reto, animado además por las proyecciones presupuestales que se le anunciaron. 

El resultado es una conmovedora partitura llena de momentos sublimes, que sirvió de marco musical perfecto para esta producción de casi seis horas de duración que se mantiene, hasta ahora, como una de las representaciones más admiradas de las que han intentado retratar cinematográficamente la vida, pasión y muerte de Jesucristo, uno de los personajes más enigmáticos e inspiradores en términos artísticos. 

Como sabemos, desde el Renacimiento la iconografía religiosa católica impuso un modelo de cómo se habría visto Jesús y sus coetáneos, una fisonomía inverosímil que marcó a fuego a las artes plásticas. Esa estética fue recogida por los realizadores. En cuanto a Jarre, el destacado compositor francés puso al servicio de las imponentes imágenes de locaciones ubicadas en Túnez y Marruecos y de esa europeizada imagen del Mesías, lánguido y blanco, de ojos azules y cabello lacio, casi castaño, imaginativos desarrollos orquestales que combinan la grandiosidad de las cuerdas sinfónicas con elaboradas secciones en que flautas y clarinetes traen a la mente las exóticas danzas del Medio Oriente y las comunidades judías del Año 1. 

El leit motif que representa musicalmente a Jesús es una profunda escala de violines y cellos que se repite de manera aleatoria en varias de las once partes que conforman la banda sonora, grabada originalmente en 1977 para el sello británico Pye Records, famoso por lanzar las primeras discografías de bandas rockeras como The Kinks o Status Quo. El inicio, sin embargo, es aterrador, con una llamada de percusiones y violines que, a manera de latigazos, nos anticipa el crítico momento de la tortura física -Crucifixion- antes de soltar por primera vez, el referido motivo en el tema-título, Jesus of Nazareth, un remanso de paz y luminosidad que se instala en la memoria para siempre. 

Hay temas especialmente llamativos en este soundtrack televisivo, como por ejemplo Three kings, Salome -que incluye una frenética pieza en la que brillan lascivos flautines y percusiones menores-, Miracle of the fish, que enriquecen las estampas dirigidas por Zeffirelli, basadas en los Evangelios pero que también contienen diversas licencias de autor para su construcción fílmica. The beatitudes incluye la voz de Robert Powell (80), el actor que interpretó a Jesús, leyendo las ocho bienaventuranzas en italiano, mientras de fondo suena el tema básico en variaciones de violines y vientos suaves. 

Jerusalem es triunfal mientras que Baptism/Jairu’s daughter reflejan la fuerza de la personalidad de Jesús. El camino al Gólgota inicia en Crucifixion con una primera parte basada nuevamente en el terrorífico tema central para luego tornarse triste y oscura, y finalmente resurgir con enormidad en Resurrection, en el éxtasis de la gloria divina. Más allá de que seamos creyentes o no, la expresividad de estas composiciones de Jarre padre no hacen más que confirmar por qué está considerado como uno de los mejores compositores de música sinfónica contemporánea del siglo XX.

Jesus of Nazareth es un buen ejemplo de la importancia que tiene la música en la emotividad que puede alcanzar una película, en especial si estamos hablando de un tema como este, que viene animando toda clase de pasiones, fanatismos y controversias desde hace años, pero que no deja de ser importante para muchas personas en el mundo: las bases del Cristianismo.

ORIGINAL MOTION PICTURE SOUNDTRACK – THE TEN COMMANDMENTS (MCA Records, 1956)

Como ocurre con Ben-Hur (William Wyler, 1959), El manto sagrado (Henry Koster, 1953), Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951) y otras películas del género bíblico de la década de los años cincuenta, The Ten Commandments (en español, Los Diez Mandamientos) posee una banda sonora sinfónica y monumental, con marchas triunfales en las que resuenan trompetas, timbales y violines de naturaleza grandiosa, descomunal. 

Para esta larguísima e inolvidable película -un clásico de la Semana Santa- el director norteamericano Cecil B. DeMille (1881-1959) contrató los servicios de Elmer Bernstein (1922-2004), un compositor neoyorquino que había sido alumno de su compatriota Aaron Copland (1900-1990), célebre creador de piezas como Hoedown o Fanfare for the common man, adaptadas al rock por el trío inglés Emerson, Lake & Palmer. 

Bernstein -quien no tiene parentesco con Leonard, otro gran compositor y director sinfónico norteamericano, aunque sí eran muy amigos- aplicó todos sus conocimientos académicos a esta suite y, como se imaginarán, escribió una partitura de enorme duración, lanzada en LP por MCA Records en 1956 en versión reducida. En 1989 apareció por primera vez en CD, también con un setlist resumido que rescata las melodías más representativas del largometraje, de forma que pudiera adaptarse al entonces nuevo formato digital. Años después, apareció en el 2006 una versión en 2 discos compactos, con las más de dos horas de grabaciones que se realizaron originalmente en los estudios Paramount. Y para celebrar su aniversario 50, apareció un boxset de seis CD con todas las tomas alternas, muchas de ellas inéditas. Un artículo de colección para los amantes del compositor y, en particular, de esta obra.

Pero Bernstein no solo se limitó al uso de una orquesta sinfónica, sino que además realizó experimentaciones interesantes con el uso del theremín, por ejemplo, en The plagues, sombría composición que puede oírse en la secuencia de la última plaga, el paso del ángel de la muerte; o con instrumentos ancestrales como el shofar, una especie de corneta hecha de huesos de oveja, que se utiliza en ceremonias judías como el Rosh Hashanah o el Yom Kippur, presente en The exodus, otra de las piezas de la parte inicial de la banda sonora. 

Asimismo, el creador de otras grandes bandas sonoras del cine clásico como El hombre del brazo de oro (1955), Los siete magníficos (1960) o El dulce sabor del éxito (1957), recrea la música egipcia y árabe en las respectivas Egyptian dance y Bedouin dance, dos de las que más se alejan del tradicional sonido orquestal, rimbombante y épico que se convirtió, con el paso de las décadas, en uno de los tantos atractivos que posee este largometraje protagonizado por Charlton Heston (1923-2008) en el papel de Moisés, “el rescatado de las aguas” que pasó de ser príncipe egipcio a esclavo hebreo y, finalmente, producto de la intervención divina, en libertador y portavoz de las enseñanzas de Yahvé. 

A diferencia de otras musicalizaciones de filmes similares, que concentran sus desarrollos instrumentales en momentos determinados de las historias a las que apoyan, Elmer Bernstein buscó generar piezas para identificar a cada personaje, al estilo de autores de óperas del siglo XIX como el italiano Giacomo Puccini (1858-1924) o el alemán Richard Wagner (1813-1883), una sugerencia que habría recibido del mismo director. 

Reconocida como una de las películas religiosas más fieles a la historia que se cuenta en el Antiguo Testamento, The Ten Commandments tiene, en su soundtrack, una fortaleza adicional, un complemento de enorme vitalidad que nace de la visión operática de su autor, aun cuando no utiliza coros humanos y prefiere construir el efecto impresionante de sus composiciones en las secciones de vientos y violines, que adquieren una personalidad propia en cada compás. 

Un dato particularmente curioso para nosotros, en Latinoamérica: una de las partes más recordadas de la película es, sin duda, la escena en que Moisés, ayudado por Dios –“¡contemplen su poderosa mano!” exclama el patriarca en el momento culminante de esta clásica secuencia-, ordena que las aguas del Mar Rojo se abran para que el pueblo judío cruce y se libere finalmente de la opresión egipcia. Cuando Ramsés (Yul Brynner) ordena a su ejército ir tras ellos, el mismo Dios deja caer las aguas ahogando a cientos de personas, un acto de furia que define al espíritu castigador del Antiguo Testamento, ese mismo que hoy invocan los criminales de guerra de Israel. Este portentoso momento es acompañado por una melodía igual de colosal, titulada The red sea. 

Pero para nosotros siempre será sinónimo del héroe latinoamericano por antonomasia, El Chapulín Colorado, ya que su primera sección -esa portentosa sección de vientos- fue utilizada por su creador, Chespirito, para identificar la aparición del personaje cada vez que se le invocaba con el clásico «oh… y ahora ¿quién podrá defenderme?» Si este fin de semana se sientan a ver, otra vez, las cuatro horas y media de Los Diez Mandamientos, presten atención a esa secuencia.

Uno de esos gigantes que pueblan las civilizaciones con palabras, que imponen sentido al caos histórico del mundo con palabras y razón, se ha ido. Uno cuya estatura intelectual y moral deja una valla muy alta, pero a la vez una referencia que nos resulta imperativa.

Mario Vargas Llosa, novelista, ensayista, incansable polemista, ha muerto —aunque decirlo es, en su caso, relativo— porque su obra es actual, enérgica y controvertida. Vive.

Fue un soldado constante en la guerra contra el fanatismo, el autoritarismo y la estupidez de los dogmas. Los resistió con un credo simple pero abrumador: la libertad. La defendió en libros, en periódicos, desde tribunas y hasta en la arena política, donde su intervención, aunque fallida, fue memorable.

Para Vargas Llosa, el escritor tenía que intervenir en la historia. Poseedor de una universalidad que abarcaba de la narrativa a la crítica literaria y al ensayo político, su obra, no obstante, siempre estaba centrada, sobre todo, en un punto fijo, obstinado, ineludible: el Perú.

Un país que amaba con ira, ternura, sobriedad, dolor. El Perú fue su paraíso perdido y su infierno cotidiano, su complicación más rica. Lo relató, lo disecó, lo desaprobó, lo reinterpretó.

Y así Vargas Llosa muere y el Perú se siente un poco más solo, un poco más huérfano de iluminación y audacia. Pero también está escrito por su vida: como una promesa no realizada.

Nos lega el ejemplo del escritor total, del intelectual comprometido, del ciudadano libre, del incansable obrero de la creación siendo, sobre todo, su legado el de la enseñanza ilimitada de no sucumbir a la tiranía del silencio o el decreto.

Es nuestro deber, los lectores, sus herederos, asumir ese concurso solitario pero glorioso. Incluso muerto, sigue hablando. Solo se tiene que abrir cualquiera de sus libros para escucharle. Nos ha dejado un admirable peruano y será recordado como tal.

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