Blues-Rock

[Música Maestro] Aunque en inglés se usa más la palabra “Godfather” –“Padrino” en español- para referirse a la figura que más influyó en determinado género musical, yo prefiero usar “Padre”. Me parece que es, emocionalmente, desde el punto de vista de los hispanohablantes, más impactante hablar del padre y no del padrino que, en nuestros círculos familiares suele ser una presencia invisible, circunstancial, que puso su firma en la ceremonia de bautizo para después borrarse del mapa. En nuestro idioma, “padrino” se asocia más al lado oscuro del término, que proviene por supuesto de la clásica película de 1972 de Francis Ford Coppola. Para nosotros, el padrino es el capo maleado, el que activa las palancas, las argollas. En inglés, en cambio, el término “Godfather” une dos figuras de profunda sensibilidad –“dios” y “padre”- por lo que adquiere mayor relevancia cuando se usa como sobrenombre honorífico de un artista.

Así James Brown (1933-2006), Iggy Pop y Neil Young serían, en nuestro idioma, los padres del soul, el punk y el grunge, respectivamente, y no los padrinos, como se les denomina en inglés. Lo mismo aplica para el título de este artículo, que no podía ser otro. John Mayall, columna vertebral de la escena del blues británico que plasmó todo el amor que sentía por los ritmos negros norteamericanos en una trayectoria de casi ocho décadas, componiendo y tocando sin parar desde mediados de los sesenta y gestando, en ese camino, las carreras de algunos de los músicos más importantes de aquella generación, es sin lugar a duda el Padre del Blues Británico. Y falleció el lunes 22 de julio, a los 90 años.

Una vida larga y llena de música, la mejor y más misteriosa música del mundo. “El blues se trata -y siempre se ha tratado- de esa cruda honestidad con la cual expresa nuestras experiencias en la vida… Para ser honestos, no creo que alguien sepa exactamente de dónde vino. Solo sé que no puedo dejar de tocarlo” declaró alguna vez en una entrevista para el medio británico The Guardian.  

Ese mismo espíritu, entre lo chamánico y lo diabólico, ese espíritu que generó historias legendarias como aquella según la cual Robert Johnson (1911-1938) había vendido su alma al diablo para aprender a dominar la guitarra o que originó los rituales de vudú del extraordinario pianista Dr. John (Malcolm “Mac” Rebennack, 1941-2019), se apoderó de Mayall a muy temprana edad. Se sumergió en la colección de discos de blues y jazz de su padre y, refugiado en una casa de madera en la copa de un árbol, se autoeducó en guitarra, piano, armónica y canto hasta convertirse en uno de los mejores intérpretes de la historia del blues, sin ser negro ni norteamericano. 

Sus importantes contribuciones jamás han sido del todo reconocidas por el gran público y permanecen encarpetadas como un asunto de culto para melómanos y conocedores. Incluso ahora, la noticia de su muerte, triste pero comprensible dada su avanzadísima edad, no ha merecido la atención de medios convencionales. Hasta el Rock And Roll Hall Of Fame, al que nunca fue inducido en vida a pesar de ser elegible para ello desde 1990, recién este año lo iba a incluir en su categoría Influencia Musical. Una vergüenza más para el salón de la fama, cuyas incomprensibles omisiones son bastante conocidas desde hace tiempo.

Junto a su compatriota, el guitarrista Alexis Korner (1928-1984), John Mayall, cuya voz aguda y apagada competía en tonalidad con su inseparable armónica, difundió el blues de Chicago y del delta de Mississippi entre toda una generación de jovencitos ingleses que después comenzaron a formar sus propios grupos: The Graham Bond Organisation, The Spencer Davis Group, The Animals, The Rolling Stones, Fleetwood Mac, Cream, entre otros, como podemos apreciar en el sexto capítulo de la serie de documentales The Blues (PBS, 2003), producida por Michael Scorsese, en el episodio Red, white and blues, dirigido por el cineasta británico Mike Figgis (Leaving Las Vegas), en el que Mayall es uno de los entrevistados.

“Como la escena musical en Norteamérica estaba contaminada de segregación racial -explicó en aquella ocasión en que The Guardian dialogó con él por motivo de su cumpleaños 81- el blues fue desapareciendo. En Europa, en cambio, y especialmente en Inglaterra, el blues negro comenzó a ser escuchado por un público diferente. Así descubrimos a Elmore James, Freddie King, entre otros. Y ellos hablaban de nuestras emociones, las historias de nuestras vidas”. 

Como Miles Davis y Frank Zappa, John Mayall se dedicó a descubrir talentos extremadamente jóvenes que después vio brillar con luz propia. En 1966 convenció a Eric Clapton de no retirarse de la música, una decisión que había tomado tras renunciar a The Yardbirds, mortificado porque el grupo pretendía alejarse de la línea bluesera que él quería seguir. “John fue mi mentor. Él me enseñó -ha dicho Clapton en un emotivo video publicado en sus redes sociales- a seguir adelante tocando la música que quería tocar. Estoy agradecido por ello y lo extrañaré mucho”. 

Ese año, el álbum Blues Breakers with Eric Clapton, se convirtió de inmediato en un clásico, con covers como All your love (Otis Rush), Ramblin’ on my mind (Robert Johnson) y varios originales escritos por Mayall, entonces de 33 años mientras que Clapton y el bajista, John McVie, tenían solo 21. Cuando Clapton se tomó un año sabático con un proyecto musical en otro país, Mayall cubrió su lugar con otra futura estrella de las seis cuerdas, Peter Green (1946-2020). Y, en la batería, para reemplazar brevemente a Hugh Flint, estuvo un par de semanas un flaquísimo y larguirucho músico de 20 años, Mick Fleetwood. En 1967 Mayall registró el álbum A hard road, donde destaca el instrumental The stumble. Green, McVie y Fleetwood formarían, poco después, la base de la primera formación de Fleetwood Mac. 

Tras la salida de Green y McVie, Mayall contrató a un chiquillo de 17 años que sería, a la larga, el guitarrista que más tiempo trabajó con él en esos creativos años. Mick Taylor se mantuvo al lado de los Bluesbreakers hasta 1969, año en que se unió a The Rolling Stones como reemplazo del recientemente fallecido Brian Jones. Una vez más, John Mayall y su ojo clínico iban surtiendo de buenos músicos a las principales bandas de la época. También pasaron por su escuela, en distintos momentos, otros célebres nombres como el bajista Jack Bruce -antes de formar Cream con Eric Clapton y Ginger Baker- y los bateristas Keef Hartley y Aynsley Dunbar.

Bare wires (1968) incorpora al sonido básico de los Bluesbreakers instrumentos como violín, saxos alto/tenor y contrabajo, con toques de jazz y rock psiocodélico. En esa última versión de la banda, además de Mick Taylor en guitarra, Mayall tuvo a Dick Hecksall-Smith, Tony Reeves y Jon Hiseman, quienes fundarían ese mismo año el septeto de jazz fusión y prog-rock Colosseum. Un año antes, unió fuerzas con su contraparte norteamericana, Paul Butterfield, para grabar un EP de cuatro canciones, All my life.

Los extraordinarios álbumes Empty rooms, USA Union (1970) y el LP en vivo Jazz blues fusion (1972) muestran un aspecto diferente de la producción musical de John Mayall, instalado desde 1969 en las bohemias colinas de Laurel Canyon en Los Angeles, California, lugar que se convirtió en el epicentro de la efervescente y bucólica movida del folk-rock, donde coincidieron todas las más rutilantes personalidades de la generación Woodstock y más allá -los ecos del vecindario se extendieron hasta la llegada de artistas como Eagles, Jackson Browne y Linda Ronstadt, durante la primera mitad de los años setenta como podemos ver en el documental Laurel Canyon: A place in time (Alison Ellwood, 2020). 

En esos discos Mayall se desprende de la electricidad para ofrecer un sonido natural en el que despliega todas sus capacidades como multi-instrumentista -revisar su piano en Marsha’s mood (The blues alone, 1967), por ejemplo-, además de rodearse de un elenco cambiante y talentoso de músicos norteamericanos. De hecho, la primera referencia a su nueva casa apareció en el LP Blues from Laurel Canyon (1968), aunque en realidad se grabó en los estudios Decca de Londres, un año antes de la mudanza. Para esa nueva etapa, convocó a experimentados ejecutantes como el guitarrista Harvey Mandel y el bajista Larry Taylor, ambos integrantes del quinteto Canned Heat, así como el violinista Don “Sugarcane” Harris y el baterista Ron Selico, conocidos por sus trabajos con Johnny Otis y Frank Zappa.

En 1971 apareció el LP doble Back to the roots, una clase magistral de todo lo que él mismo había ayudado a desarrollar. Desde la inicial Prisons of the road hasta el cierre con Travelling, Mayall y su mini orquesta nos llevan de la mano por un camino en el que nos encontramos con todos los héroes anónimos del blues. Ecos de John Lee Hooker -a quien había acompañado con su banda en Londres- y Freddie King en las guitarras -tocadas por Eric Clapton, Harvey Mandel y Mick Taylor-, el fantasmal Hammond B-3 de Mayall y el bajo caminante de Larry Taylor dominan las 18 canciones de este disco, una joya que incluye desde un homenaje a Jimi Hendrix -Accidental suicide- hasta excelentes instrumentales como Blue fox y Boogie Albert.

John Mayall tenía una profunda vocación por enseñar. En aquella entrevista de homenaje que le hiciera The Guardian, revela algo de esa cruzada didáctica que lo movilizó durante años. “Por eso mi cuarto disco –Crusade (1968)- llevó ese título. Ese era el propósito de todo lo que hacía en ese momento. Usar mi posición para dirigir la atención del público hacia aquellas personas que eran menos conocidas de lo que deberían haberlo sido”. De ahí su pasión por reivindicar a estrellas olvidadas de los años treinta y cuarenta pero no solo interpretando sus canciones sino creando cosas nuevas, a más de 6,000 kilómetros de distancia de las plantaciones de algodón en las que se originó el blues.

Entre 1972 y 1979, Mayall lanzó una cadena de álbumes en los que interactuó con lo mejor de lo mejor en cuanto a músicos de sesión. Su prestigio como compositor de blues y su vigencia en el circuito de conciertos le aseguraron una fiel base de seguidores que jamás dejaron de consumir sus producciones. En ese tiempo la tragedia rondó a su familia. En 1979, un voraz incendio consumió su casa en Laurel Canyon dejándolo literalmente en la calle. Su segunda esposa Maggie Parker recordó sobre esa ocasión: “Escapamos solo con nuestras vidas intactas y la ropa que llevábamos puesta. John y yo corrimos como locos, pasando entre las llamas en el carro de un amigo“. Según crónicas de la época, el artista perdió miles de dólares en grabaciones de audio, cintas de video y su colección de antigüedades del siglo 19.

Ese mismo año grabó uno de sus discos menos difundidos, con un sonido cercano al funk y la música disco, titulado Bottom line. Aquella grabación fue el colofón de un periodo en el que Mayall, sin alejarse de su estética bluesera, exploró sonoridades diferentes con secciones completas de vientos, percusiones dinámicas y coros femeninos. En este álbum participaron notables músicos de sesión como Steve Lukather, Jeff Porcaro (guitarra y batería de Toto), los hermanos Michael y Randy Brecker (saxo y trompeta, respectivamente), Lee Ritenour (guitarra) y nuestro compatriota Alex Acuña (batería y percusión). A pesar de ello -y de incluir un cover de un clásico de los Allman Brothers Band, Revival-, el LP pasó casi desapercibido y jamás fue reeditado en CD.

Durante las décadas siguientes, su carrera se mantuvo activa, con inagotables giras y lanzamientos al margen de las tendencias del mercado y la fama de sus pupilos. En los ochenta, Mayall presentó una nueva versión de los Bluesbreakers y siguió su costumbre de promover nuevos guitarristas. Walter Trout, al borde del retiro por múltiples problemas de salud y adicciones, tocó con la banda entre 1984 y 1989 y desde entonces, considera a Mayall “su salvador”. Luego de eso Trout inició una interesante carrera en solitario que sobrepasa ya los veinte títulos de agresivo y clásico blues de carreteras. En el 2001, Mayall lanzó Along for the ride, junto a antiguos discípulos como Mick Taylor, John McVie, Peter Green e invitados de distintas generaciones como Steve Miller o Jonny Lang. El siglo XXI recién comenzaba y John Mayall, aferrado al blues, siguió adelante.

Diez discos en estudio y otros diez en vivo, publicados entre 2001 y 2022 -incluyendo un concierto especial por sus 70 años realizado en Liverpool, Inglaterra, en el 2003- dan cuenta de su sorprendente vitalidad. El último de sus álbumes, The sun is shining (2022), lo muestra lúcido y musicalmente fuerte, en terreno conocido, acompañado de la más reciente versión de los Bluesbreakers, activa desde el 2018, integrada por Greg Rzab (bajo, ex integrante de The Black Crowes y Gov’t Mule), Jay Davenport (batería, percusiones) y Carolyn Wonderland (guitarra, coros). Mayall falleció en su casa en California, en paz, rodeado de su familia y amigos cercanos. El blues ha perdido, como dice el comunicado publicado en su Instagram oficial, a “uno de sus principales guerreros”. 

 

  

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En Blow by blow destacan también You know what I mean y Scatterbrain, compuestas a dúo con Middleton y un cover del clásico She’s a woman de Lennon y McCartney, con arreglos espaciales y Jeff Beck cantando la melodía vocal a través de una talk box, artilugio que después fue marca registrada de famosos guitarristas de otras épocas como Peter Frampton o Richie Sambora. Pero antes de eso, no podemos olvidar el disco Beck, Bogert & Appice, cuarenta minutos de tremebundo hard-rock, blues-funk y psicodelia, publicado en 1973 junto a Tim Bogert y Carmine Appice, bajista y baterista de dos legendarias bandas de rock clásico, Vanilla Fudge y Cactus. En este álbum, que tuvo una subestimada segunda parte en vivo en Osaka, Japón – un terremoto musical de grado ocho-, destacan Superstition -tema original de Stevie Wonder-, Why should I care y la espectacular Lady.

Las décadas siguientes, Jeff Beck mantuvo su alto estatus como uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos, refinando al máximo su digitación, que alternaba el uso de sus dedos con uñas o plectros de plástico, efectos y pedaleras, distorsiones y demás técnicas para lograr fraseos líquidos, potentes riffs y electrizantes solos capaces de ponerle los pelos de punta a cualquiera, siempre desde sus icónicas Fender Stratocaster, Fender Telecaster y Gibson Les Paul, que usó con más frecuencia en sus primeros años. Aun cuando sus producciones musicales no fueron abundantes -destacamos aquí los álbumes There and back (1980), Jeff Beck’s Guitar Shop (1989), los experimentos con la electrónica de Who else! (1999) o You had it coming (2000) o Emotion and commotion (2010), un disco en el que incluye covers de composiciones atemporales como Over the rainbow o Nessun dorma– la presencia de su incendiaria guitarra en diversos conciertos colectivos, desde ceremonias del Rock and Roll Hall Of Fame o Amnistía Internacional hasta colaboraciones con otros artistas, como Jon Bon Jovi (Blaze of glory, 1990), Kate Bush (You’re the one, 1993) o Roger Waters (Amused to death, 1992), le aseguraron vigencia y admiración entre el público y sus colegas, quienes hoy lamentan su partida.

En julio del 2022, hace apenas medio año, Jeff Beck lanzó 18, un álbum en el cual unió fuerzas con su amigo, el actor Johnny Depp, para rendir homenaje a clásicos del soul y el pop como Marvin Gaye, The Velvet Underground, Smokey Robinson, The Beach Boys, entre otros. Tanto en el disco como en los conciertos que ofrecieron para presentar ese disco, Jeff Beck, el padre de la guitarra eléctrica moderna, sonó extremadamente fresca y vital, como en sus mejores tiempos.

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