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[MÚSICA MAESTRO]  El encuentro del pequeño James Patrick con la guitarra fue una cosa fortuita, accidental. Lo cuenta con naturalidad, sin poses, durante la entrevista que concedió en el 2020 a Classic Rock Magazine, centrada en el lanzamiento, durante ese año pandémico, de Jimmy Page: The Anthology (Genesis Publications), autobiografía de 400 páginas que incluye registros fotográficos de cada etapa de su intensa y espectacular vida, desde su primera actuación en público, como corista en una iglesia, a los 8 años. Page, un verdadero referente mundial del rock como género musical, expresión artística y fenómeno de masas, cumplió 80 el pasado martes 9 de enero.

“En realidad, fue la guitarra la que me encontró a mí -dice Page-. Y lo alucinante en la ecuación es que en mi familia no había nadie que la tocara… Y cuando nos mudamos de Feltham a Miles Road en Epsom -Surrey, a 15 millas del sur de Londres- había una guitarra acústica vieja, desafinada pues nadie la tocaba quién sabe desde cuándo, que los dueños anteriores de la casa habían dejado abandonada ahí. Ese fue un acontecimiento revelador y extraño…” Desde ese momento, el instrumento de seis cuerdas se volvería parte de su organismo de forma casi literal.

No había lugar a donde Jimmy no caminara sin aquella vieja guitarra -la tienda, la iglesia, la escuela- y aprendió a tocarla solo, escuchando radio y buscando reproducir cada sonido, de oído. Su padre entendió rápidamente la vocación y talento del niño y le compró, como regalo doble por Navidad y su cumpleaños, una linda guitarra acústica Hofner Senator -la misma que usaban legendarios violeros del jazz como Charlie Christian (1916-1942) o Wes Montgomery (1923-1968)-, dándole sentido a su vida para siempre.

La trayectoria artística de Jimmy Page es brillante y excesiva, todo lo que se puede esperar de una superestrella de las etapas doradas del hard-rock de estadios. Su nombre es sinónimo de Led Zeppelin, el cuarteto que, en un periodo de doce años, realizó un trabajo discográfico cuya calidad, contundencia, inventiva e influencia resuenan hasta ahora. Desde Kiss hasta Greta Van Fleet, todos reconocen a Led Zeppelin como su principal inspiración y escuela sobre cómo debe verse y sonar una banda de rock pura y dura.

Led Zeppelin fue un monstruo de cuatro cabezas: la potencia inagotable de John Bonham (batería), el cerebral virtuosismo de John Paul Jones (bajos, teclados, mandolinas), la arrolladora sensualidad de Robert Plant (voz) y la magia endemoniada de Jimmy Page (guitarras), la suma perfecta de cuatro talentosas y carismáticas individualidades. Al mismo tiempo, todo en el cuarteto tuvo que ver con la impronta creativa de Page. Desde sus orígenes en 1968 hasta su abrupto final, el 25 de septiembre de 1980, día de la prematura muerte de “Bonzo” a los 32 años, tragedia que sucedió en la casa del guitarrista, principal compositor, productor e ideólogo de Led Zeppelin.

Pero la carrera musical de Jimmy Page no comenzó allí. En 1963, el futuro chamán de apariencia fantasmal inició un fructífero trabajo como guitarrista de sesión. Antes de llegar a los 20, ya lo contrataban para grabar en estudios para distintos artistas, muchas veces sin recibir crédito por ello, aunque sí muy buenas pagas para un joven de su edad. Page recuerda esas épocas como “muy didácticas” pues le permitieron entender cómo funcionaban la dinámica de hacer un disco, qué hacer y qué no en un estudio de grabación, cómo ir mejorando su técnica para ser más eficiente y aprovechar al máximo los recursos que tuviera a su disposición.

En esos años (1963-1966), Jimmy Page colaboró en grabaciones de los singles I can´t explain de The Who (1964), I’m not saying de Nico (1965), la vocalista alemana que se uniría después al combo psicodélico neoyorquino The Velvet Underground y en tres canciones del álbum debut de The Kinks (1964). Asimismo, tuvo ocasión de trabajar con los Beatles, haciendo música incidental para el film A hard day’s night (Richard Lester, 1964) y con el guitarrista original de los Rolling Stones, Brian Jones, en la banda sonora de la película alemana A degree of murder (Mort und totschlag, Volker Schlöndorff, 1966). Ya comprometido al 100% con Led Zeppelin, Page colocó su guitarra en la grabación más famosa de Joe Cocker (1944-2014), el cover de With a little help from my friends, incluido en su álbum debut de 1969.

A mediados de 1966, Page se unió a The Yardbirds, donde estaba su colega Jeff Beck quien, a su vez, había ingresado un año antes para reemplazar a otro amigo en común, Eric Clapton. Jimmy, de 22 años, llegó para cubrir la plaza de bajista abandonada por Paul Samwell-Smith. Poco después, intercambió instrumentos con Chris Dreja, segunda guitarra de The Yardbirds, e hizo dúo con Jeff Beck, como quedó inmortalizado en esta escena de Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966). Con The Yardbirds, Jimmy Page solo grabó un puñado de singles como Happenings ten years time ago, Psycho daisies o Ten little Indians, además del larga duración Little games (1967), que incluye White summer, una composición instrumental suya que le sirvió, años después, de base para Over the hills and far away, uno de los temas del quinto disco de Led Zeppelin, Houses of the holy (1973).

Los otros integrantes de The Yardbirds, Chris Dreja, Jim McCarty y Keith Relf, un poco saturados después de años de imparables giras y abrumados por el filo experimental que Page iba imprimiendo al sonido del grupo, decidieron renunciar. En el 2017 se publicó un disco en vivo titulado Yardbirds ’68, donde podemos escucharlos con Jimmy Page al frente, tocando clásicos como Heart full of soul o Shapes of things pero también una alucinada versión pre-Zeppelin de Dazed and confused. En esta última etapa de The Yardbirds, Jimmy Page comenzó a tocar su guitarra eléctrica usando un arco de cello, extravagancia que le sugirió un miembro de la prestigiosa Royal Philharmonic Orchestra de Londres y que se convirtió en una de sus marcas registradas durante los setenta.

Jimmy Page decidió rearmar el grupo como The New Yardbirds. Para ello, convocó a Terry Reid, como reemplazo de Keith Relf (voz). Reid desistió y le recomendó a un colega, Robert Plant quien, a su vez, trajo consigo a su amigo de la infancia, el baterista John Bonham, para el lugar de Jim McCarty. Por su parte, John Paul Jones, bajista y arreglista que se había cruzado con Page en numerosas sesiones de grabación, ofreció personalmente su participación. Para la segunda mitad de 1968, lo que el mundo conocería como Led Zeppelin ya rondaba por el circuito londinense de conciertos.

La discografía oficial de Led Zeppelin consta de nueve discos en estudio y uno en vivo, el portentoso The song remains the same (1976), basado en la película del mismo nombre que documenta los conciertos que ofrecieran en el Madison Square Garden de New York, del 27 al 29 de julio de 1973. Como hablar de la fascinante historia de Led Zeppelin merece un artículo aparte, nos limitaremos a decir que se trata de uno de los cuerpos de trabajo más sólidos y con menos altibajos de la historia del rock. La química existente entre Robert Plant, Jimmy Page, John Paul Jones y John Bonham era imbatible. Cada una de sus grabaciones estimula y sacude los sentidos de quien decide entregarse a la catarsis del sonido pesado, voluptuoso y abrasivo de esta increíble banda.

Jimmy Page fue el responsable directo de ese ataque redondo y en constante evolución. Desde los primeros acordes de Good times, bad times, que abre su debut (Led Zeppelin I, 1969), hasta el lacerante solo y los envolventes teclados de John Paul Jones en I’m gonna crawl, que cierra el octavo y último LP (In through the out door, 1979), sus magistrales riffs, electrizantes solos e innovadoras técnicas de producción dominan esta avalancha de himnos rockeros que tienen de blues, proto-heavy metal, folk acústico, fusiones con texturas sinfónicas, progresivas y medio orientales.

Para los oyentes más convencionales tenemos clásicos como Rock and roll, Black dog (Led Zeppelin IV, 1971), D’yer mak’er (Houses of the holy, 1973) y All my love (In through the out door, 1979), de rotación regular en las programaciones radiales. O la poesía electroacústica de Stairway to heaven (Led Zeppelin IV, 1971) que uno no se cansa de escuchar por más que la repitan, sobre todo si recibe tratamientos como este (click aquí). Y para los más especializados, tenemos el vertiginoso minuto y medio inicial de The song remains the same (Houses of the holy, 1973), la fuerza telúrica de Immigrant song (Led Zeppelin II, 1969) o Out on the tiles (Led Zeppelin III, 1970), el intenso jam de What is and what should never be (Led Zeppelin II, 1969) o los misteriosos cambios de In my time of dying (Physical graffiti, 1975).

En total son 81 canciones de puro músculo, destreza interpretativa, autenticidad y emociones desenfrenadas, con momentos luminosos –Tangerine (Led Zeppelin III, 1970)-, oscuros –Nobody’s fault but mine (Presence, 1976)-, sublimes –The rain song (Houses of the holy, 1973), enigmáticos –Kashmir (Physical graffiti, 1975) o lujuriosos –Whole lotta love (Led Zeppelin II, 1969). Led Zeppelin lo tenía todo, gracias a la superdotada guitarra de Jimmy Page. Además de eso, su imaginación y búsqueda de elementos innovadores fueron redondeando un carácter inquieto, independiente y libre de prejuicios musicales, por lo que incorporó otras sonoridades como del Medio Oriente y el África Norte. O de la India, una pasión que compartió con otros contemporáneos como Brian Jones (The Rolling Stones) o George Harrison (The Beatles). De hecho, Jimmy Page fue uno de los primeros músicos británicos en tener un sitar, que le consiguió su padre a través de unos compañeros de la fábrica en la que trabajaba, migrantes de India.

Jimmy Page cautivaba al público con su imagen, sus vestuarios y hábitos sobre el escenario, con esa aura de ingravidez espectral que lo hacía amenazante y atractivo a la vez. Además de su carisma, Page desarrolló un interés muy serio por el ocultismo, especialmente por los trabajos de Aleister Crowley (1857-1947), el famoso filósofo y artista británico experto en magia negra y satanismo, lo cual aportó más misterio a su personaje público. En 1972 recibió el encargo de componer música incidental para un corto basado en Crowley, Lucifer rising. Page escribió media hora de espeluznantes sonidos generados con guitarras y sintetizadores pero jamás se usó en el film, presentado finalmente en 1980. En el año 2012, Page lanzó esas composiciones bajo el título Lucifer rising and other sound tracks, en formatos físico (vinilo) y digital (para descarga web).

La muerte de John Bonham produjo la separación definitiva de Led Zeppelin. Pero la conexión de Jimmy Page con el rock continuó a través de diversos proyectos de corta duración. El primero de ellos fue en 1981, un intento fallido de supergrupo llamado XYZ, un power trío junto a la base rítmica de Yes, Chris Squire (voz, bajo) y Alan White (batería). Aunque llegaron a grabar algunos demos –que circulan en YouTube-, XYZ se disolvió al poco tiempo. Luego, el guitarrista escribió la banda sonora de Death wish II (Michael Winner, 1982), película de acción policial protagonizada por Charles Bronson que en nuestro medio se anunció como El Vengador Anónimo. Y en 1984, participó en dos temas –I get a thrill y Sea of love– del proyecto de Robert Plant The Honeydrippers, un homenaje a la música de los cincuenta y sesenta. Ese mismo año colaboró con su viejo amigo Roy Harper, en su décimo tercer álbum Whatever happened to Jugula? Posteriormente, entre 1985 y 1987, integró The Firm, con Paul Rodgers (ex vocalista de Free y Bad Company), y dos reconocidos músicos de sesión, el baterista Chis Slade (posteriormente en Ac/Dc) y el bajista Tony Franklin. Aunque los dos discos que editaron -The Firm (1985) y Mean business (1986)- no tuvieron mucha resonancia, dejaron temas estimables como Satisfaction guaranteed, Closer o Fortune hunter.

En esos años se produjo la primera reunión formal de Led Zeppelin, en el concierto benéfico Live Aid, ante casi 90 mil personas en el Estadio John F. Kennedy de Philadelphia. En la silla de John Bonham se sentó nada menos que Phil Collins. Sin embargo, las cosas no salieron muy bien aquel 13 de julio de 1985, con pésimos comentarios por parte de los mismos músicos debido al reducido tiempo que tuvieron para ensayar. Jimmy Page cerró los ochenta con su único álbum en solitario, Outrider (Geffen Records, 1988), que contiene tres notables piezas instrumentales, así como contribuciones vocales de Chris Farlowe, John Miles y Robert Plant.

La década siguiente, se concentró en realizar colaboraciones que mantuvieron su estatus de ícono del rock en tiempos de cambio para la industria musical y los gustos del público. Primero, con el ex vocalista de Deep Purple y Whitesnake, David Coverdale, grabó en 1993 un poderoso album que, en su momento, no generó mucho entusiasmo. Un año después, se juntó con Robert Plant para un sintonizado episodio de la serie MTV Unplugged que fue lanzado bajo el título No quarter: Jimmy Page and Robert Plant Unledded, un fantástico viaje por el catálogo acústico/místico/étnico de Led Zeppelin, embellecido por la participación de una orquesta de 30 músicos, banda de rock y un ensamble de músicos de Marruecos y Egipto. En 1998, ambos volvieron a reunirse en Walking into Clarksdale (Atlantic Records), disco que ha envejecido muy bien con el paso del tiempo, algo que también ocurrió con sus producciones anteriores. Para cerrar el siglo XX, Page salió de gira con la banda norteamericana de blues-rock The Black Crowes, que generó un doble en vivo, Live at The Greek (2000).

Las últimas dos décadas han visto a un Jimmy Page más reposado, concentrado en la remasterización del legado discográfico de Led Zeppelin, con esporádicas y relampagueantes apariciones como aquella noche del 10 de diciembre del 2007, junto a sus compañeros de siempre, Robert Plant, John Paul Jones y Jason Bonham, en lugar de su padre, en el retorno definitivo de Led Zeppelin, un conciertazo ante 20 mil personas en el homenaje al legendario productor turco-norteamericano Ahmet Ertegun (1923-2006). O su participación en el documental It might get loud (David Guggenheim, 2008), recorriendo las viejas instalaciones de la cabaña Headley Grange donde se grabó Stairway to heaven y otros clásicos zeppelinescos y compartiendo experiencias con guitarristas de dos generaciones diferentes, The Edge (U2) y Jack White (The White Stripes).

En su autobiografía, Jimmy Page se define como una persona “que nunca puede estar sin hacer nada y que siempre está dándole vueltas a ideas para sorprender a la gente”, algo notable considerando su edad. Padre de cinco hijos y orgulloso abuelo de dos, ha superado toda clase de adicciones y de críticas, entre ellas múltiples acusaciones de plagio e incluso de copiarle el estilo a Bert Jansch (1943-2011), guitarrista escocés de folk acústico, un artista de culto a quien Page consideró siempre como una de sus principales influencias. Sin embargo, nada ha impedido que sus contribuciones sigan vigentes y reconocidas por varias generaciones, convirtiéndolo en un personaje fundamental para entender la cultura juvenil y el ambiente artístico y masivo del siglo XX.

 

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[MÚSICA MAESTRO]  ¿Qué banda del periodo dorado del rock norteamericano -rotulado, de manera indistinta en la prensa especializada, como «arena rock» o «rock de estadios»- ha sido capaz de llevar al formato de canciones algunas de las fantasías más recurrentes en el público masculino? La respuesta inmediata es el quinteto bostoniano Aerosmith que viene, desde 1972, soltando un desprejuiciado y hasta anacrónico blues rock con ligeros tintes de hard rock y heavy metal, cargado de imágenes que son tan machistas que ya hasta risa dan. Y, a un tiempo, son también tremendamente improbables.

Steven Tyler (voz, armónica, piano, 75), Joe Perry (guitarra, coros, 73), Brad Whitford (guitarra, 71), Tom Hamilton (bajo, 71) y Joey Kramer (batería, 73) han estado juntos el 90% de esas cinco décadas, constituyéndose en una de las alineaciones más estables y reconocibles en la evolución de este subgénero rockero que ha logrado ubicarse a mitad de camino entre Led Zeppelin, The Rolling Stones y ZZ Top, para ser inspiración en su camino de agrupaciones posteriores como Guns ‘N Roses, Motley Crue y Lenny Kravitz, solo por citar tres ejemplos.

Curiosamente, a pesar de haber iniciado su trayectoria el mismo año que otros grupos de rock clásico como Queen, Kiss o Styx, solo los muy enterados logran identificar a Aerosmith como una banda setentera, a pesar de que en esa década publicó algunos de sus mejores discos. Ni siquiera su revolucionaria colaboración, en 1986, con los raperos Run DMC para reactualizar uno de sus emblemas, Walk this way, una década después del lanzamiento original de este funk-rock callejero incluído en el LP Rocks (1976), los hizo entrar al panteón del «rock de los ochenta». Fue durante los siguientes diez años que el maleteado quinteto cosechó sus mayores triunfos comerciales, merced a la creación de ciertas escenas que poblaron (y pueblan) la imaginación de adolescentes y adultos de todas las edades, niveles económicos y procedencias.

Seamos sinceros, ¿a cuántos hombres comunes y corrientes les ha ocurrido, en sus vidas cotidianas, que la mujer de sus sueños -que, en muchos casos, no es nadie más ni nadie menos que sus parejas oficiales- los arrincone, con arrebatado entusiasmo, en la cabina de un ascensor? Eso, que solo le ha pasado a un puñado extremadamente minoritario de iluminados el mundo (y a miles en las películas), fue insumo para Love in an elevator, una de las canciones que puso a Aerosmith a competir, codo a codo y durante años, con los barones del grunge y el nu metal, con su estilo anclado en el hard rock que los vio nacer y crecer. El tema de marras está incluido en su décimo álbum Pump (1989) y, como Joaquín Sabina en su canción Aves de paso (Yo, mi, me… contigo, 1996), que estampa la misma escena con una de sus frases de zorro viejo -«la peligrosa rubia de luto que sudó conmigo un minuto tres pisos…»- recreó el lance, muy al estilo gringo, solo con una pregunta de dos palabras, aunque ciertamente con un sentido más procaz: «Going down?»

Steven Tyler, que bien podría pasar como el hermano norteamericano de Mick Jagger por su parecido físico -la delgadez, la boca, los movimientos- es el rostro y vocero principal de Aerosmith y, a pesar de que el grupo sea una reconocida unidad de funcionamiento en conjunto, nadie sería capaz de imaginar a la banda con otro vocalista al frente. Hasta Joe Perry, el extraordinario guitarrista que antecedió una década a Slash en aquello de cubrirse la cara con los pelos y tocar la Gibson Les Paul con pasión bluesera como si la existencia del planeta dependiera de ello, estuvo fuera un tiempo -fue reemplazado brevemente por Jimmy Crespo en 1982- y el grupo siguió adelante. Pero, por supuesto, como ocurre con Jagger y Richards en los Stones, no hay imagen más icónica del Aerosmith clásico -el que más respetan los rockeros de corazón- que ver a Tyler y Perry -los «gemelos tóxicos» o «Toxic Twins» como se les conocía, otra referencia a los Stones, que eran los Glimmer Twins («gemelos brillantes») juntar las cabezas frente a un solo micrófono.

Aerosmith es, después de The Rolling Stones y Led Zeppelin, la banda que mejor encarna al paradigma rockero. La rebeldía impenitente, la imagen desafiante, aparentemente desaliñada y totalmente libre de ataduras de sus miembros. En suma, la encarnación de la conocida tríada «sexo, drogas y rock and roll» con la que los detractores de siempre han pretendido desprestigiar a los talentosos músicos que han desplegado su arte desde mediados de los años 50s.

Esa forma de ser ha terminado, de manera prematura y a veces hasta trágica, con las vidas de muchos artistas y no es para nada recomendable. Los excesos han estado siempre asociados a la vida on the road (de gira) y los músicos de Aerosmith la han asumido casi como si se tratara de algo normal. Definitivamente no son ejemplos a seguir pero, habida cuenta de todos los problemas que pueden llegar a tener, tampoco es algo que pueda hacer cualquiera y sobrevivir para contarlo.

Además, dejaron en el camino un legado discográfico notable, de casi 40 años de trayectoria y definieron lo que es la verdadera fiesta del rock and roll, con todos los matices que estas poseen. Aerosmith desarrolló un estilo rockero por antonomasia, con imágenes de arrolladora influencia en el imaginario colectivo: Steven Tyler es el vocalista decididamente extravagante, capaz de ejecutar exigentes gimnasias vocales y acrobacias físicas, vestido con jirones de telas coloridas que vuelan al viento. Joe Perry y Brad Whitford son dos excelentes guitarristas opuestos en estilo (mientras el primero es afilado, intuitivo y bluesero, a mitad de camino entre Jimmy Page y Slash, el segundo es preciso y cerebral, casi una máquina de riffs y estremecedores solos). Tom Hamilton y Joey Kramer (bajo y batería) son una base rítmica invencible, incansable e intencional, que mide cada uno de sus movimientos dentro del desmadre que arman en cada concierto-fiesta.

Y esa es otra de las características únicas de este quinteto bostoniano en el terreno del hard rock clásico. Desde que Bill Wyman abandonó a los Stones para casarse con una modelo que podría ser su hija, Aerosmith se convirtió en la única banda que llegó al siglo 21 con su formación original inalterable. Es verdad que Whitford y Perry abandonaron al grupo en 1979 pero volvieron en 1985 y desde entonces nunca más se separaron, salvo por los momentos en que Hamilton y Tyler tuvieron que dejar la ruta por serios problemas médicos. Así, unidos y vigentes, Aerosmith realza también otro paradigma rockero: la idea de la banda como círculo familiar, de fuertes lazos emocionales, que atraviesan toda una vida (los cinco tocan juntos desde 1972) y superan toda clase de inconvenientes para llevar adelante su proyecto de carrera musical, que hasta ahora no da señales de desgaste. Hoy en día, los grupos editan dos o tres álbumes, ganan millones de dólares y después se separan para hacer discos en solitario sin la mayor resonancia.

Paradójicamente, estas características que le dan personalidad a Aerosmith son también las que le generan mayores rechazos y críticas, en especial en estos tiempos en que existen corrientes de pensamiento muy fuertes e influyentes que condenan todo lo que suene a rock tradicional, por un lado -no es poco común encontrar cada cierto tiempo que sectores afines al post-rock o a las ondas «indie» despotriquen contra grupos como estos- y, por el otro, porque no resulta socialmente correcto andar apoyando a rockeros abiertamente sexistas, acólitos de la cultura falocéntrica que cosifica a las mujeres y perpetúa todas las malacrianzas de generaciones supuestamente ya superadas.

El problema es que Aerosmith pasó de ser una creíble banda de aguerrido blues-rock a una fábrica de éxitos radiales, predecibles y repetitivos, sobre la base de todos los clichés que uno pueda imaginarse combinados con el estilo peligroso y relajado que se le conoció siempre. Eso, por supuesto, no va en desmedro de su calidad como músicos, que resulta difícil de negar, pero sí levanta sombras entre quienes los ven como anticuados, efectistas o disforzados. El punto es que si te gusta mucho el rock’n roll, muy probablemente no prestarás oídos a esas críticas y subirás el volumen cada vez que en la radio suene cualquiera de las tres o cuatro canciones que forman parte de las programaciones estándar de las radios “rock and pop”.

Durante los años setenta se desarrolló la era más auténtica de Aerosmith, con álbumes como el epónimo debut (1973), Draw the line (1977) o Rocks (1976) que contienen algunas de las canciones fundamentales para entender su esencia. Desde los alaridos de Back in the saddle (1976) hasta la power ballad Dream on (1973), antecesora de sus posteriores baladas construidas casi con calzador para asegurarse el éxito inmediato, pasando por las clásicas Walk this way o Sweet emotion, del tercer LP Toys in the attic (1975), ambas regrabadas en 1986 junto a Run-DMC -para el tercer disco de los raperos neoyorquinos, Raising hell- tenemos claro que Aerosmith se inscribía, con las fogosas guitarras de Whitford y Perry, las habilidades vocales de Tyler y el estupendo trabajo de la sección rítmica de Hamilton en bajo y Kramer en batería -con su infaltable campana o cowbell, como se le llama en inglés a este bloque de madera que le da sonido tan característico a ciertas canciones de esa época- en el canon rockero sin pedirle prestado nada a nadie.

Temas de esas épocas como Big ten inch record (Toys in the attic, 1975) o Same old song and dance (Get your wings, 1974) muestran además el genuino apego de Aerosmith por el blues, el boogie y el R&B de raíces afronorteamericanas, más en la onda de los ZZ Top o los Blues Brothers que de las bandas del metal glamoroso con los que se vieron asociados en la década posterior. En varios discos de ese periodo inicial, Tyler y compañía contaron con el apoyo de secciones de vientos en los estudios, con músicos como Lou Marini (saxos) o los hermanos Randy y Michael Brecker, ampliamente conocidos en el mundo del jazz.

Por supuesto, las actitudes dentro y fuera del escenario de los Aerosmith los emparentó de inmediato, por un lado, con sus contemporáneos Kiss y, por el otro, fueron fuente de inspiración para la generación de Bon Jovi, Poison y Guns ‘N Roses, en estos de los hábitos desenfrenados, la vida salvaje del rockero depredador-de-groupies y el consumo masivo de toda clase de alcoholes y drogas. De hecho, el grupo de Axl Rose y Slash inició su discografía con un cover de Mama kin, uno de los temas del álbum debut de Aerosmith y, hasta ahora, es inamovible de sus repertorios en concierto. Para 1978, la banda fue invitada a participar en la primera edición de un concierto múltiple llamado Texxas World Music Festival, en que Aerosmith compartió escenario con, entre otros, figuras del rock estadounidense como Eddie Money, Ted Nugent, Van Halen y Journey. Y aunque su performance fue notable -como quedó registrado en el VHS Live Texxas Jam que salió al mercado en 1989, los efectos de las adicciones de Tyler y los demás les pasaron una factura que les costó algo de tiempo saldar.

En ese periodo Steven Tyler, hasta la coronilla de drogas, se involucró con Bobbi Buell, una modelo que era, en ese entonces, pareja del reconocido productor, guitarrista, cantante y compositor Todd Rundgren. De aquel enredo nació una niña. Pero su madre, viendo el estado patético de Tyler, prefirió decirle a Rundgren que él era el padre, por lo que fue bautizada como Liv Rundgren. Cuando llegó a la adolescencia, el parecido físico de la muchacha con el vocalista de Aerosmith era demasiado evidente y la historia salió a la luz en 1991, cuando ella tenía 14 años. Rundgren -que por entonces era muy respetado tanto por sus trabajos en solitario como con su grupo de prog-rock Utopia-, en un acto de nobleza poco común para el mundo alborotado del rock, siguió encargándose de la educación de Liv e incluso permitió que la niña se contactara con su padre. Con los años, esa relación se hizo muy sólida tanto en lo personal como en lo laboral. Liv Rundgren Tyler -tal es el nombre de ella actualmente- apareció en uno de los videos noventeros más conocidos de Aerosmith y después floreció como actriz de cine, en películas como Empire Records (1995), Armageddon (1998) o en la trilogía de El señor de los anillos (2001-2003).

Luego de dos discos fallidos -Rock in a hard place (1982) y Done with mirrors (1985), el quinteto volvió con su formación original con el álbum Permanent vacation (1987), su novena producción en estudio, con excelentes canciones como Rag doll, Dude (Looks like a lady) o la balada Angel, insertándose en la onda del glam metal. Allí comienza el renacimiento de Aerosmith como grupo activo y, desde entonces, no pararía hasta convertirse en lo que mencionábamos al principio, que tantas críticas recibe. Premunidos de su bien ganado prestigio, se dedicaron a hacer sucesivos discos y canciones extremadamente predecibles -algunas de ellas de gran factura como What it takes (Pump, 1989), Crazy, Amazing o Cryin’ (Get a grip, 1993)- metiéndose al bolsillo a una nueva fanaticada. Aunque su sonido seguía siendo el mismo, daba la sensación de que ya trabajaban bajo un modelo para asegurar ventas y no con la intuición de antaño, como ocurrió con la premiada balada I don’t want to miss a thing, composición de Diane Warren que fuera parte de la banda sonora del fil Armageddon (1998).

A pesar de las críticas, la banda se mantuvo a flote llenando estadios, compartiendo giras con sus colegas de Kiss o Cheap Trick, pasando residencias en Las Vegas y superando graves problemas de salud, como cuando Tom Hamilton, bajista, fue diagnosticado con cáncer a la garganta y lengua en el 2006. Steven Tyler, reconciliado con la vida, se convirtió en un habitué de programas de concurso -fue jurado en The Voice- y hasta prestó sus cuerdas vocales para una serie de programas científicos para descubrir su sorprendente habilidad para las notas agudas y rasposas. Sus discos posteriores -Nine lives (1997), Just push play (2001), una selección de clásicos del blues Honkin’ on Bobo (2004) y Music from another dimension! (2012)- produjeron, en todos los casos, grandes éxitos como Jaded, Pink o Hole in my soul que fueron incluidas en extensas recopilaciones, boxsets y álbumes en vivo, haciendo de Aerosmith una de las bandas más vendedoras de la historia del rock gringo.

Actualmente, la banda está en stand-by después de cancelar su gira de despedida Peace Out: The Farewell Tour por motivos de salud en varios de sus integrantes. Pero su popularidad se mantiene tan al tope que hasta es parte del universo Disney. Desde 1999, se abrió en el parque temático Hollywood Studios (Orlando, Florida) la montaña rusa cerrada Rock ‘n’ Roller Coaster Starring Aerosmith, una de las atracciones más concurridas. Al ingresar, el público ve al grupo en video invitándolos a disfrutar de la emoción de su música, mientras simulan estar afinando detalles para irse a un concierto. Amados y odiados, los Aerosmith poseen una trayectoria que resulta sorprendente por las dificultades y peligros que han atravesado. Y, más allá de que su perfil en los noventa se haya comercializado in extremis, tienen credenciales suficientes para ser catalogados como parte de la realeza del rock mundial, por una vida dedicada a las guitarras y la vida exagerada del rock and roll.

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Aerosmith, rock clásico

[MÚSICA MAESTRO] Terry Kath & Eddie Hazel: Héroes olvidados

Cuando nos hablan de héroes de la guitarra («guitar hero» es un término de uso común en la prensa musical anglosajona) los primeros nombres que surgen son Jimi Hendrix, Eric Clapton, Jimmy Page, Santana, Eddie Van Halen, Slash y un larguísimo y variopinto etcétera. La lista es extensa y cada uno tiene su lugar bien ganado en esa galería en la que coexisten vivos y muertos, músicos de diversas épocas y estilos que comparten esa pasión por llevar al instrumento de seis cuerdas hasta sus máximos niveles de expresión, no importa si es a través del country ortodoxo de Bert Jansch, los experimentos sónicos de Thurston Moore, el virtuosismo sobrenatural de Steve Vai, el blues de Joe Bonamassa o el flamenco orgánico de Paco de Lucía.

Aunque casi siempre los compiladores suelen coincidir en las características principales de un guitar hero -dominio del instrumento, personalidad y actitud propias, presencia determinante en el sonido de su grupo, estilo reconocible, etc.- ha habido ocasiones en las que se ha mencionado a personajes como Kurt Cobain (Nirvana) o Noel Gallagher (Oasis) en esas listas honoríficas, sin darse cuenta de que no cumplen con el perfil. Si bien es cierto ser considerado un guitarrista heroico no es algo que persigan conscientemente estos músicos, también es verdad que no cualquiera puede ser incluido en un catálogo como este, que no baja de las cinco estrellas.

La figura de los héroes de la guitarra es tan antigua como el rock and roll mismo. Si pensamos en personajes como Scotty Moore -de la banda de Elvis Presley- o Chuck Berry, ambos pueden ser considerados pioneros de la emblemática figura del guitarrista líder como símbolo supremo del rock. Desde Pete Townshend (The Who) y Robbie Krieger (The Doors) hasta jóvenes “shredders” que comenzaron publicando videos de sí mismos en redes sociales y a raíz de ello son ahora celebridades entre los amantes de la música instrumental para guitarras, como los brasileños Lari Basilio o Mateus Asato -solo por mencionar dos casos notables-, todos forman parte de la amplia comunidad de guitar heroes que dio origen, en el 2005, a una franquicia de videojuegos del mismo nombre.

Hoy quiero referirme a dos verdaderos representantes de ese concepto, frecuentemente olvidados a pesar de las importantes páginas musicales que han dejado escritas en la historia del rock and roll: Terry Kath (1946-1978) y Eddie Hazel (1950-1992). Ambos guitarristas, nacidos en los EE.UU., definieron el sonido de bandas que encabezaron, cada una a su manera, las posteriores transformaciones y reinvenciones por las que han pasado diversos géneros y subgéneros del pop-rock mundial: Chicago y Parliament Funkadelic.

Mientras que la primera revolucionó el ambiente psicodélico y hippie de finales de los años sesenta con la decisión de introducir, en contextos rockeros, una sección completa de vientos en su configuración estable -algo que solo pasaba en el jazz o conjuntos de música latina- y no como anónimos músicos de sesión/acompañamiento; la segunda ayudó al funk a volverse más arriesgado y multiforme, distanciándose del atildamiento de Motown/Stax y generando misterio con toda una imaginería que combinaba ciencia ficción con psicodelia, extravertido erotismo y mucho ritmo.

Terry Kath aprendió a tocar de manera autodidacta y, desde su adolescencia, pulió su estilo en diversos clubes y bares de su natal Chicago. De fraseos veloces, rudos y concisos, el toque de Kath llamó la atención del saxofonista/flautista Walter Parazaider, quien lo convocó en 1967 para fundar la banda The Best Thing, junto a sus compañeros del conservatorio James Pankow (trombón) y Lee Loughnane (trompeta). Completaban la banda el baterista Danny Seraphine, el pianista Robert Lamm y el bajista Peter Cetera, todos de intensa actividad en los circuitos musicales de la capital de Illinois. Este ensamble poco habitual -a mediados de los sesenta el formato clásico de un grupo de rock era el impuesto por The Beatles y The Rolling Stones, es decir: dos guitarras-bajo-batería- cambió su nombre a Chicago Transit Authority y posteriormente, debido a las quejas de la institución dedicada al control del tránsito en esa ciudad, se redujo a Chicago, nombre con el que se hicieron famosos en el mundo entero.

La guitarra y potente voz de barítono de Terry Kath conformaron una de las varias columnas que sostenían el sonido de Chicago, que sorprendió a propios y extraños con su combinación de estilos (pop-rock, soul, rhythm & blues, jazz) y de instrumentación (el uso de metales y de tres cantantes). Entre 1969 y 1977 la banda editó 11 discos de larga duración, todos de enorme éxito comercial. Los furibundos solos de Kath recibieron elogios del mismísimo Jimi Hendrix, de quien cuentan se «enamoró» de Terry después de escuchar su composición instrumental Free form guitar, perteneciente al álbum debut, llamado simplemente Chicago Transit Authority. En este disco también destaca Liberation, obligatorio tour-de-force para cualquier fanático del rock instrumental, en el cual Kath despliega, a lo largo de sus 14 minutos, las particularidades de su estilo guitarrero: solos largos, uso de pedaleras wah-wah y un sentido muy preciso de la improvisación.

La personalidad de Terry Kath era uno de los principales motores de Chicago, por su buen humor y su abierta disposición a explorar nuevas ideas musicales, aunque detrás de ese carácter alegre se escondía un hombre depresivo que se refugiaba en el alcohol, las drogas y su afición por coleccionar armas de fuego. La tarde del 23 de enero de 1978, Kath jugueteaba con una 9mm durante una fiesta en casa de Don Johnson, un roadie del grupo, y con la pistola en la sien apretaba el gatillo una y otra vez, asegurándoles a todos que no estaba cargada y que, además, el seguro estaba puesto. Lamentablemente, ninguna de las dos cosas era cierta. Terry Kath falleció así, trágicamente, suicidándose involuntariamente a los 31 años. Aunque la banda cambió de estilo tras la pérdida de uno de sus fundadores -una movida que, lejos de afectarlos, consolidó y extendió su fama-, en el recuerdo quedan sus clásicas grabaciones como las mencionadas Free form guitar y Liberation.

Además, por supuesto, de todos los clásicos de la primera etapa de Chicago en la que destaca esa Fender Stratocaster que parecía incendiarse en cada solo. El riff de 25 or 6 to 4 -del segundo álbum, de 1969- es hasta ahora uno de sus temas más aclamados e infaltable en sus conciertos actuales, a más de cinco décadas de distancia. Su cavernosa voz, por la que incluso se ganó el alias de “Ray Charles Blanco”, brilla en los segmentos Colour my world y Make me smile de la suite Ballet for a girl in Buchannon -uno de los temas principales del tercer disco, titulado Chicago II (1970)- y muchas otras, entre las que destacan Dialogue Parts I & II (Chicago V, 1972), Wishing you were here (Chicago VII, 1974) o el cover de The Spencer Davis Group, I’m a man (Chicago Transit Authority, 1969).

Como compositor, Terry Kath contribuyó con temas poco difundidos del grupo como Once or twice (Chicago X, 1976), Mississippi Delta city blues, de estilo funky (Chicago XI, 1977), la alatinada Byblos (Chicago VII, 1974) o An hour in the shower (Chicago III, 1971), otra de esas mini suites típicas en este periodo de Chicago, en que Kath expresa mejor su estilo anclado en el soul. Tras aquella lamentable pérdida, su lugar ha sido cubierto por varios excelentes guitarristas, entre ellos Donnie Dacus (1978-1980), Chris Pinnick (1980-1985), Dawayne Bailey (1986-1994) y Keith Howland (1995-2021) pero el aura de Kath, su sonido y personalidad, nunca pudieron ser reemplazados.

Por su parte, Edward «Eddie» Hazel fue el primer lugarteniente de George Clinton, el célebre Dr. Funkenstein, amo y señor de ese combo alucinante llamado Parliament-Funkadelic que asoló las pistas de baile de los ghettos en las décadas setenta y ochenta y que posteriormente, con un Clinton ya agotado y clonando/reciclando todas sus ideas previas, se denominó The P-Funk All Stars. Hazel, nacido en Brooklyn en 1950, vio la transformación de Clinton que pasó de ser el líder de una banda vocal de doo-wop llamada The Parliaments a esta especie de gurú del ritmo y del aquelarre armado por/para las comunidades negras norteamericanas, que llegó a su máxima expresión con aquel excepcional álbum de 1976, Mothership Connection, que condensa toda la filosofía que el colectivo ya venía desplegando en sus álbumes, lanzados bajo los nombres Paliament y Funkadelic de manera simultánea, entre 1970 y 1975.

La guitarra de Hazel, que intercalaba fraseos del soul y el funk clásicos, herederos de esa tradición encabezada por James Brown, Otis Redding y Isaac Hayes, con arranques psicodélicos y eléctricos más propios de Jimi Hendrix, domina los tres primeros álbumes de la naciente mitología P-Funk – Funkadelic (1970), Free your mind… and your ass will follow (1970) y Maggot brain (1971). Bajo la dirección de George Clinton, la formación original de Parliament-Funkadelic, integrada por los cantantes Grady “Shady Grady” Thomas, Ray “Stingray” Davis, Clarence «Fuzzy» Haskins, Calvin Simon; y los músicos Eddie Hazel (guitarra), Billy “Bass” Nelson (bajo), Bernie Worrell (teclados) y Ramon “Tiki” Fulwood (batería), rompió el mito de que los músicos de color solo podían hacer música suave, romántica o rítmica.

Funkadelic fue estableciendo las bases para la evolución del funk con cada uno de sus lanzamientos, combinaba esos elementos básicos con un sonido crudo, agresivo, casi parecido al hard-rock de grupos como Led Zeppelin o Cactus, gracias a la electrizante guitarra de Hazel, con riffs y solos que, por momentos, parecían fuera de contexto, y con un look que anticipó, con sus ropajes multicolores, sombreros extravagantes, bigote y barba, al de Snoop Dogg. Esos tres discos son considerados clásicos, no solo del género funky, sino de toda la década de los setenta, caracterizada por esa creatividad despabilada y libre que buscaba poner de vuelta y media al público.

Precisamente, en el álbum Maggot brain se encuentra el tema que le dio a Hazel la categoría de guitar hero: un épico lamento de casi 10 minutos, que le da nombre al álbum -según el guitarrista, «los gusanos cerebrales» hacían referencia tanto a los efectos del consumo de drogas como a una descripción alegórica del control mental que se ejerce desde el poder- y sacó de la oscuridad a la banda, convirtiéndola desde entonces en una «de culto». El tema es una etérea manifestación de sentimentalismo y sensualidad, propulsada por las múltiples capas de guitarras ensambladas por Hazel en los estudios de grabación. Según entrevistas de la época, durante las sesiones de Maggot brain, Clinton le pidió que tocara la primera parte “como si su madre acabara de morir” y la segunda, como si le dijeran que eso era falso.

En los discos Standing on the verge of getting it on (Funkadelic) y Up for the down stroke (Parliament), ambos de 1974, la guitarra de Hazel alcanza notable prominencia, especialmente en el primero, en el cual firma como coautor de las siete canciones que contiene y lanza furibundos solos en temas como Red hot mamma y la instrumental Good thoughts, bad thoughts -una especie de segunda parte de Maggot brain. Lamentablemente, los problemas de Eddie Hazel lo alejaron de una promisoria carrera musical. Ese mismo fue apresado por posesión de drogas y agresión a dos trabajadores de una línea aérea, lo cual motivó su salida del grupo.

Desde su liberación, en 1976, las apariciones de Hazel con Parliament-Funkadelic fueron muy esporádicas y no alcanzó a formar parte de la legendaria gira que hizo el colectivo para apoyar el disco Mothership Connection, ocasión en la que fue cubierto por Garry “Diaper Man” Shider, Glenn Goins y, especialmente, Michael “Kidd Funkadelic” Hampton, su reemplazo definitivo. En los conciertos de The P-Funk All Stars durante el siglo XXI, Hampton alternaba los solos y riffs registrados originalmente por Hazel con DeWayne «Blackbyrd» McKnight, extraordinario guitarrista conocido por ser integrante de The Headhunters, el grupo de jazz-funk que armó Herbie Hancock a mediados de los setenta.

Luego de grabar su único disco como solista, titulado Games, dames and guitar thangs (1977), con varios de sus compañeros de P-Funk y en el que destacan alucinantes covers de I want you (She’s so heavy) de The Beatles y California dreamin’ de The Mamas & The Papas, Eddie Hazel se sumergió en un voluntario exilio musical. El 23 de diciembre de 1992, el músico falleció de una afección al hígado. Tenía 42 años. Las tristes notas de Maggot brain fueron tocadas durante su funeral.

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[MÚSICA MAESTRO] Cada vez que uso el transporte público termino agotado. Y no por las acrobacias que uno debe ejecutar, a veces, para no caerse al subir con el vehículo en movimiento, las apreturas en asientos incómodos y micros reventando de gente o los repetitivos discursos de vendedores que, en todos los tonos, se ganan la vida contando sus historias -algunas graciosas, otras trágicas- y ofreciendo desde caramelos hasta fórmulas para ser feliz.

El agotamiento -cerebral y físico- me lo ocasionan las canciones que el chofer pone a todo volumen y que se funden, en insoportable contaminación sonora, con el distorsionado zumbido de varios celulares activados a la vez por pasajeros que, sin audífonos, nos obligan prepotentemente a sufrir el monocorde catálogo de éxitos del momento y las estupideces que ven/escuchan, hipnotizados, en Tik Tok.

Me pregunto, ¿acaso no se cansan nunca del repetitivo tundete reggaetonero (o, como diría el productor panameño Rodney Clark Donalds, alias «El Chombo», el tumpa-tumpa), la guitarrita chillona y la voz de pajarito de los intérpretes de bachatas, los gritos de cumbiamberos que van desde las irritantes notas agudas y artificialmente entonadas del Grupo 5 hasta los alaridos destemplados de Tony Rosado? La respuesta es obvia, ellos no se cansan. Nunca se cansan.

Entonces, comencé a preguntarme qué canciones no me canso yo de escuchar y, luego de una larga preselección, terminé con tres listados enormes. Uno de música en inglés -pop-rock clásico-, uno segundo de música en español -un batido de baladas, trovas, pop-rock, criolla, salsa y latinoamericana- y un tercero de música instrumental, clásica y jazz. Quiero empezar esta serie de indulgencias personales con esta primera selección arbitraria, dedicada a canciones en inglés (aquí mi Playlist de YouTube). Siendo una persona obsesionada con casi todas las formas musicales -excepto el reggaetón y todo el latin-pop de los últimos veinte años, géneros que me cuesta considerar “formas musicales” pues las veo más como productos armados con una multiplicidad de elementos, entre ellos, sonidos y ritmos tomados de aquí y allá- me fue difícil hacer estos recuentos. Literalmente, puedo escuchar estas veinte canciones una y otra vez sin cansarme. Allá les van:

ACES HIGH – IRON MAIDEN (Powerslave, 1984): Este vertiginoso tema abre, con palabras de Winston Churchill, el quinto disco de Iron Maiden y sirvió para empezar los conciertos reunidos en el portentoso doble en directo Live after death (1985). La letra, entonada por Bruce Dickinson y escrita por el bajista Steve Harris, evoca a la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial. Los solos de Adrian Smith y Dave Murray aun me escarapelan la piel. Y ese final, lento y dramático, es inolvidable (verla en vivo, aquí).

AND YOU AND I – YES (Close to the edge, 1972): De todas las suites que hizo el quinteto británico, esta es la que más emociones me suscita. Los armónicos acústicos de Steve Howe al inicio, misteriosos y tensos (que retornan a la mitad); el celestial solo liberador de Rick Wakeman en la segunda parte; el omnipresente bajo Rickenbacker de Chris Squire y las letras místicas, con cierta carga política, escritas y cantadas por Jon Anderson; redondean la quintaesencia de lo que fue Yes entre 1969 y 1974: impresionismo musical, destreza y mucha imaginación. Sus primeras versiones en vivo son espectaculares.

AND YOUR BIRD CAN SING – THE BEATLES (Revolver, 1966): Puedo decir que no me canso nunca de escuchar a los Beatles. Pero escogí esta canción porque ese brillante sonido de las guitarras de Harrison y Lennon la hacen especial en el repertorio que elaboraron para este álbum de transición hacia experimentaciones menos convencionales. Me imagino a Roger McGuinn y Tom Petty reproduciendo el intrincado riff de este clásico que ha tenido muchas interpretaciones, entre ellas un ataque mordaz a Frank Sinatra. De niño, fue uno de mis capítulos favoritos de la serie animada que pasaban en Canal 5.

BACHELORETTE/JÓGA – BJÖRK (Homogenic, 1997): Me permito esta pequeña trampa al poner dos canciones de “mi marciana favorita”, la cantante y compositora Björk. Las dos aparecen en su tercer álbum y comparten elementos sinfónicos de belleza surrealista y profundidad electrónica. Mientras que la islandesa elabora, en Bachelorette, un cuento sobre un personaje ficticio, Jóga está dedicada a una persona real, su mejor amiga. El uso combinado de cuerdas -violines, cellos-, sintetizadores y efectos de sonido son como un lienzo de sonidos cautivantes y adictivos (las dos juntas, en vivo, en este video).

BLACK HOLE SUN – SOUNDGARDEN (Superunknown, 1994): Una canción para estos tiempos de ladrones pistoleros, agresores de perros, congresistas/ministros impresentables, farándulas chabacanas y pederastas cibernéticos. Eso es esta pesada oda a la extinción humana que Chris Cornell escribió en 15 minutos e incluye un lacerante solo de Kim Thayil. El pesadillesco video es lo que quiero para mi país cada vez que veo un noticiero. Un dato aparte, el crooner canadiense Paul Anka la grabó en versión jazz para su disco Rock swings (2005).

BLASPHEMOUS RUMOURS – DEPECHE MODE (Some great reward, 1984): Los sonidos industriales -martillos sobre placas de metal- y cornos franceses simulados en sintetizadores del principio le dan el aura oscura que necesita este tema, un cuestionamiento muy serio a la divinidad a partir de la historia de una atribulada adolescente que intenta suicidarse. El “enfermizo sentido del humor que debe tener Dios” al que alude el coro -en medio de un luminoso tecnopop- casi le cuesta unas cuantas censuras a su autor, Martin Gore, incluso al interior de su propio grupo.

BOHEMIAN RHAPSODY – QUEEN (A night at the opera, 1975): La guitarra de Brian May hace, en apenas 28 segundos, uno de los solos más electrizantes de la historia del rock para después dar paso a una extravagancia sin precedentes en aquel entonces. Más de 180 pistas vocales grabadas por Freddie Mercury, Brian May y Roger Taylor fueron montadas para simular un coro grandioso y polifónico. El cuento trágico que empieza como balada, tiene intermedio operístico y termina con un poderoso hard-rock posee tantos detalles que necesitaría dedicarle una columna entera.

CAN´T FIGHT THIS FEELING – REO SPEEDWAGON (Wheels are turnin’, 1984): Por razones personalísimas, esta canción me viene acompañando desde hace tres décadas y lo seguirá haciendo hasta el día de mi muerte. Las armonías vocales que arman Bruce Hall (bajo) y Alan Gratzer (batería) le dan gran emotividad al coro principal. Gary Richrath, por su parte, le mete fuego a su Gibson Les Paul para hacer de esta una de las mejores power ballads de los años ochenta. Fue escrita por el vocalista/pianista Kevin Cronin (aquí, en Live Aid).

COSMIK DEBRIS – FRANK ZAPPA (Apostrophe, 1974): Este blues encuentra a Zappa -otro de quien no me canso de escuchar nada de lo que dejó grabado- al frente de la que quizás fue su mejor banda que incluyó, entre otros, a George Duke (teclados), Ruth Underwood (vibráfono) y Chester Thompson (futuro baterista de Genesis). Es una mofa a los “vendedores de sebo de culebra”, falsos gurúes y charlatanes de toda laya. En los coros, las Ikettes, coristas de Ike y Tina. La versión en vivo, publicada en el boxset The Roxy Performances, es imperdible por la atmósfera relajada de los músicos.

GOODBYE STRANGER – SUPERTRAMP (Breakfast in America, 1979): Aunque su imagen es bastante hippie -túnicas, pelos y barbas largas- la elegancia de su sonido es indiscutible. En Goodbye stranger, escrita y cantada por Rick Davies, al piano Wurlitzer, se condensan todos los elementos que hicieron única a este quinteto inglés. Los falsetes, silbidos, panderetas y ese solo de guitarra de Roger Hodgson en el minuto final, apoyado por la apretada base rítmica de Dougie Thompson (bajo) y Bob Siebenberg (batería), son una maravilla.

LA VILLA STRANGIATO – RUSH (Hemispheres, 1978): La primera vez que oí este instrumental, en un recopilatorio doble llamado Chronicles, lo que más llamó mi atención fue reconocer una melodía que había escuchado de niño, en un capítulo de Looney Tunes. Powerhouse (Raymond Scott, 1937) es incluida en la sección denominada Monsters/Monsters reprise. Por supuesto que el tema, con el que el trío cerró la década de los setenta, muestra las extraordinarias habilidades de sus integrantes, Geddy Lee (bajo), Neil Peart (batería) y Alex Lifeson (guitarra).

MASTER OF PUPPETS – METALLICA (Master of puppets, 1986): El tema-título del tercer LP de Metallica -la canción que más han tocado en sus cuatro décadas de carrera- es un torbellino de ocho minutos y medio con un oasis de paz al medio, creado por las guitarras de Kirk Hammett y James Hetfield. La críptica metáfora sobre cómo las drogas pueden destruir tu vida no aburre nunca por sus cambios, solos y ese bajo de Cliff Burton que se aprecia mejor en versiones remasterizadas (aquí, en vivo en el 2019).

MORNING DEW – GRATEFUL DEAD (The Grateful Dead, 1967): “Despiértame en el rocío de la mañana” dice el primer verso de esta tonada canadiense de los años treinta, situada en un contexto post-apocalipsis. Jerry García y su corte de gitanos psicodélicos la grabaron en su disco debut. Pero es la versión en vivo de 1974, en el legendario auditorio de Winterland, la que me obsesionó. El sentimiento en la voz y guitarra de García es conmovedor. Casi a los seis minutos, el tema despega y su Gibson SG hace magia pura.

STARLESS – KING CRIMSON (Red, 1974): La pieza de casi trece minutos que cierra el último LP de la primera etapa de King Crimson es de una intensidad melancólica y oscura. El mellotrón y guitarra iniciales de Robert Fripp, los saxos de Ian McDonald y Mel Collins y la letra etérea son quebradas con un interludio en que guitarras y percusiones dispersas siembran la incertidumbre mientras el bajo de John Wetton va creciendo, junto con la batería de Bill Bruford, hasta explotar en un aquelarre de turbulento y ácido jazz-rock.

SUPPER’S READY – GENESIS (Foxtrot, 1972): Con sus casi 23 minutos de duración, esta historia en la que Peter Gabriel juguetea con conceptos bíblicos, fantasmagóricos y románticos/filosóficos, junta varias canciones en una sola, pieza central de su cuarto LP y de sus conciertos hasta 1974. A lo largo del cuento, Gabriel adopta varias caracterizaciones vocales mientras la banda realiza complejos pasajes de alto nivel. En la versión original de Foxtrot, Supper’s ready ocupa prácticamente todo el Lado B, precedida por una corta viñeta acústica de Steve Hackett, Horizons.

THAT’S THE WAY OF THE WORLD – EARTH WIND & FIRE (That’s the way of the world, 1975): Si hay un tema que resume la filosofía que movía a la formación original de este sensacional combo de soul, R&B y funk es este, que le da título a su sexto álbum. El solo de guitarra de Johnny Graham le da un toque distintivo a esta canción que sirve, en los actuales conciertos de EWF, para recordar la figura de su líder espiritual, motor creativo y fundador, el cantante y percusionista Maurice White, fallecido en el año 2016.

TOMMY THE CAT – PRIMUS (Sailing the seas of cheese, 1991): Para muchos entusiastas del rock de los noventa, el bajista definitivo de esa década fue Flea (Michael Balzary) de los Red Hot Chili Peppers. Probablemente no conocieron a Les Claypool. En este tema participa el genial Tom Waits, poniéndole voz aguardentosa al protagonista de la historia, Tommy, un gato callejero (en vivo Les alterna su narración en megáfono con la de su personaje gatuno). Los solos disonantes de Larry Lalonde y la batería funky de Tim “Herb” Alexander hacen del trío una versión pasada de vueltas de Rush.

TRUE FAITH – NEW ORDER (Substance, 1987): Este tema, estrenado en una recopilación doble de singles y lados B, se convirtió en un clásico inmediato, no solo por la letra que resulta retorcidamente positiva y el ritmo intenso marcado por Peter Hook (bajo) y Stephen Morris (batería), enmarcado en los envolventes teclados de Gillian Gilbert y la intermitente guitarra de Bernard Sumner. El video, una especie de sueño/videojuego, colorido y dinámico, hace contraste con las imágenes sugeridas del grupo en vivo, bañados en una melancólica y fascinante luz azul oscuro.

VOICES – CHEAP TRICK (Dream police, 1979): A este cuarteto de Illinois se les conoció en el Japón como “los Beatles americanos” por el impacto que tuvieron desde sus inicios en la tierra del sol naciente. Esta canción, escrita por el excéntrico guitarrista Rick Nielsen, decorada por voces superpuestas de Robin Zander y el rotundo bajo de doce cuerdas de Tom Petersson, parece una versión lenta de I want to hold your hand. El afilado solo de guitarra lo toca un invitado, Steve Lukather de Toto.

WHY DON’T YOU LIKE ME? – FRANK ZAPPA (Broadway the hard way, 1988): Sobre la base de una composición suya de 1970, Zappa construye esta burla sobre Michael Jackson, sus excentricidades y la psiquiátrica relación con su raza y familia –“I hate my mother… I hate my father… I am my sister… and Jermaine is a negro!”. En la última parte, la banda toca una versión acelerada del riff de Billie Jean, para luego retomar el tema original. La parodia del fallecido “Rey del Pop” la ejecuta el cantante/tecladista/saxofonista Bobby Martin. Previamente, esta adaptación de Tell me you love me (del álbum Chunga’s revenge) se llamó Don’t be a lawyer, un ataque feroz a políticos y abogados de la administración Reagan, con la cual cerraba sus conciertos en 1984.

BONUS TRACK:

IN BETWEEN DAYS – THE CURE (The head on the door, 1985): Varias cosas fascinantes en este clásico de la formación definitiva de The Cure -Robert Smith, Porl Thompson, Lawrence Tolhurst, Simon Gallup y Boris Williams-: el video con esa cámara que vuela y los colores surreales, la brillantez de guitarras y teclados y la letra, que deja espacio a múltiples lecturas (¿es un triángulo amoroso, es una fantasía, es una relación abierta?). así la tocaron en Lima hace diez años.

Para el próximo sábado, veinte canciones en español que no me canso nunca de escuchar. Hasta entonces.

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[MÚSICA MAESTRO] La primera vez que vi The Last Waltz (Martin Scorsese, 1978) fue en muy malas condiciones, a través de la señal distorsionada que llegaba del Canal 27 UHF a los receptores caseros de televisión a finales de los ochenta, en alguna noche de fin de semana sin fiestecita de barrio -los recordados “tonos” de nuestra generación- en los que las patotas de antaño jugábamos a ser adultos brindando y bailando canciones de los Hombres G, Soda Stereo y The Cure. Borrosas y entrecortadas, esas imágenes me pusieron en contacto, por primera vez, con una de las bandas más importantes y, a la vez, más olvidadas por el público masivo consumidor de radios “rock and pop” y amantes superficiales del rock clásico.

La semana pasada, el culto por The Band se reactivó en medios culturales del mundo entero tras el fallecimiento, a los 80 años, del guitarrista y cantante Robbie Robertson, líder de facto y autor de las más grandes canciones de este grupo conformado por cuatro canadienses y un norteamericano, ocurrida el pasado 9 de agosto. Robertson, quien desarrolló una muy interesante carrera en solitario, con álbumes como Storyville (1991), How to become clairvoyant (2011), Sinematic (2019) o sus experimentos con música de las reservas aborígenes canadienses y estadounidenses -de las cuales provenía su familia materna-, Music for the Native Americans (1994) y Contact from the underworld of Redboy (1998), sucumbió finalmente a una larga batalla contra el cáncer de próstata, según fue conociéndose en los días posteriores a su deceso.

Al reescuchar los discos de The Band, me reafirmo en aquello de que la música es, de las artes mayores, la más cercana a un amigo(a) cuando se trata de buscar consuelo o simple y llana compañía. La naturaleza cambiante del estado de ánimo se sosiega cuando en el aire vuelan notas agradables al oído. Pueden ser vertiginosas y violentas, para generar distracción y catarsis. O pueden ser calmadas y acompasadas, para acompañarse en soledad. En ese sentido, The Band dejó registradas algunas canciones que califican en la segunda categoría. Los arropadores acordes de temas como The unfaithful servant o Rockin’ chair me hacen sentir una profunda y sincera lástima por las nuevas generaciones que abdican de su potencial sensibilidad, aislándose en las cacofónicas vulgaridades del reggaetón y afines, haciéndose voluntariamente incapaces de entender este derroche de musicalidad, no exento de humanos altibajos y tanáticos demonios internos.

The Band es, probablemente, el primer grupo de rock que, antes de recibir los aplausos y reconocimientos del público y la prensa especializada, gozaba de una muy buena reputación, construida desde las sombras del anonimato, como acompañantes de artistas “más mediáticos”, por utilizar un término común al lenguaje coloquial de nuestros tiempos, un camino que después replicarían bandas como Eagles, forjados como músicos de apoyo de Linda Ronstadt; o Toto, cuyos integrantes se pasearon, durante años, por estudios de grabación e hicieron giras con nombres establecidos como Steely Dan o Boz Scaggs, antes de lanzar su primer disco.

Cuando apareció aquel álbum debut, en 1968, el quinteto ya llevaba casi una década tocando juntos. A comienzos de los años sesenta, el cantante de rockabilly Ronnie Hawkins (1935-2022), nacido en Arkansas, se reubicó en Canadá y despidió a todos los integrantes de su banda, convenientemente llamada The Hawks, conservando solo al baterista, su paisano Levon Helm, y cubriendo las demás plazas con cuatro jóvenes de Ontario: Garth Hudson (teclados), Richard Manuel (piano), Rick Danko (bajo) y Robbie Robertson (guitarras). Esta nueva versión de The Hawks se hizo legendaria en Canadá y fue sentando las bases de lo que, poco después, se convertiría en una de las colaboraciones más trascendentes en el desarrollo del rock clásico hecho en los Estados Unidos.

A pesar del éxito que tenían junto a Hawkins, los cinco músicos sintieron constreñido su espacio creativo y decidieron, con su venia, separarse para componer material propio. Mientras cumplían una residencia en una pequeña taberna de Toronto fueron vistos y oídos por Bob Dylan, quien quedó sorprendido por las habilidades del combo. De inmediato, Dylan inició conversaciones con Helm y Robertson -voceros oficiales de aquel grupo de amigos, aun sin nombre- para armar una gira que le daría un vuelco radical a su carrera, el primero de los tantos que caracterizaron su trayectoria. En aquella gira cargada de rock y anfetaminas, que duró aproximadamente un año, Dylan añadió a su tradicional set acústico una segunda parte con instrumentos eléctricos. Esta movida no fue del agrado de un grueso sector de sus públicos que le endilgaron durísimas críticas y rechazos.

Casi al final del último concierto del tour, en Manchester, Inglaterra, un enardecido asistente resumió esa indignación gritándole “¡Judas!” a lo que Dylan respondió ordenándole a sus nuevos músicos que subieran el volumen y se arrancaran con una rabiosa versión de Like a rolling stone. El episodio -que, erróneamente, fue ubicado en el Royal Albert Hall de Londres por años- ha sido estudiado por expertos en el catálogo dylanesco e incluso podemos verlo, como escena final del documental No direction home (Martin Scorsese, 2005). Curiosamente, casi nunca se comenta que el grupo que lo acompañó aquella vez era, precisamente, The Band. Robertson incluso metió varias guitarras en el álbum Blonde on blonde (1966), uno de los más celebrados del autor de Blowin’ in the wind y Vision of Johanna.

Pero la relación entre ellos no quedó ahí. Luego del accidente en moto que por poco y lo mata en julio de ese mismo año, Bob Dylan se recluyó durante casi medio año en una casa de campo cercana a Woodstock, con los cinco músicos de The Band, para “hacer música como se debe hacer: sin público, haciendo círculo, frente a una fogata y un perro durmiendo al lado”. En total se grabaron más de cien canciones que, según ellos, nunca estuvieron pensadas para hacerse públicas. Sin embargo, ocho años después apareció -tras varias filtraciones piratas- un compendio doble de 24 temas extraídos de aquella encerrona bajo el título The basement tapes (1975), un disco de culto que hasta hoy es elogiado por la síntesis, profunda y respetuosa, de todo el bagaje musical estadounidense a través de clásicos de folk, blues, gospel y composiciones nuevas que, décadas más tarde, han sido reconocidas como los cimientos de un subgénero del country-rock muy popular y aun vigente, llamado comúnmente “Americana”.

Después de eso acompañaron a Dylan en su décimo cuarto álbum en estudio, Planet waves (1974) y, ese mismo año, salió un extraordinario disco doble en conjunto, Before the flood -esta práctica de salir al ruedo con una banda famosa como acompañamiento fue usada por Dylan en dos ocasiones más, con The Grateful Dead y Tom Petty & The Heartbreakers-. Muchos años después apareció una caja de seis discos, como volumen 11 de la colección The Bootleg Series titulada The basement tapes complete, 139 canciones en total, lanzamiento que se convirtió en uno de los acontecimientos culturales más destacados del 2014 en los Estados Unidos. En el 2019, Magnolia Pictures lanzó el documental Once were brothers: Robbie Robertson and The Band, contando detalles de su inicio, cenit y debacle.

Un año después, en 1968, los muchachos decidieron grabar su primer álbum, titulado Music from Big Pink, en referencia directa a la cabaña donde se produjo aquel íntimo retiro musical, en West Saugerties, en la zona rural New York, y en la que fueron concebidas las once canciones de este debut. Los sofisticados arreglos del disco llamaron mucho la atención de la comunidad de músicos, arrancando comentarios halagüeños de personajes ilustres como Paul McCartney o Eric Clapton. Durante sus andanzas con Dylan -con quien compusieron This wheel’s on fire y Tears of rage-, como aun no tenían nombre fijo, sus colegas se referían a ellos como “la banda”, a secas. Por eso, cuando llegó el momento, se quedaron con “The Band” que sonaba, a un tiempo, sencillo e importante.

The weight, escrita por Robertson, se convirtió en la canción emblema del disco y del grupo, además de hacerse popular como parte de la banda sonora de la madre de las “road movies”, Easy rider (Dennis Hopper, 1969). También destacan I shall be released -escrita por Bob Dylan-, y otras composiciones de Robbie como Caledonia mission o To kingdom come. Para su segundo disco, titulado sencillamente The Band, composiciones como The night they drove Old Dixie down, King Harvest (Surely come) o Up on Cripple Creek mostraron la vocación tradicionalista de Robertson, con temas asociados a la lucha por los derechos civiles, historias de las primeras poblaciones de Norteamérica así como mensajes de sentido social, búsqueda de justicia y solidaridad.

Ambos discos confirmaron la versatilidad de The Band. Según las necesidades de cada canción, Levon Helm pasaba de la batería a la mandolina y Richard Manuel, el pianista, se sentaba detrás de los tambores. Del mismo modo, Robertson, cuya principal función era la guitarra, tomaba el bajo para que Rick Danko, bajista oficial, se hiciera cargo del violín y la guitarra quedaba en manos de Helm. Por su parte, Hudson, el único con formación musical académica, era el arma secreta del grupo con su extraordinario dominio de teclados, acordeones y todo tipo de instrumentos de viento, además de dedicar tiempo para enseñarles jazz y música clásica a sus compañeros.

Gracias a sus conocimientos de electrónica, fue él quien armó todo en la cabaña para sus primeras grabaciones. Vocalmente, The Band tenía en Helm, Danko y Manuel “a los tres mejores cantantes blancos de rock de todos los tiempos”, como alguna vez dijo Bruce Springsteen. Así, pasaban del tono ronco y country de Levon Helm -The weight, Up on Cripple Creek-, a la voz cálida y aguda de Rick Danko –When you awake, Long black veil- y la sensibilidad de Manuel, decorada con bien colocados falsetes -I shall be released, Whisperine pines, Tears of rage, Across the great divide-, registros que además usaban en armonías muy bien amalgamadas.

The Band tocó en el Festival de Woodstock pero, por cuestiones contractuales, su presentación no fue incluida ni en el documental ni en el álbum triple original. Tras esos dos exitosos discos, siguieron más logros artísticos como Stage fright (1970, que produjo dos clásicos más, The shape I’m in y Stage fright), Cahoots (1971), el doble en vivo Rock of ages (1972) y un disco de covers de blues y R&B, Moondog matinee (1973). A medida que Robertson tomaba mayor control de The Band, comenzaron las fricciones internas, especialmente entre él y Helm, conocido por su carácter irascible. Para 1975-1976, Robertson manifestó su deseo de acabar, en buenos términos, con el proyecto grupal. Para hacerlo por todo lo alto, The Band organizó un concierto de despedida en el auditorio Winterland de San Francisco, regentado por Bill Graham, el mismo que se realizó el 25 de noviembre de 1976, la noche de Acción de Gracias (Thanksgiving).

En esa gala, ante un público de aproximadamente cinco mil personas y durante casi seis horas, Robertson, Danko, Helm, Manuel y Hudson compartieron su escenario con un elenco de distinguidos invitados: Eric Clapton, Neil Diamond, el pianista de Mardi Gras Dr. John, el ex Beatle Ringo Starr, la leyenda del blues Muddy Waters, Paul Butterfield, Van Morrison, Ronnie Wood de los Rolling Stones, sus mentores Ronnie Hawkins y Bob Dylan, y sus compatriotas Joni Mitchell y Neil Young. En 1978, dos años después, el concierto fue lanzado como álbum triple acompañado por un documental, bajo el título The Last Waltz, filmado y dirigido por Martin Scorsese. En el año 2019, esta película fue catalogada como patrimonio de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos por considerarla “significativa cultural, histórica y estéticamente”.

El grupo, ya sin Robertson, se reunió en los años ochenta para realizar varios conciertos pero, lamentablemente, la tragedia llegó en 1986 cuando Richard Manuel, acorralado por su alcoholismo, se suicidó en un hotel de Florida, a los 42 años. Rick Danko, quien se había librado de milagro de varias sobredosis, falleció a los 52, en 1999, de un ataque cardiaco. Mientras que Levon Helm, tras haberse peleado públicamente con Robbie Robertson, a quien acusó, al parecer de manera infundada, de aprovechar el abuso de drogas de los demás para apoderarse de sus regalías, sucumbió al cáncer a los 71, el 2012.

Aunque nunca llegaron a reconciliarse, Robertson acompañó a Helm en su lecho de muerte, convocado por una de sus hijas. “Lo tomé de la mano y le dije nos veremos en el otro lado, hermano”. Tras el fallecimiento de Robbie, Garth Hudson es, a sus 86 años, el único miembro de The Band vivo. Aunque hizo música hasta el 2015, los últimos reportes indican que estaría viviendo en una casa de reposo en New York, donde a veces ofrece recitales de piano. Bob Dylan, de 82, lamentó en sus redes sociales la partida de su “amigo de toda la vida” mientras que el Primer Ministro de Canadá, Justin Trudeau, manifestó que Robertson «fue una gran parte de las contribuciones que ha hecho Canadá a las artes”.

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[MÚSICA MAESTRO] Rock In Rio, Lollapalooza, Glastonbury, Pinkpop, Bonnaroo. Todos estos festivales le deben algo a Woodstock y, ahora, que acaba de cumplirse su aniversario 54, vale la pena recordar algunas cosas acerca de este evento contracultural que marcó la historia del rock y la vida de las casi 500,000 personas que allí estuvieron. En plena efervescencia del movimiento hippie, cuatro empresarios norteamericanos -John Roberts, Joel Rosenman, Artie Kornfeld y Michael Lang (fallecido en enero del año pasado, a los 77 años)- unieron sus esfuerzos y capitales para realizar un festival que reuniera a los mejores artistas del momento y que sirviera además como plataforma para que aquel contingente de jóvenes que, sobre la base de la filosofía pacifista, antibélica y prodrogas que servía de trasfondo ideológico del hippismo, pudiera demostrarle al establishment que eran capaces de asistir a un multitudinario concierto sin problemas. Y en buena parte lo consiguieron, aunque jamás imaginaron el impacto social y cultural que tendría su aventura.

Dos años antes, en 1967, el Monterey Pop Festival, célebre por el ritual pirómano de Jimi Hendrix y la electrizante actuación de Otis Redding, entre otros grandes artistas, había congregado a casi 60,000 personas. Tras una fuerte campaña publicitaria y habiéndose asegurado un lugar lo suficientemente grande -la hacienda de Bethel, propiedad de Max Yasgur (1919-1973), tenía un área de aproximadamente 600 acres (equivalentes a 240 hectáreas o 2.4 kilómetros cuadrados)- los organizadores habían calculado una asistencia máxima de 200,000 personas. Pero la enorme expectativa generada por los conciertos hizo que la cantidad proyectada terminara duplicándose, ocasionando una serie de problemas logísticos y, entre otras cosas, obligó a los organizadores a declarar el ingreso gratuito, debido a los cientos de miles de jóvenes que llegaban de diversos estados, trasladándose en caravanas. Esta situación se salió por completo de las manos de los encargados que vieron cómo se rebalsaban, literalmente, todas sus previsiones en cuanto a seguridad, orden, servicios higiénicos, etc.

Aun así, haciendo honor al slogan del festival, fueron tres días de paz, amor y música, que pasarían a la historia como la expresión más completa de lo que significó el movimiento hippie. Los saldos son conocidos: dos nacimientos, tres muertes, uno de los congestionamientos vehiculares más increíbles, líneas telefónicas colapsadas… y un conjunto de actuaciones memorables que quedaron registradas en el clásico documental, estrenado un año después y un excelente álbum triple, el de la famosa carátula que muestra a una joven pareja envuelta en una frazada, al amanecer del segundo día (foto del legendario reportero gráfico de la revista Life, Burk Uzzle, hoy de 85 años). Bobbi Kelly y N. Ercoline, los protagonistas de aquella icónica imagen se habían conocido tres meses antes del festival y, dos años después, se casaron. Estuvieron juntos 54 años, hasta el 19 de marzo de este año, en que Bobbi falleció a los 74 (aquí la historia contada a detalle por el periodista peruano Ricardo Hinojosa).

En esta época de rebuznadores urbanos, bataclanas disforzadas, personajes andróginos y sumamente homogeneizados, es revitalizador ver y escuchar, por ejemplo, a un descosido, desdentado y frenético Richie Havens (1941-2013), con su ronca voz y su golpeada guitarra de palo, estremeciendo el escenario con sus lamentos Freedom y Sometimes I feel like a motherless child. Una de las imágenes que siempre me han fascinado de ese primer día es ver cómo Havens se aleja del micrófono, encorvado y con la espalda bañada en sudor, inmerso en su rasgueo incansable, a pesar de haber roto una cuerda, cantando sin importarle si el público lo escucha o no.

O por ejemplo la encantadora voz de Joan Baez, embarazada, entonando a capella Swing low sweet chariot, himno de lucha por los derechos civiles, que se cantaba en las reservas amerindias del siglo XIX. O esa joyita de Arlo Guthrie -hijo de Woody Guthrie (1912-1967), el padre musical de Bob Dylan, autor de otro himno del folk norteamericano, This land is your land (1940)- titulada Coming into Los Angeles. Además de los mencionados, aquel viernes 15 de agosto, desde las 5:17pm, desfilaron otros grandes trovadores como Melanie, Tim Hardin y The Incredible String Band, así como el maestro Ravi Shankar (1920-2012), quien ya había cautivado a los rockers de la época con sus enigmáticos sitares, traídas desde la India, en el festival de Monterey.

El sábado 16, desde el mediodía, la electricidad se fue apoderando del escenario y el mar humano se aprestaba a ver en vivo a algunos de los artistas que marcaron a fuego el desarrollo del rock, expresión artística de enorme carga emocional y poder de convocatoria. Ese día, un cantautor folk poco conocido, líder comunitario y activista político, Country Joe McDonald (líder del combo psicodélico The Fish), hizo cantar a todo el mundo su I-feel-like-I’m-fixin’-to-die rag, una de las proclamas anti-Guerra de Vietnam más directas del festival.

Posteriormente, el filosófico recital de John Sebastian, dio paso a una ráfaga desconocida para los norteamericanos, un sonido que los hizo enloquecer. Las congas y ritmos caribeños del guitarrista mexicano Carlos Santana -en aquel entonces un desconocido inmigrante de apenas 21 años- deben haberse escuchado como traídos del espacio (o del infierno) en los oídos de los miles y miles de jóvenes, que, trepados en LSD y marihuana, sentían que cada nota les estremecía el alma y sacudía el cuerpo en un éxtasis (casi) sexual no muy difícil de imaginar. Esa versión de Soul sacrifice es una descarga de energía chamánica y talento musical indescriptible.

En la versión oficial del documental destacan, del segundo día de festival -que se extendió hasta el amanecer del tercero- las actuaciones de Santana, Sly & The Familiy Stone, un combo negro de soul y funk que alborotó al público con su frenética rendición de I want to take you higher; y el cuarteto británico The Who, que cerró con el excelente tema de la ópera Tommy, See me feel me. Lamentablemente, diversos problemas nos impidieron apreciar en aquella clásica primera versión de la película dirigida por Michael Wadleigh, algunas presentaciones capitales, que fueron reveladas décadas después. En el caso de Janis Joplin, según cuenta la editora y camarógrafa Thelma Schoonmaker, hubo unos inconvenientes con la cinta que contenía el concierto de la extraordinaria intérprete, quien fallecería al año siguiente, a los 27 años. Tampoco fue incluido en el largometraje la tocada de C. C. Revival, esta vez por cuestiones contractuales que no permitieron a los realizadores incluir canciones del cuarteto californiano liderado por el cantante y guitarrista John Fogerty. Uno de los casos más notorios fue el de The Grateful Dead, animadores del festival y de la subcultura hippie, cuyo concierto sufrió una serie de accidentes debido a la lluvia. El sonido falló permanentemente e incluso Jerry García y Bob Weir, líderes del grupo, recibieron descargas eléctricas de sus guitarras y micrófonos.

Aunque el programa oficial de conciertos anunciaba a los Jefferson Airplane para «cerrar la noche» del sábado, lo que hizo la banda psicodélica de San Francisco fue abrir el domingo con sus alucinadas canciones, viñetas sonoras de la movida de la Costa Oeste. Grace Slick recibe al público con un saludo en el que anuncia las “música maniaca matutina” tras los latigazos de electricidad que había lanzado The Who un par de horas antes (otro de mis momentos favoritos). Eran las 6 de la mañana. Luego del receso, en el que los asistentes aprovechaban para dormir, comer, bañarse en el río o divertirse jugando en el lodo, llegó el turno de otro británico, el cantante Joe Cocker y su grupo, The Grease Band. Ninguna de las versiones que el inglés ha cantado en años posteriores supera a su reinterpretación, esa tarde, de With a little help from my friends, tema original del LP Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967) de los Beatles y que, en nuestro medio, se hizo muy conocida como cortina de la recordada serie Los Años Maravillosos.

Después de Cocker, una fuerte tormenta interrumpió brevemente el desarrollo del evento. Tras el escampe, unas horas después, vino otra tormenta, esta vez generada por la guitarra de Alvin Lee y su grupo Ten Years After. I’m going home es un arrebatado rock and roll a mil por hora, que Lee interpreta en estado de catarsis, aferrado a su Gibson ES-335, solo frente al mundo. Esa noche pasaron por la arena importantes grupos como The Band, Blood Sweat & Tears, Paul Butterfield y Johnny Winter, cuyas actuaciones tampoco figuraron en la película. Otra de las máximas atracciones del festival, los debutantes Crosby Stills & Nash, con intermitentes apariciones de Neil Young -quien solicitó expresamente no ser filmado-, saltaron a la tarima como portadores del nuevo sonido del folk norteamericano, casi a las 3 de la mañana. Armados solo con sus guitarras y sus voces, (David) Crosby, (Stephen) Stills y (Graham) Nash interpretan su Suite Judy blue eyes. Finalmente, Jimi Hendrix irrumpió ante un público ya disminuido -la gente había comenzado a irse durante la madrugada- y su concierto, que incluye la famosa interpretación del himno nacional de los Estados Unidos, en que el extraordinario guitarrista zurdo realiza una intensa alegoría acerca de los horrores de la guerra, imitando bombardeos y vuelo de aviones de combate con su electrizada Fender Stratocaster fue visto por una pequeña multitud exhausta, incapaz de percibir el valor artístico de lo que, en ese preciso momento, estaba ocurriendo.

El anecdotario acerca de aquellos artistas que no llegaron a actuar en el Festival de Woodstock es inmenso. Por ejemplo, The Jeff Beck Group -Jeff Beck (guitarra), Rod Stewart (voz), Ron Wood (bajo) y Aynsley Dunbar (batería)-, estuvo programado, pero se separaron una semana antes. El manager de Joni Mitchell decidió no aceptar la invitación, porque pensó que solo asistirían 500 personas. La compositora canadiense compuso, poco después, una canción dedicada al festival, que se hizo famosa en la versión de Crosby, Stills & Nash. Chicago Transit Authority -luego conocidos mundialmente como Chicago, habían estado en la lista original. Sin embargo, tenían un contrato previo con Bill Graham, por lo que en su lugar entró Santana, banda a la que también manejaba en ese entonces. Según el cantante y bajista Peter Cetera “estábamos molestos con él por hacernos eso”.

Los organizadores llamaron a John Lennon para pedir que The Beatles tocaran, pero Lennon exigió que incluyeran a su nuevo grupo The Plastic Ono Band, en la que cantaba su esposa, Yoko Ono. No lo volvieron a llamar. Para George Harrison, asistir a Woodstock tras pelearse con Paul McCartney durante las grabaciones del álbum Let It Be, fue un escape de aquella tensa situación. The Rolling Stones no fueron invitados, por dos razones: la primera, cobraban mucho más de lo presupuestado. La segunda, en ese momento tenían un éxito llamado Street fightin’ man, que podría haber dañado la onda pacífica del festival. Jethro Tull, que para 1969 había lanzado dos alucinantes discos -This was y Stand up! rechazó la invitación. Su líder, Ian Anderson, dijo: «no quiero pasar todo mi fin de semana en un campo repleto de hippies que no se han bañado». The Mothers Of Invention también recibió la oferta, pero Frank Zappa no aceptó: «Hay mucho barro en Woodstock». La participación de The Doors se canceló a último momento. Según el guitarrista Robbie Krieger, desistieron porque creyeron que sería una “repetición de segunda clase del Festival de Monterey”, pero después se arrepintieron de esa decisión.

Hoy abundan los análisis acerca de las verdaderas motivaciones del festival, así como los debates con respecto a la real trascendencia del hippismo y su significado: ¿Eran verdaderos ideólogos juveniles protestando contra la insensatez de los «mayores» o simplemente se trató de la masiva manifestación egocéntrica y hedonista de una generación ansiosa por validar sus comportamientos al margen de lo socialmente aceptado? Lo más probable es que haya tenido de ambas cosas, pero más allá de cualquier opinión personal o de estudios descontextualizados, resulta evidente que en el mundo actual, mientras que asuntos como la paz y el amor están cada vez más alejados de convertirse en insumos de una convivencia armónica, derrotados por la guerra, las ambiciones por poder y dinero, la comercialización del amor, la imagen y sus diversas manifestaciones, la delincuencia pistolera y la corrupción política- la música, sobre todo la que se hizo en aquellos tres días de agosto de 1969, aun vive entre nosotros, aun emociona, aun sorprende. En el 2019, por los 50 años de Woodstock, se estrenó el documental Woodstock: Three days that defined a generation (Barak Goodman), que recoge el espíritu libre y despeinado de aquel “verano del amor”.

 

 

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[MÚSICA MAESTRO] Cuando pensamos en Queen lo primero que viene a nuestras mentes es, desde luego, Bohemian rhapsody, la espectacular suite de casi seis minutos de duración que desbarató los conceptos de lo que tenía que hacer una canción de rock para sonar en las radios, con sus múltiples cambios rítmicos y ese intermedio operístico que resulta inconfundible para todos los públicos -incluidos aquellos idiotizados por el reggaetón y el latin-pop-, un prodigio de la interpretación musical orgánica pero también del uso del estudio de grabación como instrumento; que dio título a la aclamada película biográfica acerca de su legendario líder, estrenada en el año 2018.

Y, a partir de allí, podríamos hacer una lista de diez o quince canciones de intensa rotación en radios y plataformas digitales, muchas de las cuales forman también parte de la memoria musical de (casi) todo el mundo -pienso, por ejemplo, en I want to break free, Radio Ga Ga (The works, 1984), Under pressure, a dúo con David Bowie (Hot space, 1982), Don’t stop me now (Jazz, 1978), We are the champions (News of the world, 1977) o Crazy little thing called love (The game, 1980), solo por mencionar algunas. Pero, siendo todas alucinantemente buenas y representativas de sus diversas etapas, ninguna de ellas alcanza el nivel de popularidad, influencia y reconocimiento del tema central de A night at the opera, el cuarto álbum de Queen, publicado originalmente en 1975.

Sin embargo, en los inicios del cuarteto integrado por Freddie Mercury (voz, piano), Brian May (voz, guitarras, teclados), John Deacon (bajos) y Roger Taylor (voz, batería) se esconden joyas musicales que, a pesar del estatus que ganaron tras el inapelable logro artístico de Bohemian rhapsody, jamás han sido lo suficientemente expuestas. Salvo para aquellos verdaderos conocedores de la discografía de Queen, su historia comienza precisamente con la mencionada mini-ópera cuya letra trágica y oscura ha sido objeto de múltiples análisis e interpretaciones (como este del músico y comunicador español Ramón Gener). Muchas de las técnicas de grabación, fusión de estilos y temas abordados en estas canciones escritas entre 1970 y 1973 sirvieron de entrenamiento para lo que producirían un año y medio o dos años después.

En sus dos primeros álbumes, titulados simplemente Queen I (1973) y Queen II (1974) la banda exhibe un sonido intrincado, sinuoso y duro, marcado por el impresionante poderío vocal del cuarteto -además del extraordinario talento de Mercury, Taylor y May aportan muchísimo en ese terreno- e influenciado por el hard-rock imperante en ese entonces, con varios atisbos de la voluptuosidad, grandilocuencia y glamour que, posteriormente, caracterizó su trabajo discográfico. Esto se percibe con mucha más fuerza en el segundo LP, cuya carátula es la famosa foto que tomó Mick Rock (1948-2021) en noviembre de 1973 -inspirado en una antigua imagen de la diva alemana Marlene Dietrich (1901-1922)-, usada en el video promocional de Bohemian rhapsody (1975) y recreada, una década después, en el de One vision (A kind of magic, 1986), que se convirtió, a la larga, en la imagen más representativa de Queen, después del clásico logo en el que se fusionan elementos de la realeza británica con los signos zodiacales de sus integrantes.

Desde el comienzo del debut, con las guitarras superpuestas en la energética Keep yourself alive, queda claro que Queen llegaba con una propuesta diferente a la de otras bandas contemporáneas, a pesar de que los ataques filudos y electrizantes de Brian May hicieran que muchas reseñas de entonces relacionaran al grupo con Led Zeppelin o Black Sabbath, sobre todo si prestamos atención a la potencia de sus riffs y solos en Modern times rock ‘n’ roll, escrita y cantada por el baterista Roger Meddows-Taylor (nombre con el que el rubio baterista fue acreditado hasta 1974); o Son and daughter, buenos ejemplos de la fuerza que alcanzaban en este periodo. Para las versiones en vivo de este tema, May ejecutaba el segmento de orquestaciones eléctricas que luego plasmó en Brighton rock (Sheer heart attack, 1974) y que, hasta la actualidad, usa en los conciertos de Queen + Adam Lambert. En Liar incluso se aventuran con un intermedio latino que, a primera escucha, resulta un tanto desconcertante. El estribillo “mama, I’m gonna be your slave / all day long!”, con cencerro y todo, hace recordar más al Santana de Woodstock que a las poderosas descargas guitarreras de sus pares, presentes también en este explosivo tour-de-force por el primer sonido de Queen.

Asimismo, temas como Great King Rat o Jesus tienen momentos cercanos al folk-rock tradicionalista de Jethro Tull o Gentle Giant, con letras fantasiosas o espirituales, pero sin dejar de lado aspectos melódicos más relacionados a una sensibilidad un poco menos densa. Parte de esa atmósfera se debe al trabajo de Mercury en el piano, lo que dota a estas canciones de texturas profundas y matices preciosistas. Un ejemplo claro de todo esto es My fairy King. En cuatro minutos, la banda pasa de un arranque rockero que hace recordar al Highway star de Deep Purple (Machine head, 1972) -incluso Roger Taylor lanza un grito agudo idéntico al de Ian Gillan y después sube una octava más- para luego tornarse suave y envolvente, como un anticipo de Killer queen (Sheer heart attack, 1974) mientras que sus pianos, juegos vocales y estructuras estilísticas dejan entrever un trasfondo musical orientado hacia lo clásico y sofisticado. En este tema, compuesto por Freddie cuando todavía utilizaba su apellido real, Bulsara, acuñó el que finalmente usaría el resto de su vida, en la frase “Mother Mercury look what they’ve done to me“.

Hay dos canciones en este álbum que merecen especial atención para aquellos interesados en sumergirse en la prehistoria de Queen: Doing all right y The night comes down. La primera empieza como una balada, suave y atmosférica -con énfasis en los efectos de eco para el piano, tocado aquí por May- que evoluciona hasta convertirse en un intenso hard-rock para finalmente retornar a la calma, una fórmula muy usada por la banda. Para la segunda, May compuso una misteriosa introducción de guitarras acústicas, eléctricas y bajos que tiene algo de música flamenca da paso a una acompasada canción de letra que convoca a la nostalgia ante la juventud perdida. Ambas -como la brillante Mad the swine, grabada en ese tiempo pero que no encontró lugar en el disco oficial y fue redescubierto recién en 1991- contienen finas armonías vocales, un recurso que Mercury, May y Taylor usarían de manera permanente en sus posteriores lanzamientos. En el caso de Doing all right, se trata de una de las canciones que el guitarrista había coescrito junto a Tim Stafell, cantante y bajista de Smile -como el blues See what a fool I’ve been, lado B original de Seven seas of Rhye-, la banda en la que estuvo con Taylor antes de que decidieran armar Queen. De hecho, existe una versión con Stafell en la voz, disponible aquí.

Queen II, lanzado casi un año después, mostró una vertiginosa evolución en el sonido del grupo, en comparación a Queen I. Si bien es cierto, como ya hemos visto, el debut no fue, ni por asomo, un disco de ideas musicales planas o de estilo único, la diversidad y el atrevimiento de su siguiente bloque de canciones se dispararon de una forma que muchos consideraron inesperada y hasta exagerada. Organizado a la manera de un disco conceptual (aunque claramente no lo es), el álbum presentó canciones suaves en un lado y fuertes en el otro -Side White (Lado A) y Side Black (Lado B) en la versión original en vinilo- con composiciones repartidas entre Brian May y Freddie Mercury, más una contribución de Roger Taylor -el bajista John Deacon tuvo que esperar hasta el tercer álbum, Sheer heart attack (también publicado en 1974), para colocar una composición suya, la electroacústica Misfire.

El lado “blanco” de Queen II se inicia con una marcha fúnebre de poco más de un minuto (Procession), una construcción de guitarras sobre guitarras, escrita y ejecutada por Brian May desde su icónica Red Special, acompañado por el paso rítmico del bombo de Taylor. Este misterioso comienzo da paso a Father to son, una especie de ¿balada? de intensos mensajes, potente instrumentación y cambios sorpresivos en espacios muy cortos. Este combo Procession/Father to son sirvió para abrir los conciertos de la banda en esa época, como quedó registrado en el álbum y DVD Live at The Rainbow ’74, editado en el año 2014. Luego siguen dos de las mejores canciones de este primer periodo de Queen.

White Queen (As it began) es una enigmática melodía en la que May, para su primera sección, utiliza una guitarra acústica antigua de marca Hallfredh -él la llamaba “Hairfred”- de tono juglaresco y medieval que, por momentos, suena como una sítara. Posteriormente, la Red Special toma absoluto protagonismo. El mismo sonido acústico aparece en Some day one day, en que el extraordinario guitarrista realiza solos intercalados que se superponen unos a otros hasta el final. Además, esta es la primera vez que Brian May funge de vocalista principal. Los fans de Soda Stereo recordarán la versión que grabaron Gustavo Cerati, Héctor “Zeta” Bossio y Charly Alberti para el CD Tributo a Queen: Los grandes del rock en español (1997) y que sería el último trabajo en estudio del trío argentino. The White Side cierra con la ultrarockera The loser in the end, compuesta y cantada por Roger Taylor, influenciada por la onda glam-rock de David Bowie y T-Rex.

¿Cómo definir el lado “negro” del álbum Queen II? Del lirismo vocal y pianístico de Nevermore al aquelarre de hard-rock y heavy metal de Ogre battle y The march of the Black Queen -un claro antecedente de Bohemian rhapsody-, pasando por ese collage de voces divertidas, y efectos circenses de The Fairy Feller’s Master-Stroke -título inspirado en un cuadro del pintor victoriano Richard Dadd (1817–1886), especialista en criaturas sobrenaturales, hadas y demás bichos mitológicos-, se trata de una exhibición de destreza y creatividad compositiva que, en su momento, fue vista como “pretensiosa”. Las líneas de bajo de John Deacon son precisas y contundentes, mientras que el frenético estilo de Brian May va lanzando latigazos por aquí y por allá, que dejan al oyente esperando siempre por más, ya sea en forma de riffs o de solos sorpresivos. Funny how love is es una optimista composición de Mercury que propone un contraste luminoso a los cuentos oscuros de ogros y criaturas extrañas de los minutos previos.

El caso de Seven seas of Rhye es curioso pues se trata de una de las primeras canciones que Freddie Mercury escribió, allá por 1969, cuando lideraba su primera banda, Wreckage. “Rhye” es un mundo ficticio creado por él, que vuelve a ser mencionado en otra de sus composiciones de este periodo, la breve Lily of the valley (Sheer heart attack, 1974). El tema apareció en ambos discos, primero en una corta y rudimentaria versión instrumental, cerrando el Queen I y, posteriormente, con letra completa y nuevos arreglos, al final del Queen II. Seven seas of Rhye es una de las dos canciones de esa época que la banda tocó hasta sus últimos conciertos de 1986 con Mercury al frente e inclusive figuraron en el setlist de The Rhapsody Tour (2017-2018), ya con el vocalista Adam Lambert. La otra es Keep yourself alive.

Queen I y Queen II -ambos grabados en los históricos Estudios Trident de Londres, bajo la producción de Roy Thomas Baker y el grupo- han permanecido durante décadas lejos del alcance del público masivo, acostumbrado a consumir siempre las mismas canciones de este importante grupo británico, uno de los más respetados de la edad dorada del rock. Solo para que se den una idea de cuán poco conocidas son estas canciones entre los oyentes convencionales de Queen: Bohemian rhapsody tiene, en Spotify, un total aproximado de 858,707 reproducciones diarias mientras que las veintitrés canciones que conforman estos dos primeros discos -once del primero + doce del segundo- suman, en conjunto, un total aproximado de 73,181 reproducciones diarias, doce veces menos. Si nunca los han escuchado, un detalle a tomar en cuenta: háganlo con audífonos para que consigan acercarse a la experiencia multicanal completa.

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Desde Inglaterra, fue el cuarteto The Clash el que enfiló baterías y guitarras contra los policías, desde su primer álbum lanzado en 1977. En ese disco figura Police and thieves  -en nuestro país, tuvo amplia rotación en las radios a finales de los ochenta- que declara en su primera estrofa que los uniformados solo sirven para asustar a la población, tanto como lo hacen los delincuentes –“Police and thieves in the street are scaring the nation with their guns and ammunition” (“Policías y ladrones en las calles están asustando a la nación con sus armas y municiones”). Aun cuando es una canción simbólica del grupo londinense no es de su autoría, sino un cover de dos legendarios músicos jamaiquinos, el productor y líder de The Upsetters, Lee “Scratch” Perry y el cantante Junior Murvin, quien la había grabado en 1976. Como sabemos, The Clash fue una de las bandas pioneras en incorporar los sonidos del reggae al punk. Y, un par de años después, en su álbum doble London calling (1979), presentó otro tema -esta vez propio, compuesto y cantado por el bajista Paul Simonon- en el que lanzan pullas a la policía. The guns of Brixton, también en clave de reggae, sirvió poco después para expresar el descontento ante las desmedidas acciones policiales en esa zona al sur de Londres, conocida por la amplia presencia, entre su población, de inmigrantes de Jamaica.

Desde Dead Kennedys, una de las bandas más polémicas del punk norteamericano, hasta “El Rey del Pop” Michael Jackson, han sentido la necesidad de expresarse contra la brutalidad policial. En el primer caso, el lado-B Holiday in Cambodia -su canción más ¿conocida?, lanzada en 1980- se tituló Police truck y relata las conductas exageradas de la policía en intervenciones a grupos de jóvenes callejeros. Y, en el segundo, Jackson reaccionó frente a los actos de discriminación y agresión a las poblaciones negras de Estados Unidos y otros países con su canción They don’t care about us, de 1995. En una onda mucho más frontal, el cuarteto de funk metal Rage Against The Machine lanzó, en su álbum debut de 1992, Killing in the name of, inspirados en aquellos disturbios policiales que ocasionaron la muerte al ciudadano afroamericano Rodney King, ese mismo año.

La marcha de la bronca, del dúo argentino Pedro y Pablo -seudónimos de los cantantes y guitarristas Miguel Cantilo y Jorge Durietz- es, probablemente, la más clara protesta ante la corrupción política, el silenciamiento de justas demandas y marchas pacíficas que se convierten, de un momento a otro, en verdaderas batallas campales. Apareció por primera vez en 1970, en su primer LP Yo vivo en esta ciudad. Aquí una versión más contemporánea, en un capítulo del excelente programa Encuentro en el Estudio (Canal Encuentro), producido y conducido por Eduardo “Lalo” Mir, uno de los locutores más conocidos de Argentina. También en español podemos mencionar a Eskorbuto, banda punk del País Vasco, con su canción Mucha policía, poca diversión, de su primer disco titulado Eskizofrenia de1985 (aunque la versión original había salido dos años antes) o al grupo de culto gaucho Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota cuya última producción oficial, Momo Sampler (2000) contiene el tema Sheriff

Las personas de bien esperamos que esta situación acabe pronto, aunque las respuestas que llegan del gobierno no parecen encaminadas a ello sino a seguir echando gas(olina) al fuego que envuelve a todo el país. En el camino, escuchar estas canciones nos hace recordar que la brutalidad policial no es una invención de conspiraciones alunadas, sino una realidad que nos está golpeando a la cara. Ninguna conmoción social puede ser eterna aunque, como cantó David Crosby, fallecido hace una semana y media: “it appears to be a long time before the dawn” (“parece que falta mucho para el amanecer” (Long time gone, 1969).

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En Blow by blow destacan también You know what I mean y Scatterbrain, compuestas a dúo con Middleton y un cover del clásico She’s a woman de Lennon y McCartney, con arreglos espaciales y Jeff Beck cantando la melodía vocal a través de una talk box, artilugio que después fue marca registrada de famosos guitarristas de otras épocas como Peter Frampton o Richie Sambora. Pero antes de eso, no podemos olvidar el disco Beck, Bogert & Appice, cuarenta minutos de tremebundo hard-rock, blues-funk y psicodelia, publicado en 1973 junto a Tim Bogert y Carmine Appice, bajista y baterista de dos legendarias bandas de rock clásico, Vanilla Fudge y Cactus. En este álbum, que tuvo una subestimada segunda parte en vivo en Osaka, Japón – un terremoto musical de grado ocho-, destacan Superstition -tema original de Stevie Wonder-, Why should I care y la espectacular Lady.

Las décadas siguientes, Jeff Beck mantuvo su alto estatus como uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos, refinando al máximo su digitación, que alternaba el uso de sus dedos con uñas o plectros de plástico, efectos y pedaleras, distorsiones y demás técnicas para lograr fraseos líquidos, potentes riffs y electrizantes solos capaces de ponerle los pelos de punta a cualquiera, siempre desde sus icónicas Fender Stratocaster, Fender Telecaster y Gibson Les Paul, que usó con más frecuencia en sus primeros años. Aun cuando sus producciones musicales no fueron abundantes -destacamos aquí los álbumes There and back (1980), Jeff Beck’s Guitar Shop (1989), los experimentos con la electrónica de Who else! (1999) o You had it coming (2000) o Emotion and commotion (2010), un disco en el que incluye covers de composiciones atemporales como Over the rainbow o Nessun dorma– la presencia de su incendiaria guitarra en diversos conciertos colectivos, desde ceremonias del Rock and Roll Hall Of Fame o Amnistía Internacional hasta colaboraciones con otros artistas, como Jon Bon Jovi (Blaze of glory, 1990), Kate Bush (You’re the one, 1993) o Roger Waters (Amused to death, 1992), le aseguraron vigencia y admiración entre el público y sus colegas, quienes hoy lamentan su partida.

En julio del 2022, hace apenas medio año, Jeff Beck lanzó 18, un álbum en el cual unió fuerzas con su amigo, el actor Johnny Depp, para rendir homenaje a clásicos del soul y el pop como Marvin Gaye, The Velvet Underground, Smokey Robinson, The Beach Boys, entre otros. Tanto en el disco como en los conciertos que ofrecieron para presentar ese disco, Jeff Beck, el padre de la guitarra eléctrica moderna, sonó extremadamente fresca y vital, como en sus mejores tiempos.

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Blues-Rock, Guitarra eléctrica, Jeff Beck, rock clásico, The Yardbirds
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