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La Sociedad Saco Oliveros, responsable de más de cuarenta colegios, ha recibido una sanción de más de doscientos mil soles por parte de Indecopi como resultado de un trabajo deficiente en la atención y prevención de un caso de violencia escolar que hasta incluyó tocamientos indebidos a una escolar y maltratos por parte de una profesora.

Obtener una de la preciadas vacantes para estudiar en las más prestigiosas universidades públicas es una posibilidad que le quita el sueño a millones a adolescentes peruanos y a sus familias. Es por ello que, en los últimos años, la competencia por ser parte del selecto grupo de admitidos se ha intensificado y ha dejado de ser un tema que sólo inquietaba a los jóvenes que estaban cerca de terminar su paso por el colegio para convertirse en un tema de preocupación desde el inicio de la secundaria o incluso antes.

Como respuesta a esta necesidad se ha vuelto común encontrar un sinnúmero de instituciones educativas cuyos muros están cubiertos de gigantescos paneles en los que se pavonean con respecto a su alumnos que, todavía siendo escolares, ingresaron en los primeros puestos a diversas universidades. El Colegio Saco Oliveros, con la promesa de un innovador sistema de formación , es uno de estos casos.

Sin embargo, pareciera que la atención puesta en asegurarse que sus estudiantes compitan por obtener los primeros lugares en los exámenes de admisión de la Universidad Nacional de Ingeniería o la Universidad Nacional Mayor de San Marcos los ha llevado a descuidar áreas igual de importantes en la formación y, especialmente, protección de los menores que asisten a sus más de cuarenta sedes.

JALADOS EN PREVENCIÓN

En octubre del 2022, una noticia causó conmoción a nivel nacional. Una menor de apenas doce años había caído desde el quinto piso de la sede del colegio Saco Oliveros ubicada en el distrito de Ate. Pero lo más aterrador de la noticia no fue la caída sino que esto habría ocurrido como consecuencia del bullying que la escolar padecía por parte de sus compañeros de clase. 

En aquella oportunidad, el padre de la estudiante que cursaba el primer año de secundaria reveló que incluso encontró mensajes de despedida escritos por su hija. Pero, por otro lado, los responsables de la institución educativa indicaban que en el aula de la estudiante afectada existía un clima de “compañerismo y confraternidad” y calificaron como “desafortunados comentarios” las versiones que hablaban de bullying.

Han pasado más de dos años del lamentable episodio y, finalmente, el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual (INDECOPI) ha resuelto aplicarle una cuantiosa sanción a la Sociedad Saco Oliveros S.A.C. en una resolución que despierta preocupación por la falta de precaución y respuesta inmediata que existiría en este tipo de instituciones ante estos casos.

En el documento que pudo revisar Sudaca, Indecopi señala que el colegio Saco Oliveros “no habría implementado las medidas o mecanismos necesarios que hubieran permitido cumplir con lo establecido en los Lineamientos de Convivencia Escolar” y que de haberlo hecho  “hubiera detectado oportunamente los actos de bullying y cyberbullying en la sede de Salamanca”.

Cristian Rebosio

La defensa del colegio apuntaba a señalar que sí contaban con actividades enfocadas en la prevención de casos de violencia escolar. Sin embargo, la resolución publicada en las últimas semanas señala que no encontraron pruebas que este plan de prevención era conocido por estudiantes, docentes y padres de familia.

Cristian Rebosio

A ello se le sumó el testimonio del padre de la escolar afectada en el cual no sólo negó haber recibido información sobre charlas referidas a la convivencia escolar sino que tampoco se le notificaron incidentes que involucraban a su hija y que, según se ha podido conocer, eran sumamente graves dado que incluían tocamientos indebidos por parte de un compañero de clase y maltratos por parte de una profesora.

Cristian Rebosio

Otro de los alegatos por parte de Saco Oliveros indicaba que sí contaban con profesionales especializados que podrían haber llevado a cabo las actividades de prevención y, por lo tanto, evitado el grave desenlace que tuvo esta historia, como es el caso de un auxiliar académico y un coordinador psicopedagógico. 

Cristian Rebosio

Pero en la resolución final de Indecopi se brinda un detalle extra que llamó la atención. Según uno de los puntos que se tomaron en cuenta para sancionar a la institución educativa, la contratación de estos profesionales (un coordinador psicopedagógico, un servicio de asesoría legal y un auxiliar académico) habría ocurrido después del grave incidente que involucró a la menor de doce años y esto lo pudieron comprobar con los documentos emitidos por el propio colegio.

Cristian Rebosio 

El resultado de este caso han sido dos importantes sanciones económicas a la Sociedad Saco Oliveros S.A.C. que, entre la multa de 18.9 UIT y 20.8 UIT, alcanzan el monto de S/ 212,395 debido a que no actuaron de formar correcta para evitar actos de violencia escolar ni supieron reaccionar cuando estos ocurrieron.

CACERITOS DE INDECOPI

Pero esta no es la primera vez que el nombre Saco Oliveros se hace presente en una resolución de Indecopi. Por este mismo caso durante el año pasado, la institución educativa recibió una multa de casi setecientos mil soles debido  a que no contaban con medidas de seguridad en las escaleras que daban acceso al quinto piso, situación que culminó con la caída de la escolar de doce años.

Cristian Rebosio

Además, aunque por montos mucho menores a los relatados previamente en este informe, Saco Oliveros acumuló varias sanciones catalogadas como “falta de idoneidad” en el servicio de enseñanza a lo largo del año pasado según se puede observar en el propio sitio web de Indecopi.

Cristian Rebosio

Si bien el sueño de ingresar a las mejores universidades implica realizar sacrificios, restarle importancia o dejar de lado aspectos claves en la formación de niños y adolescentes, como es el cuidado de su salud mental a cargo de especialistas, puede llevar a que se repitan casos como el expuesto en este informe que no sólo dejan marcas imborrables en los escolares sino que hasta les puede costar la vida.

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La ley N° 29719 señala la promoción de una convivencia sana en las instituciones educativas y la orientación al estudiante. Sin embargo, muchos colegios siguen sin implementar más psicólogos en las aulas, y los docentes no reciben capacitación para el manejo de las emociones del estudiante. Sudaca conversó al respecto con Matilde Cobeñas, adjunta de los derechos del niño y el adolescente de la Defensoría del Pueblo, y Dajhana Gómez, psicóloga especialista en niños y adolescentes.

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“Cuando el recreo se convierte en un infierno” (“Wenn die Pause zur Hölle wird”, mvg Verlag, Frankfurt 2021). Con este título el estudiante de psicología Norman Wolf (28 años) ha publicado en mayo de este año en Alemania un libro desgarrador pero a la vez de mucha utilidad, donde relata como fue víctima de bullying en su etapa escolar, a la vez que da consejos para alumnos que estén pasando por ese tormento. Norman cuenta que su primera experiencia traumática en el colegio donde iniciaba su educación escolar superior fue cuando tenía diez años y dos compañeros lo sacaron a la fuerza de lo cama donde dormía y lo arrastraron hasta delante del dormitorio donde dormía la niña de la cual él estaba enamorado. Nunca se sintió tan avergonzado.

A partir de ahí el día escolar se convirtió para Norman en un tormento. Sus compañeros y compañeras de clases se burlaban de él, del incidente del dormitorio y de su enamoramiento, y con frecuencia recibía durante el recreo golpes que le hacían sangrar la nariz. Incluso le contó al respecto a un profesor, el cual le replicó que era muy sensible y que sus compañeros sólo querían ser sus amigos. No se sintió tomado en serio y desde ese momento no volvió a recurrir a la ayuda de ningún miembro del personal docente y comenzó a ver televisión en exceso y a comer en demasía, lo cual sólo empeoró su situación. Los demás alumnos se mofaban de su peso —a los 12 años medía 1.50 metros y pesaba 70 kilos—, de su vestimenta y de su situación familiar —padre desempleado que sufre de alcoholismo—. Le decían “cerdo seboso”, arrojaban sus cosas por la ventana y una vez incluso le marcaron en la frente una cruz gamada, símbolo nazi. Fue entonces que le sobrevinieron los primeros pensamientos suicidas. «En algún momento llegué a pensar realmente que yo era gordo y feo, y de hecho no quería seguir viviendo». Nunca hubo un verdadero motivo para el bullying, ni siquiera de parte de sus agresores. «Una vez en la clase de arte rompieron mi dibujo que yo había estado pintando durante semanas. Entonces pregunté por qué hacían eso. La respuesta fue simplemente: “Porque yo soy yo”».

La experiencia de bullying, de la cual Norman es un sobreviviente y que le ha generado secuelas psicológicas hasta el día de hoy, no es tan infrecuente en Alemania. El estudio de Pisa del año 2017 calculaba que uno de cada seis niños en edad escolar había sufrido bullying.

Y no creo que en el Perú la cosa sea distinta. Lo digo a partir de mi propia experiencia.

Cuando estuve en el Colegio Alexander von Humboldt, apenas fui testigo de casos de bullying. Sin embargo, debo confesar que en primaria me gustaba fastidiar a un alumno de la clase paralela a la mía, que era subido de peso. Quizás por un afán de sentir cierto poder, me burlaba de su gordura y luego salía corriendo, sin que él pudiera atraparme. Un día me lo encontré en el baño y volví a mofarme de él. En el momento en que él salía tras de mí, le cerré de golpe en la cara la puerta de aluminio con un panel de vidrio translúcido, el cuál saltó en pedazos. Mi sufrida víctima resultó ilesa, pero salió llorando del baño, mientras yo sentía remordimientos de conciencia por el daño personal que pude haber ocasionado. Nunca más volví a burlarme de él. El asunto no tuvo consecuencias disciplinarias para mí, pero aún así me acerqué a pedirle disculpas y a prometerle que nunca más lo fastidiaría, promesa que fue sellado con un apretón de manos y que mantuve durante mis años escolares humboldtianos. Todavía no había aprendido a categorizar como bullying lo que para mí era sólo un juego de esos crueles momentos de la infancia donde ya hemos comenzado a perder la inocencia.

Donde sí fui testigo de algunos casos graves de bullying fue en 5° año de secundaría, que cursé en el Colegio Santa María (Marianistas) de Monterrico en el año 1980. En esos tiempos el Colegio Humboldt se había plegado a la reforma educativa del gobierno militar, eliminando 4° y 5° de secundaria de su currícula. Quienes así lo deseaban podían cursar cuatro años más de estudios en la ahora desaparecida ESEP (Escuela Superior de Educación Profesional) Ernst Wilhelm Middendorf. Sólo el primer año podía ser convalidado como 4° de secundaria, de modo que quien quería cursar 5° de secundaria debía hacerlo en otro colegio. Y el Colegio Santa María no sólo quedaba cerca de mi casa, sino que yo tenía algunos amigos entre los alumnos.

El colegio se vanagloriaba de estar entre los mejores del Perú, y esa cultura era asumida acríticamente por profesores y alumnos. A decir verdad, el nivel de enseñanza de 5° de secundaria, salvo el curso de química a cargo de un profesor competente como Claudio Meza, estaba al nivel de 3° de secundaria del Humboldt. E incluso diría que el nivel de inglés en la clase donde yo estaba se equiparaba al nivel de 2° de secundaria del Humboldt. Pero lo que realmente era perturbador, más allá de esa arrogancia colectiva sin fundamento, era el nivel de violencia a que se podía llegar entre alumnos en esa escuela católica de varones.

Había un chico de carácter débil al que, cuando tenía que salir adelante entre las filas de pupitres, varios alumnos le tocaban el trasero metiéndole la mano a su paso, ante la incomodidad de la víctima que no sabía defenderse. Y que no se iba a atrever a acusar a quienes lo habían ultrajado, pues según un código no escrito eso significaba caer en desgracia ante todo el alumnado y posiblemente ser sometido a una especie de ostracismo, o en el pero de los casos a una violenta paliza fuera de los muros del colegio.

Había otro compañero de clase, al cual, por sus rasgos indígenas, lo apodaban “Huacorretrato”. Otro alumno de cuerpo escuálido y carácter nervioso, que tenía modales afeminados por ser el único varón entre varias hermanas, era continuamente asediado con comentarios homofóbicos. Recuerdo que una vez me agradeció casi al borde del llanto por no tratarlo como siempre lo habían tratado los demás alumnos en la clase. Supe años después que había muerto joven de un paro cardíaco, tal vez por una enfermedad congénita, o quizás también por haber somatizado el continuo acoso de que fue objeto en el colegio.

Una anécdota de años anteriores era protagonizada por nuestro profesor de filosofía y lógica, Aresio Viveros, quien siempre se presentaba con aires de superioridad y con una sonrisa forzada que hacía que su rostro pareciera el de una marioneta de feria. Se contaba que le habría dicho a un alumno en plena clase: «Dicen que usted es maricón y que le gustan los hombres«». A lo cual el aludido se puso de pie y con palabras firmes pero airadas le espetó: «Sí, soy maricón y me gustan los hombres. ¿Y a usted qué?» No sólo Viveros se habría quedado mudo, sino también todos los demás alumnos en el salón, que veían quizás por primera vez a un homosexual defender sus fueros con tanto valor y hombría.

Pero quizás el caso de bullying más atroz y cruel fue el le hicieron a un muchacho tímido, apocado, al que consideraban el “pavo” de la clase. Un fin de semana dos o tres alumnos salieron en el automóvil del papá de unos de ellos —sin brevete, como solía ocurrir entonces entre adolescentes de clase acomodada que podían darse el lujo de disponer de un carro— llevando al muchacho con ellos y en la Av. Arequipa levantaron a una de las prostitutas que entonces solían ofrecer sus servicios nocturnos al lado de esa vía. Incitaron al muchacho a fornicar con la dama de la noche en el vehículo y le tomaron una fotografía en pleno, que el lunes siguiente hicieron circular en la clase, enseñándosela incluso al tutor y profesor de física, el aprista Fernado Arias, quien fuera esposo de la conocida ministra aprista Ilda Urízar. Arias sólo atinó a reírse nerviosamente, pues probablemente sabía el poder y dinero que tenían los padres de varios de sus alumnos y, por eso mismo, no quería engarzarse en un problema aplicando una medida disciplinaria, que en este caso implicaría la expulsión de los responsables. Y bajó la cabeza cuando yo, alumno de 17 años que estaba de paso en el colegio, fui a recriminarle por su bajeza y cobardía. Por supuesto, dejó que el bullying continuara, por lo menos un rato más. O lo paró tímidamente mediante súplicas amables a quienes lo promovían, sin tomar ninguna medida disciplinaria. De un carácter muy distinto y más enérgico y de un talante moral intachable era otro aprista y profesor nuestro de matemáticas, Jesús Guzmán Gallardo, quien muchos años después buscaría limpiar al Partido Aprista de la nefasta herencia dejada por Alan García, sin conseguirlo.

Académicamente, no aprendí nada en el Colegio Santa María —salvo en el curso de química—, pero tuve un atisbo del ambiente donde se había educado la primera generación de sodálites del año 1973, un ambiente donde bajo la realidad de la camaradería entre muchachos también se hacía presente la violencia y la dominación de unos alumnos sobre otros más débiles y vulnerables que eran sometidos a humillaciones, un ambiente propicio al bullying pero encubierto por un aura de religiosidad católica que formaba parte de la imagen del colegio, una imagen que había que defender a toda costa aunque la realidad fuera distinta.

Y así como yo he sido testigo de actos de bullying en mi edad escolar, sin nunca haber visto que algún miembro del profesorado haya intervenido para zanjar el problema, creo en conciencia que la gran mayoría debe haber visto casos similares. La ficción que narraba César Vallejo en su cuento “Paco Yunque” parece ser un espejo de la realidad, en una sociedad donde todavía no se han hecho esfuerzos suficientes para combatir el bullying, esa violación de los derechos humanos de otros que muchos aprenden en la escuela. Y que luego no tendrán problema de replicar en otros contextos en su edad adulta. Porque los atentados contra los derechos humanos no surgen por generación espontánea, sino que tienen su semilla en las escuelas donde se permite a los alumnos acosar cruelmente a otros alumnos.

 

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