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[La columna deca(n)dente] El gobierno de Dina Boluarte y el Congreso han adoptado una estrategia que encarna lo que muchos llaman “dictadura constitucional”: una manipulación de la legalidad y de las instituciones democráticas para consolidar el poder y restringir derechos sin recurrir a un régimen autoritario formal. Este esquema permite mantener una fachada de legalidad mientras se restringen libertades y se incrementa la represión. Un ejemplo reciente es la propuesta del Ejecutivo de trasladar los juicios de policías y militares a tribunales castrenses, una medida que elimina la rendición de cuentas ante la justicia civil y revive prácticas de los años de Fujimori, cuando la impunidad y la represión eran empleadas para silenciar las voces críticas.

Este uso retórico de la ley y la seguridad, que convierte al Ejecutivo en árbitro de lo aceptable en términos de protesta y crítica, deja a la ciudadanía en una situación de vulnerabilidad. Los líderes autoritarios apelan al “orden” para criminalizar las movilizaciones y restringir derechos en nombre de la estabilidad. En el caso de Boluarte, esto se ha traducido en una creciente militarización de la vida pública y en un gobierno que percibe a los ciudadanos críticos como potenciales “enemigos” o “traidores a la patria”. Esta situación sienta un precedente peligroso, transformando la Constitución y las instituciones, que deberían proteger los derechos fundamentales, en herramientas de represión.

El Congreso, lejos de cumplir su función de contrapeso al Ejecutivo, se ha convertido en un aliado en la consolidación de medidas autoritarias. Esta alianza desdibuja los límites entre legalidad y autoritarismo y expone una estrategia de control desde el Legislativo. Con leyes que favorecen intereses particulares y, en muchos casos, a organizaciones criminales, el Congreso detenta el poder real, manipulando la ley para su propio beneficio y subordinando al Ejecutivo a su agenda.

El respaldo de partidos como Fuerza Popular (Keiko Fujimori), Alianza Para el Progreso (César Acuña), Perú Libre (Vladimir Cerròn), Podemos (José Luna), entre otros, mantiene a Dina Boluarte en el cargo solo de manera temporal. Esta coalición de fuerzas en el Congreso no está motivada por el bien del país, sino por la intención de prolongar el statu quo hasta que Boluarte convoque a elecciones, momento en el cual podría ser descartada. Así, el Congreso asegura su influencia, mientras el Ejecutivo queda como una pieza desechable, removible una vez que deje de ser útil.

Ante esta situación, ciudadanos y partidos democráticos tienen la responsabilidad de defender la democracia y los derechos fundamentales. La ciudadanía debe movilizarse y organizarse, exigiendo transparencia y respeto por las libertades individuales, tanto en espacios públicos como en redes sociales. Las organizaciones sociales pueden jugar un papel clave, denunciando estos abusos y promoviendo una participación política activa. Por su parte, los partidos democráticos deben alzar la voz y promover acciones concretas para frenar la coalición autoritaria, actuando con firmeza para crear un frente común en defensa de la democracia.

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No he opinado acerca de la muerte de Alberto Fujimori, he opinado sobre él a propósito de su muerte. He tratado de ser firme y ponderado al mismo tiempo, de recordar el oprobio sin caer en el linchamiento, de pensarme a mí mismo como analista y académico, antes que como activista radical. Es tan fácil tirar piedras, es tan sencillo hacer la revolución con una pañoleta verde tapándote la cara. 

Me he paseado por las redes de otros países. En Colombia debaten sobre Petro y es lo mismo -al margen de la lesa humanidad- y en el Chile de Boric o la Argentina de Milei también es lo mismo. Me pregunto si son las redes o si es la pulsión humana de siempre eso de sacarse las vísceras unos a otros, o si, finalmente, las redes no son más que un medio que nos permite hacer lo que siempre quisimos pero no podíamos porque carecíamos de un lugar invisible para emboscar al otro bajo el cobijo del anonimato. 

Primo Levi escribió Si esto es un hombre, sobre su supervivencia al campo de concentración de Auschwitz, la expresión más absoluta del mal que ha conocido la modernidad occidental. Recién nos hemos conmovido con la vida reducida a la nada confrontada con su éxtasis más complaciente en la cinta “zona de interés”. Apenas una pared separa al bien del mal más absolutos, nunca el maniqueísmo disfrutó de una vecindad más funcional entre sus sempiternos antagónicos.  Julia Shaw, en su libro, «Hacer el mal» (2024) sostiene que todos somos capaces de cometer un asesinato. La afirmación reitera una verdad ineludible, la he escuchado tantas veces en boca de protagonistas de series policiales. El hombre llevado a aquel extremo en el que se convierte en animal, en bestia, en lo que fue al principio y sigue siendo tras milenios de socialización: un animal, al fin y al cabo, un animal. 

He pensado en el poder, en la puerta giratoria que lleva a ese lóbrego lugar del que no se retorna, he visto a tantos cruzarla, podría nombrarlos, no voy a hacerlo. Hace años dejé de pelear así, desde que entendí que los malos están al frente pero que igual estoy rodeado de ellos y que, finalmente, yo tampoco soy más que un hombre, un simple hombre que, con suerte, dejará este mundo en las próximas tres décadas. Mejor así, con el tiempo aprendí de la ponderación del perfil bajo, de la calidez reposada de una acogedora sombra, lo suficientemente inadvertida como para que no la alcancen las habladurías, los chismes, la maledicencia humana. 

Fujimori se ha ido, el fujimorismo no, el Perú tampoco, eso es lo peor, tenemos que seguir siendo peruanos y amar entrañablemente a nuestra patria a pesar de ella misma. Al Perú legado por Fujimori, por Francisco Pizarro, por Ramón Castilla, por Manuel Odría, por todos los presidentes del siglo XXI, salvo los honorables Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, que por algo fueron transitorios pues gobernaron el tiempo exacto para no ser alcanzados por el oprobio. 

La clase política antes de la dictadura de Alberto Fujimori languidecía pero era mejor tenerla que hacerla estallar en miles de caudillos regionales, provinciales y distritales esparcidos a nivel nacional, sin control, sin Estado, sin ley ni Constitución, realizando sucios negocios con el erario público, los que luego son decretados con urgencia, entre gallos y media noche, por un Congreso ominoso. En el Perú no amanece, ni tampoco huele a mañana, varón*.  

*Parafraseo de verso del tema GDBD, de Rubén Blades, del álbum Buscando América, 1984

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José Santos Chocano fue un poeta muy funcional a la dictadura de Augusto B. Leguía. De acuerdo con lo escrito por quien fuera talentoso intelectual Pedro Planas, Chocano justificó la quiebra del orden institucional por parte del megalómano autócrata señalando que el Perú no estaba preparado para la democracia. Por tal motivo, razonaba, el Perú requería una “dictadura organizadora” que establezca, desde la palestra de una autoridad irrefutable, las bases institucionales para transitar hacia la anhelada libertad*.

No ha dicho más el congresista Edward Málaga. Según él, a diferencia de Alemania, el Perú no está preparado para la democracia por lo que sus normas se quiebran cotidianamente. La solución propuesta por el padre de la patria difiere poco de la de Chocano: “hay que ajustar la democracia”, “seguirá siendo democracia pero …” 

Vamos por partes, el argumento de Chocano y de Málaga es falaz. Ningún autoritarismo conduce a la democracia, la socava. Las democracias maduran a través del tiempo. Tales son los casos de Alemania y Estados Unidos. En esos países, la legitimidad que otorgan la Constitución y las leyes se ha convertido en costumbre, se ha vuelto consuetudinaria y esto ha sucedido porque ha prevalecido por décadas o siglos. 

La democracia necesita tiempo para que las instituciones maduren, arraiguen, funcionen y finalmente le brinden a la ciudadanía servicios de calidad, fortaleciéndola como tal y también en su conciencia de sí. La democracia requiere continuidad, no su interrupción, tampoco su acotación. 

¿Cuánto tiempo ha regido la democracia en el Perú?  En el siglo XIX, salvo Manuel Pardo y Nicolás de Piérola, los presidentes fueron caudillos militares. ¿se fortalecieron así las instituciones democráticas como afirmaba Chocano? Desde luego que no. 

La República Aristocrática (1895-1919) fue el primer ensayo mediadamente serio de implementación del orden constitucional en el Perú, aunque solo votaban los varones, contribuyentes y alfabetos: era la época. La verdad no nos fue tan mal.  Planas explicaba que de aquella aristocracia debimos transitar a la democracia y se lamentó mucho de que, en dichas circunstancias, se haya interpuesto el gran modernizador Leguía para legarnos la dictadura, macabro invento del siglo XX. La dictadura no es un modelo distinto, es la reversión de todos los valores y garantías democráticos, sin más.  

El Oncenio inició con el golpe de Estado del 4 de julio de 1919. Desde entonces hasta el fin del milenio, 57 años fuimos gobernados bajo dictaduras y apenas 24 en democracia ¿ya entiende el congresista Málaga por qué nuestra frágil institucionalidad no es una cuestión de idiosincrasia? Es más sencillo,  el militarismo nos impidió construir nuestra república democrática desde que nos fundamos como Estado independiente. 

¿Y ahora qué sucede? quienes nos gobiernan están corroyendo las precarias instituciones que instauramos al recuperar la democracia el 2000. No es un problema de la sociedad, es la distopía favorita de la clase política: sembrar el caos más absoluto y apuntalar al crimen organizado para que ejecute públicamente a jaladores de colectivos, cobradores de microbuses, humildes emolienteros, o a cualquier ciudadano de a pie que se niegue a pagar cupo. El objetivo es claro: “que todos clamen aterrorizados por la llegada de un Bukele peruano, autoritario como ninguno, que reestablezca el orden y “ajuste nuestra democracia a la realidad”. Déjà vu

*Planas, Pedro. La República Autocrática. Lima, Friedrich Ebert, 1994. 

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La actual crisis política por la que atraviesa Venezuela debido al fraude electoral perpetrado por el régimen autoritario de Nicolás Maduro ha revivido el debate acerca de la siempre complicada relación entre izquierda y democracia en América latina.

Al respecto, no sorprende que Gabriel Boric, el izquierdista presidente de Chile, lidere en solitario una postura de abierta condena a la dictadura bolivariana. Ya hace 5 meses, en las exequias al expresidente Sebastián Piñera, Boric cuestionó tanto las violaciones de derechos humanos en Cuba, Nicaragua y Venezuela, así como los maximalismos del progresismo radical, alejado del diálogo democrático y del sentido común popular.

Desgraciadamente, el joven mandatario chileno está solo. A pesar de tratarse también de gobiernos democráticos, el Brasil de Lula, el México de AMLO y la Colombia de Petro trastabillaron en la OEA y no fueron capaces de votar la resolución que exigía a Maduro un mínimo razonable: mostrar las actas electorales. Por un voto, la resolución no se aprobó. Luego, los tres mencionados han transitado entre la culpa y la complicidad y le han exigido por fuera a Maduro lo que no fueron capaces de exigirle en el foro multilateral. La pregunta que flota en el aire es si lo que buscan es la transición democrática o avalar el fraude electoral.

El discutible compromiso de Brasil, México y Colombia con la democracia puede explicarse en que no hayan transitado por un proceso complejo como el chileno, país en el que las agendas progresistas radicales fueron abrumadoramente derrotadas en el referéndum constitucional de septiembre de 2022. Por ello la izquierda chilena se ha visto obligada ha plantearse preguntas fundamentales así como a trazarse nuevas prioridades para mantenerse popular, característica que mantuvo a lo largo del siglo XX. Así se explica la apuesta de Boric por retomar las agendas democrática y social como una vía que corre paralela a la batalla cultural, es decir, una tercera vía.

La disyuntiva para las izquierdas de América Latina es la misma que para el caso chileno. Tratándose de países en vías de desarrollo, con enormes desigualdades sociales, con servicios estatales básicamente deficitarios, y con una igualdad de oportunidades que duerme el sueño de los justos, la prioridad en cualquier agenda de izquierda o de centro izquierda debe ser salir del hambre, de la desnutrición, ofrecer idóneos servicios de salud y de educación, invertir en infraestructura para el desarrollo, etc.  

No puede haber socialdemocracia, no puede haber Estado de Bienestar, no podemos construir los pisos más altos del edificio, aquellos donde mora la cultura, sin la previa revolución capitalista, sin una burguesía comprometida con el desarrollo de la sociedad en su conjunto, sin un Estado promotor de la actividad económica y con un auténtico compromiso al servicio del ciudadano.

¿Qué es el socialismo del siglo XXI? ¿despilfarrar en el mega-asistencialismo una pasajera bonanza petrolera? ¿promover la guerra de las razas y la guerra de los sexos? ¿o promover el desarrollo a través de un Estado promotor capaz de introducir a todos los agentes económicos en una lógica de progreso? Si lo que se busca es el bienestar de la sociedad, la izquierda y la centro izquierda deben reencontrarse con cinco conceptos fundamentales: democracia, desarrollo, bienestar, solidaridad y justicia social. Sin ellos, seguiremos arando en el mar de los ensueños*

*Fragmento de la canción Ese arar en el mar, de Chabuca Granda.

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[AGENDA PAÍS] En el Perú estamos viviendo un ataque diario a la poca institucionalidad que nos queda. 

Por un lado, nuestro menú diario, de restaurante de lujo con 3 estrellas Michelin, se compone de una entradita de denuncias constitucionales con acusaciones cruzadas, una sopita de cacicazgos electorales, un segundo bien “taipá” de ministros cuestionados por sus competencias o por sus declaraciones, copiosamente acompañado de guarniciones de congresistas que deberían asistir a los plenos en traje a raya y esposados, y de postre, periodistas politizados y agremiados en cofradías de intereses económicos. 

Por el otro lado, los ciudadanos, con menúes menos opulentos a los cuales incluso, les es difícil de acceder, observan impávidos cómo se pasan los años, tan callando, sin poder ver una luz al final del túnel y maldiciendo a ese Dios peruano del que tanto se habla pero que poco o nunca aparece.

A ese copioso menú, maloliente e indigesto, se le ha sumado una serie de declaraciones, aparentemente coordinadas, para tildar al congreso de dictador, como si el congreso fuera una sola persona, un Nicolás Maduro, que a sola mano dicta acciones sin consulta ni voto parlamentario alguno.

La señora Patricia del Río, periodista de RPP, que hace un par de años viralizó un audio donde soltaba suspiros por Vizcarra, a la vez que reconocía una relación cercana y aceptaba lo corrupto que era ese individuo, ha dicho en una entrevista con su amigo Jaime Chincha, y muy suelta de huesos, que en el Perú vivimos una dictadura congresal.

El exgobernador Mesías Guevara, aquel que junto a otros personajes se infiltraron en Acción Popular, partido al cual casi destruyen, inaugura su flamante cargo de directivo del Partido Morado para también unirse al cargamontón diciendo que “nos están llevando a una dictadura congresal”.

El recién autodenominado candidato presidencial, el rector de la UNI Alfonso López Chau, ha sido más creativo, uniéndose a la manada e instituyendo un nuevo vocablo, el de la “tiranía electiva”.

Caray, lo que pueden hacer 130 congresistas dictadores es impresionante, ¡130! ¡Record Guiness para Perú! Aplausos por favor.

¿Cuántas veces hemos reclamado al ejecutivo y al legislativo que trabajen en conjunto para lograr un mínimo de gobernabilidad para poder generar confianza y un entorno favorable a la inversión pública y privada?

Recordemos que en la época del presidente Kuczynski (PPK) con Keiko Fujimori y sus 73 congresistas, a gritos pedíamos que se pongan de acuerdo y que trabajen en conjunto por el país. Gobernabilidad pedíamos y no pasó nada. 

Bueno, sí pasó… Renunció PPK, entró Vizcarra, vacaron a Vizcarra, entró Merino, renunció Merino, entró Sagasti, llegó Castillo y se vacó solito, dejando a Dina Boluarte en la Presidencia. Entre todo este laberinto, por no haber buscado gobernabilidad y estar pensando en intereses particulares y no en el país, hemos tenido 6 presidentes en 6 años. 

Ahora parece que queremos mantener el record de 1 presidente por año vacando a Boluarte, con lo que al 2026 tendríamos 8 presidentes en 8 años. ¡Otro record Guiness! ¡Vamos Perú!

Dejemos de atacar nuestra propia institucionalidad. Hay congresistas pésimos, sí y un montón. Algunos de ellos tienen más perfil para Piedras Gordas que para la Plaza Bolívar, también. Que el ejecutivo ha demostrado ineficiencia, poca coordinación e indiferencia ante los graves problemas por los que atraviesa el país, sin duda.

Pero por ellos votamos, y si nos equivocamos, no podemos ser tan caras duras de vociferar “dictadura congresal” cuando los parlamentarios y el ejecutivo encuentran consensos que no nos gustan y por el otro, criticarlos cuando no se ponen de acuerdo porque atenta contra la gobernabilidad. 

Solo espero que la campaña presidencial del 2026, que ya está empezando, enfoque a los políticos y a la prensa en los temas de estado que deberían importarnos para luchar contra la pobreza y la anemia, para pensar en nuevas políticas públicas que aseguren una educación y una atención de salud humanas y de excelencia, para que podamos pasear por nuestras bellas ciudades y encantadores pueblos originarios con la tranquilidad de vivir en seguridad, y para así lograr un clima de paz social que es la base para el desarrollo sostenible de nuestro país.

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[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] La política nacional está plagada de políticos que mienten, manipulan y abusan de su poder para beneficio propio. Este drama de deshonestidad, manipulación y abuso de poder tiene cinco protagonistas:

La presidenta: una líder que miente sin descaro sistemáticamente para preservar su poder.

El primer ministro: un aprendiz de maestro de las artes de la manipulación y la prestidigitación que oculta pruebas para protegerse.

El congreso: una institución que se regodea en las gollerías del poder y traiciona de manera reiterada el mandato ciudadano.

Las máximas instancias judiciales: un pilar fundamental del estado de derecho que se ve amenazado.

Los ciudadanos y ciudadanas: cansados, atemorizados, hartos, desorganizados, pero…

Acto I: La presidente y sus mentiras descaradas

La presidenta, investida con la responsabilidad de liderar una nación, se desdibuja ante la audiencia. Atrás quedan las promesas electorales reemplazadas por mentiras descaradas destinadas a preservar el poder a cualquier costo. La confianza de los ciudadanos y ciudadanas, esencial para la estabilidad de cualquier democracia, se desvanece en el humo de las falsedades tejidas por una presidenta que, parafraseando a su primer ministro, tiene “comando, pero no mando”.

Acto II: El ministro y el ocultamiento de pruebas

En el oscuro trasfondo de esta trama, un primer ministro se erige como un aprendiz de maestro de las artes de la manipulación y de la prestidigitación. Dispone el ocultamiento de pruebas que podrían poner al descubierto sus tejes y manejes reñidos con el buen uso de los recursos públicos. La transparencia, lema y práctica olvidada, es sustituido por una cortina de secretos diseñada para protegerlo.

Acto III: El Congreso y las gollerías del poder

En el Congreso, la moralidad se desvanece ante la voracidad y procacidad de quienes detentan el poder legislativo. Aprovechan y maximizan todas las gollerías que les permite su privilegiada posición, se enriquecen sin rubor alguno y consolidan sus particularísimos intereses. La traición al mandato ciudadano se convierte en moneda corriente en esta grotesca representación de la democracia.

Acto IV: El ataque a las máximas instancias judiciales

El clímax de este drama se desata con un ataque directo de los congresistas a las máximas instancias judiciales, pilar fundamental del estado de derecho cuyos cimientos se resquebrajan mientras se intenta socavar la independencia judicial. La justicia se ve amenazada por la influencia corruptora de quienes buscan proteger sus intereses particulares ajenos al bienestar común.

Epílogo:

¡Ciudadanos y ciudadanas hay muchísimo que hacer…! Pero, ¿por dónde empezar?

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Sorprende el infantilismo con el que los poderes del Estado utilizan como estrategia la negación de los derechos humanos en nombre de un enemigo imaginario terrorista. Pero sorprende también como amplios sectores del país consideran que es lo correcto y que lo más apropiado, como señala el marino Jorge Montoya, es iniciar “los procedimientos de denuncia de la Convención Americana y el retiro de nuestro país de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”.

Cómo no va a ser entonces la precariedad de los derechos humanos a la que hemos llegado en el Perú la razón por la que la población demanda una asamblea constituyente. Porque es indiscutible que tal como estamos, las condiciones y normas básicas de relación entre peruanas, peruanos y la sociedad están rotas, carecemos de protección por parte del Estado. Necesitamos un gobierno que nos devuelva los derechos que son irrenunciables y realmente iguales para todos. Y necesitamos que las docentes, los docentes de todo el país empiecen el año escolar enseñando cuáles son nuestros derechos y por qué no debemos dejar que nos los nieguen. Hoy más que nunca debemos entender que la ciudadanía jamás se debe dejar engañar.


*Fotografía perteneciente a terceros

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