[La columna deca(n)dente] La presidenta Dina Boluarte ha vuelto a sorprender con una declaración que roza lo inverosímil. Durante la inauguración del año escolar, afirmó que está «pensando seriamente en la pena de muerte” frente a niños, niñas y adolescentes. La frase, que parece un error de expresión, refleja mucho más que una simple equivocación: evidencia una preocupante inclinación autoritaria en su discurso y un grave problema de comunicación política.
El debate sobre la pena de muerte en el país suele resurgir en contextos de crisis y es frecuentemente utilizado por figuras políticas con el afán de aparentar dureza ante el crimen. La propuesta de Boluarte, aunque torpemente enunciada, se inscribe en esta lógica. El endurecimiento de penas y la apelación al castigo extremo han sido estrategias recurrentes de regímenes con inclinaciones autoritarias que buscan encubrir su incapacidad para ofrecer soluciones reales a la inseguridad.
Sin embargo, la pena de muerte no solo es inviable en el actual marco legal (ya que el país es signatario de tratados internacionales que la prohíben), sino que también ha demostrado ser ineficaz como medida disuasoria del crimen. Pero su mención permite a Boluarte conectar con ciertos sectores que demandan «mano dura», en ausencia de propuestas estructurales para abordar la crisis de seguridad ciudadana.
Más allá de la controversia ideológica, la declaración también pone en evidencia las serias deficiencias en la comunicación presidencial. Un desliz de tal magnitud en un evento público demuestra falta de preparación, precariedad discursiva y ausencia de filtros en el aparato comunicacional del gobierno. No es la primera vez que Boluarte incurre en errores de esta naturaleza, lo que contribuye a su desgaste político y a la percepción de improvisación en su gestión.
El lenguaje en política es fundamental. En un contexto de desconfianza hacia las instituciones, en particular hacia el Congreso, al que la ciudadanía percibe como servil a los intereses de organizaciones criminales debido a las leyes que las favorecen, un lapsus puede marcar la diferencia entre mantener apoyo o erosionarlo por completo. Si la presidenta realmente pretende gobernar con algún grado de estabilidad, debe reformar con urgencia su estrategia comunicacional y abandonar la tentación de discursos efectistas que, lejos de fortalecer su posición, la debilitan aún más ante la opinión pública.
En definitiva, el desliz de Boluarte no es solo una anécdota más en la política nacional, sino también un síntoma del desorden discursivo y la deriva autoritaria que caracterizan su gobierno. Si su intención era proyectar liderazgo, ha logrado lo contrario: ha dejado en evidencia una vez más su falta de rumbo y el ocaso de su gestión.