[La columna deca(n)dente] La presidenta Dina Boluarte ha vuelto a sorprender con una declaración que roza lo inverosímil. Durante la inauguración del año escolar, afirmó que está «pensando seriamente en la pena de muerte” frente a niños, niñas y adolescentes. La frase, que parece un error de expresión, refleja mucho más que una simple equivocación: evidencia una preocupante inclinación autoritaria en su discurso y un grave problema de comunicación política.

El debate sobre la pena de muerte en el país suele resurgir en contextos de crisis y es frecuentemente utilizado por figuras políticas con el afán de aparentar dureza ante el crimen. La propuesta de Boluarte, aunque torpemente enunciada, se inscribe en esta lógica. El endurecimiento de penas y la apelación al castigo extremo han sido estrategias recurrentes de regímenes con inclinaciones autoritarias que buscan encubrir su incapacidad para ofrecer soluciones reales a la inseguridad.

Sin embargo, la pena de muerte no solo es inviable en el actual marco legal (ya que el país es signatario de tratados internacionales que la prohíben), sino que también ha demostrado ser ineficaz como medida disuasoria del crimen. Pero su mención permite a Boluarte conectar con ciertos sectores que demandan «mano dura», en ausencia de propuestas estructurales para abordar la crisis de seguridad ciudadana.

Más allá de la controversia ideológica, la declaración también pone en evidencia las serias deficiencias en la comunicación presidencial. Un desliz de tal magnitud en un evento público demuestra falta de preparación, precariedad discursiva y ausencia de filtros en el aparato comunicacional del gobierno. No es la primera vez que Boluarte incurre en errores de esta naturaleza, lo que contribuye a su desgaste político y a la percepción de improvisación en su gestión.

El lenguaje en política es fundamental. En un contexto de desconfianza hacia las instituciones, en particular hacia el Congreso, al que la ciudadanía percibe como servil a los intereses de organizaciones criminales debido a las leyes que las favorecen, un lapsus puede marcar la diferencia entre mantener apoyo o erosionarlo por completo. Si la presidenta realmente pretende gobernar con algún grado de estabilidad, debe reformar con urgencia su estrategia comunicacional y abandonar la tentación de discursos efectistas que, lejos de fortalecer su posición, la debilitan aún más ante la opinión pública.

En definitiva, el desliz de Boluarte no es solo una anécdota más en la política nacional, sino también un síntoma del desorden discursivo y la deriva autoritaria que caracterizan su gobierno. Si su intención era proyectar liderazgo, ha logrado lo contrario: ha dejado en evidencia una vez más su falta de rumbo y el ocaso de su gestión.

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[La columna deca(n)dente]  El 7 de marzo, en Expreso, Alejandro Muñante, congresista de Renovación Popular, publicó un texto titulado “¿Qué es una mujer?”. En dicho artículo, el también pastor evangélico cual cruzado con la espada desenvainada, emprende una batalla contra el mayor enemigo de nuestro tiempo: una palabra. No la corrupción, no el crimen ni la impunidad, sino la malvada, escurridiza y omnipresente palabra “género”. En su cruzada lingüística, nos advierte que las mujeres están en peligro, no por la violencia, la desigualdad o el feminicidio, sino porque alguien, en algún lugar, no ha definido “mujer” como él quiere.

Siguiendo el manual del populismo conservador, el pastor Muñante nos ofrece una dicotomía simple: de un lado, los defensores de la verdad biológica absoluta; del otro, las hordas de fanáticas y fanáticos de la «ideología de género», esa conspiración global que, al parecer, es responsable de todo, desde los embarazos adolescentes hasta el aumento del precio del pollo a la brasa. Su frase “las que no pueden definir lo que es MUJER, están asustadas porque ahora les vamos a enseñar a hacerlo” revela una ambición pedagógica insólita: un congresista decidido a dar clases de biología básica a quienes no han solicitado su sabiduría descomunal.

La clave de su discurso no está en su pedagogía improvisada, sino en su brillante estrategia política: si los problemas del país siguen sin resolverse, el truco es cambiar de tema. No hablemos de la lucha contra las organizaciones criminales; hablemos, en cambio, de la semántica de “mujer”. No discutamos violencia de género, pongamos en duda si el género existe. Esta es una estrategia discursiva de manual: construir un enemigo difuso —la ideología de género— y culparlo de todo. ¿Las políticas públicas no han eliminado la violencia contra las niñas, adolescentes y mujeres en todos estos años? Claramente es culpa del feminismo, no de la falta de gestión, presupuesto o ejecución.

Su rechazo al término «feminicidio» es otro giro magistral: si no nombramos el problema, el problema desaparece. Es un método infalible, similar a cerrar los ojos y esperar que el monstruo bajo la cama se esfume. Y cuando cuestiona la efectividad del Plan Nacional de Igualdad de Género, aplica la lógica del “si no resolvió todo de inmediato, no sirve”. Siguiendo esa línea, deberíamos eliminar el Congreso, dado que no ha erradicado ni la corrupción ni la crisis política y, por el contrario, sirve de todo corazón a los intereses de las organizaciones criminales.

En el fondo, lo de Muñante no es un debate, es una performance. Un show donde se presenta como el último bastión de la cordura ante el supuesto caos de la “ideología de género”, una amenaza tan peligrosa que, curiosamente, solo existe en los discursos de quienes la combaten. Su insistencia en reducir la realidad a definiciones rígidas no es un acto de rigor intelectual, sino un truco de prestidigitación: mientras discutimos su lección improvisada de biología, nadie le pregunta por las redes criminales enquistadas en el Congreso, la precarización del Estado de derecho o la impunidad rampante.

Pero si de definiciones se trata, quizá debamos concederle una: Muñante es la prueba viviente de que el conservadurismo no necesita argumentos, solo espantapájaros a medida. Su cruzada contra el género es tan útil como discutir si el agua está demasiado mojada. Si la política se limitara a jugar con palabras, Muñante sería un estadista colosal. Lástima que legislar implique lidiar con la realidad y no únicamente con su diccionario imaginario.

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[La columna deca(n)dente] Cuando un ministro del Interior acumula denuncias de ineficacia, miente con descaro, evade la justicia y, en lugar de responder a las investigaciones en su contra, contraataca denunciando a la fiscal de la Nación, el problema no es solo él: es el gobierno que lo sostiene. Pero cuando ese ministro, además, es protegido por la presidenta Dina Boluarte y cuenta con el respaldo de Keiko Fujimori, César Acuña, Rafael López Aliaga, Vladimir Cerrón y José Luna, el panorama se vuelve aún más preocupante.

La permanencia del ministro en el cargo no se explica, presumiblemente, por su capacidad ni por su gestión, sino por lo que sabe. Su lealtad no es gratuita: es el precio de su silencio. En un gobierno donde la impunidad es la norma, un ministro con demasiados secretos bajo la manga se convierte en un escudo invaluable. Boluarte no lo sostiene por convicción, sino por necesidad. Si él cae, podría arrastrarla consigo.

Su negativa a acudir a la fiscalía y la entrega de un teléfono formateado no son gestos de rebeldía, sino de advertencia: él tiene información que lo hace intocable. En este escenario, su permanencia es menos una decisión política y más un pacto de mutua protección. No es el ministro quien depende del gobierno, sino el gobierno el que depende de él.

Pero el problema no es solo el Ejecutivo. Que este ministro cuente con el respaldo de políticos que dicen representar distintos sectores del espectro ideológico revela un pacto de conveniencia: una alianza pragmática en la que la impunidad se antepone a cualquier principio político. No hay derechas ni izquierdas en esta ecuación, solo actores que buscan sobrevivir políticamente protegiéndose unos a otros. En otras palabras, la corrupción no tiene patria ni bandera.

El acceso anticipado del ministro a un reportaje que lo compromete y su intento de influir en la prensa evidencian un uso sistemático de la información como arma política. Esto sugiere dos cosas: que existen filtraciones desde los medios o que la información se obtiene de manera ilegal. Esto último es una pieza clave en regímenes donde la corrupción es norma y la transparencia, una amenaza.

El país se encuentra ante una deriva peligrosa. Lo que se está consolidando no es un gobierno con una agenda clara, sino una coalición de la impunidad, donde los acuerdos no giran en torno a reformas o políticas públicas, sino a blindajes y favores. Este no es un gobierno de derecha ni de izquierda, sino un gobierno de intereses personales, de grupo y criminales.

En este escenario, la justicia se convierte en una amenaza para quienes ostentan el poder. La policía no responde a la seguridad ciudadana, sino a las órdenes de quienes la controlan políticamente. La prensa es atacada y la institucionalidad, erosionada. Mientras tanto, el ciudadano común es testigo de cómo unos cuantos malgobiernan y legislan en beneficio de las organizaciones criminales.

¿Hasta cuándo durará este pacto? Hasta que las tensiones internas entre sus propios integrantes lo hagan insostenible o hasta que la sociedad, junto con líderes y partidos políticos democráticos, decida romper con esta lógica de impunidad. La pregunta es si la ciudadanía seguirá tolerando un gobierno que, lejos de garantizar justicia y seguridad, se ha convertido en el refugio de quienes más temen rendir cuentas y buscan eludir la justicia.

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[La columna deca(n)dente] En los últimos años, ha ganado fuerza un discurso que promueve la reducción del Estado, argumentando que este es ineficiente y que su intervención limita el desarrollo individual y económico. Sin embargo, detrás de esta retórica anti-Estado, muchas veces se esconde un interés particular: el deseo de ciertos grupos de interés de operar sin regulaciones que frenen su ambición, su influencia y sus ganancias.

Este fenómeno no es nuevo, pero su impacto es cada vez más evidente. En el país, congresistas han impulsado normas que debilitan la capacidad del Estado para fiscalizar y sancionar, bajo la premisa de que la empresa privada es siempre más eficiente, También han propuesto normas, por ejemplo, para que las inspecciones a centros comerciales se realicen cada 10 años, como el proyecto de ley formulado por Maricarmen Alva y Adriana Tudela.

Sin embargo, la realidad ha demostrado que esta falta de control tiene consecuencias devastadoras. Por ejemplo, la tragedia en Trujillo, donde el colapso de un centro comercial dejó seis personas muertas y más de setenta heridas, evidencia lo que ocurre cuando se prioriza la desregulación sobre la seguridad pública. La erosión de los organismos reguladores, en nombre de la «libertad económica», ha permitido que se construyan infraestructuras inseguras, poniendo en riesgo la vida de las personas.

Hemos llegado a esta situación debido a la complicidad de quienes legislan. Muchos congresistas, influenciados por intereses privados, han promovido leyes que reducen la capacidad del Estado para fiscalizar y sancionar. Estas leyes, presentadas como medidas para «simplificar trámites» o «atraer inversiones», terminan siendo un bumerán para la sociedad. Al debilitar los organismos reguladores, se crea un vacío de poder que es aprovechado por aquellos que buscan operar sin rendir cuentas. El resultado es un Estado que no solo pierde su capacidad de proteger a los ciudadanos, sino que también se vuelve cómplice de las injusticias.

La narrativa de que el Estado es siempre ineficiente y la empresa privada siempre virtuosa ha calado hondo, pero es una simplificación peligrosa. Si bien es cierto que el Estado puede ser burocrático y lento, su papel como regulador y garante del bien común es insustituible. La desregulación no es sinónimo de progreso; en muchos casos, es la puerta de entrada a la impunidad y la desigualdad.

En este contexto, es urgente repensar el rol del Estado. No se trata de defender un aparato estatal obeso y autoritario, sino de garantizar que este cumpla su función esencial: proteger a los ciudadanos y asegurar que las reglas del juego sean respetadas por todos. Para ello, es necesario que los congresistas prioricen el interés público sobre los intereses privados, aunque hoy suene utópico, y que fortalezcan, en lugar de debilitar, las instituciones encargadas de la fiscalización. Solo así podremos evitar que más tragedias, como la de Trujillo, se repitan. El Estado no es perfecto, pero su desmantelamiento no es la solución; es, más bien, el problema.

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[La columna deca(n)dente] El sábado pasado, los estudiantes del octavo ciclo de Artes Escénicas de la PUCP culminaron una breve temporada de «Incendios», la obra de Wajdi Mouawad, con una soberbia y conmovedora puesta en escena. Incendios es un poderoso testimonio sobre las consecuencias de la guerra y la importancia de la memoria y la búsqueda de la verdad. A través de la historia de Nawal y sus hijos, Jeanne y Simon, el texto explora cómo los conflictos armados no solo destruyen vidas, sino que también fracturan identidades y dejan cicatrices que atraviesan generaciones.

La trama comienza con un legado póstumo: Nawal, una mujer que huyó de un país en guerra, deja a sus hijos dos cartas que deben entregar a un padre que creían muerto y a un hermano del que nunca supieron. Este encargo desencadena un viaje físico, emocional y moral para Jeanne y Simon, quienes se ven obligados a adentrarse en un pasado marcado por la violencia, la traición y el sufrimiento. La pieza teatral plantea una pregunta incómoda pero necesaria: ¿es mejor dejar el pasado enterrado o es imperativo desenterrarlo, por doloroso que sea?

Mouawad no presenta soluciones sencillas. En cambio, muestra que la búsqueda de la verdad, aunque dolorosa, es esencial para sanar las heridas del pasado. Nawal, como personaje central, encarna esta lucha, pero también la resistencia y las cicatrices que deja la guerra. A través de su historia, la obra nos recuerda que la memoria no es solo un acto individual, sino colectivo. Los conflictos armados, internos o externos, no solo afectan a quienes las viven directamente; sus consecuencias se extienden a las generaciones futuras, que heredan el trauma y la responsabilidad de recordar.

Sin embargo, la memoria no es un acto pasivo. En Incendios, la verdad no se revela de manera fácil o lineal. Jeanne y Simon deben reconstruir la historia de su madre a partir de fragmentos, testimonios y documentos. Este proceso refleja la dificultad de acceder a la verdad en contextos de violencia y opresión, donde los registros históricos suelen ser incompletos o manipulados. La obra nos recuerda que la memoria es un acto de resistencia contra el olvido y la deshumanización que traen consigo los conflictos armados.

Pero la búsqueda de la verdad también tiene un costo emocional. Para Jeanne y Simon, descubrir el pasado de su madre significa enfrentarse a realidades que desafían su comprensión del mundo y de sí mismos. Mouawad nos confronta con otra pregunta crucial: ¿estamos preparados para asumir las consecuencias de conocer la verdad? El texto sugiere que, aunque el conocimiento puede ser doloroso, es preferible a vivir en la ignorancia. La verdad, por dura que sea, nos permite entender quiénes somos y de dónde venimos.

En un mundo donde las guerras siguen siendo una realidad, Incendios adquiere una relevancia particular. La obra nos recuerda que la memoria no es solo un ejercicio de nostalgia, sino una herramienta para evitar que los errores del pasado se repitan. Al recordar a las víctimas de los conflictos armados y al confrontar las verdades incómodas, honramos su legado y construimos un futuro más consciente y compasivo.

Por último, la poeta Wislawa Szymborska nos recuerda en “Fin y principio” que con el tiempo, la memoria de lo ocurrido se desvanece: «Aquellos que sabían / de qué iba aquí la cosa / tendrán que dejar su lugar / a los que saben poco. / Y menos que poco. / E incluso prácticamente nada”. En Incendios, la memoria es un acto de resistencia contra el olvido. Wajdi Mouawad nos muestra que, si no se confronta el pasado, las generaciones futuras perderán la comprensión de lo que ocurrió, perpetuando el ciclo de trauma y deshumanización.

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[La columna deca(n)dente] En el país, la expresión coloquial «hablando huevadas» se utiliza para describir la práctica de decir tonterías, mentiras o cosas sin sentido. En el contexto político, esta expresión adquiere una connotación crítica, refiriéndose a discursos o declaraciones de políticos y autoridades que son percibidos como vacíos, engañosos o carente de fundamento. Es una forma de señalar la falta de sinceridad o la manipulación de la información por parte de figuras públicas, sugiriendo que lo que se dice no es creíble ni tiene valor real.

Los discursos políticos en Perú, al igual que en muchos otros países, están a menudo plagados de expresiones sin sentido, promesas vacías y frases hechas que buscan tranquilizar a la ciudadanía sin comprometer realmente a nadie. ¿Cuántas veces hemos escuchado a un funcionario asegurar que «se están tomando las medidas necesarias» o que «el pueblo es su prioridad», mientras los problemas persisten o incluso empeoran? Este tipo de retórica es, lamentablemente, el pan de cada día en nuestro país.

Por ejemplo, en medio del auge de la extorsión, el sicariato y los asaltos, el Ministro del Ambiente, Juan Carlos Castro, afirmó que «los que viven en mi condominio perciben que salen más tranquilos a la calle». Por su parte, la presidenta Dina Boluarte declaró que “el Tren de Aragua está prácticamente desbaratado”. Estas declaraciones, que parecen desconectadas de la realidad que viven muchos ciudadanos y ciudadanas, son un claro ejemplo de «hablando huevadas» en la política. Hablar sin decir nada es una estrategia que permite a los políticos mantenerse en el poder sin rendir cuentas.

El «hablando huevadas» político puede manifestarse de varias maneras. Está el discurso salamero o sobón, como el del Ministro de Cultura, Fabricio Valencia, quien sostuvo que “en 14 mil años de presencia de la especie humana en esta parte del mundo, es la primera vez que una dama dirige el destino de los peruanos», o cuando la presidenta Boluarte afirmó que tenemos “un excelente Ministro del Interior” refiriéndose a Juan José Santivañez. También encontramos la retórica cínica, como la afirmación del Congresista de Renovación Popular, Alejandro Muñante, quien justificó su voto a favor de la eliminación de la detención preliminar diciendo que “mi error fue no leer las letras pequeñas”.

Además, está la retórica emocional, donde se apela a la unidad sin ofrecer soluciones concretas. “Nos corresponde a todos promover el diálogo y la unidad para consolidar el crecimiento económico del Perú”, declaró la presidenta al inicio del año. ¿Cuántas veces hemos escuchado «el Perú primero» o «vamos a salir adelante» mientras la corrupción sigue campante?

En tiempos de crisis, esta forma de comunicación se multiplica. Los políticos no hablan para resolver problemas, sino para evitar que la población exija soluciones. Un ejemplo claro es la declaración del Alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, quien afirmó: “estoy buscando la verdad de cómo se le ha robado al pueblo peruano los fondos que eran para ayuda social. Por ejemplo, Manuela Ramos, un caso concreto, le roba al pueblo más de 1 millón de dólares de los 1.4 millones que recibió”.

El problema no es solo de los políticos. Los ciudadanos también nos hemos acostumbrado a aceptar estas frases sin exigir contenido. Nos conformamos con discursos huecos y seguimos votando por quienes dominan este idioma de la evasión. ¿Cuántas veces hemos escuchado «esta vez será diferente» o «el cambio ya empezó» solo para encontrarnos con más de lo mismo?

A fin de cuentas, si la política sigue siendo un espacio donde se premia el «hablando huevadas», la democracia seguirá siendo un espectáculo vacío. Los ciudadanos, cansados de esta retórica, exigen más transparencia y responsabilidad de sus líderes, políticos y autoridades. Es hora de que los discursos políticos sean más que simples «huevadas» y reflejen un compromiso genuino con la solución de los problemas reales del país. Es hora de dejar de premiar a quienes solo saben decir “huevadas”.

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[La columna deca(n)dente] La política nacional atraviesa una de sus etapas más críticas en décadas, y un fenómeno que ilustra esta crisis es el «reciclaje» de ministros en el gobierno de Dina Boluarte. Recurrir a exministros no es solo una señal de falta de renovación, sino también un síntoma de que, en el actual contexto, nadie quiere asumir el desafío de ser ministro. Este hecho revela problemas profundos que van desde la debilidad del gobierno hasta el desencanto generalizado con la “clase política”.

Uno de los principales factores que explican este «reciclaje» es la falta de legitimidad que enfrenta el gobierno de Boluarte. Desde que asumió la presidencia, Boluarte ha navegado en aguas turbulentas. Su administración enfrenta una desaprobación ciudadana que ronda el 95%, según diversas encuestas. En este escenario, atraer a nuevas figuras con conocimiento, capacidad y legitimidad para asumir cargos ministeriales se ha vuelto una tarea casi imposible.

Muchos políticos y técnicos competentes prefieren mantenerse al margen antes que unirse a un gobierno deslegitimado. Ser ministro en este contexto implica asumir un cargo de alto riesgo, con escasas posibilidades de éxito y un altísimo costo político. ¿Quién querría sumarse a un gobierno así? La respuesta es clara: muy pocos. Por ello, Boluarte se ve obligada a recurrir a exministros que, en el mejor de los casos, conocen los desafíos del cargo, aunque no necesariamente representan una solución innovadora.

El «reciclaje» de ministros también refleja la persistencia de prácticas políticas tradicionales, como el clientelismo y las lealtades personales. En muchos casos, el regreso de exministros responde más a acuerdos políticos detrás de escena que a una evaluación objetiva de su idoneidad o desempeño previo. Esto limita la capacidad del gobierno para responder a las demandas ciudadanas como la de seguridad.

El «reciclaje» de ministros no pasa desapercibido para la ciudadanía. Para muchos ciudadanos y ciudadanas, este fenómeno refuerza la percepción de que la política está estancada y dominada por las mismas figuras de siempre. Esto alimenta el descontento y la desconfianza en las instituciones, ya que se interpreta como una falta de voluntad para impulsar cambios reales. Además, cuando los exministros reciclados estuvieron involucrados en gestiones anteriores cuestionadas o poco exitosas, su regreso puede verse como una falta de rendición de cuentas y una clara indiferencia hacia las demandas ciudadanas, lo que debilita aún más la credibilidad del gobierno de Boluarte.

El «reciclaje» de ministros en el gobierno de Dina Boluarte es un síntoma de la crisis política y de representación que vive el país. Refleja la falta de renovación en la “clase política”, la debilidad del gobierno para atraer nuevos talentos y la persistencia de prácticas tradicionales que perpetúan la concentración del poder en un grupo reducido de personas. Este fenómeno, lejos de aportar estabilidad, exacerba el desencanto ciudadano.

En un contexto donde nadie quiere ser ministro, el gobierno de Dina Boluarte se ve obligado a depender de figuras del pasado, lo que solo profundiza la crisis. Para romper este círculo vicioso, se necesitan reformas estructurales que permitan una renovación política genuina y una mayor participación de nuevos liderazgos políticos. Mientras tanto, el «reciclaje» seguirá siendo un recordatorio de que, en la política peruana, la falta de alternativas es tan preocupante como la falta de voluntad para cambiarla.

[La columna deca(n)dente] Por décadas, Juan Luis Cipriani, figura destacadísima del Opus Dei y exarzobispo de Lima, fue presentado por sectores conservadores como un bastión de valores y principios. Para estos grupos, cuya expresión política se ha materializado en partidos de derecha y ultraderecha, como Renovación Popular, Cipriani representaba la «reserva moral», un faro ético en medio de las turbulencias políticas y sociales. Sin embargo, una mirada crítica revela que este discurso no solo fue falaz, sino también profundamente perjudicial para la salud democrática y ética del país.

El respaldo de Cipriani al régimen de Alberto Fujimori marcó un punto de inflexión en la relación entre Iglesia y política en el Perú. Durante los años noventa, mientras el fujimorismo consolidaba su control autoritario mediante mecanismos de corrupción, clientelismo y violaciones de derechos humanos, Cipriani se posicionó como un aliado estratégico. Su silencio frente a casos como las desapariciones o ejecuciones extrajudiciales en Ayacucho durante el conflicto armado interno, y su crítica constante a las organizaciones de derechos humanos, reflejan una subordinación de los valores éticos al poder político. Esta cercanía no puede interpretarse como neutralidad o mediación, sino como una forma de legitimación moral del gobierno fujimorista, que atentaba contra los principios democráticos.

Las denuncias de abuso sexual contra Cipriani y las sanciones impuestas por el Vaticano han destapado una crisis de legitimidad, no solo para él, sino también para los sectores que lo presentaron como un símbolo ético. Aunque Cipriani niega las acusaciones, las medidas disciplinarias de la Santa Sede confirman la seriedad de los señalamientos en su contra. Este desenlace ha expuesto la fragilidad del discurso conservador que lo erigió como «reserva moral», evidenciando que los valores que decía representar eran, en el mejor de los casos, selectivos y convenientes.

Resulta revelador que los partidos de derecha y ultraderecha hayan adoptado a Cipriani como su referente moral, mientras promovían agendas políticas basadas en el autoritarismo, la exclusión y el desprecio por los derechos fundamentales. Este fenómeno no es exclusivo del Perú; en América Latina, las alianzas entre sectores religiosos conservadores y fuerzas políticas reaccionarias han sido una constante, reforzando estructuras de poder que perpetúan desigualdades. Cipriani, lejos de ser un faro moral, fue una herramienta de estas agendas, un símbolo utilizado para justificar políticas que, en muchos casos, contradecían los principios éticos más básicos.

La figura de Cipriani como «reserva moral» fue, en esencia, una construcción política más que una realidad ética. Su legado es un recordatorio de los riesgos de mezclar religión y política, de convertir a líderes eclesiásticos en figuras intocables y de permitir que intereses políticos se disfracen de valores morales.

Para los católicos, las sanciones contra Cipriani han sido un golpe devastador a la confianza en sus líderes religiosos. Para la opinión pública, su caída representa una oportunidad para reflexionar sobre la necesidad de construir referentes éticos que no dependan de alianzas con el poder, sino de un compromiso genuino con la justicia, la verdad y los derechos humanos. En última instancia, la lección que deja el caso Cipriani es clara: la moralidad no puede ser monopolizada por una ideología ni instrumentalizada por intereses políticos. Solo cuando se pone al servicio de toda la sociedad, y no de unos pocos, puede aspirar a ser verdaderamente legítima.

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[La columna deca(n)dente] El Perú vive una de las crisis políticas, sociales y éticas más profundas de su historia contemporánea, marcada por una tensión constante entre la barbarie institucionalizada y los ideales de civilización democrática. En esta dicotomía, el país parece debatirse entre un Estado que, en lugar de encarnar el progreso y la justicia, se ha convertido en un espacio de corrupción sistémica, y una sociedad que, pese a sus múltiples fracturas, mantiene destellos de resistencia y esperanza.

La barbarie en el país no se manifiesta como un caos desorganizado, sino como un sistema perfectamente funcional para garantizar privilegios, perpetuar la desigualdad y anular cualquier intento de reformas institucionales. Desde el Congreso, controlado por los partidos que integran la llamada “coalición del mal”, los cuales representan intereses particulares y no el bienestar común, hasta las redes de poder económico, legales e ilegales, que cooptan instituciones, el Perú ha normalizado un estado de excepción permanente que profundiza la precariedad de la democracia.

La expresión más clara de esta barbarie es la criminalización de la protesta social, la represión indiscriminada y la indiferencia hacia las demandas de justicia y equidad. Las ejecuciones extrajudiciales de 49 conciudadanos durante las movilizaciones de fines de 2022 e inicios de 2023, así como la impunidad de los responsables, son una herida abierta que evidencia el divorcio entre el Estado y la ciudadanía. Estas ejecuciones, de entera responsabilidad del Ejecutivo, y la constante instrumentalización de la Constitución para justificar abusos y servir a intereses criminales, refuerzan esta tendencia hacia el autoritarismo.

Frente a esta realidad, la civilización en el caso peruano no debe entenderse como un ideal abstracto ni como un proyecto paternalista de modernización desde arriba. La idea de civilización debe ir más allá de la gestión tecnocrática o la acumulación de indicadores macroeconómicos positivos. Implica una apuesta por un Estado al servicio de los ciudadanos y ciudadanas, que respete la diversidad cultural, garantice derechos fundamentales y promueva la participación activa de la ciudadanía en las decisiones públicas.

El dilema entre barbarie y civilización no es nuevo en la historia peruana. Desde el conflicto entre gamonales y campesinos en los Andes, pasando por la lucha contra el terrorismo y los proyectos extractivistas en la Amazonía, el país ha vivido múltiples momentos en los que esta dicotomía ha sido utilizada como marco interpretativo. Sin embargo, el reto actual es mayor, ya que el modelo económico neoliberal y la fragmentación política han reducido los espacios de articulación social y política, profundizando la desconfianza ciudadana en las instituciones.

El riesgo, como advierten algunos analistas, es que esta crisis no solo perpetúe la barbarie, sino que conduzca a su institucionalización definitiva. La consolidación de un «Estado fallido funcional», que sirve para la reproducción de intereses privados, incluso criminales, y no para el bienestar colectivo, amenaza con sumir al país en un círculo vicioso de autoritarismo, descomposición social y desinstitucionalización.

Para evitar la perpetuación de la barbarie, es necesario construir un nuevo consenso social que trascienda los intereses partidarios. Este consenso debe partir del reconocimiento de las deudas históricas con las regiones excluidas, la apuesta por un sistema educativo y de salud de calidad, y el fortalecimiento de instituciones transparentes y eficaces. La civilización, entendida como proyecto colectivo, es posible solo si se priorizan los derechos humanos, la justicia, la equidad y la participación ciudadana como ejes fundamentales del desarrollo.

El Perú enfrenta una encrucijada. La barbarie, en su versión institucional y cotidiana, amenaza con anular cualquier posibilidad de transformación. La civilización, en cambio, exige un esfuerzo colectivo y sostenido para superar los ciclos de violencia y exclusión que han marcado la historia del país. ¿Qué camino tomaremos? Esa es la pregunta que definirá el destino de nuestro país.

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