[La columna deca(n)dente] Otros son los traidores

La reciente declaración del vocero presidencial, calificando a quienes planean movilizarse durante la cumbre de la APEC como «traidores a la patria», ha sacudido, una vez más, la frágil relación entre el gobierno de Dina Boluarte y la ciudadanía. En un país donde la democracia y sus instituciones se encuentran bajo constante asedio tanto por el Congreso como por el Ejecutivo, estigmatizar las voces disidentes solo profundiza la desconfianza y refuerza la percepción de un régimen que ignora los sufrimientos diarios de la población.

La presidenta Boluarte, con un 95% de desaprobación, parece haber optado por convertir las críticas ciudadanas en actos de subversión. Esto ocurre en un contexto en el que la delincuencia y la inseguridad cobran vidas con una frecuencia alarmante, difícil de ocultar en las estadísticas oficiales. Cada cuatro horas, una persona es asesinada en nuestro país. En Lima, la violencia criminal ha incrementado tanto que la morgue se encuentra colapsada ante el número creciente de personas asesinadas.

El llamado de los ministros a no movilizarse, en nombre de proteger la «imagen internacional» del país, suena a hipocresía cuando se compara con el fracaso del Estado en garantizar lo más básico: la vida y la seguridad de su población. La retórica de “traición” hacia los manifestantes busca camuflar el temor de un gobierno frívolo, consciente de que su legitimidad se desmorona día tras día. Silenciar las voces discrepantes bajo el pretexto de un supuesto desarrollo económico que promete la APEC es un espejismo que no encuentra eco en los hogares cuyos integrantes son extorsionados o asesinados por resistirse al cobro de cupos.

¿Quién es, entonces, el verdadero traidor? En un sistema donde se legisla a favor de mafias y se protegen los intereses de grupos que lucran con la violencia, señalar a los ciudadanos que alzan la voz como enemigos de la patria es un acto de cinismo colosal. El verdadero patriotismo se encuentra en la defensa del derecho a protestar, en la denuncia de las tropelías de las organizaciones criminales y en la exigencia de justicia. La historia enseña que las sociedades que renuncian a la protesta se condenan a vivir bajo el yugo de quienes detentan el poder para fines ajenos al bien común.

El gobierno de Boluarte pide silencio, pero la ciudadanía comprende que en el silencio reside la aceptación de lo intolerable, de lo injustificable, de lo indignante. Movilizarse no es un acto de traición, sino de dignidad. La retórica oficial de “traidores a la patria” solo evidencia el miedo de un régimen incapaz de enfrentarse a la realidad: el verdadero peligro para el país no proviene de las calles que claman justicia y seguridad, sino del gobierno y del Congreso, que dictan políticas y emiten leyes que perpetúan la inseguridad, la corrupción y la impunidad.

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[La columna deca(n)dente] El fenómeno que estamos observando en el Perú exhibe características que podrían describirse como un «neofascismo de baja intensidad». Este concepto alude a un proceso político que, sin llegar a los niveles de violencia y represión masiva propios del fascismo clásico, implementa estrategias destinadas a debilitar y subvertir las instituciones democráticas mediante la manipulación del marco legal, la cooptación de actores clave, el clientelismo y el uso estratégico de la violencia.

Un ejemplo reciente de esta dinámica se observa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. El uso de matones para reprimir a los estudiantes durante el proceso electoral universitario refleja cómo se emplean tácticas de violencia selectiva para sofocar la oposición, mientras se mantiene una fachada de institucionalidad democrática. El control del proceso electoral por sectores cercanos a la rectora Jerí Ramón, que incluyó la exclusión y censura de listas opositoras, revela un patrón autoritario orientado a consolidar el poder en el ámbito universitario. Este proceso de captura institucional, característico del “neofascismo de baja intensidad”, vacía de contenido la democracia, mientras conserva las apariencias formales de elecciones y procedimientos legales.

Como bien recuerda la socióloga Irma del Águila, citando al filósofo y escritor italiano Antonio Scurati, el populismo fascista, tanto el clásico como el contemporáneo, se fundamenta en la simplificación de la realidad y el desprecio por las instituciones. En el Perú, podemos observar cómo el Congreso y el Ejecutivo actúan en conjunto para erosionar los contrapesos del Poder Judicial, desmantelando el marco legal que permite fiscalizar sus acciones. La reciente modificación del Código Procesal Constitucional, que limita el control judicial sobre los actos parlamentarios, es un ejemplo claro de cómo se busca desactivar las barreras institucionales que aún resisten el avance de esta forma de autoritarismo.

Lo más preocupante es que este proceso se lleva a cabo bajo una cortina de violencia, tanto directa como indirecta, en la que grupos criminales y fuerzas estatales actúan con impunidad y complicidad. La aprobación de leyes que favorecen a organizaciones criminales, junto con el uso recurrente de la policía para intimidar a manifestantes pacíficos, son indicios de un Estado que no duda, una vez más, en emplear la violencia para mantener su control. En ese sentido, no podemos olvidar las 49 ejecuciones extrajudiciales de ciudadanos, resultado del uso de proyectiles de armas de fuego durante las protestas de fines de 2022 e inicios de 2023.

Este «neofascismo de baja intensidad» no implica una dictadura abierta ni la suspensión total de derechos, pero sí un control creciente sobre las instituciones y un debilitamiento sistemático de las libertades civiles consagradas en la Constitución. A pesar de ello, aún se pueden celebrar pequeñas victorias, como la resistencia de algunos jueces o la movilización estudiantil en San Marcos. Como bien señala Rosa María Palacios, estas luchas demuestran que todavía hay espacios para la defensa democrática. Sin embargo, el peligro de que el Perú se hunda aún más en este modelo autoritario no debe subestimarse. En este escenario, los partidos políticos democráticos tienen la responsabilidad de actuar y evitar que las mafias dinamiten el estado de derecho y consoliden su poder. 

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[La columna deca(n)dente] La relación entre el Congreso y la presidenta Dina Boluarte ha pasado de ser una interacción institucional a lo que podría considerarse una práctica extorsiva. Esta situación pone en evidencia cómo el Legislativo, dominado por Fuerza Popular (Keiko Fujimori), Alianza para el Progreso (César Acuña), Podemos (José Luna), y con la entusiasta colaboración de Perú Libre (Vladimir Cerrón), mantiene un férreo control sobre Dina Boluarte. La presidenta se encuentra atrapada en una posición que la coloca a merced de un Congreso cuyos intereses parecen estar más alineados con organizaciones criminales que con la búsqueda del bienestar público.

El Congreso cuenta con un despreciable 5% de aprobación, lo que refleja una profunda crisis de representatividad. Pese a ello, ha consolidado su control sobre Boluarte mediante prácticas que podrían calificarse como extorsión política. El hecho de que congresistas como Patricia Chirinos, quien sin ruborizarse admite la vigilancia y corrección constante que se le imponen a la presidenta, evidencia un desequilibrio de poder. Boluarte es mantenida en el poder bajo la condición de que no se desvíe de las necesidades e intereses de estos legisladores y sus aliados.

Este sometimiento encaja en la lógica de la extorsión: la presidenta debe cumplir con las expectativas impuestas por el Congreso, so pena de enfrentar una vacancia presidencial. La posibilidad de removerla del cargo es una amenaza latente, un recordatorio constante de que su permanencia depende de la voluntad de la coalición dominante del Legislativo.

La amenaza de la vacancia presidencial ha sido un recurso reiterado por el Congreso en los últimos años, convirtiéndose en una herramienta coercitiva para alinear al Ejecutivo con sus intereses. No es una simple cuestión de diferencias ideológicas, sino de control directo. Si bien Chirinos critica lo que percibe como una «vena izquierdista» en Boluarte, lo que realmente subyace en este conflicto es la necesidad de asegurar que la presidenta no se aparte de los lineamientos impuestos por la derecha política y económica del país. La vacancia actúa como el «arma nuclear» del Congreso, un mecanismo extremo pero efectivo para mantener la subordinación.

El Congreso ha logrado transformar la relación entre ambos poderes del Estado en una clara demostración de extorsión política. Esto no solo debilita la figura de Boluarte, sino que también pone en peligro el equilibrio democrático del país. La posibilidad de que un Congreso, con una aprobación tan baja y con intereses tan particulares, tenga la capacidad de manipular al Ejecutivo a su conveniencia es un síntoma alarmante de la degradación institucional.

La extorsión política a la presidenta Boluarte es solo uno de los múltiples síntomas de un sistema político que ha dejado de responder a las demandas ciudadanas. La subordinación del Ejecutivo al Congreso no es solo una lucha entre dos poderes del Estado, sino una batalla por el futuro de la democracia peruana. Si nuestra democracia tiene futuro, pasará inevitablemente por la recuperación de un equilibrio real entre los poderes del Estado y la erradicación de estas prácticas extorsivas que han deformado el sentido de la representación popular.

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[La columna deca(n)dente] ¿Dina Boluarte decidió esto? Bueno, digamos que alguien ha considerado que al Perú le hace falta un pequeño retoque armamentístico. No estamos hablando de hospitales mejor equipados, ni de escuelas donde los niños no tengan que rezar para que el techo no se les caiga encima. No, estamos hablando de algo mucho más urgente para el país: 24 aviones de guerra, ni más ni menos, por la módica suma de 15 mil millones de soles. ¡15 mil millones de soles!

Como dice la canción: «Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena». Qué dolor y qué pena que no hayamos visto antes esta gran oportunidad para «protegernos». ¿De quién? Buena pregunta, porque no está muy claro quién es ese enemigo tan temible y poderoso que justifique semejante inversión. Pero no importa, el hecho es que Mambrú (o Dina, en este caso) ya está en camino, y su partida cuesta lo que un país con un sistema de salud en condiciones óptimas podría valer. Pero… qué dolor, qué pena que no tengamos uno así.

«Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá». O, en este caso, no sé cuándo llegarán esos hospitales mejorados, esas escuelas públicas con agua y desagüe, o esas carreteras asfaltadas. Ni hablar de poder trabajar sin el miedo constante de ser asesinado por los extorsionadores de turno. Pero lo que sí sabemos con certeza es que los aviones vendrán. Y cuando lleguen, ¡por fin podremos dormir tranquilos! Porque, claro, ahuyentarán a los extorsionadores y espantarán a las organizaciones criminales.

«Si vendrá para la Pascua, o para la Trinidad…». Nadie lo sabe con certeza. Lo que sí sabemos es que este gobierno de Boluarte tendrá la dicha de ser recordado por algo tan significativo como llenar el cielo peruano de aviones de guerra. De paso, el viento de las turbinas podrá barrer las ilusiones de los ciudadanos que esperaban soluciones a problemas más mundanos, como el acceso a agua potable o la reducción de la pobreza o la mejora de la educación pública. Pero claro, esas cosas no vuelan, ni hacen ruido, y mucho menos brindan una foto impresionante durante un desfile militar.

«Mambrú murió en la guerra, lo llevan a enterrar…». Esperemos que no sea la esperanza de los ciudadanos la que esté siendo enterrada en esta operación millonaria. En un país donde cada céntimo cuenta y las necesidades básicas parecen un lujo, alguien decidió apostar por un gasto digno de cualquier potencia militar. Con suerte, cuando entremos en la inevitable fase de austeridad y recortes en sectores como salud o educación, al menos podremos mirar al cielo y ver esos 24 aviones de guerra, cortesía de Dina Boluarte, recordándonos que, aunque no tengamos medicinas ni escuelas, al menos tenemos aviones.

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[La columna deca(n)dente] Hoy nos enfrentamos a una de las más graves amenazas contra la vida, la seguridad y el derecho al trabajo: el crimen organizado. Los transportistas se han visto obligados a paralizar sus labores, no por capricho, sino como un acto desesperado en defensa de sus vidas. Este paro es un grito de auxilio ante la extorsión, la violencia y el terror que imponen las mafias criminales.

Estas organizaciones, fortalecidas por leyes que favorecen sus acciones gracias al Congreso y por la colosal inacción del gobierno, han llegado al extremo de disparar contra las unidades de transporte, lanzar granadas, quemar vehículos y asesinar a conductores que no pagan los llamados “cupos”. Ante esta brutalidad, los transportistas han decidido suspender sus actividades como única forma de exigir protección y justicia. Hoy, más que nunca, el gobierno y el Congreso tienen el ineludible deber de garantizar la seguridad de todos los ciudadanos y su derecho a trabajar en libertad, sin temor a perder la vida.

Un Estado que no puede proteger a su población se convierte en un Estado fallido. Las leyes, en lugar de combatir la criminalidad, han otorgado a estas organizaciones criminales una mayor capacidad de acción. Esas leyes, lejos de frenar el avance del crimen, han empoderado a las mafias, exacerbando su violencia y control sobre sectores como el transporte y los pequeños negocios.

La negativa del Congreso a derogar las leyes que claramente han fortalecido al crimen organizado es, cuando menos, preocupante. ¿Cómo se explica que congresistas de Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Perú Libre, Podemos, entre otros, cuya principal responsabilidad es velar por el bienestar y la seguridad de sus ciudadanos, insistan en mantener normas que benefician a las mafias? Esta pasividad, que raya en complicidad, genera sospechas de intereses comunes con las organizaciones criminales para garantizar su impunidad. La inacción del Congreso no solo perpetúa la violencia, sino que lo convierte en un actor clave en la crisis que enfrenta el país. El silencio legislativo, frente a la creciente evidencia de que estas leyes alimentan el caos y la inseguridad, es una traición directa a los ciudadanos. La falta de voluntad política para revertir estas normativas plantea una dolorosa pregunta: ¿quiénes se benefician realmente de esta protección legal a las organizaciones criminales?

Finalmente, exigimos al gobierno, al Congreso y a todas las autoridades competentes que tomen medidas urgentes y efectivas para desmantelar estas organizaciones. No podemos permitir que el país se hunda en el caos, donde la vida y la seguridad de los ciudadanos se vuelven negociables. Es momento de actuar con firmeza: derogar las leyes que favorecen al crimen organizado y restaurar la confianza en las instituciones. El país necesita un gobierno que proteja a sus ciudadanos, defienda la vida y recupere el control de la seguridad. La vida es el valor más sagrado y está en juego. ¡No más inacción, no más impunidad, no más leyes que favorecen la criminalidad!

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[La columna deca(n)dente] En el ejercicio del poder, las autoridades políticas enfrentan no solo la toma de decisiones estratégicas, sino también el manejo cotidiano de las percepciones públicas. En contextos de crisis, como la actual en el país, recurren a diversas estrategias discursivas para defenderse de las acusaciones, mantener su legitimidad y desviar la atención de problemas públicos como la inseguridad ciudadana o los incendios forestales. El caso de la presidenta Dina Boluarte, quien ha sido acusada de ayudar al prófugo y excompañero de partido Vladimir Cerrón a escapar en un vehículo presidencial, denominado “cofre”, ilustra el uso del humor y las metáforas del cine de terror como medios para desviar la atención.

Cuando Boluarte declara que quienes formulan tales acusaciones parecen ‘Chucky y su novia’ y fabrican ‘historias de terror’, utiliza una estrategia retórica: la ridiculización de sus críticos para deslegitimar sus acusaciones. Sin embargo, pese a estos esfuerzos, la realidad es que casi nadie le cree. Los intentos de la presidenta de desviar la atención no han dado resultados, y su referencia a personajes de cine de terror se percibe más como un acto de desesperación que como una defensa efectiva. Este tipo de comparación, que busca trivializar las acusaciones, no logra ocultar la gravedad de las situaciones que enfrenta su administración.

La metáfora del «terror» refuerza esta idea, sugiriendo que las acusaciones carecen de fundamento y buscan causar miedo y desconcierto. Al presentarlas como parte de una «historia de terror», Boluarte comunica que son inventos para sembrar caos en su gestión. Sin embargo, esta estrategia es contraproducente, ya que al ignorar las preocupaciones legítimas de la ciudadanía y, en lugar de abordar los problemas, Boluarte corre el riesgo de quedar atrapada en su propio juego retórico. La frivolidad en el discurso puede tener un costo a largo plazo. Aunque es efectiva para desviar la atención y desacreditar rápidamente a los opositores, puede ser vista como una absoluta falta de seriedad ante temas importantes.

Cuando, desde la ciudadanía, se demanda transparencia y asunción de responsabilidades, la excesiva trivialización de las acusaciones puede minar la confianza en su liderazgo. Al depender demasiado de estas tácticas, Dina Boluarte no solo erosiona la credibilidad de su gestión, sino que también profundiza la percepción de que el poder se ejerce sin rendir cuentas adecuadamente. El uso del humor y de referencias al cine de terror puede parecer una salida ingeniosa para su círculo de confianza, pero, a medida que la crisis persiste y se agrava, la falta de respuestas concretas resulta en un desgaste irreversible de su autoridad.

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[La columna deca(n)dente] El conflicto armado interno que sacudió al Perú durante los años 80 y 90 dejó una profunda huella de muerte y sufrimiento. Dos de las figuras más representativas de esta etapa fueron Alberto Fujimori y Abimael Guzmán, quienes, a pesar de sus diferencias ideológicas, llevaron a cabo acciones que resultaron en graves violaciones de derechos humanos. Tanto Fujimori como Guzmán intentaron justificar o minimizar las atrocidades cometidas bajo sus liderazgos utilizando términos como «errores» o «excesos».

«A raíz de mi gobierno se respetan los derechos humanos de 25 millones de peruanos, sin excepción alguna. Si se cometieron algunos hechos execrables, los condeno, pero no fueron ordenados por quien habla. Por eso rechazo totalmente los cargos; soy inocente y no acepto esta acusación fiscal», declaró Fujimori.

“Frente al uso de mesnadas y a la acción militar reaccionaria, respondimos contundentemente con una acción: Lucanamarca. Ni ellos ni nosotros la olvidamos, claro, porque ahí vieron una respuesta que no se imaginaron. Ahí fueron aniquilados más de 80; eso es lo real. Lo decimos: hubo exceso (…), pero fue la propia Dirección Central la que planificó la acción y dispuso las cosas. Lo principal fue hacerles entender que éramos un hueso duro de roer y que estábamos dispuestos a todo, a todo”, afirmó Guzmán.

Las declaraciones de Alberto Fujimori y Abimael Guzmán revelan un rasgo inquietante y compartido: un desprecio por la vida humana. A pesar de las diferencias en sus ideologías y objetivos, ambos tomaron decisiones que resultaron en la muerte y el sufrimiento de miles de personas, y en sus declaraciones intentan justificar o minimizar estas acciones mediante eufemismos como «errores» o «excesos», anteponiendo sus causas políticas al valor de la vida humana.

Fujimori, en su lucha por derrotar al terrorismo y estabilizar al país, permitió que se cometieran crímenes atroces, como ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, perpetrados por el Grupo Colina, destacamento militar bajo su mandato. En su declaración, al referirse a estos crímenes como «hechos execrables», los condena sin asumir responsabilidad directa. Se distancia de las víctimas, omitiendo su sufrimiento y el dolor de sus familias, mientras destaca los logros de su gobierno, ignorando que estos crímenes ocurrieron en el marco de su estrategia de lucha contra el terrorismo.

Por su parte, Guzmán, líder de Sendero Luminoso, adopta una postura más brutal al reconocer que la masacre de Lucanamarca fue una acción planificada por su organización. Justifica la matanza como una respuesta estratégica para imponer respeto y miedo, relativizando el «exceso» al describirla como un golpe necesario para fortalecer su lucha. Guzmán deshumaniza a las 69 víctimas, muchas de ellas mujeres y niños, al reducirlas a peones sacrificados en nombre de su causa.

Fujimori y Guzmán legitiman la violencia como un medio para alcanzar sus fines, mostrando así su desprecio por la vida. Fujimori evade su responsabilidad amparándose en condenar los actos cometidos, mientras Guzmán admite su rol, justificándolo como una táctica necesaria. En ambos casos, las víctimas son tratadas como daños colaterales, despojadas de su humanidad.

Desde la perspectiva de los derechos humanos, esta instrumentalización de las personas es una de las transgresiones más graves que pueden cometer los líderes. Al colocar sus proyectos políticos por encima de la vida humana, tanto Fujimori como Guzmán perpetúan una lógica en la que el fin justifica los medios, aunque implique la muerte de ciudadanos inocentes. Esto no solo afecta a las víctimas directas, sino también a la sociedad, que sufre las consecuencias de una violencia legitimada en nombre de la política o la ideología.

Este legado, heredado de Guzmán y Fujimori, sigue siendo perpetuado por la actual presidenta Dina Boluarte, quien, para mantenerse en el poder, ha consentido las ejecuciones extrajudiciales de 49 personas. Este legado exige que cada uno de nosotros actúe para erradicarlo, de manera que nunca más la vida humana sea considerada un recurso prescindible para alcanzar objetivos políticos.

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El crimen organizado ha dejado de ser una fuerza oculta que opera en las sombras. Hoy en día, en América Latina, y en el Perú en particular, las organizaciones criminales no solo influyen en la economía y la sociedad, sino que también han logrado infiltrarse en las instituciones del Estado. Este fenómeno, conocido como gobernanza criminal institucionalizada (GCI), representa una amenaza estructural para la democracia y el estado de derecho.

La GCI se caracteriza por la capacidad de las organizaciones criminales para infiltrarse en el Estado en todos sus niveles. Esto va más allá de la simple corrupción; implica la inserción estratégica de sus representantes en posiciones clave dentro del poder ejecutivo, legislativo, judicial y de las fuerzas del orden. Desde estas posiciones, las organizaciones criminales influyen directamente en la toma de decisiones, asegurando que las políticas públicas y leyes se adapten a sus intereses. Esta infiltración sistémica no solo facilita la operación del crimen organizado, sino que lo convierte en una fuerza que actúa desde dentro del aparato estatal, transformando al Estado en un cómplice activo de sus actividades ilegales.

El sociólogo italiano Diego Gambetta, en su obra «La mafia siciliana: El negocio de la protección privada», ofrece un marco teórico útil para analizar este fenómeno. Gambetta describe a la mafia como un «proveedor de protección privada» en contextos donde el Estado es débil o ineficaz. En lugar de operar exclusivamente al margen del Estado, la mafia asume roles que normalmente corresponderían al gobierno, brindando seguridad, arbitrando disputas y aplicando su propia forma de justicia en las comunidades que controla.

En el contexto de la GCI en Perú, el análisis de Gambetta sugiere que las organizaciones criminales no se limitan a buscar beneficios económicos. También llenan vacíos de poder dejados por un Estado debilitado o corrupto, convirtiéndose en una forma de gobernanza paralela. En regiones donde el Estado no tiene la capacidad o la voluntad de intervenir de manera efectiva, estos grupos criminales ofrecen «protección» y otros servicios. Sin embargo, este «servicio» tiene un costo elevado: la erosión de la legitimidad estatal y el fortalecimiento del poder criminal.

Además, Gambetta destaca el papel de la corrupción y la confianza como factores clave en la expansión del poder criminal. Las organizaciones criminales dependen de la corrupción para penetrar en las estructuras estatales y, una vez dentro, colaboran con actores estatales corruptos para mantener un status quo que beneficia a ambas partes. Este sistema de complicidad perpetúa la desconfianza en las instituciones públicas y debilita inexorablemente el estado de derecho. Las pasadas y recientes exposiciones de redes criminales que han cooptado fiscales, jueces y altos funcionarios ilustran cómo esta complicidad opera en la práctica, minando la capacidad del Estado para actuar en favor del bien común.

La infiltración de las organizaciones criminales en el Estado también permite que estas «legalicen» sus actividades ilícitas. Esto se manifiesta en la promulgación de leyes que favorecen a sectores controlados por el crimen organizado o en la promoción de funcionarios públicos y autoridades electas afines que protegen sus operaciones. Así, lo que en principio es ilegal se normaliza y se presenta como parte del funcionamiento regular de las instituciones estatales. Un claro ejemplo en el país es la influencia de estas organizaciones en la regulación de actividades económicas extractivas como la minería ilegal, donde el crimen organizado controla desde la extracción hasta la comercialización, con la protección de actores estatales.

Por último, la GCI no es solo un problema de corrupción o crimen organizado; es una amenaza estructural a la democracia y al estado de derecho. Las organizaciones criminales, al capturar las instituciones del Estado, se convierten en actores internos que controlan y manipulan el sistema desde dentro, subvirtiendo su propósito original. Este fenómeno erosiona la legitimidad del Estado, perpetúa la corrupción y socava la capacidad del Perú para gobernarse de manera efectiva y justa. En consecuencia, al próximo gobierno no solo le corresponderá enfrentar a las mafias enquistadas en las instituciones estatales, sino también impulsar una reforma profunda de las instituciones y revalorizar el estado de derecho, restaurando la confianza pública y fortaleciendo la democracia.

[La columna deca(n)dente] A más corrupción, más oración

«Y yo les pido con profunda humildad que oren, que recen por todas las autoridades para que no flaqueemos, para que no seamos tentados a robar», fueron las palabras de Hania Pérez de Cuéllar, hasta ayer ministra de Vivienda, quien, en un arranque de sinceridad, ha revelado la estrategia para erradicar la corrupción en el gobierno y en el parlamento: la oración. Rezar por las autoridades para que no sucumban a la tentación de robar.

Por fin, después de años de lucha contra la corrupción, de leyes y regulaciones, de comités y comisiones, se ha encontrado la solución definitiva. Ya no se necesita más transparencia, ni rendición de cuentas, ni control ciudadano. Solo es necesario cerrar los ojos, unir las manos y pedir a Dios que guíe a las autoridades electas y a los congresistas por el sendero de la honestidad.

Pérez de Cuéllar ha descubierto que la corrupción no es un problema de estructuras, incentivos, poder o dinero. No, es simplemente un problema de falta de fe. Y la fe, como todos sabemos, mueve montañas… y también fondos públicos.

Con esta innovadora estrategia gubernamental, podemos olvidarnos de la necesidad de reformas políticas y económicas. No necesitamos más educación cívica ni participación ciudadana. Solo más iglesias y templos, y más ciudadanos que recen con devoción para proteger las conciencias de nuestras autoridades y parlamentarios.

La implementación de este plan espiritual seguramente transformará la manera en que entendemos la gestión pública. Los auditores serán reemplazados por sacerdotes y las investigaciones, por plegarias. Olvidemos las tediosas denuncias judiciales y los informes de transparencia: basta con multiplicar las misas para mantener a raya la corrupción. ¡Vade retro, corrupción!

Así, las comisiones de ética podrían ser reconfiguradas como grupos de oración parlamentaria. Los debates en el Congreso ya no serán sobre leyes complicadas o reformas técnicas, sino sobre la mejor manera de orar colectivamente para expiar los pecados de nuestros congresistas.

En este nuevo y espiritual escenario, la verdadera responsabilidad recae sobre todos nosotros. Si en algún momento un funcionario público cayera en la tentación, no sería su culpa, sino nuestra. Quizás no oramos lo suficiente o no lo hicimos con la convicción necesaria. Al final, la corrupción ya no será vista como un fracaso del sistema, sino como una prueba de fe que todos debemos enfrentar juntos. Amén.

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