Recién la Municipalidad de Lima Metropolitana ha planteado la demolición del parque-escultura EL OJO QUE LLORA, de la artista plástica Lika Mutal, que constituye un lugar de la memoria que recuerda a las víctimas de la época de la violencia en el Perú, que unos llaman lucha contra la subversión y otros conflicto armado interno.
Desde luego, en este espacio rechazamos la medida desde la premisa de que los lugares de la memoria deben ser preservados al margen de su significado, pues refieren un evento del pasado que genera un recuerdo y una reflexión al mismo tiempo, ya sea para honrar a sus protagonistas, para discutirlos y eventualmente desaprobarlos. Los paradigmas cambian constantemente. Lo que una época constituía norma o costumbre súbitamente deja de serlo en otra y así desde los inicios de la civilización. Entonces no se trata de eliminar el pasado: no se puede. Se trata de resignificarlo o de mirarlo, interpretarlo y discutirlo con otros ojos, los del presente, para así comprender que el curso de la historia siempre ha venido acompañado por el cambio.
Cuando visité Berlín, el conjunto monumental que más llamó mi atención fue el parque dedicado al soldado ruso, que se ubica en lo que, durante la Guerra Fría, fue Berlín Oriental. Este memorial, erigido por los propios rusos cuando ocuparon Alemania celebra hasta hoy la toma de la capital del Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial, en la Batalla de Berlín de inicios de 1945. Sin embargo, no puede dejar de evocar, al mismo tiempo, los atroces abusos cometidos por los soldados rusos, entre ellos la sistemática violación de mujeres alemanas como injustificable revancha por los análogos abusos nazis durante la Operación Barbarroja, 1941-1942.
Alemanes y rusos, al final de la Guerra Fría, cuando los segundos desocuparon tierras germánicas, acordaron que el monumento debía mantenerse en su lugar. Y allí está, recordando a los alemanes quienes fueron sus vencedores, sus invasores y sus verdugos, pero también trayendo al presente las terribles consecuencias que le trajo al mundo entero el régimen nacionalsocialista.
En 2021, sucedió lo contrario en New York, cuando su ayuntamiento retiró de su sala de sesiones la estatua del prócer Tomás Jefferson. El retiro se produjo en el contexto del movimiento Black Lives Matter (las vidas de los negros importan) debido al brutal asesinato del ciudadano afroamericano George Floyd a manos de un policía local. Jefferson independizó USA pero, al mismo tiempo, fue propietario de más de 600 esclavos, actividad legal y normalizada en el siglo XVIII, cuando se produjo la gesta emancipadora de la potencia del norte.
La estatua, de aprox. dos metros de alto, no fue desechada, sino “trasladada a la Sociedad Histórica de Nueva York, que ha aceptado el préstamo, con el fin de «proteger el trabajo artístico y proporcionar las oportunidades de exhibirla en un contexto educativo e histórico»”**. Otros monumentos no corrieron con la misma suerte. Un caso emblemático es el del rey Leopoldo II de Bélgica, quien lideró la colonización de El Congo con la que se llevó la vida y libertad de millones de congoleses. Leopoldo II no actuó en el vacío, sino en un periodo histórico denominado neocolonialismo en el que las emergentes potencias industriales europeas convirtieron toda el África y parte del Asia en sus colonias políticas, administrativas y económicas. Entonces se produjeron toda clase de execrables abusos en contra de la población local.
Los últimos años, decenas de monumentos y cuadros que representan al controversial rey han sido destruidos o vandalizados, los que han podido salvarse han sido transferidos al Museo Real de África Central. Su director, Guido Gryseels, espera que su museo no se convierta en un cementerio de obras de arte alusivas al viejo y colonialista monarca.
Un monumento, busto, estatua, pintura o escultura con contenido histórico no deben comprenderse necesariamente como un reconocimiento o condecoración al evento o personaje que evocan. Nuestra lógica debe ser que la interpretación presente del pasado es siempre cambiante. Además de constituir obras de arte -y el arte debe ser preservado- estos lugares nos recuerdan lo sucedido, con lo que tiene de bueno y de malo, mientras que paradigmas y significados van cambiando. Pero al pasado no lo podemos destruir, por más que queramos. Así por ejemplo, Auschwitz, el espeluznante campo de exterminio nazi se preserva porque tiene un mensaje que darle al presente, acerca de lo que no debe suceder nunca más, y así en cada caso.
Los contenidos de las placas conmemorativas que explican una obra de arte o monumento, estatua, etc., sí que pueden cambiar, pueden contener disclaimers, el presente tiene todo el derecho de resignificar un lugar de la memoria conforme a los valores vigentes. Eventualmente se le puede cambiar de lugar, como la estatua de Jefferson, si ocupa uno socialmente muy discutido. Pero de lo que se trata es de explicar, compartir, resignificar, hacer docencia con el pasado. Al pasado no se puede destruir, hacerlo es a la sociedad lo que la amnesia a la memoria humana.
Recordemos a los pobladores del tórrido Macondo, en Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, absolutamente desorientados, inconscientes de sus propios nombres pues olvidaron quienes eran y de dónde provenían. El presente fue concebido por el pasado ¿se les puede separar?
*Tomado del título de la película argentina del mismo nombre, véase: https://www.youtube.com/watch?reload=9&v=hKa8U-8vsfU
**Véase:
https://www.nytimes.com/es/2020/06/22/espanol/mundo/estatuas-protestas.html