Comisión de la Verdad

[PIE DERECHO]  El Congreso o el Ejecutivo harían bien en formar una comisión de la Verdad que investigue los sucesos que llevaron a que el Perú sufriera casi trescientos mil muertos por el Covid -la cifra más alta del mundo- y se establezca responsabilidades políticas y eventualmente penales de quienes condujeron a ello.

¿Quiénes negociaron pésimo la compra de vacunas y por qué demoraron tanto en llegar? ¿Quiénes permitieron que no hubiera oxígeno en hospitales y postas? ¿Quiénes no se dieron el trabajo de adecuar unidades de cuidados intensivos para atender los casos graves?

Murieron cinco veces más peruanos por el negligente manejo del covid, que por la guerra contra el terrorismo, y así como se establecieron responsabilidades y reparaciones para lo segundo, corresponde exactamente lo mismo en este caso mencionado.

Honda huella psicológica ha dejado esa inmensa cantidad de fallecidos. Familias enlutadas, huérfanos abandonados, proyectos de vida destruidos, por obra y gracia de un gobierno como el de Vizcarra que, sospechamos, actuó con negligencia punible, si no corrupción, aprovechando la tragedia.

Hablamos de por lo menos un millón de peruanos afectados por la indolencia estatal, que deben contener rabia y frustración porque en el momento que necesitaron del Estado, éste no respondió por ellos. Y, como suele suceder, fueron los más pobres los que terminaron sufriendo las peores consecuencias.

Un grupo de expertos, independientes, puede lograr determinar si hubo responsabilidades y si las halla, elevar sus conclusiones al Ministerio Público y al Poder Judicial para que actúen en consecuencia. Mientras no haya justicia y atención a esa enorme cantidad de peruanos, tendremos una fractura ciudadana corrosiva y lacerante. Esa fractura se debe cerrar y eso pasa por establecer responsabilidades y disponer indemnizaciones.

Demasiadas fisuras cívicas existen en un país que no ha sabido acompañar el crecimiento económico con el cierre de brechas institucionales -entre ellas la de la salud pública-, como para soslayar la acción necesaria del Estado para recomponer ese tejido con acciones de verdad y justicia.

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Lo que no dijo y debió decir el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, como bien ha hecho énfasis Jaime de Althaus, es que el triunfo del Estado peruano sobre Sendero Luminoso se debió, en gran medida, al cambio de la estrategia antisubversiva desplegada, sobre todo, por Alberto Fujimori.

Se modificaron las relaciones con las comunidades campesinas, volviéndolas aliadas contra SL y no en sospechosas de terrorismo y, por ende, arrasadas, como sucedió en la década de los 80, pero además se otorgó más recursos a las labores de inteligencia policial. En ese sentido, la CVR, si bien pone justo énfasis en el Grupo Colina, una barbaridad por donde se le mire, no dice mucho del GEIN.

Alguna vez le pregunté a Salomón Lerner por qué la CVR encontró responsabilidad penal en Fujimori y no en Belaunde y García, a pesar de que las mayores barbaridades contra los derechos humanos se cometieron en los 80. Su respuesta fue que Fujimori era un dictador y que como tal tenía cadena de mando perfecta sobre todas las ocurrencias ilegales de su gobierno. Viéndolo con serena objetividad, esa respuesta fue un despropósito que tiene que ver mucho con la naturaleza de su encargo: Toledo creó la Comisión de la Verdad porque pensó hallar pruebas contundentes del proceder asesino de Fujimori y al final descubrió que fue durante los gobiernos democráticos de Belaunde y García, que eso mayormente sucedió.

Eso tiene que expresarlo la narrativa del LUM -la heredad viva de la CVR-, y despejar el sesgo antifujimorista que allí predomina. Solo así podrá irse logrando paulatinamente el proceso de reconciliación, que también es un mandato de la CVR y su sucedáneo museístico.

El Estado peruano derrotó al terrorismo. Es una victoria histórica que merece mayor reconocimiento. Nos hemos cansado de proponer que se declare feriado nacional el 12 de setiembre, día de la captura de Abimael Guzmán, sin que se derramase una gota de sangre. Fue el triunfo de la inteligencia republicana sobre la demencia maoísta, que dio pie a la caída del grupo terrorista que estuvo cerca de capturar el poder y perpetrar desde allí un baño de sangre sin par en nuestra historia.

¿Por qué no se hace? Porque ocurrió durante el gobierno de Fujimori. Una muestra más de que la ausencia de reconciliación viene mayoritaria y paradójicamente, por parte de quienes la propalan a los cuatro vientos, como parte de su narrativa institucional.

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Se cumplen hoy 20 años de la entrega del informe de la Comisión de la Verdad al país y fue y sigue siendo un hecho fundamental que es menester destacar.

Primero, se dejó muy bien establecido que los principales responsables del baño de sangre fueron Sendero Luminoso y el MRTA, dos movimientos terroristas que emergieron en la década de los 80, y que en ese trance murieron cerca de 70 mil peruanos.

Segundo, se dejó muy en claro que la mayor parte de los muertos ocurrieron a manos de los terroristas y en menor medida, pero no menos importante, por las propias fuerzas armadas y policiales.

Tercero, se fijaron cifras que mostraron que, contrariamente a lo que Toledo quería utilizar como munición contra el fujimorismo al crear la CVR, la mayor cantidad de violaciones a los derechos humanos ocurrieron durante los gobiernos democráticos de Belaunde y García (por eso, de paso, no se explica el sesgo antifujimorista mayoritario de la muestra del Lugar de la Memoria).

Cuarto, se fijaron pautas de reparaciones y atribución de responsabilidades que luego han servido para acciones judiciales eficaces, aunque aún incompletas, a pesar del tiempo transcurrido.

El país maduró democráticamente con la dación del Informe y no se explica, honestamente, la reticencia de cierto sector de la derecha a administrarlo y apoyarlo, al amparo de tonterías como que se use el universal y legal término “conflicto armado interno” que no rebaja responsabilidad alguna a los terroristas y no les otorga rango jurídico de protección.

El Informe de la CVR es un hito liberal en la defensa de los derechos humanos y debe ser visto así, por ende, por los sectores pensantes de la derecha, sin que sorprenda ya la reacción cavernaria de los sectores conservadores que quizás hubieran querido que se eche tierra por encima de las violaciones ejecutadas por los institutos armados, como si ello fuera posible y saludable.

La verdad repara, la memoria es socialmente terapéutica y ayuda a que sucesos semejantes no se repitan. Y, por último, se trata de un acto de justicia histórica con las decenas de miles de deudos de las víctimas del terror originado en las demenciales tesis senderistas y las sanguinarias tácticas del “guevarismo” emerretista, grupo que no merece mejor consideración que los radicales maoístas de Sendero.

 

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Tremendo alboroto ha causado en un sector de la derecha peruana que el gobierno declare Patrimonio Cultural de la Nación el monumento El ojo que llora. Han salido voceros ultristas a denunciar que la ministra de Cultura, Gisela Ortiz, está, merced a ese acto, reivindicando al terrorismo e igualando al Estado con los movimientos subversivos, añadiendo que en ese monumento se rinde homenaje también a exintegrantes de los dos grupos terroristas que dieron inicio al mayor periodo de violencia interna de nuestra historia.

Se trata, claramente, de una grosera mentira. El conjunto escultórico de la artista Lika Mutal, inaugurado el 2005, busca rendir reconocimiento a las víctimas del periodo de violencia entre 1980 y el año 2000, y en esa medida forma parte del proceso de memoria que el país ha emprendido respecto de la violencia terrorista y la represiva, que ocasionó cerca de 70 mil muertos, según la Comisión de la Verdad.

No hay un solo terrorista en el Registro Nacional de Víctimas, que es en el que se ha basado la lista de nombres que aparecen en El ojo que llora. Se señala explícitamente: “No se consideran víctimas, para los efectos específicos de su inclusión en el Registro Único de Víctimas de la Violencia, a los miembros de las organizaciones subversivas”. Hubo un intenso debate hace muchos años respecto de si se debía considerar, para ser reparados, también a quienes se alzaron en armas contra el Estado de Derecho (en otros países, se ha hecho extensivo a tales el reconocimiento reparador), pero en el Perú se zanjó claramente de que dichas personas no iban a integrarse al referido registro.

Lo que, en verdad, un sector reaccionario de la derecha peruana no quiere que se recuerde, es que no solo hubo muertos ocasionados por Sendero Luminoso o el MRTA, sino que también existieron, y en demasía, por excesos militares y policiales, que merecen ser registrados por la memoria colectiva del país. De modo decreciente, el mayor número de muertos o desaparecidos ilegalmente, por obra de las fuerzas del orden, ocurrió durante los gobiernos de Belaunde, García y Fujimori, mayormente en plena democracia. Es una dolorosa realidad, pero si se quiere restañar las profundas heridas colectivas que ese periodo ha dejado en la colectividad ciudadana, no se puede soslayar ese hecho. Todo lo contrario, hay que resaltarlo como corresponde para que nunca más vuelva a suceder.

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