Iván Cruz

[MÚSICA MAESTRO] «Déjenme vivir mi vidaaa, yo no soy malo con nadie…» dicen las primeras líneas de Vagabundo soy, uno de los himnos cantineros que hicieron de Iván Cruz una de las personalidades musicales más populares en el Perú, una defensa de la libertad que, supuestamente, todos tenemos de hacer lo que nos dé la regalada gana siempre y cuando ello no afecte a los demás.

Por supuesto que el tema da para el debate y la contradicción -después de todo, la familia y círculos más íntimos siempre padecen las consecuencias del desenfreno individual, por más autodestructivo y solitario que este sea- pero, en todo caso, es parte del imaginario creativo de varios artistas en distintos géneros. Como So what del cuarteto británico Anti-Nowhere League (1981, que fuera reactualizada por Metallica en su álbum doble Garage Inc. de 1998) o A quién le importa de Alaska y Dinarama (1986), el bolero escrito por el chiclayano Julio Carhuajulca en 1975 se inscribe en esa tradición de quien se enfrenta al establishment, se toma unos tragos y se olvida de las opiniones ajenas, desprendiéndose (o escondiéndose, quién sabe…) del paralizante qué dirán.

Esta actitud cercana a la filosofía punk del cantante chalaco, cuyo nombre real fue Víctor Francisco de la Cruz Dávila, lo acompañó toda su vida artística, incluso después de anunciar su sobriedad y entrega al Señor, en búsqueda de paz mental y física. «En su casa -escribió el periodista Ángel Páez en una crónica sobre él publicada en el diario La República, el año 2015- ya no se escucha «¡Salud!» sino «¡Gloria a Dios!»

Las letras de sus canciones más conocidas, muchas de ellas escritas por él mismo, recreaban la atmósfera ideal del submundo oscuro de bares y tugurios que, en cualquier parte del país, fueron siempre refugio para desarraigados, freaks, rebeldes y despechados. Iván -nombre artístico que nació en casa, por asociación con el zar ruso Iván El Terrible (1530-1584) debido a su carácter indomable y conquistador- se convirtió en la voz definitiva de nuestra fauna local de outcasts, término anglosajón que sirve para denominar a los que no encajan en el modelo de la corrección social.

Como mencioné hace un par de años en un artículo acerca del fallecimiento de Guiller (ver nota aquí), otra superestrella de nuestro bolero de cantina, Iván Cruz, con su personalidad lenguaraz, su voz varonil y trémula y esos extravertidos hábitos en el escenario -una especie de Sandro local- lideró a la segunda y última generación de grandes intérpretes de este rubro de la música popular, anclada en ese estilo achorado y melodramático, con una cadena de grabaciones para el sello Infopesa que, de inmediato, se convirtieron en las favoritas del público urbano-marginal que nunca le negó reconocimiento y cariño.

Entre 1977 y 1982, títulos como Mozo, déme otra copa, Me dices que te vas, Dime la verdad (composiciones propias), Ajena (de Manuel Canela Martínez), Sé que me engañaste un día (del español Danny Daniel) y la mencionada Vagabundo soy -inolvidable no solo por su letra sino por esa inconfundible introducción de sección de metales que resume el espíritu de nuestro bolero-, le valieron a Iván Cruz no solo una permanente presencia en las radios sino ventas extraordinarias, un éxito que lo empujó aún más en las adicciones y la vida nocturna acelerada, lo cual le trajo más de un problema familiar.

Su esposa Julia Flores -madre de sus cinco hijos- se mantuvo (casi) siempre a su lado, aunque en cierto momento la estabilidad de aquel matrimonio iniciado en 1966 estuvo seriamente amenazada. A causa de las peligrosas adicciones de Cruz, la pareja se divorció a finales de los noventa, poniendo distancia a una situación que ya estaba fuera de control. En el año 2010 sin embargo, según testimonio de doña Julia, se casaron por segunda vez, una década después de que el cantante decidiera poner fin a sus excesos para iniciar una etapa artística con mensajes evangélicos en sus conciertos. Alejado del consumo de alcohol y drogas, «el bolerista de las canciones pecaminosas» (como él mismo se definía) se reencontró ligeramente con el éxito y la popularidad mediática aunque de una forma menos estridente que en sus años mozos.

Iván Cruz, como Lucho Barrios en Chile o Pedrito Otiniano en Ecuador, tuvo mucho éxito en Venezuela, a tal punto que algunas personas creían, por su forma de cantar, que era venezolano. En ese país, Cruz publicó, para el conocido sello discográfico Top Hits, tres de las diez producciones discográficas oficiales que dejó, según se viene repitiendo en las diversas notas periodísticas aparecidas esta semana tras conocerse su fallecimiento. Como siempre ocurre con nuestros artistas, no existe un registro confiable ni definitivo sobre cuántas grabaciones realizó ni se dispone con facilidad de detalles relacionados a los músicos que trabajaron con él, una lástima para sus nuevos seguidores que deben conformarse con la magra información que circula en internet y redes sociales, siempre incompleta y deficiente.

El bolero cantinero, como subgénero de música popular del Perú, tuvo una fuerte presencia en barrios populares y provincias pero, a diferencia de la salsa, la cumbia e incluso estilos folklóricos nativos como la música criolla, andina y negra, jamás logró dar el salto hacia los gustos de las clases «altas», aunque sus principales tópicos -el despecho, los hábitos noctámbulos y todo lo asociado al engaño/rechazo, transversales a todo estrato- hayan sido utilizados, muy de vez en cuando y de forma extremadamente superficial, como insumos para la diversión de grupos sociales con orígenes y posiciones socioeconómicas opuestas a aquellos en los que se movieron siempre los públicos que abarrotaban los conciertos de Iván Cruz y sus colegas en sus épocas de apogeo artístico.

Otro aspecto sobre el que siempre es necesario insistir, cada vez que un conocido ídolo popular fallece, es el de la contradicción que se establece entre las reacciones alrededor de la noticia. En vida, Iván Cruz fue, durante sus últimos años, una especie de recuerdo pintoresco, invitado de programas de farándula para exponer detalles de su alocadas correrías pero nunca desde un punto de vista orientado al homenaje o la protección de su obra musical.

En ese sentido, el velorio de sus restos, organizado por el Ministerio de Cultura, con post de redes sociales y todo, es solo una manifestación más de esa superficialidad oficial que no tiene nada que ver con las demostraciones de afecto del público que lo escuchó y admiró desde siempre. Al entremezclarse ambas, las falencias del Estado y el fracaso de la educación nacional en todo lo relacionado a cultura popular no quedan claros sino que consiguen pasar inadvertidos en una espiral que se repite una y otra vez.

Olvidados en vida, los ídolos populares de nuestros padres y abuelos van desapareciendo sin ver que se corrija este error de décadas de gobiernos que no invierten en recuperar grabaciones y registros del pasado -ni hablar de políticas de protección estatal para temas más concretos como salud y pensiones por retiro. Iván Cruz, el rey vagabundo del bolero cantinero, murió en el Hospital Naval del Callao, a los 77 años, por complicaciones multiorgánicas ocasionadas por toda una vida de desarreglos que, poco a poco, fueron menoscabando su resistencia física, un destino común en esta clase de intérpretes que siempre están jugando en pared con sus demonios internos, esos que, paradójicamente, son también los motores que propulsan el atractivo tanático que los hace famosos e idolatrados por las masas.

 

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