La semana pasada falleció, a causa del COVID-19, Guillermo Caldas Cuya, más conocido en el ámbito musical nacional como Guiller. Tenía 79 años de edad. Es un caso curioso el de Guiller, ya que de no ser por su reaparición televisiva, provocada por un programa reality en que un ciudadano común y corriente participó imitándolo, casi nadie entre el público joven y masivo -de 40 años para abajo- sabría exactamente quién era este señor hasta hace relativamente poco tiempo.
Diferente es lo que ocurre entre la gente dedicada a la farándula (tanto la de su tiempo como de la telebasura moderna), quienes sí tenían contacto con el cantante, debido a que se mantuvo siempre activo a pesar de que su estilo, extremadamente popular hace tres décadas y media, hoy es visto como un asunto anacrónico, de viejos. Y asociado, además, a niveles socioeconómicos bajos y medio bajos, no a las alturas ficticias de procacidades no artísticas y falsamente sofisticadas como el reggaetón o el «latin pop», tan vigentes hoy.
Guiller fue una de las estrellas más representativas de la segunda (y última) generación del bolero peruano, llamado popularmente «bolero cantinero» o «cebollero» (término menos común, que remite, por supuesto, a sus capacidades lacrimógenas), que se hizo muy conocido desde los años finales de la década de los cincuenta, como una prolongación del bolero ecuatoriano, encarnado en la voz sedosa y almibarada de Julio Jaramillo (1935-1978), que cautivó al gusto popular con sus pasillos, valses románticos y, sobre todo, ese estilo particular de bolero distanciado notoriamente de las versiones mexicana y cubana, que dominaban las preferencias del público latinoamericano. Jaramillo, fallecido prematuramente a los 43 años, tuvo mucho éxito en nuestro país y fue determinante para el desarrollo de este estilo bolerístico que tuvo en Guiller a uno de sus representantes más sólidos, con canciones como El rey de las cantinas, La loca o Salva a mi hijo, composiciones de Eduardo García Ruiz (bajo su pseudónimo “Napo Tovar”), Bernardo Castañeda y Marcial “Chito” Galindo”, que el cantante grabó a comienzos de los ochenta, cuando ya tenía más de una década sobre los escenarios.
Para cuando Guiller, nacido en los Barrios Altos en 1942, apareció con su estilo despechado, estridente y bohemio, ya el bolero peruano tenía sonido propio, gracias a las voces prodigiosas de Lucho Barrios (1935-2010) y Pedrito Otiniano (1937-2012), quienes venían cosechando éxitos en radios y recitales de Perú, Ecuador, Argentina y Chile. En este último país su repercusión fue tal que incluso llegaron a decir que Lucho Barrios era «un cantante chileno nacido en el Perú». Ambos habían adaptado el estilo de Jaramillo a sus propias voces, dándole una dosis extra de dramatismo y desgarro que caló muy hondo en el imaginario colectivo. Guiller e Iván Cruz lideraron esa segunda hornada de boleristas cantineros, con un impacto muy fuerte, reflejado tanto en sus ventas discográficas como en los teatros y coliseos que llenaban en Lima y provincias. Este último tuvo éxitos como Mozo, deme otra copa (composición propia), Ajena (Manuel Canela Martínez) y, especialmente, Vagabundo soy, composición del maestro chiclayano Julio Carhuajulca.
A pesar de los altos niveles de popularidad que lograron estos artistas peruanos, a nivel nacional e internacional, durante un periodo de tiempo cercano a las tres décadas –entre 1959 y 1987 aproximadamente- hoy son apenas recordados por los medios de comunicación, mencionados casi como personajes pintorescos, con dos o tres canciones emblemáticas a las que les dan duro (“como a bombo de fiesta”, diría algún antiguo por ahí), dejando de lado los detalles de sus trayectorias, en algunos casos, impresionantes y hasta bizarras. Y solo los recuerdan cuando mueren, la mayor parte de las veces, con notas de pésima calidad informativa y homenajes en programas de farándula de baja estofa. En contraste a esas despedidas mediáticas y tributos variopintos, en los que desfilan desde el Ministerio de Cultura hasta La Chola Chabuca, estos ídolos populares fallecen, casi todos, en la más indigna pobreza a pesar de sus lauros artísticos, logrados con mucho esfuerzo y tenacidad. En cambio, conservan intacto el cariño del público, que no pierde oportunidad para reconocer y agradecer su trabajo.
El bolero cantinero peruano convivió, en su época de oro, con la etapa más brillante de la música criolla. Después lo hizo con el boom de la cumbia instrumental, la nueva ola, la salsa y el boogaloo y, finalmente, con la chicha, la cumbia norteña y el huayno moderno. Todos, géneros musicales relacionados a las clases más pobres, capitalinas y provincianas que, cada cierto tiempo, son usados como fuente de diversión para las élites. Una de las cosas que más me sorprende de este fenómeno sociocultural es cómo el discurso oficial, cada vez que se ocupa del bolero de cantinas, invisibiliza a las personas que lo hicieron posible, y construye una narrativa en la cual más importa lo que aquellas canciones generan en determinados individuos o grupos sociales. Un ejemplo de ello es un artículo de Carlos Iván Degregori (1945-2011), publicado en 1983 en el legendario Diario de Marka, titulado “El bolero cantinero: La erotización de la derrota”. En el largo texto, impecablemente escrito, por cierto, el recordado e imprescindible antropólogo y ensayista limeño se la pasa hablando de sus recuerdos al escuchar boleros cantineros. Ni una mención a sus intérpretes, autores y músicos, como si estos no existieran.
En ese sentido, por ejemplo, resulta imperdonable que el gran público y los medios convencionales no tengan presente la importancia que tuvieron para la creación del bolero cantinero Raúl Huamanchumo Reyes, más conocido como «Chalo» Reyes (1937-2016) y Santiago «Cato» Caballero (actualmente radicado en Europa), responsables de las brillantes guitarras en las grabaciones clásicas de Lucho Barrios y Pedrito Otiniano. En el caso de «Chalo», además de excelente guitarrista y humorista, fue autor de recordados títulos que definieron el género como Marabú, El oro de tu pelo, El hijo varón, entre otros, muchos de los cuales fueron también interpretados por Guiller, con su característico vozarrón adolorido.
En sus entrevistas, Guiller solía contar que algunas radios se resistieron, al comienzo, a propalar El rey de las cantinas –que se convirtió en su sobrenombre- y Salva a mi hijo (más conocida como “Virgen María”), pues consideraban que las letras “sonaban mal”, debido a sus alusiones directas al consumo de alcohol y marihuana, respectivamente. Sin embargo, es ese estilo exagerado y melodramático el que las convirtió en las favoritas de un público muy específico –trabajadores, obreros, estudiantes y muchachadas de barrio aprendiendo a ser bohemios, en bares y huariques de todo tipo-, irremediablemente ligado a los bajos fondos de la sociedad, una característica que, además, es esgrimida como motivo de orgullo tanto por artistas como por sus seguidores.
Si quisiéramos trazar una historia corta del bolero peruano –algo que han hecho, en extenso, investigadores como Eloy Jáuregui y Agustín Pérez Aldave- tendríamos que hablar, por supuesto, del trío Los Morunos, formado en Barranco, a inicios de los sesenta. Con un estilo más influenciado por el bolero clásico mexicano –Los Panchos, Los Tres Diamantes- Los Morunos tuvieron dos etapas: de 1961 a 1974 y de 1978 hasta el 2008 aproximadamente, con su formación más recordada y exitosa: Manuel Ortiz (voz), Luis Silva y Modesto Pastor (voces y guitarras). También habría que mencionar a Mario Cavagnaro quien, además de sus conocidas polkas y valses replaneros –interpretados magistralmente por Los Troveros Criollos- escribió Osito de felpa (1951) y Emborráchame de amor (1975), dos boleros que ingresaron al cancionero internacional por todo lo alto, con grabaciones de estrellas como los ecuatorianos Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, o el salsero portorriqueño Héctor Lavoe, quien estrenó esta última en su primer LP como solista.
Pero, sin duda alguna, el bolero cantinero es el que más arrastre tuvo y tiene en el Perú, un producto local de íntimas conexiones con esa idiosincrasia mestiza, colorida y emocionalmente desbordada que nos define y, hasta cierto punto, estigmatiza y condena. Además de los desaparecidos Lucho Barrios y Pedrito Otiniano, brillaron también en las rockolas nacionales Johnny Farfán (1943-2013), Anamelba (nombre real: Melba Annie Pinzás, 1942-2011), Gaby Zevallos (1944-2016). De esta generación han quedado, tras el reciente fallecimiento de Guiller, los cantantes Iván Cruz (75), Ramón Avilés (74), Linda Lorenz (76) y Vicky Jiménez (68), como únicos exponentes de esa canción popular y desgarrada, himnos del desamor y la bohemia alcoholizada.
OTROSÍ: En los noventa hubo una nueva generación de jóvenes vocalistas que, quizás inspirados en el megaéxito comercial de Luis Miguel y su serie Romances, reactualizaron el bolero de Ecuador y Perú: Charlie Zaa (Colombia), Douglas (Chile) y Segundo Rosero (Ecuador) lideraron esa tendencia, de breve duración.