Música peruana

[Música Maestro] Desde que se anunció su fallecimiento, el domingo 7 de julio a los 74 años, no he dejado de pensar en aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Ya sé que es un lugar común y que, en muchos casos, sirve como coartada para quienes nos acusan de “no dar cabida a lo nuevo”, que los encuentros generacionales siempre tienen esa característica, etc. Por lo tanto, se trata de un argumento esencialmente subjetivo y como tal, carente de peso. Sin embargo, en este asunto la frase sí tiene sentido. Y muy potente.

Las canciones para niños que grabó Yola Polastri Giribaldi durante los setenta y ochenta contenían giros idiomáticos graciosos, amplitud de vocabulario, ritmos alegres y metáforas juguetonas que funcionaban como complemento para maestros y maestras de Educación Primaria en cualquier institución educativa pública o privada, melodías y letras que tenían la invalorable capacidad de generar interesantes conversaciones entre una madre y su hija de 8 o 10 años. Hace unas semanas, en una esquina, una pequeña de aproximadamente esa edad, con uniforme escolar y mochila colgada, le contaba a su mamá, muy emocionada, que a su maestra se le había ocurrido la genial idea de pedirles representar una coreografía de un tema de Karol G. ¿Necesito explicar más mi punto?

Yola Polastri representa, más que cualquier otra figura artística de su tiempo, el verdadero espíritu del uso educativo de la televisión, sepultado por esa idiotez moderna que sentencia que hablar de valores en la pantalla chica es «anticuado», «cucufato», «poco cool». Antes, en las fiestecitas infantiles y caseras, nos ponían sus divertidos LP. Hoy, pegados a sus teléfonos, los niños juegan a ser futbolistas con tatuajes de maras salvatruchas y las niñas usan pelucas rosadas. Pero no para emular a las inocentes burbujitas sino para parecerse a las recorridísimas divas de la farándula reggaetonera que tanto admiran ellas, sus mamás y, muchas veces, hasta sus profesoras.

Como alguien ya dijo por ahí, Yola Polastri inició su primer programa infantil durante el gobierno militar del Gral. Juan Velasco Alvarado. Inclusive se han reseñado unas declaraciones suyas en las que resalta eso y hace, con cierta amargura, una comparación entre la importancia que dio a la educación aquel régimen frente al desprecio por la misma que mostró Alberto Fujimori durante los noventa, refiriéndose a su salida de la televisión, que se dio en 1994 para ser exactos. Y se justifica el contraste, aunque de manera subjetiva, ya que a primera vista no tendríamos mayor asidero para pensar que Yola haya sido peligrosa, por lo menos de manera directa, para el fujimorato y sus planes de embrutecimiento masivo. 

En realidad, la razón que hizo perder vigencia a “La Chica de la Tele” fue más ramplona. Resulta que, a sus 44 años, Yola ya no era tan “chica” y fue desplazada por los sebosos planes marketeros de los viejos dueños de Panamericana Televisión, que motivaron la creación de otros programas conducidos por jovencitas de trajes cortos y coloridos que parecían cantarles más a los padres que a los hijos. Cuando uno lo piensa por segunda vez, quizás sí sea pertinente establecer una contraposición directa y no tan subliminal entre las prioridades de los sistemas educativos estatales de los setenta y los noventa. Después de todo, a mitad de camino de la nefasta década fujimorista, la banda sonora del país la ponían las orquestas de cumbia femeninas y los noticieros de farándula digitados desde el poder que padecemos hasta hoy, cuando su oscuro reinado en el rating y los gustos populares apenas empezaba.

Cuando Yola comenzó a hacer sus primeros programas para niños, no era una novata en la televisión nacional. Entre 1967 y 1972 tuvo ocasión de participar, por sus estudios de teatro, en papeles secundarios de novelas de la época como Simplemente María, Matrimonios y algo más, entre otras. En paralelo, fue integrante del conjunto femenino de baile Las Cincodélicas, una troupé que aparecía acompañando con sus alocadas coreografías, inspiradas en los ritmos de moda (twist, a go-gó, pop-rock nuevaolero), a Los Shain’s, Pepe Cipolla, Los Steivos, entre otros artistas, en programas musicales como Ritmolandia, del Canal 5 (de ahí su nombre). Además de Yola, la otra Cincodélica que se mantuvo en la televisión fue Jenny Negri, quien hizo carrera como actriz cómica en recordados programas ochenteros como El Show de Rulito y Sonia (1981-1982) y Los Detectilocos (1983-1985).

En la década que va de 1975 a 1985 se ubica el legado discográfico más importante de Yola Polastri, lleno de canciones que en estos días han vuelto a sonar, recordándonos no solo nuestra infancia sino que, además, en esos años de convulsiones sociopolíticas -caída de Velasco, traición de Morales Bermúdez, recuperación de la democracia, inicios de Sendero- por lo menos los niños teníamos una opción agradable y divertida. Compitiendo con el vaso de leche de El Tío Johnny (Juan Salim, 1936-1997) y “El Loro Lorenzo” de Mirtha Patiño (1951-2019), de estilo aun más pedagógico, Yola se metió en los corazones de la gente con su simpatía, frescura y creatividad. 

Aunque se le asoció principalmente al mundo de la televisión, con escuela de talentos incluida de donde salieron, entre otros, el periodista deportivo Alberto Beingolea, el cómico Jorge Benavides, la cantante Roxanita Vargas o la actriz Ebelin Ortiz; y un elenco de personajes que, bajo su férrea y disciplinada dirección -algo que siempre se anotó como un rasgo negativo de su personalidad detrás de las pantallas-, protagonizaban disparatados sketches en cada capítulo, Yola Polastri complementó su trabajo ante cámaras en los estudios de grabación de los sellos Odeón del Perú/Iempsa, con más de veinte discos entre LP y 45 RPM, con todas las melodías que musicalizaron sus sintonizados programas El mundo de los niños (1972-1974), Los niños y su mundo (1975-1978) y Hola Yola (1980-1994), transmitidos siempre por la señal de América Televisión, Canal 4.

Polastri armó su repertorio adaptando las canciones de Enrique Fischer, más conocido como “Pipo El Pescador”; y del trío de payasos “Gaby, Fofó y Miliki”, conformado por los hermanos Aragón Bermúdez (Gabriel, Alfonso y Emilio), integrantes de una tradicional familia cirquera. Títulos indispensables del cancionero de Yola Polastri como El auto nuevo, Don Pepito, El eco, La gallina turuleca, entre otros, fueron compuestas por estos artistas que eran, dicho sea de paso, contemporáneos con ella y muy conocidos en Argentina y España, sus respectivos países. Las versiones grabadas por Yola Polastri en los vinilos Hola Yola (1975), Las palmaditas y La semillita (1976) respetaron siempre sus créditos. A lo largo de su discografía, estas y otras canciones aparecieron en los recordados popurrís de álbumes como La parrandita de Yola (1977) y Pa’ rondas y pa’ ronditas (1978).

Para su marco musical, Yola Polastri tuvo la colaboración de destacados arreglistas peruanos como el trompetista chiclayano Roberto “Tito” Chicoma (1936-2010), experto en salsa y boogaloo, además de haber trabajado previamente en los programas infantiles de El Tío Johnny. Chicoma fue el compositor de Las palmaditas, tema de introducción de varios de los espectáculos y programas de Polastri, en las diversas variaciones que tuvo a lo largo de los años. La versión original apareció en el LP Las palmaditas (1976). Otro de sus arreglistas fue un reconocido músico que ha trabajado con infinidad de artistas locales, tanto del género criollo como de baladas, nueva ola y música cristiana, Víctor Cuadros, en discos como Yola y sus muñecas (1982) y La banda de Hola Yola (1985). A pesar de que en todos sus álbumes e incluso en la introducción de Hola Yola, su programa televisivo más recordado, aparece escrito con y griega al final -Polastry-, el apellido real de la animadora es “Polastri”.

Sin dejar nunca lo infantil, Yola Polastri supo incorporar en sus grabaciones ritmos peruanos -huaynos, marineras, festejos-, latinos -cumbias, merengues, sambas-, siempre usando como base la psicodelia nuevaolera y las rondas españolas, conformando un estilo fresco y divertido, con coros de niños, videos de psicodélicos efectos visuales, muñecos y colores pastel por todas partes, además del sonido inconfundible de la trompeta de Tito Chicoma. Canciones como El telefonito, La feria de Cepillín (Pa’ rondas y pa’ ronditas, 1978) son buenos ejemplos de eso. 

Para la década de los ochenta, su repertorio clásico fue ampliándose con nuevos temas como La chica de la tele, que se convirtió en su sobrenombre oficial (Disco Yola, 1980) o La banda de Hola Yola, que identificó al programa en sus últimos años. La canción fue incluida en el disco del mismo nombre, editado en 1985, y llegó para reemplazar a su cortina anterior, Los niños y su mundo (Yo… Yola… Y, 1978). En esos años, fue muy común ver a Yola Polastri en shows públicos, como los que hacía anualmente en el auditorio de la desaparecida Feria del Hogar, espectáculos con los que llegó a llenar dos estadios de fútbol en Lima, el Nacional y el de Alianza Lima (Matute), los años 1981 y 1987, respectivamente. Y cómo olvidar la imitación que de ella hacía la actriz Nancy Cavagnari en el espacio cómico Risas y Salsa. 

Paralelamente, comenzó a grabar géneros más modernos, a medida que su propio elenco iba pasando de la niñez a la adolescencia. Covers de artistas como Donna Summer (Buscando, 1985), Sly & The Family Stone (Solo tú, 1985) o Sheena Easton (Canta y sé feliz, 1982), sugerían que Yola poseía un panorama musical que iba más allá de las simpáticas canciones que la hicieron conocida. Un punto aparte fue el disco Yola discoteque (1983), en el cual recrea temas de pop electrónico como Da-da-da, del conjunto alemán Trio, muy popular en ese entonces; o el exitazo de Yazoo, la banda del tecladista británico Vince Clarke, fundador de Depeche Mode y Erasure, Don’t go (con el título No, no). En ese disco, Yola incluyó un tema de la cantautora española Massiel de ese mismo año, Hello América. En todos estuvo acompañada de sus característicos coros infantiles, pero en clave de pop. 

Esta tendencia innovadora se replicó en sus dos últimos álbumes oficiales. Canciones como Sabor a miel o Dame un besito, incluidas en Yola a todo ritmo: Sabor a miel (1986), fueron compuestas por Frank Privette, cantante y bajista de la banda nuevaolera Los Steivos -que había grabado la segunda de las mencionadas en 1966– y amigo suyo desde las épocas de Las Cincodélicas. Ambas mostraban intenciones de renovación, aunque en sus programas combinaba, por supuesto, esa onda más juvenil con las clásicas canciones de siempre. 

Poco antes de finalizar los ochenta apareció el LP Yola Rocker (1989), título de un programa alterno a Hola Yola, con el que trató de subirse en la ola de pop-rock peruano. La artista reemplazó los sobrios trajes y sombreros de colores por atuendos y pelucas que tenían de Tina Turner y Nina Hagen para grabar medleys de los Beatles, los Rolling Stones y Elvis Presley. Aunque no perdía su prestigio en la televisión, estas canciones jamás alcanzaron la popularidad de su repertorio más antiguo.

La primera mitad de los noventa vio a Yola compitiendo con El Show de July y Nubeluz, una batalla que terminó perdiendo. En entrevistas posteriores, ya convertida en un recuerdo lejano y extravagante -aunque se mantuvo ofreciendo shows privados hasta muy entrado el siglo XXI-, Yola Polastri lanzó duras y acertadas críticas a la televisión nacional y la degeneración de sus contenidos. Sobre los programas infantiles que la desplazaron llegó a decir que los productores desnaturalizaban el entretenimiento infantil, al hacer que las animadoras usaran trajes “en los que se les veía hasta el alma”. A buen entendedor, pocas palabras.

El legado de Yola Polastri se sostiene en aquellas canciones que promovían la importancia de ser niños, la sana diversión, la solidaridad y el amor familiar. Entre todos sus clásicos, quizás los que mejor resuman ese anacrónico mensaje son, por un lado, El niño y el abuelo (Disco Yola, 1980) o Todos los niños del mundo (La parrandita de Yola, 1977), letras idealistas y tiernas que colisionan con lo que padecieron desde siempre los niños en extrema pobreza o aquellos que, teniéndolo todo, nunca están conformes y quieren ser adultos antes de tiempo. Y, por el otro lado, el pedagógico, los ejemplos abundan. ¿Quién, de nuestra generación, no ha aprendido a recitar los nombres de los océanos escuchando Capitán de los siete mares (Yo… Yola… Y, 1978) o las palabras sobreesdrújulas con la divertida La sin sin (Yola y sus muñecas, 1982), basada en la composición El tiempo de los apostóles del trovador uruguayo Quintín Cabrera (1944-2009).

En el contexto latinoamericano, la obra televisiva y musical de Yola Polastri es equiparable a lo que hicieron, en Argentina, María Elena Walsh (1930-2011) o, en México, Francisco Gabilondo Soler (1907-1990), el recordado Cri-Cri, a quien muchos de nosotros conocimos a través de los programas de Roberto Gómez Bolaños “Chespirito” (1929-2014) quien, dicho sea de paso, también escribió varias inolvidables canciones para niños. La reacción que su fallecimiento ha generado en sus seguidores y amigos en el medio televisivo local, habla por sí sola. Ojalá los niños de ahora se conectaran con esas canciones y recuperaran así esa irrepetible oportunidad de vivir su niñez sin poses ni disfuerzos inapropiados para su edad.

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[MÚSICA MAESTRO] «Déjenme vivir mi vidaaa, yo no soy malo con nadie…» dicen las primeras líneas de Vagabundo soy, uno de los himnos cantineros que hicieron de Iván Cruz una de las personalidades musicales más populares en el Perú, una defensa de la libertad que, supuestamente, todos tenemos de hacer lo que nos dé la regalada gana siempre y cuando ello no afecte a los demás.

Por supuesto que el tema da para el debate y la contradicción -después de todo, la familia y círculos más íntimos siempre padecen las consecuencias del desenfreno individual, por más autodestructivo y solitario que este sea- pero, en todo caso, es parte del imaginario creativo de varios artistas en distintos géneros. Como So what del cuarteto británico Anti-Nowhere League (1981, que fuera reactualizada por Metallica en su álbum doble Garage Inc. de 1998) o A quién le importa de Alaska y Dinarama (1986), el bolero escrito por el chiclayano Julio Carhuajulca en 1975 se inscribe en esa tradición de quien se enfrenta al establishment, se toma unos tragos y se olvida de las opiniones ajenas, desprendiéndose (o escondiéndose, quién sabe…) del paralizante qué dirán.

Esta actitud cercana a la filosofía punk del cantante chalaco, cuyo nombre real fue Víctor Francisco de la Cruz Dávila, lo acompañó toda su vida artística, incluso después de anunciar su sobriedad y entrega al Señor, en búsqueda de paz mental y física. «En su casa -escribió el periodista Ángel Páez en una crónica sobre él publicada en el diario La República, el año 2015- ya no se escucha «¡Salud!» sino «¡Gloria a Dios!»

Las letras de sus canciones más conocidas, muchas de ellas escritas por él mismo, recreaban la atmósfera ideal del submundo oscuro de bares y tugurios que, en cualquier parte del país, fueron siempre refugio para desarraigados, freaks, rebeldes y despechados. Iván -nombre artístico que nació en casa, por asociación con el zar ruso Iván El Terrible (1530-1584) debido a su carácter indomable y conquistador- se convirtió en la voz definitiva de nuestra fauna local de outcasts, término anglosajón que sirve para denominar a los que no encajan en el modelo de la corrección social.

Como mencioné hace un par de años en un artículo acerca del fallecimiento de Guiller (ver nota aquí), otra superestrella de nuestro bolero de cantina, Iván Cruz, con su personalidad lenguaraz, su voz varonil y trémula y esos extravertidos hábitos en el escenario -una especie de Sandro local- lideró a la segunda y última generación de grandes intérpretes de este rubro de la música popular, anclada en ese estilo achorado y melodramático, con una cadena de grabaciones para el sello Infopesa que, de inmediato, se convirtieron en las favoritas del público urbano-marginal que nunca le negó reconocimiento y cariño.

Entre 1977 y 1982, títulos como Mozo, déme otra copa, Me dices que te vas, Dime la verdad (composiciones propias), Ajena (de Manuel Canela Martínez), Sé que me engañaste un día (del español Danny Daniel) y la mencionada Vagabundo soy -inolvidable no solo por su letra sino por esa inconfundible introducción de sección de metales que resume el espíritu de nuestro bolero-, le valieron a Iván Cruz no solo una permanente presencia en las radios sino ventas extraordinarias, un éxito que lo empujó aún más en las adicciones y la vida nocturna acelerada, lo cual le trajo más de un problema familiar.

Su esposa Julia Flores -madre de sus cinco hijos- se mantuvo (casi) siempre a su lado, aunque en cierto momento la estabilidad de aquel matrimonio iniciado en 1966 estuvo seriamente amenazada. A causa de las peligrosas adicciones de Cruz, la pareja se divorció a finales de los noventa, poniendo distancia a una situación que ya estaba fuera de control. En el año 2010 sin embargo, según testimonio de doña Julia, se casaron por segunda vez, una década después de que el cantante decidiera poner fin a sus excesos para iniciar una etapa artística con mensajes evangélicos en sus conciertos. Alejado del consumo de alcohol y drogas, «el bolerista de las canciones pecaminosas» (como él mismo se definía) se reencontró ligeramente con el éxito y la popularidad mediática aunque de una forma menos estridente que en sus años mozos.

Iván Cruz, como Lucho Barrios en Chile o Pedrito Otiniano en Ecuador, tuvo mucho éxito en Venezuela, a tal punto que algunas personas creían, por su forma de cantar, que era venezolano. En ese país, Cruz publicó, para el conocido sello discográfico Top Hits, tres de las diez producciones discográficas oficiales que dejó, según se viene repitiendo en las diversas notas periodísticas aparecidas esta semana tras conocerse su fallecimiento. Como siempre ocurre con nuestros artistas, no existe un registro confiable ni definitivo sobre cuántas grabaciones realizó ni se dispone con facilidad de detalles relacionados a los músicos que trabajaron con él, una lástima para sus nuevos seguidores que deben conformarse con la magra información que circula en internet y redes sociales, siempre incompleta y deficiente.

El bolero cantinero, como subgénero de música popular del Perú, tuvo una fuerte presencia en barrios populares y provincias pero, a diferencia de la salsa, la cumbia e incluso estilos folklóricos nativos como la música criolla, andina y negra, jamás logró dar el salto hacia los gustos de las clases «altas», aunque sus principales tópicos -el despecho, los hábitos noctámbulos y todo lo asociado al engaño/rechazo, transversales a todo estrato- hayan sido utilizados, muy de vez en cuando y de forma extremadamente superficial, como insumos para la diversión de grupos sociales con orígenes y posiciones socioeconómicas opuestas a aquellos en los que se movieron siempre los públicos que abarrotaban los conciertos de Iván Cruz y sus colegas en sus épocas de apogeo artístico.

Otro aspecto sobre el que siempre es necesario insistir, cada vez que un conocido ídolo popular fallece, es el de la contradicción que se establece entre las reacciones alrededor de la noticia. En vida, Iván Cruz fue, durante sus últimos años, una especie de recuerdo pintoresco, invitado de programas de farándula para exponer detalles de su alocadas correrías pero nunca desde un punto de vista orientado al homenaje o la protección de su obra musical.

En ese sentido, el velorio de sus restos, organizado por el Ministerio de Cultura, con post de redes sociales y todo, es solo una manifestación más de esa superficialidad oficial que no tiene nada que ver con las demostraciones de afecto del público que lo escuchó y admiró desde siempre. Al entremezclarse ambas, las falencias del Estado y el fracaso de la educación nacional en todo lo relacionado a cultura popular no quedan claros sino que consiguen pasar inadvertidos en una espiral que se repite una y otra vez.

Olvidados en vida, los ídolos populares de nuestros padres y abuelos van desapareciendo sin ver que se corrija este error de décadas de gobiernos que no invierten en recuperar grabaciones y registros del pasado -ni hablar de políticas de protección estatal para temas más concretos como salud y pensiones por retiro. Iván Cruz, el rey vagabundo del bolero cantinero, murió en el Hospital Naval del Callao, a los 77 años, por complicaciones multiorgánicas ocasionadas por toda una vida de desarreglos que, poco a poco, fueron menoscabando su resistencia física, un destino común en esta clase de intérpretes que siempre están jugando en pared con sus demonios internos, esos que, paradójicamente, son también los motores que propulsan el atractivo tanático que los hace famosos e idolatrados por las masas.

 

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[MÚSICA MAESTRO] En un reciente podcast disponible en YouTube, el crítico de cine, comunicador y docente universitario Ricardo Bedoya, recordado por el programa El placer de los ojos que dirigió y condujo durante dos décadas en TV Perú (Canal 7), comenta en tono de reproche la eterna ausencia de una industria cinematográfica en el Perú, algo que ni fenómenos como el de ¡Asu Mare!, que son esencialmente ridículos, dudosamente trascendentes y comercialmente exitosos -todo a la vez- han logrado corregir. Los comentarios de Bedoya, vertidos en respuesta a una interrogante sobre la ausencia de registros formales de la producción cinematográfica nacional de los últimos ochenta años, describen una realidad innegable que también podemos aplicar a la música hecha en Perú, una situación de la cual me ocupé con amplitud en este artículo, publicado hace un año en este medio.

Ante ese abandono que es, por partes casi iguales, tanto responsabilidad del Estado como de los sectores privados y del público mismo, en lugar de una memoria artística oficial -musical, literaria, fílmica, pictórica, escultórica- lo que tenemos es un rico pero desorganizado anecdotario nutrido por los recuerdos de los mismos protagonistas de cada escena o las investigaciones de estudiosos interesados en cómo se entendían y vivían las manifestaciones artísticas en un país que, debido a las eternas pugnas políticas y la metástasis de la corrupción, siempre ha visto todo lo relacionado a la educación, la cultura y la identidad popular como algo secundario, inservible salvo cuando puede formar parte de alguna campaña necesitada de iconos que muevan la emoción de los votantes.

Así, el cine de Armando Robles Godoy, los estudios musicológicos de la familia Santa Cruz o las esculturas de Miguel Baca Rossi solo serán útiles si dan la oportunidad -las obras o los nombres de sus autores- para que un partido político, una empresa o un medio de comunicación, finjan tener/sentir apego por la cultura cuando es lo último que les importa frente a sus reales y únicas ambiciones (poder, ganancias o rating, respectivamente). Por eso vemos, de vez en cuando, que se mencionan a diversas personalidades en cualquiera de estas artes pero nunca hay atisbos de intención por corregir esta omisión histórica y movilizar equipos de trabajo, presupuestos y archivos periodísticos para, por fin, rescatar del indigno olvido a tantas expresiones del saber popular que hoy están condenadas a desaparecer.

De eso se trata la tercera publicación de un colectivo de autores que, bajo el paraguas de la siempre activa Editorial Contracultura, nos entrega esta vez un compendio de pequeños pero sustanciosos ensayos para narrar, desde diferentes ópticas, hechos relacionados a la vivencia musical en el Perú, dentro de un rango de seis décadas. El hilo conductor de la obra, titulada Diez historias caletas de la música juvenil peruana, mantiene una identidad basada en desmarcarse de la visión idealizada que suele tratar de vender “un pasado musical glorioso” para concentrarse en contar las cosas lo más objetivamente posible. Aun así, hay diferencias demasiado marcadas entre los tonos y redacciones de los textos que conforman el tomo. Si bien es cierto esto suele suceder en las obras multiautorales, en este caso se hace urgente reclamar un trabajo más fino de edición para evitar altibajos. No porque dificulten la lectura ni la hagan menos atractiva, sino porque un tema tan trascendente como este, merece un tratamiento más especializado para alcanzar productos finales prolijos y dignos del esfuerzo desplegado.

Por ejemplo, el interesante y denso análisis que realiza el historiador Raúl Álvarez Espinoza en su pieza titulada La chicha o cumbia andina entre la violencia senderista y el giro neoliberal, con hartas referencias al complejo contexto sociopolítico vivido durante los ochenta; colisiona bruscamente con la transcripción descuidada que Ignacio Ramos Rodillo hace de Una entrevista a Alberto “Chino” Chávez, guitarrista, productor y compositor que fue uno de los protagonistas de la movida escénica y musical del Perú desde las épocas del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, por lo que a uno le queda la sensación de haber sido extraídos de publicaciones diferentes y no preparados de manera especial para el compendio que, a decir de sus propios compiladores, entra a cerrar una trilogía iniciada por los igualmente buenos Días Felices (2012) y continuada por Cielo Rock (2021). Sería óptimo, en caso hubiera segunda edición, corregir esta clase de observaciones, por muy odiosas y formales que parezcan.

La investigadora Fabiola Bazo, reconocida por sus estudios sobre el rock subterráneo, abre el libro con ¿Y dónde están las mujeres? Una lectura a contrapelo de la historia del rock peruano, texto en el que realiza un repaso de la participación de artistas mujeres en la escena musical local, desde los tiempos de la nueva ola con la cantante Kela Gates o Rebeca Llave, manager de Los Saicos; hasta la insurgencia de figuras determinantes para romper el machismo en el pop-rock nativo, como la vocalista de Ni Voz Ni Voto, Claudia Maúrtua -banda activa desde los noventa-, o el grupo de heavy metal Área 7, liderado por las hermanas Fátima y Diana Foronda.

En sus pertinentes argumentos, Bazo lanza varios reproches a la historiografía musical reciente por no haber dedicado suficientes páginas a las representantes femeninas de la música juvenil nacional, desde las más ubicuas como Patricia Roncal Zúñiga (María T-Ta) hasta Rebeca Llave, manager de Los Saicos, aunque su posición pareciera algo sesgada pues estamos hablando, por un lado, de épocas en que esta marginación era aceptada como “normal” por gruesos sectores de la sociedad- Y, por otro lado, la poca mención de mujeres en retrospectivas no necesariamente responde a un pensamiento subconscientemente discriminador sino a la magra exposición que ha habido tradicionalmente de sus aportes a través de los años, una situación que ha venido corrigiéndose felizmente en tiempos modernos. En ese sentido, la contribución de María de la Luz Núñez, La presencia de músicas en los inicios del metal peruano (1985-1995), se percibe menos panfletaria pero igual de reivindicadora, ofreciendo un acercamiento inédito a aquellas jóvenes que, contra todo prejuicio, alternaron con mucho entusiasmo y determinación en un subgénero de música extrema mayoritariamente consumido y producido por hombres.

Todos los capítulos de Diez historias caletas de la música juvenil peruana tienen valor en sí mismos, por la información que ofrecen a una comunidad de lectores ávidos por profundizar más en los orígenes de los diversos géneros musicales que se han practicado en nuestro país desde la década de los sesenta. Por ejemplo, Una breve historia sobre los inicios del reggae en Lima, contada a cuatro manos por los sociólogos Ernesto Bernilla y Mauricio Flores, rescata los orígenes de la enorme afición que hubo en diversos barrios de Lima Metropolitana por la música jamaiquina, brindando detalles poco explorados de la trayectoria de Alejandro “Pochi” Marambio, su mayor promotor y cultor, sus coqueteos iniciales con la música latina junto al sonero José “Chaqueta” Piaggio -el legendario grupo Guarango- y cómo el reggae se posicionó, casi sin quererlo, entre juventudes mesocráticas de distritos como Barranco y Miraflores, alterando -aunque no dramáticamente- sus verdaderas vinculaciones a poblaciones más bien desfavorecidas y marginales.

La publicación de los testimonios de formación de bandas como Tierra Sur, Hojas Ckas, Mundo Raro, Jericó y Los Nuevos Predicadores, así como de sus inicios en el reducido circuito de conciertos que frecuentaron es, después de todo, un acto de justicia. Sin embargo, como ocurre en otras publicaciones similares, los editores no dedicaron espacio para dar información detallada de años de actividad, formaciones, discografías, etc., que sean a la vez catálogos y fuentes cronológicas, material de consulta para futuros estudios.

Del mismo modo, los capítulos firmados por Hugo Lévano –La música juvenil peruana (1960-1965)– y Fernando Pinzás –Breve historia del pop, rock y otras culturas juveniles en Trujillo (1963-2000)– consiguen generar vasos comunicantes entre dos localidades diferentes, Lima y Trujillo, durante los comienzos de la industria de música en vivo orientada a públicos adolescentes, un aspecto que es complementado por la historia de las matinales -tocadas que organizaban populares locutores de radio en las salas de cine más conocidas de Lima- que nos ofrece Sergio Pisfil. Su ensayo, titulado Las matinales en Lima: Apuntes para una historia cultural, cubre con datos concretos una de las épocas más activas de la escena musical peruana, tras el estallido de la fiebre por el rock and roll que tuvo su momento climático con las visitas de Bill Haley y Chubby Checker, dos estrellas internacionales de alto nivel en su momento, dando origen tanto a la generación nuevaolera, con tendencia la canción romántica, como a los sonidos más rebeldes inspirados en la Invasión Británica, los Beatles y la psicodelia hippie.

La prensa también es abordada en estas historias caletas, un término que, como tantos otros de nuestra jerga local, pasó del hampa al habla cotidiana de personas comunes y corrientes (*). Carlos Torres Rotondo, que viene publicando sobre estos temas desde hace ya buen tiempo, hace un recuento a pasos largos titulado 50 años de escritura en rock, trazando una línea común entre revistas, fanzines y blogs, en tanto son herramientas comunicacionales que poseen un común denominador, el uso de la palabra escrita y el diseño gráfico -especializado en revistas, rústico en fanzines y mixto en todo lo tocante a medios digitales- que podría servir como contexto o inicio de marco teórico para una futura historia de los medios de comunicación en el Perú que comience donde terminó la suya el catedrático y periodista arequipeño Juan Gargurevich Regal en su clásico libro de 1982, Introducción a la historia de los medios de comunicación en el Perú. Aunque interesante, el uso exagerado de citas hace que el texto de Torres se enfríe demasiado.

En ese sentido, Fidel Gutiérrez aporta mayor sensibilidad con Historias de Rock del Sur, al rescatar la figura señera de Estanislao Ruiz Floriano (19??-2015), diseñador gráfico -creador de portadas para varios grupos locales famosos de los sesenta y setenta-, periodista y editor de las primeras revistas dedicadas al ritmo anglosajón más popular del mundo, Rock -que solo tuvo un número, en 1972- y su derivada Rock del Sur -solo duró dos años, entre 1978 y 1980. Aunque fueron muy breves, las motivaciones y experiencias de Ruiz Floriano como promotor de vehículos que sirvan para difundir una escena que, después de todo, nunca logró despegar, son inspiración de todo lo que vino después en cuanto al periodismo musical en el Perú, lo cual las provee de un valor hondo y duradero, cuyos ecos son, precisamente, publicaciones como Diez historias caletas de la música juvenil peruana, que viene siendo presentada con éxito en diversos foros culturales del Perú.

(*) CALETA: Este peruanismo de uso extremadamente extendido en tiempos modernos, surgió en el narcotráfico. Los escondites que armaban los fabricantes de pasta básica en las montañas eran llamados “caletas”, camuflados con tupida vegetación para evitar ser detectados desde lo alto por helicópteros, haciendo referencia a las caletas de pesca, lugares resguardados donde vivían pobladores costeros dedicados a la pesca artesanal. Con el tiempo, “caleta” se volvió sinónimo genérico popular de todo lo “escondido”, lo “oculto” o “disimulado”. Por asociación, cuando se trata de manifestaciones artísticas, lo “caleta” ya no solo alude lo poco conocido, sino también a algo “único”, “exclusivo”. Formas verbales como “encaletar” -equivalente a “esconder”- o “caletear” -pasar de manera disimulada, “pasar “caleta”- son también usadas para realizar actividades de manera disimulada, sin que nadie se dé cuenta.

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[MÚSICA MAESTRO] Susana Baca de la Colina nació un 24 de mayo de 1944 en Lima, en el seno de una familia de escasos recursos económicos pero mucho corazón y mucha música. Sus padres provenían de San Luis de Cañete, uno de los enclaves de poblaciones afroperuanas que cultivaban ritmos típicos como festejo, landó, zamacueca, marinera y el zapateo. Los recordados Carlos “Caitro” Soto (1934-2004), Pepe Vásquez (1961-2014) y Ronaldo Campos (1927-2021), fundador de Perú Negro, fueron sus primos por vía materna.

Como cuenta en sus memorias tituladas Yo vengo a ofrecer mi corazón (Penguin Random House, 2021), como la canción de Fito Páez, su madre le dio las herramientas básicas para sobreponerse a las apreturas económicas y los prejuicios de una sociedad limeña que la postergaban, además, por ser mujer y por ser negra. El libro es un relato abierto, sensible y sincero en el que la artista nos cuenta, con una calidez idéntica a la que despliega sobre los escenarios, las distintas etapas de su vida, usando una suave y entretenida prosa, actividad que no le es ajena pues ya lleva publicadas varias de sus investigaciones como Del fuego y del agua (1992) o El amargo camino de la caña dulce (2013), junto a Francisco Basili y al sociólogo boliviano Ricardo Pereira (su esposo, manager y productor desde 1984). Con ellos publicó también un libro para niños, El bautizo de la cometa (2020).

Antes de ser una ciudadana del mundo, Susana vivió en los distritos limeños de Lince, Chorrillos, Barranco y Miraflores. Una vez acabado el colegio, tuvo que decidir qué estudiar. Y, aunque la música anduvo rondándola desde muy temprana edad, eligió ser maestra y para ello postuló a la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle. Allí, en La Cantuta, bajo el auspicio académico del reconocido intelectual Juan José Vega Bello (1932-2003), Susana Baca se introdujo en la poesía y la investigación. A finales de los sesenta inició una estrecha relación con la cantautora criolla Chabuca Granda, quien sería su más grande influencia personal y artística. También fue en Chosica donde la futura estrella tuvo sus primeros contactos con la realidad del país, compartiendo vivencias con estudiantes de la sierra y la selva que abrieron su mundo, hasta entonces marcado por las costumbres y problemáticas propias de su familia.

Susana Baca concluyó su formación universitaria entre recitales de poesía, archivadores y esporádicas actuaciones, en los que llamaba la atención por su intensa sensibilidad para interpretar valses, marineras y ritmos afroperuanos. Después de algunas experiencias musicales al frente del grupo Tiahuanaco 2000, decidió dedicarse a la docencia. Se tituló y consiguió una plaza como maestra en una institución educativa unidocente en Ochonga, “un pueblo que no aparecía en el mapa”, distrito de Palcamayo, provincia de Tarma (Junín) y, posteriormente, en un colegio de un pueblo joven de El Agustino (Lima), marcado por la marginalidad y la violencia urbana. En ambos casos, la artista dejó una huella imborrable en sus alumnos, quienes veían en ella a una compañera que los ayudaba a descubrir sus talentos y canalizar sus energías a través del deporte, la pintura, el baile y la música.

En ese tiempo, trabó amistad con destacados personajes de la movida cultural peruana de la época como los poetas Alejandro Romualdo (1926-2008) y Juan Gonzalo Rose (1927-1983), los fundadores del colectivo poético contracultural Hora Zero o el grupo de folk-rock El Polen, a quienes invitó como su acompañamiento a un festival realizado en Alemania Occidental en 1973 e incluso llegó a grabar dos canciones con ellos, El mundo revivido y Ahijada de la luna, redescubiertas en el siglo 21 por el sello independiente Repsychled Records.

A partir de su trabajo como asistente de Juan José Vega, Susana Baca se acercó a las ideas de izquierda, las mismas que abrazó con convicción y alegría, pensando en el bien común. Asimismo, tuvo contacto con la filosofía hippie de sus amigos poetas y músicos, disfrutando de la libertad y el vuelo creativo de esa forma de pensar. Fue amiga de Alfonso Barrantes (1927-2000), ex alcalde de Lima y líder histórico de Izquierda Unida, partido del que fue militante desde su fundación.

En el 2011, Ollanta Humala la invitó a su gabinete como Ministra de Cultura (entre julio y diciembre de ese año), convirtiéndose en la primera mujer negra en llegar a tan alto cargo, aunque se retiró desencantada de los cálculos y acomodos de la política formal. En febrero de este año, tras las lamentables muertes generadas por la represión policial en varios puntos del país, Susana Baca lanzó en sus redes sociales un poderoso mensaje contra la actual Presidenta de la República Dina Boluarte, una muestra de consecuencia e indignación ante los sucesos que ocasionaron la muerte de nuestros compatriotas, y que fue ignorado por la prensa concentrada.

Su amistad con Chabuca Granda la llevó a conectarse con el intenso ambiente de jaranas y peñas pero, debido a sus convicciones artísticas y sociales, no tuvo una carrera convencional como sus colegas. “Las letras de la música criolla no me gustan” llegó a decir. En lugar de eso, se dedicó a musicalizar poesías de Romualdo (Si me quitaran…), Rose, Vallejo (Heces), Neruda (Los marineros), entre otros. Los siguientes años los pasó viajando por varios países de Latinoamérica (Argentina, Chile, Brasil, Cuba) y Europa (Unión Soviética, Alemania, Suiza), con músicos peruanos como Juan Medrano Cotito, Roberto Arguedas, Arturo Ruiz del Pozo, Félix Casaverde. Ya en los ochenta, la artista comenzó a producir sus primeras grabaciones en cassettes (Poesía y canto negro, 1987).

Susana Baca se distinguió siempre por tener un estilo etéreo, volátil y emocional. Sobre los escenarios luce como una aparición, una especie de alma de ébano con voz sutil e intensa, siempre con trajes coloridos y largos, siempre descalza. Esa personalidad la complementaba con su decisión de incluir en su repertorio cantos negros y andinos aprendidos o recuperados a través de investigaciones en sus viajes por el interior, además de sus admirados poetas y, por supuesto, las canciones de Chabuca Granda, cuya muerte en 1983 la afectó profundamente. Ese mismo año tuvo una pequeña experiencia como actriz, en la película Ojos de perro del director Alberto “Chicho” Durant. En 1986 compartió escenario con grandes artistas como los cubanos Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, los argentinos Alberto Cortez y León Gieco, los chilenos Isabel Parra e Inti Illimani, entre otros, en Semana de Integración Cultural Latinoamericana-SICLA, un histórico y polémico festival realizado en varias zonas de Lima, entre ellas Villa El Salvador.

Tras casi dos décadas de una carrera al margen de las modas y las radios, paseando su arte en Latinoamérica y Europa, un hecho fortuito le daría un nuevo giro a su carrera. Susana Baca llamó la atención del norteamericano David Byrne, famoso cantante, guitarrista y compositor principal de Talking Heads, quien había integrado al pop-rock de su banda las sonoridades del África y Latinoamérica. Como solista hizo lo propio, desde inicios de los noventa y hasta fundó un sello discográfico, Luaka Bop Records, especializado en lanzar recopilaciones de músicos brasileños y cubanos. En 1994, mientras estudiaba español en New York, su profesor le alcanzó una grabación de María Landó -poema de César Calvo musicalizado por Chabuca-, cantada por Susana Baca. De inmediato, Byrne quedó impactado por la interpretación y pidió que lo contactaran con ella, lo cual terminó con una visita del rockero a Lima, para encontrarse con ella en su casa de Miraflores. Ese mismo año, María Landó fue incluida en una de las recopilaciones de Luaka Bop, titulada Afro-Peruvian Classics: The Soul of Black Peru (1995).

Desde entonces, Susana Baca ingresó por la puerta grande al mundo de la llamada “world music”, un rótulo creado para contener a todos los estilos y fusiones que no provenían de Estados Unidos o Europa. Así, nuestra compatriota se convirtió en la representante sudamericana de una nueva generación de vocalistas internacionales como Cesaria Evora (Cabo Verde), Miriam Makeba (Sudáfrica), Omara Portuondo (Cuba), entre otras, con largas carreras en sus respectivos países pero que recién eran descubiertas por el público occidental-anglosajón. Entre 1997 y 2011 lanzó seis álbumes para Luaka Bop –Susana Baca (1997), Eco de sombras (2000), Espíritu vivo (2002), Travesías (2005), Seis poemas (2009) y Afrodiáspora (2011)-, realizó extensas giras por todo el mundo y su nombre se hizo conocido a lo largo y ancho de la aldea global.

Sus interpretaciones de autores tan diversos como Andrés Soto, Caetano Veloso, Björk, Mongo Santamaría, Chabuca Granda o Tite Curet Alonso son una integración sonora de finas instrumentaciones, cargadas de percusiones y guitarras acústicas, y un repertorio que recoge toda la experiencia ganada en más de dos décadas de investigaciones acerca del acervo musical de los pueblos afroperuanos. En su última producción discográfica, Palabras urgentes (Real World, 2021), la vocalista redondea un nuevo triunfo artístico con estilos como vals, salsa, huayno, tango y festejo. Aquí podemos apreciar su actuación en el programa argentino Encuentro en el estudio (2013), conducido por el periodista Lalo Mir, quien la describe como “una artista independiente hasta los dientes”.

El 2011 colaboró, junto a María Rita (Brasil) y Totó La Momposina (Colombia) en el tema Latinoamérica del dúo de hip hop Calle 13, por el cual recibió su segundo Grammy Latino -el primero había sido una década atrás por el álbum Lamento negro (Tumi Music, 2001). El 2016 fue invitada por el prestigioso colectivo de jazz Snarky Puppy, para participar en un disco en vivo titulado Family dinner Vol. 2, cantando Molino Molero y Fuego y agua.

En el año 2020, en plena pandemia, Susana Baca grabó un disco en su casa, un hermoso y retirado reducto en Santa Bárbara, apacible barrio de San Luis de Cañete que colinda con el océano. Esta producción, titulada A capella, le trajo su tercer Premio Grammy Latino como Mejor Álbum Folklórico. Ese mismo año, en diciembre, realizó el concierto Maestra Vida, transmitido gratuitamente por su canal de YouTube, desde la elegante Casa Paz Soldán, cuadra 10 del Jirón de la Unión, en pleno Centro Histórico de Lima.

Para celebrar el Bicentenario, Susana Baca y su banda se unieron al escritor Alonso Cueto para el concierto online que se llamó Decires y Cantares: Un siglo en la música peruana (1921-2021), realizado en los ambientes de la barranquina galería de arte Dédalo. Y, en octubre del 2022, fue invitada a participar de la serie de conciertos Tiny Desk, organizados por la National Public Radio (NPR Music), de Washington DC, en la que también han actuado artistas como Café Tacuba (México), Angélique Kidjo (Benin), U2 (Irlanda) y muchos otros. Hace poco estrenó un nuevo recital online, Epifanías, grabado en el histórico Convento de los Descalzos del Rímac.

Como vemos, Susana Baca se acerca a los 80 años en la plenitud de su talento. Maestra de profesión e ícono del canto global, la celebrada artista peruana continúa actuando por el mundo, planificando proyectos y ampliando una trayectoria continua y brillante que ha sido reconocida a nivel internacional para orgullo de nuestro país y los melómanos del mundo entero.

 

 

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De aquella ola de compositores destacó marcadamente María Isabel Granda Larco (1920-1983), más conocida como Chabuca Granda, a quien dedicamos amplio espacio en esta nota. Sus canciones se distinguían de aquellas del “nuevo criollismo” de los cincuenta por ser sumamente sofisticadas en letra y música. Valses como José Antonio, Bello durmiente o Fina estampa se hicieron rápidamente populares. Pero fue La flor de la canela, la que convirtió a Chabuca en una artista reconocida, incluso a nivel internacional.

En la misma línea poética, apareció también en esos años Manuel Acosta Ojeda (1930-2015), inventor de complejas armonías, que escribió canciones como Madre y Cariño, entre otras. Acosta Ojeda destacó, además, como investigador y difusor de nuestra música, de línea crítica a las nuevas tendencias, con diversos artículos y programas de radio donde hacia docencia sobre la forma correcta de cantar y escuchar folklore criollo y andino. Alicia Maguiña (1938-2020) fue otra gran compositora y recopiladora que cruzó los caminos de Costa y Sierra con su inigualable búsqueda de integración musical.

Otro compositor notable de este periodo fue Mario Cavagnaro (1926-1998), quien se dio a conocer primero con valses festivos de corte pícaro y replanero como Yo la quería patita oCarretas aquí es el tono popularizadas por Los Troveros Criollos- y que, posteriormente, explotó un estilo mucho más romántico, con versos de profunda emoción como en El rosario de mi madre, La noche de tu ausencia o El regreso, dedicada a Arequipa, su tierra natal. Y tenemos, por supuesto, que mencionar a Augusto Polo Campos (1932-2018).

Aunque sus primeras canciones corresponden también a los años cincuenta, su inspiración sirvió a los intérpretes de la época –Los Morochucos, Lucía de la Cruz, Los Kipus, Lucha Reyes, entre otros- con títulos como Regresa, Cariño malo, Hombre con H o Romance en La Parada, para convertirse enlos favoritos del público peruano. Dos canciones suyas, esencialmente románticas, Cada domingo a las doce y Cuando llora mi guitarra, se hicieron inmortales en las grabaciones de artistas como Arturo “Zambo” Cavero y Eva Ayllón.

La personalidad de Polo Campos –jaranista, enamoradizo y de vocación por el escándalo mediático- contrastaba con la profunda sensibilidad de sus letras, al punto de que muchas personas dudaban de que él fuese autor de sus canciones. Polo Campos destacó escribiendo valses dedicados al país, como Y se llama Perú (1974) y Contigo Perú (1977), ambas compuestas a pedido de los gobiernos militares de turno –Juan Velasco Alvarado y Francisco Morales Bermúdez, respectivamente-, odas a la Patria hechas por encargo, que lo convirtieron en uno de los artistas mejor pagados y criticados de su tiempo.

Su largo catálogo de éxitos hizo de Augusto Polo Campos uno de los nombres fundamentales para entender a la tercera generación del criollismo, e incluso marcó un antes y un después de la canción criolla con su composición La Guardia Nueva –en contraposición directa a la casi mitológica Guardia Vieja- popularizada por Iraida Valdivia en 1981. Posteriormente, la producción de Polo Campos se estancó, pero su perfil mantuvo vigencia gracias a sus viejos logros, fijos en programas de radio, peñas y discotecas orientadas a públicos más jóvenes.

Por su parte, el compositor chiclayano José Escajadillo Farro, nacido en 1942, puede ser considerado el último gran compositor de música criolla. Poseedor de una vena innegablemente romántica, muchos puristas lo critican por ser el responsable de “baladizar” el vals criollo. Lo cierto es que esta tendencia ya se había iniciado algunos años atrás con algunas composiciones de Augusto Polo Campos, que contenían versos muy románticos en marcos musicales contoque de guitarra picado y alegre. Los valses de Escajadillo se hicieron muy famosos en las voces de Lucha Reyes, Manuel Donayre, Edith Barr, Los Hermanos Zañartu, Cecilia Barraza, Cecilia Bracamonte, Eva Ayllón y un largo etcétera, surgidasen los años setenta y ochenta, en lo que podríamos denominar la última generación de intérpretes criollos antes del declive actual, con muy pocos artistas nuevos cuyos repertorios están conformados por canciones escritas hace treinta años o más.Títulos como Jamás impedirás, Tal vez, Que somos amantes o Yo perdí el corazón comenzaron a difundirse tras la recuperación de la democracia, como símbolos de la nueva canción criolla luego de un periodo de gobiernos militares que, durante década y media, saturaron a las emisoras de radio y televisión con géneros nacionales.

Además de los mencionados, hay gran cantidad de compositores que han pasado a la historia con solo una o dos canciones, extremadamente populares, a pesar de que sus nombres pasen de largo sin ser reconocidos por el público en general. Por ejemplo, tenemos el caso de Adrián Flores Albán, de Sullana, quien escribió Alma, corazón y vida, en el año 1949, aquí cantada por el español Dyango. Don Adrián tiene, actualmente, 96 años. Otro ejemplo es el cantante y compositor criollo Félix Pasache (La Victoria, 1940-New York, 1999) que dejó su nombre inscrito en el cancionero criollo con Déjalos y Nuestro secreto. Del mismo modo, Andrés Soto compuso en 1981 dos emblemáticas canciones de nuestra música negra: El tamalito y Negra presuntuosa, uno de los primeros éxitos que grabara Susana Baca.Finalmente, podemos mencionar a Alberto Haro (Hilda), Eduardo Márquez Talledo (Nube gris), César Miró (Todos vuelven), Manuel Raygada Ballesteros (Mi Perú), Salvador Oda (Una carta al cielo) o el rumano nacionalizado peruano Boris Ackerman, autor de Soy peruano, reflejo del agradecimiento que siente por el país que acogió a su familia tras la Segunda Guerra Mundial. Y podríamos seguir…

Sobre el Día de la Canción Criolla, la fecha se instauró en 1944, durante el primer gobierno de Manuel Prado Ugarteche.Inicialmente fue el 18 de octubre, pero se trasladó al 31 para que no coincidiera con el día central de la masiva Procesión del Señor de los Milagros. Años después, en 1973, la cantante Lucha Reyes –en ese momento la intérprete más famosa de música criolla- falleció ese mismo día, a los 37 años.

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En 1959, el disco Fuego del Ande presentó melodías conocidas del cancionero peruano. Así, sus versiones de La flor de la canela (vals), La pampa y la puna (huayno), La perla de La Chira (tondero) o A La Molina no voy más (landó), ratificaron su popularidad en el extranjero, pero en el Perú le generaron duras críticas. Ese álbum incluyó su emblemática rendición de Vírgenes del sol, composición de Jorge Bravo de Rueda. En agosto de 1960 Yma Súmac se convirtió en la primera artista latinoamericana en recibir una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Aun cuando Moisés Vivanco figura como compositor de todas las canciones, esto no es exacto. En la mayoría de casos, su participación es como arreglista, como en Monkeys (Monos), adaptación del festejo Congorito que pertenece al pianista Filomeno Ormeño; Zaña, recopilación de tonderos antiguos que realizó Alicia Maguiña; o Indian carnaval, basada en la conocida composición de Benigno Ballón Farfán, símbolo de Arequipa.

Luego de exitosas giras por Estados Unidos, Europa, Medio y Lejano Oriente y de acumular una extraordinaria fortuna, la carrera de Yma Súmac se vio interrumpida por dos situaciones: el advenimiento del rock y la subcultura psicodélica que desplazó los géneros que ella dominaba y una debacle personal devastadora, su divorcio de Moisés Vivanco tras quince años de matrimonio, en 1957. ¿La razón? El músico tenía una segunda relación y dos hijos, a espaldas de la diva. A pesar de eso, volvieron a casarse al año siguiente para mantener vivo el éxito comercial. Algunos problemas migratorios la obligaron a salir de Estados Unidos para reinventarse. Y lo logró en la Unión Soviética, bajo el auspicio del líder ruso Nikita Khrushchev, quien la hizo recorrer no solo el país sino toda Europa oriental.

Yma Súmac y Moisés Vivanco volvieron a divorciarse en 1965, esta vez de manera definitiva. Ella se dedicó a dar conciertos pero desapareció de los estudios de grabación hasta el lanzamiento de Miracles (London Records, 1972), una nueva colaboración con Les Baxter, aunque bastante alejada del enigmático sonido de sus primeros discos. Con el objetivo de reinsertarse en la escena musical, Yma Súmac se atrevió a hacer un disco de rock, que incluye una relectura en clave psicodélica de El cóndor pasa, basada en el arreglo hecho por el dúo Simon & Garfunkel de esta popular composición del huanuqueño Daniel Alomía Robles.

Pero si entre el público había un mediano consenso en cuanto a la calidad musical de Yma Súmac, en sectores intelectuales tuvo oposiciones extremadamente duras. Una de las más famosas fue la del novelista y antropólogo indigenista José María Arguedas, quien consideraba que su forma de hacer música andina “no era estilización sino deformación pura”. El musicólogo norteamericano Nicholas Limansky, en su libro titulado Yma Sumac: The art behind the legend (2008), desliza la teoría de que la cantante y todo lo que la rodeaba habría sido invención del departamento de marketing de Capitol Records.

Jorge Eduardo Eielson cuenta, en un artículo publicado en El Comercio en 1955, que, estando en un café de Positano, una pequeña villa al sur de Italia, el recordado poeta recibe a un amigo, quien le presenta al célebre compositor ruso Igor Stravinsky. Cuando Eielson le comenta que es peruano, el autor de El pájaro de fuego le contesta, visiblemente emocionado: “¿Usted es del Perú? ¡Cómo Yma Súmac!”, a lo que el limeño replicó, molesto: “¡Yma Súmac no es el Perú!”

Por su parte Marco Aurelio Denegri contó en una de sus misceláneas televisivas que la gran soprano española María Barrientos le lanzó a Yma Súmac una frase demoledora: “Ojalá usted nunca aprenda a cantar. Porque el día que aprenda a cantar, ese día habrá terminado su carrera”, en clara alusión a que sus malabares vocales no alcanzaban para considerarla una verdadera estrella del bel canto. El mismo Denegri, en su libro Esmórgasbord (2015) considera que Yma Súmac, al vivir tanto tiempo fuera del Perú, no podía ser vista como una connacional pues no sentía “lo nuestro en lo que canta”.

En los noventa, la subcultura de la música electrónica europea redescubrió a Yma Súmac, convirtiéndola en un icono de la comunidad LGTBI. Asimismo, los hermanos Ethan y Joel Cohen incluyeron la subyugante melodía High Andes! (Ataypura!) en la banda sonora de The Big Lebowski (1998), una de sus películas más conocidas. En paralelo, el tema Gopher, compuesto por Billy May para el álbum Mambo!, fue adoptado como sello personal por el conocido periodista televisivo político y farandulero Beto Ortiz. Actualmente, no hay peruano que no asocie esta canción al perfil del polémico personaje.

El año 2018, la soprano australiana Ali McGregor estrenó su espectáculo Yma Súmac: The Peruvian Songbird, en el que interpreta las mejores canciones de su repertorio. Ese mismo año, la historiadora Carmen McEvoy presentó, en el Instituto Cervantes de España, una investigación titulada Yma Súmac y Moisés Vivanco: Entre el mito y la historia, donde asegura que ambos “son la primera pareja de emprendedores peruanos e Yma Súmac la madre de las divas del huayno moderno como Dina Páucar y Sonia Morales”, algo en lo que no coincide Manuel Burga, también historiador, quien condecoró a la cantante en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, siendo rector de esa universidad: “Yma Súmac no cantaba huaynos sino que mostraba su fantástica voz. Para mí, su importancia es más similar a la de Daniel Alomía Robles, compositor de El cóndor pasa, porque también contribuyó al rescate de la llamada música inca, que se escuchaba en poblaciones rurales”.

Yma Súmac iba y venía del Perú para visitar a su familia. Pero recién en el 2006, el gobierno de Alejandro Toledo le otorgó la Orden del Sol por su trayectoria, un reconocimiento tardío pero merecido. Dos años después, la cantante falleció en Los Angeles, California, el 1 de noviembre del 2008. Tenía 86 años. Por el centenario de su nacimiento, se preparan diversos homenajes tanto en Cajamarca, su tierra natal, como en Los Angeles, ciudad donde vivió la mayor parte del tiempo. Entre las actividades figuran la construcción de un busto valorizado en 25,000 euros, a cargo del artista peruano Martín Espinoza Grajeda, radicado en Francia, que será develado en el famoso cementerio Hollywood Forever.

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