Conciertos en Lima

La noticia viene alborotando, desde hace semanas, el cotarro de los amantes del thrash metal -no “trash”, como erróneamente insisten en consignar algunos redactores de la gran prensa-: Megadeth regresa al Perú por tercera vez. Será todavía dentro de dos meses, el sábado 6 de abril, pero ya las entradas se están acabando para tan emocionante retorno. Dave Mustaine, de 62 años, llegará como único integrante original, acompañado por dos jóvenes, el guitarrista finés Teemu Mäntysaari (37), el baterista belga Dirk Verbeuren (49) y un viejo conocido, el bajista norteamericano James LoMenzo (65) quien estuvo en el grupo entre 2006 y 2010 para luego volver en el 2022 tras el despido del histórico lugarteniente de Mustaine, David Ellefson (59), implicado en serias acusaciones de índole sexual. 

El cuarteto promete hacer volar por los aires el Arena 1, pésimamente ubicado en el tramo sanmiguelino de la Costa Verde. A pesar de que ya más de un experto ha hecho notar su mala ubicación, dificultoso acceso e inseguros y peligrosos alrededores -por el tráfico, por los bolsiqueadores que se internan en las colas para arrebatar celulares, por la nula señalización e iluminación de su explanada- este continúa siendo el local de moda para conciertos masivos en Lima (ver aquí nota de El Comercio sobre el tema). 

Con casi cuarenta años de trayectoria y dieciséis álbumes en estudio publicados, Megadeth es una de las leyendas de esta subdivisión del heavy metal, que combina elementos de hardcore punk, speed metal y el sonido de la New Wave Of British Heavy Metal (NWOBHM). El término significa «paliza» o «azote», pero es muy común que se le confunda con «trash», palabra en inglés que quiere decir «basura», origen del error que mencionábamos al principio. Dave Mustaine es uno de los personajes más respetados de la escena del rock duro, por su firme convicción de seguir adelante, aferrado a sus guitarras puntiagudas, el clásico modelo Flying-V creado por la fábrica Gibson en 1958, desde las cuales lanza arácnidos solos y demoledores riffs, intercambiando funciones con su guitarrista de turno. Cuatro años después de su segunda visita a nuestro país, el grupo vuelve con una gira llamada Crush The World. La primera fue el 11 de junio de 2008.

En los ochenta, cuando escuchaba en mi habitación álbumes como Peace sells… But who’s buying? (1986) o So far so good… So what! (1988) en esas copias baratas grabadas en cassettes Maxell o Sony que uno encontraba en los mercados negros de piratería local, me preguntaba cómo sería verlos tocar en vivo. Veinte años después, el conciertazo que Megadeth ofreció en nuestra capital me dio la mejor de las respuestas. Los rostros felices y emocionados de los miles de fanáticos que asistieron también confirmaban eso. Era como si todos nse hubieran estado preguntando lo mismo que yo todo ese tiempo. Esa noche, los alrededores del Estadio Monumental se convirtieron en sucursal de las oscuras Galerías Brasil. Más allá de los análisis sociales que pudieran ensayarse sobre las características y procedencias de la gran mayoría de fanáticos de este género musical, resultaba llamativa y muy estimulante la sensación de estar rodeado de personas identificadas al 100% con el artista que iban a ver, emulando sus maneras de vestir, sus posturas, etc. 

Como es habitual en estos conciertos, personas de distintas edades con largas cabelleras (algunas más descuidadas que otras), pantalones raídos y polos con estampados alusivos a sus bandas favoritas -no solo Megadeth- iban apareciendo por aquí y por allá, reconociéndose unos a otros, como quien va a una reunión donde todos son amigos. Incluso quienes llegábamos solos cruzábamos miradas y silenciosos saludos con los camaradas -un puño en alto, la señal de cuernos popularizada por el cantante de Rainbow, Black Sabbath y Dio, Ronnie James Dio (1942-2010)-, con quienes sin duda hemos coincidido en otras jornadas de esta naturaleza. 

Por otro lado, también hubo personas listas para reencontrarse con actividades que, por la edad y las obligaciones propias de ser adulto, ya no realizan tan seguido. En medio de las hordas de metaleros intransigentes uno podía ver a padres de familia más formales llevando a sus hijos, seguramente fanáticos de bandas más modernas, dispuestos a convencerlos de que «en sus tiempos», la música era mejor. Asimismo, aunque el público fue mayoritariamente masculino, también hubo muchas mujeres con vestimentas metaleras, con uñas y labios pintados de negro, esperando el inicio. 

Aquella visita de Megadeth fue quizás el primer evento de alto perfil dentro de la subcultura thrash. Recordemos que la primera llegada de Metallica a Lima se produjo recién en el 2010 y la de Slayer, el 2011. Por su parte, los neoyorquinos Anthrax nos habían caído el 2005, en un concierto que mereció más prensa y mejor escenario -fue en un pequeño sitio en Barranco, en el que no entraban ni 2,000 personas-, mientras que bandas excelentes, pertenecientes a la segunda línea del estilo, como D.R.I., Destruction o Kreator lo habían hecho en los primeros dos miles, también en locales reducidos y ante magras pero fieles concurrencias. Podemos decir, entonces, que el grupo dirigido por Mustaine fue el primero de los llamados “Big Four” en bajar a la Ciudad de los Reyes que hizo una presentación en formato grande.

Luego de una previa con temas de Thin Lizzy, Rainbow, Iron Maiden y otros clásicos del hard-rock, una guitarra arpegiada anunció que la cita comenzaba con Sleepwalker y Washington is next!, temas centrales del décimo primer disco United abominations (2007), que venían promocionando en aquella gira llamada Tour of Duty. Siguieron un par de clásicos, Wake up dead (Peace sells… But who’s buying?, 1986), Skin o’ my teeth (Countdown to extinction, 1992) y de repente, la banda se esfumó. Al regresar, Mustaine apareció levantando los brazos para saludar al público peruano: «¡Bienvenidos a la casa de Megadeth!». 

Luego de bromear acerca de su poco entrenado español -y del poco entrenado inglés del multitudinario e incondicional coro que formábamos para cada tema-, la banda interpretó un milimétrico In my darkest hour (So far, so good… So what!, 1988), canción dedicada a la memoria de su gran amigo Cliff Burton, fallecido trágicamente el 27 de septiembre de 1986, a los 24 años. Burton fue el segundo bajista de Metallica -había reemplazado a Ron McGovney- y el más recordado por los fans del grupo debido a su tremenda presencia escénica y su extremado talento en las cuatro cuerdas.

Para quienes aun no lo creíamos del todo, uno de los héroes del thrash metal estaba delante de nosotros dispuesto a descargar toda la fuerza de su música. Su aspecto amenazante, la mirada fija en el público y la sorprendente seguridad con la que acometió cada solo o acompañamiento en sus composiciones cargadas de mensajes antibélicos, antipolíticos y anticorrupción, letras que va musitando con los dientes apretados, redondean ese carisma que tantos admiradores le ha granjeado alrededor del mundo. Siempre abierto a la polémica, Mustaine ha hecho titulares en EE.UU. por sus posturas reaccionarias, como el cristiano renacido que es desde hace ya veinte años, sobre asuntos como el matrimonio entre personas del mismo sexo y su apoyo al partido republicano, configurando uno de esos casos típicos en que nos vemos obligados a separar a la persona del artista. 

Para muchos conocedores de su carrera y discografía, haber colocado a Megadeth entre los cuatro grandes grupos de thrash metal norteamericano es un logro que el guitarrista labró a pulso, estimulado primero por la amargura que le provocó su despido de la banda liderada por James Hetfield y Lars Ulrich -como se aprecia en el documental Some kind of monster (Jor Berlinger/Bruce Sinofsky, 2004) y posteriormente por la inesperada aceptación que tuvo entre los headbangers del mundo, al frente de la banda que bautizó con una variación del término «megadeath», acuñado en 1953 por el estratega militar Herman Kahn -que Mustaine había escuchado en boca de un viejo congresista del Partido Democrático- como una unidad de medida, para referirse a “un millón de muertes”. 

El músico ha superado múltiples problemas debido a sus adicciones e incluso se recuperó de una herida muy seria al brazo izquierdo que por poco le impide seguir tocando. Tras su trabajo con la orquesta sinfónica de San Diego, el guitarrista y su esposa Pamela iniciaron una aventura como productores de vino. La página web www.houseofmustaine.com muestra todos los detalles de este emprendimiento enológico que Dave Mustaine lleva adelante en el valle de Temecula, al suroeste de la soleada California. 

Entre 2008 y 2024, Megadeth ha lanzado cinco álbumes en estudio, muy buenos, contundentes y explosivos, a pesar de esa costumbre de no contar nunca con una alineación estable. Desde su formación en 1983-1984, han pasado por la banda ocho guitarristas, cinco bajistas y ocho bateristas -entre ellos la superestrella de jazz Vinnie Colaiuta (67), que grabó con Megadeth el disco The system has failed (2004). Recientemente, en la edición 2023 del festival metalero de Wacken (Alemania), el público quedó boquiabierto tras la aparición sorpresiva, sobre el escenario, del guitarrista Marty Friedman, del periodo 1990-1997, para intercambiar solos con Mustaine y el brasileño Kiko Loureiro (periodo 2015-2023). La actual gira mundial llevará a Megadeth por México, El Salvador, Argentina, Paraguay, Brasil, Colombia y Perú, país donde comenzará el tramo latinoamericano de Crush The World.

Aquella primera vez, la banda no dio tregua durante casi dos horas y media. Una tras otra, las canciones fueron coreadas, gritadas y saltadas por el extasiado auditorio. El pogo en las primeras filas se mantuvo sin descanso, en especial en favoritas del público como Ashes in your mouth (Countdown to extinction, 1992) o Tornado of souls (Rust in peace, 1990). Los desplazamientos de los músicos sobre la tarima le daban una excelente dinámica al concierto. Mientras Mustaine cantaba y azotaba los aires con sus veloces fraseos, Chris Broderick (guitarra) y James LoMenzo (bajo) intercambiaban posiciones y se cruzaban por detrás de su líder, comunicándose con el público constantemente. Al fondo, Shawn Drover lanzaba sus bombazos dobles con una camiseta de la selección peruana. 

Uno de los momentos más celebrados del concierto fue el set de canciones integrado por Hangar 18 (Rust in peace, 1990) -, Return to hangar (The world needs a hero, 2001) y las mencionadas Tornado of souls y Ashes in your mouth. Pero lo mejor llegó en la última parte. Para cuando tocaron A tout le monde (Youthanasia, 1994), Mustaine dejó que la gente lo acompañara durante el coro. Esta canción, censurada por la MTV porque la consideraron como apóloga del suicidio, es uno de los temas más representativos de la segunda etapa del grupo, caracterizada por el uso de melodías más accesibles para el público en general. Desde las primeras filas, alguien le alcanzó al guitarrista una banderola que decía «Perú es Megadeth». Esto terminó por emocionar al músico, quien no cabía en su asombro, lo cual pudo apreciarse a través de las dos pantallas gigantes dispuestas a ambos lados del escenario. «You are a great fucking audience!!! we’ll come back!!!», repitió antes de entrar a Sweating bullets (Countdown to extinction, 1992), otro de los temas que la gente esperaba ansiosa.

«Mi cuerpo se destroza por los errores, traicionado por la lujuria, nos mentimos tanto los unos a los otros que en nada podemos confiar», recitó Mustaine en un mascado español. Era el coro de Trust (Cryptic writings, 1997), quizás el único tema «comercial» de Megadeth. Después, Symphony of destruction (Countdown to extinction, 1992), terminó de enloquecer al público. Los acordes de este clásico fueron acompañados todo el tiempo por el grito de guerra «¡Megadeth, Megadeth… Perú es Megadeth!». Incansables, los cuatro músicos tocaron Peace sells (Peace sells… But who’s buying?,1986) para luego retirarse, anunciando que se acercaba el final de esa velada de metal monumental. El encore no podía ser otro: Holy wars… The punishment due (Rust in peace, 1990), un latigazo épico, poderoso, agresivo y complejo, llegó como despedida.

Antes de que se apagaran las luces, Dave Mustaine, coautor de muchas de las primeras canciones de Metallica como Metal militia, Jump in the fire, The call of Ktulu o The four horsemen, que Megadeth incluyó como Mechanix en su primer álbum titulado Killing is my business… And business is good! (1983), prometió regresar. Y cumplió su promesa, el año 2020, cuando llegaron para celebrar el 30 aniversario de su cuarto álbum Rust in peace, para muchos la obra maestra de Mustaine y su alineación más recordada junto a Marty Friedman (guitarra), David Ellefson (bajo) y Nick Menza (batería). 

Estamos seguros de que este 6 de abril, Dave Mustaine y compañía volverán a repetir la faena, con toda la experiencia acumulada y destreza de esta icónica banda que ha vendido más de 40 millones de discos a nivel mundial y continúa al pie del cañón con su poderoso e incombustible sonido.

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[MÚSICA MAESTRO] Durante años se rumoreó su llegada a nuestra capital, sin concretarse. Miles de fans de The Cure organizaban grupos en Facebook, lanzaban cartas abiertas a los promotores de conciertos pero nada. Problemas de agenda, problemas en la banda, problemas. En plena época de megaconciertos, la visita de The Cure seguía siendo una deuda pendiente para el público limeño. Sin embargo, la espera por la cura a tanta ansiedad llegó la noche del miércoles 17 de abril de hace una década, y con sabor a sobredosis.

Fueron más de tres horas de concierto, quizás el más largo que se haya producido -de un solo grupo- en Lima, suficientes para que The Cure demostrara, luego de 34 años de trayectoria hasta aquel 2013, por qué siempre fue considerado el buque insignia de ese volátil combo de subgéneros que incluye new wave, post-punk, shoegazing, dark rock, gothic rock, dream pop, dance pop, del cual muchísimos grupos no resistieron la prueba del tiempo. Y ¿cuál es el secreto? Ninguno, solo el talento de su líder, factótum y único miembro original Robert Smith. Su virtuosismo, originalidad y carisma han permitido que The Cure perpetúe su estatus de grupo leyenda del rock, no solo de los ochenta sino de todos los tiempos.

En la nota de contracarátula que Perú21 publicó la mañana siguiente mencionaron que, entre los temas que interpretó The Cure, destacó “To me”. Me pareció un ejemplo contundente para graficar el desdén y la ignorancia con los que la prensa convencional trata estos importantes eventos musicales. En televisión el resumen de noticias no podía ser más aburrido: los pleitos verbales entre Ollanta Humala y Nicolás Maduro, el funeral del líder aprista Armando Villanueva, la melindrosa Nadine Heredia y sus poses amplificadas en Canal 7, “el Canal del Estado y no del Gobierno” como suelen repetir a manera de cantaleta todos, cuando saben perfectamente que es del Gobierno y no del Estado, desde siempre. Pero del concierto ni una letra, ni una imagen, ni una mención en el cintillo de titulares. Las notas «más extensas» de los demás diarios -incluyendo la portada de la sección Luces de El Comercio- abundaron en lugares comunes y adolecieron de reseñas aburridas. Incluso hubo uno que tuvo la osadía de poner una foto de Carlos Alcántara viendo el concierto. ¿Ni siquiera la nombradía de esta banda merece que se olviden de las pachotadas de la farándula local? La respuesta es, por supuesto, no.

Dicho eso, hablemos de aquel show. Hubo dos teloneros, a quienes no vi (Kinder y Resplandor) y supongo que, más allá de lo mal o peor que hayan sonado, tuvieron la noche de sus vidas. Bien por ellos. Cuando llegué a mi ubicación en tribuna norte, como a las 9pm., el Estadio Nacional ya lucía casi lleno. Para la polémica quedará decidir si las casi 40 mil personas estaban realmente seguras del grupo que habían ido a ver o, como yo creo, un gran porcentaje habrá salido de allí con rostros somnolientos preguntándose “¿por qué habrán tocado tanto si solo tienen cuatro conocidas?”

En todo caso, Robert Smith (voz, guitarra y una ocasional zampoña), Simon Gallup (bajo), Roger O’Donnell (teclados), Jason Cooper (batería) y Reeves Gabrels (guitarra) prepararon para aquella primera visita al Perú un kilométrico setlist con el que se propusieron complacer a toda su gama de seguidores: desde los más fieles conocedores de su vasta discografía hasta los advenedizos que únicamente han escuchado las mismas tres o cuatro canciones que rotan en las radios desde hace 25 años, desde que se hicieran populares a partir del LP Standing on a beach: The singles (1986) -línea inicial de Killing an arab-, la primera recopilación oficial del grupo; y los videoclips que programaba Gerardo Manuel en Disco Club.

Casi media hora después de la hora anunciada, la música ochentera -en clave new wave del más duro- que se escuchaba de fondo se apagó y comenzó a sonar una inesperada e incomprensible ranchera. Un atisbo de papelón rondó mi mente por un momento: “¿Y si la banda creía que estaba en México?” En fin, nada grave pasó y cuando saltaron al escenario el estadio simplemente estalló. Y The Cure lanzó la primera parte de su concierto, de dos horas de duración, de corrido y sin respirar, intercalando los temas con escuetos «gracias» que a veces sonaban a estornudo. Por allí pasaron temas luminosos como Just like heaven, High, In between days, Friday I’m in love, viñetas mágicas como Open (que abrió la noche), Push, Lullaby, Pictures of you, Lovesong, Fascination street y bombazos oscuros como The end of the world, Play for today, Trust, A forest y One hundred years. Distintas épocas, distintos matices de una banda que llegó a nuestro país sonando mejor que nunca.

La prensa convencional, idiotizada por las cotidianas coberturas a programas y personajes intrascendentes, se fijó principalmente en el sobrepeso de Robert Smith y sus patillas canosas. Sin embargo, nadie apuntó que el cantante, compositor y guitarrista, a cinco días de cumplir 53 años -hoy tiene ya 64 cumplidos- conservaba su voz intacta, tal y como la escuchamos en míticos álbumes como Pornography (1982), The head on the door (1985), Kiss me kiss me kiss me (1987), Disintegration (1989) o Wish (1992), algunos de los discos que más contribuyeron al repertorio que estuvieron paseando, con algunas modificaciones, en esa gira del 2013 que marcó su retorno, después de 25 años, a Latinoamérica.

Simon Gallup, convertido en su lugarteniente desde la primera deserción de Lawrence Tolhurst en 1987, lanzó sus líneas de bajo profundas y muy bien tocadas, desde la distorsión hasta los quiebres jazzeros de The lovecats y la onda disco de Let’s go to bed. Roger O’Donnell, que reemplazó a Tolhurst y es ya parte de la historia de la banda, dominó todo desde sus teclados y aportó mucha emoción durante los temas más oscuros. El baterista Jason Cooper exhibió un pulso más duro que el de su antecesor Boris Williams y Reeves Gabrels, ex guitarrista de aquella banda Tin Machine que David Bowie formara a finales de los ocenta, hizo olvidar completamente a Porl Thompson, con una técnica y filo rockero que acrecentaba la tensión en los momentos más sombríos que ofreció The Cure durante el show, complementando el trabajo guitarrístico de Smith, pletórico en tonalidades graves y punteos aparentemente simples pero capaces de generar esa carga emocional tan característica del grupo.

Luego de esa monumental primera descarga de 25 canciones, el quinteto abandonó el escenario del Estadio Nacional por primera vez. Las noticias en internet ya habían puesto en sobreaviso al público (me refiero al público seguidor de la banda): “The Cure sigue con su costumbre de realizar shows extensos, que pueden llegar a las tres horas de duración”. De manera que era obvio que iban a salir otra vez. Los demás, un tanto aturdidos por tantas canciones «desconocidas», alistaban sus celulares y cámaras digitales para captar el momento en que la banda saliera a tocar Boys don’t cry.

Pero The Cure no hizo concesiones así, tan fácilmente. Como si el concierto comenzara de nuevo, la banda hizo seis canciones más, extraídas del más tenebroso baúl de sus posibilidades sónicas: The kiss, If only tonight we could sleep y Fight del disco Kiss me kiss me kiss me (1987); y Plainsong, Prayers for rain y Disintegration del álbum del mismo nombre pusieron a volar a los conocedores, a sorprender a los nuevos con sentido de la apreciación y a dormir a los poseros, con muros de sonido -cortesía de densas guitarras y teclados – y alaridos vocales que pusieron a prueba a aquel público que esperaba más hits radiales.

Segunda desaparición del grupo. Y aun faltaban canciones. El cierre vino con una colección de temas clásicos, todos en clave más optimista: The lovecats, The caterpillar, la esperadísima Close to me (la “To me” de Perú 21 ¿se acuerdan?) y las festivas Hot hot hot y Why can’t I be you? calentaron lo suficiente a la multitud antes de lanzarle a la cara lo que tanto estaba esperando: Boys don’t cry, ese gran éxito de 1980 que da título al primer-segundo álbum del grupo -en realidad fue un single que después se convirtió en disco-, tocada a un tiempo más acompasado, que hizo saltar a todo el estadio. Para finalizar, dos clásicos más: 10:15 Saturday night y Killing an arab -basada en la novela El extranjero de Albert Camus-, interpretados con furia desatada, algo alucinante si tomamos en cuenta que ya eran más de las doce de la noche y la banda llevaba tocando tres horas y veinte minutos. Una proeza de resistencia y entrega al público.

El sonido y las luces fueron de primera, además de los impresionantes equipos de filmación que la banda trajo, pues piensa elaborar un documental de esta gira. Detrás de los músicos, una inmensa pantalla LED proyectaba imágenes que iban desde referencias a las carátulas de sus álbumes hasta dantescas escenas en blanco y negro, de una resolución sorprendente. Todo un acontecimiento musical y artístico que, a pesar de no recibir el tratamiento debido por parte de la prensa, pudo ser disfrutado por los miles de personas devotas que esperaron tanto la llegada de esta icónica banda británica. Y por los miles de infiltrados que fueron a tomarse fotos para sus Facebook.

Este 22 de noviembre, The Cure nos caerá nuevamente con la misma formación que remeció el Estadio Nacional hace diez años: Robert Smith (voz, guitarra), Reeves Gabrels (guitarra), Simon Gallup (bajo), Roger O’ Donnell (teclados), Jason Cooper (batería) y un integrante más, Perry Bamonte (guitarra, teclados), músico asociado a la historia del grupo, primero como asistente de guitarras en los ochenta y, en la década siguiente, reemplazando por un breve lapso a O’Donnell. La gira, que recorrerá varios países de Latinoamérica, se titula Shows of a lost world, una variación del nombre del que vendría a ser su décimo cuarto álbum con material original, Songs of a lost world, cuyo lanzamiento se viene anunciando desde el año 2022 pero aun no se produce formalmente, a pesar de que vienen circulando canciones en diversas plataformas digitales. A esperar.

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La columna vertebral de Def Leppard es el bajista Rick Savage (61), quien fundó el grupo en 1976. La imponente presencia de sus profundas notas arma y sostiene cada uno de los éxitos que interpretaron, como los clásicos Armageddon it, la power ballad Love bites (Hysteria, 1987) o Bringin’ on the heartbreak (High ‘n’ dry, 1981). Savage, Collen y Campbell unen sus voces para los agudos y roncos coros que caracterizan a estas y otras canciones como Rocket, Pour some sugar on me o Hysteria, tema-título del álbum más famoso de su discografía. La banda no perdió ocasión de presentarnos tres canciones de su más reciente producción, Diamond star halos (2022), entre las que destaca This guitar, canción que grabaron a dúo con la estrella de country Alison Krauss y que es una oda a la guitarra como icono de libertad y consuelo. La noche se cerró con una extraordinaria versión de Photograph (Pyromania, 1983), esa canción que todos dedicamos a aquella mujer que nos quita el sueño, y que los colocó en primer plano en una época donde la competencia era por demostrar quién era más solvente y efectivo en esto de emocionar al público a través de interpretaciones musicales diestras, intensas y auténticas.

El caso del baterista Rick Allen (59) parece haber sido normalizado por el público pero es, en realidad, uno de los más sorprendentes e inspiradores de superación personal ante la adversidad, no solo del rock sino de la vida en general. En 1984, cuando Rick tenía solo 21 años y en medio del éxito obtenido con los tres primeros discos de Def Leppard, sufrió un grave accidente mientras manejaba a toda velocidad, el cual tuvo como consecuencia la amputación completa del brazo izquierdo. Lejos de deprimirse, el músico se sumergió en extenuantes terapias físicas y psicológicas para, con el apoyo de su familia y sus compañeros, comenzar a practicar una técnica para tocar baterías electrónicas y pedaleras que le permitieran reemplazar, con los pies, las funciones del brazo faltante. Después de dos años, Allen reapareció con Def Leppard en el festival Monsters Of Rock de 1986. Desde entonces, nunca ha abandonado el puesto. Sus seguidores lo conocen como “The Thunder God”. Escucharlo y verlo lanzar en vivo, atronadores bombazos en el instrumental Switch 625 (High ‘n’ dry, 1981), justifica el apelativo.

Cuando uno se encuentra con estas bandas, que han pasado más de cuarenta años viviendo al borde la cornisa, subiendo y bajando de aviones, superando adicciones, enfermedades y tragedias, realizando conciertos uno tras otro sin descanso, produciendo música fantástica y ejecutando a la perfección composiciones propias como si se tratara de un juego, no puede evitarse esa nostalgia por aquellos tiempos en que la música de las radios nos conmovía e ilusionaba, nos sacudía el cuerpo y elevaba el alma. Mötley Crüe y Def Leppard hicieron realidad esa magia otra vez, para quienes dudan de la vigencia del hard-rock en estos tiempos de sonidos melosos y simplones.

POST-DATA: Otro grande de la música partió esta semana. Wayne Shorter, legendario saxofonista de jazz que trabajó con Art Blakey, Miles Davis, Weather Report -donde coincidió con nuestro compatriota Álex Acuña-, Joni Mitchell, Steely Dan y muchísimos otros, falleció el 2 de marzo, a los 89. Más sobre él, la próxima semana…

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