Bukele

[EN LA ARENA] La fama del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, se asemeja a la ganada por Fujimori a mediados de los años 90, cuando vendió la imagen de haber derrocado tanto a Sendero Luminoso como a la crisis económica. Hoy sabemos que fue un equipo de policía del gobierno anterior el que atrapó a Abimael Guzmán y que fueron las poblaciones locales víctimas del terrorismo las que se organizaron para vencerlo. Sabemos que las medidas para salir de la crisis económica, recetadas por el Concilio de Washington, provocaron un reacomodo en los grupos de poder económico del que surgió el actual sistema de corrupción que sufrimos. Entonces, las peruanas, los peruanos, sí sabemos que el populismo es una fachada que encubre decisiones irresponsables con terribles consecuencias para un país. Y a pesar de ello, con entusiasmo, algunos dejan de lado ese saber y piden que se apliquen las veloces y efectivas medidas de Bukele en el Perú.

Antes de la pandemia, la violencia de El Salvador y de Perú era muy distinta, basta ver que las tasas de homicidios eran enormemente distantes (36 y 8,5 respectivamente). Actualmente,  Bukele ha conseguido reducir su tasa a 7,8 y Perú ha retornado a la tasa del 2019, manteniéndose aún en el rango de países de América del Sur con menos homicidios. Para ese cambio extremo, Bukele decretó régimen de excepción y reformó el Código Penal limitando los derechos de defensa y de presunción de inocencia que según las bases del derecho ni siquiera se puede hacer en estado de excepción. De las más de 66 mil personas juzgadas, más de la mitad han sido detenidas sin orden de detención o por encontrarse en flagrancia. Como lo señala el informe de Amnistía Internacional (2022), para juzgarlos bastó que fueran percibidos como criminales de acuerdo con los discursos de estigmatización del gobierno: tatuajes, parentesco con un pandillero o vivir en una zona controlada por una pandilla. En los juicios sumarios, que han llegado a ser de hasta 500 acusados a la vez, se les ha dado de 20 a 30 años de prisión. Cuando los jueces se han opuesto ante la falta de evidencia, han recibido reprimendas de funcionarios judiciales de alto nivel, exigiendo dictar detención provisional como regla general. Por supuesto, los periodistas que han informado sobre el fenómeno de las pandillas y la existencia de negociaciones secretas con el gobierno han tenido que cambiar de domicilio o salir del país. Algunas investigaciones sostienen que ya son más de doscientas personas las que han muerto en las cárceles.

Con estas medidas, Bukele está fortaleciendo que las pandillas tengan el control de las prisiones. El Tren de Aragua, la pandilla venezolana de mayor impacto en América del Sur, creció cuando su líder, el sindicalista extorsionador Héctor Guerrero entra a la prisión de Tocorón. Una vez que alcanza el liderazgo dentro de la cárcel, establece alianzas con las cabezas de los grupos criminales más importantes de las regiones aledañas, luego construye una fundación con fines sociales para negociar con el gobierno y toma el control de una zona de Aragua. Esa forma de controlar la organización criminal también tiene tradición en el Perú. Hay estudios y reportajes sobre el poder de las pandillas en cárceles como Lurigancho o el penal de Barbadillo. La Policía Nacional estima que unas 40 mil personas entre los 13 y 23 años forman parte de una pandilla (en Lima y Callao hay más de 400). Y una vez detenidos, las extorciones, secuestros y otras actividades ilícitas las organizan desde la prisión. Su poder como autoridad no se reduce, sino que se profesionaliza.

Si ya superamos el 200% de hacinamiento en nuestras prisiones, ¿por qué deseamos un régimen de excepción y una modificación del código penal? ¿Para poder detener sin pruebas? ¿Para facilitar los vínculos entre pandilleros y con autoridades corruptas del Estado? Es probable que la ansiedad peruana ante la violencia en ascenso nos gane pidiendo soluciones rápidas y radicales, pero tengamos cuidado con los engaños. Que valga la enseñanza que nos dejó Fujimori: el populismo barato, sale caro y doloroso también.

 

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En cuanto a su carácter disruptivo, como el que exhibe el candidato argentino Javier Milei, sí hay posibilidades de que surja algún símil peruano. Es más, ya ha ocurrido antes en nuestra historia, empezando con Alberto Fujimori y terminando con Pedro Castillo.

Lo que resulta improbable es que sea uno libertario conservador como el economista bonaerense, porque acá hay mucho por andar en materia de reformas económicas, pero no estamos, ni por asomo, cerca del desastre ocasionado por los peronistas en Argentina. Un discurso radical centrado en lo económico solo podría pegar si rompiese los cánones del mercantilismo imperante y se atreviese a proponer ideas contra el statu quo vigente, pero es difícil porque no tiene mucha capacidad de enganche con las preocupaciones ciudadanas.

Más bien, lamentablemente, la narrativa que sí podría tener arraigo disruptivo es aquella que va contra el sistema económico vigente. Lo demostraron las elecciones del 2021 y el fenómeno podría repetirse el 2026, sobre todo si la centroderecha y el gobierno no hacen algo relevante para impulsar la economía y, por ende, asentar positivamente las actitudes hacia la inversión privada y el libre mercado.

Según la encuesta de Ipsos que hemos referido en varias ocasiones, las principales inquietudes cívicas van por el lado de la inseguridad ciudadana y la corrupción. En base a ello, es más probable que surja un Bukele antes que un Milei. Y si lo combina con un discurso económico izquierdista, puede explicar, por ese lado, la aparición de un antiestablishment (siendo, hasta el momento, alguien como Antauro Humala el que más tramo ha recorrido en esa perspectiva).

Lo cierto es que un Milei o un Bukele de izquierda (el mandatario salvadoreño ya lo es) es el escenario más probable en el futuro electoral peruano. Y mientras avanzamos hacia ello, la prensa mayoritaria, la clase empresarial y los políticos de derecha, creen que la estabilidad mediocre de Dina Boluarte, merece contemplaciones y espíritu acrítico, dejándole servida a la mesa a quienes construyen su narrativa en base a la hipótesis de que Boluarte-Otárola y la derecha son lo mismo y es el orden establecido al que hay que derrotar en el siguiente proceso en las urnas.

 

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