En enero del año pasado, un superior del Departamento de Rescate 1 de la División de Escuadrón de Emergencia en el distrito de La Victoria en Lima llevó a uno de los suboficiales a su cargo hasta los dormitorios de dicha dependencia. Luego de retirarse y dejar al suboficial en uno de los cuartos, un grupo de aproximadamente 10 suboficiales —incluyendo un compañero de promoción del suboficial en mención— ingreso al dormitorio gritando en unisonó que lo iban a violar. Con toallas, frazadas, una tabla y mediante golpes, forcejeos y cogoteos redujeron a su compañero y procedieron a ultrajarlo. Antes de finalmente librarse y huir de aquella habitación, el suboficial pudo notar que los perpetradores habían grabado el ataque con un celular.
Desde que se dio a conocer este abominable acto mediante un reportaje dominical, diversas autoridades políticas, del sector Interior y de la Policía Nacional del Perú han denunciado el hecho, pero solo se han referido al mismo como “un exceso más grave” o “practicas absurdas” (ver comentarios de congresista Alfredo Azurin), “una inconducta” (ver comentarios de Cluber Aliaga, exministro del Interior) y “una tradición policial” (según uno de los perpetradores en un audio que logro grabar el suboficial luego del ataque).
En el país donde se nos hace imposible llamar las cosas por su nombre, los delitos más execrables se convierten en “excesos” e “inconductas” y, si se cometen con un uniforme, los eufemismos se vuelven más leves aún.
Este atroz incidente no es una simple «tradición» o «inconducta», sino un crimen grave que revela problemas sistémicos profundos en la cultura institucional de la Policía Nacional del Perú. La violencia sexual, el abuso de poder y la violación de derechos humanos no pueden ser tolerados bajo ninguna circunstancia, menos aún dentro de una institución encargada de proteger a la ciudadanía. Es imperativo que las autoridades tomen medidas contundentes: una investigación exhaustiva e independiente, el procesamiento penal de todos los involucrados, protección integral para la víctima, y una reforma profunda de las prácticas y cultura policial. Solo a través de acciones decididas y transparentes se podrá comenzar a restaurar la confianza pública en una institución tan fundamental —pero también hay que decirlo también, tan venida a menos— para la sociedad.