sexualidad

El 26 de mayo de 2023 fue presentada en el Festival de Cannes la película francesa “L‘Abbé Pierre – Une vie de combats”, un biopic dirigido por Frédéric Tellier que narra la historia del sacerdote católico Henri Grouès (1912-2007), más conocido como el Abbé Pierre. Este ambicioso film con un presupuesto estimado de 15 millones de dólares busca abarcar la biografía entera de un personaje icónico no sólo para la Iglesia católica gala, sino también para la nación francesa, pues fue distinguido por el Estado francés en el año 2004 con la Gran Cruz de la Legión de Honor en reconocimiento a su labor.

¿Qué labor? Durante la Segunda Guerra Mundial se unió a la Resistencia francesa y ayudó a muchos judíos y políticos perseguidos a escapar a Suiza, España y Argelia, suministrándoles documentos de identidad y salvoconductos falsificados. Con frecuencia era el mismo Abbé Pierre —sobrenombre que utilizó entonces para ocultar su verdadera identidad— quien guiaba a los fugitivos a España a través de los Pirineos o a Suiza a través de las montañas de Chamonix.

Desde su sede en la ciudad de Grenoble en el sureste de Francia, creó el primer refugio para acoger a aquellos que buscaban evadir el Servicio de Trabajo Obligatorio impuesto por el régimen colaboracionista de Vichy en la Francia ocupada al mando del mariscal Philippe Pétain, que cooperaba con el régimen nazi de Alemania. 

El mismo Abbé Pierre relataría posteriormente:

«Comencé por ayudar a esconderse en refugios de la montaña a jóvenes a los que querían mandar forzados a trabajar a las fábricas alemanas. No sólo fueron los nazis, sino los gendarmes del gobierno colaborador de Vichy los que llegaban con los camiones para llevar por la fuerza a la gente […] Personalmente no maté a nadie, pero participé con todas mis energías en crear la red que permitía abastecer de alimentos, medicamentos y municiones a los grupos armados de la Resistencia que comenzaron a operar en las montañas de Grenoble».

Pero por lo que más se le recuerda al Abbé Pierre es por la fundación del movimiento Emaús, destinado a aliviar el sufrimiento y las necesidades de los más pobres, sobre todo aquellos que vivían en las calles y les faltaba lo necesario: alimento, vestido y vivienda. En 1947 el Abbé Pierre alquila una casa deteriorada en Neuilly-Plaisance, 14 km al este de París, la reconstruye y abre un albergue juvenil internacional al que da el nombre de Emaús, como símbolo de la esperanza renovada. En 1949 invita a Georges Legay, un asesino y expresidiario con intenciones suicidas, a construir alojamientos para las familias sin techo. 

«Conocí a Georges, que había tenido una vida terrible y sólo pensaba en suicidarse, entonces le dije: “Eres libre de suicidarte si quieres, pero antes de hacerlo ¿por qué no me ayudas a montar una casa para los desesperados, para la gente sin techo, sin trabajo?”»

El Abbé Pierre quiso que desde su origen Emaús fuera un movimiento abierto a todas las nacionalidades y orígenes étnicos, sin distinción alguna por motivo de las convicciones políticas, espirituales o religiosas de sus integrantes y de las personas a las que acoge.

En un momento, a falta de financiamiento, el Abbé Pierre comenzó a mendigar por las calles de París, y los otros miembros del grupo propusieron que todos se dedicaran a buscar en la basura para recuperar y vender todo aquello que todavía fuera útil, lo cual hizo que fueran conocidos como los Traperos de Emaús.

El 1 de febrero de 1954 el Abate Pierre irrumpió por sorpresa en Radio Luxemburgo y consiguió que le permitieran hablar en directo, con un discurso en el que proclamó “la insurrección de la bondad”:

«Una mujer acaba de morir congelada esta madrugada en la acera del bulevar de Sebastopol, manteniendo aún aferrada a su mano la notificación judicial de expulsión de su domicilio. No podemos aceptar que sigan muriendo personas como ella. Cada noche son más de 2000 personas soportando el hielo, sin techo, sin pan, más de uno casi desnudo; para esta misma noche es necesario reunir 5000 mantas, 300 grandes tiendas de campaña, 200 ollas. Venid los que podáis con camiones para ayudar al reparto. […] Al Hotel Rochester, calle Le Boétie 92. Imploro, frente a los hermanos que mueren de miseria, aumente en nosotros el amor para hacer desaparecer esta lacra. ¡Que tanto dolor despierte el alma maravillosa de Francia!»

De esta manera, generó una ola de donaciones que alcanzaron los mil millones de francos para aliviar las necesidades de los más menesterosos.

Desde entonces fueron surgiendo en diferentes países asociaciones que imitaban el ejemplo del Abbé Pierre, tomándolo como modelo. En 1969, en Berna (Suiza) setenta grupos provenientes de veinte países adoptaron el Manifiesto Universal del Movimiento Emaús, y decidieron crear una secretaría internacional de enlace. En 1971 el movimiento adoptó el nombre de Emaús Internacional. En el preámbulo del manifiesto mencionado se empieza diciendo:

«Nuestro nombre, Emaús, es el de una localidad de Palestina donde unos desesperados volvieron a encontrar la esperanza. Este nombre evoca en todos, creyentes o no, nuestra común convicción de que solo el amor puede unirnos y hacernos avanzar juntos».

Sobre la presencia del movimiento en el Perú, la página oficial de Emaús Internacional relata lo siguiente:

“En 1959 hay en Lima un sacerdote francés llamado Gérard Protain que ayuda a los traperos —vecinos de barrios desfavorecidos— a organizarse y cooperar entre ellos. Con su duro e ingrato trabajo en el vertedero de El Montón, consiguen sobrevivir y ayudar a otras personas aún más pobres, construyendo viviendas humildes y guarderías para niños abandonados. En 1961, esta comunidad se fusiona con los Amigos de Emaús en lo que pasa a llamarse Emaús del Perú, que recibe voluntarios extranjeros que contribuyen al funcionamiento de las guarderías».

Actualmente existen en el Perú siete organizaciones miembros de Emaús Internacional, cuatro de ellas activas en Lima: Cuna Nazareth y Emaús San Agustín, con locales en Chorrillos; Emaús Solidaridad y Apoyo, en Villa María del Triunfo, y Emaús Villa El Salvador. Las otras tres son Emaús Piura, Emaús Lambayeque y Emaús Trujillo.

La obra social a favor de los pobres del Abbé Pierre es innegable. Sin embargo, medio año después del estreno oficial de su película biográfica en Francia en noviembre de 2023, donde es presentado como un héroe de los tiempos modernos, han aparecido sombras que empañan considerablemente su figura. No se trata de las confesiones que hizo en 2005, dos años antes de su muerte, a la cadena France 3, donde admitió que en su vida cedió al sexo de manera pasajera, en relaciones efímeras, y que nunca permitió que el deseo sexual se arraigara y tomara el lugar y la disponibilidad que él había elegido para servir a Dios.

«Fue una experiencia insatisfactoria puesto que el placer implica un compromiso de duración. El compromiso que tenía con la Iglesia me impedía todo tipo de obligación», confesó.

Aún así, defendió que el celibato no debía ser obligatorio y reivindicaba que se pudiera ordenar a hombres casados. Hasta aquí ningún problema serio.

Lo que sí resulta problemático y devastador es lo que este miércoles 17 de julio acaban de comunicar oficialmente Emaús Internacional y Emaús Francia: que el Abbé Pierre abusó de por lo menos siete mujeres entre la década de 1970 y el año 2005, una de ellas menor de edad (16-17 años) en el momento de los hechos. Lo cual cierne dudas sobre si las relaciones sexuales efímeras que mantuvo el religioso en vida fueron de mutuo consentimiento o en un contexto de abuso sexual, o si hay más víctimas, pues quienes podrían haberlo sido antes de la década de los 70, deben tener una edad muy avanzada o haber fallecido.

“La noche de las estrellas fugaces” es el título que el controvertido cineasta español Jesús Franco quiso darle a su película surrealista de corte erótico-macabro de 1973 —estrenada como “Christina, princesa del erotismo” y reestrenada años más tarde, con escenas añadidas rodadas por el cineasta francés Jean Rollin, con el título de “Una virgen entre los muertos vivientes”—. En la versión original del director, la joven Christina, tras la muerte de su padre, viaja hacia la mansión en una zona rural que le tocaría como herencia y donde aún viven familiares suyos a los que no conoce, deviniendo la trama en una experiencia onírica y surrealista a más no poder donde la familia muestra un comportamiento extraño y parece ocultar secretos y depravaciones inconfesables, y cuyos integrantes estarían todos muertos y confabulados para arrastrar a Christina hacia la locura y la muerte concebida como un estanque de desesperanza.

La Iglesia católica parece estar viviendo su noche de las estrellas fugaces, con figuras que brillan un momento en el firmamento, como el Abbé Pierre, la Madre Teresa de Calcula, el P. Josef Kentenich —fundador del Movimiento Apostólico de Schönstatt—, el P. Josemaría Escrivá de Balaguer —fundador del Opus Dei—, o el laico Germán Doig del Sodalicio de Vida Cristiana, sólo por mencionar a algunos, para que luego se descubra que ellos o sus familias espirituales esconden, detrás de fachadas de santidad, abusos de diversos tipos y depravaciones que han llevado a más de uno a problemas de salud mental y a perder toda fe y esperanza. Y muchas autoridades eclesiásticas siguen sosteniendo que se trata de casos individuales, cuanto todo apunta a que es la estructura misma de la Iglesia la que favorece que se cometan y encubran abusos espirituales, psicológicos, físicos, laborales, económicos y, con menor frecuencia, como punta del iceberg, abusos sexuales.

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Abusos, Francia, Iglesia católica, sexualidad, violencia sexual

La moral sexual de la Iglesia católica, caduca en muchos de sus aspectos, no parece haber tenido nunca la finalidad de contribuir al sano desarrollo de las personas a través de una sexualidad vivida placenteramente y con dignidad. Más bien, se convirtió a lo largo de los siglos en un instrumento de manipulación y dominación de los fieles. Pues, tal como está, resulta casi imposible de cumplir, y sólo puede generar sentimientos de culpa, angustia, miedo y discriminación de personas por sus prácticas sexuales, por su orientación sexual, por su modo de vida.

Curiosamente, en las enseñanzas de Jesús consignadas en los Evangelios casi no se toca el tema de la moral sexual, ni tampoco sabemos cómo experimento Jesús su propia sexualidad. Es un tema que, aparentemente, debería quedar protegido dentro de la intimidad de las personas involucradas. Jesús mismo se negó a condenar a una mujer que le presentaron como adúltera y que, según la Ley de Moisés, debía ser apedreada. «Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra” (Juan 8,7). Hemos de suponer que eran pecados en la misma línea que la de la adúltera, es decir, referentes a lo sexual. Todos los presentes se retiraron, comenzando por los más viejos, pues todos parecen haber tenido alguna experiencia de la cual se avergonzaban. Y así como Jesús no condenó a la adúltera, no habría condenado a nadie por acciones que deben quedar resguardadas en la intimidad personal.

En consonancia con esto, a lo largo de la historia del cristianismo el sexo ha sido un tema del que, por lo general,  no se ha hablado en público. Ni siquiera el Magisterio de la Iglesia —la máxima instancia doctrinal de la Iglesia católica conformada por las enseñanzas oficiales de los Papas, los Concilios y los obispos leales al Sumo Pontífice— se atrevió a emitir alguna enseñanza vinculante al respecto hasta el año 1931, cuando el Papa Pío XI publicó su encíclica Casti connubii sobre el matrimonio cristiano, donde enseñaba que el acto sexual sólo era moralmente legítimo cuando se efectuaba dentro del matrimonio y estaba orientado a la procreación, prohibiendo cualquier método anticonceptivo. La Iglesia oficial se metía por fin en las alcobas, prescribiendo lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido.

Anteriormente esta intromisión se dio a través de teólogos —generalmente clérigos célibes— que  sistematizaron las normas morales sobre el sexo en escritos destinados a a seminaristas y clérigos que, al igual que ellos, debían renunciar en teoría a la práctica activa de la sexualidad. Ninguna de estas enseñanzas se transmitía en público a los fieles cristianos, sólo en privado si éstos accedían a tener una conversación sobre estas cosas, generalmente en el confesionario. Algunas frases memorables de estos escritos, donde se tiende a encasillar la sexualidad dentro del concepto de “actos impuros” y se la justifica sólo como algo necesario e inevitable para la procreación de la raza humana, merecen ser citadas por su absurdo surrealismo:

«No se comete pecado si los esposos realizan el acto sexual sin tener placer».

«Si durante el coito uno de los dos esposos desea ardientemente al otro, éste comete un pecado mortal».

«No es lícita la petición del débito conyugal en los días festivos, en domingo y en día que se ha de comulgar».

«Puesto que el hombre se debilita antes, la mujer comete pecado si pretende dos prestaciones consecutivas».

«Dado que el dormir sobre la espalda es contra naturaleza, con el fin de no cometer pecado, la mujer debe efectuar el coito mostrando al hombre su parte posterior».

«Pecado mortal introducir la lengua en la boca del otro o besar partes distintas a las tenidas por honestas».

«Pecado mortal retirarse a destiempo sin inseminar el “vaso” (eufemismo por vagina)».

«En general las mujeres más ardientes y lascivas son menos fecundas que las que tienen repugnancia al coito».

«Es necesario considerar pecado muy grave la masturbación, ya que ésta, según a quien va dirigido el pensamiento, corresponde al adulterio, al incesto y a la violación».

«La masturbación se convierte en un horrible sacrilegio si el objeto del deseo es la virgen María» (téngase en cuenta que en siglos pasados los pintores usaban como modelos para sus cuadros a jóvenes doncellas bien dotadas físicamente).

«La masturbación femenina, considerada venial si es efectuada sobre la parte externa de la vagina, se vuelve pecado mortal si es practicada con introducción de los dedos o de cualquier otro instrumento» (dado que un pecado venial no requiere ser mencionado en el confesionario, estamos ante una velada invitación al autoerotismo femenino).

Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia a partir del siglo XX —sobre todo las del Papa Juan Pablo II—, si bien no tan gráficas como las de los moralistas de épocas pretéritas, pusieron cada vez más el énfasis sobre temas de sexualidad, dándoles una relevancia como nunca habían tenido en siglos pasados, hasta el punto de configurar el perfil por el cual se definen muchos católicos hoy en día: rechazo de toda forma de sexualidad fuera del matrimonio, de los métodos anticonceptivos, del aborto en cualquier circunstancia, de la homosexualidad, y defensa a rajatabla del celibato obligatorio para los clérigos, de la castidad como supremo estilo de vida y de la discriminación de las mujeres en la vida eclesiástica, negándoles poder de decisión y acceso a las órdenes sacerdotales.

Pero precisamente esta moral sexual —ajena a cómo viven la mayoría de las personas su sexualidad en la vida cotidiana, incluso los católicos— se ha convertido en un sistema que facilita los abusos en la Iglesia católica. Es un secreto a voces que la soltería, el estar casado o ser clérigo o religioso no impiden que se practique la sexualidad fuera de contextos matrimoniales. La mayoría de las parejas matrimoniales ignoran sistemáticamente la prohibición de anticonceptivos. Hay casos de clérigos o religiosos que han organizado abortos para sus amantes que quedaron embarazadas. Y los homosexuales están sobrerrepresentados entre sacerdotes y obispos, según algunos cálculos siendo gays el 30% o más del clero, y no precisamente de manera angelical. La castidad es, para la mayoría, un ideal irrealizable. Y no hablemos de la explotación de las mujeres que hay en la Iglesia, sobre todo en órdenes religiosas,  manifestándose en abusos laborales, psicológicos y sexuales. Pero la Iglesia sigue manteniendo este sistema que le permite ejercer un poder profundo sobre sus fieles, fomentando sentimientos de culpa y permitiéndole mantener sometidas las conciencias. No hay sanciones para las infracciones contra la moral sexual, pues todo se perdona, mientras se mantenga en secreto. Sólo quienes rompen este código de silencio son sujetos de sanciones, según la máxima de que «Dios perdona el pecado, pero no el escándalo».

La Iglesia siempre se ha presentado a sí misma como institución santa, con argumentos que no resisten un análisis serio. Esta imagen de santidad, que en realidad es sólo una estrategia para mantener el poder, se ha resquebrajado hace tiempo. Yo, como católico, ya no creo en ella. La Iglesia pretende así blindarse, defendiéndose de cualquier crítica legítima con el argumento de que se trata de ataques a una institución que sólo quiere el bien espiritual de los hombres mediante una moral que lleva a la pureza y la perfección. Pero precisamente esta pretensión es la que crea un ámbito propicio para los abusos, y para la consiguiente impunidad.

No es signo de santidad darle la espalda a un mundo al que se considera malo por definición y aislarse de él en una burbuja de fantasía. No es signo de santidad recluirse en mundos paralelos de santa apariencia y ajenos a todas las cosas mundanas. No es signo de santidad someterse acrítica y sumisamente a la jerarquía eclesiástica y al Magisterio de la Iglesia. No es signo de santidad dejar que guías espirituales determinen la propia vida, prestándoles obediencia incondicional. No es  signo de santidad celebrar misas y liturgias larguísimas y aburridas, plagadas de ritos solemnes y pomposos, como tampoco es signo de santidad llenar el tiempo con abundantes prácticas devocionales y piadosas. No es signo de santidad llevar una vida de extremo ascetismo para reprimir las naturales y legítimas tendencias humanas.

Y no es signo de santidad condenar la sexualidad, para nosotros creyentes creada buena por Dios y dada el ser humano como un regalo, y reprimirla, propagando una moral sexual rigurosa y mediante ella manipular, someter y controlar a las personas, tratar a las mujeres peor que a los hombres, ponerles la etiqueta de “asesinas” sin excepción a las mujeres que han abortado, generarles a las personas una mala conciencia sólo porque se han masturbado, aplican métodos anticonceptivos o han tenido sexo sin estar casados, discriminar a parejas de hecho no unidas en matrimonio, a divorciados vueltos a casar, a gays, lesbianas, bisexuales, transexuales o a cualquier persona con una identidad sexual distinta a la heterosexual.

Una moral tan obsesionada con el sexo y a la vez enemiga de la sexualidad humana en toda su diversidad no puede sino ser inmoral, funesta y alejada de la santidad que predicó Jesús. Una cosa ha quedado clara con el escándalo de los abusos sexuales que ha estallado en la Iglesia católica: su moral sexual no es la solución, sino una parte esencial del problema. No son pocas las voces que piden un replanteamiento de la moral sexual de la Iglesia, en gran parte formada históricamente gracias a influencias filosóficas ajenas al cristianismo de los orígenes. Ello no significa que todo vaya a estar permitido, pero la moral sexual no puede basarse en una reprobación masiva de la sexualidad humana, sino en una vivencia positiva de ella según los principios de respeto, autodeterminación y mutuo consentimiento. En otras palabras, según los principios del verdadero amor.

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