Iglesia católica

[El dedo en la llaga] En esta segunda parte, continúo con el análisis de la tesis doctoral de mi hermano Erwin Scheuch, titulada “La crisis de los abusos sexuales de menores en la Iglesia. Una lectura desde la fe a partir de los informes de Estados Unidos, Australia, Alemania y Francia”.

Según Erwin, los abusos sexuales han disminuido porque las medidas tomadas por la Iglesia han sido efectivas:

«Según las estadísticas reveladas en los informes [de Estados Unidos, Australia, Alemania y Francia] que hemos visto, los abusos sexuales contra menores han disminuido notablemente en las últimas décadas, lo cual sugiere que las medidas impuestas en la enseñanza de la teología moral, en los centros de formación de las nuevas generaciones de sacerdotes, en el acompañamiento, tutelando la dignidad de las personas, y en la prevención surgieron efecto”.

Sin embargo, la afirmación de la disminución de abusos sexuales es dudosa, pues habría que suponer que hasta la fecha de corte de los informes ya se habrían hecho todas las denuncias de abuso sexuales referidas a los períodos de estudio, ignorando que podrían haber denuncias en el futuro que se sumen a los abusos ocurridos en fechas posteriores a las décadas de los 60 y 70, que es donde la tesis considera que se efectuaron la mayor cantidad de abusos. Además, no se considera la cifra oscura de las víctimas que por diversos motivos no denuncian. 

Así como la tesis llega aquí a enunciados que no cuentan con sustento científico, lo mismo ocurrirá con otras afirmaciones, como, por ejemplo, la condena de la homosexualidad como un desorden psicológico y su vinculación con los casos de pederastia:

«…contrariamente a los que sostienen que no sería un factor relevante, en nuestra opinión, sí podemos concluir que tanto la homosexualidad, como la bisexualidad e incluso la llamada “confusión sexual” —todas incluyen la homosexualidad— expresan un desorden grave de la madurez sexual, desorden que sí fue determinante en la comisión de los abusos de menores».

Consideremos los abusos contra niñas y jovencitas menores de edad que, si bien fueron menores en número que los abusos contra varones menores de edad, también los hubo. ¿Hay que atribuirlo a la heterosexualidad de los abusadores? Siguiendo la misma lógica, ¿hay que condenar también la heterosexualidad —y, por lo tanto, toda actividad y orientación sexual— como lo hicieron los cátaros en la Edad Media?

Según los autores que han estudiado el fenómeno de la homosexualidad en la Iglesia católica, entre el 30% y 50% de los clérigos serían homosexuales y, por consiguiente, la gran mayoría de ellos no habrían cometido abusos sexuales en perjuicio de menores. Y no por ser homosexuales dejan de ser personas normales capaces de la misma madurez humana que las personas heterosexuales.

Pero es aquí donde Erwin realiza un acto de malabarismo intelectual para intentar demostrar que sólo los clérigos homosexuales que rompen su voto de celibato son realmente homosexuales:

«El sacerdote homosexual es quien mantiene relaciones y actos con personas del mismo sexo. Esta es una noción fundamental que, cuando se relativiza o elimina, sólo trae confusión, como sucede en los ejemplos de sacerdotes que dicen: “soy homosexual, pero soy célibe”. Según la doctrina, en términos estrictos un célibe no comete actos sexuales, y aun cuando puede sentir la atracción a personas del mismo sexo, si no comete actos no es homosexual».

¿Según que doctrina? Parece que según aquella que le sale del forro, pues la doctrina católica no dice eso.

En consecuencia, insistirá en el tema de la homosexualidad cuando intente definir el concepto de pederastia:

«Los informes [de Estados Unidos, Australia, Alemania y Francia], que no toman en cuenta criterios teológicos, sugieren que los abusos podrían haber sido causados por las dificultades que impone en algunos la exigencia del celibato sacerdotal.

Debido a sus características, el término que mejor describe el fenómeno es la pederastia, que consiste en la actividad homosexual con jóvenes varones de cualquier edad con la intención del placer sexual o de afectos desordenados antinaturales, que es también aplicable al caso de jóvenes adultos que son seducidos por sus autoridades o maestros».

Este último párrafo, que parece redactado por Cantinflas, suscita algunas preguntas. Los autores de los informes, que tratan un problema que en el fondo poco o nada tiene que ver con fe o religión sino más bien con la psicología, la sociología y la criminología, ¿deben ser también cristianos creyentes o teólogos para poder abordar el problema, sólo porque los abusadores son clérigos? ¿Y los abusos con niñas o jovencitas menores de edad ya no constituyen pederastia? ¿Y tampoco hay que ser necesariamente menor de edad para poder ser víctima de pederastia?

Siguiendo este mismo estilo, cuando intente explicar las causas de la pederastia clerical, nos dará una explicación que no es otra cosa que una verdad de Perogrullo a la legua:

«Según las estadísticas de los informes revisados los abusos de menores no se explican por las patologías de la sexualidad. Como hemos señalado, la pedofilia pudo haber intervenido en el 10% de los caso, y la efebofilia en el 20%. Siendo así, el 70% de los casos, o más, quedarían sin explicación. […] si las causas no fueron las patologías, ¿qué explica la gran mayoría de los casos? En nuestra opinión los abusos fueron provocados por la fuerza de la concupiscencia, inherente a la condición humana como fruto del pecado. En ese sentido, se trata del viejo y conocido pecado de la lujuria, esto es, “el deseo o el goce desordenado del placer venéreo, separado de las finalidades propias del sexo”».

Como si hubiera descubierto la pólvora, Erwin nos dice que los abusos sexuales se deben a la búsqueda desordenada del placer sexual. ¿No se trata de una afirmación de sentido común, que no requiere de demostración y que todos sabemos antes de cualquier estudio o investigación del tema? ¿O acaso buscaban sexo para causarse sufrimiento y dolor? Lo que nunca explica Erwin es por qué ese desorden llevó a algunos clérigos a abusar sexualmente de menores. Ni siquiera la pretendida Revolución Sexual, que tanto Benedicto XVI como su lamebotas sodálite elevan a la categoría de una crisis de Occidente, explicaría este asunto. Erwin indica que «los elementos señalados que componían la crisis cultural y moral de Occidente provocaron un impacto en la preparación para el sacerdocio, la selección de candidatos, la vida de los clérigos y los religiosos, y la atención a los problemas que luego presentaron». Suponiendo que esos aspectos —no debidamente demostrados— fueran ciertos, explicarían el incumplimiento del voto de celibato por parte de clérigos y religiosos, pero no por qué ese incumplimiento tendría como objeto en algunos casos a menores de edad.

Insistiendo aún más en su perogrullada, Erwin cree encontrar en la falta de dominio personal la razón de los abusos sexuales en la Iglesia católica:

«En el fenómeno de los abusos sexuales de menores se evidencia que el dominio personal de la propia sexualidad jugó un papel determinado. Como hemos analizado con amplitud, con independencia de la inclinación o la atracción sexual, los abusos se producen cuando no hay un control interior de la persona, es decir, un dominio virtuoso que permita manejar racionalmente los impulsos, y no dejarse dominar despóticamente por éstos”.

Con relación a los abusos cometidos por sacerdotes, las estadísticas muestran que allí donde se promovió una libertad sexual sin frenos, y no se cumplía la obligación del celibato, se produjeron más abusos. Particularmente problemáticas fueron las “subculturas homosexuales” que se crearon en las diócesis y en los seminarios, donde varones homosexuales interactuaban sexualmente entre ellos o con gente externa, y que compartían experiencias, comprensiones y significados mutuos».

Todo esto no explica cómo en instituciones tan conservadoras y tradicionalistas como los Legionarios de Cristo y el Sodalicio de Vida Cristiana —supuestamente fieles a la doctrina moral católica— haya habido tantos casos de abusos de menores de edad. Ni tampoco explica los abusos sexuales cometidos por clérigos ocurridos en la arquidiócesis de Boston, entonces gobernada por el arzobispo conservador Bernard Law, donde el escándalo de abusos en la Iglesia obtuvo resonancia internacional, gracias a la labor de investigación periodística del Boston Globe. Tampoco explica los casos de abusos ocurridos, debidamente documentados, que ocurrieron en la arquidiócesis de Múnich cuando su arzobispo era Joseph Ratzinger.

Cuando se trata del abuso de poder como causa de los abusos sexuales contra menores, Erwin no duda en relativizar este motivo, como se puede constatar en el siguiente texto: 

«El abuso de la potestad de gobierno, de oficio o del cargo consiste en todo acto de violación de la ley eclesiástica realizado por quienes posee legítimamente el cargo o el poder. Para la designación de un oficio se debe cumplir los requisitos exigidos por la ley. El delito sólo es imputable cuando el abuso haya ocurrido durante el desempeño del cargo, y puede consistir en el uso perverso de la autoridad, interviniendo más allá de las competencias o de las normas que el derecho otorga, o imponiéndose arbitrariamente en ámbitos que deben estar regidos por la libertad, usando modos deshonestos. Esta potestad se ejerce en el fuero externo, y nunca puede decidir sobre el fuero de la conciencia, por lo cual se limita la libertad de acción. No se trata de abuso cuando se respetan las normas, que en algunos casos pueden ser exigentes, como es el caso en ciertas instituciones religiosas».

Se refiere aquí implícitamente al Sodalicio, donde el respeto a normas “exigentes” no habría constituido abuso, considerado como tal sólo por las víctimas que no habrían podido soportar estar sometidos a esas normas, las cuales además afectarían solamente el fuero externo, quedando la conciencia intacta, pudiendo discernir la víctima en ese momento si se trataba de un abuso o no. Que eso no ocurrió así en la realidad a Erwin le importa un bledo.

También relativiza el concepto de vulnerabilidad, distinguiendo entre una vulnerabilidad radical, «que se encuentra en todo ser humano que se abre al influjo de otro», y una vulnerabilidad especial, «cuando la fragilidad proviene de una condición especial (p.e. una enfermedad, una situación temporal, etc.)», señalando que esta última no se aplica en la mayoría de los casos a abusos en perjuicio de mayores de edad. Y sobre la primera vulnerabilidad señala que «es un dato antropológico, aplicable a todos, más aun cuando en la búsqueda de perfección y comunión la persona se deja influenciar por los demás. La vulnerabilidad permite abrirse al amor, y por ello, también a cualquier abuso. En ese sentido la formación de la conciencia es fundamental para evitar ser afectados por una influencia abusiva».

Dicho de otro modo, como todos somos vulnerables cuando nos abrimos al influjo de otro, la responsabilidad de evitar el abuso recae sobre cada uno de nosotros y no sobre la persona que ejerce el influjo. Se trata de una sutil manera de culpabilizar a la víctima del abuso que pudiera haber sufrido. Señala algo parecido cuando habla del abuso de conciencia: «El abuso también puede darse involuntariamente o puede ser provocado por la propia víctima que busca seguridad y se abandona».

Asimismo cuestiona la constatación hecha por muchos de que el abuso sexual suele darse en una situación de “abuso de poder”, trastocando el significado corriente del término, en un párrafo que, por lo absurdo que resulta, cae en el humorismo involuntario, y que provocarías más de una carcajada, a no ser porque aparentemente el autor de la tesis, dentro de sus limitaciones intelectuales, cree que lo que afirma es verdadero y acertado:

«…los abusos sexuales se han convertido en un vehículo para cuestionar y confrontar el poder, y eso también sucede en la Iglesia. Una consecuencia de esta lógica idealizada es explicar los abusos sexuales meramente como un abuso de poder. Sin embargo, es necesario especificar de cuál poder se trata, que en este caso es el abuso del poder sexual, que sin duda puede también comprometer otras facetas del poder humano».

En otras palabras, el abuso se debería a la potencia sexual de la que goza el abusador. Creo que no hace falta escribir una tesis para llegar a esta conclusión, y es evidente que cuando se habla de “abuso de poder”, nadie se refiere a esto.

Otra cantinflada de esta tesis es su crítica al papel de los medios en la crisis de abuso sexual en la Iglesia católica:

«Finalmente, no podemos olvidar el poder mediático, es decir, el que ejercen los medios de comunicación, y hoy en día también las redes sociales. Mediante este poder se pueden cometer grandes abusos, destruyendo el buen nombre de los implicados en un caso de abuso, ya sea porque se desacredita al acusador, o se condena al acusado injustamente. No sin razón ha sido llamado el cuarto poder, por el cual se juzga a los implicados en la arena pública tomando partido y adelantando opinión mientras se desarrolla un juicio. Si bien la Iglesia, según sus normas, debe mantener la reserva en los procesos canónicos, se ha visto también como los mismos participantes del proceso utilizan a los medios para promover sus causas y presionar a quienes deben ejercer la justicia».

¿Nunca le han dicho a Erwin que la imparcialidad y el evitar adelanto de opinión le corresponden propiamente a un juez? ¿Y que los medios de comunicación no tienen la obligación de ser imparciales, sino solamente de ser objetivos y rigurosos en la información que proporcionan? ¿Y que si se remiten a sus fuentes de manera profesional, no pueden cometer la falta de adelanto de opinión? ¿Y que tampoco se les puede obligar a guardar silencio mientras haya un proceso judicial en curso, lo cual sería flagrante censura? ¿Y que las víctimas de abuso sexual en la Iglesia sólo han logrado obtener justicia cuando sus casos se hicieron públicamente conocidos a través de los medios?

La tesis termina con un alegato de defensa a favor de los acusados de abuso, presentándolos como víctimas de las nuevas estrategias judiciales introducidas por el Papa Francisco para luchar contra el flagelo de la pederastia eclesial:

«…algunos casos vienen siendo procesados mediante procesos extrajudiciales, los cuales ofrecen menos garantías de defensa para el acusado que en un juicio. El recurso al proceso extrajudicial es razonable en situaciones muy evidentes que no ameritan dilatar el proceso, pero es también una ocasión en la que el Ordinario puede cometer un abuso sin brindar todas las garantías para una defensa adecuada. A eso hay que añadir un asunto particularmente complejo y no resuelto: un juez puede imponer el silencio a las partes en algunas cusas, cuando al mismo tiempo se considera que el el acusador no puede ser silenciado, como establece Vos Estis Lux Mundi. Ello deja al acusado en una posición desventajosa respecto del acusador.

Finalmente, un acto de justicia es reparar el daño cometido. Se ha incorporado en el Nuevo Libro Penal el deber de reparación de las víctimas de abuso. Pero nada se dice respecto al deber de reparar el daño que se comete a los indagados, muchas veces lesionados por las acciones de los acusadores o de las autoridades. Varias acusaciones ventiladas en la prensa, que luego fueron probadas falsas, han dañado profundamente a sacerdotes o religiosos acusados. La autoridad tiene el deber de restituir el buen nombre del acusado, más aún si éste ha sido afectado por acciones de la autoridad. Ello, que debería ser una acción regulada por la ley, sólo es posible si la persona dañada exige esa reparación mediante una demanda judicial».

Después de todo lo señalado, es indudable que esta tesis doctoral elaborada por un cortesano del Sodalicio caído en desgracia pretende proporcionar elementos y herramientas para favorecer a los abusadores, sobre todo a aquellos pertenecientes a esa suprimida sociedad de vida apostólica, que aún buscan mantener en pie la impunidad de que gozaron durante décadas.

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[El dedo en la llaga] La tesis doctoral de los abusadores (I)

En el universo de Star Trek, los Borg son una de las civilizaciones más icónicas y aterradoras. Aparecen por primera vez en un episodio de 1989 de la serie “Star Trek: La nueva generación” (“Star Trek: The Next Generation”) y juegan un papel importante en el largometraje “Star Trek: Primer contacto” (“Star Trek: First Contact”, 1996), dirigido por Jonathan Frakes. Son una especie de colectivo cibernético, una mezcla de seres biológicos y tecnología avanzada, que opera como una mente colmena. No funcionan como individuos, sino que todos están conectados a una conciencia común llamada el Colectivo Borg. Su lema más famoso es: «Resistance is futile» («La resistencia es inútil»).

No resulta exagerado hacer una comparación entre el Colectivo Borg y el Sodalicio de Vida Cristiana. El Reglamento de la Comunidad que Luis Fernando Figari elaboró y que estuvo vigente hasta la primera mitad de la década de los 90 decía textualmente: “El espíritu de independencia es muerte para la comunidad”, principio que se ha mantenido posteriormente con una formulación similar (“muerte para la vida fraterna”) en las “Pautas para la vida fraterna”, documento que rigió la vida comunitaria de los miembros del Sodalicio hasta su disolución definitiva y oficial el 14 de abril de este año.

Este principio se traducía en la práctica en que ningún sodálite debía tener pensamientos propios, ni espíritu crítico hacia la doctrina emanada de la institución, ni iniciativas personales, ni voluntad propia e independiente. Todas las fuerzas cognitivas, afectivas y volitivas del sodálite debían estar orientadas hacia la supervivencia de ese colectivo abstracto llamado Sodalicio de Vida Cristiana. Y para ello había que destruir los rasgos sustanciales de la personalidad individual, convirtiendo al sujeto en un terminal dócil de la maquinaria sectaria.

Eso se ha manifestado en que, por lo general, ningún escrito de ningún sodálite ha sido principalmente expresión de ideas propias, sino que ha respondido a la ideología que le servía de sustento al colectivo. Y esto se repite en la tesis doctoral que ha presentado mi hermano Erwin Scheuch en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma), institución de estudios superiores a cargo del Opus Dei, con el título de “La crisis de los abusos sexuales de menores en la Iglesia. Una lectura desde la fe a partir de los informes de Estados Unidos, Australia, Alemania y Francia”. Allí dice: «agradezco a la comunidad de vida cristiana con la que crecí en la fe y a la que he dedicado cuarenta años de mi vida, que me mostró siempre su apoyo y comprensión ante los desafíos que esta tesis representó, y a quienes quedaré eternamente agradecido». 

Debo aclarar que Erwin es mi hermano menor y que fui yo quien, allá a finales de los 70, lo puse en contacto con otro sodálite, el futuro sacerdote Juan Carlos “Chaly” Rivva, para que éste le hiciera el consabido proselitismo al que llamaban “apostolado”. Erwin logró ascender en la jerarquía de la institución, ocupando varios puestos de responsabilidad y llegando incluso a ser Superior Regional del Perú. Mientras yo, a partir de la década de los 90, iniciaba —aun sin ser muy consciente de ello— un largo proceso de desintoxicación psicológica y desprogramación del lavado de cerebro, Erwin siguió conectado como un borg al colectivo institucional. Su participación activa en esta colmena de lobotomizados espirituales le ha pasado factura. El 25 de septiembre de 2024, por orden del Papa Francisco, fue expulsado del Sodalicio, junto con otros nueve miembros de la secta.

En la introducción a su tesis —que tuvo un largo proceso de gestación, pues fue iniciada antes de la pandemia de COVID-19— dice que uno de los retrasos para terminarla, que duró varios meses, fue provocado «por verme involucrado como testigo y protagonista de una serie de investigaciones de abusos, no de carácter sexual, lo cual ha sido ocasión para constatar muchos de los aspectos explicados en esta tesis. Incluso con un recto afán de alcanzar justicia para quienes denuncian abusos, la tendencia de las autoridades eclesiásticas puede ser inclinar el péndulo —indebidamente— a favor de los acusadores por el solo hecho de serlo, creyendo sin prueba alguna su versión. Tal proceder provoca procesos sumarios, que prescinden del debido proceso —imprescindible para determinar la verdad y establecer justicia—, donde no se diferencia la posición del denunciante de quien juzga, se declina escuchar en un ejercicio racional las defensas de los acusados y emana sentencias arbitrarias, sin mayor motivación y sin otorgar derechos de apelación. Tal proceder puede convertir a personas inocentes en víctimas del abuso de poder de la autoridad eclesial, reeditando lo que ha ocurrido en el fenómeno de los abusos sexuales, abuso que supuestamente se ha buscado corregir».

Resulta evidente que Erwin no ha aceptado la decisión del Vaticano y se considera una víctima inocente, y rechaza maliciosamente los testimonios de las víctimas, siendo que esos mismos testimonios son lo que se llama pruebas testimoniales, corroboradas mediante un análisis que examina la credibilidad del testigo, la coherencia de su relato y su relación con las partes para determinar el peso de la prueba. Además, se calcula que las acusaciones falsas sobre abusos en la Iglesia fluctúan entre el 2% y el 3%, siendo la mayoría de los testimonios veraces y creíbles. El riesgo de que algún miembro del clero o religioso sea acusado falsamente de abusos es mínimo.

Desde un inicio se nota que Erwin —y junto con él los remanentes del Sodalicio— cuestiona que la Iglesia del Papa Francisco haya tomado partido por las víctimas. En consecuencia, habrá en su tesis una defensa implícita de quienes fueron acusados de abusos en el Sodalicio, aunque no mencione a la institución por su nombre.

También hay un cuestionamiento del rol que jugó el periodismo, cuando dice que «la prensa desempeña un rol fundamental en la imagen que se comunica de la Iglesia, hoy puesta en el banquillo de acusado. Espero que este estudio permita también ofrecer elementos que ayuden a una genuina comunicación de la Iglesia». En otras palabras, la imagen de la Iglesia que ofrece el periodismo no es genuina sino falseada.

Los dos primeros capítulos de la tesis son meramente descriptivos, donde Erwin explica en el primero la metodología, fuentes y conceptos que aplica, y en el segundo capítulo describe minuciosa y comparativamente los informes que son objeto de estudio. Allí asume un punto de partida que derivará en que su estudio no pueda ser considerado científicamente riguroso según estándares académicos, punto de partida descrito en las conclusiones finales de su tesis de la sigueinte manera:

«Todos los informes —dice— fueron confeccionados por comisiones “independientes”. Sin embargo, la aproximación al fenómeno de estas comisiones es diversa, principalmente cuando se habla de causas y soluciones. […] las claves de interpretación del fenómeno, en varios casos, están basadas en ideologías que se alejan —o incluso se oponen— de la visión que la antropología cristiana que la Iglesia profesa, lo que evidentemente lleva a conclusiones muy distintas sobre las causas de los abusos y las posibles soluciones. Este problema incide también de modo notorio en la divulgación de la comprensión en el ámbito público, y particularmente en la prensa. […] si quienes investigan no entienden y/o no comparten la naturaleza y estructura de la Iglesia, y no son verdaderamente “independientes”, los informes se pueden convertir en un instrumento que no refleja la verdad del fenómeno, y se pueden utilizar contra la misma Iglesia». 

En las mismas conclusiones finales explicitará brevemente así su postura:

«…esta tesis ha buscado una mirada desde el fenómeno desde la fe, recurriendo a las bases doctrinales de la teología y la antropología católicas expuestas en la tradición, en el Magisterio y el derecho de la Iglesia. En éstos podemos encontrar mejores luces para un fenómeno interdisciplinario que involucra las ciencias humanas, médicas, jurídicas y teológicas».

Esta concepción concuerda con el postulado de Luis Fernando Figari, que rechazaba la validez de las ciencias psicológicas y sociológicas si no iban acompañadas de una visión cristiana del hombre. Es decir, sólo quien tiene y practica la fe cristiana puede ejercer estas ciencias con solvencia y rigurosidad. De ahí que el enfoque que asume Erwin —como digno representante del Sodalicio y de su ideología religiosa— será la de una mirada de fe, que en realidad no es la de una fe en estado puro sino la de una interpretación determinada y particular del contenido de la fe. Para ello recurrirá principalmente a textos de los Papas Benedicto XVI y también de Juan Pablo II, Pablo VI y en pocos momentos, de Francisco, así como al Derecho Canónico. Sus fuentes bibliográficas serán teólogos e intelectuales del espectro conservador de la Iglesia, a los cuales citará como si fueran exponentes incuestionables de la fe auténtica que profesa el pueblo católico. Podemos decir inequívocamente que nos hallamos ante una tesis que se sustenta en una doctrina teológica y no en disciplinas científicas, que serían las más apropiadas para quien ha hecho estudios universitarios en el área de Comunicación Social Institucional.

Y es aquí donde la tesis se vuelve problemática, pues Erwin asumirá la teoría de Benedicto XVI de que la crisis de abusos en la Iglesia es producto de la Revolución Sexual de los 60, una teoría sin mucho sustento esgrimida por un clérigo que ha dedicado su vida a la teología y no por representantes de la psicología, la sociología y las ciencias históricas, que cuentan con herramientas adecuadas para analizar ese fenómeno. Señala que, según los informes, la mayoría de los abusos ocurrieron entre los años 60 y 70 —lo cual no se puede inferir con certeza, pues no se tiene en cuenta la cifra oscura de casos no documentados o no denunciados, ni tampoco se considera las denuncias que podría haber en el futuro referentes a abusos cometidos posteriormente a esas décadas—. Incide en que algunos autores de esa época consideraron normal y deseable el sexo entre adultos y menores, sin mencionar —por supuesto— que se trató siempre de propuestas marginales que nunca obtuvieron consenso entre los representantes de la Revolución Sexual. 

Además, esta revolución no explica los casos de pederastia clerical presentes a lo largo de la historia de la Iglesia, casi desde sus inicios. La Didaché, un catecismo primitivo del siglo II, pide a los clérigos “no seducir a jóvenes”. Este mal es mencionado y abordado en el Concilio de Elvira (aprox. 306, España) —que prohibía explícitamente a los clérigos “cometer adulterio con niños” (stupratores puerorum)—, el Concilio de Aix-la-Chapelle (836) —que reconoció los abusos sexuales, incluyendo la pedofilia, como problemas endémicos en la Iglesia y emitió regulaciones para controlar el comportamiento sexual del clero— y el Concilio Lateranense II (1139) —a partir del cual la Iglesia comenzó a desarrollar una estructura administrativa más centralizada, lo que permitió establecer políticas para abordar el abuso sexual—. No se debe olvidar que San Pedro Damián, un monje y reformador del siglo XI, en su “Liber Gomorrhianus”, dirigido al Papa León IX en el año 1049, denunció los abusos sexuales generalizados entre el clero, incluyendo la sodomía y el abuso de menores.

Además, se calcula en la actualidad que aproximadamente entre el 4% y 6% de los clérigos habrían cometido abusos sexuales contra menores. La cifra de abusadores de menores en la sociedad civil se calcula entre 1% y 2%. Si asumiéramos como cierto el postulado de la tesis de Erwin, ¡qué raro que haya un porcentaje más alto de abusadores entre los clérigos —que supuestamente estarían mejor protegidos contra la influencia del mundo— que entre los civiles comunes y corrientes, más expuestos a las consecuencias de la Revolución Sexual!

Otros aspectos de la tesis serán analizados mañana, en la segunda parte de este artículo.

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[El dedo en la llaga] NOTA ACLARATORIA: El siguiente texto es el epílogo de mi libro inédito sobre el Sodalicio de Vida Cristiana. Si todo sale bien, el libro será publicado en el transcurso de este año.

El Sodalicio de Vida Cristiana ciertamente jugó un papel importante en la conformación de mi identidad personal. Yo no sería quien soy si no es porque en un momento de mi vida esta línea torcida de Dios me salió al encuentro y se convirtió en un camino para descubrir realidades que en ese momento no percibía, cuando era solamente un joven desorientado, insatisfecho, buscándole sentido a un mundo que parecía no tenerlo. El Sodalicio me permitió adentrarme en ese libro misterioso que escribe Dios de manera invisible, ese laberinto de páginas incomprensibles, rompecabezas incompletos y renglones entrecruzados que llamamos vida y que sólo cobra sentido desde la perspectiva de la eternidad insondable. Gracias al Sodalicio descubrí la fe cristiana de una manera intensa y vibrante en un momento en que podría haberla perdido, y se despertaron en mí las inquietudes intelectuales que me han acompañado a lo largo de mi vida. Aunque he de confesar que este redescubrimiento de la fe ya se había iniciado un año antes, cuando yo tenía 14 años de edad, gracias a un atípico profesor de religión, de talante bohemio, que tuve en el Colegio Alexander von Humboldt, quien tuvo la valentía, con un estilo desenfadado, de cuestionar mis seguridades de adolescente omnisciente, hacer que tomara conciencia de lo burgueses y conformistas que eran mis actitudes rebeldes y abrirme las puertas a una búsqueda que tocaría puerto un año después.

En el Sodalicio aprendí a nutrirme de esa visión de eternidad que otorga la fe, a mirar a Jesús de manera novedosa y vital, a abandonarme en las manos maternales de Santa María Virgen, a preferir los bienes que se pueden atesorar en el corazón a los bienes materiales que uno atesora en la tierra, a hablar con sinceridad y a huir de todo tipo de hipocresía y doblez del alma, a tomar conciencia de los talentos que Dios me ha concedido para compartirlos con mis semejantes, a entender la vida como un acto de amor y servicio que se ofrece gratuitamente y que lleva al sacrificio de las propias comodidades y seguridades, a vivir la dinámica de lo provisional sin hacerme muchas preocupaciones por el futuro y alegrándome por los dones que ofrece el presente, a no rendirme nunca ante las adversidades, a querer amar hasta el extremo, a alegrarme con las cosas sencillas, a ver el dolor como parte del recorrido que uno tiene que hacer en esta tierra de sombras, a sentirme siempre en la presencia de Dios, cuya luz se vislumbra en todo lo que ocurre y no permite nunca que perdamos la esperanza.

En el Sodalicio conocí a muchas personas de gran calidad humana, buena voluntad, conciencia recta e integridad moral, y también hice muchos amigos, a los que sigo mirando con aprecio y respeto y hacia los cuales siempre tendré el corazón abierto, cual habitación pequeña pero abrigada, donde puedan entrar y calentarse al fuego, mientras toman el vino que les ofrezco y se olvidan por un momento de las inclemencias que trae la vida. Pues la lealtad franca y abierta hacia las personas que confían en uno y que no ocultan trastiendas en sus almas es algo que también aprendí en el Sodalicio.

El Sodalicio que yo conocí en los 70 estaba muy lejos de esa imagen de personas tiesas, formales, de trato cortés pero distante, adscritas a un idealismo religioso que los aleja del común de los mortales. Es cierto que la manera de participar en las celebraciones litúrgicas comenzaba a alimentar esa imagen. Ya desde entonces se tenía la costumbre de usar traje azul en las festividades solemnes, cantar con voz fuerte y estilo marcial, cuidar los detalles en la presencia física —pulcritud, sobriedad de gestos, contención— y actuar todos de manera similar. Pero en ese entonces este tipo de solemnidades eran relativamente escasas, y lo que reinaba era un espíritu de informalidad y camaradería ajeno a las formalidades asociadas a lo religioso. El lenguaje que se utilizaba no retrocedía ante las expresiones más crudas y obscenas. Yo nunca estuve acostumbrado a ese lenguaje, cosa rara entre los jóvenes de mi medio social, y tuve que aprenderlo para comunicarme con mis compañeros de camino en el Sodalicio. Fue así que el inicio de mi compromiso cristiano coincidió con mi iniciación en el lenguaje vulgar y malsonante, que por lo general había estado ausente de mi vida, por educación y por decisión propia.

Conformado en ese entonces por jóvenes que estaban a lo más en la mitad de sus años veinte ‒quien más edad tenía era Luis Fernando Figari, que superaba la treintena‒ no faltaban las locuras juveniles propias de esa edad. Había, por ejemplo, quien conducía su coche por las calles de Lima a velocidades que llegaban a los 80 kilómetros por hora. Teníamos a veces conversaciones nocturnas en las que hablábamos sobre libros y películas críticas de la sociedad, muchas veces en cafés pintorescos de la noche limeña, algunos de los cuales ya no existen. Hermann Hesse era uno de los autores más comentados, cuyos libros Demian y Siddharta eran de lectura casi obligada para quienes nos adentrábamos en la dimensión profunda de la existencia. Mi afición por el buen cine también se afianzó en aquella época, cuando las inquietudes despertadas me hicieron acudir a a las salas de cine y cine clubes en busca de algo más que entretenimiento. Recuerdo que vi en ese entonces obras memorables del Séptimo Arte como “El extranjero” (“Lo straniero”, Luchino Visconti, 1967), “La naranja mecánica” (“A Clockwork Orange”, Stanley Kubrick, 1971), “Un hombre de suerte” (“O Lucky Man!”, Lindsay Anderson, 1973), “Alguien voló sobre el nido del cuco” (“One Flew Over the Cuckoo’s Nest”, Milos Forman, 1975), “El show debe seguir” (“All That Jazz”, Bob Fosse, 1979) y “Estados alterados” (“Altered States”, Ken Russell, 1980), que luego fueron objeto de largas disquisiciones para atrapar los significados que se me escapaban e iluminarlos desde la perspectiva cristiana rebelde que asumíamos.

El Sodalicio era un espacio de aventura que canalizaba nuestras ansias rebeldes y nos permitía ver la realidad desde una perspectiva distinta, a la vez que se erigía como proyecto para transformar el mundo y reconducirlo hacia su centro, convirtiéndolo de salvaje en humano, y de humano en divino, partiendo de la transformación de las personas a través de su conversión a la fe cristiana. He de admitir que en el Sodalicio se iniciaron recorridos personales maravillosos, trayectorias que enrumbaron a muchos jóvenes inquietos, voluntariosos y llenos de buenas intenciones por caminos que de otra manera hubieran terminado en la mediocridad de existencias pequeño burguesas y rutinarias, sin mayores alicientes.

¿Cuándo comenzó a irse a pique este sueño? ¿En qué momento aparecieron las primeras señales de decadencia? ¿O acaso no estuvieron presentes desde un inicio? ¿Como cuando se sometía a las personas a rondas de preguntas en grupo, forzándolas a ventilar ante otros problemas privados y personales? ¿O cuando, a fin de lograr los objetivos propuestos en el apostolado proselitista, en algunos casos se les hizo beber licor a algunos jóvenes hasta emborracharlos, a fin de de que bajaran sus defensas psíquicas y estuvieran mejor dispuestos a que se abordara sus secretos personales sin restricciones? ¿O cuando en algunos retiros se aplicaba una dinámica de grupo, en que todos los participantes se echaban sobre el piso con los ojos cerrados, y uno de los miembros del equipo se hacía pasar por un enfermo terminal de cáncer y contaba una historia desgarradora, a fin de generar miedo y angustia ante la muerte en los jóvenes menores de edad que escuchaban y, de esta manera, inducirlos a aceptar el mensaje de salvación que ofrecía el Sodalicio? ¿O cuando se nos pedía que no contáramos a nuestros padres las cosas que hacíamos, veíamos y escuchábamos en las reuniones sodálites, fomentando incluso la desobediencia hacia ellos mediante el argumento de que ellos no sabían lo que era bueno para nosotros puesto que no tenían un compromiso cristiano de veras sino mediocre y, como pertenecían al mundo, no iban a entender de qué iba lo nuestro? ¿O cuando eran aplicados tests psicológicos a jóvenes menores de edad, sin conocimiento ni consentimiento de sus padres, por parte de sodálites sin formación profesional ad hoc, a fin de lograr la adhesión de los jóvenes al grupo, además de otras dinámicas orientadas a controlar la psique de las personas y hacerlas dependientes de los sodálites mayores? ¿O cuando a un joven menor de edad su consejero espiritual le pidió que se desnudara por completo e hiciera como que fornicaba una silla, para ver si así lograba romper sus barreras psicológicas? ¿O cuando ya en esa época se presentaba a Luis Fernando Figari como una especie de iluminado y se consideraba cualquier conversación con él como una experiencia que necesariamente iba a contribuir a la propia transformación dentro del camino hacia la santidad deseada? ¿O cuando en los dos primeros Convivios, congresos de estudiantes católicos organizados por el Sodalicio para jóvenes de 16 y 17 años en edad escolar, realizados en 1977 y 1978 respectivamente, se iniciaron las sesiones del primer día, viernes en la noche, con la exhibición de películas clasificadas para mayores de 18 años por su alto contenido de violencia, a saber, Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) —clásico moderno que, sin embargo, no deja de ofrecer una visión deprimente de un entorno social determinado y termina en un baño de sangre de violencia inusual para la época— y Centinela de los malditos (The Sentinel, Michael Winner, 1977) —película de terror que presenta escenas de gran impacto, sórdidas y repugnantes, con personajes salidos del infierno—? ¿Y que la exhibición de estas películas en ambos Convivios tenía la intención de generar en los jóvenes participantes una especie de ablandamiento psicológico mediante una especie de terapia de shock, a fin de hacerlos tomar conciencia de los “males del mundo” y hacerlos más receptivos al mensaje que se les quería transmitir? ¿No se parece todo lo descrito anteriormente a las técnicas de control mental y manipulación de conciencias que han practicado varias sectas?

¿Eran estas señales de decadencia o solamente errores juveniles producto de la falta de experiencia? ¿Y lo que vino después en los 80? ¿Cuántos saben que el primer sodálite de vocación matrimonial que se casó tuvo una misa de bodas que fue celebrada con gran solemnidad, a lo grande, y que al final terminó migrando con su esposa a los Estados Unidos y se desvinculó completamente del Sodalicio? ¿Cuántos saben que Alberto Gazzo, el único sacerdote sodálite ordenado por el Papa Juan Pablo II en 1985 terminó colgando los hábitos y separándose de la institución, y que el número de la revista Alborada donde aparecía su foto junto con el Papa fue requisado y sacado de circulación, a fin de que nadie se acordara nunca más de él? ¿Quién recuerda a Virgilio Levaggi, aquel miembro de la cúpula sodálite ‒actualmente exsodálite‒ que fue confinado por un tiempo en una de la comunidades por haber cometido una falta grave que nunca se nos quiso revelar, y que se nos dijo que era referente a la obediencia, aunque las circunstancias adjuntas hacen sospechar más bien de una falta como aquellas que muchos jerarcas de la Iglesia han solido ocultar, dizque a fin de evitar escándalos? ¿Y qué pasó con aquel joven que vivía en una de las comunidades de formación de San Bartolo y al que un día le dijeron que no era apto para la vida en comunidad y que no creían que tuviera vocación, y por lo tanto debía regresar a vivir a casa de su padres, de cuya azotea se habría lanzado al vacío meses después para encontrar una muerte temprana por propia mano? ¿Y las huidas entre gallos y medianoche de quienes ya no querían vivir en comunidad, y que preferían aprovechar las horas nocturnas para retornar a una vida normal, antes que manifestar su deseo de forma abierta a los superiores, pues ello implicaba pasar meses de meses en estado de discernimiento obligatorio, sometidos a observación y a una dura disciplina, antes de que por fin se les permitiera salir al mundo, y siempre con el estigma de haber fracasado, que no es mucho peor que el estigma de “traidores” que se les colgaba en secreto a quienes se largaban “por la puerta trasera”?

El Sodalicio tenía potencial para ser grande y su misión prometía tener alcance universal. La energía y el ímpetu de jóvenes dispuestos a los más grandes sacrificios por seguir a Jesús el Señor, a comprometerse con la Iglesia y a actuar como levadura cristiana de buena calidad en la sociedad estaba presente. Y sinceramente, agradezco por lo que significó esa etapa de mi vida en todo aquello bueno que contribuyó a mi desarrollo personal y por haber significado para mi el inicio del seguimiento de Jesús en el Pueblo de Dios que es la Iglesia. Agradezco por todas las personas buenas que conocí y por las amistades que todavía mantengo. Agradezco por haber despertado en mí inquietudes intelectuales y haberme impulsado a hacer de mi vida una continua búsqueda preñada de una nostalgia entrañable de eternidad. Agradezco por todos los momentos de alegría, de tristeza, de incertidumbre y esperanza compartidos con tantos compañeros en la brega, hayan estado hasta el final en Sodalicio o se hayan ido antes. No obstante todas estas cosas buenas y positivas, lamentablemente los gérmenes de decadencia también estaban presentes e hicieron su labor. 

El Sodalicio se convirtió un cuerpo enfermo aquejado de autoritarismo, verticalismo, anquilosamiento intelectual y espiritual, ceguera histórica, espíritu sectario, aburguesamiento institucional y falta de tolerancia y de libertad. Y ése ha sido el caldo de cultivo donde han germinado los peores abusos.

Parece que la dolencia era terminal, considerando que los síntomas principales de la enfermedad institucional persistieron hasta el final. Y no obstante los intentos de curar al enfermo, lo único que se hizo fue lavarle la cara y darle al sistema una fachada de salud aparente.

En el Sodalicio siguieron creyendo en la existencia de su “carisma fundacional”, ese don que el Espíritu Santo otorga a un fundador de un instituto de vida consagrada para darle una tarea y una orientación, que finalmente se traduce en un beneficio espiritual para la Iglesia. Considerando que el fundador Figari —«mediador de un carisma de origen divino» según la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (carta del 30 de enero de 2017)— era un pecador redomado que podría no haber vivido el carisma, éste habría pasado actualmente a los miembros de la comunidad, lo cual se manifestaría en las obras buenas de las cuales hace gala el Sodalicio.

Sin embargo, ¿qué carisma podría haber tenido un hombre que creó una institución que funcionó como una secta desde sus principios, secuestrando las mentes de jóvenes menores de edad para luego abusar sexualmente de algunos? ¿Qué carisma pueden haber recibido los miembros actuales, que relativizaron la verdad y maltrataron a muchas víctimas desconociendo la veracidad de sus testimonios, además de haber impedido que se conozca todo el alcance de los abusos? ¿Que obras y frutos buenos puede mostrar el Sodalicio, cuando por cada sodálite en actividad que había deben haber varias personas —entre las cuales me cuento yo— que han visto sus vidas afectadas negativamente? ¿Qué carisma puede ser aquel que ha dañado la imagen de la Iglesia católica y ha hecho que muchas personas pierdan su fe religiosa?

Un recuento de quiénes fueron los miembros de aquello que Luis Fernando Figari llamaba “generación fundacional” del Sodalicio, conformada en su mayoría por escolares que terminaban el colegio en el año 1973, nos debería llevar a la misma conclusión. ¿Quiénes estuvieron, además de Germán Doig? Mons. José Antonio Eguren, arzobispo emérito de Piura y Tumbes, quien ha sido expulsado del Sodalicio por el Papa Francisco. El exsodálite Virgilio Levaggi, quien también cuenta con graves acusaciones de abuso sexual. El sacerdote Jaime Baertl, que cometió un abuso sexual sin contacto físico en perjuicio mío cuando yo tenía tan sólo dieciséis años de edad, lo cual ha sido descartado como inverosímil por los representantes del Sodalicio hasta el día de hoy. El sacerdote Emilio Garreaud, quien en el año 2019 fue denunciado por abuso sexual contra un mayor de edad en el Tribunal Eclesiástico Provincial de Costa Rica, denuncia que nunca se investigó a fondo y terminó siendo archivada. El laico consagrado Alfredo Garland y el exsacerdote y exsodálite Alberto Gazzo, quienes han sido señalados por el obispo emérito de la prelatura de Ayaviri y exsodálite Mons. Kay Schmalhausen como sus abusadores sexuales cuando el era aún un adolescente menor de edad (el mismo Schmalhausen cuenta que, ya siendo mayor de edad, abusaron sexualmente de él tanto Figari como Doig). El laico consagrado José Ambrozic, también expulsado del Sodalicio por el Papa Francisco. El laico casado Raúl Guinea, quien colaboró en la administración de los cementerios del Sodalicio, un negocio lucrativo libre de impuestos debido al uso ilegítimo y abusivo del Concordato entre la Santa Sede y el Estado Peruano. Franco Attanasio, quien fuera el primer sodálite casado y luego se separó de la institución, se mudó a los Estados Unidos con su mujer, y que ha sido incluido en el Registro de Agresores Sexuales de Michigan, en virtud de cuatro sentencias por conducta sexual criminal en cuarto grado emitidas en el año 2021. De este grupo sólo se salvan el exsodálite Juan Fernández, quien hizo carrera en la Marina de Guerra del Perú, y el exsacerdote y exsodálite Luis Cappelleti.

¿Quién puede creer aún que una pandilla de abusadores hayan sido portadores de un carisma del Espíritu Santo para bien de toda la Iglesia?

Figari ya ha sido expulsado de la institución que él fundó y el Sodalicio ha sido suprimido. El decreto de supresión hace referencia a la inmoralidad del fundador Figari como indicio de la inexistencia de un carisma fundacional, y por tanto, de la falta de legitimidad eclesial para la existencia de la institución. En otras palabras, ya la Santa Sede ha reconocido oficialmente que Figari no fue guiado por un poder divino, ni es fundador en ningún sentido, ni el Sodalicio era una obra querida por Dios.

Por el bien de la Iglesia y de la humanidad —y por el bien de muchos sodálites de buena voluntad que aún seguían sometidos al sistema ideológico y disciplinario de la institución— el Sodalicio fue condenado a desaparecer.

Este libro busca ser una contribución para ponerle un epitafio a la historia infamante de una institución que fracasó en la misión que decía tener —evangelizar a los jóvenes, evangelizar la cultura y solidarizarse cristianamente con los pobres y marginados— y que funcionó como una secta desde sus inicios, como una moledora de conciencias y destinos humanos, produciendo o bien seres fantasmales cortados todos con una misma tijera, o bien sobrevivientes de una experiencia que deja heridas en el alma y la tarea de una vida entera a rehacer desde sus cimientos, para hacerla auténticamente humana después de las salvajadas a que fue sometida.

Descansa en paz, Sodalicio. Descansa en paz en tu sepulcro y que duermas bien. Por los siglos de los siglos. Amén.

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Abusos, Iglesia católica, Luis Fernando Figari, Sodalicio

[El dedo en la llaga] El MVC, o Movimiento de Vida Cristiana, fundado en 1985 por Luis Fernando Figari y aprobado en 1994 como asociación internacional de fieles de derecho pontificio por el ahora extinto Pontificio Consejo para los Laicos. Desde septiembre de 2016 hasta su supresión en enero de 2025, el MVC dependió del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida. De las asociaciones fundadas por Luis Fernando Figari, todas ellas suprimidas por la Santa Sede por falta de carisma fundacional, el MVC era la más numerosa, pues para pertenecer al MVC el único requisito era participar de sus actividades, repartidas en diferentes grupos asociados: Agrupaciones Marianas, Familia de Nazaret (para parejas de esposos), Betania (para mujeres adultas), Emaús (para varones adultos), Simeón y Ana (para personas de edad avanzada), iniciativas de acción social como Solidaridad en Marcha,  Pan para mi Hermano, Christ in the City, y otras asociaciones diversas.

Poco se ha sabido de abusos cometidos en el MVC, pues durante un tiempo, después de la publicación del libro reportaje “Mitad monjes, mitad soldados” de Pedro Salinas y Paola Ugaz en octubre de 2015, se creyó que los abusos se restringían al Sodalicio de Vida Cristiana, una sociedad de vida apostólica integrada por laicos consagrados y sacerdotes que vivían en comunidades pequeñas. Sin embargo, en febrero de 2016 me llegó el testimonio de un exmiembro del MVC, que detallaba abusos cometidos en su mayoría por emevecistas. La víctima no quería en ese momento perjudicar al MVC haciendo público su testimonio, no obstante los abusos sufridos. Pero dado que el MVC ha sido suprimido junto con el Sodalicio de Vida Cristiana, ese reparo carece actualmente de objeto. Se respeta el deseo de la víctima, proveniente de un estrato social de clase media baja, de permanecer anónima. Asimismo, para evitar que se la identifique, se han cambiado los nombres de la mayoría de las personas implicadas en esta historia. Los lugares mencionados son todos localidades ubicadas dentro de Lima metropolitana. 

* * *

Tuve una gran excusa, en mi caso, para no adquirir el libro “Mitad monjes, mitad soldados”: la cuestión económica. Además —esto era lo más importante—, consideraba que lo “poco” revelado del libro en los medios me bastaba para iniciar y culminar un proceso de sanación interior. Pero casualmente lo vi en Lince en versión pirata y creo que también, por la vergüenza de verlo expuesto, lo adquirí. Mis disculpas a Pedro Salinas y a todos los implicados en la edición.

Todos los testimonios apuntan a lo mismo. Incluso el único testimonio positivo trata de un sistema que procuró el sometimiento, que atentó contra la libertad, hizo daño y perjudicó en el tiempo la vida de muchas personas, siendo las primeras víctimas los mismos miembros. Y aunque hubo diferencias respecto al MVC, ¿acaso no hubo también victimas allí?

En 1994, cuando yo 15 años de edad y ya tenía dos años de agrupado mariano, conocí en la Urbanización Apolo al P. Antonio Santarsiero, quien llegaría a ser obispo de Huacho, en ese entonces rector del seminario “Casa de San José”. Yo iba a rezar de vez en cuando a la capilla que tenían allí. Él conocía a Germán Doig. Conversamos varias veces, incluso me propuso crear una agrupación con los acólitos (menores que yo), además de ver lo de mi vocación religiosa, pues desde niño he tenido una inquietud religiosa, y no sabría decir si en ese entonces era por una cuestión intelectual, espiritual o quizá psicológica, ya que no he vivido con mi padre y siempre esperaba que regresara a casa.

En esa época yo iba al Centro Apostólico San Juan Apóstol en La Victoria. Emocionado por lo de formar una agrupación, se lo comenté a César Salazar y él, a su vez, a Humberto del Castillo, quien opinó que no era algo prudente. César me lo dijo y asumí que tenía que dejar las cosas tal como estaban. No volví a ir a la capilla. Antes busqué a JQ, quien hacía poco había dejado de ser mi animador, y le conté sobre el P. Santarsiero y lo de mi inquietud religiosa. Me dijo que yo era muy joven y que no me preocupara todavía.

Mi primer animador estuvo discerniendo tres años en una “casa” para ser consagrado emevecista o sodálite. Cabe mencionar que no era ni blanco, ni alto ni tenía plata. Mis referentes eran también Miguel Saravia, Santiago Garcés y Francisco Almonte, el primero por ser alguien cercano, el segundo por ser radical y el tercero, porque me parecía místico. Por lo mismo, yo quería ser consagrado del MVC, sin saber que en realidad las cosas no estaban definidas. Esperaba con ansias terminar la educación secundaria y empezar a discernir en aquellas “casas”.

En 1996, ya con 17 años le comunico a LFLL, mi animador en ese tiempo, que quería discernir. Se alegró, se lo comunicó supongo que a VP, quien quería que yo fuera sodálite, y fue éste último, no mi animador, quien me dijo que la instancia en el MVC para el tema de discernimiento era Miguel Saravia. Yo esperaba un cambio de grupo, no porque quisiera separarme de mis hermanos de agrupación, sino porque me parecía lo adecuado, pues ninguno más quería renunciar a ser casado, por decirlo de algún modo, y después ir a vivir a una de esas “casas”.

Empecé a conversar con Miguel. Al año siguiente ingresé al Instituto Superior Pedagógico Catequético (ISPEC) para ser profesor de religión. También empiezo a hacer apostolado, primero en la parroquia y luego en un barrio. Es allí donde me presentan a quien ahora es mi esposa. Pasados unos meses, nos hicimos enamorados. Yo lo veía como algo también querido por Dios, pues sólo conversaba con Miguel y me encontré con ella haciendo apostolado.

Sucedió que hubo en mi casa un problema grave y mi madre ya no pudo seguir ayudándome a pagar las pensiones del ISPEC, de modo que tuve que retirarme. José Pablo del Nogal, quien era entonces mi nuevo animador, iba a vender libros de la editorial Vida y Espiritualidad (VE) al ISPEC. Al enterarse de mi salida, habla con Alan Patroni, quien entonces era director del instituto, y éste ofrece ayudarme. Yo tenía buenas notas y también era delegado del salón, y creo que le caía bien a la Hna. Julia, directora de estudios del ISPEC. José Pablo del Nogal me avisa y me dice que regrese y vaya al ISPEC, Alan Patroni incluso era mi profesor. Al tercer día me llama la secretaria donde la Hna. Julia y ésta me reclama gritándome que por qué estaba allí si yo mismo había pedido mi retiro (pues fue a ella a quien le había contado del grave problema en mi casa) y además que quién se cree el sodali (así llamaba a los sodálites y José Pablo del Nogal usaba barba [aunque era sólo emevecista]), que aquí mando yo y ni siquiera el cardenal se puede meter. Sorprendido y triste, me retiré. Se lo conté a José Pablo y se molestó, así que volví otro día a hablar con el mismo Patroni. Él, con un poco de vergüenza o malestar, me dijo que no podía hacer nada y que las cosas dependían de la Hna. Julia. José Pablo le dijo a todos los de mi agrupación que yo era un quedado, que la monja me puso mala cara y que yo me fui. Esta fue la primera vez de muchas que él manifestó un prejuicio hacia mí.

Al poco tiempo me encuentro con el P. Santarsiero en la parroquia. Habían pasado tres años desde nuestra ultima conversación. Así que en la sacristía, después de Misa, nos pusimos a conversar y me da trabajo en el seminario. Tuve una fuerte experiencia de oración, pues el trato era que me presentara una hora antes para rezar. Le conté lo del ISPEC y también que tenía enamorada. Conversé mucho con él y otra vez me propuso lo del discernimiento. Yo no sabía qué decidir, qué hacer y se lo preguntaba a Dios. ¿Y el MVC? Porque yo creía que Él me había llamado al Movimiento. Y así pasaron los días y algunas semanas, hasta que decidí terminar con mi enamorada y luego conversar con mi animador José Pablo. Éste me dijo que el Padre me estaba manipulando, ofreciéndome cosas y que tú te tienes que quedar con nosotros, que Dios te ha llamado aquí, etcétera, etcétera. Así que el Padre era el malo de la película, e incluso le envié una carta perdonándolo por haberme manipulado.

José Pablo no se lo consultó a nadie, lo decidió en el momento en el que nos encontramos. El Padre fue prudente al decirme lo siguiente: “Si no es tu vocación, aquí lo vas a descubrir y el estudio te va a quedar. Si estudias bien, también podrías ir a Italia”. Incluso después de contarle de la grave situación de mi casa, hizo a un lado su propuesta inicial y me dijo con cierta pena y empatía: “Conozco al embajador… puedes viajar a Italia, trabajar y ayudar a tu familia”. A decir verdad, no le puse atención a esto, pues mi prioridad era saber dónde quería Dios que me quedara. Cuando el Padre me acompañó a mi casa para conversar con mi madre, no la encontramos. Ahora que recuerdo, en el MVC a mí jamás me preguntaron ni siquiera de refilón por mi familia.

De modo que dejé al Padre y seguí en el MVC. No regresé durante casi dos meses con mi chica y en aquel tiempo —antes de regresar con ella— las cosas siguieron igual: esperé a que me dijeran que converse con un sacerdote sodálite o algún consagrado, o que pasara a algún grupo de discernimiento, y nada. Regresé con ella y decidí formarme para el matrimonio. Así que busqué material para estudiarlo y a ella busqué involucrarla en el MVC, pero no se sentía a gusto, de modo que se dedicó a la parroquia. Ella me llevó algunas veces a la casa que las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta tienen en La Parada. Con Óscar Alvarado fui varias veces al Hospital del Niño.

Lo que encontré fueron los folletos que editó VE [Vida y Espiritualidad] con la Conferencia Episcopal Peruana. El de Luis Fernando Figari se agotó. Aún así lo pude leer, al igual que el de Pedro Morandé, y lo que fue para mí como el descubrimiento del fuego por el tema de la fenomenología (que me acompaña hasta el día de hoy pero ésa es otra historia) fue el folleto de Alfredo García Quesada. Por decirlo de alguna manera, consideraban las cosas desde la cúspide de la estructura humana sin considerar la afectividad y sus reacciones, así como la sensualidad y la necesaria y posible reorientación de estas dos esferas de las que también se compone el hombre. A pesar de mi esfuerzo, considerando todo lo que un emevecista normalmente hacía, no pude evitar las reacciones. Más aún cuando lo único que había aprendido o recibido respecto al tema se reducía a “la guerra contra la lujuria la ganan los cobardes, los que huyen”. No me excuso, pero también estaba el desconcierto y el voluntarismo, el no saber qué hacer, pues sí nos queríamos, hubo amor entre nosotros (yo y mi enamorada) en todas sus dimensiones. Rezar más, leer más, más ejercicio…. Después de más de un año, pasó lo que no quería.

Luego de aquella primera experiencia busqué a VP. Su comentario al verme y escucharme sobre lo sucedido fue: “Tranquilo, mis hermanos le dan duro”. Si bien yo le tenía respeto a aquella agrupación mayor, lo que me dijo no redujo para nada mi turbación y sentimiento de culpa. José Pablo del Nogal, cuando se enteró, me dijo: “¡Ah, ya te la cachaste!” Me puso un ultimátum. “Si vuelve a pasar, la dejas”. Miguel Saravia no estaba de acuerdo con esto último, pero me dijo algo aún más perturbador: “Tienes que entender que las relaciones sexuales entre los no casados es una especie de masturbación de a dos”.

Fue en el año 1999 cuando se creó el Instituto Superior Pedagógico Nuestra Señora de la Reconciliación [bajo gestión del Sodalicio de Vida Cristiana]. Allí me encontraba, el mejor año de mi vida en cuánto al estudio, cuando José Pablo me planteó: “O la dejas, o te vas”. Para sorpresa de todos, me fui por primera vez de la agrupación. Pensé: “Otra vez no le voy a hacer caso”, creyendo también que iba a poder solo con un problema que no sabía como resolver. Y de repente ocurrió lo del embarazo.

A aquellos que me trataron con indiferencia o rencor, que me cerraron puertas y me juzgaron, empezando por mis hermanos de agrupación, que luego ante situaciones similares lograron evitar los embarazos, pues la prudencia tuvo forma de condones y pastillas, los seguí estimando y respetando.

Durante varios años pedí apoyo moral para casarme y se me decía que no. Muchas veces se me presentaba el siguiente dialogo con mi enamorada:

Ella: Tú me amas.

Yo: Yo te amo.

Ella: Y si me amas, ¿por qué no te casas conmigo?

Yo: Tú no entiendes….

Y se generaban los conflictos externos e internos.

Por ese entonces, el Centro Apostólico San Juan Apóstol alquiló después del año 2000 por segunda vez una casa en Balconcillo. Yo la cuidaba. Me lo permitió Roberto Gálvez, coordinador del Centro y el último animador de agrupación que tuve. Me instalé allí antes de la inauguración. La casa estaba sucia y ocupada con muebles viejos. En el último piso había un palomar. Aparte del polvo y del olor a excremento de palomas, creía yo que eran éstas las que hacían ruidos en la madrugada. Pero se trataba de una rata, que fue descubierta y matada por Homero Álvarez después de limpiar, pocos minutos después que Iván Torres me preguntara que cómo había pasado las noches y yo le hablara de los ruidos de las palomas en la madrugada. Algunas veces cortaron la luz eléctrica, una vez el agua y por varios días. Lo más incomodo fue cuando cambiaron la cerradura y no me avisaron, y estuve hasta muy tarde tratando de abrir la puerta para entrar a descansar.

En una oportunidad trajeron una botella de ácido muriático y la dejaron en el baño. Llegué en la noche y la vi, la cogí y pensé en matarme de una vez y acabar así con todo. Hacía tiempo que padecía de una depresión. Mi vida en ese tiempo era triste y no le veía salida. Me sentía mal, las culpas me pesaban demasiado, me creía un traidor, traidor al llamado que el Señor me había hecho y un fracasado. Ciro Beltrán, quien conversaba conmigo, me llegó a decir que yo padecía una especie de SIDA espiritual, porque mis defensas estaban bajas. Mis hermanos de agrupación me trataban mal, especialmente uno. El motivo era que yo ya tenía un hijo. Mi enamorada salió embarazada después de dos años de relación.

Tomé la botella de ácido y la abrí. Hacía poco Ciro Beltrán me había regalado un par de anteojos con lentes de resinas. Me acerqué al wáter y eché el ácido sobre los lentes. Al ver lo que ocurrió, me arrepentí de lo que pretendía hacer.

Por una discusión que tuvimos, Ciro ya percibía que yo estaba mal, y me envío a hablar con Santino Moreno. No sabía cómo contarle las cosas, pues yo mismo no consideraba la pena, la angustia, el dolor de años respecto también al Plan de Dios para mí. Y le conté de mi supuesta homosexualidad, enquistada por el temor de mi madre desde que tengo memoria y de la amenaza de mi novia, porque había salido embarazada otra vez y decía que iba a abortar, ya que no nos casábamos. Aun así, conversar con Santino me alejó de aquella idea del suicidio.

Al poco tiempo me fui, experimentando todo lo que implica haber participado durante años, añorando volver y lamentándome, pero quedarme en mi agrupación era ya insoportable para mí.

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Abusos, Catolicismo, Iglesia católica, movimiento de vida cristiana, sodalicio de vida cristiana, suicidio

[El dedo en la llaga] José Luis Pérez Guadalupe (nacido el 8 de abril de 1965 en Chiclayo, capital de la región Lambayeque en el Perú) es todo un personaje. Tiene títulos académicos de licenciado y magíster en Sagrada Teología (Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima), licenciado en Ciencias Sociales (Pontificia Universidad Gregoriana de Roma), licenciado en Educación (Pontificia Universidad Católica del Perú), maestría en Criminología (Universidad del País Vasco), maestría en Antropología (Pontificia Universidad Católica del Perú), doctor en Ciencias Políticas y Sociología (Universidad de Deusto, del País Vasco). A partir de 1986 se desempeñó como agente de pastoral carcelaria en el Establecimiento Penitenciario de Lurigancho. Esta experiencia lo llevó a realizar investigaciones en el campo penitenciario y criminológico, que tuvieron como resultado que en el año 2011 le fuera confiada la presidencia del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), que desempeñó hasta febrero de 2015, cuando fue nombrado Ministro del Interior en el gobierno de Ollanta Humala, culminando este encargo en julio de 2016.

Pero también fue uno de aquellos a los que el Sodalicio les declaró personalmente la guerra, declarándolo enemigo de la institución, ya desde aquellos años en la década de los 80 en que era un simple estudiante de teología, al igual que yo, en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. Era conocido coloquialmente como “el Diablo” entre nosotros sodálites.

En septiembre de 1992 la Conferencia Episcopal Peruana le publicó el libro ¿Por qué se van los católicos? El problema de la “migración religiosa” de los católicos a las llamadas “sectas”. Este libro, si bien se centraba en lo que Pérez Guadalupe llama Nuevos Movimientos Religiosos (NMR), en su mayoría de impronta evangélica, también incluía en una parte una crítica a ciertos movimientos católicos —entre ellos la Renovación Carismática Católica, el Camino Neocatecumenal y el Sodalitium Christianae Vitae— por sus características sectarias, o más bien, elitistas.

La crítica al Sodalicio no era por abusos cometidos —de los cuales no se sabría públicamente nada hasta que el año 2000 José Enrique Escardó escribiera una serie de artículos en la revista Gente, dando a conocer por primera vez abusos que él mismo había sufrido en la institución—. Pérez Guadalupe, sin considerar al Sodalicio necesariamente como algo malo, resaltaba —en el marco de una crítica general que incluía a otros movimientos católicos— su carácter exclusivista y elitista, que no se compaginaba con la esencia de lo que es católico.

He aquí lo que decía:

«Es innegable que en las últimas décadas nuestra Iglesia católica ha experimentado una efervescencia laical manifestada fundamentalmente en la aparición de diversos grupos y movimientos apostólicos. Estos grupos, que definitivamente son una bendición para nuestra Iglesia, también tienen, como todo grupo humano, sus originalidades y excesos. Algunas personas están viendo en algunos de estos grupos rasgos sectarios muy parecidos al de los grupos no católicos; algunos autores inclusive comienzan a hablar de ‘sectas católicas’».

En una sustanciosa nota a pie de página precisaba este concepto:

«Aunque la definición de ‘secta’ en la actualidad es un problema todavía no resuelto, personalmente creo que podemos llamar ‘secta’ (o actitud sectaria) a todo grupo religioso que se cree el único que ha recibido la revelación de Dios y el único que va a ser salvado por él. En este sentido me parece que no podemos hablar de ‘sectas católicas’ sino más bien de ‘élites católicas’; entiendo por ‘élite’ (o actitud elitista) a todo grupo religioso que cree ser el mejor intérprete de la revelación de Dios, y cree que su forma de vivir la religión y practicarla es la mejor. Queda claro que en mi opinión la actitud sectaria es la que cree ser la ‘única’; y la ‘actitud elitista’ es la que cree ser, no la única, pero sí la ‘mejor’. En este sentido, según mi opinión, es más exacto hablar al interior de nuestra Iglesia de ‘Élites Católicas’ que de ‘Sectas Católicas’. Cabe indicar que, cuando digo ‘Élites Católicas’, no quiero decir que sean realmente élites, sino que se creen élites. En este sentido tomo el término como una ‘actitud’ (elitista) y no como una realidad».

Pero donde llegaba la crítica más aguda y punzante de este pequeño libro era en el siguiente texto:

«Los movimientos apostólicos que han logrado cohesionar e integrar la experiencia personal y la experiencia comunitaria son los que precisamente tienen más desarrollo pastoral, por ejemplo: la Renovación Carismática Católica, las comunidades neocatecumenales, Sodalitium Christianae Vitae, etc. Pero en estos 3 grupos mencionados justamente por su cohesión comunitaria, hay un peligro inminente de que surja un espíritu exclusivista y de superioridad sobre el resto de católicos».

Y en nota a pie de página desarrollaba aún más esta idea:

«Uno de los rasgos más patentes de este sentimiento de superioridad y exclusivismo es su ‘sentimiento de intocabilidad’; muchas veces los miembros de estos grupos se creen los intocables, y creen que su grupo es intocable. No se les puede hacer ninguna alusión y menos una crítica. Muchas veces se creen, no parte de la Iglesia, sino la (verdadera) Iglesia, llegando inclusive algunos carismáticos a decir que la Renovación Carismática no es un movimiento de la Iglesia, la “la Iglesia en movimiento” y algunos neocatecúmenos dicen que ellos no son un movimiento de la Iglesia, sino “el camino de salvación”. Estas mismas características también se pueden apreciar en algunas facciones del Opus Dei».

La conclusión a la que llegaba era demoledora:

«Este sentimiento de identificación más grupal que eclesial, llega a un grado realmente inadmisible cuando lo encontramos en algunos sacerdotes: ya no son sacerdotes de la Iglesia, sino de su movimiento. Si llegan a ser párrocos, la cosa se vuelve inaudita, ya que desgraciadamente formarán parroquias carismáticas, o neocatecúmenas, o sodálites, pero ya no parroquias católicas.

Hasta aquí podemos ver que ese espíritu ‘sectario’ o ‘elitista’ que vemos en los grupos no católicos, es un fenómeno hasta cierto punto normal y comprensible, pero de ninguna manera aceptable».

En ese entonces Pérez Guadalupe no sospechaba que iba a suceder con su libro lo que él mismo había escrito en él: «No se les puede hacer ninguna alusión y menos una crítica». Pues de inmediato la maquinaria sodálite se puso en marcha para acallar el texto. Los sacerdotes sodálites José Antonio Eguren y Jaime Baertl movieron sus influencias eclesiásticas. El Vicario General del Sodalicio, Germán Doig, afirmó que la presentación del libro, suscrita por el obispo auxiliar de Lima Mons. Oscar Alzamora, no podía haber sido redactada por él. En otras palabras, que esa presentación era una falsificación, no obstante que el mismo Mons. Alzamora afirmó después qué él sí la había escrito, pues el libro no contenía ningún error doctrinal. Finalmente, el libro fue retirado de los estantes en el local de la Conferencia Episcopal Peruana y vetada su venta.

¿Quién consumó esta censura? Pues nada menos que Mons. Miguel Cabrejos, quien entonces era obispo auxiliar de Lima y secretario general de la Conferencia Episcopal Peruana. El mismo que llegaría ser presidente de la Conferencia Episcopal Peruana y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). El mismo que se limitaría a emitir comunicados tibios sobre el Sodalicio, sin organizar ninguna atención pastoral a las víctimas. El mismo que diría falsamente que la Conferencia Episcopal Peruana bajo su mandato había repetido que el Sodalicio no tenía carisma fundacional, como declaró sin vergüenza alguna al diario La República en una entrevista publicada el 22 de enero de este año:

«Un segundo punto muy importante, que no es nada nuevo, es que a partir de la constatación de la falta de un carisma fundacional, y esto la Conferencia Episcopal lo viene repitiendo años y años atrás; entonces, frente a la falta de un carisma fundacional con el señor Luis Fernando Figari y, además de eso hemos escuchado las causas, los pormenores y las consecuencias de este acontecimiento para las diócesis del Perú y de la decisión del Papa Francisco, que ya es conocida, de suprimir dicha sociedad de vida apostólica».

Posteriormente, de 1999 a 2011, Pérez Guadalupe fue director de la Comisión Diocesana de Pastoral Social de la Diócesis de Chosica (al este de la arquidiócesis de Lima) y del Instituto de Teología Pastoral Fray Martín, colaborando con el obispo Mons. Norberto Strotmann. Fue en el año 2000, cuando yo aún mantenía vínculos con el Sodalicio, que Pérez Guadalupe me invitó participar como docente del Curso de Teología a Distancia, dirigido principalmente a catequistas y profesores de religión de provincias. Acepté gustosamente, y fue allí donde tuve una experiencia de la Iglesia como Pueblo de Dios como nunca antes la había tenido, lo cual contribuyó a mi proceso de desintoxicación de la mentalidad sodálite, que culminaría recién en el año 2008.

En las conclusiones de su libro censurado, Pérez Guadalupe escribía lo siguiente:

«Aunque yo personalmente prefiero no utilizar el término ‘sectas católicas’ sino más bien el de ‘élites católicas’ (indicando con esto la actitud grupal de superioridad frente al resto de católicos), es indiscutible que cada vez aumenta el número de autores católicos que no sólo han comenzado a hablar de actitudes sectarias dentro de la Iglesia sino que inclusive llaman ‘sectas’ a nuestros Movimientos Apostólicos. Es indudable que hay algunos grupos al interior de la Iglesia que están creando problemas justamente por su actitud cerrada y exclusivista. Habría que investigar aquí, hasta qué punto estos grupos están formando pequeñas iglesias al interior de la católica, o hasta qué punto estos grupos, moderadamente, son el futuro de nuestra pastoral católica».

Aunque tardíamente, las investigaciones ya se están haciendo o se han hecho parcialmente. Y las palabras de Perez Guadalupe resultaron proféticas: los grupos con actitudes cerradas y exclusivistas, como el Sodalicio, resultaron ser menos católicos de lo que se pensaba.

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[El dedo en la llaga] El anuncio de la obra teatral “María Maricón” de Gabriel Cárdenas Luna en el marco del festival de artes escénicas “Saliendo de la Caja” organizado por el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) ha generado reacciones airadas de parte de colectivos católicos, la Conferencia Episcopal Peruana, el Ministerio de Cultura, el Congreso de la República y diversos personajes vinculados a las tendencias más ultraconservadoras del catolicismo peruano. ¿Está justificada esta reacción que no sólo pretenderse quedarse en protestas declarativas, sino que busca una censura de la obra, a fin de que no sea representada ante el público de ninguna manera?

El resumen del contenido de la obra que aparece en el folleto del festival no parece ser motivo suficiente para estas reacciones hiperventiladas:

«Obra escénica testimonial que explora el conflicto entre la religión y el género, a través de la deconstrucción de diferentes vírgenes y santas católicas. Utilizando danzas folklóricas peruanas, cantos y textos religiosos y populares, además de la experiencia de vida personal del performer principal quien es homosexual, la obra teje una narrativa compleja y emotiva que desafía las normas establecidas y celebra la diversidad».

Lo que ha suscitado tantas iras santas es el título mismo de la obra, y sobre todo el afiche, donde aparece un hombre vestido con una ornamentación que suelen vestir las imágenes sagradas de la Virgen María en el panteón de la devoción católica.

En esta línea va el comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana, que dice defender «la libertad de expresión. Sin embargo, consideramos, que no es un derecho absoluto y tiene límites, sobre todo cuando riñen con otros derechos como la libertad religiosa, la fe y la devoción del pueblo peruano. Estos límites adquieren mayor rigor si tenemos en cuenta que la PUCP es una universidad católica y pontificia que debe transmitir los valores cristianos y está sujeta a las Enseñanzas y Magisterio Pontificio». Por otra parte, el Ministerio de Cultura «invoca el respeto por los símbolos religiosos, que son patrimonio de nuestro país. El título de la obra y la forma en que se presenta el afiche, con la imagen de un varón que reemplaza la figura de María de Nazareth, atenta contra tres elementos de la fe católica que se recogen en la Sagrada Tradición de la Iglesia Católica, la Sagrada Escritura y el propio Magisterio de la Iglesia». 

Lo que no queda claro es cómo una obra de teatro —o su promoción mediante un afiche— puede atentar contra la libertad religiosa, si consideramos el inciso 3 del artículo 2 de la Constitución Política del Perú:

«Toda persona tiene derecho: A la libertad de conciencia y de religión, en forma individual o asociada. No hay persecución por razón de ideas o creencias. No hay delito de opinión. El ejercicio público de todas las confesiones es libre, siempre que no ofenda la moral ni altere el orden público».

¿Acaso la obra y su afiche impiden que los católicos puedan ejercer libremente sus creencias religiosas? Lo que sí atenta contra libertades constitucionales es censurar la obra e impedir que puedan acceder a ella los que quieran verla. Soy católico, pero no comparto la necedad de Mons. Miguel Cabrejos, quien firma el comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana en su calidad de presidente de esa entidad.

¿Hasta qué punto se deben respetar los símbolos religiosos? En la medida en que se respeta a la persona humana y sus creencias. Pero eso no anula la posibilidad de recurrir a la sátira cuando hay motivos suficientes para ello. Y la creación artística abre esas posibilidades. En ese sentido, es legítimo satirizar cualquier símbolo, sea el que fuere. Si se cree que no se puede hacer con los símbolos del catolicismo, entonces no se podría hacer con los del islamismo, del nazismo, del comunismo, del capitalismo, etc. Y en toda sátira hay ineludiblemente una vena crítica que ofende a algunos. Como decía un cura jesuita ya fallecido: son los gajes de la democracia.

¿Significa eso que en el arte todo está permitido? El límite es lo delictivo. Si una obra justifica la discriminación, el racismo y el odio a minorías, o hace apología de conductas criminales, entonces ya no es libertad de expresión sino delito. La valoración de “María Maricón”, una obra que hasta ahora nadie ha visto, debe hacerse sobre la base del contenido de la obra, no del afiche, que no configura ningún delito.

Por otra parte, toda imagen icónica o sagrada de María es una creación humana que se ha generado en determinados contextos sociales e históricos, y ninguna representa fidedignamente a la María de carne y hueso que habría vivido a inicios del siglo I en la pequeña localidad de Nazaret. Si me preguntan, ella debió parecerse más a cualquier mujer palestina que habita la franja de Gaza. Por lo tanto, satirizar artísticamente una imagen de la Virgen María no constituye necesariamente una falta de respeto a la madre histórica de Jesús.

¿Y qué decir de aquellos que exigen que la universidad que está detrás del festival censure la obra porque no es compatible con los valores cristianos que ella representa? Debo aclarar que se llama Pontificia Universidad Católica del Perú, no Pontificia Universidad Católica Conservadora Fundamentalista y Fanática del Perú. La libertad de conciencia está entre uno de los valores fundamentales que, como entidad católica, debe salvaguardar. Además, no se necesita ser católico para estudiar en esa universidad y la libertad de expresión del estudiante debe quedar incólume. Existe el derecho a la crítica y a la sátira, caiga quien caiga.

Hay quien ha hecho el paralelo con sociedades islámicas, donde una falta de respeto a la figura de Mahoma acarrea consigo reacciones violentas y sanciones crueles, incluyendo la muerte. Pero hacer este paralelismo entre católicos y musulmanes es improcedente. La mayoría de los musulmanes que conozco no son así, y eso se da sólo en sociedades teocráticas gobernadas por islamistas radicales y fanáticos. ¿Es que también son así los católicos? La mayoría de católicos no son así, predispuestos al fanatismo y a la violencia verbal … e incluso física.

¿Nos hallamos ante una blasfemia, como ha afirmado el pseudo-periodista Alejandro Bermúdez, expulsado del Sodalicio de Vida Cristiana por el Papa Francisco?

El Catecismo de la Iglesia Católica define así el pecado de blasfemia:

«La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios. Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos” (St 2, 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión».

Es decir, para cometer una blasfemia es requisito creer en Dios, la Iglesia, los santos y las cosas sagradas. Eso no aplica para no creyentes. Manifestar algo ofensivo respecto a cosas en cuya existencia no se cree no califica como blasfemia. Y los creyentes no pueden pretender que a los no creyentes se les aplique las mismas normas morales que valen para ellos.

Además, Bermúdez se olvida de que quien ofendió a la gente religiosa y piadosa de su tiempo fue Jesús mismo, según cuentan los Evangelios. Fue acusado en varios momentos de cometer blasfemia. Tan ofendidos se sintieron los sacerdotes judíos y los fariseos, cumplidores de la Ley, que conspiraron para matarlo y decidieron entregarlo a las autoridades romanas para su ejecución cuando interpretaron una de sus frases ante el Sanedrín como una blasfemia contra Dios.

Lo que sí se puede decir con propiedad es que el Sodalicio es una institución blasfema, pues recurre al nombre de Dios para justificar abusos de todo tipo y prácticas criminales. Y contra esas blasfemias no veo que hayan protestado con tanta vehemencia ni los católicos tradicionales ni la mayoría de los obispos peruanos.

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[El dedo en la llaga] «Quiero confirmarte que el Comité de Reparaciones no te consideró una persona con derecho a recibir una compensación financiera dentro del programa, más allá de asegurar que tu acceso a servicios profesionales para tu salud esté disponible de manera continua. Sé que ya cuentas con el servicio de salud en Alemania. Como sea, esto es una seguridad adicional para ti».

Con estas palabras, en un e-mail del 9 de noviembre de 2016 escrito originalmente en inglés, Ian Elliott —experto contratado por el Sodalicio para lavarle la cara a la institución— me comunicaba que no tenía derecho a ninguna reparación y que, por tanto, no se me consideraba oficialmente víctima del Sodalicio.

El 31 de enero de 2017, Alessandro Moroni —entonces Superior General del Sodalicio— me confirmaba esto en un e-mail, añadiendo algunas explicaciones:

«En el testimonio que nos hiciste llegar relataste un episodio que también has descrito por medios de alcance público y que, según los informes que nos hizo llegar la Comisión, también les relataste a ellos. Eso fue encomendado entonces al investigador profesional asignado para estos casos, y en su informe indica que no encontró evidencias para afirmar la verosimilitud de este caso.

Según refirió el Sr. Elliott, en la entrevista que tuvo contigo no fue relatado ningún episodio específico, sino más bien una serie de opiniones sobre tu experiencia en general, y también sobre las cosas que consideras que están o han estado mal en el SCV y deben cambiar. El Sr. Elliott presentó su evaluación a los demás miembros del comité de reparaciones, en el cual él mismo participa. La conclusión unánime fue que, según los criterios establecidos en un comienzo, no correspondía una reparación en el marco de este programa de asistencia».

Moroni admitió que conocían mi testimonio, pero según se deduce de lo que me dice, Ian Elliott, en una muestra de su incompetencia, no lo habría conocido o no lo habría tenido en cuenta en su informe. Allí se describen, entre otras cosas, abusos psicológicos que me llevarían a pasar mis últimos meses en una comunidad sodálite del balneario de San Bartolo (unos 50 km al sur de Lima) con pensamientos suicidas, entre diciembre de 1992 y julio de 1993.

El episodio presuntamente inverosímil al que se refiere Moroni es aquel cuando Jaime Baertl, antes de ser ordenado sacerdote y siendo mi consejero espiritual, me ordenó desnudarme, colocarme detrás de una silla enorme y simular que me la follaba. Yo tenía entonces 16 años de edad.

Baertl nunca ha negado públicamente que ese hecho ocurriera ni tampoco me ha solicitado que me rectifique para no dañar el honor que cree tener, aun cuando mi testimonio al respecto es de conocimiento público, y yo mismo he descrito al detalle el lugar en que ocurrió, las circunstancias y el contexto, los cuales pueden ser corroborados por otros testigos. Además, se ha tener en cuenta que no fui el único al que su consejero espiritual le solicitó que se desnudara.

Sin embargo, Baertl siempre ha negado el hecho ante varias instancias. Lo hizo ante la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación, convocada por el mismo Sodalicio. Lo hizo el 8 de julio de 2016 ante funcionarios del Ministerio Público. Lo hizo en carta notarial del 24 de octubre de 2024 a la Nunciatura Apostólica en el Perú. ¿Por qué esto último? Porque el hecho descrito, considerado verosímil por la Misión Especial conformada por Mons. Charles Scicluna y Mons Jordi Bertomeu, fue uno de los motivos mencionados —entre otros— en un comunicado del 23 de octubre para justificar la expulsión de Baertl del Sodalicio de Vida Cristiana.

Recalco que se trata de un hecho del que no existen pruebas en sentido judicial, pero cuya verosimilitud es irrefutable ante la cantidad de datos y detalles que he proporcionado al respecto. Y respecto al cual seguiré afirmando que efectivamente sucedió, pues la memoria no me falla.

Aún así, que los expertos contratados por el Sodalicio descartaran este hecho de mi testimonio no anulaba los demás abusos relatados por mí, los cuales dejaron más huellas y cicatrices en mi psique que ese otro incidente que fue reprimido en el desván de mi memoria durante décadas. Lo cierto es que, para proteger a Jaime Baertl —el hombre más poderoso de la institución desde las sombras, tras la renuncia de Figari al cargo de Superior General en el año 2010—, se me negó toda reparación y se desconoció mi status como víctima del Sodalicio.

Tras conocerse la expulsión del Sodalicio de su fundador Luis Fernando Figari mediante decreto vaticano del 9 de agosto de 2024, en la página web de la institución fueron publicadas unas aclaraciones, donde se decía: «Desde el primer momento en que tomó conocimiento de personas que habían sido víctimas de abuso por parte de algunos de sus miembros o exmiembros, el Sodalicio buscó la mejor manera posible de salir a su encuentro y ofrecer un camino de acogida, escucha y reconciliación». Evidentemente se trataba de una mentira, pues eso no ocurrió ni en mi caso ni en el de muchos otros. Y aquellos a los que se les concedió una reparación pecuniaria, tuvieron que firmar acuerdos extrajudiciales con cláusulas de confidencialidad que los obligaban a mantener en silencio el monto de las reparaciones, los motivos —entiéndase abusos— por las cuales se hacían acreedores a ellas, los nombres de los abusadores, tal como se desprende del texto de uno de estos acuerdos:

«El señor [Fulano de Tal] y el SCV se obligan a mantener absoluta reserva y confidencialidad sobre las conversaciones y negociaciones sostenidas para arribar a esta transacción, sobre el contenido del presente acuerdo, incluyendo los montos indemnizatorios comprendidos (asistencia e indemnización), los hechos que lo motivan y las personas involucradas en ellos.

La obligación de confidencialidad antes descrita alcanza a los representantes, asesores u otras personas que hayan intervenido o participado, colaborado o asesorado a cada una de las partes para la suscripción de la presente transacción. El incumplimiento de esta obligación de confidencialidad por parte de alguna de ellas hará responsable a la parte con la que se vincula.

El incumplimiento del deber de confidencialidad, ya sea directamente o por alguno de sus representantes, asesores o colaboradores, habilitará a la otra parte a reclamar la indemnización correspondiente».

Sin muchas esperanzas, el 16 de agosto de 2024 envié una solicitud por correo electrónico —la única vía dispuesta a estos efectos por el Sodalicio— a la Oficina de Escucha y Asistencia. En realidad, sólo esperaba confirmar lo que había ocurrido en el pasado: que a las víctimas se les llenaba de promesas, para al final dejarlas en la estacada.

Sin embargo, esta vez ocurrió algo distinto. La Sra. Silvia Matuk, encargada de la oficina y de mal recuerdo para muchos, esta vez se comportó correctamente e hizo sus esfuerzos para que mi solicitud llegara a buen puerto, lo cual le agradezco de corazón. 

A fin de asegurar la buena marcha del proceso, compartí algunos de los correos electrónicos de la Sra. Matuk y también los míos con algunas personas de confianza, hasta que la misma Sra. Matuk me advirtió que en todo el proceso se debía guardar confidencialidad. Le di la razón en lo que a ella correspondía, pero no en lo que a mí me tocaba, mediante un e-mail del 5 de septiembre de 2024:

«Según lo que hemos conversado ayer por teléfono respecto a su solicitud de que no comparta los mensajes que usted me envía por correo electrónico, le doy la razón, aun cuando un proceso de reparación tiene carácter público porque responde a una exigencia de justicia que tiene consecuencias sobre otros casos similares. Y quiero insistirle sobre este punto: no se trata de un asunto privado entre el Sodalicio de Vida Cristiana y yo, sino de una materia que atañe a todas las víctimas que no han sido debidamente reparadas por la institución.

Sobre la condición de confidencialidad que debería acompañar todo el proceso, eso la obliga a usted como profesional que recibe información de las personas afectadas que recurren a usted, pero esa condición no se le puede imponer a una víctima de abusos, ni siquiera durante el proceso, pues en este caso ese silencio sólo sirve para proteger a la institución o persona abusadora y deja desprotegida a la víctima. Esto mismo lo confirma el Papa Francisco en su carta apostólica “Vos estis lux mundi” (25 de marzo de 2023), donde dice que “al que presenta un informe, a la persona que afirma haber sido ofendida y a los testigos no se les puede imponer alguna obligación de guardar silencio con respecto al contenido del mismo”.

Respecto a su reputación como profesional, no es mi deseo opacarla, pero tampoco es mi deber defenderla, pues eso le corresponde a usted. Será buena si hace lo correcto y cumple con las tareas que le han sido asignadas en consonancia con la justicia debida a las víctimas. Será mala si, al contrario, decide proteger honras no merecidas en perjuicio de las víctimas que buscan acceder a la justicia desde hace tiempo.

El deber de hacer justicia y reparar a las víctimas que tiene el Sodalicio de Vida Cristiana, si bien no está estipulado de manera vinculante en ninguna norma jurídica de la Iglesia católica, sí constituye una obligación moral, tal como lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica:

“1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto.

2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia”.

En vistas de lo anterior, quiero resaltar que la justicia y reparación que supuestamente ofrece el Sodalicio de Vida Cristiana no deben estar sujetas a ninguna condición que se le pretenda imponer a la víctima, como, por ejemplo, el guardar silencio sobre los hechos luctuosos incluidos en su denuncia y sobre cómo va el proceso de reparación. La Iglesia católica lo prohíbe en sus procesos canónicos y, por analogía, se entiende que también está prohibido en procesos análogos iniciados por instituciones aprobadas por la Iglesia católica.

Por todo lo dicho, respetaré su deseo de no compartir los mensajes que me envíe, pero no me pida que guarde silencio en lo demás. Vistos los antecedentes del Sodalicio en casos similares, sería una inmoralidad mantenerse callado».

Tras un intercambio de mensajes, a fin de aclarar algunos puntos de la reparación, se me envió un acuerdo extrajudicial, que firmé el 1° de noviembre de 2024 en el Consulado General del Perú en Frankfurt —a efectos de legalización de la firma del documento— y envié a Lima por correo certificado. A diferencia de los leoninos acuerdos extrajudiciales del pasado, éste no contenía ninguna cláusula de confidencialidad. El monto ofrecido fue transferido a mi cuenta bancaria el 6 de diciembre de 2024. Si bien este monto era algo superior a lo que recibieron otras víctimas, no llega a compensar todos los daños sufridos que tuvieron consecuencias dolorosas en mi vida y un alto costo personal, hasta el día de hoy. Más importante para mí era su significado simbólico. Tras haber sido reconocido como víctima por la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación en febrero de 2016, el Sodalicio me negó durante ochos años ese status y se negó a reparar el daño producido, entre los cuales puedo mencionar el socavamiento de mis vínculos familiares: con mi madre, con mi ex-mujer, con mi hermano Erwin, que siguió en el Sodalicio y terminó expulsado por haber sido cómplice de las fechorías de la institución.

Si a alguien tengo que agradecer por esta reparación es a la Sra. Silvia Matuk, que hizo lo posible dentro de sus limitaciones y capacidades, y que fue la única persona con la cual tuve comunicación directa, sirviendo de mediadora en este asunto. También recibí algunas cartas impersonales firmadas por José David Correa, actual Superior General del Sodalicio. Y si bien, refiriéndose a experiencias dolorosas en el tiempo en que viví en comunidades sodálites, manifiesta «un sincero pedido de perdón por todos los sufrimientos que todo ello te ha generado, como también por las demoras, deficiencias o insuficiencias que puedan haber ocurrido en la atención que en diversos momentos se te haya dispensado», en ningún momento hizo el amago de querer comunicarse personalmente conmigo. Ni tampoco reconoció problemas objetivos configuradores de una cultura de abuso en la institución, ni mucho menos la verosimilitud de mi relato sobre el abuso sexual cometido en mi perjuicio por Jaime Baertl.

Es moneda corriente que instituciones de la Iglesia comiencen a pagar reparaciones postergadas cuando se encuentran entre la espada y la pared. El Sodalicio no parece ser le excepción. ¿Hay que estar agradecidos cuando uno recibe, tras años de angustiosa espera, lo que le corresponde en justicia? Como dice Gonzalo Valderrama, un sodálite con vocación matrimonial de las primeras generaciones: «Hoy aparecen varios que recibieron inmensos beneficios para ellos, sus hijos, o parientes, y a pesar de todo ello, muerden la mano que con mucho cariño fue extendida para ayudar a solucionar problemas y emergencias». Sabemos a quiénes se refiere. Incluso quienes siguen vinculados al Sodalicio y expresan críticas legítimas a la institución han sido descritos como aquellos que muerden la mano que les da de comer. No hay expresión más clara de lo que se considera ser leal al Sodalicio: ser fiel como un perro. Quién recibe una reparación del Sodalicio y quien recibe una remuneración por servicios prestados, recibe lo que en derecho le corresponde, no un favor. Y quien critica a aquel que lo remunera, está en todo su derecho. Pero para los amantes del Sodalicio las personas vinculadas a la institución deben ser eso: como perros que deben estar siempre agradecidos al amo.

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[El dedo en la llaga] La “generación fundacional” del Sodalicio —concepto acuñado por el mismo Luis Fernando Figari— estuvo integrada en su mayor parte por un grupo de alumnos egresados del Colegio Santa María (Marianistas) de Monterrico (Lima, Perú) en los años 1973 y 1974 —a saber, José Ambrozic, Germán Doig, José Antonio Eguren, Emilio Garreaud, Alfredo Garland, Luis Cappelleti (exsodálite), Raúl Guinea, Franco Attanasio (exsodálite), Juan Fernández (exsodálite)— pero también pertenecen a ella Virgilio Levaggi (exsodálite), del Colegio Italiano Antonio Raimondi, Jaime Baertl y Alberto Gazzo (exsodálite), ambos del Colegio de la Inmaculada (Jesuitas). Fue con estas personas que Figari consolidó un grupo que le seguía fielmente y que serviría para darle forma a la institución y desarrollar la ideología y la disciplina sodálites. Supuestamente ellos serían los primeros portadores del presunto carisma del Espíritu Santo que hasta ahora dice oficialmente tener esta sociedad de vida apostólica de derecho pontificio llamada Sodalicio de Vida Cristiana.

Sin embargo, nos hallaríamos ante una curiosa manera del Espíritu Santo de seleccionar sus herramientas. Pues Figari, el fundador, es un abusador. Y de la generación fundacional han sido abusadores Germán Doig (fallecido) y Virgilio Levaggi. Además, han sido expulsados del Sodalicio José Ambrozic, Mons. José Antonio Eguren, arzobispo emérito de Piura y Tumbes, y el P. Jaime Baertl por faltas graves que ocasionan escándalo. ¿Dónde estaba aquí el Espíritu Santo? ¿En aquellos como Juan Fernández y Luis Cappelleti —que colgó los hábitos—, los cuales se fueron porque vieron que la cosa no funcionaba como debía ser? ¿Y qué sucedió con Alberto Gazzo, el único sodálite ordenado presbítero por el Papa Juan Pablo II en 1985, a quien también se le llamaba “el apóstol de los niños” mucho antes que este apelativo lo llevara Jeffery Daniels, el mayor abusador sexual en serie de la historia del Sodalicio? ¿También se fue por obra del Espíritu Santo?

Lo que me ha llamado la atención recientemente es el caso de Franco Attanasio, quien en 1982 fue el primer miembro de la generación fundacional que se casó, convirtiéndose en el primer adherente sodálite (persona vinculada institucionalmente al Sodalicio con vocación matrimonial). Después —por supuestas presiones de su mujer— dejó el Sodalicio y se mudó a los Estados Unidos, llegando a ser médico internista en Detroit, EE.UU. El 30 de noviembre de este año supe que había sido incluido en el Registro de Agresores Sexuales de Michigan, en virtud de cuatro sentencias por conducta sexual criminal en cuarto grado emitidas en el año 2021, cada una con una pena de cinco años. Según el Código Penal de Michigan, «una persona es culpable de conducta sexual criminal en cuarto grado si realiza contacto sexual con otra persona y si se cumple cualquiera de las siguientes circunstancias: …» Paso a detallar las circunstancias que se le aplicarían: «Se utiliza fuerza o coerción para llevar a cabo el contacto sexual». Esto incluye: «Cuando el autor realiza un tratamiento médico o examen a la víctima de una manera o con fines que son reconocidos médicamente como no éticos o inaceptables». O esta otra circunstancia, considerando que se hace mención en las sentencias de víctimas incapacitadas: «El autor sabe o tiene motivos para saber que la víctima es mentalmente incapaz, está mentalmente incapacitada o físicamente indefensa». Attanasio seguiría ejerciendo la medicina, según consta en páginas web de servicios médicos, lo cual nos hace suponer que estaría cumpliendo un régimen de libertad condicional. Si bien los cuatro casos de abuso sexual ocurrieron en el año 2019, no se descarta la posibilidad de que hayan habido otros casos que no fueron denunciados, o que esta inclinación hacia conductas sexuales inapropiadas venga desde la época en que fue miembro de la generación fundacional del Sodalicio.

Él me hizo el examen médico en 1981 antes de que yo ingresara a vivir en una comunidad. En ese entonces él era todavía un estudiante de medicina, pues recién se graduaría en la Universidad Peruana Cayetano Heredia en 1982. Este examen incluía una palpada de testículos, lo cual puede ser aceptable en un examen de este tipo, aunque no sea necesariamente un procedimiento estándar. Lo irregular es que no haya quedado registro escrito de este examen médico, según me informó el anterior Superior General del Sodalicio, Alessandro Moroni, cuando solicité la devolución de toda la documentación sobre mi persona que pudiera estar en los archivos de la institución. Así como tampoco me devolvieron el informe de una evaluación psicológica realizada en el año 1993 por la psicóloga Liliana Casuso, entonces integrante de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación. Y ese informe me consta que sí existió, pues lo tuvo en sus manos el sodálite Miguel Salazar, ahora expulsado, cuando me leyó algunos de los resultados de mi evaluación.

Pues era práctica común en el Sodalicio que los informes médicos no fueran entregados al paciente perteneciente a alguna rama de la Familia Sodálite, sino directamente a los superiores, violando así el secreto profesional y la confidencialidad debida al paciente. Para ello Figari contó con la complicidad de algunos médicos, la mayoría de ellos vinculados de una u otra manera a la Familia Sodálite. Y Franco Attanasio estaba destinado a ser uno de los médicos del círculo de Figari. el cual sólo permitía que los sodálites con alguna enfermedad se atendieran con los médicos que él recomendaba. De este modo, las dolencias adquiridas por sodálites quedaban en familia y no eran sometidas al escrutinio de especialistas independientes.

Uno de estos médicos era un sujeto con cierta semejanza al personaje de cómic Dr. Fu Man Chu. Me refiero al doctor Armando Calvo, amigo íntimo de Figari y cuya esposa, Nelly Calvo, participa activamente de Betania, una de las asociaciones del Movimiento de Vida Cristiana, vinculado al Sodalicio. El doctor Calvo no sólo atendía a sodálites por indicación expresa de Figari, sino también a mujeres de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación. Y siendo reumatólogo, también habría recetado medicinas para tratar dolencias ajenas a su especialidad.

Según una fuente, cuando Germán Doig falleció en su habitación en la madrugada del 13 de septiembre de 2001, Figari le habría solicitado a Calvo que firme el certificado de defunción sin ver el cadáver, a lo cual Calvo se negó. El documento habría sido firmado luego por un médico asociado al Movimiento de Vida Cristiana.

Para casos de enfermedad mental entre sus seguidores, Figari contaba con los servicios del doctor Carlos Mendoza, un psiquiatra adoctrinado dentro de las filas del Movimiento de Vida Cristiana, que habría tratado crisis vocacionales de sodálites y fraternas con psicofármacos y que estaría firmemente convencido de que la homosexualidad es reversible mediante procedimientos psiquiátricos. El habría tratado, a partir de 1997, al pederasta serial Jeffery Daniels, respecto a quien el Sodalicio ha reconocido oficialmente por lo menos 12 víctimas menores de edad, y habría participado del encubrimiento que se hizo de su caso, sin que sus delitos fueran denunciados ni a las autoridades civiles ni a las instancias canónicas correspondientes.

Finalmente, dos sodálites de vida consagrada se graduarían como médicos, añadiéndose a los anteriores, a saber, los doctores Renzo Paccini y César Salas. Este último habría estado encargado de los exámenes médicos de aspirantes al Sodalicio, por lo menos hasta el año 2004 aunque probablemente también después, según un testimonio: «Sobre los exámenes de ingreso, yo ingresé a San Bartolo en 2004, y todavía se realizaban. Los aspirantes éramos examinados por el Dr. César Salas (médico sodálite de confianza de Figari), incluyendo palpación de pene y testículos “para verificar que todo esté bien”, según nos dijo». En San Bartolo, un balneario al sur de Lima, estuvieron situadas las casas de formación donde ocurrieron los peores abusos físicos y psicológicos, asimilables a tortura y violaciones de derechos humanos.

Un atisbo en las enfermedades que se querían ocultar a los ojos de médicos independientes lo encontramos en los resultados de una encuesta realizada por Sandra Alvarez y Camila T. Alvim, dos exfraternas, publicados el 1° de diciembre de este año en un blog. En esta encuesta participaron 101 sobrevivientes y exmiembros de las tres instituciones de vida consagrada de la Familia Sodálite: Sodalicio de Vida Cristiana (SCV), Fraternidad Mariana de la Reconciliación (FMR) y Siervas del Plan de Dios (SPD). Cito sus propias palabras:

«En relación con diagnósticos psiquiátricos y psicológicos, resaltan principalmente los cuadros de depresión y ansiedad en 40 exconsagrados. Un número menor manifestaron tener diagnósticos de bipolaridad (10), trastorno obsesivo compulsivo (4), esquizofrenia (2) y adicción (1).  

De otro lado, 27 sobrevivientes indican que han sufrido de estrés post traumático e insomnio. 16 personas declaran sufrir de cansancio crónico y 15 desarrollaron trastorno de pánico. En menor medida se presentan diagnósticos de agorafobia (6), trastorno límite de la personalidad (borderline) (4), hipersensibilidad y semi-autismo (1). 

En cuanto a las enfermedades físicas, destacan la migraña y cuadros de gastritis en 43 sobrevivientes; problemas de espalda en 29 exconsagrados; fibromialgia en 22; problemas de colon en 19; tendinitis en 18; dolor crónico en 14; presión ocular por estrés en 8; desórdenes alimenticios como bulimia y anorexia en 5; apnea de sueño (1); asma (3); anemia (1), enfermedades hormonales como: obesidad (13), endometriosis (7), alopecia (6); acné hormonal y prediabetes (1); enfermedades autoinmunes como: Celiaca (3), lupus (1), Hashimoto (2), leucopenia (1), intolerancia al gluten (1); una ex consagrada manifestó haber desarrollado cáncer; 2 sobrevivientes indicaron que tienen discapacidad permanente».

Podemos llegar, pues, a la conclusión de que el Sodalicio, junto con todas sus excrecencias, no es un signo de salud en la Iglesia católica, sino una enfermedad maligna que debe ser extirpada para bien de todo el Cuerpo.

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Abusos, armando calvo, disciplina sodálite, enfermedades, franco attanasio, generación fundacional, Iglesia católica, Luis Fernando Figari, sodalicio de vida cristiana

Por Pedro Salinas (*)

El padre Jorge, o papa Francisco, tiene, desde hace rato, información suficiente para suprimir al Sodalitium Christianae Vitae (SCV), o Sodalicio, sociedad de vida apostólica de derecho pontificio fundada en Lima, Perú, en 1971, por el depredador sexual Luis Fernando Figari Rodrigo.

La data levantada por la denominada “Misión Especial”, conformada por los monseñores Charles Scicluna y Jordi Bertomeu (quienes han actuado en tándem por segunda vez, luego de su efectiva gestión en Chile, en 2018), ha sido contundente y demoledora. Tan es así, que, un año y pocos meses después, luego de terminadas las rigurosas pesquisas, se han producido hasta quince expulsiones de alto impacto.

En el camino, el mensaje papal siempre fue muy claro: “inicien un camino de reparación y justicia”. Repetido como mantra. O letanía, si prefieren. Como ofreciéndoles, en un guiño magnánimo, una última oportunidad, que el Sodalicio, sistemáticamente, sencillamente despreció.

El Sodalitium evidenció desde un inicio un problema de comprensión lectora debido a su miopía sectaria. Y en los hechos, se zurró en la exhortación del pontífice argentino.

La campaña sodálite contra todos aquellos que exigían el correlato lógico de la supresión, disolución, eliminación, o como quieran llamarle, o la abolición de dicha institución de culto y características mafiosas, así como de sus ramificaciones (Movimiento de Vida Cristiana, Fraternidad Mariana de la Reconciliación y Siervas del Plan de Dios), fue, como era de esperarse, feroz y atrabiliaria, apelando a sus métodos matonescos mediático-judiciales de toda la vida.

Llevando a extremos los procesos contra los periodistas que escribimos el libro-denuncia Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015), contra el prefecto de la curia vaticana que eyectó a José Antonio Eguren de Piura, contra el próximo cardenal Carlos Castillo Mattasoglio, contra el cardenal Pedro Barreto, e incluso contra el nuncio en Lima, Paolo Rocco. Entre otros. Porque no fueron los únicos a quienes se les envió la maquinaria del descrédito, que exhibe el Sodalicio -usualmente desde las sombras- contra quienes considera sus “enemigos”.

No solo eso. La mayoría de “expulsados” sigue viviendo en comunidades sodálites y son tratados todavía como iguales, como hermanos, como amigos. Como sodálites, es decir. Haciendo caso omiso de la decisión vaticana, declarándose en rebeldía. Llegando a vociferar que esperarán la muerte del papa y apelarán al siguiente para ser repuestos.

Más todavía. El Sodalitium, luego de cada “paquete” de expectorados, publicaba un escueto comunicado apostillando que acataría la voluntad del papa, salvo en el caso de la exclusión y destierro del sodálite más importante luego de Luis Fernando Figari: el cura Jaime Baertl. En ese caso, se hicieron los tontos de capirote. Miraron al techo. Se pusieron a silbar. Se volvieron a insubordinar.

Y el jefe de los católicos, en lugar de actuar y dejar de postergar una decisión supuestamente ya adoptada, no solo mostró debilidad, sino que recibió a un par de agentes soterrados del Sodalitium, felicitados y aclamados en redes por conspicuos sodálites y célebres sodalovers.

Y, no faltaba más, fueron ovacionados como intrépidos héroes en los medios de la ultraderecha, afines a esta organización de fachada católica, en la que todavía cacarean la hipotética existencia de un “carisma”, a pesar de los crímenes perpetrados: abusos sexuales, físicos y psicológicos; hackeo de las comunicaciones; encubrimiento de diversos crímenes; campañas arteras en la que contrataban operadores para infiltrar el sistema de administración de justicia peruano para favorecer sus intereses. Y así, en ese plan.

Esto último, “la amigable reunión con los denostadores de la Misión Scicluna-Bertomeu”, ha suscitado una clamorosa reacción de indignación, de furia, de frustración, de desesperanza, de tristeza, de desilusión, por parte de víctimas y sobrevivientes.

Este cúmulo de incontenibles e incómodas sensaciones reventaron mi teléfono de mensajes y llamadas el último fin de semana. Al punto que, me ha llevado a tomar la decisión de renunciar indefectiblemente al seguimiento del Caso Sodalicio, una turbulenta historia que ha marcado buena parte de mi vida, a un costo bastante alto (en todos los ámbitos).

¿Por qué? Porque perdí la esperanza. Sin esperanza, cualquier esfuerzo se siente vano, infructuoso, vacío, inútil, ilusorio. Y mi esperanza, si me apuran, estribaba en que este papa iba a actuar bien. Y por lo visto el fin de semana, mi esperanza y mi confianza en el padre Jorge, se consumió más rápido que un incienso quemado.

La traición del papa es difícil de perdonar. Con las víctimas no se juega. Y menos, se les desdeña. Porque lo que ha hecho el jefe de los católicos, con su gestito para las galerías, ha sido someter a los sobrevivientes del Sodalicio a un juego perverso, a una movida tóxica que no se merecen a estas alturas, luego de tantísimos años de espera. El papa Francisco, por lo demás, estaba informadísimo del interés del Sodalitium de reunirse con él.

Sabemos que miembros del Consejo Superior, el par de agentes de marras, y similares, han estado detrás de audiencias privadas para tratar de detener lo que parecía una decisión irrefrenable: la disolución del Sodalicio y sus ramificaciones.

Y sabemos también que, enterado el papa de la presión ejercida, este habría tomado la determinación de no recibir a nadie vinculado a esta sociedad sectaria y mafiosa, hasta terminado el proceso.

Y esto no me lo estoy inventando. Ni estoy especulando. Lo sé de muy buena fuente (que no son ni Bertomeu ni el futuro cardenal, como, estoy seguro, teorizarán los sodatroles alacranescos, que ya comenzaron a esparcir su veneno).

¿Qué hizo actuar al papa así? No lo sé.

¡El papa no podía admitir ni acoger ni abrazar a los victimarios antes que a las víctimas!

¡¿En qué estaba pensando, por dios?!

La verdad es que -ya lo dije- no lo sé, ni tampoco me importa, la verdad. O ya no, en todo caso. Porque la señal enviada como un rayo fulminante ha sido devastadora para víctimas y sobrevivientes, que, durante décadas, han tenido que soportar el largo y doloroso camino hacia ninguna parte, jalonado de mezquindad y de infamia.

Y ha sido también un golpe bajo para quienes, sin que nos lo pidan, y como piñones fijos, hemos tenido que hacer el trabajo de la puñetera e indolente iglesia católica. Es decir, sacar adelante la verdad para que esta vea la luz. Ha sido un golpe bajo, reitero, y encima una amarga y monumental desilusión.

Creí en este papa más que muchísimos católicos, pese a mi condición de agnóstico. Creí en la buena fe del padre Jorge. Creí que, ante las evidentes presiones sodálites que aparecerían de una u otra forma, iba a hacer prevalecer su buen juicio y su talante insobornable. Creí que sería consecuente con su iterativa y persistente prédica de la “tolerancia cero”.

Y fíjense. Terminé derrapando y empotrándome contra la pared, como un idiota redomado. Defraudado, una vez más, por una iglesia católica que alberga a abusadores de todo tipo, y que, más allá de algunos fuegos de artificio, en este asunto terminará encubriendo y jugando remolonamente a que el tiempo apague y borre tanto sufrimiento silencioso e infinito, ocasionado por una “sociedad de vida apostólica” que siempre se ha salido con la suya, como es el caso del Sodalitium y sus aliados, para quienes todo vale y les da igual la vida de las víctimas. O les importa un carajo, si prefieren.

Qué pena y qué estafa.

(*) periodista, escritor y exsodálite

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Iglesia católica, Papa Francisco, Papa Jorge, Sodalicio, traición del papa
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