Iglesia católica

[El dedo en la llaga] «Quiero confirmarte que el Comité de Reparaciones no te consideró una persona con derecho a recibir una compensación financiera dentro del programa, más allá de asegurar que tu acceso a servicios profesionales para tu salud esté disponible de manera continua. Sé que ya cuentas con el servicio de salud en Alemania. Como sea, esto es una seguridad adicional para ti».

Con estas palabras, en un e-mail del 9 de noviembre de 2016 escrito originalmente en inglés, Ian Elliott —experto contratado por el Sodalicio para lavarle la cara a la institución— me comunicaba que no tenía derecho a ninguna reparación y que, por tanto, no se me consideraba oficialmente víctima del Sodalicio.

El 31 de enero de 2017, Alessandro Moroni —entonces Superior General del Sodalicio— me confirmaba esto en un e-mail, añadiendo algunas explicaciones:

«En el testimonio que nos hiciste llegar relataste un episodio que también has descrito por medios de alcance público y que, según los informes que nos hizo llegar la Comisión, también les relataste a ellos. Eso fue encomendado entonces al investigador profesional asignado para estos casos, y en su informe indica que no encontró evidencias para afirmar la verosimilitud de este caso.

Según refirió el Sr. Elliott, en la entrevista que tuvo contigo no fue relatado ningún episodio específico, sino más bien una serie de opiniones sobre tu experiencia en general, y también sobre las cosas que consideras que están o han estado mal en el SCV y deben cambiar. El Sr. Elliott presentó su evaluación a los demás miembros del comité de reparaciones, en el cual él mismo participa. La conclusión unánime fue que, según los criterios establecidos en un comienzo, no correspondía una reparación en el marco de este programa de asistencia».

Moroni admitió que conocían mi testimonio, pero según se deduce de lo que me dice, Ian Elliott, en una muestra de su incompetencia, no lo habría conocido o no lo habría tenido en cuenta en su informe. Allí se describen, entre otras cosas, abusos psicológicos que me llevarían a pasar mis últimos meses en una comunidad sodálite del balneario de San Bartolo (unos 50 km al sur de Lima) con pensamientos suicidas, entre diciembre de 1992 y julio de 1993.

El episodio presuntamente inverosímil al que se refiere Moroni es aquel cuando Jaime Baertl, antes de ser ordenado sacerdote y siendo mi consejero espiritual, me ordenó desnudarme, colocarme detrás de una silla enorme y simular que me la follaba. Yo tenía entonces 16 años de edad.

Baertl nunca ha negado públicamente que ese hecho ocurriera ni tampoco me ha solicitado que me rectifique para no dañar el honor que cree tener, aun cuando mi testimonio al respecto es de conocimiento público, y yo mismo he descrito al detalle el lugar en que ocurrió, las circunstancias y el contexto, los cuales pueden ser corroborados por otros testigos. Además, se ha tener en cuenta que no fui el único al que su consejero espiritual le solicitó que se desnudara.

Sin embargo, Baertl siempre ha negado el hecho ante varias instancias. Lo hizo ante la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación, convocada por el mismo Sodalicio. Lo hizo el 8 de julio de 2016 ante funcionarios del Ministerio Público. Lo hizo en carta notarial del 24 de octubre de 2024 a la Nunciatura Apostólica en el Perú. ¿Por qué esto último? Porque el hecho descrito, considerado verosímil por la Misión Especial conformada por Mons. Charles Scicluna y Mons Jordi Bertomeu, fue uno de los motivos mencionados —entre otros— en un comunicado del 23 de octubre para justificar la expulsión de Baertl del Sodalicio de Vida Cristiana.

Recalco que se trata de un hecho del que no existen pruebas en sentido judicial, pero cuya verosimilitud es irrefutable ante la cantidad de datos y detalles que he proporcionado al respecto. Y respecto al cual seguiré afirmando que efectivamente sucedió, pues la memoria no me falla.

Aún así, que los expertos contratados por el Sodalicio descartaran este hecho de mi testimonio no anulaba los demás abusos relatados por mí, los cuales dejaron más huellas y cicatrices en mi psique que ese otro incidente que fue reprimido en el desván de mi memoria durante décadas. Lo cierto es que, para proteger a Jaime Baertl —el hombre más poderoso de la institución desde las sombras, tras la renuncia de Figari al cargo de Superior General en el año 2010—, se me negó toda reparación y se desconoció mi status como víctima del Sodalicio.

Tras conocerse la expulsión del Sodalicio de su fundador Luis Fernando Figari mediante decreto vaticano del 9 de agosto de 2024, en la página web de la institución fueron publicadas unas aclaraciones, donde se decía: «Desde el primer momento en que tomó conocimiento de personas que habían sido víctimas de abuso por parte de algunos de sus miembros o exmiembros, el Sodalicio buscó la mejor manera posible de salir a su encuentro y ofrecer un camino de acogida, escucha y reconciliación». Evidentemente se trataba de una mentira, pues eso no ocurrió ni en mi caso ni en el de muchos otros. Y aquellos a los que se les concedió una reparación pecuniaria, tuvieron que firmar acuerdos extrajudiciales con cláusulas de confidencialidad que los obligaban a mantener en silencio el monto de las reparaciones, los motivos —entiéndase abusos— por las cuales se hacían acreedores a ellas, los nombres de los abusadores, tal como se desprende del texto de uno de estos acuerdos:

«El señor [Fulano de Tal] y el SCV se obligan a mantener absoluta reserva y confidencialidad sobre las conversaciones y negociaciones sostenidas para arribar a esta transacción, sobre el contenido del presente acuerdo, incluyendo los montos indemnizatorios comprendidos (asistencia e indemnización), los hechos que lo motivan y las personas involucradas en ellos.

La obligación de confidencialidad antes descrita alcanza a los representantes, asesores u otras personas que hayan intervenido o participado, colaborado o asesorado a cada una de las partes para la suscripción de la presente transacción. El incumplimiento de esta obligación de confidencialidad por parte de alguna de ellas hará responsable a la parte con la que se vincula.

El incumplimiento del deber de confidencialidad, ya sea directamente o por alguno de sus representantes, asesores o colaboradores, habilitará a la otra parte a reclamar la indemnización correspondiente».

Sin muchas esperanzas, el 16 de agosto de 2024 envié una solicitud por correo electrónico —la única vía dispuesta a estos efectos por el Sodalicio— a la Oficina de Escucha y Asistencia. En realidad, sólo esperaba confirmar lo que había ocurrido en el pasado: que a las víctimas se les llenaba de promesas, para al final dejarlas en la estacada.

Sin embargo, esta vez ocurrió algo distinto. La Sra. Silvia Matuk, encargada de la oficina y de mal recuerdo para muchos, esta vez se comportó correctamente e hizo sus esfuerzos para que mi solicitud llegara a buen puerto, lo cual le agradezco de corazón. 

A fin de asegurar la buena marcha del proceso, compartí algunos de los correos electrónicos de la Sra. Matuk y también los míos con algunas personas de confianza, hasta que la misma Sra. Matuk me advirtió que en todo el proceso se debía guardar confidencialidad. Le di la razón en lo que a ella correspondía, pero no en lo que a mí me tocaba, mediante un e-mail del 5 de septiembre de 2024:

«Según lo que hemos conversado ayer por teléfono respecto a su solicitud de que no comparta los mensajes que usted me envía por correo electrónico, le doy la razón, aun cuando un proceso de reparación tiene carácter público porque responde a una exigencia de justicia que tiene consecuencias sobre otros casos similares. Y quiero insistirle sobre este punto: no se trata de un asunto privado entre el Sodalicio de Vida Cristiana y yo, sino de una materia que atañe a todas las víctimas que no han sido debidamente reparadas por la institución.

Sobre la condición de confidencialidad que debería acompañar todo el proceso, eso la obliga a usted como profesional que recibe información de las personas afectadas que recurren a usted, pero esa condición no se le puede imponer a una víctima de abusos, ni siquiera durante el proceso, pues en este caso ese silencio sólo sirve para proteger a la institución o persona abusadora y deja desprotegida a la víctima. Esto mismo lo confirma el Papa Francisco en su carta apostólica “Vos estis lux mundi” (25 de marzo de 2023), donde dice que “al que presenta un informe, a la persona que afirma haber sido ofendida y a los testigos no se les puede imponer alguna obligación de guardar silencio con respecto al contenido del mismo”.

Respecto a su reputación como profesional, no es mi deseo opacarla, pero tampoco es mi deber defenderla, pues eso le corresponde a usted. Será buena si hace lo correcto y cumple con las tareas que le han sido asignadas en consonancia con la justicia debida a las víctimas. Será mala si, al contrario, decide proteger honras no merecidas en perjuicio de las víctimas que buscan acceder a la justicia desde hace tiempo.

El deber de hacer justicia y reparar a las víctimas que tiene el Sodalicio de Vida Cristiana, si bien no está estipulado de manera vinculante en ninguna norma jurídica de la Iglesia católica, sí constituye una obligación moral, tal como lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica:

“1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto.

2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia”.

En vistas de lo anterior, quiero resaltar que la justicia y reparación que supuestamente ofrece el Sodalicio de Vida Cristiana no deben estar sujetas a ninguna condición que se le pretenda imponer a la víctima, como, por ejemplo, el guardar silencio sobre los hechos luctuosos incluidos en su denuncia y sobre cómo va el proceso de reparación. La Iglesia católica lo prohíbe en sus procesos canónicos y, por analogía, se entiende que también está prohibido en procesos análogos iniciados por instituciones aprobadas por la Iglesia católica.

Por todo lo dicho, respetaré su deseo de no compartir los mensajes que me envíe, pero no me pida que guarde silencio en lo demás. Vistos los antecedentes del Sodalicio en casos similares, sería una inmoralidad mantenerse callado».

Tras un intercambio de mensajes, a fin de aclarar algunos puntos de la reparación, se me envió un acuerdo extrajudicial, que firmé el 1° de noviembre de 2024 en el Consulado General del Perú en Frankfurt —a efectos de legalización de la firma del documento— y envié a Lima por correo certificado. A diferencia de los leoninos acuerdos extrajudiciales del pasado, éste no contenía ninguna cláusula de confidencialidad. El monto ofrecido fue transferido a mi cuenta bancaria el 6 de diciembre de 2024. Si bien este monto era algo superior a lo que recibieron otras víctimas, no llega a compensar todos los daños sufridos que tuvieron consecuencias dolorosas en mi vida y un alto costo personal, hasta el día de hoy. Más importante para mí era su significado simbólico. Tras haber sido reconocido como víctima por la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación en febrero de 2016, el Sodalicio me negó durante ochos años ese status y se negó a reparar el daño producido, entre los cuales puedo mencionar el socavamiento de mis vínculos familiares: con mi madre, con mi ex-mujer, con mi hermano Erwin, que siguió en el Sodalicio y terminó expulsado por haber sido cómplice de las fechorías de la institución.

Si a alguien tengo que agradecer por esta reparación es a la Sra. Silvia Matuk, que hizo lo posible dentro de sus limitaciones y capacidades, y que fue la única persona con la cual tuve comunicación directa, sirviendo de mediadora en este asunto. También recibí algunas cartas impersonales firmadas por José David Correa, actual Superior General del Sodalicio. Y si bien, refiriéndose a experiencias dolorosas en el tiempo en que viví en comunidades sodálites, manifiesta «un sincero pedido de perdón por todos los sufrimientos que todo ello te ha generado, como también por las demoras, deficiencias o insuficiencias que puedan haber ocurrido en la atención que en diversos momentos se te haya dispensado», en ningún momento hizo el amago de querer comunicarse personalmente conmigo. Ni tampoco reconoció problemas objetivos configuradores de una cultura de abuso en la institución, ni mucho menos la verosimilitud de mi relato sobre el abuso sexual cometido en mi perjuicio por Jaime Baertl.

Es moneda corriente que instituciones de la Iglesia comiencen a pagar reparaciones postergadas cuando se encuentran entre la espada y la pared. El Sodalicio no parece ser le excepción. ¿Hay que estar agradecidos cuando uno recibe, tras años de angustiosa espera, lo que le corresponde en justicia? Como dice Gonzalo Valderrama, un sodálite con vocación matrimonial de las primeras generaciones: «Hoy aparecen varios que recibieron inmensos beneficios para ellos, sus hijos, o parientes, y a pesar de todo ello, muerden la mano que con mucho cariño fue extendida para ayudar a solucionar problemas y emergencias». Sabemos a quiénes se refiere. Incluso quienes siguen vinculados al Sodalicio y expresan críticas legítimas a la institución han sido descritos como aquellos que muerden la mano que les da de comer. No hay expresión más clara de lo que se considera ser leal al Sodalicio: ser fiel como un perro. Quién recibe una reparación del Sodalicio y quien recibe una remuneración por servicios prestados, recibe lo que en derecho le corresponde, no un favor. Y quien critica a aquel que lo remunera, está en todo su derecho. Pero para los amantes del Sodalicio las personas vinculadas a la institución deben ser eso: como perros que deben estar siempre agradecidos al amo.

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[El dedo en la llaga] La “generación fundacional” del Sodalicio —concepto acuñado por el mismo Luis Fernando Figari— estuvo integrada en su mayor parte por un grupo de alumnos egresados del Colegio Santa María (Marianistas) de Monterrico (Lima, Perú) en los años 1973 y 1974 —a saber, José Ambrozic, Germán Doig, José Antonio Eguren, Emilio Garreaud, Alfredo Garland, Luis Cappelleti (exsodálite), Raúl Guinea, Franco Attanasio (exsodálite), Juan Fernández (exsodálite)— pero también pertenecen a ella Virgilio Levaggi (exsodálite), del Colegio Italiano Antonio Raimondi, Jaime Baertl y Alberto Gazzo (exsodálite), ambos del Colegio de la Inmaculada (Jesuitas). Fue con estas personas que Figari consolidó un grupo que le seguía fielmente y que serviría para darle forma a la institución y desarrollar la ideología y la disciplina sodálites. Supuestamente ellos serían los primeros portadores del presunto carisma del Espíritu Santo que hasta ahora dice oficialmente tener esta sociedad de vida apostólica de derecho pontificio llamada Sodalicio de Vida Cristiana.

Sin embargo, nos hallaríamos ante una curiosa manera del Espíritu Santo de seleccionar sus herramientas. Pues Figari, el fundador, es un abusador. Y de la generación fundacional han sido abusadores Germán Doig (fallecido) y Virgilio Levaggi. Además, han sido expulsados del Sodalicio José Ambrozic, Mons. José Antonio Eguren, arzobispo emérito de Piura y Tumbes, y el P. Jaime Baertl por faltas graves que ocasionan escándalo. ¿Dónde estaba aquí el Espíritu Santo? ¿En aquellos como Juan Fernández y Luis Cappelleti —que colgó los hábitos—, los cuales se fueron porque vieron que la cosa no funcionaba como debía ser? ¿Y qué sucedió con Alberto Gazzo, el único sodálite ordenado presbítero por el Papa Juan Pablo II en 1985, a quien también se le llamaba “el apóstol de los niños” mucho antes que este apelativo lo llevara Jeffery Daniels, el mayor abusador sexual en serie de la historia del Sodalicio? ¿También se fue por obra del Espíritu Santo?

Lo que me ha llamado la atención recientemente es el caso de Franco Attanasio, quien en 1982 fue el primer miembro de la generación fundacional que se casó, convirtiéndose en el primer adherente sodálite (persona vinculada institucionalmente al Sodalicio con vocación matrimonial). Después —por supuestas presiones de su mujer— dejó el Sodalicio y se mudó a los Estados Unidos, llegando a ser médico internista en Detroit, EE.UU. El 30 de noviembre de este año supe que había sido incluido en el Registro de Agresores Sexuales de Michigan, en virtud de cuatro sentencias por conducta sexual criminal en cuarto grado emitidas en el año 2021, cada una con una pena de cinco años. Según el Código Penal de Michigan, «una persona es culpable de conducta sexual criminal en cuarto grado si realiza contacto sexual con otra persona y si se cumple cualquiera de las siguientes circunstancias: …» Paso a detallar las circunstancias que se le aplicarían: «Se utiliza fuerza o coerción para llevar a cabo el contacto sexual». Esto incluye: «Cuando el autor realiza un tratamiento médico o examen a la víctima de una manera o con fines que son reconocidos médicamente como no éticos o inaceptables». O esta otra circunstancia, considerando que se hace mención en las sentencias de víctimas incapacitadas: «El autor sabe o tiene motivos para saber que la víctima es mentalmente incapaz, está mentalmente incapacitada o físicamente indefensa». Attanasio seguiría ejerciendo la medicina, según consta en páginas web de servicios médicos, lo cual nos hace suponer que estaría cumpliendo un régimen de libertad condicional. Si bien los cuatro casos de abuso sexual ocurrieron en el año 2019, no se descarta la posibilidad de que hayan habido otros casos que no fueron denunciados, o que esta inclinación hacia conductas sexuales inapropiadas venga desde la época en que fue miembro de la generación fundacional del Sodalicio.

Él me hizo el examen médico en 1981 antes de que yo ingresara a vivir en una comunidad. En ese entonces él era todavía un estudiante de medicina, pues recién se graduaría en la Universidad Peruana Cayetano Heredia en 1982. Este examen incluía una palpada de testículos, lo cual puede ser aceptable en un examen de este tipo, aunque no sea necesariamente un procedimiento estándar. Lo irregular es que no haya quedado registro escrito de este examen médico, según me informó el anterior Superior General del Sodalicio, Alessandro Moroni, cuando solicité la devolución de toda la documentación sobre mi persona que pudiera estar en los archivos de la institución. Así como tampoco me devolvieron el informe de una evaluación psicológica realizada en el año 1993 por la psicóloga Liliana Casuso, entonces integrante de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación. Y ese informe me consta que sí existió, pues lo tuvo en sus manos el sodálite Miguel Salazar, ahora expulsado, cuando me leyó algunos de los resultados de mi evaluación.

Pues era práctica común en el Sodalicio que los informes médicos no fueran entregados al paciente perteneciente a alguna rama de la Familia Sodálite, sino directamente a los superiores, violando así el secreto profesional y la confidencialidad debida al paciente. Para ello Figari contó con la complicidad de algunos médicos, la mayoría de ellos vinculados de una u otra manera a la Familia Sodálite. Y Franco Attanasio estaba destinado a ser uno de los médicos del círculo de Figari. el cual sólo permitía que los sodálites con alguna enfermedad se atendieran con los médicos que él recomendaba. De este modo, las dolencias adquiridas por sodálites quedaban en familia y no eran sometidas al escrutinio de especialistas independientes.

Uno de estos médicos era un sujeto con cierta semejanza al personaje de cómic Dr. Fu Man Chu. Me refiero al doctor Armando Calvo, amigo íntimo de Figari y cuya esposa, Nelly Calvo, participa activamente de Betania, una de las asociaciones del Movimiento de Vida Cristiana, vinculado al Sodalicio. El doctor Calvo no sólo atendía a sodálites por indicación expresa de Figari, sino también a mujeres de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación. Y siendo reumatólogo, también habría recetado medicinas para tratar dolencias ajenas a su especialidad.

Según una fuente, cuando Germán Doig falleció en su habitación en la madrugada del 13 de septiembre de 2001, Figari le habría solicitado a Calvo que firme el certificado de defunción sin ver el cadáver, a lo cual Calvo se negó. El documento habría sido firmado luego por un médico asociado al Movimiento de Vida Cristiana.

Para casos de enfermedad mental entre sus seguidores, Figari contaba con los servicios del doctor Carlos Mendoza, un psiquiatra adoctrinado dentro de las filas del Movimiento de Vida Cristiana, que habría tratado crisis vocacionales de sodálites y fraternas con psicofármacos y que estaría firmemente convencido de que la homosexualidad es reversible mediante procedimientos psiquiátricos. El habría tratado, a partir de 1997, al pederasta serial Jeffery Daniels, respecto a quien el Sodalicio ha reconocido oficialmente por lo menos 12 víctimas menores de edad, y habría participado del encubrimiento que se hizo de su caso, sin que sus delitos fueran denunciados ni a las autoridades civiles ni a las instancias canónicas correspondientes.

Finalmente, dos sodálites de vida consagrada se graduarían como médicos, añadiéndose a los anteriores, a saber, los doctores Renzo Paccini y César Salas. Este último habría estado encargado de los exámenes médicos de aspirantes al Sodalicio, por lo menos hasta el año 2004 aunque probablemente también después, según un testimonio: «Sobre los exámenes de ingreso, yo ingresé a San Bartolo en 2004, y todavía se realizaban. Los aspirantes éramos examinados por el Dr. César Salas (médico sodálite de confianza de Figari), incluyendo palpación de pene y testículos “para verificar que todo esté bien”, según nos dijo». En San Bartolo, un balneario al sur de Lima, estuvieron situadas las casas de formación donde ocurrieron los peores abusos físicos y psicológicos, asimilables a tortura y violaciones de derechos humanos.

Un atisbo en las enfermedades que se querían ocultar a los ojos de médicos independientes lo encontramos en los resultados de una encuesta realizada por Sandra Alvarez y Camila T. Alvim, dos exfraternas, publicados el 1° de diciembre de este año en un blog. En esta encuesta participaron 101 sobrevivientes y exmiembros de las tres instituciones de vida consagrada de la Familia Sodálite: Sodalicio de Vida Cristiana (SCV), Fraternidad Mariana de la Reconciliación (FMR) y Siervas del Plan de Dios (SPD). Cito sus propias palabras:

«En relación con diagnósticos psiquiátricos y psicológicos, resaltan principalmente los cuadros de depresión y ansiedad en 40 exconsagrados. Un número menor manifestaron tener diagnósticos de bipolaridad (10), trastorno obsesivo compulsivo (4), esquizofrenia (2) y adicción (1).  

De otro lado, 27 sobrevivientes indican que han sufrido de estrés post traumático e insomnio. 16 personas declaran sufrir de cansancio crónico y 15 desarrollaron trastorno de pánico. En menor medida se presentan diagnósticos de agorafobia (6), trastorno límite de la personalidad (borderline) (4), hipersensibilidad y semi-autismo (1). 

En cuanto a las enfermedades físicas, destacan la migraña y cuadros de gastritis en 43 sobrevivientes; problemas de espalda en 29 exconsagrados; fibromialgia en 22; problemas de colon en 19; tendinitis en 18; dolor crónico en 14; presión ocular por estrés en 8; desórdenes alimenticios como bulimia y anorexia en 5; apnea de sueño (1); asma (3); anemia (1), enfermedades hormonales como: obesidad (13), endometriosis (7), alopecia (6); acné hormonal y prediabetes (1); enfermedades autoinmunes como: Celiaca (3), lupus (1), Hashimoto (2), leucopenia (1), intolerancia al gluten (1); una ex consagrada manifestó haber desarrollado cáncer; 2 sobrevivientes indicaron que tienen discapacidad permanente».

Podemos llegar, pues, a la conclusión de que el Sodalicio, junto con todas sus excrecencias, no es un signo de salud en la Iglesia católica, sino una enfermedad maligna que debe ser extirpada para bien de todo el Cuerpo.

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Por Pedro Salinas (*)

El padre Jorge, o papa Francisco, tiene, desde hace rato, información suficiente para suprimir al Sodalitium Christianae Vitae (SCV), o Sodalicio, sociedad de vida apostólica de derecho pontificio fundada en Lima, Perú, en 1971, por el depredador sexual Luis Fernando Figari Rodrigo.

La data levantada por la denominada “Misión Especial”, conformada por los monseñores Charles Scicluna y Jordi Bertomeu (quienes han actuado en tándem por segunda vez, luego de su efectiva gestión en Chile, en 2018), ha sido contundente y demoledora. Tan es así, que, un año y pocos meses después, luego de terminadas las rigurosas pesquisas, se han producido hasta quince expulsiones de alto impacto.

En el camino, el mensaje papal siempre fue muy claro: “inicien un camino de reparación y justicia”. Repetido como mantra. O letanía, si prefieren. Como ofreciéndoles, en un guiño magnánimo, una última oportunidad, que el Sodalicio, sistemáticamente, sencillamente despreció.

El Sodalitium evidenció desde un inicio un problema de comprensión lectora debido a su miopía sectaria. Y en los hechos, se zurró en la exhortación del pontífice argentino.

La campaña sodálite contra todos aquellos que exigían el correlato lógico de la supresión, disolución, eliminación, o como quieran llamarle, o la abolición de dicha institución de culto y características mafiosas, así como de sus ramificaciones (Movimiento de Vida Cristiana, Fraternidad Mariana de la Reconciliación y Siervas del Plan de Dios), fue, como era de esperarse, feroz y atrabiliaria, apelando a sus métodos matonescos mediático-judiciales de toda la vida.

Llevando a extremos los procesos contra los periodistas que escribimos el libro-denuncia Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015), contra el prefecto de la curia vaticana que eyectó a José Antonio Eguren de Piura, contra el próximo cardenal Carlos Castillo Mattasoglio, contra el cardenal Pedro Barreto, e incluso contra el nuncio en Lima, Paolo Rocco. Entre otros. Porque no fueron los únicos a quienes se les envió la maquinaria del descrédito, que exhibe el Sodalicio -usualmente desde las sombras- contra quienes considera sus “enemigos”.

No solo eso. La mayoría de “expulsados” sigue viviendo en comunidades sodálites y son tratados todavía como iguales, como hermanos, como amigos. Como sodálites, es decir. Haciendo caso omiso de la decisión vaticana, declarándose en rebeldía. Llegando a vociferar que esperarán la muerte del papa y apelarán al siguiente para ser repuestos.

Más todavía. El Sodalitium, luego de cada “paquete” de expectorados, publicaba un escueto comunicado apostillando que acataría la voluntad del papa, salvo en el caso de la exclusión y destierro del sodálite más importante luego de Luis Fernando Figari: el cura Jaime Baertl. En ese caso, se hicieron los tontos de capirote. Miraron al techo. Se pusieron a silbar. Se volvieron a insubordinar.

Y el jefe de los católicos, en lugar de actuar y dejar de postergar una decisión supuestamente ya adoptada, no solo mostró debilidad, sino que recibió a un par de agentes soterrados del Sodalitium, felicitados y aclamados en redes por conspicuos sodálites y célebres sodalovers.

Y, no faltaba más, fueron ovacionados como intrépidos héroes en los medios de la ultraderecha, afines a esta organización de fachada católica, en la que todavía cacarean la hipotética existencia de un “carisma”, a pesar de los crímenes perpetrados: abusos sexuales, físicos y psicológicos; hackeo de las comunicaciones; encubrimiento de diversos crímenes; campañas arteras en la que contrataban operadores para infiltrar el sistema de administración de justicia peruano para favorecer sus intereses. Y así, en ese plan.

Esto último, “la amigable reunión con los denostadores de la Misión Scicluna-Bertomeu”, ha suscitado una clamorosa reacción de indignación, de furia, de frustración, de desesperanza, de tristeza, de desilusión, por parte de víctimas y sobrevivientes.

Este cúmulo de incontenibles e incómodas sensaciones reventaron mi teléfono de mensajes y llamadas el último fin de semana. Al punto que, me ha llevado a tomar la decisión de renunciar indefectiblemente al seguimiento del Caso Sodalicio, una turbulenta historia que ha marcado buena parte de mi vida, a un costo bastante alto (en todos los ámbitos).

¿Por qué? Porque perdí la esperanza. Sin esperanza, cualquier esfuerzo se siente vano, infructuoso, vacío, inútil, ilusorio. Y mi esperanza, si me apuran, estribaba en que este papa iba a actuar bien. Y por lo visto el fin de semana, mi esperanza y mi confianza en el padre Jorge, se consumió más rápido que un incienso quemado.

La traición del papa es difícil de perdonar. Con las víctimas no se juega. Y menos, se les desdeña. Porque lo que ha hecho el jefe de los católicos, con su gestito para las galerías, ha sido someter a los sobrevivientes del Sodalicio a un juego perverso, a una movida tóxica que no se merecen a estas alturas, luego de tantísimos años de espera. El papa Francisco, por lo demás, estaba informadísimo del interés del Sodalitium de reunirse con él.

Sabemos que miembros del Consejo Superior, el par de agentes de marras, y similares, han estado detrás de audiencias privadas para tratar de detener lo que parecía una decisión irrefrenable: la disolución del Sodalicio y sus ramificaciones.

Y sabemos también que, enterado el papa de la presión ejercida, este habría tomado la determinación de no recibir a nadie vinculado a esta sociedad sectaria y mafiosa, hasta terminado el proceso.

Y esto no me lo estoy inventando. Ni estoy especulando. Lo sé de muy buena fuente (que no son ni Bertomeu ni el futuro cardenal, como, estoy seguro, teorizarán los sodatroles alacranescos, que ya comenzaron a esparcir su veneno).

¿Qué hizo actuar al papa así? No lo sé.

¡El papa no podía admitir ni acoger ni abrazar a los victimarios antes que a las víctimas!

¡¿En qué estaba pensando, por dios?!

La verdad es que -ya lo dije- no lo sé, ni tampoco me importa, la verdad. O ya no, en todo caso. Porque la señal enviada como un rayo fulminante ha sido devastadora para víctimas y sobrevivientes, que, durante décadas, han tenido que soportar el largo y doloroso camino hacia ninguna parte, jalonado de mezquindad y de infamia.

Y ha sido también un golpe bajo para quienes, sin que nos lo pidan, y como piñones fijos, hemos tenido que hacer el trabajo de la puñetera e indolente iglesia católica. Es decir, sacar adelante la verdad para que esta vea la luz. Ha sido un golpe bajo, reitero, y encima una amarga y monumental desilusión.

Creí en este papa más que muchísimos católicos, pese a mi condición de agnóstico. Creí en la buena fe del padre Jorge. Creí que, ante las evidentes presiones sodálites que aparecerían de una u otra forma, iba a hacer prevalecer su buen juicio y su talante insobornable. Creí que sería consecuente con su iterativa y persistente prédica de la “tolerancia cero”.

Y fíjense. Terminé derrapando y empotrándome contra la pared, como un idiota redomado. Defraudado, una vez más, por una iglesia católica que alberga a abusadores de todo tipo, y que, más allá de algunos fuegos de artificio, en este asunto terminará encubriendo y jugando remolonamente a que el tiempo apague y borre tanto sufrimiento silencioso e infinito, ocasionado por una “sociedad de vida apostólica” que siempre se ha salido con la suya, como es el caso del Sodalitium y sus aliados, para quienes todo vale y les da igual la vida de las víctimas. O les importa un carajo, si prefieren.

Qué pena y qué estafa.

(*) periodista, escritor y exsodálite

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[El dedo en la llaga] La Misión Especial enviada por el Papa Francisco al Perú en julio de 2023 para investigar los abusos del Sodalicio de Vida Cristiana —integrada por Mons. Charles Scicluna, arzobispo de Malta, y Mons. Jordi Bertomeu, oficial del Dicasterio para la Doctrina de la Fe— vería iniciado un intento de demolición a partir del primer día del inicio de sus actividades, el 24 de julio del año mencionado, sin que sus dos integrantes supieran en ese momento lo que vendría después. Para ese día Giuliana Caccia, una activista ultraconservadora provida y profamilia, y Sebastián Blanco, un exsodálite que participa de la misma lucha, habían conseguido ser invitados a la Nunciatura Apostólica en el distrito de Jesús María (Lima, Perú) para presentar sus testimonios.

Giuliana Caccia, antes de ser directora de la asociación Origen —dedicada a lo que ella llama la “batalla cultural”—, fue directora de FAM Fundación para la Familia, una asociación que no sólo estaba vinculada al Sodalicio, sino que incluso tenía la misma dirección que la comunidad sodálite y su Centro Pastoral “Nuestra Señora de la Evangelización” en el distrito de San Borja en Lima. Sebastián Blanco es hermano de Ignacio Blanco, actual cónyuge de Giuliana Caccia, quien fue secretario personal de Luis Fernando Figari, fundador del Sodalicio. Ninguno de los tres personajes mencionados se ha manifestado críticamente sobre los abusos ocurridos en el Sodalicio, siendo hasta ahora defensores de la institución.

La cosa no pintaba bien. Pero eso no lo podía saber Mons. Jordi Bertomeu, quien atendió él solo a la señora Caccia y al señor Blanco por separado, pues Mons Charles Scicluna había perdido su vuelo y recién llegaría al día siguiente. Giuliana Caccia se presentó como víctima de dos exsodálites, José Enrique Escardó y Martin Scheuch —yo mismo—, quienes supuestamente la habríamos acosado verbalmente e insultado, que es cómo ella interpretó algunos intercambios de mensajes en redes sociales, donde Escardó y yo describíamos con cierta crudeza sus afinidades con el Sodalicio. Dicho de otro modo, no sólo intentó difamarnos a los dos como presuntos victimarios, sino que incluso nunca reconoció que ambos habíamos sido víctimas de abusos graves en el Sodalicio, los cuales han tenido consecuencias en nuestras vidas hasta el día de hoy. Y curiosamente ambos, junto con el periodista Pedro Salinas, somos quienes hemos seguido denunciando públicamente, de manera continua y permanente, los diversos abusos del Sodalicio hasta el día de hoy.

Sebastián Blanco, en cambio, buscó dar un testimonio positivo sobre el Sodalicio, presentándolo como una organización que sólo hacía bien a sus miembros mediante una formación espiritual sólida, que abarcaba también lo físico y lo psicológico. Aparentemente habría partido de la premisa de que un testimonio positivo puede anular testimonios negativos que incluyen recuentos de abusos. Pero la lógica no suele acompañar a este individuo. Los testimonios positivos y los negativos no se anulan entre sí. Que más de un centenar de víctimas hayan sufrido abusos graves no se anula por los testimonios de quienes, por el momento, sólo guardan recuerdos positivos de su paso por el Sodalicio. Pero también es cierto que las experiencias buenas no compensan en absoluto los daños sufridos por las víctimas, los cuales tienen consecuencias de por vida.

Según Caccia y Blanco, Mons. Bertomeu les prometió absoluta confidencialidad, confidencialidad que se guardó dentro del marco de la investigación. Es decir, ni Mons. Bertomeu ni Mons. Scicluna revelaron jamás sus nombres a nadie. Pero esta confidencialidad también tenía límites. El testimonio de ambos personajes, sin revelar su identidad, tenía que ser contrastado con los de otros testigos. Y aunque ninguno de los funcionarios vaticanos reveló a nadie sus identidades, éstas pudieron ser averiguadas por la prensa gracias a fotografías de los periodistas que asediaron mediáticamente la nunciatura apostólica en Lima desde el primer día de actividades de la Misión Especial. Este modo de proceder en las investigación lo conocíamos todos aquellos que presentamos nuestros testimonios ante Mons. Scicluna y Mons. Bertomeu, incluso aquellos que pidieron que se mantenga su identidad en el anonimato.

No entendemos entonces por qué tanto Caccia como Blanco querían que sus testimonios estuvieran blindados por un secreto absoluto. Si Blanco quería hablar bien de su experiencia en el Sodalicio, ¿qué motivos había para mantener ese testimonio en secreto? ¿Acaso hablar bien de una experiencia que él tuvo en esa comunidad religiosa es algo puramente privado o vergonzoso? Si Giuliana Caccia quería denunciar a dos exsodálites, ¿cuál era el motivo para que eso no lo supiera nadie? ¿Quería poder dar su testimonio sin que los acusados pudieran defenderse o sin que se corroborara la verdad o falsedad de su testimonio?

Lo cierto es que cuando se quejaron ante Mons. Bertomeu de haber violado la confidencialidad de sus testimonios, éste les dio el 1° de agosto de 2023 las explicaciones correspondientes, y allí quedó zanjado el asunto por el momento.

Sin embargo, el 23 de agosto de 2024, habiendo pasado un año después de los acontecimientos, Caccia y Blanco interpusieron una denuncia penal contra Mons. Jordi Bertomeu ante la Fiscalía peruana por “violación del secreto profesional”. ¿Por qué en ese momento? ¿Por qué la denuncia no se hizo mucho antes? Tal vez la explicación se halle en la coyuntura de ese momento. El 14 de agosto la Conferencia Episcopal Peruana había dado a conocer que el 9 de agosto el Papa Francisco había expulsado a Luis Fernando Figari del Sodalicio. Y tal vez ya habría llegado a oídos de las autoridades sodálites, a través de su procurador en Roma, Enrique Elías, que estaba planeada la expulsión de otros miembros. Eso nos lleva a una sospecha fundada: que Giuliana Caccia y Sebastián Blanco no actuaron de propia iniciativa —como ellos nos quieren hacer creer—, sino que serían meras marionetas de un poder en la sombra, el del Sodalicio de Vida Cristiana, el cual busca a través de ellos desacreditar la Misión Especial del Papa Francisco.

Esto resulta evidente ante el hecho de que la denuncia no prosperará por razones evidentes:

1° en el terreno donde está ubicada la Nunciatura Apostólica rige la ley del país de origen, es decir, del Vaticano y no la ley peruana, que se aplica a diplomáticos sólo se cometen delitos fuera de los límites de la delegación diplomática;

2° los enviados por un jefe de Estado —en este caso, el Papa Francisco respecto al Estado Vaticano— cuentan con inmunidad diplomática;

3° no hay pruebas de que se haya roto el secreto profesional, salvo el testimonio de los dos denunciantes.

Sin embargo, el objetivo no parece ser lograr una improbable sentencia contra Jordi Bertomeu, y eso lo saben bien quienes manejan los hilos. El objetivo principal sería desacreditar a la Misión Especial, a fin de revertir las expulsiones de miembros del Sodalicio y evitar la supresión de la institución.

El 15 de septiembre de 2024 Caccia y Blanco fueron amenazados por el Papa Francisco, mediante documento escrito, con excomunión ferendae sententiae si no retiraban la denuncia contra Jordi Bertomeu y tomaban otras medidas, entre ellas ofrecer disculpas a los miembros de la Misión Especial y contar públicamente la verdad de los hechos. Nunca lo hicieron. Este sábado 23 de noviembre fueron recibidos en audiencia privada por el Papa y, al salir de ella, relataron que el mismo Pontífice había anulado de puño y letra el precepto penal que se les había impuesto.

Este insólito hecho suscita varias preguntas:

– ¿Cómo consiguieron una audiencia privada con el Papa? No es algo tan fácil de obtener, a no ser que intervenga alguien con influencias en el Vaticano. ¿Quién o quiénes son los personajes que mediaron para que esto ocurriera?

– ¿Quién les financió el viaje a Roma? No es algo que cualquiera se pueda permitir, dados los costos elevados, más aún si el punto de partida es el Perú.

– Si les anularon el precepto penal, ¿se hizo gratuitamente sin que tuvieran ellos que retroceder respecto a la denuncia penal contra Jordi Bertomeu? ¿No pudieron presentar sus descargos vía la Nunciatura Apostólica, en vez de irse a Roma con todo lo que ello cuesta?

– Y si la audiencia fue privada, ¿están autorizados a contar en público los detalles de lo que se habló en ella sin autorización expresa del Papa?

La narrativa sodálite busca hacer creer que lo que está sucediendo con el Sodalicio es fruto de un complot liderado por Mons. Jordi Bertomeu, habiendo logrado que se expulse a Figari y a otros catorce miembros “sin explicaciones claras”, los cuales siguen siendo llamados “hermanos” por los sodálites que siguen perteneciendo a la institución. Y aparentemente estos “hermanos” expulsados seguirían viviendo en las comunidades sodálites, sin que haya cambiado para nada su estatus domiciliario.

A todo esto se suma la carta notarial del 24 de octubre de 2024, dirigida al Nuncio Apostólico en el Perú, Mons. Rocco Gualtieri, por el P. Jaime Baertl y Juan Carlos Len Álvarez tras ser expulsados del Sodalicio. Allí se niega que haya ocurrido el abuso de connotaciones sexuales que yo mismo sufrí de parte de Baertl cuando sólo tenía 16 años y se niegan los malos manejos económicos y administrativos realizados por ambos personajes. Exigen una rectificación pública, aduciendo que lo que se señala contra ellos “podría terminar constituyéndose en un delito civil y canónico de difamación”. 

Más aún, es preocupante lo que me cuenta el exsodálite Renzo Orbegozo, víctima del Sodalicio, quien reside en Grapevine (Texas, Estados Unidos). Su suegro Gonzalo Valderrama —un sodálite con vocación al matrimonio, miembro de la segunda generación del Sodalicio desde la década de los 70— se halla desde algunas semanas de visita en el domicilio de su familia. Desde allí tiene contacto telefónico con algunos de los expulsados —el P. Jaime Baertl, Alejandro Bermúdez y, por más increíble que suene, con el mismo Luis Fernando Figari— para coordinar los siguientes pasos a tomar. Y la misma Giuliana Caccia se ha comunicado con Valderrama, a fin de preguntarle si tiene fotos de Mons. Bertomeu con Orbegozo, quien tuvo que viajar a Roma para tramitar judicialmente documentos que le servirán para acceder a la nacionalidad italiana, a fin de “demostrar” así la falta de imparcialidad del investigador vaticano.

Lo que entonces queda claro es que tanto Giuliana Caccia como Sebastián Blanco serían las marionetas de una siniestra mano titiritera que actúa en la sombra, cuyo único propósito es desacreditar la Misión Especial del Papa Francisco. No es ninguna novedad. Este proceder mafioso ha sido siempre el acostumbrado en el Sodalicio de Vida Cristiana.

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[El dedo en la llaga] Es un mito que el celibato —la abstinencia de toda relación sentimental y sexual con otra persona— fuera desde los inicios del cristianismo una obligación. Refiriéndose a relaciones heterosexuales, el apóstol Pablo escribía en su Primera Carta a los Corintios:

«Acerca de lo que me habéis preguntado por escrito, digo: Bueno le sería al hombre no tocar mujer. Sin embargo, por causa de las fornicaciones tenga cada uno su propia mujer, y tenga cada una su propio marido. El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración. Luego volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia. Pero esto lo digo más como concesión que como mandamiento. Quisiera más bien que todos los hombres fueran como yo; pero cada uno tiene su propio don de Dios, uno a la verdad de un modo, y otro de otro» (1 Corintios 7,1-7).

Más claro que el agua, imposible. El celibato no tenía el rango de una imposición, de una obligación, pero si alguien deseaba vivir en ese estado, podía hacerlo libremente, siempre y cuando tuviera un “don de Dios”, es decir, la capacidad para poder hacerlo.

Sin embargo, a partir de la Edad Media, debido a la influencia de algunos Papas que provenían de órdenes monacales, donde se había reglamentado que una de las condiciones para permanecer en ellas era mantener el celibato, en la Iglesia se fue imponiendo paulatinamente la imposición del celibato para los clérigos ordenados sacramentalmente. Por ejemplo, el Papa Gregorio VII, en una encíclica dirigida a la Iglesia en Italia y Alemania, mandaba lo siguiente:

«Si hay presbíteros, diáconos o sub-diáconos culpables del crimen de fornicación (o sea, viviendo con mujeres como sus esposas), prohibimos a ellos, en el nombre del Dios todopoderoso y por la autoridad de San Pedro, entrar en las iglesias (introitum ecclesiae) hasta que se hayan arrepentido y hayan rectificado su conducta».

Esta norma generó gran resistencia entre los clérigos en los dos países mencionados, aunque hubo lugares donde se recurrió a la violencia para hacerla cumplir, torturando y mutilando a clérigos casados, y dejando en el abandono a sus mujeres e hijos, que fueron tratados respectivamente como prostitutas y bastardos.

Sin embargo, la práctica del celibato dentro de las órdenes religiosas tampoco había funcionado a las mil maravillas. Karlheinz Deschner (1924-2014), historiador alemán y uno de los críticos más acérrimos de la Iglesia católica, conocido por su monumental obra en diez tomos “Historia criminal del cristianismo”, nos describe en su “Historia sexual del cristianismo” (1974) la situación del celibato en las órdenes monacales:

«La toma de hábitos ha sido, en todas las épocas, un medio para poder vivir y amar con más facilidades. No todo el mundo había nacido para “murmurar salmos y repetirlos sin orden alguno hasta el aburrimiento”, como escribía en 1185 el teólogo Pedro de Blois.

San Agustín, pese a sus elogios a los monjes, ya enseñaba, sin embargo, que “no conocía a gente peor que esos que acababan en los monasterios”. Salviano, otro Padre de la Iglesia, se quejaba en el siglo V de los que “se entregan a los vicios del mundo bajo el manto de una orden”.

En el siglo VI, el británico Gildas escribe: “Enseñan a los pueblos, les dan los peores ejemplos mostrándoles cómo practicar los vicios y la inmoralidad”. A comienzos de la Edad Media, Beda atestigua que “muchos hombres eligen la vida monacal sólo para quedar libres de todas las obligaciones de su estado y poder disfrutar sin estorbos de sus vicios. Estos que se llaman monjes, no sólo no cumplen el voto de castidad, sino que llegan incluso a abusar de las vírgenes que han hecho ese mismo voto”».

Más adelante pone varios ejemplos de monjes y frailes que, en la Edad Media, eran motivo de escándalo por sus conductas libidinosas:

«En Jutlandia los religiosos fueron expulsados o desterrados a perpetuidad a causa de su libertinaje; en Halle se pegaban revolcones con las jovencitas en una zona del monasterio convenientemente apartada; en Magdeburgo, los monjes mendicantes se beneficiaban a unas mujeres llamadas Martas. En Estrasburgo, los dominicos, de paisano, bailaban y fornicaban con las monjas de Saint Marx, Santa Catalina y San Nicolás. En Salamanca, los carmelitas descalzos “iban de una mujer a otra”. En Farfa, junto a Roma, los benedictinos vivían públicamente amancebados. En un convento de la archidiócesis de Arlas, los ascetas que quedaban convivían con mujeres como en un burdel. Y era conocido por todos los vecinos que los religiosos del arzobispado de Narbona tenían mancebas (focarías); entre ellas, algunas mujeres que habían arrebatado a sus maridos.

Para convencer más fácilmente a las mujeres, los padres les contaban que dormir con un fraile en ausencia del marido era un medio para prevenir distintas enfermedades. Muchas veces les arrancaban sus favores sexuales afirmando que el pecado con ellos era mucho más leve, cien veces menor que con un extraño”.

Uno de los casos más escandalosos fue el de una orden religiosa-militar, a la que le caería muy bien, como anillo al dedo, el lema de “mitad monjes, mitad soldados”: la Orden de los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María de Jerusalén. Sobre ella, escribe Deschner lo siguiente:

«Los caballeros de la Orden Teutónica mostraron asimismo una espléndida vitalidad. Pues al igual que su amor al prójimo no fue el menor obstáculo para que exterminaran a la mitad de Europa Oriental, su votum castitatis, una vida “sólo al servicio de Nuestra Señora Celestial María” tampoco les impidió joder con todo aquello que tuviera vagina. Casadas, vírgenes, muchachas y, como podemos sospechar no sin fundamento, incluso animales hembras. En el enclave de Marienburg los maridos apenas salían por las noches de sus casas por miedo a que arrastraran a sus mujeres hasta la fortaleza y abusaran de ellas. Una parte de la explanada del castillo siguió denominándose durante bastante tiempo “el suelo de las doncellas”, en recuerdo de las pasiones sexuales de los caballeros espirituales. “Como resultado del sumario sobre la casa de la Orden en Marienburg ha quedado probado que, con el subterfugio de las confesiones, fueron sistemáticamente seducidas doncellas y casadas, habiendo capellanes de la orden que llegaron al extremo de raptar a niñas de nueve años”».

Una situación análoga ha perdurado a través de los siglos hasta nuestros tiempos en organizaciones religiosas conformadas por varones con obligación de celibato, como el Sodalicio de Vida Cristiana, por ejemplo, donde el “llamado a la castidad” no habría sido obstáculo para que se den prácticas sexuales de manera clandestina. Son conocidos los abusos sexuales contra jóvenes adolescentes y jóvenes mayores de edad cometidos por algunos sodálites, actos que constituyen graves delitos. Y no mencionamos los casos de sodálites que tuvieron relaciones sexuales consentidas con amigas o amantes, ni tampoco los de aquellos que recurrieron al servicio de prostitutas, o satisficieron sus pulsiones en relaciones homosexuales de mutuo consentimiento dentro de la comunidad, o recurrieron de manera habitual a la pornografía para desahogarse mediante el autoerotismo, pues se trata de prácticas no delictivas. Pero lo que sí ha saltado recientemente a la palestra son los abusos sexuales cometidos en perjuicio de integrantes de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación, una sociedad de vida apostólica para mujeres, oficialmente fundada por Luis Fernando Figari en 1991, aunque quien lideró el proyecto desde años antes fue Rocío Figueroa, quien se consideraba hasta ahora la única mujer víctima de abuso sexual del Sodalicio, el cual fue perpetrado por Germán Doig cuando ella todavía era menor de edad. Ahora Fernanda Duque, una exfraterna brasileña, ha denunciado públicamente que en los años 90 ella fue víctima de abuso sexual, cuando todavía era menor de edad, por parte del superior de la comunidad sodálite de São Paulo. Si bien ella ha preferido no identificarlo con nombre y apellido, se sabe que se trataría de Raúl Masseur, un miembro de la segunda generación de sodálites, quien participó como representante en la I Asamblea General del Sodalicio (1994) y también en la segunda (2000). Posteriormente fue enviado a Canadá y paulatinamente se fue desvinculando de la institución hasta separarse de ella definitivamente.

Asimismo, ha trascendido que en el año 2011 cinco fraternas denunciaron ante el cardenal Juan Luis Cipriani, entonces arzobispo de Lima, haber sido víctimas de abuso sexual por parte de sodálites. Por supuesto, como era costumbre en Cipriani, el caso no prosperó y nunca llegó a ser de conocimiento de la opinión pública. Se aplicó la misma estrategia de siempre: el silencio y el encubrimiento, pues nunca se tomó medidas contra los presuntos abusadores, cuyos nombres aún desconocemos. Y es probable que esto sólo sea la punta del iceberg y que hayan muchas más consagradas fraternas que hayan servido de botín para satisfacer los impulsos sexuales de sodálites con autoridad espiritual sobre ellas.

Lo cierto es que en el Sodalicio el celibato —como ha ocurrido desde hace siglos en la Iglesia católica— parece estar escrito sobre papel mojado, lo cual, unido a una concepción insana de la sexualidad, ha generado un caldo de cultivo donde han germinado los abusos sexuales que se han dado a conocer. Y añadimos: también los que probablemente se irán dando a conocer en un futuro próximo.

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[El dedo en la llaga] José Ambrozic fue el primer sodálite que conocí, allá en el verano limeño de 1978, en el mes de marzo. Si me pusiera riguroso tendría que decir que el primero fue Rafo Martínez, pero éste todavía no había asumido plenamente el ser sodálite, y antes de terminar ese año dejaría la institución para buscar su vocación religiosa en los carmelitas, a los cuales también acabaría abandonando, perdiéndose después su rastro. Ambrozic —a quien llamábamos coloquialmente con el sobrenombre de Pepe— fue el primer sodálite de veras que conocí y que causó una fuerte impresión en el adolescente de 14 años que era yo entonces.

Pues fue en esa reunión de una agrupación mariana, realizada en la residencia de la familia Gastelumendi Dargent en la Av. La Paz en el distrito de Miraflores, donde se apareció Pepe. Era Felipe, el más joven de los hermanos Gastelumendi, quien nos había invitado a esa reunión a mí y a Miguel Salazar, donde los demás adolescentes participantes eran mayoritariamente del Colegio Santa María de los marianistas, ubicado en el distrito de Monterrico. Así describí ese momento en un texto que redacté en el año 2008, pero que recién publiqué en mi blog Las Líneas Torcidas el 18 de enero de 2013:

«Pues bien, nos habían invitado a una reunión de una Agrupación Mariana, donde se iban a tocar temas relacionados con la religión. Aunque la forma en que se planteó el tema principal no tuvo nada que ver con el discurso edulcorado de curita de parroquia o monja celestial con el cual asociábamos por entonces lo religioso. Toda la discusión giró en torno a una sola pregunta: ¿qué razones teníamos para no suicidarnos? La labor de Pepe era sabotear todas las respuestas que le dábamos, desmantelándolas hasta quedar en escombros. Ninguno de los motivos que teníamos era suficiente como para seguir en vida. Cada vez sentíamos más cerca la nube negra del sinsentido, y se despertaba en nosotros el deseo intenso de encontrar una razón poderosa que le diera un norte a nuestras mediocres existencias.

La conversación que mantuvimos con Pepe, en un lenguaje salpicado de palabras malolientes propias de la juventud limeña —lenguaje que yo recién estaba aprendiendo y al cual nunca llegué a acostumbrarme— resucitó en mí recuerdos de los cuestionamientos suscitados por [un extravagante profesor de religión del Colegio Humboldt], dándome el presentimiento de que se abría un nuevo camino en el cual podría por lo menos buscar respuestas a mis inquietudes y saber por qué valía la pena vivir, aunque en ese entonces aún no veía las dimensiones que llegaría a tomar ese camino».

No obstante lo dicho, he de reconocer que Ambrozic, a diferencia del común de los sodálites y sobre todo de las autoridades del Sodalicio, no era dado a utilizar palabrotas a diestra y siniestra, y más bien siempre me dio la impresión de que buscaba evitarlas. He aquí la descripción que hice de él en un texto del 3 de abril de 2016:

«José, a quien conocíamos coloquialmente como Pepe, de barba poblada, trato amable y gesto tímido, tenía una personalidad tranquila pero enigmática, como si continuamente estuviera contemplando un secreto que guardaba celosamente en lo más recóndito de su alma. Tenía una sonrisa franca, pero aún en conversaciones íntimas irradiaba una especie de distancia impenetrable, que me inspiraba a la vez respeto y admiración. Pero cuando se ponía al volante de un coche, que manejaba con la destreza de un Fittipaldi, era capaz de ponernos el corazón en la boca. O los huevos de corbata, como decíamos en nuestro coloquial y vulgar lenguaje adolescente.

No era extraño que condujera por avenidas de la urbe limeña a más de 80 kilómetros por hora. Dios sabe por qué nunca tuvo un accidente. Y si se trataba de conducir un coche en carretera, era a tal punto de temer, que el P. Armando Nieto S.J. llegó a decir que tuvo más miedo cuando Pepe lo llevó a un retiro por la Carretera Central que cuando una vez casi se cae la avioneta en que volaba sobre la selva peruana. Y lo más increíble es que Pepe era miope como una tapia y usaba lentes de contacto de gran aumento».

Y a esto habría que añadir lo que ya había escrito en mi texto de 2008:

«Pepe siempre me inspiró un profundo respeto, en especial por sus constantes esfuerzos de vivir siempre la reverencia, sus silencios que evidenciaban o bien su incertidumbre ante los misterios de la fascinante y ambigua realidad que nos acompaña en cuanto humanos, o bien su sufrimiento ante lo que intuía en el corazón de las personas a las que llegaba a conocer, su elevación de miras a la vez que una mirada compasiva ante la debilidad humana. Rara vez lo vi enojarse».

Debo añadir a su favor que, cuando fue superior de la comunidad sodálite de San Aelred, fue uno de los pocos líderes sodálites a los que vi someterse a una disciplina de ejercicios físicos. Los sábados, cuando madrugábamos para dirigirnos a La Parada a comprar verduras, y después al Mercado Mayorista de Santa Anita a comprar fruta en cantidades suficientes para alimentar a la comunidad toda una semana, Ambrozic se levantaba temprano con nosotros y era el que conducía la camioneta pickup. Nunca vi a otro superior hacer el mismo sacrificio. Era de asumir riesgos con un carácter tranquilo y paciente, sin importunar a nadie.

Y, sin embargo, el 21 de octubre de este año Ambrozic se convirtió en uno de los expulsados de alto rango del Sodalicio, en un comunicado donde también se expulsaba al cura Luis Ferroggiaro y al laico consagrado Ricardo Trenemann por partida doble —pues ya se le había expulsado en el comunicado del 25 de septiembre—, aduciendo «abuso del cargo y de la autoridad, particularmente en su forma de abuso en la administración de bienes eclesiásticos, así como de abuso sexual, en algún caso incluso de menores». Esto último se aplicaría a Ferroggiaro, que tendría denuncias por este delito en la arquidiócesis de Arequipa. Respecto a abusos sexuales de jóvenes mayores de edad, se sabe que hay denuncias contra Trenemann. Y Ambrozic, culpable de abusos del cargo y de autoridad, ¿ostenta también culpabilidad por abuso sexual? Supuestamente también, según nota periodística del 22 de octubre en el diario español El País, aunque no se mencione ningún detalle sobre los abusos. Otra fuente confiable me confirmó que esa información era cierta y que Ambrozic también habría cometido algún que otro abuso sexual.

¿Me sorprende? En parte sí, porque siempre le he tenido un cierto aprecio personal a Ambrozic y lo he considerado un hombre de conciencia recta y de gran calidad humana. Pero, por otra parte, no me sorprende en absoluto, pues sé por experiencia propia que la disciplina sodálite y su comprensión tan poco natural de la sexualidad humana puede desordenar las pulsiones sexuales de cualquiera que esté sometido a su férula. Y Ambrozic no sería la excepción.

Recientemente un amigo exsodálite que prefiere guardar el anonimato me comentaba:

«José Ambrozic. Hombre bueno, inteligentísimo y 100% sumiso a Luis Fernando Figari. Hace cerca de 40 años cuando Eguren no era mas que un sacerdote, Pepe era el superior de la comunidad donde ambos vivían. Eguren tenia tendencia a extender sus sermones por tiempos bastante largos y Figari le ordenó a Pepe que cuando se cumplieran diez minutos de la homilía, si el padre no había terminado, él debía ponerse de pie como señal de que Eguren ya tenía que cortarla. Recuerdo un domingo en que estaba estudiando con dos compañeros de universidad, los convencí de ir a misa conmigo. Pues bien, ese domingo el cura se pasó del tiempo y, en medio del silencio y la reverencia, Pepe se puso de pie cual resorte, se quedó parado un par de minutos —él solo, nadie más en toda la asamblea— y luego se sentó. Por un lado, los compañeros de universidad salieron de la misa como quien sale de un museo extraño. Yo, por mi parte —con el chip conectado y activado en el cerebro—, sentía orgullo por el nivel de obediencia de Pepe. Porque Pepe siempre supo obedecer. Era un ejemplo paradigmático. ¿Qué pasó con Pepe? ¿Qué puede haber hecho para que termine expulsado? Pues eso: ser obediente, ser un ejemplo paradigmático de obediencia.

Pepe Ambrozic, siendo tan inteligente como es, tiene que haber tenido el discernimiento totalmente trabado por los años de obediencia a Figari. ¿Iba el a negarse a firmar algún documento de algún negocio del Sodalicio? ¡De ninguna manera! No estaba dentro de sus posibilidades».

Eso nos lleva a la siguiente reflexión. La mayoría de los que han sido expulsados del Sodalicio son personas con cualidades humanas positivas. A excepción de Figari, no son personas malignas per se. Hay muchos que los recuerdan con cariño, porque han visto su lado luminoso. Pero eso no los excusa de haber contribuido con sus acciones y su complicidad a mantener funcionado el lado ominoso y terrorífico de la maquinaria sodálite, que, cual moledora de carne, ha arruinado la vida de por lo menos más de un centenar de víctimas. Al respecto, son muy atinadas las reflexiones con las que mi amigo anónimo culmina su comentario:

«Hay algunas de las personas expulsadas a quienes conocí hace muchísimos años atrás y sé que el tiempo en comunidades los deformó seriamente. Esto último lo se de oídas y por el libro “Mitad monjes, mitad soldados” y no lo pongo en discusión. Pero sí me da un inmenso pesar, porque los conocí bien, los conocí cuando aun eran buenos, los conocí antes de entrar a comunidad e incluso los visite recién entrados a comunidad. En mi opinión toda esta debacle se debe a la consabida obediencia sodálite.

¿Queda gente buena aun dentro del Sodalicio? En mi opinión, ya no. Si aún no te has salido es porque estás totalmente incapacitado para ver la realidad, o porque eres un cómplice de esta secta mafiosa que, como tumor canceroso adherido al cuerpo, vive adherido a la Iglesia. O tienen una ignorancia invencible, o tienen una conciencia voluntariamente ciega. Y a decir verdad, a estas alturas del partido ya no puede quedar nadie que aún tenga ignorancia invencible. Las pruebas son contundentes. El aluvión ha caído mas de una vez. Si no lo ves, es porque no lo quieres ver, excepto quienes son cómplices, muchos de los cuales están siendo expectorados por órdenes del Vaticano.

El Sodalicio es lo mas maquiavélico que he visto en mi vida, con fachada religiosa. Maquiavelo, a quien se le atribuye la frase “el fin justifica los medios”, parece ser el estandarte de los sodálites. Ellos quieren transformar el mundo y ponerlo a los pies del Señor Jesús. Ahora bien, para llegar a eso se van a tener que hacer algunas excepciones y tomarse licencias del carajo, pero es solamente porque al final todo va a ser bueno. Es por eso mismo que al Sodalicio nunca le ha importado verdaderamente el daño hecho a las personas. Para ellos los seres humanos son descartables y reemplazables, así que si no soportas la presión —tensión de santidad lo llamaba Germán Doig— y revientas, no es su problema. Que pase el siguiente a ver hasta dónde aguanta».

Miguel Salazar, el amigo con el que inicié mi recorrido en el Sodalicio, se quedó en la institución, ascendió en su jerarquía y puso todos sus talentos al servicio del monstruo. Mi hermano Erwin, a quien puse en contacto con sodálites para que le hicieran “apostolado”, siguió un camino similar. El primer sodálite hecho y derecho al que conocí, José Ambrozic, no obstante su inteligencia por encima del promedio, nunca tuvo la claridad y valentía para ver qué era en lo que estaba metido y abandonar a tiempo el barco. Los tres han sido expulsados de una institución que, por más bueno que uno sea, termina corrompiéndolo todo. Como un Rey Midas al revés: todo lo que toca lo convierte en mierda.

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[El dedo en la llaga] «Tienes que pasar la página» es un consejo que hemos escuchado repetidamente quienes hemos sido víctimas de abusos, consejo proveniente de personas que carecen de una comprensión de la vida más allá de sus costumbres burguesas y de sus aspiraciones a una existencia donde pasarla bien es el objetivo supremo, aunque el mundo y el entorno social se derrumben a su alrededor. Como decía Charles Bukowski, escritor estadounidense con fama de maldito: «La mayoría de la gente va de la nada a la tumba sin que apenas les roce el horror de la vida».

Y entienden ese “pasar la página” como un olvido de lo sucedido, que permite el inicio de de una nueva etapa en la propia biografía, sin influencias negativas del pasado, guardando silencio y dejando de hablar de las experiencias de abuso sufridas y de sus consecuencias. Como si esto fuera posible en la realidad.

Si bien creen que es necesario que uno “pase la página” por el bien propio de uno mismo, en el fondo son ellos los que no quieren escuchar esas historias, ya sea porque les resultan incómodas, ya sea porque no sabrían cómo lidiar con ellas, ya sea porque desestabilizan su percepción de la realidad y resquebrajan sus frágiles seguridades. Como, por ejemplo, su creencia de que la Iglesia católica, por definición, no puede dejar de ser “santa”.

A decir verdad, uno nunca pasa la página. Porque ello es imposible. Porque nuestro historial de abusos forma parte de nuestra identidad. Porque pasar de ser víctima a sobreviviente es un triunfo encomiable. Porque queremos tener siempre la libertad de poder relatar a qué hemos sobrevivido, sin que la gente promedio sienta que tenga que taparse los oídos o te pida que no hables de “eso”, de aquello de lo cual no se debe hablar, como si se tratara de una cosa obscena. Porque seguimos luchando y tenemos una responsabilidad hacia otros que han sufrido abusos y todavía no se atreven a hablar. Porque no hay página a la que darle la vuelta mientras sigan existiendo las condiciones que permiten los abusos. Porque nuestra historia no es sólo nuestra, sino que debe formar parte de la memoria colectiva de la humanidad, para que no se vuelva a repetir aquello por lo que dolorosamente hemos pasado.

Y a fin de cuentas, porque dejar el libro abierto para narrar las transgresiones contra nuestros derechos fundamentales es también una vía terapéutica que nos permite sanar y cicatrizar las heridas. Heridas que ciertamente tenemos, pero que ya no constituyen el núcleo de nuestras vidas desde el momento en que decidimos salir adelante, enfrentarnos a los retos que afrontan los mortales comunes y corrientes, y experimentar gozos y alegrías en compañía de las personas a las que queremos y que nos aprecian. El aprender ha vivir ha sido duro, pero lo estamos logrando o lo hemos logrado, sin tener que pasar la página. Aunque para algunos la experiencia haya sido como lo que alguna vez señalara Charles Bukowski: «Hay veces que un hombre tiene que luchar tanto por la vida que no tiene tiempo de vivirla».

Hace poco he terminado de leer el libro “Verdades silenciadas: De los miedos y los pecados” de un tal Ángel Campos, autopublicado en noviembre de 2023, donde narra su infancia y adolescencia —desde los 2 hasta los 18 años de edad— en instituciones para huérfanos administrados por órdenes religiosas de la Iglesia católica en la España de los años 70 y 80. Su madre lo entregó desde pequeño a un orfanato gestionado por las Hijas de la Caridad, solamente porque había nacido fuera de una relación matrimonial. Según la mentalidad católica tradicional en la sociedad española de los 60, había sido concebido “en el pecado” y se había convertido en un lastre para su joven madre y sus abuelos, temerosos del “qué dirán” y de la discriminación que sufriría su joven hija por ser madre soltera.

El mismo Ángel resume así su historia:

«Crecí en un orfanato desde los 2 años hasta los 18, y quiso el azar de la vida que fuese en un colegio donde además de educado, también fui maltratado física y psicológicamente, sufriendo abusos sexuales por parte de curas, alguna monja y gestores del colegio con cargos públicos».

Los abusos, más que nada físicos y psicológicos —aunque también en ocasiones sexuales—, que narra el autor en las más de 200 páginas del libro son estremecedores y configuran una historia de terror con varios remansos de paz que, sin embargo, no impiden que se originen traumas que le acompañaran por el resto de sus días.

¿Por qué a los 56 años de edad, cuando ya han pasado varias décadas desde los hechos ocurridos, decide Ángel Campos contar su historia? Él mismo lo explica:

«Durante años me he mantenido en silencio debido al miedo y la vergüenza, hasta que he conocido a personas que, al igual que yo, han experimentado el mismo sufrimiento. A ellos les estoy muy agradecido por darme la fuerza necesaria para dar el paso y hablar de ello.

Actualmente, estoy sumando fuerzas para seguir adelante y no volver a callar frente a ningún pederasta que cometa abuso sexual infantil y dañe de forma permanente la vida de menores en este país.

Escribir este libro ha sido la única forma que he encontrado de liberarme un poco de la pesada carga que durante décadas arrastro en una mochila que yo no pedí colgar a mis espaldas».

Cómo Ángel Campos, muchos de los sobrevivivientes del Sodalicio hemos vencido el miedo y nos hemos atrevido a contar nuestras historias. Tenemos el derecho a hacerlo, pues narrar lo sucedido es una forma de sanación, de superar los traumas y cicatrizar las heridas. Afortunadamente, el Papa Francisco en su carta apostólica “Vos estis luz mundi” (25 de marzo de 2023) prohíbe que se obligue al silencio a quienes denuncian abusos en la Iglesia católica y a las víctimas:

«Al que presenta un informe, a la persona que afirma haber sido ofendida y a los testigos no se les puede imponer alguna obligación de guardar silencio con respecto al contenido del mismo».

Pues obligar a callar a las personas afectadas es restringir no sólo su derecho a la libertad de expresión, sino también cerrarles un camino que lleva a la curación. Y eso resulta evidente en la experiencia de Ángel Campos, quien nos dice:

«Necesito compartir mi historia, liberarme de este peso invisible que he cargado desde niño. Aunque la voz tiemble y las lágrimas fluyan, debo sacar afuera el dolor construido palabra a palabra, golpe a golpe, abuso tras abuso. […]

Me rodearé de amor, perdonaré setenta veces siete, me levantaré las veces que haga falta. Volveré a confiar, a reír, a abrir los brazos sin miedo ni vergüenza. Y cuando mire atrás, ya no con ira, sino con compasión, me sentiré orgulloso del largo trecho recorrido. Y sabré que mi lucha no fue en vano, porque ayudará a otros a encontrar el camino para salir del oscuro pozo en el que un día otros nos arrojaron».

Vos estis lux mundi” del Papa Francisco señala que «la legítima tutela de la buena fama y la esfera privada de todas las personas implicadas, así como la confidencialidad de sus datos personales, se deben salvaguardar de todas formas». Es decir, las entidades y organizaciones de la Iglesia católica que reciben denuncias de abusos tienen ese deber de confidencialidad. Pero esa confidencialidad no obliga a denunciantes, víctimas y testigos —como ya se ha señalado—, que siempre gozarán del derecho a hacer públicos los abusos denunciados. La razón la señala muy bien un aforismo con el que Ángel Campos inicia su libro:

«El silencio sólo permite al abusador que abuse».

Por eso necesitamos seguir hablando y narrando historias, sin callarnos jamás. Pues quien pasa la página y se olvida de todo lo leído hasta ese momento, nunca logrará comprender en su totalidad el sentido del maravilloso libro de su vida.

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Abusos, ángel campos, Iglesia católica, Libertad de expresión, Sanación, sodalicio de vida cristiana

[El dedo en la llaga] El 25 de septiembre de 2024 el Papa Francisco ordenó la expulsión del Sodalicio de diez miembros de alto perfil. Un paso necesario pero que a mí, como víctima del Sodalicio, me deja un sabor amargo, pues la historia pudo haber sido distinta. Pero no lo fue.

Debo admitir se trata en gran parte de personas con las cuales viví bajo el mismo techo y con las cuales compartí momentos importantes de mi vida. No voy a negar que hubo tanto situaciones gratas como ingratas, pues tanto en las sectas como en las organizaciones criminales sus miembros también tienen momentos de camaradería, solidaridad y gozo compartido como en cualquier familia. Y siguen siendo tan humanos como cualquiera.

Al único que no conozco personalmente es al P. Daniel Cardó. Mi relación con Eduardo Regal, con quien nunca compartí techo, también es lejana. Pero en la lista está mi hermano Erwin, a quien personalmente sólo puedo reprocharle no haber escuchado las advertencias que oportunamente le di en el año 2010 sobre lo que podía pasar en el Sodalicio y que trató de convencerme de que sufría el síndrome de Asperger —un cuadro de autismo— para que dejara de publicar los textos que comencé publicar en mi blog Las Líneas Torcidas en noviembre de 2012. Eso no quiere decir que yo niegue los abusos y delitos que se le imputan.

Está Mons. José Antonio Eguren, quien me casó el 29 de noviembre de 1996 cuando aún era párroco de Nuestra Señora de la Reconciliación.

Está Miguel Salazar, quien fuera mi mejor amigo, con el cual iniciamos juntos el recorrido dentro del Sodalicio de Vida Cristiana en diciembre de 1978, siendo los dos menores de edad, y quien me apoyó durante los últimos siete meses —de diciembre de 1992 a julio de 1993— que viví en comunidades sodálites —esta vez en San Bartolo— para que pudiera salir de comunidad y pudiera poner poner pie en el mundo y así iniciar una nueva etapa de mi vida. Para él va un agradecimiento al final de mi libro aún inédito: «A Miguel Salazar, por su amistad y comprensión, sin las cuales no hubiera podido salir del hoyo en que me encontraba».

Más aún, en la etapa posterior a mi salida de comunidad, también conté con su apoyo, tal como lo describo en una parte de mi libro mencionado:

«Pasaría mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que para ellos yo era solamente un fracasado, alguien que había abandonado el camino para el cual estaba originalmente llamado, una especie de “traidor” arrepentido, y como adherente sodálite mi compromiso era de segunda categoría y no ostentaba la radicalidad y entrega del compromiso de los sodálites de vida consagrada. Sólo Miguel Salazar seguiría confiando en mí, aconsejándome en mi vida espiritual y permitiéndome ayudar en algunas tareas de formación de comunidades sodálites, hasta que las circunstancias de la vida impidieron que siguiera prestándome ese apoyo. Fue enviado posteriormente a Colombia, y la distancia física junto a las obligaciones contraídas hicieron que nuestros caminos se separaran y la comunicación fuera cada vez más rala y distante. Aún así, si hoy me preguntaran a quien considero el sodálite mas honesto, sensato y generoso que haya conocido y que todavía forma parte de las filas del Sodalicio, no dudaría ni un solo momento en mencionar su nombre. Aunque Rafael Ísmodes y Manuel Rodríguez también estarían entre mis candidatos».

Y también debo mencionar que el P. Rafael Ísmodes —cuando aún no era cura— estuvo conmigo, junto con el ahora exsodálite Francisco Rizo-Patrón, bajo el mismo régimen disciplinario en esa última etapa que pasé en una casa de formación en San Bartolo. Debo acotar que las casas de San Bartolo no sólo eran centros de formación, sino también de re-educación para sodálites que estaban pasando por momentos de crisis, que eran puestos bajo un régimen especial con el fin de “sanear” su vocación sodálite.  En otra palabras, para profundizar el lavado de cerebro y lograr un formateo mental perfecto. Por eso también eran conocidas coloquialmente como la “Siberia”. Por ahí pasaron en su momento el abusador sexual Jeffery Daniels y el ahora adherente sodálite (asociado del Sodalicio con vocación matrimonial) Julián Echandía.

Está Humberto del Castillo, a quien recuerdo como un sodálite de mentalidad primitiva, capaz de asimilar las máximas de la ideología sodálite sin mayor reflexión y aplicarlas en las personas a su cargo de manera tosca y grosera. Una vez en San Bartolo lo escuché decirles a algunos hermanos de comunidad que dormían la siesta tendidos bocabajo en su camas: «Cuidado, que el aire es macho».

También está Óscar Tokumura, de ascendencia japonesa, quien algún de momento de 1990 me pidió que lo acompañara al cine a ver “Los sueños de Akira Kurosawa”, entonce la última película del cineasta japonés, el mismo día en que su hermano menor sufrió un secuestro express, de lo cual nos enteramos cuando regresamos a la comunidad.

Está también Ricardo Trenemann, con quien —junto con Mario “Pepe” Quesada y Alejandro Bermúdez— iniciamos el grupo musical Takillakkta. De él escribí lo siguiente en mi primer blog, La Guitarra Rota:

«Con su carácter sereno y conocimiento musical, le dio medida y orden a los temas interpretados por el conjunto, a la vez que contribuía con arreglos musicales que le daban más lustre a mis composiciones. Cuando tocaba el charango, desataba la energía interior que, por lo general, mostraba de manera contenida. Gracias a su crucial aporte, Takillakkta se libró muchas veces de caer en la anarquía musical. Sin su colaboración, muchas de mis canciones no tendrían la forma que revisten actualmente».

De Alejandro Bermúdez sólo tengo que decir que lo sufrí personalmente cuando viví con él en comunidades. Con una personalidad irascible, violenta y agresiva, era capaz de dejar heridas del alma en quienes tenían trato con él. Recuerdo que en algún momento de los años 80, cuando yo vivía en la  comunidad sodálite de San Aelred en Magdalena del Mar y el superior era José Ambrozic, había un hermano de comunidad que había iniciado, con un producto estrella que era un pan integral de fabricación casera, un negocio de panadería, cuyos ingresos iban destinados al proyecto de ayuda social iniciado por él que se llamaba “Pan para mi hermano”. Un día en la noche sonó el teléfono en la comunidad. Era un vecino que avisaba que estaban intentando robar en la panadería. Inmediatamente salieron hacia el local Alejandro Bermúdez y Alfredo Ferreyros, logrando atrapar a uno de los delincuentes. Según nos contó José Ambrozic al día siguiente durante el desayuno, en presencia de un Bermúdez y un Ferreyros de caras compungidas, le habían dado tal paliza al ladrón, que tuvieron que hospitalizarlo.

No obstante, aún así escribí lo siguiente sobre Bermúdez en La Guitarra Rota:

“De carácter enérgico, temperamento fogoso y verbo florido, supo insuflarle fuerza a nuestras presentaciones y hacer que el público vibrara intensamente con nuestras interpretaciones. A la vez dio espacio a cada uno de los demás miembros del grupo para que pudiera brillar personalmente, dentro de un aliento colectivo marcado por una compenetración mutua. No se trató nunca del Takillakkta de Alejandro Bermúdez, sino del Takillakkta de todos nosotros con Alejandro Bermúdez como su motor interno”.

Hay quienes me dirán que estoy defendiendo a abusadores. O quizás humanizándolos. Acusación que me parece del todo absurda, pues a quienes han cometido faltas y delitos no es necesario humanizarlos. Se trata de seres humanos como cualquiera. Hay que recordar que la filósofa judía Hannah Arendt describió al criminal Adolf Eichmann, colaborador responsable en la ejecución del Holocasuto judío, como una persona muy normal. «A pesar de todos los esfuerzos de la fiscalía, todo el mundo podía ver que este hombre no era un monstruo». El concepto de Arendt de “la banalidad del mal” también es aplicable al Sodalicio. Se trata de personas normales que han sucumbido a las exigencias de un sistema de abusos regido por la obediencia absoluta, y han colaborado entusiastamente con él, sin tomar conciencia del formateo mental a que han sido sometidos. «Las condiciones del terror llevan a que la mayoría de la gente cumpla con lo esperado», concluye Hannah Arendt. Por eso mismo, siempre ha abrigado el temor de que, si yo hubiera permanecido en el Sodalicio, me habría convertido probablemente en otro abusador más.

Sin embargo, eso no disminuye la responsabilidad de los diez expulsados, pues hay quienes hemos logrado superar con mucho esfuerzo y al precio de un alto costo personal el control mental a que hemos sido sometidos. La negativa a aceptar criterios y razonamientos externos al Sodalicio y su insistencia en que tienen la conciencia limpia y habrían hecho lo correcto sería la prueba palpable de que los expulsados no han logrado superar ese control mental, requisito indispensable para formar parte del Sodalicio. A decir verdad, no se puede ser sodálite sin avalar el sistema de abusos propio de la institución, sin ser cómplice de encubrimiento, más aun cuando poco se ha hecho para reparar a las víctimas y otorgarles justicia. Quienes en el Sodalicio, por obra de esos resquicios de libertad que siempre quedan, se han resistido a participar de estas características han terminado a la larga fuera de esta institución sectaria.

Por todo lo dicho, no puedo leer esta expulsión colectiva desde una perspectiva maniquea como un triunfo de los buenos sobre los malos. Ciertamente, ha sido un paso necesario e ineludible. Pero en esta historia no hay buenos intachables contra malos irredentos, sino simplemente seres humanos arrastrados por esa vorágine tóxica llamada Sodalicio, donde sólo hay vencidos: las víctimas evidentemente —que han perdido lo mejor de sus vidas gracias a ese sistema corruptode fachada religiosa hipócrita y que aún siguen esperando que se haga justicia — y los victimarios, que han pervertido sus mejores flores de humanidad para ponerlas al servicio de un sistema violador de derechos humanos básicos. Un sistema sectario maligno, que ha arruinado la vida de muchas personas.

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[El dedo en la llaga] Querido Alfonso:

Tras ver la entrevista que Pedro Salinas te hizo a ti y a tu hermana, Rocío Figueroa, en su programa Rajes del Oficio, publicada el 13 de septiembre, me han venido a la memoria recuerdos de la época que has descrito tan vivazmente. Como, por ejemplo, los rosarios en el Colegio Santa Úrsula frente a la pirámide trunca de la huaca Huallamarca (San Isidro), después del cual nos íbamos al cine, o en otras muchas ocasiones a la comunidad sodálite de San Aelred, ubicada en la Av. Brasil 3029, en Magdalena del Mar, en el Volkswagen escarabajo color naranja de Germán Doig. Una vez nos metimos en el carro unas diez personas, y cómo estábamos apachurrados dentro del vehículo, Germán no podía accionar la palanca de cambio y eras tú, sentado a su lado, el que lo hacía cuando él te lo indicaba. A nosotros adolescentes la situación nos parecía cómica, inconscientes del peligro que corríamos con esas maniobras. Pero igual de inconscientes fuimos de los riesgos de la vida en comunidades sodálites, donde pasamos por situaciones peligrosas para nuestra integridad física y moral con una inocencia que confiaba absolutamente en los miembros de la generación fundacional del Sodalicio, sin percatarnos jamás de que se nos había lavado el cerebro y nuestro verdadero yo había sido secuestrado, arrojado a las profundidades del océano del subconsciente, esperando prisionero para volver algún día a aflorar nuevamente y ver la luz.

Yo también, como tú, participé del Organismo de Promoción y Publicaciones (OPP) del Sodalicio, que con el tiempo se convertiría en el Área de Comunicaciones de la institución. A mí se me encomendaba corregir las pruebas de esos folletos conocidos como las Memorias de Luis Fernando Figari y de los primeros libros que se publicaron en el Sodalicio. Fui elegido para esa tarea porque, además de ser muy leído, tenía excelentes notas en el colegio en el curso de castellano y conocía muy bien las reglas ortográficas. Pero a Figari no le gustaron algunas de las correcciones que hice, y muchos de sus escritos salieron con errores de puntuación porque el señor siempre se empecinó en que él era la suprema autoridad no sólo en cuestiones espirituales y doctrinales, sino también en la manera cómo se escribe correctamente el castellano. Y a eso no se reducía el asunto, pues Figari tenía la última palabra respecto a los libros y películas que debían gustarles a los sodálites, las comidas que debían agradarles, la ropa que debían usar, la música que debían oír, las ideas que debían tener y hasta las palabras que debían emplear.

En diciembre de 1981, teniendo 18 años cumplidos, ingresé a la comunidad sodálite Nuestra Señora del Pilar, ubicada entonces en la calle Alfredo Silva en Barranco, cerca del Museo Pedro de Osma y del malecón que lleva el mismo nombre. Fue en esa misma casa donde nos encontramos años más tarde —si la memoria no me falla— en 1985 ó 1986. Ya habías pasado antes por esa misma casa en 1983, cuando yo ya había sido traslado a la comunidad de San Aelred, antes de que fueras asignado a a la comunidad Nuestra Señora de Guadalupe en la Ribera Sur de San Bartolo para integrar la primera hornada de sodálites que se formaban en esos centros de —¿cómo llamarlos realmente?— abuso sistemático, torturas psicológicas y lavado profundo de cerebro. Pues en eso consistía la “formación”, efectuada en un lugar aislado donde se creaba una ilusión de familia, pero que en realidad era un centro de reclusión incomunicado del mundo real, sin paredes ni muros circundantes, ya que las jaulas eran invisibles, construidas en nuestras almas, con barrotes psicológicos difíciles de romper.

Durante el tiempo que compartimos techo en la comunidad de Barranco, recuerdo que algunos de nosotros ya estábamos componiendo canciones, que debían reflejar la espiritualidad sodálite —o, mejor dicho, la ideología fundamentalista de Figari—. En ese entonces tomábamos a veces himnos del breviario y les poníamos música. Una de esas noches Germán Doig nos ordenó componer canciones y me formaron en pareja contigo para pergeñar una de esas melodías para el texto de un himno. Todavía recuerdo la primera estrofa de esa canción:

«Porque anochece ya

y se nubla el camino,

porque temo perder

las huellas que he seguido,

no me dejes tan solo

y quédate conmigo».

Era un texto que calzaba perfectamente con lo que te había sucedido en esa comunidad durante tu primera estadía, sin que fueras consciente de lo que ello significaba ni estuvieras entonces en capacidad de categorizar los hechos como lo que eran. Habías sido abusado sexualmente por Germán Doig, y ninguno de nosotros lo sabía ni nos imaginábamos que pudieran ocurrir esas cosas. Pues entonces se comentaba entre nosotros que Germán, a quien considerábamos un ejemplo a imitar, había alcanzado la castidad perfecta, al punto de que ya ni siquiera tenía poluciones nocturnas. Y eso me resultaba entonces plausible, pues yo mismo había experimentado ese estado durante mi primer año en comunidad. Mucho después supe, a través de algunos libros, de experiencias similares que otras personas habían tenido en un determinado contexto, saber, el de las sectas destructivas.

Cuando al final le pusimos melodía al himno, te vi en ese momento entusiasmado por el logro musical, aunque yo no estaba satisfecho con los resultados, pues la melodía —inspirada en tonadas andinas— me parecía pobre musicalmente, por lo cual nunca incluí este canto entre mis composiciones.

Aunque siempre fuiste pequeño en tamaño, tu entusiasmo y compromiso fue siempre grande. Tu entrega optimista a los ideales falsarios del Sodalicio era evidente, por lo cual te vimos avanzar rápidamente en los niveles de formación, ascendiendo en la jerarquía de compromisos hasta convertirte en un profeso, que es cuando se alcanza el compromiso de pertenencia plena a la institución. Yo, en cambio, ascendí muy lentamente en esa escala, y quizás eso se debía a que logré mantener islotes de pensamiento crítico aun cuando mi espíritu también había sido tomado interiormente por el monstruo.

Lo cierto es que pocos años más tarde, cuando la comunidad Nuestra Señora del Pilar se había trasladado temporalmente de Barranco a una casa en la calle Juan José Calle en la urbanización La Aurora (Miraflores), volvimos a compartir techo. Pero esta vez tu situación era muy distinta. Te habían traído de la comunidad de Chincha (Ica) porque —según se nos dijo— estabas pasando por una crisis vocacional y corrían rumores de que te habías enamorado de una chica. Sea lo que sea que hubiera pasado, se nos advirtió que no debíamos hablar contigo más que lo estrictamente necesario y evitar cualquier conversación larga y tendida contigo. Para nosotros te convertiste en un zombi, en una especie de condenado a muerte que esperaba la ejecución de la sentencia. Pues —según lo que nos habían inculcado— quien abandonaba una comunidad sodálite debía ser considerado un muerto por nosotros, alguien de quien no se podía esperar que fuera feliz ni este mundo ni en la otra vida.

No sabíamos entonces todo aquello a lo que habías sobrevivido y —si la memoria no me traiciona— ya había entonces atisbos de felicidad en tu mirada, por más que nosotros te veíamos como alma errante en pena.

Al igual que tú, también sufrí una especie de síndrome de Estocolmo después de dejar de vivir en comunidades sodálites en julio de 1993. Cuentas que tú y tu hermana, tras el fallecimiento de Germán Doig, iban a visitar su tumba para dejarle flores. Te confieso que, un mes después de su hasta ahora inexplicable muerte el día 13 de febrero de 2001, terminé de componer una canción dedicada a su memoria. Afortunadamente —lo digo ahora— esa canción nunca fue acogida ni encontró difusión, pues yo también me había convertido —sin que fuera realmente consciente de ello— en un apestado para el Sodalicio.

Ahora te he visto, ya frisando los 60 años de edad, hablando con valentía y dándole cara al pasado, que ha dejado profundas huellas en tu ser y consecuencias médicas que te acompañarán hasta tu muerte. Pero eso no ha podido apagar tus ganas de vivir, tu amor y solidaridad con todos aquellos que hemos sido víctimas de ese sistema sectario llamado Sodalicio, tu chispa de fe que te hace creer —al igual que yo— en una realidad plena más grande que las miserias de esta vida, tu alegría de colores que no ha podido disipar las depresiones que te asaltan como fantasmas de una pesadilla recurrente, tu límpida hermosura de ser humano comprometido con la justicia, los derechos humanos y la libertad de los hijos de Dios.

Sé ahora que tu fuiste el primero que habló con Pedro Salinas y que la investigación sobre el Sodalicio que se plasmó en “Mitad monjes, mitad soldados” se inició contigo.

Gracias, Alfonso, gracias por este regalo que nos hiciste desde tus heridas del alma, desde tu vida quebrada por el Sodalicio, desde tu voluntad nunca vencida de no someterte a un destino aciago que has superado con una existencia que es un canto a la belleza de formar parte de lo mejor de la humanidad. Gracias, hermano.

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