Abusos

[El dedo en la llaga] La tesis doctoral de los abusadores (I)

En el universo de Star Trek, los Borg son una de las civilizaciones más icónicas y aterradoras. Aparecen por primera vez en un episodio de 1989 de la serie “Star Trek: La nueva generación” (“Star Trek: The Next Generation”) y juegan un papel importante en el largometraje “Star Trek: Primer contacto” (“Star Trek: First Contact”, 1996), dirigido por Jonathan Frakes. Son una especie de colectivo cibernético, una mezcla de seres biológicos y tecnología avanzada, que opera como una mente colmena. No funcionan como individuos, sino que todos están conectados a una conciencia común llamada el Colectivo Borg. Su lema más famoso es: «Resistance is futile» («La resistencia es inútil»).

No resulta exagerado hacer una comparación entre el Colectivo Borg y el Sodalicio de Vida Cristiana. El Reglamento de la Comunidad que Luis Fernando Figari elaboró y que estuvo vigente hasta la primera mitad de la década de los 90 decía textualmente: “El espíritu de independencia es muerte para la comunidad”, principio que se ha mantenido posteriormente con una formulación similar (“muerte para la vida fraterna”) en las “Pautas para la vida fraterna”, documento que rigió la vida comunitaria de los miembros del Sodalicio hasta su disolución definitiva y oficial el 14 de abril de este año.

Este principio se traducía en la práctica en que ningún sodálite debía tener pensamientos propios, ni espíritu crítico hacia la doctrina emanada de la institución, ni iniciativas personales, ni voluntad propia e independiente. Todas las fuerzas cognitivas, afectivas y volitivas del sodálite debían estar orientadas hacia la supervivencia de ese colectivo abstracto llamado Sodalicio de Vida Cristiana. Y para ello había que destruir los rasgos sustanciales de la personalidad individual, convirtiendo al sujeto en un terminal dócil de la maquinaria sectaria.

Eso se ha manifestado en que, por lo general, ningún escrito de ningún sodálite ha sido principalmente expresión de ideas propias, sino que ha respondido a la ideología que le servía de sustento al colectivo. Y esto se repite en la tesis doctoral que ha presentado mi hermano Erwin Scheuch en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma), institución de estudios superiores a cargo del Opus Dei, con el título de “La crisis de los abusos sexuales de menores en la Iglesia. Una lectura desde la fe a partir de los informes de Estados Unidos, Australia, Alemania y Francia”. Allí dice: «agradezco a la comunidad de vida cristiana con la que crecí en la fe y a la que he dedicado cuarenta años de mi vida, que me mostró siempre su apoyo y comprensión ante los desafíos que esta tesis representó, y a quienes quedaré eternamente agradecido». 

Debo aclarar que Erwin es mi hermano menor y que fui yo quien, allá a finales de los 70, lo puse en contacto con otro sodálite, el futuro sacerdote Juan Carlos “Chaly” Rivva, para que éste le hiciera el consabido proselitismo al que llamaban “apostolado”. Erwin logró ascender en la jerarquía de la institución, ocupando varios puestos de responsabilidad y llegando incluso a ser Superior Regional del Perú. Mientras yo, a partir de la década de los 90, iniciaba —aun sin ser muy consciente de ello— un largo proceso de desintoxicación psicológica y desprogramación del lavado de cerebro, Erwin siguió conectado como un borg al colectivo institucional. Su participación activa en esta colmena de lobotomizados espirituales le ha pasado factura. El 25 de septiembre de 2024, por orden del Papa Francisco, fue expulsado del Sodalicio, junto con otros nueve miembros de la secta.

En la introducción a su tesis —que tuvo un largo proceso de gestación, pues fue iniciada antes de la pandemia de COVID-19— dice que uno de los retrasos para terminarla, que duró varios meses, fue provocado «por verme involucrado como testigo y protagonista de una serie de investigaciones de abusos, no de carácter sexual, lo cual ha sido ocasión para constatar muchos de los aspectos explicados en esta tesis. Incluso con un recto afán de alcanzar justicia para quienes denuncian abusos, la tendencia de las autoridades eclesiásticas puede ser inclinar el péndulo —indebidamente— a favor de los acusadores por el solo hecho de serlo, creyendo sin prueba alguna su versión. Tal proceder provoca procesos sumarios, que prescinden del debido proceso —imprescindible para determinar la verdad y establecer justicia—, donde no se diferencia la posición del denunciante de quien juzga, se declina escuchar en un ejercicio racional las defensas de los acusados y emana sentencias arbitrarias, sin mayor motivación y sin otorgar derechos de apelación. Tal proceder puede convertir a personas inocentes en víctimas del abuso de poder de la autoridad eclesial, reeditando lo que ha ocurrido en el fenómeno de los abusos sexuales, abuso que supuestamente se ha buscado corregir».

Resulta evidente que Erwin no ha aceptado la decisión del Vaticano y se considera una víctima inocente, y rechaza maliciosamente los testimonios de las víctimas, siendo que esos mismos testimonios son lo que se llama pruebas testimoniales, corroboradas mediante un análisis que examina la credibilidad del testigo, la coherencia de su relato y su relación con las partes para determinar el peso de la prueba. Además, se calcula que las acusaciones falsas sobre abusos en la Iglesia fluctúan entre el 2% y el 3%, siendo la mayoría de los testimonios veraces y creíbles. El riesgo de que algún miembro del clero o religioso sea acusado falsamente de abusos es mínimo.

Desde un inicio se nota que Erwin —y junto con él los remanentes del Sodalicio— cuestiona que la Iglesia del Papa Francisco haya tomado partido por las víctimas. En consecuencia, habrá en su tesis una defensa implícita de quienes fueron acusados de abusos en el Sodalicio, aunque no mencione a la institución por su nombre.

También hay un cuestionamiento del rol que jugó el periodismo, cuando dice que «la prensa desempeña un rol fundamental en la imagen que se comunica de la Iglesia, hoy puesta en el banquillo de acusado. Espero que este estudio permita también ofrecer elementos que ayuden a una genuina comunicación de la Iglesia». En otras palabras, la imagen de la Iglesia que ofrece el periodismo no es genuina sino falseada.

Los dos primeros capítulos de la tesis son meramente descriptivos, donde Erwin explica en el primero la metodología, fuentes y conceptos que aplica, y en el segundo capítulo describe minuciosa y comparativamente los informes que son objeto de estudio. Allí asume un punto de partida que derivará en que su estudio no pueda ser considerado científicamente riguroso según estándares académicos, punto de partida descrito en las conclusiones finales de su tesis de la sigueinte manera:

«Todos los informes —dice— fueron confeccionados por comisiones “independientes”. Sin embargo, la aproximación al fenómeno de estas comisiones es diversa, principalmente cuando se habla de causas y soluciones. […] las claves de interpretación del fenómeno, en varios casos, están basadas en ideologías que se alejan —o incluso se oponen— de la visión que la antropología cristiana que la Iglesia profesa, lo que evidentemente lleva a conclusiones muy distintas sobre las causas de los abusos y las posibles soluciones. Este problema incide también de modo notorio en la divulgación de la comprensión en el ámbito público, y particularmente en la prensa. […] si quienes investigan no entienden y/o no comparten la naturaleza y estructura de la Iglesia, y no son verdaderamente “independientes”, los informes se pueden convertir en un instrumento que no refleja la verdad del fenómeno, y se pueden utilizar contra la misma Iglesia». 

En las mismas conclusiones finales explicitará brevemente así su postura:

«…esta tesis ha buscado una mirada desde el fenómeno desde la fe, recurriendo a las bases doctrinales de la teología y la antropología católicas expuestas en la tradición, en el Magisterio y el derecho de la Iglesia. En éstos podemos encontrar mejores luces para un fenómeno interdisciplinario que involucra las ciencias humanas, médicas, jurídicas y teológicas».

Esta concepción concuerda con el postulado de Luis Fernando Figari, que rechazaba la validez de las ciencias psicológicas y sociológicas si no iban acompañadas de una visión cristiana del hombre. Es decir, sólo quien tiene y practica la fe cristiana puede ejercer estas ciencias con solvencia y rigurosidad. De ahí que el enfoque que asume Erwin —como digno representante del Sodalicio y de su ideología religiosa— será la de una mirada de fe, que en realidad no es la de una fe en estado puro sino la de una interpretación determinada y particular del contenido de la fe. Para ello recurrirá principalmente a textos de los Papas Benedicto XVI y también de Juan Pablo II, Pablo VI y en pocos momentos, de Francisco, así como al Derecho Canónico. Sus fuentes bibliográficas serán teólogos e intelectuales del espectro conservador de la Iglesia, a los cuales citará como si fueran exponentes incuestionables de la fe auténtica que profesa el pueblo católico. Podemos decir inequívocamente que nos hallamos ante una tesis que se sustenta en una doctrina teológica y no en disciplinas científicas, que serían las más apropiadas para quien ha hecho estudios universitarios en el área de Comunicación Social Institucional.

Y es aquí donde la tesis se vuelve problemática, pues Erwin asumirá la teoría de Benedicto XVI de que la crisis de abusos en la Iglesia es producto de la Revolución Sexual de los 60, una teoría sin mucho sustento esgrimida por un clérigo que ha dedicado su vida a la teología y no por representantes de la psicología, la sociología y las ciencias históricas, que cuentan con herramientas adecuadas para analizar ese fenómeno. Señala que, según los informes, la mayoría de los abusos ocurrieron entre los años 60 y 70 —lo cual no se puede inferir con certeza, pues no se tiene en cuenta la cifra oscura de casos no documentados o no denunciados, ni tampoco se considera las denuncias que podría haber en el futuro referentes a abusos cometidos posteriormente a esas décadas—. Incide en que algunos autores de esa época consideraron normal y deseable el sexo entre adultos y menores, sin mencionar —por supuesto— que se trató siempre de propuestas marginales que nunca obtuvieron consenso entre los representantes de la Revolución Sexual. 

Además, esta revolución no explica los casos de pederastia clerical presentes a lo largo de la historia de la Iglesia, casi desde sus inicios. La Didaché, un catecismo primitivo del siglo II, pide a los clérigos “no seducir a jóvenes”. Este mal es mencionado y abordado en el Concilio de Elvira (aprox. 306, España) —que prohibía explícitamente a los clérigos “cometer adulterio con niños” (stupratores puerorum)—, el Concilio de Aix-la-Chapelle (836) —que reconoció los abusos sexuales, incluyendo la pedofilia, como problemas endémicos en la Iglesia y emitió regulaciones para controlar el comportamiento sexual del clero— y el Concilio Lateranense II (1139) —a partir del cual la Iglesia comenzó a desarrollar una estructura administrativa más centralizada, lo que permitió establecer políticas para abordar el abuso sexual—. No se debe olvidar que San Pedro Damián, un monje y reformador del siglo XI, en su “Liber Gomorrhianus”, dirigido al Papa León IX en el año 1049, denunció los abusos sexuales generalizados entre el clero, incluyendo la sodomía y el abuso de menores.

Además, se calcula en la actualidad que aproximadamente entre el 4% y 6% de los clérigos habrían cometido abusos sexuales contra menores. La cifra de abusadores de menores en la sociedad civil se calcula entre 1% y 2%. Si asumiéramos como cierto el postulado de la tesis de Erwin, ¡qué raro que haya un porcentaje más alto de abusadores entre los clérigos —que supuestamente estarían mejor protegidos contra la influencia del mundo— que entre los civiles comunes y corrientes, más expuestos a las consecuencias de la Revolución Sexual!

Otros aspectos de la tesis serán analizados mañana, en la segunda parte de este artículo.

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Abusos, benedicto xvi, Iglesia católica, revolución sexual, sodalicio de vida cristiana

[El dedo en la llaga] NOTA ACLARATORIA: El siguiente texto es el epílogo de mi libro inédito sobre el Sodalicio de Vida Cristiana. Si todo sale bien, el libro será publicado en el transcurso de este año.

El Sodalicio de Vida Cristiana ciertamente jugó un papel importante en la conformación de mi identidad personal. Yo no sería quien soy si no es porque en un momento de mi vida esta línea torcida de Dios me salió al encuentro y se convirtió en un camino para descubrir realidades que en ese momento no percibía, cuando era solamente un joven desorientado, insatisfecho, buscándole sentido a un mundo que parecía no tenerlo. El Sodalicio me permitió adentrarme en ese libro misterioso que escribe Dios de manera invisible, ese laberinto de páginas incomprensibles, rompecabezas incompletos y renglones entrecruzados que llamamos vida y que sólo cobra sentido desde la perspectiva de la eternidad insondable. Gracias al Sodalicio descubrí la fe cristiana de una manera intensa y vibrante en un momento en que podría haberla perdido, y se despertaron en mí las inquietudes intelectuales que me han acompañado a lo largo de mi vida. Aunque he de confesar que este redescubrimiento de la fe ya se había iniciado un año antes, cuando yo tenía 14 años de edad, gracias a un atípico profesor de religión, de talante bohemio, que tuve en el Colegio Alexander von Humboldt, quien tuvo la valentía, con un estilo desenfadado, de cuestionar mis seguridades de adolescente omnisciente, hacer que tomara conciencia de lo burgueses y conformistas que eran mis actitudes rebeldes y abrirme las puertas a una búsqueda que tocaría puerto un año después.

En el Sodalicio aprendí a nutrirme de esa visión de eternidad que otorga la fe, a mirar a Jesús de manera novedosa y vital, a abandonarme en las manos maternales de Santa María Virgen, a preferir los bienes que se pueden atesorar en el corazón a los bienes materiales que uno atesora en la tierra, a hablar con sinceridad y a huir de todo tipo de hipocresía y doblez del alma, a tomar conciencia de los talentos que Dios me ha concedido para compartirlos con mis semejantes, a entender la vida como un acto de amor y servicio que se ofrece gratuitamente y que lleva al sacrificio de las propias comodidades y seguridades, a vivir la dinámica de lo provisional sin hacerme muchas preocupaciones por el futuro y alegrándome por los dones que ofrece el presente, a no rendirme nunca ante las adversidades, a querer amar hasta el extremo, a alegrarme con las cosas sencillas, a ver el dolor como parte del recorrido que uno tiene que hacer en esta tierra de sombras, a sentirme siempre en la presencia de Dios, cuya luz se vislumbra en todo lo que ocurre y no permite nunca que perdamos la esperanza.

En el Sodalicio conocí a muchas personas de gran calidad humana, buena voluntad, conciencia recta e integridad moral, y también hice muchos amigos, a los que sigo mirando con aprecio y respeto y hacia los cuales siempre tendré el corazón abierto, cual habitación pequeña pero abrigada, donde puedan entrar y calentarse al fuego, mientras toman el vino que les ofrezco y se olvidan por un momento de las inclemencias que trae la vida. Pues la lealtad franca y abierta hacia las personas que confían en uno y que no ocultan trastiendas en sus almas es algo que también aprendí en el Sodalicio.

El Sodalicio que yo conocí en los 70 estaba muy lejos de esa imagen de personas tiesas, formales, de trato cortés pero distante, adscritas a un idealismo religioso que los aleja del común de los mortales. Es cierto que la manera de participar en las celebraciones litúrgicas comenzaba a alimentar esa imagen. Ya desde entonces se tenía la costumbre de usar traje azul en las festividades solemnes, cantar con voz fuerte y estilo marcial, cuidar los detalles en la presencia física —pulcritud, sobriedad de gestos, contención— y actuar todos de manera similar. Pero en ese entonces este tipo de solemnidades eran relativamente escasas, y lo que reinaba era un espíritu de informalidad y camaradería ajeno a las formalidades asociadas a lo religioso. El lenguaje que se utilizaba no retrocedía ante las expresiones más crudas y obscenas. Yo nunca estuve acostumbrado a ese lenguaje, cosa rara entre los jóvenes de mi medio social, y tuve que aprenderlo para comunicarme con mis compañeros de camino en el Sodalicio. Fue así que el inicio de mi compromiso cristiano coincidió con mi iniciación en el lenguaje vulgar y malsonante, que por lo general había estado ausente de mi vida, por educación y por decisión propia.

Conformado en ese entonces por jóvenes que estaban a lo más en la mitad de sus años veinte ‒quien más edad tenía era Luis Fernando Figari, que superaba la treintena‒ no faltaban las locuras juveniles propias de esa edad. Había, por ejemplo, quien conducía su coche por las calles de Lima a velocidades que llegaban a los 80 kilómetros por hora. Teníamos a veces conversaciones nocturnas en las que hablábamos sobre libros y películas críticas de la sociedad, muchas veces en cafés pintorescos de la noche limeña, algunos de los cuales ya no existen. Hermann Hesse era uno de los autores más comentados, cuyos libros Demian y Siddharta eran de lectura casi obligada para quienes nos adentrábamos en la dimensión profunda de la existencia. Mi afición por el buen cine también se afianzó en aquella época, cuando las inquietudes despertadas me hicieron acudir a a las salas de cine y cine clubes en busca de algo más que entretenimiento. Recuerdo que vi en ese entonces obras memorables del Séptimo Arte como “El extranjero” (“Lo straniero”, Luchino Visconti, 1967), “La naranja mecánica” (“A Clockwork Orange”, Stanley Kubrick, 1971), “Un hombre de suerte” (“O Lucky Man!”, Lindsay Anderson, 1973), “Alguien voló sobre el nido del cuco” (“One Flew Over the Cuckoo’s Nest”, Milos Forman, 1975), “El show debe seguir” (“All That Jazz”, Bob Fosse, 1979) y “Estados alterados” (“Altered States”, Ken Russell, 1980), que luego fueron objeto de largas disquisiciones para atrapar los significados que se me escapaban e iluminarlos desde la perspectiva cristiana rebelde que asumíamos.

El Sodalicio era un espacio de aventura que canalizaba nuestras ansias rebeldes y nos permitía ver la realidad desde una perspectiva distinta, a la vez que se erigía como proyecto para transformar el mundo y reconducirlo hacia su centro, convirtiéndolo de salvaje en humano, y de humano en divino, partiendo de la transformación de las personas a través de su conversión a la fe cristiana. He de admitir que en el Sodalicio se iniciaron recorridos personales maravillosos, trayectorias que enrumbaron a muchos jóvenes inquietos, voluntariosos y llenos de buenas intenciones por caminos que de otra manera hubieran terminado en la mediocridad de existencias pequeño burguesas y rutinarias, sin mayores alicientes.

¿Cuándo comenzó a irse a pique este sueño? ¿En qué momento aparecieron las primeras señales de decadencia? ¿O acaso no estuvieron presentes desde un inicio? ¿Como cuando se sometía a las personas a rondas de preguntas en grupo, forzándolas a ventilar ante otros problemas privados y personales? ¿O cuando, a fin de lograr los objetivos propuestos en el apostolado proselitista, en algunos casos se les hizo beber licor a algunos jóvenes hasta emborracharlos, a fin de de que bajaran sus defensas psíquicas y estuvieran mejor dispuestos a que se abordara sus secretos personales sin restricciones? ¿O cuando en algunos retiros se aplicaba una dinámica de grupo, en que todos los participantes se echaban sobre el piso con los ojos cerrados, y uno de los miembros del equipo se hacía pasar por un enfermo terminal de cáncer y contaba una historia desgarradora, a fin de generar miedo y angustia ante la muerte en los jóvenes menores de edad que escuchaban y, de esta manera, inducirlos a aceptar el mensaje de salvación que ofrecía el Sodalicio? ¿O cuando se nos pedía que no contáramos a nuestros padres las cosas que hacíamos, veíamos y escuchábamos en las reuniones sodálites, fomentando incluso la desobediencia hacia ellos mediante el argumento de que ellos no sabían lo que era bueno para nosotros puesto que no tenían un compromiso cristiano de veras sino mediocre y, como pertenecían al mundo, no iban a entender de qué iba lo nuestro? ¿O cuando eran aplicados tests psicológicos a jóvenes menores de edad, sin conocimiento ni consentimiento de sus padres, por parte de sodálites sin formación profesional ad hoc, a fin de lograr la adhesión de los jóvenes al grupo, además de otras dinámicas orientadas a controlar la psique de las personas y hacerlas dependientes de los sodálites mayores? ¿O cuando a un joven menor de edad su consejero espiritual le pidió que se desnudara por completo e hiciera como que fornicaba una silla, para ver si así lograba romper sus barreras psicológicas? ¿O cuando ya en esa época se presentaba a Luis Fernando Figari como una especie de iluminado y se consideraba cualquier conversación con él como una experiencia que necesariamente iba a contribuir a la propia transformación dentro del camino hacia la santidad deseada? ¿O cuando en los dos primeros Convivios, congresos de estudiantes católicos organizados por el Sodalicio para jóvenes de 16 y 17 años en edad escolar, realizados en 1977 y 1978 respectivamente, se iniciaron las sesiones del primer día, viernes en la noche, con la exhibición de películas clasificadas para mayores de 18 años por su alto contenido de violencia, a saber, Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) —clásico moderno que, sin embargo, no deja de ofrecer una visión deprimente de un entorno social determinado y termina en un baño de sangre de violencia inusual para la época— y Centinela de los malditos (The Sentinel, Michael Winner, 1977) —película de terror que presenta escenas de gran impacto, sórdidas y repugnantes, con personajes salidos del infierno—? ¿Y que la exhibición de estas películas en ambos Convivios tenía la intención de generar en los jóvenes participantes una especie de ablandamiento psicológico mediante una especie de terapia de shock, a fin de hacerlos tomar conciencia de los “males del mundo” y hacerlos más receptivos al mensaje que se les quería transmitir? ¿No se parece todo lo descrito anteriormente a las técnicas de control mental y manipulación de conciencias que han practicado varias sectas?

¿Eran estas señales de decadencia o solamente errores juveniles producto de la falta de experiencia? ¿Y lo que vino después en los 80? ¿Cuántos saben que el primer sodálite de vocación matrimonial que se casó tuvo una misa de bodas que fue celebrada con gran solemnidad, a lo grande, y que al final terminó migrando con su esposa a los Estados Unidos y se desvinculó completamente del Sodalicio? ¿Cuántos saben que Alberto Gazzo, el único sacerdote sodálite ordenado por el Papa Juan Pablo II en 1985 terminó colgando los hábitos y separándose de la institución, y que el número de la revista Alborada donde aparecía su foto junto con el Papa fue requisado y sacado de circulación, a fin de que nadie se acordara nunca más de él? ¿Quién recuerda a Virgilio Levaggi, aquel miembro de la cúpula sodálite ‒actualmente exsodálite‒ que fue confinado por un tiempo en una de la comunidades por haber cometido una falta grave que nunca se nos quiso revelar, y que se nos dijo que era referente a la obediencia, aunque las circunstancias adjuntas hacen sospechar más bien de una falta como aquellas que muchos jerarcas de la Iglesia han solido ocultar, dizque a fin de evitar escándalos? ¿Y qué pasó con aquel joven que vivía en una de las comunidades de formación de San Bartolo y al que un día le dijeron que no era apto para la vida en comunidad y que no creían que tuviera vocación, y por lo tanto debía regresar a vivir a casa de su padres, de cuya azotea se habría lanzado al vacío meses después para encontrar una muerte temprana por propia mano? ¿Y las huidas entre gallos y medianoche de quienes ya no querían vivir en comunidad, y que preferían aprovechar las horas nocturnas para retornar a una vida normal, antes que manifestar su deseo de forma abierta a los superiores, pues ello implicaba pasar meses de meses en estado de discernimiento obligatorio, sometidos a observación y a una dura disciplina, antes de que por fin se les permitiera salir al mundo, y siempre con el estigma de haber fracasado, que no es mucho peor que el estigma de “traidores” que se les colgaba en secreto a quienes se largaban “por la puerta trasera”?

El Sodalicio tenía potencial para ser grande y su misión prometía tener alcance universal. La energía y el ímpetu de jóvenes dispuestos a los más grandes sacrificios por seguir a Jesús el Señor, a comprometerse con la Iglesia y a actuar como levadura cristiana de buena calidad en la sociedad estaba presente. Y sinceramente, agradezco por lo que significó esa etapa de mi vida en todo aquello bueno que contribuyó a mi desarrollo personal y por haber significado para mi el inicio del seguimiento de Jesús en el Pueblo de Dios que es la Iglesia. Agradezco por todas las personas buenas que conocí y por las amistades que todavía mantengo. Agradezco por haber despertado en mí inquietudes intelectuales y haberme impulsado a hacer de mi vida una continua búsqueda preñada de una nostalgia entrañable de eternidad. Agradezco por todos los momentos de alegría, de tristeza, de incertidumbre y esperanza compartidos con tantos compañeros en la brega, hayan estado hasta el final en Sodalicio o se hayan ido antes. No obstante todas estas cosas buenas y positivas, lamentablemente los gérmenes de decadencia también estaban presentes e hicieron su labor. 

El Sodalicio se convirtió un cuerpo enfermo aquejado de autoritarismo, verticalismo, anquilosamiento intelectual y espiritual, ceguera histórica, espíritu sectario, aburguesamiento institucional y falta de tolerancia y de libertad. Y ése ha sido el caldo de cultivo donde han germinado los peores abusos.

Parece que la dolencia era terminal, considerando que los síntomas principales de la enfermedad institucional persistieron hasta el final. Y no obstante los intentos de curar al enfermo, lo único que se hizo fue lavarle la cara y darle al sistema una fachada de salud aparente.

En el Sodalicio siguieron creyendo en la existencia de su “carisma fundacional”, ese don que el Espíritu Santo otorga a un fundador de un instituto de vida consagrada para darle una tarea y una orientación, que finalmente se traduce en un beneficio espiritual para la Iglesia. Considerando que el fundador Figari —«mediador de un carisma de origen divino» según la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (carta del 30 de enero de 2017)— era un pecador redomado que podría no haber vivido el carisma, éste habría pasado actualmente a los miembros de la comunidad, lo cual se manifestaría en las obras buenas de las cuales hace gala el Sodalicio.

Sin embargo, ¿qué carisma podría haber tenido un hombre que creó una institución que funcionó como una secta desde sus principios, secuestrando las mentes de jóvenes menores de edad para luego abusar sexualmente de algunos? ¿Qué carisma pueden haber recibido los miembros actuales, que relativizaron la verdad y maltrataron a muchas víctimas desconociendo la veracidad de sus testimonios, además de haber impedido que se conozca todo el alcance de los abusos? ¿Que obras y frutos buenos puede mostrar el Sodalicio, cuando por cada sodálite en actividad que había deben haber varias personas —entre las cuales me cuento yo— que han visto sus vidas afectadas negativamente? ¿Qué carisma puede ser aquel que ha dañado la imagen de la Iglesia católica y ha hecho que muchas personas pierdan su fe religiosa?

Un recuento de quiénes fueron los miembros de aquello que Luis Fernando Figari llamaba “generación fundacional” del Sodalicio, conformada en su mayoría por escolares que terminaban el colegio en el año 1973, nos debería llevar a la misma conclusión. ¿Quiénes estuvieron, además de Germán Doig? Mons. José Antonio Eguren, arzobispo emérito de Piura y Tumbes, quien ha sido expulsado del Sodalicio por el Papa Francisco. El exsodálite Virgilio Levaggi, quien también cuenta con graves acusaciones de abuso sexual. El sacerdote Jaime Baertl, que cometió un abuso sexual sin contacto físico en perjuicio mío cuando yo tenía tan sólo dieciséis años de edad, lo cual ha sido descartado como inverosímil por los representantes del Sodalicio hasta el día de hoy. El sacerdote Emilio Garreaud, quien en el año 2019 fue denunciado por abuso sexual contra un mayor de edad en el Tribunal Eclesiástico Provincial de Costa Rica, denuncia que nunca se investigó a fondo y terminó siendo archivada. El laico consagrado Alfredo Garland y el exsacerdote y exsodálite Alberto Gazzo, quienes han sido señalados por el obispo emérito de la prelatura de Ayaviri y exsodálite Mons. Kay Schmalhausen como sus abusadores sexuales cuando el era aún un adolescente menor de edad (el mismo Schmalhausen cuenta que, ya siendo mayor de edad, abusaron sexualmente de él tanto Figari como Doig). El laico consagrado José Ambrozic, también expulsado del Sodalicio por el Papa Francisco. El laico casado Raúl Guinea, quien colaboró en la administración de los cementerios del Sodalicio, un negocio lucrativo libre de impuestos debido al uso ilegítimo y abusivo del Concordato entre la Santa Sede y el Estado Peruano. Franco Attanasio, quien fuera el primer sodálite casado y luego se separó de la institución, se mudó a los Estados Unidos con su mujer, y que ha sido incluido en el Registro de Agresores Sexuales de Michigan, en virtud de cuatro sentencias por conducta sexual criminal en cuarto grado emitidas en el año 2021. De este grupo sólo se salvan el exsodálite Juan Fernández, quien hizo carrera en la Marina de Guerra del Perú, y el exsacerdote y exsodálite Luis Cappelleti.

¿Quién puede creer aún que una pandilla de abusadores hayan sido portadores de un carisma del Espíritu Santo para bien de toda la Iglesia?

Figari ya ha sido expulsado de la institución que él fundó y el Sodalicio ha sido suprimido. El decreto de supresión hace referencia a la inmoralidad del fundador Figari como indicio de la inexistencia de un carisma fundacional, y por tanto, de la falta de legitimidad eclesial para la existencia de la institución. En otras palabras, ya la Santa Sede ha reconocido oficialmente que Figari no fue guiado por un poder divino, ni es fundador en ningún sentido, ni el Sodalicio era una obra querida por Dios.

Por el bien de la Iglesia y de la humanidad —y por el bien de muchos sodálites de buena voluntad que aún seguían sometidos al sistema ideológico y disciplinario de la institución— el Sodalicio fue condenado a desaparecer.

Este libro busca ser una contribución para ponerle un epitafio a la historia infamante de una institución que fracasó en la misión que decía tener —evangelizar a los jóvenes, evangelizar la cultura y solidarizarse cristianamente con los pobres y marginados— y que funcionó como una secta desde sus inicios, como una moledora de conciencias y destinos humanos, produciendo o bien seres fantasmales cortados todos con una misma tijera, o bien sobrevivientes de una experiencia que deja heridas en el alma y la tarea de una vida entera a rehacer desde sus cimientos, para hacerla auténticamente humana después de las salvajadas a que fue sometida.

Descansa en paz, Sodalicio. Descansa en paz en tu sepulcro y que duermas bien. Por los siglos de los siglos. Amén.

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Abusos, Iglesia católica, Luis Fernando Figari, Sodalicio

[El dedo en la llaga] El MVC, o Movimiento de Vida Cristiana, fundado en 1985 por Luis Fernando Figari y aprobado en 1994 como asociación internacional de fieles de derecho pontificio por el ahora extinto Pontificio Consejo para los Laicos. Desde septiembre de 2016 hasta su supresión en enero de 2025, el MVC dependió del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida. De las asociaciones fundadas por Luis Fernando Figari, todas ellas suprimidas por la Santa Sede por falta de carisma fundacional, el MVC era la más numerosa, pues para pertenecer al MVC el único requisito era participar de sus actividades, repartidas en diferentes grupos asociados: Agrupaciones Marianas, Familia de Nazaret (para parejas de esposos), Betania (para mujeres adultas), Emaús (para varones adultos), Simeón y Ana (para personas de edad avanzada), iniciativas de acción social como Solidaridad en Marcha,  Pan para mi Hermano, Christ in the City, y otras asociaciones diversas.

Poco se ha sabido de abusos cometidos en el MVC, pues durante un tiempo, después de la publicación del libro reportaje “Mitad monjes, mitad soldados” de Pedro Salinas y Paola Ugaz en octubre de 2015, se creyó que los abusos se restringían al Sodalicio de Vida Cristiana, una sociedad de vida apostólica integrada por laicos consagrados y sacerdotes que vivían en comunidades pequeñas. Sin embargo, en febrero de 2016 me llegó el testimonio de un exmiembro del MVC, que detallaba abusos cometidos en su mayoría por emevecistas. La víctima no quería en ese momento perjudicar al MVC haciendo público su testimonio, no obstante los abusos sufridos. Pero dado que el MVC ha sido suprimido junto con el Sodalicio de Vida Cristiana, ese reparo carece actualmente de objeto. Se respeta el deseo de la víctima, proveniente de un estrato social de clase media baja, de permanecer anónima. Asimismo, para evitar que se la identifique, se han cambiado los nombres de la mayoría de las personas implicadas en esta historia. Los lugares mencionados son todos localidades ubicadas dentro de Lima metropolitana. 

* * *

Tuve una gran excusa, en mi caso, para no adquirir el libro “Mitad monjes, mitad soldados”: la cuestión económica. Además —esto era lo más importante—, consideraba que lo “poco” revelado del libro en los medios me bastaba para iniciar y culminar un proceso de sanación interior. Pero casualmente lo vi en Lince en versión pirata y creo que también, por la vergüenza de verlo expuesto, lo adquirí. Mis disculpas a Pedro Salinas y a todos los implicados en la edición.

Todos los testimonios apuntan a lo mismo. Incluso el único testimonio positivo trata de un sistema que procuró el sometimiento, que atentó contra la libertad, hizo daño y perjudicó en el tiempo la vida de muchas personas, siendo las primeras víctimas los mismos miembros. Y aunque hubo diferencias respecto al MVC, ¿acaso no hubo también victimas allí?

En 1994, cuando yo 15 años de edad y ya tenía dos años de agrupado mariano, conocí en la Urbanización Apolo al P. Antonio Santarsiero, quien llegaría a ser obispo de Huacho, en ese entonces rector del seminario “Casa de San José”. Yo iba a rezar de vez en cuando a la capilla que tenían allí. Él conocía a Germán Doig. Conversamos varias veces, incluso me propuso crear una agrupación con los acólitos (menores que yo), además de ver lo de mi vocación religiosa, pues desde niño he tenido una inquietud religiosa, y no sabría decir si en ese entonces era por una cuestión intelectual, espiritual o quizá psicológica, ya que no he vivido con mi padre y siempre esperaba que regresara a casa.

En esa época yo iba al Centro Apostólico San Juan Apóstol en La Victoria. Emocionado por lo de formar una agrupación, se lo comenté a César Salazar y él, a su vez, a Humberto del Castillo, quien opinó que no era algo prudente. César me lo dijo y asumí que tenía que dejar las cosas tal como estaban. No volví a ir a la capilla. Antes busqué a JQ, quien hacía poco había dejado de ser mi animador, y le conté sobre el P. Santarsiero y lo de mi inquietud religiosa. Me dijo que yo era muy joven y que no me preocupara todavía.

Mi primer animador estuvo discerniendo tres años en una “casa” para ser consagrado emevecista o sodálite. Cabe mencionar que no era ni blanco, ni alto ni tenía plata. Mis referentes eran también Miguel Saravia, Santiago Garcés y Francisco Almonte, el primero por ser alguien cercano, el segundo por ser radical y el tercero, porque me parecía místico. Por lo mismo, yo quería ser consagrado del MVC, sin saber que en realidad las cosas no estaban definidas. Esperaba con ansias terminar la educación secundaria y empezar a discernir en aquellas “casas”.

En 1996, ya con 17 años le comunico a LFLL, mi animador en ese tiempo, que quería discernir. Se alegró, se lo comunicó supongo que a VP, quien quería que yo fuera sodálite, y fue éste último, no mi animador, quien me dijo que la instancia en el MVC para el tema de discernimiento era Miguel Saravia. Yo esperaba un cambio de grupo, no porque quisiera separarme de mis hermanos de agrupación, sino porque me parecía lo adecuado, pues ninguno más quería renunciar a ser casado, por decirlo de algún modo, y después ir a vivir a una de esas “casas”.

Empecé a conversar con Miguel. Al año siguiente ingresé al Instituto Superior Pedagógico Catequético (ISPEC) para ser profesor de religión. También empiezo a hacer apostolado, primero en la parroquia y luego en un barrio. Es allí donde me presentan a quien ahora es mi esposa. Pasados unos meses, nos hicimos enamorados. Yo lo veía como algo también querido por Dios, pues sólo conversaba con Miguel y me encontré con ella haciendo apostolado.

Sucedió que hubo en mi casa un problema grave y mi madre ya no pudo seguir ayudándome a pagar las pensiones del ISPEC, de modo que tuve que retirarme. José Pablo del Nogal, quien era entonces mi nuevo animador, iba a vender libros de la editorial Vida y Espiritualidad (VE) al ISPEC. Al enterarse de mi salida, habla con Alan Patroni, quien entonces era director del instituto, y éste ofrece ayudarme. Yo tenía buenas notas y también era delegado del salón, y creo que le caía bien a la Hna. Julia, directora de estudios del ISPEC. José Pablo del Nogal me avisa y me dice que regrese y vaya al ISPEC, Alan Patroni incluso era mi profesor. Al tercer día me llama la secretaria donde la Hna. Julia y ésta me reclama gritándome que por qué estaba allí si yo mismo había pedido mi retiro (pues fue a ella a quien le había contado del grave problema en mi casa) y además que quién se cree el sodali (así llamaba a los sodálites y José Pablo del Nogal usaba barba [aunque era sólo emevecista]), que aquí mando yo y ni siquiera el cardenal se puede meter. Sorprendido y triste, me retiré. Se lo conté a José Pablo y se molestó, así que volví otro día a hablar con el mismo Patroni. Él, con un poco de vergüenza o malestar, me dijo que no podía hacer nada y que las cosas dependían de la Hna. Julia. José Pablo le dijo a todos los de mi agrupación que yo era un quedado, que la monja me puso mala cara y que yo me fui. Esta fue la primera vez de muchas que él manifestó un prejuicio hacia mí.

Al poco tiempo me encuentro con el P. Santarsiero en la parroquia. Habían pasado tres años desde nuestra ultima conversación. Así que en la sacristía, después de Misa, nos pusimos a conversar y me da trabajo en el seminario. Tuve una fuerte experiencia de oración, pues el trato era que me presentara una hora antes para rezar. Le conté lo del ISPEC y también que tenía enamorada. Conversé mucho con él y otra vez me propuso lo del discernimiento. Yo no sabía qué decidir, qué hacer y se lo preguntaba a Dios. ¿Y el MVC? Porque yo creía que Él me había llamado al Movimiento. Y así pasaron los días y algunas semanas, hasta que decidí terminar con mi enamorada y luego conversar con mi animador José Pablo. Éste me dijo que el Padre me estaba manipulando, ofreciéndome cosas y que tú te tienes que quedar con nosotros, que Dios te ha llamado aquí, etcétera, etcétera. Así que el Padre era el malo de la película, e incluso le envié una carta perdonándolo por haberme manipulado.

José Pablo no se lo consultó a nadie, lo decidió en el momento en el que nos encontramos. El Padre fue prudente al decirme lo siguiente: “Si no es tu vocación, aquí lo vas a descubrir y el estudio te va a quedar. Si estudias bien, también podrías ir a Italia”. Incluso después de contarle de la grave situación de mi casa, hizo a un lado su propuesta inicial y me dijo con cierta pena y empatía: “Conozco al embajador… puedes viajar a Italia, trabajar y ayudar a tu familia”. A decir verdad, no le puse atención a esto, pues mi prioridad era saber dónde quería Dios que me quedara. Cuando el Padre me acompañó a mi casa para conversar con mi madre, no la encontramos. Ahora que recuerdo, en el MVC a mí jamás me preguntaron ni siquiera de refilón por mi familia.

De modo que dejé al Padre y seguí en el MVC. No regresé durante casi dos meses con mi chica y en aquel tiempo —antes de regresar con ella— las cosas siguieron igual: esperé a que me dijeran que converse con un sacerdote sodálite o algún consagrado, o que pasara a algún grupo de discernimiento, y nada. Regresé con ella y decidí formarme para el matrimonio. Así que busqué material para estudiarlo y a ella busqué involucrarla en el MVC, pero no se sentía a gusto, de modo que se dedicó a la parroquia. Ella me llevó algunas veces a la casa que las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta tienen en La Parada. Con Óscar Alvarado fui varias veces al Hospital del Niño.

Lo que encontré fueron los folletos que editó VE [Vida y Espiritualidad] con la Conferencia Episcopal Peruana. El de Luis Fernando Figari se agotó. Aún así lo pude leer, al igual que el de Pedro Morandé, y lo que fue para mí como el descubrimiento del fuego por el tema de la fenomenología (que me acompaña hasta el día de hoy pero ésa es otra historia) fue el folleto de Alfredo García Quesada. Por decirlo de alguna manera, consideraban las cosas desde la cúspide de la estructura humana sin considerar la afectividad y sus reacciones, así como la sensualidad y la necesaria y posible reorientación de estas dos esferas de las que también se compone el hombre. A pesar de mi esfuerzo, considerando todo lo que un emevecista normalmente hacía, no pude evitar las reacciones. Más aún cuando lo único que había aprendido o recibido respecto al tema se reducía a “la guerra contra la lujuria la ganan los cobardes, los que huyen”. No me excuso, pero también estaba el desconcierto y el voluntarismo, el no saber qué hacer, pues sí nos queríamos, hubo amor entre nosotros (yo y mi enamorada) en todas sus dimensiones. Rezar más, leer más, más ejercicio…. Después de más de un año, pasó lo que no quería.

Luego de aquella primera experiencia busqué a VP. Su comentario al verme y escucharme sobre lo sucedido fue: “Tranquilo, mis hermanos le dan duro”. Si bien yo le tenía respeto a aquella agrupación mayor, lo que me dijo no redujo para nada mi turbación y sentimiento de culpa. José Pablo del Nogal, cuando se enteró, me dijo: “¡Ah, ya te la cachaste!” Me puso un ultimátum. “Si vuelve a pasar, la dejas”. Miguel Saravia no estaba de acuerdo con esto último, pero me dijo algo aún más perturbador: “Tienes que entender que las relaciones sexuales entre los no casados es una especie de masturbación de a dos”.

Fue en el año 1999 cuando se creó el Instituto Superior Pedagógico Nuestra Señora de la Reconciliación [bajo gestión del Sodalicio de Vida Cristiana]. Allí me encontraba, el mejor año de mi vida en cuánto al estudio, cuando José Pablo me planteó: “O la dejas, o te vas”. Para sorpresa de todos, me fui por primera vez de la agrupación. Pensé: “Otra vez no le voy a hacer caso”, creyendo también que iba a poder solo con un problema que no sabía como resolver. Y de repente ocurrió lo del embarazo.

A aquellos que me trataron con indiferencia o rencor, que me cerraron puertas y me juzgaron, empezando por mis hermanos de agrupación, que luego ante situaciones similares lograron evitar los embarazos, pues la prudencia tuvo forma de condones y pastillas, los seguí estimando y respetando.

Durante varios años pedí apoyo moral para casarme y se me decía que no. Muchas veces se me presentaba el siguiente dialogo con mi enamorada:

Ella: Tú me amas.

Yo: Yo te amo.

Ella: Y si me amas, ¿por qué no te casas conmigo?

Yo: Tú no entiendes….

Y se generaban los conflictos externos e internos.

Por ese entonces, el Centro Apostólico San Juan Apóstol alquiló después del año 2000 por segunda vez una casa en Balconcillo. Yo la cuidaba. Me lo permitió Roberto Gálvez, coordinador del Centro y el último animador de agrupación que tuve. Me instalé allí antes de la inauguración. La casa estaba sucia y ocupada con muebles viejos. En el último piso había un palomar. Aparte del polvo y del olor a excremento de palomas, creía yo que eran éstas las que hacían ruidos en la madrugada. Pero se trataba de una rata, que fue descubierta y matada por Homero Álvarez después de limpiar, pocos minutos después que Iván Torres me preguntara que cómo había pasado las noches y yo le hablara de los ruidos de las palomas en la madrugada. Algunas veces cortaron la luz eléctrica, una vez el agua y por varios días. Lo más incomodo fue cuando cambiaron la cerradura y no me avisaron, y estuve hasta muy tarde tratando de abrir la puerta para entrar a descansar.

En una oportunidad trajeron una botella de ácido muriático y la dejaron en el baño. Llegué en la noche y la vi, la cogí y pensé en matarme de una vez y acabar así con todo. Hacía tiempo que padecía de una depresión. Mi vida en ese tiempo era triste y no le veía salida. Me sentía mal, las culpas me pesaban demasiado, me creía un traidor, traidor al llamado que el Señor me había hecho y un fracasado. Ciro Beltrán, quien conversaba conmigo, me llegó a decir que yo padecía una especie de SIDA espiritual, porque mis defensas estaban bajas. Mis hermanos de agrupación me trataban mal, especialmente uno. El motivo era que yo ya tenía un hijo. Mi enamorada salió embarazada después de dos años de relación.

Tomé la botella de ácido y la abrí. Hacía poco Ciro Beltrán me había regalado un par de anteojos con lentes de resinas. Me acerqué al wáter y eché el ácido sobre los lentes. Al ver lo que ocurrió, me arrepentí de lo que pretendía hacer.

Por una discusión que tuvimos, Ciro ya percibía que yo estaba mal, y me envío a hablar con Santino Moreno. No sabía cómo contarle las cosas, pues yo mismo no consideraba la pena, la angustia, el dolor de años respecto también al Plan de Dios para mí. Y le conté de mi supuesta homosexualidad, enquistada por el temor de mi madre desde que tengo memoria y de la amenaza de mi novia, porque había salido embarazada otra vez y decía que iba a abortar, ya que no nos casábamos. Aun así, conversar con Santino me alejó de aquella idea del suicidio.

Al poco tiempo me fui, experimentando todo lo que implica haber participado durante años, añorando volver y lamentándome, pero quedarme en mi agrupación era ya insoportable para mí.

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[El dedo en la llaga] «Quiero confirmarte que el Comité de Reparaciones no te consideró una persona con derecho a recibir una compensación financiera dentro del programa, más allá de asegurar que tu acceso a servicios profesionales para tu salud esté disponible de manera continua. Sé que ya cuentas con el servicio de salud en Alemania. Como sea, esto es una seguridad adicional para ti».

Con estas palabras, en un e-mail del 9 de noviembre de 2016 escrito originalmente en inglés, Ian Elliott —experto contratado por el Sodalicio para lavarle la cara a la institución— me comunicaba que no tenía derecho a ninguna reparación y que, por tanto, no se me consideraba oficialmente víctima del Sodalicio.

El 31 de enero de 2017, Alessandro Moroni —entonces Superior General del Sodalicio— me confirmaba esto en un e-mail, añadiendo algunas explicaciones:

«En el testimonio que nos hiciste llegar relataste un episodio que también has descrito por medios de alcance público y que, según los informes que nos hizo llegar la Comisión, también les relataste a ellos. Eso fue encomendado entonces al investigador profesional asignado para estos casos, y en su informe indica que no encontró evidencias para afirmar la verosimilitud de este caso.

Según refirió el Sr. Elliott, en la entrevista que tuvo contigo no fue relatado ningún episodio específico, sino más bien una serie de opiniones sobre tu experiencia en general, y también sobre las cosas que consideras que están o han estado mal en el SCV y deben cambiar. El Sr. Elliott presentó su evaluación a los demás miembros del comité de reparaciones, en el cual él mismo participa. La conclusión unánime fue que, según los criterios establecidos en un comienzo, no correspondía una reparación en el marco de este programa de asistencia».

Moroni admitió que conocían mi testimonio, pero según se deduce de lo que me dice, Ian Elliott, en una muestra de su incompetencia, no lo habría conocido o no lo habría tenido en cuenta en su informe. Allí se describen, entre otras cosas, abusos psicológicos que me llevarían a pasar mis últimos meses en una comunidad sodálite del balneario de San Bartolo (unos 50 km al sur de Lima) con pensamientos suicidas, entre diciembre de 1992 y julio de 1993.

El episodio presuntamente inverosímil al que se refiere Moroni es aquel cuando Jaime Baertl, antes de ser ordenado sacerdote y siendo mi consejero espiritual, me ordenó desnudarme, colocarme detrás de una silla enorme y simular que me la follaba. Yo tenía entonces 16 años de edad.

Baertl nunca ha negado públicamente que ese hecho ocurriera ni tampoco me ha solicitado que me rectifique para no dañar el honor que cree tener, aun cuando mi testimonio al respecto es de conocimiento público, y yo mismo he descrito al detalle el lugar en que ocurrió, las circunstancias y el contexto, los cuales pueden ser corroborados por otros testigos. Además, se ha tener en cuenta que no fui el único al que su consejero espiritual le solicitó que se desnudara.

Sin embargo, Baertl siempre ha negado el hecho ante varias instancias. Lo hizo ante la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación, convocada por el mismo Sodalicio. Lo hizo el 8 de julio de 2016 ante funcionarios del Ministerio Público. Lo hizo en carta notarial del 24 de octubre de 2024 a la Nunciatura Apostólica en el Perú. ¿Por qué esto último? Porque el hecho descrito, considerado verosímil por la Misión Especial conformada por Mons. Charles Scicluna y Mons Jordi Bertomeu, fue uno de los motivos mencionados —entre otros— en un comunicado del 23 de octubre para justificar la expulsión de Baertl del Sodalicio de Vida Cristiana.

Recalco que se trata de un hecho del que no existen pruebas en sentido judicial, pero cuya verosimilitud es irrefutable ante la cantidad de datos y detalles que he proporcionado al respecto. Y respecto al cual seguiré afirmando que efectivamente sucedió, pues la memoria no me falla.

Aún así, que los expertos contratados por el Sodalicio descartaran este hecho de mi testimonio no anulaba los demás abusos relatados por mí, los cuales dejaron más huellas y cicatrices en mi psique que ese otro incidente que fue reprimido en el desván de mi memoria durante décadas. Lo cierto es que, para proteger a Jaime Baertl —el hombre más poderoso de la institución desde las sombras, tras la renuncia de Figari al cargo de Superior General en el año 2010—, se me negó toda reparación y se desconoció mi status como víctima del Sodalicio.

Tras conocerse la expulsión del Sodalicio de su fundador Luis Fernando Figari mediante decreto vaticano del 9 de agosto de 2024, en la página web de la institución fueron publicadas unas aclaraciones, donde se decía: «Desde el primer momento en que tomó conocimiento de personas que habían sido víctimas de abuso por parte de algunos de sus miembros o exmiembros, el Sodalicio buscó la mejor manera posible de salir a su encuentro y ofrecer un camino de acogida, escucha y reconciliación». Evidentemente se trataba de una mentira, pues eso no ocurrió ni en mi caso ni en el de muchos otros. Y aquellos a los que se les concedió una reparación pecuniaria, tuvieron que firmar acuerdos extrajudiciales con cláusulas de confidencialidad que los obligaban a mantener en silencio el monto de las reparaciones, los motivos —entiéndase abusos— por las cuales se hacían acreedores a ellas, los nombres de los abusadores, tal como se desprende del texto de uno de estos acuerdos:

«El señor [Fulano de Tal] y el SCV se obligan a mantener absoluta reserva y confidencialidad sobre las conversaciones y negociaciones sostenidas para arribar a esta transacción, sobre el contenido del presente acuerdo, incluyendo los montos indemnizatorios comprendidos (asistencia e indemnización), los hechos que lo motivan y las personas involucradas en ellos.

La obligación de confidencialidad antes descrita alcanza a los representantes, asesores u otras personas que hayan intervenido o participado, colaborado o asesorado a cada una de las partes para la suscripción de la presente transacción. El incumplimiento de esta obligación de confidencialidad por parte de alguna de ellas hará responsable a la parte con la que se vincula.

El incumplimiento del deber de confidencialidad, ya sea directamente o por alguno de sus representantes, asesores o colaboradores, habilitará a la otra parte a reclamar la indemnización correspondiente».

Sin muchas esperanzas, el 16 de agosto de 2024 envié una solicitud por correo electrónico —la única vía dispuesta a estos efectos por el Sodalicio— a la Oficina de Escucha y Asistencia. En realidad, sólo esperaba confirmar lo que había ocurrido en el pasado: que a las víctimas se les llenaba de promesas, para al final dejarlas en la estacada.

Sin embargo, esta vez ocurrió algo distinto. La Sra. Silvia Matuk, encargada de la oficina y de mal recuerdo para muchos, esta vez se comportó correctamente e hizo sus esfuerzos para que mi solicitud llegara a buen puerto, lo cual le agradezco de corazón. 

A fin de asegurar la buena marcha del proceso, compartí algunos de los correos electrónicos de la Sra. Matuk y también los míos con algunas personas de confianza, hasta que la misma Sra. Matuk me advirtió que en todo el proceso se debía guardar confidencialidad. Le di la razón en lo que a ella correspondía, pero no en lo que a mí me tocaba, mediante un e-mail del 5 de septiembre de 2024:

«Según lo que hemos conversado ayer por teléfono respecto a su solicitud de que no comparta los mensajes que usted me envía por correo electrónico, le doy la razón, aun cuando un proceso de reparación tiene carácter público porque responde a una exigencia de justicia que tiene consecuencias sobre otros casos similares. Y quiero insistirle sobre este punto: no se trata de un asunto privado entre el Sodalicio de Vida Cristiana y yo, sino de una materia que atañe a todas las víctimas que no han sido debidamente reparadas por la institución.

Sobre la condición de confidencialidad que debería acompañar todo el proceso, eso la obliga a usted como profesional que recibe información de las personas afectadas que recurren a usted, pero esa condición no se le puede imponer a una víctima de abusos, ni siquiera durante el proceso, pues en este caso ese silencio sólo sirve para proteger a la institución o persona abusadora y deja desprotegida a la víctima. Esto mismo lo confirma el Papa Francisco en su carta apostólica “Vos estis lux mundi” (25 de marzo de 2023), donde dice que “al que presenta un informe, a la persona que afirma haber sido ofendida y a los testigos no se les puede imponer alguna obligación de guardar silencio con respecto al contenido del mismo”.

Respecto a su reputación como profesional, no es mi deseo opacarla, pero tampoco es mi deber defenderla, pues eso le corresponde a usted. Será buena si hace lo correcto y cumple con las tareas que le han sido asignadas en consonancia con la justicia debida a las víctimas. Será mala si, al contrario, decide proteger honras no merecidas en perjuicio de las víctimas que buscan acceder a la justicia desde hace tiempo.

El deber de hacer justicia y reparar a las víctimas que tiene el Sodalicio de Vida Cristiana, si bien no está estipulado de manera vinculante en ninguna norma jurídica de la Iglesia católica, sí constituye una obligación moral, tal como lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica:

“1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto.

2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia”.

En vistas de lo anterior, quiero resaltar que la justicia y reparación que supuestamente ofrece el Sodalicio de Vida Cristiana no deben estar sujetas a ninguna condición que se le pretenda imponer a la víctima, como, por ejemplo, el guardar silencio sobre los hechos luctuosos incluidos en su denuncia y sobre cómo va el proceso de reparación. La Iglesia católica lo prohíbe en sus procesos canónicos y, por analogía, se entiende que también está prohibido en procesos análogos iniciados por instituciones aprobadas por la Iglesia católica.

Por todo lo dicho, respetaré su deseo de no compartir los mensajes que me envíe, pero no me pida que guarde silencio en lo demás. Vistos los antecedentes del Sodalicio en casos similares, sería una inmoralidad mantenerse callado».

Tras un intercambio de mensajes, a fin de aclarar algunos puntos de la reparación, se me envió un acuerdo extrajudicial, que firmé el 1° de noviembre de 2024 en el Consulado General del Perú en Frankfurt —a efectos de legalización de la firma del documento— y envié a Lima por correo certificado. A diferencia de los leoninos acuerdos extrajudiciales del pasado, éste no contenía ninguna cláusula de confidencialidad. El monto ofrecido fue transferido a mi cuenta bancaria el 6 de diciembre de 2024. Si bien este monto era algo superior a lo que recibieron otras víctimas, no llega a compensar todos los daños sufridos que tuvieron consecuencias dolorosas en mi vida y un alto costo personal, hasta el día de hoy. Más importante para mí era su significado simbólico. Tras haber sido reconocido como víctima por la Comisión de Ética para la Justicia y la Reconciliación en febrero de 2016, el Sodalicio me negó durante ochos años ese status y se negó a reparar el daño producido, entre los cuales puedo mencionar el socavamiento de mis vínculos familiares: con mi madre, con mi ex-mujer, con mi hermano Erwin, que siguió en el Sodalicio y terminó expulsado por haber sido cómplice de las fechorías de la institución.

Si a alguien tengo que agradecer por esta reparación es a la Sra. Silvia Matuk, que hizo lo posible dentro de sus limitaciones y capacidades, y que fue la única persona con la cual tuve comunicación directa, sirviendo de mediadora en este asunto. También recibí algunas cartas impersonales firmadas por José David Correa, actual Superior General del Sodalicio. Y si bien, refiriéndose a experiencias dolorosas en el tiempo en que viví en comunidades sodálites, manifiesta «un sincero pedido de perdón por todos los sufrimientos que todo ello te ha generado, como también por las demoras, deficiencias o insuficiencias que puedan haber ocurrido en la atención que en diversos momentos se te haya dispensado», en ningún momento hizo el amago de querer comunicarse personalmente conmigo. Ni tampoco reconoció problemas objetivos configuradores de una cultura de abuso en la institución, ni mucho menos la verosimilitud de mi relato sobre el abuso sexual cometido en mi perjuicio por Jaime Baertl.

Es moneda corriente que instituciones de la Iglesia comiencen a pagar reparaciones postergadas cuando se encuentran entre la espada y la pared. El Sodalicio no parece ser le excepción. ¿Hay que estar agradecidos cuando uno recibe, tras años de angustiosa espera, lo que le corresponde en justicia? Como dice Gonzalo Valderrama, un sodálite con vocación matrimonial de las primeras generaciones: «Hoy aparecen varios que recibieron inmensos beneficios para ellos, sus hijos, o parientes, y a pesar de todo ello, muerden la mano que con mucho cariño fue extendida para ayudar a solucionar problemas y emergencias». Sabemos a quiénes se refiere. Incluso quienes siguen vinculados al Sodalicio y expresan críticas legítimas a la institución han sido descritos como aquellos que muerden la mano que les da de comer. No hay expresión más clara de lo que se considera ser leal al Sodalicio: ser fiel como un perro. Quién recibe una reparación del Sodalicio y quien recibe una remuneración por servicios prestados, recibe lo que en derecho le corresponde, no un favor. Y quien critica a aquel que lo remunera, está en todo su derecho. Pero para los amantes del Sodalicio las personas vinculadas a la institución deben ser eso: como perros que deben estar siempre agradecidos al amo.

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[El dedo en la llaga] La “generación fundacional” del Sodalicio —concepto acuñado por el mismo Luis Fernando Figari— estuvo integrada en su mayor parte por un grupo de alumnos egresados del Colegio Santa María (Marianistas) de Monterrico (Lima, Perú) en los años 1973 y 1974 —a saber, José Ambrozic, Germán Doig, José Antonio Eguren, Emilio Garreaud, Alfredo Garland, Luis Cappelleti (exsodálite), Raúl Guinea, Franco Attanasio (exsodálite), Juan Fernández (exsodálite)— pero también pertenecen a ella Virgilio Levaggi (exsodálite), del Colegio Italiano Antonio Raimondi, Jaime Baertl y Alberto Gazzo (exsodálite), ambos del Colegio de la Inmaculada (Jesuitas). Fue con estas personas que Figari consolidó un grupo que le seguía fielmente y que serviría para darle forma a la institución y desarrollar la ideología y la disciplina sodálites. Supuestamente ellos serían los primeros portadores del presunto carisma del Espíritu Santo que hasta ahora dice oficialmente tener esta sociedad de vida apostólica de derecho pontificio llamada Sodalicio de Vida Cristiana.

Sin embargo, nos hallaríamos ante una curiosa manera del Espíritu Santo de seleccionar sus herramientas. Pues Figari, el fundador, es un abusador. Y de la generación fundacional han sido abusadores Germán Doig (fallecido) y Virgilio Levaggi. Además, han sido expulsados del Sodalicio José Ambrozic, Mons. José Antonio Eguren, arzobispo emérito de Piura y Tumbes, y el P. Jaime Baertl por faltas graves que ocasionan escándalo. ¿Dónde estaba aquí el Espíritu Santo? ¿En aquellos como Juan Fernández y Luis Cappelleti —que colgó los hábitos—, los cuales se fueron porque vieron que la cosa no funcionaba como debía ser? ¿Y qué sucedió con Alberto Gazzo, el único sodálite ordenado presbítero por el Papa Juan Pablo II en 1985, a quien también se le llamaba “el apóstol de los niños” mucho antes que este apelativo lo llevara Jeffery Daniels, el mayor abusador sexual en serie de la historia del Sodalicio? ¿También se fue por obra del Espíritu Santo?

Lo que me ha llamado la atención recientemente es el caso de Franco Attanasio, quien en 1982 fue el primer miembro de la generación fundacional que se casó, convirtiéndose en el primer adherente sodálite (persona vinculada institucionalmente al Sodalicio con vocación matrimonial). Después —por supuestas presiones de su mujer— dejó el Sodalicio y se mudó a los Estados Unidos, llegando a ser médico internista en Detroit, EE.UU. El 30 de noviembre de este año supe que había sido incluido en el Registro de Agresores Sexuales de Michigan, en virtud de cuatro sentencias por conducta sexual criminal en cuarto grado emitidas en el año 2021, cada una con una pena de cinco años. Según el Código Penal de Michigan, «una persona es culpable de conducta sexual criminal en cuarto grado si realiza contacto sexual con otra persona y si se cumple cualquiera de las siguientes circunstancias: …» Paso a detallar las circunstancias que se le aplicarían: «Se utiliza fuerza o coerción para llevar a cabo el contacto sexual». Esto incluye: «Cuando el autor realiza un tratamiento médico o examen a la víctima de una manera o con fines que son reconocidos médicamente como no éticos o inaceptables». O esta otra circunstancia, considerando que se hace mención en las sentencias de víctimas incapacitadas: «El autor sabe o tiene motivos para saber que la víctima es mentalmente incapaz, está mentalmente incapacitada o físicamente indefensa». Attanasio seguiría ejerciendo la medicina, según consta en páginas web de servicios médicos, lo cual nos hace suponer que estaría cumpliendo un régimen de libertad condicional. Si bien los cuatro casos de abuso sexual ocurrieron en el año 2019, no se descarta la posibilidad de que hayan habido otros casos que no fueron denunciados, o que esta inclinación hacia conductas sexuales inapropiadas venga desde la época en que fue miembro de la generación fundacional del Sodalicio.

Él me hizo el examen médico en 1981 antes de que yo ingresara a vivir en una comunidad. En ese entonces él era todavía un estudiante de medicina, pues recién se graduaría en la Universidad Peruana Cayetano Heredia en 1982. Este examen incluía una palpada de testículos, lo cual puede ser aceptable en un examen de este tipo, aunque no sea necesariamente un procedimiento estándar. Lo irregular es que no haya quedado registro escrito de este examen médico, según me informó el anterior Superior General del Sodalicio, Alessandro Moroni, cuando solicité la devolución de toda la documentación sobre mi persona que pudiera estar en los archivos de la institución. Así como tampoco me devolvieron el informe de una evaluación psicológica realizada en el año 1993 por la psicóloga Liliana Casuso, entonces integrante de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación. Y ese informe me consta que sí existió, pues lo tuvo en sus manos el sodálite Miguel Salazar, ahora expulsado, cuando me leyó algunos de los resultados de mi evaluación.

Pues era práctica común en el Sodalicio que los informes médicos no fueran entregados al paciente perteneciente a alguna rama de la Familia Sodálite, sino directamente a los superiores, violando así el secreto profesional y la confidencialidad debida al paciente. Para ello Figari contó con la complicidad de algunos médicos, la mayoría de ellos vinculados de una u otra manera a la Familia Sodálite. Y Franco Attanasio estaba destinado a ser uno de los médicos del círculo de Figari. el cual sólo permitía que los sodálites con alguna enfermedad se atendieran con los médicos que él recomendaba. De este modo, las dolencias adquiridas por sodálites quedaban en familia y no eran sometidas al escrutinio de especialistas independientes.

Uno de estos médicos era un sujeto con cierta semejanza al personaje de cómic Dr. Fu Man Chu. Me refiero al doctor Armando Calvo, amigo íntimo de Figari y cuya esposa, Nelly Calvo, participa activamente de Betania, una de las asociaciones del Movimiento de Vida Cristiana, vinculado al Sodalicio. El doctor Calvo no sólo atendía a sodálites por indicación expresa de Figari, sino también a mujeres de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación. Y siendo reumatólogo, también habría recetado medicinas para tratar dolencias ajenas a su especialidad.

Según una fuente, cuando Germán Doig falleció en su habitación en la madrugada del 13 de septiembre de 2001, Figari le habría solicitado a Calvo que firme el certificado de defunción sin ver el cadáver, a lo cual Calvo se negó. El documento habría sido firmado luego por un médico asociado al Movimiento de Vida Cristiana.

Para casos de enfermedad mental entre sus seguidores, Figari contaba con los servicios del doctor Carlos Mendoza, un psiquiatra adoctrinado dentro de las filas del Movimiento de Vida Cristiana, que habría tratado crisis vocacionales de sodálites y fraternas con psicofármacos y que estaría firmemente convencido de que la homosexualidad es reversible mediante procedimientos psiquiátricos. El habría tratado, a partir de 1997, al pederasta serial Jeffery Daniels, respecto a quien el Sodalicio ha reconocido oficialmente por lo menos 12 víctimas menores de edad, y habría participado del encubrimiento que se hizo de su caso, sin que sus delitos fueran denunciados ni a las autoridades civiles ni a las instancias canónicas correspondientes.

Finalmente, dos sodálites de vida consagrada se graduarían como médicos, añadiéndose a los anteriores, a saber, los doctores Renzo Paccini y César Salas. Este último habría estado encargado de los exámenes médicos de aspirantes al Sodalicio, por lo menos hasta el año 2004 aunque probablemente también después, según un testimonio: «Sobre los exámenes de ingreso, yo ingresé a San Bartolo en 2004, y todavía se realizaban. Los aspirantes éramos examinados por el Dr. César Salas (médico sodálite de confianza de Figari), incluyendo palpación de pene y testículos “para verificar que todo esté bien”, según nos dijo». En San Bartolo, un balneario al sur de Lima, estuvieron situadas las casas de formación donde ocurrieron los peores abusos físicos y psicológicos, asimilables a tortura y violaciones de derechos humanos.

Un atisbo en las enfermedades que se querían ocultar a los ojos de médicos independientes lo encontramos en los resultados de una encuesta realizada por Sandra Alvarez y Camila T. Alvim, dos exfraternas, publicados el 1° de diciembre de este año en un blog. En esta encuesta participaron 101 sobrevivientes y exmiembros de las tres instituciones de vida consagrada de la Familia Sodálite: Sodalicio de Vida Cristiana (SCV), Fraternidad Mariana de la Reconciliación (FMR) y Siervas del Plan de Dios (SPD). Cito sus propias palabras:

«En relación con diagnósticos psiquiátricos y psicológicos, resaltan principalmente los cuadros de depresión y ansiedad en 40 exconsagrados. Un número menor manifestaron tener diagnósticos de bipolaridad (10), trastorno obsesivo compulsivo (4), esquizofrenia (2) y adicción (1).  

De otro lado, 27 sobrevivientes indican que han sufrido de estrés post traumático e insomnio. 16 personas declaran sufrir de cansancio crónico y 15 desarrollaron trastorno de pánico. En menor medida se presentan diagnósticos de agorafobia (6), trastorno límite de la personalidad (borderline) (4), hipersensibilidad y semi-autismo (1). 

En cuanto a las enfermedades físicas, destacan la migraña y cuadros de gastritis en 43 sobrevivientes; problemas de espalda en 29 exconsagrados; fibromialgia en 22; problemas de colon en 19; tendinitis en 18; dolor crónico en 14; presión ocular por estrés en 8; desórdenes alimenticios como bulimia y anorexia en 5; apnea de sueño (1); asma (3); anemia (1), enfermedades hormonales como: obesidad (13), endometriosis (7), alopecia (6); acné hormonal y prediabetes (1); enfermedades autoinmunes como: Celiaca (3), lupus (1), Hashimoto (2), leucopenia (1), intolerancia al gluten (1); una ex consagrada manifestó haber desarrollado cáncer; 2 sobrevivientes indicaron que tienen discapacidad permanente».

Podemos llegar, pues, a la conclusión de que el Sodalicio, junto con todas sus excrecencias, no es un signo de salud en la Iglesia católica, sino una enfermedad maligna que debe ser extirpada para bien de todo el Cuerpo.

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[El dedo en la llaga] La Misión Especial enviada por el Papa Francisco al Perú en julio de 2023 para investigar los abusos del Sodalicio de Vida Cristiana —integrada por Mons. Charles Scicluna, arzobispo de Malta, y Mons. Jordi Bertomeu, oficial del Dicasterio para la Doctrina de la Fe— vería iniciado un intento de demolición a partir del primer día del inicio de sus actividades, el 24 de julio del año mencionado, sin que sus dos integrantes supieran en ese momento lo que vendría después. Para ese día Giuliana Caccia, una activista ultraconservadora provida y profamilia, y Sebastián Blanco, un exsodálite que participa de la misma lucha, habían conseguido ser invitados a la Nunciatura Apostólica en el distrito de Jesús María (Lima, Perú) para presentar sus testimonios.

Giuliana Caccia, antes de ser directora de la asociación Origen —dedicada a lo que ella llama la “batalla cultural”—, fue directora de FAM Fundación para la Familia, una asociación que no sólo estaba vinculada al Sodalicio, sino que incluso tenía la misma dirección que la comunidad sodálite y su Centro Pastoral “Nuestra Señora de la Evangelización” en el distrito de San Borja en Lima. Sebastián Blanco es hermano de Ignacio Blanco, actual cónyuge de Giuliana Caccia, quien fue secretario personal de Luis Fernando Figari, fundador del Sodalicio. Ninguno de los tres personajes mencionados se ha manifestado críticamente sobre los abusos ocurridos en el Sodalicio, siendo hasta ahora defensores de la institución.

La cosa no pintaba bien. Pero eso no lo podía saber Mons. Jordi Bertomeu, quien atendió él solo a la señora Caccia y al señor Blanco por separado, pues Mons Charles Scicluna había perdido su vuelo y recién llegaría al día siguiente. Giuliana Caccia se presentó como víctima de dos exsodálites, José Enrique Escardó y Martin Scheuch —yo mismo—, quienes supuestamente la habríamos acosado verbalmente e insultado, que es cómo ella interpretó algunos intercambios de mensajes en redes sociales, donde Escardó y yo describíamos con cierta crudeza sus afinidades con el Sodalicio. Dicho de otro modo, no sólo intentó difamarnos a los dos como presuntos victimarios, sino que incluso nunca reconoció que ambos habíamos sido víctimas de abusos graves en el Sodalicio, los cuales han tenido consecuencias en nuestras vidas hasta el día de hoy. Y curiosamente ambos, junto con el periodista Pedro Salinas, somos quienes hemos seguido denunciando públicamente, de manera continua y permanente, los diversos abusos del Sodalicio hasta el día de hoy.

Sebastián Blanco, en cambio, buscó dar un testimonio positivo sobre el Sodalicio, presentándolo como una organización que sólo hacía bien a sus miembros mediante una formación espiritual sólida, que abarcaba también lo físico y lo psicológico. Aparentemente habría partido de la premisa de que un testimonio positivo puede anular testimonios negativos que incluyen recuentos de abusos. Pero la lógica no suele acompañar a este individuo. Los testimonios positivos y los negativos no se anulan entre sí. Que más de un centenar de víctimas hayan sufrido abusos graves no se anula por los testimonios de quienes, por el momento, sólo guardan recuerdos positivos de su paso por el Sodalicio. Pero también es cierto que las experiencias buenas no compensan en absoluto los daños sufridos por las víctimas, los cuales tienen consecuencias de por vida.

Según Caccia y Blanco, Mons. Bertomeu les prometió absoluta confidencialidad, confidencialidad que se guardó dentro del marco de la investigación. Es decir, ni Mons. Bertomeu ni Mons. Scicluna revelaron jamás sus nombres a nadie. Pero esta confidencialidad también tenía límites. El testimonio de ambos personajes, sin revelar su identidad, tenía que ser contrastado con los de otros testigos. Y aunque ninguno de los funcionarios vaticanos reveló a nadie sus identidades, éstas pudieron ser averiguadas por la prensa gracias a fotografías de los periodistas que asediaron mediáticamente la nunciatura apostólica en Lima desde el primer día de actividades de la Misión Especial. Este modo de proceder en las investigación lo conocíamos todos aquellos que presentamos nuestros testimonios ante Mons. Scicluna y Mons. Bertomeu, incluso aquellos que pidieron que se mantenga su identidad en el anonimato.

No entendemos entonces por qué tanto Caccia como Blanco querían que sus testimonios estuvieran blindados por un secreto absoluto. Si Blanco quería hablar bien de su experiencia en el Sodalicio, ¿qué motivos había para mantener ese testimonio en secreto? ¿Acaso hablar bien de una experiencia que él tuvo en esa comunidad religiosa es algo puramente privado o vergonzoso? Si Giuliana Caccia quería denunciar a dos exsodálites, ¿cuál era el motivo para que eso no lo supiera nadie? ¿Quería poder dar su testimonio sin que los acusados pudieran defenderse o sin que se corroborara la verdad o falsedad de su testimonio?

Lo cierto es que cuando se quejaron ante Mons. Bertomeu de haber violado la confidencialidad de sus testimonios, éste les dio el 1° de agosto de 2023 las explicaciones correspondientes, y allí quedó zanjado el asunto por el momento.

Sin embargo, el 23 de agosto de 2024, habiendo pasado un año después de los acontecimientos, Caccia y Blanco interpusieron una denuncia penal contra Mons. Jordi Bertomeu ante la Fiscalía peruana por “violación del secreto profesional”. ¿Por qué en ese momento? ¿Por qué la denuncia no se hizo mucho antes? Tal vez la explicación se halle en la coyuntura de ese momento. El 14 de agosto la Conferencia Episcopal Peruana había dado a conocer que el 9 de agosto el Papa Francisco había expulsado a Luis Fernando Figari del Sodalicio. Y tal vez ya habría llegado a oídos de las autoridades sodálites, a través de su procurador en Roma, Enrique Elías, que estaba planeada la expulsión de otros miembros. Eso nos lleva a una sospecha fundada: que Giuliana Caccia y Sebastián Blanco no actuaron de propia iniciativa —como ellos nos quieren hacer creer—, sino que serían meras marionetas de un poder en la sombra, el del Sodalicio de Vida Cristiana, el cual busca a través de ellos desacreditar la Misión Especial del Papa Francisco.

Esto resulta evidente ante el hecho de que la denuncia no prosperará por razones evidentes:

1° en el terreno donde está ubicada la Nunciatura Apostólica rige la ley del país de origen, es decir, del Vaticano y no la ley peruana, que se aplica a diplomáticos sólo se cometen delitos fuera de los límites de la delegación diplomática;

2° los enviados por un jefe de Estado —en este caso, el Papa Francisco respecto al Estado Vaticano— cuentan con inmunidad diplomática;

3° no hay pruebas de que se haya roto el secreto profesional, salvo el testimonio de los dos denunciantes.

Sin embargo, el objetivo no parece ser lograr una improbable sentencia contra Jordi Bertomeu, y eso lo saben bien quienes manejan los hilos. El objetivo principal sería desacreditar a la Misión Especial, a fin de revertir las expulsiones de miembros del Sodalicio y evitar la supresión de la institución.

El 15 de septiembre de 2024 Caccia y Blanco fueron amenazados por el Papa Francisco, mediante documento escrito, con excomunión ferendae sententiae si no retiraban la denuncia contra Jordi Bertomeu y tomaban otras medidas, entre ellas ofrecer disculpas a los miembros de la Misión Especial y contar públicamente la verdad de los hechos. Nunca lo hicieron. Este sábado 23 de noviembre fueron recibidos en audiencia privada por el Papa y, al salir de ella, relataron que el mismo Pontífice había anulado de puño y letra el precepto penal que se les había impuesto.

Este insólito hecho suscita varias preguntas:

– ¿Cómo consiguieron una audiencia privada con el Papa? No es algo tan fácil de obtener, a no ser que intervenga alguien con influencias en el Vaticano. ¿Quién o quiénes son los personajes que mediaron para que esto ocurriera?

– ¿Quién les financió el viaje a Roma? No es algo que cualquiera se pueda permitir, dados los costos elevados, más aún si el punto de partida es el Perú.

– Si les anularon el precepto penal, ¿se hizo gratuitamente sin que tuvieran ellos que retroceder respecto a la denuncia penal contra Jordi Bertomeu? ¿No pudieron presentar sus descargos vía la Nunciatura Apostólica, en vez de irse a Roma con todo lo que ello cuesta?

– Y si la audiencia fue privada, ¿están autorizados a contar en público los detalles de lo que se habló en ella sin autorización expresa del Papa?

La narrativa sodálite busca hacer creer que lo que está sucediendo con el Sodalicio es fruto de un complot liderado por Mons. Jordi Bertomeu, habiendo logrado que se expulse a Figari y a otros catorce miembros “sin explicaciones claras”, los cuales siguen siendo llamados “hermanos” por los sodálites que siguen perteneciendo a la institución. Y aparentemente estos “hermanos” expulsados seguirían viviendo en las comunidades sodálites, sin que haya cambiado para nada su estatus domiciliario.

A todo esto se suma la carta notarial del 24 de octubre de 2024, dirigida al Nuncio Apostólico en el Perú, Mons. Rocco Gualtieri, por el P. Jaime Baertl y Juan Carlos Len Álvarez tras ser expulsados del Sodalicio. Allí se niega que haya ocurrido el abuso de connotaciones sexuales que yo mismo sufrí de parte de Baertl cuando sólo tenía 16 años y se niegan los malos manejos económicos y administrativos realizados por ambos personajes. Exigen una rectificación pública, aduciendo que lo que se señala contra ellos “podría terminar constituyéndose en un delito civil y canónico de difamación”. 

Más aún, es preocupante lo que me cuenta el exsodálite Renzo Orbegozo, víctima del Sodalicio, quien reside en Grapevine (Texas, Estados Unidos). Su suegro Gonzalo Valderrama —un sodálite con vocación al matrimonio, miembro de la segunda generación del Sodalicio desde la década de los 70— se halla desde algunas semanas de visita en el domicilio de su familia. Desde allí tiene contacto telefónico con algunos de los expulsados —el P. Jaime Baertl, Alejandro Bermúdez y, por más increíble que suene, con el mismo Luis Fernando Figari— para coordinar los siguientes pasos a tomar. Y la misma Giuliana Caccia se ha comunicado con Valderrama, a fin de preguntarle si tiene fotos de Mons. Bertomeu con Orbegozo, quien tuvo que viajar a Roma para tramitar judicialmente documentos que le servirán para acceder a la nacionalidad italiana, a fin de “demostrar” así la falta de imparcialidad del investigador vaticano.

Lo que entonces queda claro es que tanto Giuliana Caccia como Sebastián Blanco serían las marionetas de una siniestra mano titiritera que actúa en la sombra, cuyo único propósito es desacreditar la Misión Especial del Papa Francisco. No es ninguna novedad. Este proceder mafioso ha sido siempre el acostumbrado en el Sodalicio de Vida Cristiana.

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[El dedo en la llaga] Es un mito que el celibato —la abstinencia de toda relación sentimental y sexual con otra persona— fuera desde los inicios del cristianismo una obligación. Refiriéndose a relaciones heterosexuales, el apóstol Pablo escribía en su Primera Carta a los Corintios:

«Acerca de lo que me habéis preguntado por escrito, digo: Bueno le sería al hombre no tocar mujer. Sin embargo, por causa de las fornicaciones tenga cada uno su propia mujer, y tenga cada una su propio marido. El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración. Luego volved a juntaros en uno, para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia. Pero esto lo digo más como concesión que como mandamiento. Quisiera más bien que todos los hombres fueran como yo; pero cada uno tiene su propio don de Dios, uno a la verdad de un modo, y otro de otro» (1 Corintios 7,1-7).

Más claro que el agua, imposible. El celibato no tenía el rango de una imposición, de una obligación, pero si alguien deseaba vivir en ese estado, podía hacerlo libremente, siempre y cuando tuviera un “don de Dios”, es decir, la capacidad para poder hacerlo.

Sin embargo, a partir de la Edad Media, debido a la influencia de algunos Papas que provenían de órdenes monacales, donde se había reglamentado que una de las condiciones para permanecer en ellas era mantener el celibato, en la Iglesia se fue imponiendo paulatinamente la imposición del celibato para los clérigos ordenados sacramentalmente. Por ejemplo, el Papa Gregorio VII, en una encíclica dirigida a la Iglesia en Italia y Alemania, mandaba lo siguiente:

«Si hay presbíteros, diáconos o sub-diáconos culpables del crimen de fornicación (o sea, viviendo con mujeres como sus esposas), prohibimos a ellos, en el nombre del Dios todopoderoso y por la autoridad de San Pedro, entrar en las iglesias (introitum ecclesiae) hasta que se hayan arrepentido y hayan rectificado su conducta».

Esta norma generó gran resistencia entre los clérigos en los dos países mencionados, aunque hubo lugares donde se recurrió a la violencia para hacerla cumplir, torturando y mutilando a clérigos casados, y dejando en el abandono a sus mujeres e hijos, que fueron tratados respectivamente como prostitutas y bastardos.

Sin embargo, la práctica del celibato dentro de las órdenes religiosas tampoco había funcionado a las mil maravillas. Karlheinz Deschner (1924-2014), historiador alemán y uno de los críticos más acérrimos de la Iglesia católica, conocido por su monumental obra en diez tomos “Historia criminal del cristianismo”, nos describe en su “Historia sexual del cristianismo” (1974) la situación del celibato en las órdenes monacales:

«La toma de hábitos ha sido, en todas las épocas, un medio para poder vivir y amar con más facilidades. No todo el mundo había nacido para “murmurar salmos y repetirlos sin orden alguno hasta el aburrimiento”, como escribía en 1185 el teólogo Pedro de Blois.

San Agustín, pese a sus elogios a los monjes, ya enseñaba, sin embargo, que “no conocía a gente peor que esos que acababan en los monasterios”. Salviano, otro Padre de la Iglesia, se quejaba en el siglo V de los que “se entregan a los vicios del mundo bajo el manto de una orden”.

En el siglo VI, el británico Gildas escribe: “Enseñan a los pueblos, les dan los peores ejemplos mostrándoles cómo practicar los vicios y la inmoralidad”. A comienzos de la Edad Media, Beda atestigua que “muchos hombres eligen la vida monacal sólo para quedar libres de todas las obligaciones de su estado y poder disfrutar sin estorbos de sus vicios. Estos que se llaman monjes, no sólo no cumplen el voto de castidad, sino que llegan incluso a abusar de las vírgenes que han hecho ese mismo voto”».

Más adelante pone varios ejemplos de monjes y frailes que, en la Edad Media, eran motivo de escándalo por sus conductas libidinosas:

«En Jutlandia los religiosos fueron expulsados o desterrados a perpetuidad a causa de su libertinaje; en Halle se pegaban revolcones con las jovencitas en una zona del monasterio convenientemente apartada; en Magdeburgo, los monjes mendicantes se beneficiaban a unas mujeres llamadas Martas. En Estrasburgo, los dominicos, de paisano, bailaban y fornicaban con las monjas de Saint Marx, Santa Catalina y San Nicolás. En Salamanca, los carmelitas descalzos “iban de una mujer a otra”. En Farfa, junto a Roma, los benedictinos vivían públicamente amancebados. En un convento de la archidiócesis de Arlas, los ascetas que quedaban convivían con mujeres como en un burdel. Y era conocido por todos los vecinos que los religiosos del arzobispado de Narbona tenían mancebas (focarías); entre ellas, algunas mujeres que habían arrebatado a sus maridos.

Para convencer más fácilmente a las mujeres, los padres les contaban que dormir con un fraile en ausencia del marido era un medio para prevenir distintas enfermedades. Muchas veces les arrancaban sus favores sexuales afirmando que el pecado con ellos era mucho más leve, cien veces menor que con un extraño”.

Uno de los casos más escandalosos fue el de una orden religiosa-militar, a la que le caería muy bien, como anillo al dedo, el lema de “mitad monjes, mitad soldados”: la Orden de los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María de Jerusalén. Sobre ella, escribe Deschner lo siguiente:

«Los caballeros de la Orden Teutónica mostraron asimismo una espléndida vitalidad. Pues al igual que su amor al prójimo no fue el menor obstáculo para que exterminaran a la mitad de Europa Oriental, su votum castitatis, una vida “sólo al servicio de Nuestra Señora Celestial María” tampoco les impidió joder con todo aquello que tuviera vagina. Casadas, vírgenes, muchachas y, como podemos sospechar no sin fundamento, incluso animales hembras. En el enclave de Marienburg los maridos apenas salían por las noches de sus casas por miedo a que arrastraran a sus mujeres hasta la fortaleza y abusaran de ellas. Una parte de la explanada del castillo siguió denominándose durante bastante tiempo “el suelo de las doncellas”, en recuerdo de las pasiones sexuales de los caballeros espirituales. “Como resultado del sumario sobre la casa de la Orden en Marienburg ha quedado probado que, con el subterfugio de las confesiones, fueron sistemáticamente seducidas doncellas y casadas, habiendo capellanes de la orden que llegaron al extremo de raptar a niñas de nueve años”».

Una situación análoga ha perdurado a través de los siglos hasta nuestros tiempos en organizaciones religiosas conformadas por varones con obligación de celibato, como el Sodalicio de Vida Cristiana, por ejemplo, donde el “llamado a la castidad” no habría sido obstáculo para que se den prácticas sexuales de manera clandestina. Son conocidos los abusos sexuales contra jóvenes adolescentes y jóvenes mayores de edad cometidos por algunos sodálites, actos que constituyen graves delitos. Y no mencionamos los casos de sodálites que tuvieron relaciones sexuales consentidas con amigas o amantes, ni tampoco los de aquellos que recurrieron al servicio de prostitutas, o satisficieron sus pulsiones en relaciones homosexuales de mutuo consentimiento dentro de la comunidad, o recurrieron de manera habitual a la pornografía para desahogarse mediante el autoerotismo, pues se trata de prácticas no delictivas. Pero lo que sí ha saltado recientemente a la palestra son los abusos sexuales cometidos en perjuicio de integrantes de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación, una sociedad de vida apostólica para mujeres, oficialmente fundada por Luis Fernando Figari en 1991, aunque quien lideró el proyecto desde años antes fue Rocío Figueroa, quien se consideraba hasta ahora la única mujer víctima de abuso sexual del Sodalicio, el cual fue perpetrado por Germán Doig cuando ella todavía era menor de edad. Ahora Fernanda Duque, una exfraterna brasileña, ha denunciado públicamente que en los años 90 ella fue víctima de abuso sexual, cuando todavía era menor de edad, por parte del superior de la comunidad sodálite de São Paulo. Si bien ella ha preferido no identificarlo con nombre y apellido, se sabe que se trataría de Raúl Masseur, un miembro de la segunda generación de sodálites, quien participó como representante en la I Asamblea General del Sodalicio (1994) y también en la segunda (2000). Posteriormente fue enviado a Canadá y paulatinamente se fue desvinculando de la institución hasta separarse de ella definitivamente.

Asimismo, ha trascendido que en el año 2011 cinco fraternas denunciaron ante el cardenal Juan Luis Cipriani, entonces arzobispo de Lima, haber sido víctimas de abuso sexual por parte de sodálites. Por supuesto, como era costumbre en Cipriani, el caso no prosperó y nunca llegó a ser de conocimiento de la opinión pública. Se aplicó la misma estrategia de siempre: el silencio y el encubrimiento, pues nunca se tomó medidas contra los presuntos abusadores, cuyos nombres aún desconocemos. Y es probable que esto sólo sea la punta del iceberg y que hayan muchas más consagradas fraternas que hayan servido de botín para satisfacer los impulsos sexuales de sodálites con autoridad espiritual sobre ellas.

Lo cierto es que en el Sodalicio el celibato —como ha ocurrido desde hace siglos en la Iglesia católica— parece estar escrito sobre papel mojado, lo cual, unido a una concepción insana de la sexualidad, ha generado un caldo de cultivo donde han germinado los abusos sexuales que se han dado a conocer. Y añadimos: también los que probablemente se irán dando a conocer en un futuro próximo.

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[El dedo en la llaga] José Ambrozic fue el primer sodálite que conocí, allá en el verano limeño de 1978, en el mes de marzo. Si me pusiera riguroso tendría que decir que el primero fue Rafo Martínez, pero éste todavía no había asumido plenamente el ser sodálite, y antes de terminar ese año dejaría la institución para buscar su vocación religiosa en los carmelitas, a los cuales también acabaría abandonando, perdiéndose después su rastro. Ambrozic —a quien llamábamos coloquialmente con el sobrenombre de Pepe— fue el primer sodálite de veras que conocí y que causó una fuerte impresión en el adolescente de 14 años que era yo entonces.

Pues fue en esa reunión de una agrupación mariana, realizada en la residencia de la familia Gastelumendi Dargent en la Av. La Paz en el distrito de Miraflores, donde se apareció Pepe. Era Felipe, el más joven de los hermanos Gastelumendi, quien nos había invitado a esa reunión a mí y a Miguel Salazar, donde los demás adolescentes participantes eran mayoritariamente del Colegio Santa María de los marianistas, ubicado en el distrito de Monterrico. Así describí ese momento en un texto que redacté en el año 2008, pero que recién publiqué en mi blog Las Líneas Torcidas el 18 de enero de 2013:

«Pues bien, nos habían invitado a una reunión de una Agrupación Mariana, donde se iban a tocar temas relacionados con la religión. Aunque la forma en que se planteó el tema principal no tuvo nada que ver con el discurso edulcorado de curita de parroquia o monja celestial con el cual asociábamos por entonces lo religioso. Toda la discusión giró en torno a una sola pregunta: ¿qué razones teníamos para no suicidarnos? La labor de Pepe era sabotear todas las respuestas que le dábamos, desmantelándolas hasta quedar en escombros. Ninguno de los motivos que teníamos era suficiente como para seguir en vida. Cada vez sentíamos más cerca la nube negra del sinsentido, y se despertaba en nosotros el deseo intenso de encontrar una razón poderosa que le diera un norte a nuestras mediocres existencias.

La conversación que mantuvimos con Pepe, en un lenguaje salpicado de palabras malolientes propias de la juventud limeña —lenguaje que yo recién estaba aprendiendo y al cual nunca llegué a acostumbrarme— resucitó en mí recuerdos de los cuestionamientos suscitados por [un extravagante profesor de religión del Colegio Humboldt], dándome el presentimiento de que se abría un nuevo camino en el cual podría por lo menos buscar respuestas a mis inquietudes y saber por qué valía la pena vivir, aunque en ese entonces aún no veía las dimensiones que llegaría a tomar ese camino».

No obstante lo dicho, he de reconocer que Ambrozic, a diferencia del común de los sodálites y sobre todo de las autoridades del Sodalicio, no era dado a utilizar palabrotas a diestra y siniestra, y más bien siempre me dio la impresión de que buscaba evitarlas. He aquí la descripción que hice de él en un texto del 3 de abril de 2016:

«José, a quien conocíamos coloquialmente como Pepe, de barba poblada, trato amable y gesto tímido, tenía una personalidad tranquila pero enigmática, como si continuamente estuviera contemplando un secreto que guardaba celosamente en lo más recóndito de su alma. Tenía una sonrisa franca, pero aún en conversaciones íntimas irradiaba una especie de distancia impenetrable, que me inspiraba a la vez respeto y admiración. Pero cuando se ponía al volante de un coche, que manejaba con la destreza de un Fittipaldi, era capaz de ponernos el corazón en la boca. O los huevos de corbata, como decíamos en nuestro coloquial y vulgar lenguaje adolescente.

No era extraño que condujera por avenidas de la urbe limeña a más de 80 kilómetros por hora. Dios sabe por qué nunca tuvo un accidente. Y si se trataba de conducir un coche en carretera, era a tal punto de temer, que el P. Armando Nieto S.J. llegó a decir que tuvo más miedo cuando Pepe lo llevó a un retiro por la Carretera Central que cuando una vez casi se cae la avioneta en que volaba sobre la selva peruana. Y lo más increíble es que Pepe era miope como una tapia y usaba lentes de contacto de gran aumento».

Y a esto habría que añadir lo que ya había escrito en mi texto de 2008:

«Pepe siempre me inspiró un profundo respeto, en especial por sus constantes esfuerzos de vivir siempre la reverencia, sus silencios que evidenciaban o bien su incertidumbre ante los misterios de la fascinante y ambigua realidad que nos acompaña en cuanto humanos, o bien su sufrimiento ante lo que intuía en el corazón de las personas a las que llegaba a conocer, su elevación de miras a la vez que una mirada compasiva ante la debilidad humana. Rara vez lo vi enojarse».

Debo añadir a su favor que, cuando fue superior de la comunidad sodálite de San Aelred, fue uno de los pocos líderes sodálites a los que vi someterse a una disciplina de ejercicios físicos. Los sábados, cuando madrugábamos para dirigirnos a La Parada a comprar verduras, y después al Mercado Mayorista de Santa Anita a comprar fruta en cantidades suficientes para alimentar a la comunidad toda una semana, Ambrozic se levantaba temprano con nosotros y era el que conducía la camioneta pickup. Nunca vi a otro superior hacer el mismo sacrificio. Era de asumir riesgos con un carácter tranquilo y paciente, sin importunar a nadie.

Y, sin embargo, el 21 de octubre de este año Ambrozic se convirtió en uno de los expulsados de alto rango del Sodalicio, en un comunicado donde también se expulsaba al cura Luis Ferroggiaro y al laico consagrado Ricardo Trenemann por partida doble —pues ya se le había expulsado en el comunicado del 25 de septiembre—, aduciendo «abuso del cargo y de la autoridad, particularmente en su forma de abuso en la administración de bienes eclesiásticos, así como de abuso sexual, en algún caso incluso de menores». Esto último se aplicaría a Ferroggiaro, que tendría denuncias por este delito en la arquidiócesis de Arequipa. Respecto a abusos sexuales de jóvenes mayores de edad, se sabe que hay denuncias contra Trenemann. Y Ambrozic, culpable de abusos del cargo y de autoridad, ¿ostenta también culpabilidad por abuso sexual? Supuestamente también, según nota periodística del 22 de octubre en el diario español El País, aunque no se mencione ningún detalle sobre los abusos. Otra fuente confiable me confirmó que esa información era cierta y que Ambrozic también habría cometido algún que otro abuso sexual.

¿Me sorprende? En parte sí, porque siempre le he tenido un cierto aprecio personal a Ambrozic y lo he considerado un hombre de conciencia recta y de gran calidad humana. Pero, por otra parte, no me sorprende en absoluto, pues sé por experiencia propia que la disciplina sodálite y su comprensión tan poco natural de la sexualidad humana puede desordenar las pulsiones sexuales de cualquiera que esté sometido a su férula. Y Ambrozic no sería la excepción.

Recientemente un amigo exsodálite que prefiere guardar el anonimato me comentaba:

«José Ambrozic. Hombre bueno, inteligentísimo y 100% sumiso a Luis Fernando Figari. Hace cerca de 40 años cuando Eguren no era mas que un sacerdote, Pepe era el superior de la comunidad donde ambos vivían. Eguren tenia tendencia a extender sus sermones por tiempos bastante largos y Figari le ordenó a Pepe que cuando se cumplieran diez minutos de la homilía, si el padre no había terminado, él debía ponerse de pie como señal de que Eguren ya tenía que cortarla. Recuerdo un domingo en que estaba estudiando con dos compañeros de universidad, los convencí de ir a misa conmigo. Pues bien, ese domingo el cura se pasó del tiempo y, en medio del silencio y la reverencia, Pepe se puso de pie cual resorte, se quedó parado un par de minutos —él solo, nadie más en toda la asamblea— y luego se sentó. Por un lado, los compañeros de universidad salieron de la misa como quien sale de un museo extraño. Yo, por mi parte —con el chip conectado y activado en el cerebro—, sentía orgullo por el nivel de obediencia de Pepe. Porque Pepe siempre supo obedecer. Era un ejemplo paradigmático. ¿Qué pasó con Pepe? ¿Qué puede haber hecho para que termine expulsado? Pues eso: ser obediente, ser un ejemplo paradigmático de obediencia.

Pepe Ambrozic, siendo tan inteligente como es, tiene que haber tenido el discernimiento totalmente trabado por los años de obediencia a Figari. ¿Iba el a negarse a firmar algún documento de algún negocio del Sodalicio? ¡De ninguna manera! No estaba dentro de sus posibilidades».

Eso nos lleva a la siguiente reflexión. La mayoría de los que han sido expulsados del Sodalicio son personas con cualidades humanas positivas. A excepción de Figari, no son personas malignas per se. Hay muchos que los recuerdan con cariño, porque han visto su lado luminoso. Pero eso no los excusa de haber contribuido con sus acciones y su complicidad a mantener funcionado el lado ominoso y terrorífico de la maquinaria sodálite, que, cual moledora de carne, ha arruinado la vida de por lo menos más de un centenar de víctimas. Al respecto, son muy atinadas las reflexiones con las que mi amigo anónimo culmina su comentario:

«Hay algunas de las personas expulsadas a quienes conocí hace muchísimos años atrás y sé que el tiempo en comunidades los deformó seriamente. Esto último lo se de oídas y por el libro “Mitad monjes, mitad soldados” y no lo pongo en discusión. Pero sí me da un inmenso pesar, porque los conocí bien, los conocí cuando aun eran buenos, los conocí antes de entrar a comunidad e incluso los visite recién entrados a comunidad. En mi opinión toda esta debacle se debe a la consabida obediencia sodálite.

¿Queda gente buena aun dentro del Sodalicio? En mi opinión, ya no. Si aún no te has salido es porque estás totalmente incapacitado para ver la realidad, o porque eres un cómplice de esta secta mafiosa que, como tumor canceroso adherido al cuerpo, vive adherido a la Iglesia. O tienen una ignorancia invencible, o tienen una conciencia voluntariamente ciega. Y a decir verdad, a estas alturas del partido ya no puede quedar nadie que aún tenga ignorancia invencible. Las pruebas son contundentes. El aluvión ha caído mas de una vez. Si no lo ves, es porque no lo quieres ver, excepto quienes son cómplices, muchos de los cuales están siendo expectorados por órdenes del Vaticano.

El Sodalicio es lo mas maquiavélico que he visto en mi vida, con fachada religiosa. Maquiavelo, a quien se le atribuye la frase “el fin justifica los medios”, parece ser el estandarte de los sodálites. Ellos quieren transformar el mundo y ponerlo a los pies del Señor Jesús. Ahora bien, para llegar a eso se van a tener que hacer algunas excepciones y tomarse licencias del carajo, pero es solamente porque al final todo va a ser bueno. Es por eso mismo que al Sodalicio nunca le ha importado verdaderamente el daño hecho a las personas. Para ellos los seres humanos son descartables y reemplazables, así que si no soportas la presión —tensión de santidad lo llamaba Germán Doig— y revientas, no es su problema. Que pase el siguiente a ver hasta dónde aguanta».

Miguel Salazar, el amigo con el que inicié mi recorrido en el Sodalicio, se quedó en la institución, ascendió en su jerarquía y puso todos sus talentos al servicio del monstruo. Mi hermano Erwin, a quien puse en contacto con sodálites para que le hicieran “apostolado”, siguió un camino similar. El primer sodálite hecho y derecho al que conocí, José Ambrozic, no obstante su inteligencia por encima del promedio, nunca tuvo la claridad y valentía para ver qué era en lo que estaba metido y abandonar a tiempo el barco. Los tres han sido expulsados de una institución que, por más bueno que uno sea, termina corrompiéndolo todo. Como un Rey Midas al revés: todo lo que toca lo convierte en mierda.

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[El dedo en la llaga] «Tienes que pasar la página» es un consejo que hemos escuchado repetidamente quienes hemos sido víctimas de abusos, consejo proveniente de personas que carecen de una comprensión de la vida más allá de sus costumbres burguesas y de sus aspiraciones a una existencia donde pasarla bien es el objetivo supremo, aunque el mundo y el entorno social se derrumben a su alrededor. Como decía Charles Bukowski, escritor estadounidense con fama de maldito: «La mayoría de la gente va de la nada a la tumba sin que apenas les roce el horror de la vida».

Y entienden ese “pasar la página” como un olvido de lo sucedido, que permite el inicio de de una nueva etapa en la propia biografía, sin influencias negativas del pasado, guardando silencio y dejando de hablar de las experiencias de abuso sufridas y de sus consecuencias. Como si esto fuera posible en la realidad.

Si bien creen que es necesario que uno “pase la página” por el bien propio de uno mismo, en el fondo son ellos los que no quieren escuchar esas historias, ya sea porque les resultan incómodas, ya sea porque no sabrían cómo lidiar con ellas, ya sea porque desestabilizan su percepción de la realidad y resquebrajan sus frágiles seguridades. Como, por ejemplo, su creencia de que la Iglesia católica, por definición, no puede dejar de ser “santa”.

A decir verdad, uno nunca pasa la página. Porque ello es imposible. Porque nuestro historial de abusos forma parte de nuestra identidad. Porque pasar de ser víctima a sobreviviente es un triunfo encomiable. Porque queremos tener siempre la libertad de poder relatar a qué hemos sobrevivido, sin que la gente promedio sienta que tenga que taparse los oídos o te pida que no hables de “eso”, de aquello de lo cual no se debe hablar, como si se tratara de una cosa obscena. Porque seguimos luchando y tenemos una responsabilidad hacia otros que han sufrido abusos y todavía no se atreven a hablar. Porque no hay página a la que darle la vuelta mientras sigan existiendo las condiciones que permiten los abusos. Porque nuestra historia no es sólo nuestra, sino que debe formar parte de la memoria colectiva de la humanidad, para que no se vuelva a repetir aquello por lo que dolorosamente hemos pasado.

Y a fin de cuentas, porque dejar el libro abierto para narrar las transgresiones contra nuestros derechos fundamentales es también una vía terapéutica que nos permite sanar y cicatrizar las heridas. Heridas que ciertamente tenemos, pero que ya no constituyen el núcleo de nuestras vidas desde el momento en que decidimos salir adelante, enfrentarnos a los retos que afrontan los mortales comunes y corrientes, y experimentar gozos y alegrías en compañía de las personas a las que queremos y que nos aprecian. El aprender ha vivir ha sido duro, pero lo estamos logrando o lo hemos logrado, sin tener que pasar la página. Aunque para algunos la experiencia haya sido como lo que alguna vez señalara Charles Bukowski: «Hay veces que un hombre tiene que luchar tanto por la vida que no tiene tiempo de vivirla».

Hace poco he terminado de leer el libro “Verdades silenciadas: De los miedos y los pecados” de un tal Ángel Campos, autopublicado en noviembre de 2023, donde narra su infancia y adolescencia —desde los 2 hasta los 18 años de edad— en instituciones para huérfanos administrados por órdenes religiosas de la Iglesia católica en la España de los años 70 y 80. Su madre lo entregó desde pequeño a un orfanato gestionado por las Hijas de la Caridad, solamente porque había nacido fuera de una relación matrimonial. Según la mentalidad católica tradicional en la sociedad española de los 60, había sido concebido “en el pecado” y se había convertido en un lastre para su joven madre y sus abuelos, temerosos del “qué dirán” y de la discriminación que sufriría su joven hija por ser madre soltera.

El mismo Ángel resume así su historia:

«Crecí en un orfanato desde los 2 años hasta los 18, y quiso el azar de la vida que fuese en un colegio donde además de educado, también fui maltratado física y psicológicamente, sufriendo abusos sexuales por parte de curas, alguna monja y gestores del colegio con cargos públicos».

Los abusos, más que nada físicos y psicológicos —aunque también en ocasiones sexuales—, que narra el autor en las más de 200 páginas del libro son estremecedores y configuran una historia de terror con varios remansos de paz que, sin embargo, no impiden que se originen traumas que le acompañaran por el resto de sus días.

¿Por qué a los 56 años de edad, cuando ya han pasado varias décadas desde los hechos ocurridos, decide Ángel Campos contar su historia? Él mismo lo explica:

«Durante años me he mantenido en silencio debido al miedo y la vergüenza, hasta que he conocido a personas que, al igual que yo, han experimentado el mismo sufrimiento. A ellos les estoy muy agradecido por darme la fuerza necesaria para dar el paso y hablar de ello.

Actualmente, estoy sumando fuerzas para seguir adelante y no volver a callar frente a ningún pederasta que cometa abuso sexual infantil y dañe de forma permanente la vida de menores en este país.

Escribir este libro ha sido la única forma que he encontrado de liberarme un poco de la pesada carga que durante décadas arrastro en una mochila que yo no pedí colgar a mis espaldas».

Cómo Ángel Campos, muchos de los sobrevivivientes del Sodalicio hemos vencido el miedo y nos hemos atrevido a contar nuestras historias. Tenemos el derecho a hacerlo, pues narrar lo sucedido es una forma de sanación, de superar los traumas y cicatrizar las heridas. Afortunadamente, el Papa Francisco en su carta apostólica “Vos estis luz mundi” (25 de marzo de 2023) prohíbe que se obligue al silencio a quienes denuncian abusos en la Iglesia católica y a las víctimas:

«Al que presenta un informe, a la persona que afirma haber sido ofendida y a los testigos no se les puede imponer alguna obligación de guardar silencio con respecto al contenido del mismo».

Pues obligar a callar a las personas afectadas es restringir no sólo su derecho a la libertad de expresión, sino también cerrarles un camino que lleva a la curación. Y eso resulta evidente en la experiencia de Ángel Campos, quien nos dice:

«Necesito compartir mi historia, liberarme de este peso invisible que he cargado desde niño. Aunque la voz tiemble y las lágrimas fluyan, debo sacar afuera el dolor construido palabra a palabra, golpe a golpe, abuso tras abuso. […]

Me rodearé de amor, perdonaré setenta veces siete, me levantaré las veces que haga falta. Volveré a confiar, a reír, a abrir los brazos sin miedo ni vergüenza. Y cuando mire atrás, ya no con ira, sino con compasión, me sentiré orgulloso del largo trecho recorrido. Y sabré que mi lucha no fue en vano, porque ayudará a otros a encontrar el camino para salir del oscuro pozo en el que un día otros nos arrojaron».

Vos estis lux mundi” del Papa Francisco señala que «la legítima tutela de la buena fama y la esfera privada de todas las personas implicadas, así como la confidencialidad de sus datos personales, se deben salvaguardar de todas formas». Es decir, las entidades y organizaciones de la Iglesia católica que reciben denuncias de abusos tienen ese deber de confidencialidad. Pero esa confidencialidad no obliga a denunciantes, víctimas y testigos —como ya se ha señalado—, que siempre gozarán del derecho a hacer públicos los abusos denunciados. La razón la señala muy bien un aforismo con el que Ángel Campos inicia su libro:

«El silencio sólo permite al abusador que abuse».

Por eso necesitamos seguir hablando y narrando historias, sin callarnos jamás. Pues quien pasa la página y se olvida de todo lo leído hasta ese momento, nunca logrará comprender en su totalidad el sentido del maravilloso libro de su vida.

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