[El dedo en la llaga] La tesis doctoral de los abusadores (I)
En el universo de Star Trek, los Borg son una de las civilizaciones más icónicas y aterradoras. Aparecen por primera vez en un episodio de 1989 de la serie “Star Trek: La nueva generación” (“Star Trek: The Next Generation”) y juegan un papel importante en el largometraje “Star Trek: Primer contacto” (“Star Trek: First Contact”, 1996), dirigido por Jonathan Frakes. Son una especie de colectivo cibernético, una mezcla de seres biológicos y tecnología avanzada, que opera como una mente colmena. No funcionan como individuos, sino que todos están conectados a una conciencia común llamada el Colectivo Borg. Su lema más famoso es: «Resistance is futile» («La resistencia es inútil»).
No resulta exagerado hacer una comparación entre el Colectivo Borg y el Sodalicio de Vida Cristiana. El Reglamento de la Comunidad que Luis Fernando Figari elaboró y que estuvo vigente hasta la primera mitad de la década de los 90 decía textualmente: “El espíritu de independencia es muerte para la comunidad”, principio que se ha mantenido posteriormente con una formulación similar (“muerte para la vida fraterna”) en las “Pautas para la vida fraterna”, documento que rigió la vida comunitaria de los miembros del Sodalicio hasta su disolución definitiva y oficial el 14 de abril de este año.
Este principio se traducía en la práctica en que ningún sodálite debía tener pensamientos propios, ni espíritu crítico hacia la doctrina emanada de la institución, ni iniciativas personales, ni voluntad propia e independiente. Todas las fuerzas cognitivas, afectivas y volitivas del sodálite debían estar orientadas hacia la supervivencia de ese colectivo abstracto llamado Sodalicio de Vida Cristiana. Y para ello había que destruir los rasgos sustanciales de la personalidad individual, convirtiendo al sujeto en un terminal dócil de la maquinaria sectaria.
Eso se ha manifestado en que, por lo general, ningún escrito de ningún sodálite ha sido principalmente expresión de ideas propias, sino que ha respondido a la ideología que le servía de sustento al colectivo. Y esto se repite en la tesis doctoral que ha presentado mi hermano Erwin Scheuch en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma), institución de estudios superiores a cargo del Opus Dei, con el título de “La crisis de los abusos sexuales de menores en la Iglesia. Una lectura desde la fe a partir de los informes de Estados Unidos, Australia, Alemania y Francia”. Allí dice: «agradezco a la comunidad de vida cristiana con la que crecí en la fe y a la que he dedicado cuarenta años de mi vida, que me mostró siempre su apoyo y comprensión ante los desafíos que esta tesis representó, y a quienes quedaré eternamente agradecido».
Debo aclarar que Erwin es mi hermano menor y que fui yo quien, allá a finales de los 70, lo puse en contacto con otro sodálite, el futuro sacerdote Juan Carlos “Chaly” Rivva, para que éste le hiciera el consabido proselitismo al que llamaban “apostolado”. Erwin logró ascender en la jerarquía de la institución, ocupando varios puestos de responsabilidad y llegando incluso a ser Superior Regional del Perú. Mientras yo, a partir de la década de los 90, iniciaba —aun sin ser muy consciente de ello— un largo proceso de desintoxicación psicológica y desprogramación del lavado de cerebro, Erwin siguió conectado como un borg al colectivo institucional. Su participación activa en esta colmena de lobotomizados espirituales le ha pasado factura. El 25 de septiembre de 2024, por orden del Papa Francisco, fue expulsado del Sodalicio, junto con otros nueve miembros de la secta.
En la introducción a su tesis —que tuvo un largo proceso de gestación, pues fue iniciada antes de la pandemia de COVID-19— dice que uno de los retrasos para terminarla, que duró varios meses, fue provocado «por verme involucrado como testigo y protagonista de una serie de investigaciones de abusos, no de carácter sexual, lo cual ha sido ocasión para constatar muchos de los aspectos explicados en esta tesis. Incluso con un recto afán de alcanzar justicia para quienes denuncian abusos, la tendencia de las autoridades eclesiásticas puede ser inclinar el péndulo —indebidamente— a favor de los acusadores por el solo hecho de serlo, creyendo sin prueba alguna su versión. Tal proceder provoca procesos sumarios, que prescinden del debido proceso —imprescindible para determinar la verdad y establecer justicia—, donde no se diferencia la posición del denunciante de quien juzga, se declina escuchar en un ejercicio racional las defensas de los acusados y emana sentencias arbitrarias, sin mayor motivación y sin otorgar derechos de apelación. Tal proceder puede convertir a personas inocentes en víctimas del abuso de poder de la autoridad eclesial, reeditando lo que ha ocurrido en el fenómeno de los abusos sexuales, abuso que supuestamente se ha buscado corregir».
Resulta evidente que Erwin no ha aceptado la decisión del Vaticano y se considera una víctima inocente, y rechaza maliciosamente los testimonios de las víctimas, siendo que esos mismos testimonios son lo que se llama pruebas testimoniales, corroboradas mediante un análisis que examina la credibilidad del testigo, la coherencia de su relato y su relación con las partes para determinar el peso de la prueba. Además, se calcula que las acusaciones falsas sobre abusos en la Iglesia fluctúan entre el 2% y el 3%, siendo la mayoría de los testimonios veraces y creíbles. El riesgo de que algún miembro del clero o religioso sea acusado falsamente de abusos es mínimo.
Desde un inicio se nota que Erwin —y junto con él los remanentes del Sodalicio— cuestiona que la Iglesia del Papa Francisco haya tomado partido por las víctimas. En consecuencia, habrá en su tesis una defensa implícita de quienes fueron acusados de abusos en el Sodalicio, aunque no mencione a la institución por su nombre.
También hay un cuestionamiento del rol que jugó el periodismo, cuando dice que «la prensa desempeña un rol fundamental en la imagen que se comunica de la Iglesia, hoy puesta en el banquillo de acusado. Espero que este estudio permita también ofrecer elementos que ayuden a una genuina comunicación de la Iglesia». En otras palabras, la imagen de la Iglesia que ofrece el periodismo no es genuina sino falseada.
Los dos primeros capítulos de la tesis son meramente descriptivos, donde Erwin explica en el primero la metodología, fuentes y conceptos que aplica, y en el segundo capítulo describe minuciosa y comparativamente los informes que son objeto de estudio. Allí asume un punto de partida que derivará en que su estudio no pueda ser considerado científicamente riguroso según estándares académicos, punto de partida descrito en las conclusiones finales de su tesis de la sigueinte manera:
«Todos los informes —dice— fueron confeccionados por comisiones “independientes”. Sin embargo, la aproximación al fenómeno de estas comisiones es diversa, principalmente cuando se habla de causas y soluciones. […] las claves de interpretación del fenómeno, en varios casos, están basadas en ideologías que se alejan —o incluso se oponen— de la visión que la antropología cristiana que la Iglesia profesa, lo que evidentemente lleva a conclusiones muy distintas sobre las causas de los abusos y las posibles soluciones. Este problema incide también de modo notorio en la divulgación de la comprensión en el ámbito público, y particularmente en la prensa. […] si quienes investigan no entienden y/o no comparten la naturaleza y estructura de la Iglesia, y no son verdaderamente “independientes”, los informes se pueden convertir en un instrumento que no refleja la verdad del fenómeno, y se pueden utilizar contra la misma Iglesia».
En las mismas conclusiones finales explicitará brevemente así su postura:
«…esta tesis ha buscado una mirada desde el fenómeno desde la fe, recurriendo a las bases doctrinales de la teología y la antropología católicas expuestas en la tradición, en el Magisterio y el derecho de la Iglesia. En éstos podemos encontrar mejores luces para un fenómeno interdisciplinario que involucra las ciencias humanas, médicas, jurídicas y teológicas».
Esta concepción concuerda con el postulado de Luis Fernando Figari, que rechazaba la validez de las ciencias psicológicas y sociológicas si no iban acompañadas de una visión cristiana del hombre. Es decir, sólo quien tiene y practica la fe cristiana puede ejercer estas ciencias con solvencia y rigurosidad. De ahí que el enfoque que asume Erwin —como digno representante del Sodalicio y de su ideología religiosa— será la de una mirada de fe, que en realidad no es la de una fe en estado puro sino la de una interpretación determinada y particular del contenido de la fe. Para ello recurrirá principalmente a textos de los Papas Benedicto XVI y también de Juan Pablo II, Pablo VI y en pocos momentos, de Francisco, así como al Derecho Canónico. Sus fuentes bibliográficas serán teólogos e intelectuales del espectro conservador de la Iglesia, a los cuales citará como si fueran exponentes incuestionables de la fe auténtica que profesa el pueblo católico. Podemos decir inequívocamente que nos hallamos ante una tesis que se sustenta en una doctrina teológica y no en disciplinas científicas, que serían las más apropiadas para quien ha hecho estudios universitarios en el área de Comunicación Social Institucional.
Y es aquí donde la tesis se vuelve problemática, pues Erwin asumirá la teoría de Benedicto XVI de que la crisis de abusos en la Iglesia es producto de la Revolución Sexual de los 60, una teoría sin mucho sustento esgrimida por un clérigo que ha dedicado su vida a la teología y no por representantes de la psicología, la sociología y las ciencias históricas, que cuentan con herramientas adecuadas para analizar ese fenómeno. Señala que, según los informes, la mayoría de los abusos ocurrieron entre los años 60 y 70 —lo cual no se puede inferir con certeza, pues no se tiene en cuenta la cifra oscura de casos no documentados o no denunciados, ni tampoco se considera las denuncias que podría haber en el futuro referentes a abusos cometidos posteriormente a esas décadas—. Incide en que algunos autores de esa época consideraron normal y deseable el sexo entre adultos y menores, sin mencionar —por supuesto— que se trató siempre de propuestas marginales que nunca obtuvieron consenso entre los representantes de la Revolución Sexual.
Además, esta revolución no explica los casos de pederastia clerical presentes a lo largo de la historia de la Iglesia, casi desde sus inicios. La Didaché, un catecismo primitivo del siglo II, pide a los clérigos “no seducir a jóvenes”. Este mal es mencionado y abordado en el Concilio de Elvira (aprox. 306, España) —que prohibía explícitamente a los clérigos “cometer adulterio con niños” (stupratores puerorum)—, el Concilio de Aix-la-Chapelle (836) —que reconoció los abusos sexuales, incluyendo la pedofilia, como problemas endémicos en la Iglesia y emitió regulaciones para controlar el comportamiento sexual del clero— y el Concilio Lateranense II (1139) —a partir del cual la Iglesia comenzó a desarrollar una estructura administrativa más centralizada, lo que permitió establecer políticas para abordar el abuso sexual—. No se debe olvidar que San Pedro Damián, un monje y reformador del siglo XI, en su “Liber Gomorrhianus”, dirigido al Papa León IX en el año 1049, denunció los abusos sexuales generalizados entre el clero, incluyendo la sodomía y el abuso de menores.
Además, se calcula en la actualidad que aproximadamente entre el 4% y 6% de los clérigos habrían cometido abusos sexuales contra menores. La cifra de abusadores de menores en la sociedad civil se calcula entre 1% y 2%. Si asumiéramos como cierto el postulado de la tesis de Erwin, ¡qué raro que haya un porcentaje más alto de abusadores entre los clérigos —que supuestamente estarían mejor protegidos contra la influencia del mundo— que entre los civiles comunes y corrientes, más expuestos a las consecuencias de la Revolución Sexual!
Otros aspectos de la tesis serán analizados mañana, en la segunda parte de este artículo.