Shakira

[Música Maestro] Hace unos días, en esta misma página digital de noticias, apareció una columna en que se decía que, en líneas generales y resumiendo, «Shakira es una mujer influyente«. Palabras más, palabras menos, la autora -tan desconocida como yo- aseguró con genuina emoción que la megaestrella colombiana de 48 años, promotora del aprovechamiento monetario de la vida privada y, junto a J-Lo, Karol Gy muchas otras, responsable de reducir el concepto mujer latina a un homogeneizado subproducto porno-soft para públicos masculinos anglosajones, «une» a las mujeres. 

Aunque es respetable, una visión tan superficial puede entenderse en ciudadanos sin mayores horizontes que los impuestos por la supervivencia, que llenan sus vacíos emocionales con toda clase de entretenimientos baratos, ilusionándose con los oropeles brillantes y sin contenido de vidas ajenas que jamás serán las suyas. O en profesionales, insertados exitosamente en el mercado laboral cuyas apreciaciones no tienen mayor alcance, más allá de sus propias conversaciones amicales o familiares, las mismas que pueden darse en forma presencial y a través de sus perfiles en redes sociales, de las que no surgirá jamás ninguna corriente de opinión.

Pero esa misma visión fanatizada, vertida en un medio como este que aun apuesta por el periodismo digital escrito en plena era de Streamers/YouTubers, sirve como muestra de cuánto daño han hecho Shakira y afines a la autoestima femenina latinoamericana, al punto que adolescentes y adultas jóvenes siguen y defienden con una pasión digna de otras causas los engreimientos, disfuerzos y fingidasactitudes de una artista que, en tres décadas de carrera, pasó de ser ella misma una joven idealista que escribía canciones simples e inteligentes, dirigidas a la reflexión sin caer en lo panfletario o la moralina, a convertirse en prototipo del lado más abyecto y materialista -la capacidad de “facturar”- de lo que actualmente se conoce como “empoderamiento femenino”. O sea, no está mal que les guste su música pero de ahí a rendirse a sus pies, rendirle culto y darle categoría de líder, el trecho hacia abajo es bastante largo.

En esos mismos días, marcados por la Shakiramanía y su intoxicación supuestamente acebichada, vimos en casa -en el YouTube- alrededor de media hora de videos de Lita Pezo, una joven cantante peruana dueña de una muy buena voz y auténtico carisma, características que le han permitido hacerse conocida en el medio local. Sin gritar ni abusar de odiosos melismas, Pezo ha construido una imagen pública como intérprete de baladas y boleros clásicos, los cuales adorna y revitaliza con su estilo que aspira a la fineza, la intensidad emocionaly la sobriedad como marcas registradas, evocando con ello a cantantes como Rocío Dúrcal, Celine Dion o Isabel Pantoja -a quien imitaba desde niña-, en la orilla opuesta del celebrado y simplón exhibicionismo que hoy es más vigente y rentable que nunca.

Y, como buena hija de su tiempo, Lita Pezo también incluye en su repertorio canciones más modernas, desde baladas como Tormento de amor (Marcela Morelo, 2000) hasta trova boliviana como el himno Ave de cristal, una canción de Los Kjarkas originalmente grabada en 1995 que adquirió renovada popularidad en el 2012 en la versión del Grupo Pacha, proyecto paralelo ideado por varios integrantes de los famosísimos intérpretes de Llorando se fue y Wayayay. Hasta los insoportables reggaetones suenan bien en la voz de Lita y su grupo de músicos, jóvenes y peruanos como ella, a veces apoyados por gente de más experiencia en la escena local como el percusionista Williams «Makarito» Nicasio o el guitarrista acústico, experto en música criolla y flamenca, Ernesto Hermoza.

Esta contraposición arbitraria -Shakira versus Lita Pezo- me sirve como punto de partida para lanzar unas cuantas ideas relacionadas al Día Internacional de la Mujer Trabajadora, le añaden algunos, para respetar el nombre original de esta efeméride surgida en EE.UU. y Europa a comienzos del siglo XX en entornos, digamos, más proletarios- y la precarización actual de las luchas femeninas reflejadas en distintas expresiones musicales de aquí y de allá. Por ejemplo, Beyoncé y Nicky Minaj son más populares y admiradas entre masivos públicos femeninos, en el país que en estos días dejan en ridículo Donald Trump y Elon Musk, que Samara Joy y St. Vincent, dejándonos claro que el exhibicionismo y la cosificación, antes combatidas, son ahora fuentes de inspiración para las juventudes norteamericanas.

Esa precarización también se manifiesta, por supuesto, en otros ámbitos como la política –Keiko Fujimori o Dina Boluarte, en el ámbito nacional; la argentina Cristina Fernández o la italiana Giorgia Meloni, en el internacional, son solo botones de muestra-, el cine, la publicidad o las redes sociales y sus ofertas de enriquecimiento económico a partir de una de las distorsiones más agresivas del uso online del cuerpo -la prostitución del OnlyFans, tan conocida por nuestro Congreso. Pero en la música popular podemos identificar señales más claras de ese empobrecimiento canalla que, a lo largo de la historia, también ha ido cayendo cada vez más bajo.

Desde que se produjo, en Occidente, la explosión de la industria del entretenimiento, el público se ha visto expuesto siempre a la presencia saludable de mujeres que, por su inteligencia, creatividad, irreverencia y extraversión, han sido capaces de destacar en una industria generalmente dominada por hombres. Pienso, solo por mencionar a dos importantes cantantes de la era dorada del pop-rock, en personajes tan disímiles como Joan Baez (de 84 años recién cumplidos en enero)y Tina Turner (1939-2023), quienes demostraron, armadas de guitarras acústicas o zapatos de taco aguja que no necesitaban quitarse la ropa para hacerse notar.

Así, podríamos recorrer -como ya lo hicimos en esta columna el año pasado– el amplio y colorido abanico global en el que entran Ella Fitzgerald, Susana Baca, Maria Callas, Grace Slick, Alicia Maguiña, Miriam Makeba, Björk, Celia Cruz, H.E.R., Lana del Rey y un larguísimo etcétera y descubrir que, aunque el consumismo ligero y las modas se impongan, hubo y sigue habiendo artistas mujeres que, en las diferentes épocas de la música popular, durante sus años de juventud, demostraron e impusieron su talento sin dejar de lado su femineidad y, sobre todo, esa sensibilidad que las hace diferentes y superiores, en muchos aspectos, a nosotros.

En paralelo, comenzó el proceso lento de descomposición y tendenciosa confusión de mensajes que generó la idea de que la mujer“se empoderaba” si permitía ser usada como símbolo sexual, aun cuando se convertía voluntariamente en producto, pues tenía la supuesta capacidad de decidir sobre su destino y el uso de su imagen, germen de todo lo que vino después.

En la década siguiente, los siete años iniciales de la trayectoria de Madonna (1983-1989) se volvieron símbolo de esa postura, jugando con los clichés del glamour y la sensualidad, extraído de las “chicas pin-up” del cine clásico, que tiene representantes desde los años cincuenta y sesenta como Betty Page (1923-2008) o Marilyn Monroe (1926-1962), máscaras ficticias detrás de las cuales se escondían mujeres sometidas a toda clase de abusos, una constante en muchos de estos casos. En ese contexto, cabe preguntarse: ¿En qué espejo deben mirarse las mujeres peruanas de hoy? ¿En el de Shakira o en el de Lita Pezo?

La pregunta puede parecer antojadiza y hasta inútil -ya imagino las reacciones en contra- pero es irreverente y necesaria porque involucra aspectos de preocupante actualidad que se desprenden de esta clase de preferencias masivas, desde las múltiples formas de acoso virtual -ciberbullying, sexting- hasta el abuso doméstico de naturaleza física, psicológica y sexual, pasando por los elevados índices de embarazos no deseados en niñas y adolescentes, la presencia cada vez mayor de mujeres en bandas delincuenciales y la irracional admiración que prodigan chicas de edades que oscilan entre los 8 y los 18 años a una señora que, pudiendo ser su madre o su abuela, sale a dictar cátedras rapeadas sobre cómo insultar a otra mujer, normaliza la hipersexualización de su imagen y lanza canciones en las que cuenta sus pataletas por el final de una relación fallida exponiendo, en el camino, a sus propios hijos, en un papelón continuo y voluntario porel cual recibe millones de dólares.  

El origen de la comparación fue escuchar a la simpática Lita Pezointerpretando a dúo con otro talentoso joven nacional, Sebastián Landa, imitador de José Feliciano, una balada de los años ochenta que describe una situación adulta y emocionalmente grave, similar a lasque Shakira banaliza con sus mensajes callejoneros, esos que balbucea en clave de reggaetón. Me refiero a Para decir adiós, composición del portorriqueño Roberto Figueroa que grabaron la ítala-norteamericana Eydie Gormé (1928-2013) y el boricua Danny Rivera grabaron originalmente en 1977 pero que llegó a nuestros oídos en la versión de José Feliciano y la norteamericana Ann Kelley, incluida en un LP del extraordinario cantante y guitarrista invidente, orgullo de Puerto Rico y de América Latina, titulado Escenas de amor (1982). Pezo y Landa la cantaron juntos en un concurso televisivo de Chile y los jurados quedaron boquiabiertos y emocionados por ambas voces. En especial por la de Lita.

La terna de jueces de ese capítulo chileno de la franquicia Mi nombre es… se deshizo en halagos para la joven de 25 años con adjetivos como “elegante”, “maravillosa”, “fina”. Nuestra compatriota, vestida de impecable vestido largo, maquillada/peinada sobriamente y ejecutando un paseo por el escenario que podemos describir a un tiempo como delicado y atractivo, hizo suya la historia de una mujer que comprende, con dolor, la decisión de su pareja de concluir una relación que los mantuvo unidos mucho tiempo. Sin disfuerzos ni revanchas, la letra de esta canción narra la reacción digna y responsable, madura y coherente, que una mujer -o un hombre- debe mostrar ante una de esas vueltas que a veces –muchas más de las que quisiéramos creer- da la vida. Con elegancia y clase, con tristeza y resignación, la voz de Lita Pezo expresa esos sentimientos y convence por su don artístico.

¿Por qué entonces las niñas y adolescentes deliran, a nivel mundial,por ser como Shakira, grotesca y estruendosa, de aspecto más cercano a las estrellas de la industria porno-soft de Instagram y cosas peores? ¿Por qué se identifican con la agresividad, los andares simiescos, los pelos revueltos, el sobajeo farsante? ¿Por qué relegan la formalidad, la sensualidad misteriosa y pausada, el respeto al público?

Por un lado, la colombiana representa un papel, independientemente de que lo haga bien o mal. Aquello de la mujer poderosa que ya no se amilana ante los hombres abusivos o tontos con los que se cruza, es una construcción social posmoderna que, alguna vez, tuvo sentido. Pero hoy está más contaminada que nunca por esa mescolanza nacida a partir de la independencia económica que brinda ser “una mujer deseada” combinada con aquello de que, para desquitar siglos de opresión y abuso, las mujeres hayan decretado que tienen el derecho a portarse tan mal como los hombres, en una dinámica de igualamiento hacia abajo que ha demostrado ser nociva y sumamente tóxica para el desarrollo de las sociedades y la vida en convivencia.

Por su parte, la peruana interpreta el papel de la artista que engalana un escenario con su presencia, con su porte y, sobre todas las cosas, con su voz. Porque, al final de cuentas, estamos hablando de cantantes aquí. De calidades vocales. Y las diferencias saltan contundentes al oído. Y no es que Pezo descuide su imagen, todo lo contrario. Pero, lamentablemente, las preguntas siguen en el aire. ¿Por qué las niñas y adolescentes abrazan lo exagerado y reniegan de lo discreto? ¿Por qué prefieren tomar como modelo de éxito y poder femenino la imagen de una bailarina de club nocturno y no la de una cantante de telúrica fuerza interior?

La mala y manipulada interpretación de la subcultura de “lo fashion” es una propuesta que genera graves distorsiones en la mentalidad de millones de niñas, adolescentes y adultas jóvenes que aspiran a alcanzar ese mismo brillo superfluo (y vacío), esa misma cuenta bancaria (y llena), aun cuando así vayan en contra de más de un siglo de luchas de sus congéneres que, poco a poco, fueron logrando con esfuerzo y no pocas mártires espacios para la mujer, reivindicándola y arrancándola del tradicional, execrable y, durante siglos, socialmente aceptado maltrato masculino. Qué lejos los tiempos en que la colombiana componía sobre problemáticas juveniles, como lo hizo en su tercer y cuarto álbumes Pies descalzos (1995) y ¿Dónde están los ladrones? (1998).

En Instagram, Shakira tiene casi 92 millones de seguidores. Lita Pezo, alrededor de 185 mil (500 veces menos, aproximadamente). Y no es solo por la diferencia de edad -la colombiana tiene 48, la peruana 25- o de recorrido discográfico. Para hacerse más popular entre sus propios compatriotas, Lita Pezo aceptó de buen grado participar en un reality de cocina en el que terminó entremezclada con las hijas de un personaje vinculado a lo peor de la política, la corrupción y la farándula y otro que celebra con carcajadas las intenciones de un periodista de Willax que quiere pegarle a una colega mujer, cuando el talento que tiene basta y sobra para que se aleje de esas miasmas de consumo masivo.

Las respuestas a todas estas cuestiones no son definitivas, por supuesto, pero siempre es positivo ensayar teorías. Podemos señalar, pensando en las niñas y adolescentes del Perú, al fracaso de la educación que no estimula una comprensión abierta de la evolución de la música, la industria del entretenimiento y sus conexiones con los cambios sociales, como las gestas por los derechos de la mujer -si no estimula los aprendizajes fundamentales, menos va a estimular esas cosas ¿no? También podemos responsabilizar a los medios de comunicación, guiados por la ganancia y la popularidad fácil, prestos siempre a entronizar aquellas opciones que cumplan con los requisitos mínimos para provocar escándalo y movilizar a la gente a partir de sus urgencias primarias (exhibicionismo, procacidades sutiles o manifiestas, deseos de fama, sexualización).

O, finalmente, al mismo público que convierte en diosas a artistas que, en lugar de darles cosas de valor, les ofrecen actitudes que van en sentido contrario y terminan siendo influencias. Malas influencias.

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[Tiempo de Millenials] Era 1996, Shakira vino a Perú bajo la gira “Pies Descalzos” y era su primer concierto en nuestro país, en la extinta Feria del Hogar. En ese año, ella no era una cantante tan conocida y menos para mí que apenas estaba entrando en la adolescencia. Sin embargo, había logrado “el permiso” y estaba en la feria del hogar, parada en la tribuna esperando que salga la tal Shakira para que yo pueda disfrutar el primer concierto de la vida. 

Recuerdo ese día como mágico con una mezcla de emociones como independencia, felicidad y canciones que de pronto amaba y me sentía identificada. A lo largo de los años, Shakira ha permanecido entre mis cantantes favoritos en todas las etapas de mi vida. Es decir, no es la cantante que me gustaba de niña, joven o adolescente si no que siempre ha sido la cantante que me gusta en el presente.  

Esta semana estuve en el concierto -que fue increíble de principio a fin- y además de sorprenderme con la producción, me sorprendió el abanico de asistentes ya que eran de todas las edades con el factor común de que estábamos disfrutando a todo pulmón. Mi favorita -sin duda- fue la de mamás compartiendo un momento único con sus hijas y cantando las mismas canciones, sin duda un “core memory”. 

Y es que, para todos – en especial para las mujeres – Shakira se ha convertido en un símbolo de sororidad, de apoyo, de respetar los códigos y de lo importante que es levantarnos en lugar de meternos cabe, en conclusión, de unión. Esto me dejó como reflexión que Shakira es una cantante que trasciende y es muy influyente.

¿Por qué es tan influyente Shakira? 

Porque ha logrado trascender fronteras culturales y musicales gracias a su talento, carisma y capacidad para conectar con un público global. Ha abierto las puertas a nuevas generaciones de artistas latinos y han contribuido a que la música latina sea reconocida como una de las más importantes del mundo. Pero por sobre todo es percibida como una persona honesta, genuina y carismática. Haberse permitido mostrarse vulnerable frente a un momento doloroso en su vida hizo que las personas podamos conectar con ella y sentirnos identificados volviéndola así en un referente.  

Finalmente, es percibida como una persona que se aleja del odio y, por el contrario, busca unir a través de mensajes y actitudes positivas y que importante es -sobre todo en esta época- tener referentes que construyan en lo positivo. 

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Hasta hace algunos años, todavía era posible ver mujeres en la música latinoamericana que le hacían frente, con valentía, agudeza y talento, a una práctica social de antiguo origen y robusta vigencia, que de vez en cuando se critica, pero sin atacar los problemas reales que lo mantienen vigente: el sexismo. 

Pienso, por ejemplo, en Andrea Echeverri (58), vocalista y líder de la banda colombiana Aterciopelados, poseedora de un estilo único, con canciones como El estuche (Caribe atómico, 1998) o Despierta mujer (Claroscura, 2018) que dejan clara su postura, además de mostrarla cada vez más sola en eso de llamar a las cosas por su nombre a la hora de combatir lo que hoy se denomina, eufemísticamente, “empoderamiento femenino” y que es, en realidad, la defensa del derecho a degradarse a sí mismas a cambio de dinero y fama, que tiene su punta de lanza en un asunto al parecer irrebatible, la voluntaria y muy rentable auto cosificación. 

Esta forma de explotación de la imagen femenina, perpetrada en el music business desde siempre -de lo subliminal/sugerente a lo explícito/descarado, según épocas y propósitos de expresión o generación de impacto- exhibe, en la actualidad, unos niveles de degradación vulgarizada al extremo, únicamente superados por la incomprensible aceptación social y comercial de la que goza dicha degradación. 

Resulta inevitable reflexionar sobre estos asuntos, luego de que el mundo occidental “celebrara” ayer, como cada 8 de marzo, el Día Internacional de La Mujer, de espaldas al verdadero sentido de esta efeméride, validando una serie de prácticas que son, consciente o inconscientemente, causa y consecuencia de diversos vicios sociales derivados del maltrato a la mujer, la lamentablemente “de moda” violencia de género y toda una gama de comportamientos antisociales -algunos sutiles, otros directos- y hasta crímenes que se amparan en la interpretación/manipulación mañosa de conceptos como libertad, popularidad, urgencias naturales, obsesión por la imagen y el cuerpo, adulación e independencia económica, un río revuelto en el que las mayores ganancias se las llevan, por supuesto, pescadores hombres.

Y lo celebró, por ejemplo, anunciando con bombos y platillos el inminente lanzamiento del próximo álbum de otra colombiana, Shakira (47), en el que va a reunir todas las tonterías inspiradas en su sonado rompimiento con el futbolista español Gerard Piqué (37), que viene publicando de forma dispersa, desde el año 2022, a través de calculadas y sobre producidas pataletas reggaetoneras, las cuales recubre de un aura reivindicativa falaz que es fuente de delirios y fanatizada admiración en toda una generación de distraídas mujeres jóvenes -y algunas ya no tan jóvenes- con el supuesto paso adelante en esto de la defensa femenina, bajo el mantra “las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”, en clara alusión a lo ganancioso que le resulta hacer caja aireando su vida privada, sin importar las consecuencias negativas que ello pueda tener, en el futuro mediato o inmediato, en otras personas, incluyendo sus propios hijos.

Esta es solo una muestra de un estado de cosas que promueve la superficialidad en el discurso social y artístico, a contramano de las históricas, justas y duras luchas femeninas en búsqueda del reconocimiento de su humanidad, las cuales son hoy atropelladas a diario por el endiosamiento y la “puesta en valor” de aquello que antes se combatía: el exhibicionismo como herramienta de ascenso social, dominio sobre los hombres y palanca de poder económico. 

La confusión sobre los roles y cambios socioculturales en la relación entre géneros, iniciada hace más de cuatro décadas, ha provocado que hoy, la mujer más fuerte sea la más procaz/agresiva, capaz de replicar comportamientos y lenguajes abusivos y brutales antes asociados solo a los hombres y de poner los escrúpulos atrás cuando se trata de “superarse” o “alcanzar sus objetivos”.

De esta forma, la grotesca farandulización materialista de la sociedad o lo que llamara, en su momento, Mario Vargas Llosa, “la cultura del espectáculo” tiene, entre sus principales manifestaciones y vehículos de expresión, a la música popular de consumo masivo, a ambos lados del Atlántico. 

Por ejemplo, hoy es común que las máximas estrellas del pop femenino en inglés -Dua Lipa (28), Miley Cyrus (31) y la larguísima lista de sus clones que salen cada 15 minutos, parafraseando a Frank Zappa en la introducción hablada de su clásico Punky’s whips (Zappa at New York, 1976)- sean una combinación de la desfachatez colorida, sugerente y reivindicativa de los primeros años de Madonna (65) y Cyndi Lauper (70) -entre 1983 y 1989- con la estética de las modelos de pasarela/redes sociales y hasta la “industria” del soft-porn tan vigente en internet. Todo enlatado dentro de un estilo musical homogéneo y predecible, perfecto para banales discotecas y para musicalizar los intermedios del Super Bowl.

En cuanto a la música en español, esto se concreta, por supuesto, en el odioso reggaetón y su vocación por lo abiertamente explícito cuando se trata de mujeres y lo que de ellas dicen los intérpretes más conocidos de ese producto que, como una infección tropical multidrogorresistente, se ha instalado ya desde hace casi treinta años en los organismos de toda clase de públicos. 

Una de las imágenes más representativas de esa degradación nos la regaló hace pocas semanas la National Public Radio de Washington (NPR) al incluir, en su famosa serie Tiny Desk Concerts, a Karol G (Carolina Giraldo Navarro, 33), también de Colombia. Rodeada de libros, la reggaetonera lanza sus aburridas canciones cargadas de esa visión cortoplacista y obsesionada con lo hedonista/material de lo que significa en estos tiempos ser “una mujer empoderada” que hace fantasear a sus seguidoras. 

La cereza de este pastel de confusión/manipulación de conceptos la podemos entender más si miramos a su banda en esa tocada libresca, conformada íntegramente por jóvenes chicas que desperdician sus innegables talentos para la interpretación musical con su militancia, escogida voluntariamente, en la facción más reaccionaria de este “nuevo feminismo” porque eso les garantiza éxito, popularidad en redes sociales, adulación y premios. Para nadie es un secreto que, quienes pagan por ir a conciertos o comprar canciones de artistas como Karol G o Shakira son mayoritariamente mujeres, generándoles ingresos millonarios que serían, en su extraña escala de valores, bálsamo suficiente para soportar el desagradable hecho de ser vistas como objetos sexuales por los sectores más cavernarios del público masculino en escalas globales. La otra posibilidad, también válida, es que ese «ser deseadas» sea también fuente de gratificación para ellas, adicional a la fama, las ventas y los likes.

No quiere decir que todas deban dejar de tocar música latina para convertirse en versiones modernas de Jacqueline du Pre (1945-1987) o Martha Argerich, la sensacional pianista argentina que hasta ahora da conciertos a los 82 años. Pero tampoco debería aceptarse, sin una pizca de pensamiento crítico, que el ideal vendido a las niñas y adolescentes que escuchan extasiadas, mañana, tarde y noche, las canciones de Karol G y afines, sea convertirse en “bichotas” -aumentativo castellanizado de “bitch”, vocablo en inglés que significa… ustedes ya saben qué significa- listas “pa’ borrar de sus teléfonos to’o lo que hicimo’ en el baño” parafraseando una de las letras de esta cómplice de barrabasadas de su compatriota Shakira.

Atrás quedaron los años en que los referentes musicales de las mujeres dispuestas a hacer respetar su dignidad eran artistas “de peso y sustancia” -citando una de las frases más recurrentes del recordado Marco Aurelio Denegri (1938-2018)-, artistas que, desde su juventud y rebeldía, preferían exhibir inteligencia y capacidad de argumentación, aunque les tomara más tiempo llamar la atención. Y no me refiero únicamente a las letras poéticas de Joni Mitchell (80) o al activismo social de Joan Baez (83), cuyas largas vidas constituyen la contraparte contemplativa de lo que fue la furia incontenible de Janis Joplin (1943-1970), de vida difícil y final prematuro. 

Desde que Aretha Franklin hiciera suya la composición de Otis Redding, Respect, para incluirla en su décimo disco, titulado I never loved a man the way I love you (Atlantic Records, 1967), mucha agua ha corrido debajo de los puentes de la música popular interpretada por mujeres. Y, con diversos altibajos, propios de cada época y dependiendo de los gustos siempre cambiantes/manipulables del público, se mantuvo medianamente clara la noción de que, desde sus actitudes y canciones, buscaban rescatar al género femenino del estigma de solo servir para satisfacer al masculino, incluso en aquellos casos en que la belleza fuese una de sus principales características. 

Si antes, por poner un ejemplo, las comunidades femeninas afroamericanas tenían a mujeres fuertes, socialmente incorrectas e incómodas para el establishment como Nina Simone (1933-2003) o Tina Turner (1939-2023), hoy tienen a Beyoncé (42) o Nicky Minaj (41) que pervierten esa idea de fuerza interior y la trasladan a la estética disforzada de los desfiles de modas -la primera- y la pornografía caleta -la segunda- encubierta con fondo musical en clave de rap, reggaetón y hip-hop.

De hecho, fue el cine el primer medio que, al estar basado en imágenes en movimiento, instaló en la cultura popular moderna la idea de la femme fatale -un concepto existente desde los años treinta del siglo XX- que tuvo en Marilyn Monroe (1926-1962) o Rita Hayworth (1918-1987), solo por mencionar a la volada dos nombres, a las pioneras de todo lo que pasaría después, para bien y para mal. La subcultura de los videoclips, asociada generalmente a la aparición del canal musical MTV -aunque en realidad la producción de videos había iniciado mucho antes, solo que no contaba con ningún medio especializado para su difusión exclusiva- abrió las puertas a esta vertiente que, con Madonna a la cabeza, comenzó con fuertes cargas de ironía y, hasta cierto punto, irreverencia, a usar el exhibicionismo como nueva bandera de poderío, siempre y cuando fuese intencional y voluntario. 

La publicidad, la televisión y el cine, con el paso de las décadas, fueron haciendo lo suyo, atizando el fogón a medida que imponían el relativismo aplicado a todo lo imaginable y una visión que, con el pretexto de la no censura y del avance de las ideas sociales, promovía la desaparición de límites cuando se trataba de artistas femeninas y cómo se presentaban ante sus públicos. Aun así, había diversos contrapesos que lograban marcar pautas y permitían al público digerir y discernir mejor el amplio catálogo de opciones musicales, definiendo así de qué lado de la historia estaba. 

Por ejemplo, en el pop-rock de los noventa surgieron Britney Spears, Christina Aguilera y las Spice Girls -a quienes podríamos llamar “las hijas de Madonna” en términos de imagen- pero también teníamos cantantes contemplativas -Tori Amos, Sarah McLachlan-, bizarras -PJ Harvey, Björk- o, simple y llanamente, buenas cantantes -Celine Dion, Alanis Morisette, Dolores O’Riordan- que recogían el legado de otras, más antiguas, como Grace Slick (Jefferson Airplane), Kate Bush, Grace Jones, Barbra Streisand, Debbie Harry, Patti Smith o las rockeras Heart y The Runaways. Un caso especial, casi podríamos considerar de estudio, es el de Mariah Carey (54) quien hizo el tránsito de brillante vocalista de soul y R&B, en la línea de Whitney Houston (1963-2012) a sinónimo moderno de la Navidad romántica, primero y, luego, a otoñal y disforzada diva de pasarelas.

La música popular en Hispanoamérica, cuya degradación está 100% representada por la hipersexualización que venden actualmente Shakira, Karol G y similares -con una enorme contribución, desde el crossover latino-norteamericano, a cargo de Jennifer López (54)- también tuvo serias representantes del verdadero poder femenino, consciente de su valor como individuos provistos de inteligencia, desparpajo y creatividad. Podemos mencionar, entre otras, la liberación sexual de la italiana Raffaella Carrà (1943-2021), la ronca voz de la española Rocío Jurado (1944-2006) o los aclares furibundos de la mexicana Lupita D’Alessio (actualmente de 69 años). 

Elegantes o sugerentes, serias o sarcásticas, esa clase de artistas femeninas llevaban el estandarte de quienes tenían cosas qué decir, lanzando sus musicalizadas descargas emocionales, las mismas que inspiraban a sus congéneres comunes y corrientes, de paso que ayudaban a las sociedades de su tiempo a entender que las cosas habían cambiado y que, aun siendo glamorosas y/o atractivas, eran mucho más que eso. Haciendo el mismo paralelo que hicimos con el pop-rock de los noventa, artistas como Ella Baila Sola (España), Marisa Monte (Brasil) o Las Chicas del Can (República Dominicana), desde arenas estilísticas muy distintas -balada pop, MPB, merengue- supieron desarrollar  una clara propuesta que las alejaba del exhibicionismo barato.

La música popular interpretada por mujeres es muy rica en matices e intenciones –ver esta nota– con excelentes y desafiantes creadoras, instrumentistas e intérpretes, más allá de los géneros o épocas. Pero hoy vivimos un ambiente en el que actitudes tóxicas y desubicadas son celebradas con premios, ventas millonarias, llenos totales y, lo que resulta más increíble, son aplaudidas a diario por un grueso porcentaje de públicos femeninos que, en el fondo, no desearía que sus hijas repliquen esos modelos conductuales en sus propias vidas. Por mi parte, agradezco que por cada cien mil Shakira o Karol G todavía aparezcan una Tal Wilkenfeld (37), una Gabriella “H.E.R.” Sarmiento (26) o una Esperanza Spalding (39), dispuestas a enriquecer el lenguaje musical femenino a contracorriente de lo que se espera de ellas gracias al influjo de lo que imponen las modas y los parámetros de la industria de música de consumo masivo. 

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A la vez Piqué, que no es ningún santo de mi devoción, pues la verdad que ha quedado como un miserable machista y, como se dice en buen peruano, como todo un “pendex” posee una fortuna de «apenas» 80 milloncitos de dólares o algo por ahí.

Estos dos supermillonarios se agarran a trompadas mediáticas y ella se embolsica varios millones más por la nueva canción, que evoca muy bien el sentimiento de despecho y de dolor que encara Shakira no solamente como mujer, sino como madre. 

Con respecto a su posición ideológica sería bueno que optara por un bien social en lugar de brindar su apoyo a gente tan incoherente como a Álvaro Uribe, el funesto y derechista presidente colombiano de los paramilitares y la corrupción.

Por eso, está bien denunciar el machismo y la falta de lealtad, el oportunismo de muchos hombres (menos mal, no todos) y el arribismo de las “chibolas de quinta” por chapar un marido rico. En eso Shakira tiene razón. Pero a la vez no podemos ocultar con rabo de paja qué representa Shakira en la mentalidad consumista e individualista de las nuevas generaciones y lo que su ejemplo como ciudadana (tanto colombiana como española) significa para las jóvenes de hoy. No es ninguna santita ni menos una heroína o una mártir.  Pero sí, somos solidarias porque el dolor como mujer y madre que ella experimenta es mucho más fuerte que el lúdico placer del joven Piqué en su relación con la voluptuosa Clara.

Por todo lo dicho, prefiero identificarme mil veces antes con las campesinas aimaras, quechuas, huancas y de todas partes que han llegado a Lima a reclamar el derecho de tener un estado que las represente y que atienda a sus reclamos históricos, a buscar justicia por sus hijos y parientes asesinados. La posición de Shakira es un chancay de a medio al lado de muchas de las situaciones por las que las mujeres peruanas suelen pasar.

Nunca perdamos la perspectiva, mis queridas hermanas lobas.

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