Pienso en el antagonismo que, imaginariamente, podemos trazar entre los términos «reggae» y «reggaetón» y no abandona mi mente la idea de que se trata de una metáfora perfecta para describir la degradación del comportamiento social de las masas, en estos tiempos de “igualación que uniformiza y emboba”, parafraseando al recordado escritor uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015).
El reggae, si pensamos en las entrañables letras de Bob Marley, nos habla generalmente de esperanza, buena onda, amor por el prójimo, religión, naturalismo y claro, su mínimo pecadillo de incluir unas cuantas dosis de marihuana en tu dieta diaria, para expandir la percepción de aquello inasible para el no consumidor: la espiritualidad, el orgullo de luchar contra la opresión, el poder divino de Jah. Eso sí, ni el gran chamán jamaiquino ni ninguno de sus acólitos -desde Peter Tosh hasta Gondwana- hubieran sido capaces de imponerte sus hábitos. Consume si quieres, nada más. Por lo que eran, también, devotos de la democracia y el libre albedrío.
Y, en la otra esquina, el reggaetón -o sea, reggae con aumentativo «tón» que, en nuestro hermoso idioma castellano, es sinónimo de enormidad, exageración, desborde- propone la entronización de todo lo contrario: hedonismo superficial cargado de condicionamientos publicitarios y estereotipos, la falacia del «pobre con talento» -a estas alturas, un personaje como Daddy Yankee no es lo uno ni tiene lo otro-, achorado y popular, el endiosamiento del dinero como única fuente de felicidad, diversión, excitación y placer, la negación de cualquier posibilidad de vivir en armonía y respeto a través del uso y abuso indiscriminado de la imagen femenina, en muchos casos, con incomprensible consentimiento de las mismas mujeres que se dedican al antiguo oficio del «símbolo sexual» para asegurarse independencia económica y una noción tergiversada y enfermiza de empoderamiento “de género”. Todo ello a partir de algo tan frágil como el exhibicionismo barato para llamar la atención de una masa de individuos que, cada vez que sale un video nuevo, pierde un poco su humanidad reflexiva y racional para acercarse más a las babeantes reacciones instintivas de nuestros primos hermanos, los babuinos.
Esta conceptualización del reggaetón no tiene nada de prejuicio o cucufatería, por cierto. Desde la concupiscencia y el desenfreno fiestero hasta el sexismo y la misoginia han aparecido, de manera sugerente o explícita según la época y el subgénero, en el pop-rock y la salsa, en el mambo y el metal, en el punk y el merengue, en el bolero y el funk. La decadencia de los reggaetoneros y sus productos comerciales tiene que ver con la imposición del mal gusto, la destrucción del lenguaje, la imitación de personajes más asociables a la criminalidad -narcos, sicarios, pandilleros, dealers, pimps y damas de compañía «de alto vuelo»- que a la música.
Esa representación de arquetipos negativos, rodeados de lujos y aprobación social a pesar de sus comportamientos delincuenciales, tuercen de manera inevitable la mentalidad de niños, niñas y jóvenes, quienes aspiran a esos modelos de éxito, echando por tierra la “educación en valores”, tan mentada por los mismos medios de comunicación masiva que adulan a diario a las estrellas del “género urbano”. A diferencia de lo que pasaba con las antiguas estrellas de pop, rock o jazz, muchas de ellas con vidas descalabradas por vicios y tribulaciones múltiples que compensaban con habilidades artísticas superlativas, capaces de inspirar a sus públicos –niños o adultos-, los reggaetoneros no tienen nada que ofrecer en ese terreno. Entre la rebeldía ilustrada del pop-rock y la ignorante malcriadez del trap, siempre preferiré la primera.
Esto, que también ocurre entre las últimas camadas de cultores de rap/hip-hop o en varios exponentes del latin-pop (desde «clásicos» como Shakira y Thalia hasta cualquier reggaetonero/a actual), es signo de estos tiempos en que la disciplina, el trabajo duro para lograr la excelencia, el esfuerzo para conseguir la atención de alguien han sido largamente desplazados por el facilismo, la inmediatez y la constante compraventa de relaciones cuya máxima garantía de duración se basa en cuántos lujos tienes para ofrecer (viajes, mansiones, fiestas, carros, yates, joyas y un larguísimo etcétera).
El reggaetón ha contaminado a la industria de la música popular, más que cualquier otro movimiento musical del pasado y sus tentáculos son tan adictivos para las masas que impiden distinguir la realidad de sus bajezas. Saldrán sus escuderos y fanáticos a decir que es la historia de siempre, la negación de lo moderno que proviene de la intolerancia o la incomprensión de lo viejo frente a lo nuevo, como cuando tus abuelos o padres rechazaban a Elvis, a James Brown, a Pérez Prado o a Twisted Sister. No, señores. Eso es escribanía barata, lobbismo descarado, interpretación mañosa para descalificar válidas observaciones a este sonido mononeuronal y grotesco que carece de la energía del rock, el desenfado del funk, el ritmo del mambo o la destreza del heavy metal.
Si Let’s get it on, exitazo de 1973 de Marvin Gaye, es la banda sonora perfecta para una noche romántica y sensual con la mujer o el hombre que amas, con final feliz incluido; cualquier canción de Maluma, Nicky Jam, Ozuna o afines, es el sonido de la promiscuidad tugurizada -disfrazada de falsa elegancia- y el sexo sin alma, visto como mercancía o intercambio prosaico de urgencias, más parecidas a las del mundo animal. Si una persona es capaz de establecer equivalencias entre cosas tan diferentes, basándose únicamente en esa dicotomía, engañosa en este caso, de «lo viejo versus lo nuevo», algún problema psiquiátrico debe tener. No hay otra forma de explicar tremendo disparate cuyo único propósito es defender lo que está de moda.
La vacuidad del reggaetón -su baja estofa, su simplonería, su falsedad- viene, además, desde el nombre. Comencé hablando de esa línea descendente que podemos trazar entre reggae y reggaetón, a partir de una comparación simple de sus contenidos e intenciones. Pero, de hecho, ni siquiera debería llamarse así. Probablemente, a algún geniecillo del marketing se le ocurrió que asociar el odioso golpeteo del reggaetón con la música del rastafarianismo era más cool y vendedor que hacerlo con su verdadera fuente, el dancehall, una vertiente del folklore jamaiquino que, utilizando los sound systems del reggae setentero, desarrollaron un estilo más desfachatado y pagano, con ciertos elementos del género base, pero con un aura menos mística y más terrenal.
Si bien es cierto los artistas más destacados de este subgénero, como Yellowman, Shabba Ranks, Sean Paul o El General, hacen ambos de manera indistinta -después de todo, son estilos primos hermanos-, lo más exacto sería emparentar al reggaetón con el dancehall o «raggamuffin», término despectivo que tiene sus orígenes en los tiempos en que Jamaica fue colonia británica -en esos años, los jamaiquinos eran llamados «muffs in rags» (criaturas andrajosas) por los ingleses- y que luego fue adoptado por las nuevas juventudes jamaiquinas como señal de identidad, ya que comparten más características -formas de cantar y vestirse, temáticas y bailes, cruces con la subcultura rap/hip-hop, uso de samplers y bases electrónicas) que con el sagrado roots reggae y su onda espiritual, orgánica, desapegada del materialismo idiota que el reggaetón promueve.
Han pasado ya 18 años desde el triste día en que apareció Gasolina, tema de Daddy Yankee que fue el primer éxito global de reggaetón y, desde entonces, este fenómeno comercial nacido en Puerto Rico no ha hecho más que crecer y crecer hasta convertirse en uno de los más fuertes y rentables sinónimos de «lo latino» en el ámbito de la cultura popular, un estigma que nos persigue por el resto del mundo, desde EE.UU. hasta Egipto, desde Turquía hasta Japón. Esto a pesar de que, más que un género musical, el reggaetón es, en realidad, un enlatado que se sirve de ciertos componentes musicales elementales -un ritmo básico, repetitivo y maquinal como fondo, una producción basada en material pregrabado, una que otra línea vocal o instrumental armónica en medio de la guturalidad o el balbuceo vocinglero de sus «cantantes»- para generar un producto distinto, que busca darle sonido a emociones primarias, unidas a esa idea disforzada del lujo y la sofisticación trucha que rodea a sus más connotados personajes.
Basta ver la venta masiva de entradas para los conciertos de Bad Bunny, el último esperpento de moda -en varios países de nuestra región, incluido el Perú, tuvieron que abrirse segundas fechas-, o los maravillados comentarios que, sobre él y su último disco (ojalá fuera, efectivamente, el último), escriben otrora respetables críticos musicales, calificándolo como «icono definitivo del pop moderno» para entender esta terrible realidad: lamentablemente, el reggaetón, esa infección multidrogorresistente, llegó para quedarse. Como el coronavirus.