Tía María

Es obvio que al gobierno actual no le cae a pelo ganarse un conflicto social como el que podría reactivarse en el valle del Tambo en Arequipa (y extenderse al sur andino, que anda buscando motivo para la bronca), a propósito de la eventual reactivación del proyecto minero Tía María que promueve la empresa mexicana Southern Perú.

En esa perspectiva suponemos que se han enrumbado las declaraciones del premier Otárola señalando que el proyecto no estaba en agenda, desbaratando los ímpetus del ministro de Energía y Minas, quien horas antes había hablado de que Tía María era un proyecto valioso que había que retomar, aunque bajo la condición previa de que haya “armonía total” (¿?).

Hay un problema político evidente en este desentendimiento público entre dos autoridades altas del régimen, pero lo que más enerva no es tanto que algo así suceda (las discrepancias debieran librarse en la interna, pero no es para cortarse las venas que ocasionalmente se salgan del cuarto cerrado), sino la falta total de compromiso del gobierno por promover una actividad esencial en estos momentos para la economía nacional, como es la minería.

No hay proyecto minero sin conflicto al lado. Ni en Suiza se produce “armonía total” entre empresas y ciudadanos, como pretende ilusamente el titular del Minem. El problema es que en el Perú se deja a las empresas privadas abandonadas a su suerte sin que el Estado se sume a los esfuerzos por sacar adelante proyectos vitales, como lo es Tía María, el que particularmente no implica mayor riesgo ambiental, y las empresas privadas descuidan el trabajo de percepciones, que debe ser permanente.

Tía María podría salir adelante si el gobierno atendiera demandas sociales de los agricultores del valle del Tambo (que no es donde operaría la mina, ojo con la percepción) que tienen décadas postergadas, como la construcción de la represa de Paltuture, que asegure un suministro de agua de regadío permanente (el proyecto Tía María no va a usar agua del río sino desalinizada del mar, nuevamente ojo con la percepción).

Este y todos los gobiernos tienen que entender que se la deben jugar por la minería, que reporta casi la mitad de sus utilidades en impuestos para el Estado y una parte no menor de ellos, destinados directamente, vía canon y regalías, a la zona de influencia directa del proyecto. El fisco nacional se robustece con el desarrollo de proyectos mineros de una manera superlativa.

El Estado peruano es el principal responsable de lograr las condiciones para que los proyectos mineros se desplieguen y, de llegarse al extremo de que acontezcan revueltas antimineras ideologizadas, actuar represivamente con inteligencia para no producir violencia inútil que lo único que hace, al final, es frustrar justamente el proceso de puesta en marcha de los proyectos empresariales.

De este gobierno es difícil esperar alguna jugada de riesgo. Juega al muertito porque su único objetivo es sobrevivir hasta el 2026, pero la clase política proinversión privada debe tomar conciencia de que es el Estado, de la mano de las empresas, el llamado a librar la batalla.

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El ministro de Economía y Finanzas, Alex Contreras, es un buen mediocampista defensivo. Es serio y va a evitar cometer tropelías o que el populismo nos meta goles en nuestra propia valla. Pero la situación económica del país requiere de alguien que haga pases en profundidad, que juegue verticalmente y finalmente haga goles.

La desconfianza empresarial y la parálisis de las inversiones privadas es de tal envergadura que este o cualquier gobierno que lo suceda va a necesitar varios goles para calentar la tribuna empresarial.

Majes-Siguas, Chavimochic (hay que cargarle la responsabilidad a Alan García de haberles dado vela en estos megaproyectos a los gobiernos regionales), San Gabán, tranquilizar Las Bambas, Tía María (es irracional la oposición al proyecto), por mencionar algunos ejemplos, es lo que se necesita para que el empresariado vuelva a los niveles de apuesta por el futuro pre-Castillo (ni la pandemia golpeó tanto como el nefasto régimen castillista).

En la última encuesta del IEP, se le pregunta a la ciudadanía cuáles son los principales problemas del país y la respuesta no sorprende: primero, la economía (27%); segundo, la corrupción (25%); tercero, la inseguridad/delincuencia (17%).

Se necesita un shock de inversiones privadas, un sacudón capitalista a la vena, para lograr que la economía vuelva a crecer a niveles históricos recientes (por encima de 3% como mínimo), y de esa manera, que se atempere la inflación, aumente el empleo y, sobre todo, se reduzca la pobreza.

Como bien dijo Miguel Palomino, presidente del Instituto Peruano de Economía: “si ha estado atento a la información económica, sabrá que el Banco Central (BCR) redujo su pronóstico de crecimiento del producto bruto interno (PBI) de 2,6% a 2,2% para este año. A primera instancia, pareciera que no fuera gran cosa reducir algo en 0,4%, hasta que recordamos que esto es el equivalente a perder 4.000 millones de soles, o unos 400 soles al año por hogar”.

Aparentemente, es imposible pensar que Dina Boluarte o Alberto Otárola se animen a replantear el tema económico y eventualmente busquen un ministro más generador de seguridad inversora, pero no por ello se debe dejar de insistir en lo relevante: sin recuperación de la confianza y la inversión privada, no hay crecimiento posible.

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