Iglesia católica

Johanna Beck, nacida en 1983, ha sido vocera del Comité Asesor de Víctimas de Abusos de la Conferencia Episcopal Alemana, puesto para el que fue elegida en el año 2020. Por su compromiso contra el abuso de poder en la Iglesia, fue galardonada en 2022 con el Premio Herbert Haag en Lucerna (Suiza), que se otorga a personas y grupos, ya sea por publicaciones, conferencias e investigaciones que “promueven la libertad y el humanitarismo dentro de la Iglesia”.

¿Pero cuál es la historia de esta católica comprometida que lucha desde dentro contra los abusos en la Iglesia católica? Ella misma lo ha contado en su libro “Haz nuevo lo que te quiebra” (“Mach neu, was dich kaputt macht”, Herder, Freiburg im Breisgau), publicado en 2022.

Johanna Beck creció y se educó en un ambiente católico tradicional y conservador, bajo la sombra de la Katholische Pfadfinderschaft Europas (KPE) —en español Asociación Católica de Scouts de Europa—, formalmente miembro de la Union Internationale des Guides et Scouts d’Europe (UIGSE).

La KPE, a la cual pertenecía su madre, define su misión de la siguiente manera: «A través de la educación scout promovemos de manera integral a niñas y niños. De esta manera, pueden convertirse en personas cristianas responsables, que desarrollan sus habilidades y talentos, configuran sus vidas desde la fuerza de la fe y asumen responsabilidad por la sociedad y la Iglesia».

Suena bonito, pero la realidad era otra. Johanna recuerda que a los seis años escuchó una prédica del Padre Hönisch, fundador de la KPE en 1976, donde hablaba de una purificación de la humanidad a través de catástrofes y desgracias, provocadas por el abandono de la fe y la búsqueda desmedida de progreso. Por eso mismo había que vivir habitualmente en gracia de Dios y recurrir a los medios que Él ofrecía, en particular los sacramentos, con insistencia en la confesión por lo menos una vez al mes y la comunión frecuente unida a la participación en la Santa Misa. Tampoco había que olvidar las oraciones diarias, sobre todo del Santo Rosario, y en casa mantener una vela encendida ante la imagen de la Madre de Dios. Se trataba de una lucha del Diablo por cada alma, para alejarla del cielo. En el rechazo de Dios, Satanás y los ángeles demoníacos caídos estaban unidos con la humanidad incrédula e impía. Ni qué decir, parecía la versión alemana del Sodalicio de Vida Cristiana.

Eso ocasionó que Johanna tuviera una infancia plagada de miedos. Miedo a haber cometido un pecado y, por eso mismo, a ser castigada por Dios con una enfermedad o incluso con la muerte. Miedo a quedarse dormida antes de haber finalizado su oración vespertina, y así abrirle una puerta al Diablo. Y sobre todo terrible miedo a la gran “batalla final” entre el Bien y el Mal, entre Dios y Satanás, de la cual sólo podrían salir indemnes aquellos que hubieran llevado una vida libre de pecado. «Continuamente nos sugerían: has fallado, has hecho algo mal, has pecado. Es muy difícil salir de eso y con eso trabajan también grupos como la KPE. […] El miedo de los miembros y la baja autoestima les da poder a los líderes», señalaría Johanna Beck durante una presentación de su libro.

A los once años se une formalmente a las chicas scouts , estando obligada a cumplir mandatos como «una scout es pura en pensamientos, palabras y obras» y «una scout se domina a sí misma, ríe y canta en medio de las dificultades». Y es en ese momento que también entra en su vida un sacerdote, a quien llama con el seudónimo de Padre Dietmar, un clérigo de figura corpulenta, pantalones de pana negros gastados y mirada penetrante que le resulta desagradable desde un principio. De talante jovial y suelto, le gustaba contar chistes lúbricos que eran festejados por sus seguidoras femeninas con risas histéricas.

El Padre Dietmar era omnipresente en los campamentos de las chicas scout. Las acompañaba en sus actividades recreativas, durante las comidas comunitarias, celebraba Misa y otras actividades de oración, y se enfrascaba en largas divagaciones sobre “la pureza y la castidad”, su tema preferido. Y, por supuesto, las chicas debían confesarse con él, pero no en un confesionario con tabique separador, sino en el bosque, en salas de reuniones o en habitaciones libres de miradas ajenas. La sexualidad, bajo el pretexto de la “práctica de la castidad”, era un tema que siempre afloraba en él, no sólo en la confesión sino también en las charlas y ejercicios espirituales. Se sentía responsable de la castidad de las jóvenes, de modo que éstas debían vestir faldas hasta los tobillos y les estaba vetado usar ropas de baño incluso en el verano (“de otro modo me sentiría tentado por vosotras”). A las chicas sólo les estaba permitido bañarse tarde de noche en una zona protegida por lonas, las cuales no impedían ciertas maniobras voyeuristas del Padre Dietmar.

Todo esto lo había guardado y arrinconado Johanna en el baúl de su memoria de Johanna, hasta el verano de 2018, durante unas vacaciones en Italia con su esposo e hijos. En ese momento, leyendo en su teléfono móvil una noticias sobre abusos sexuales clericales en Estados Unidos, la asaltan flashbacks de un par de momentos con el Padre Dietmar:

«Estoy en un campamento, en el bosque, allí siempre tenemos que confesarnos (“para que sólo el buen Dios escuche tus pecados”). Tengo once años. He preparado un papelito, como me enseñaron en la catequesis de la Primera Comunión. Allí está escrito: “1. Contradecir a mis padres. 2. Molestar a mis hermanos”.

Eso es lo que expreso. Sin embargo, al cura del campamento, el Padre Dietmar, eso no le interesa: “Sí, sí, pero ¿qué hay de los pecados contra la castidad?” Indaga, utiliza palabras que como buena niña católica yo nunca había escuchado, quiere detalles que no entiendo. No entiendo nada y aún así me doy cuenta de que algo no está bien, que se trata de cosas que no vienen a cuento en una confesión. El sacerdote pregunta, indaga, quiere saber más, escucha y resopla ruidosamente. Este resuello se ha grabado tan fuertemente en mi memoria que casi puedo seguir escuchándolo aquí, en nuestra habitación en Italia. Soy incapaz de levantarme».

El otro recuerdo es más punzante:

«Soy un poco mayor. La sala de reuniones con cortinas cerradas y puerta cerrada, sobre nosotros un gran crucifijo. El mismo sacerdote, de nuevo solo le interesan las “faltas contra la castidad”. Estoy de rodillas en el suelo, él se sienta frente a mí. Muy cerca. Puedo oler su sudor, primero miro su cuello de sacerdote, luego al suelo. Sus muslos separados me rodean, sus manos se mueven hacia mí, de nuevo ese resuello. Tengo miedo, no quiero esta cercanía, no quiero sus manos y no quiero hablar sobre lo que me pregunta. Me parece enorme, amenazante, no me atrevo a liberarme de esta posición y huir. Él hace de nuevo sus terribles preguntas: “¿Te has tocado de forma impura? Y si es así, ¿también has tenido pensamientos impuros? ¿En quién has pensado entonces? ¿Qué has hecho exactamente? ¿Te has tocado en tu XX?”, etc. Tengo miedo. En realidad, no tengo nada que contar, pero puedo intuir qué es lo que realmente está pasando aquí. Una voz dentro de mí me dice: ¡TIENES QUE SEGUIRLE LA CORRIENTE! Dile algo, o algo mucho peor podría pasar. Así que lo dejo pasar e invento algo, solo para que esté satisfecho y finalmente me deje en paz, no sin antes inculcarme la mortificación de mi cuerpo y mis sentidos…»

Es entonces que Johanna reconoce recién con claridad que ha sido víctima de abusos sexuales, ocurridos principalmente de manera verbal y psicológica como abuso de conciencia, y que esos recuerdos habían estado reprimidos en su psique, pero que ahora surgían con una fuerza que sacaba su vida de sus carriles.

Ciertamente, tras terminar sus estudios escolares había mandado al cuerno no sólo a la KPE sino también su fe católica. Pero cuando muchos años después tiene su primer hijo, opta por dejarlo bautizar y comienza a estudiar teología por su cuenta, para descubrir que la estrecha ideología católica que le habían inculcado en la KPE poco o nada tenía que ver con la amplitud y riqueza de la auténtica doctrina católica, que habla de un Dios compasivo y amistoso, que ama la libertad y está al lado de los marginados y heridos. Descubre cuán falso, problemático y tóxico había sido todo lo que le habían insuflado de niña. Su regreso a la Iglesia católica pasará por el encuentro con una comunidad parroquial de Stuttgart, amable y comprensiva, guiada por un párroco empático que le presta oídos a su historia y la apoya en su proceso de superarla. Johannna Beck, atemorizada ante la posibilidad de estar sufriendo una especie de síndrome de Estocolmo, al final opta por regresar a la Iglesia católica, a la cual siente como su patria espiritual, pero con una condición que ella misma se impone: tiene que comprometerse y hacer algo a favor de cambios radicales en la Iglesia católica y, de esta manera, evitar en lo posible que sigan habiendo víctimas de abusos.

En el año 2021, Johanna Beck declaró ante la Comisión de Abuso Sexual de la Diócesis de Rottenburg-Stuttgart. Critica que en la jurisdicción del Obispado de Oldenburg no pudo presentar una denuncia contra el clérigo abusador, sino que sólo pudo hacer una declaración como testigo. Según el derecho canónico, el proceso se lleva a cabo como una infracción contra el celibato y no como una violación de la dignidad humana y de la autodeterminación sexual.

Entre las propuestas que ha planteado Johanna Beck para reformar la Iglesia están las siguientes:

  • Una investigación exhaustiva, rápida e independiente de los casos de abuso, así como justicia para los afectados.
  • Establecimiento de una comisión de la verdad, de carácter independiente.
  • Modificación del Código de Derecho Canónico: el abuso debe considerarse como una violación del derecho a la autodeterminación sexual.
  • El reconocimiento de la condición de demandante, en lugar de testigo, de los afectados.
  • Espacios de narración y lugares seguros para los afectados como sitios de empoderamiento, interconexión, asistencia y recuperación.
  • Puntos de contacto diocesanos competentes para el abuso espiritual y para los adultos afectados por el abuso sexual.
  • Ampliación de los centros de asesoramiento ya existentes.
  • Un sistema de reparaciones no retraumatizante que sea adecuado para compensar las consecuencias de por vida y la complicidad de la institución.
  • Protección de las víctimas por encima de la protección de la institución.
  • Desjerarquización, control y democratización de las estructuras de poder eclesiástico.
  • Una lucha decidida contra el clericalismo.
  • Una reforma de la moral sexual católica.
  • Igualdad de género.
  • Autonomía y libre toma de decisiones de conciencia en lugar de obediencia.
  • Valoración y promoción del derecho a la autodeterminación sexual y espiritual.
  • Más desobediencia pastoral, empoderamiento y movimientos de base entre los fieles.

De que se realicen estos cambios depende la supervivencia de la Iglesia católica. Sin lugar a dudas.

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Contrariamente a lo que opinan los creyentes ultraconservadores en su habitual ignorancia, esgrimida con atrevida fatuidad y petulancia, la Iglesia católica no ha sido siempre la misma a lo largo de la historia.

Es un hecho histórico que nunca ha sido un bloque monolítico, donde se hayan plasmado los enunciados de la fe cristiana de la misma manera y con el mismo sentido. A preguntas importantes se les ha dado respuestas distintas, sin que ello significara poner en duda la unidad eclesial. Lo que ha existido siempre es la convivencia mutua de diversos catolicismos, de diversas maneras de entender y vivir la tradición católica. 

También es un hecho que la Iglesia ha evolucionado —y muchas veces también involucionado—, de modo que lo que existe ahora —las actuales estructuras sociales de la Iglesia, con sus rituales y tradiciones— son producto de un perpetuo cambio y devenir a través de los siglos, sin que ello signifique que la plasmación actual sea la mejor. Más bien, nunca ha habido una plasmación perfecta o ideal de la Iglesia en ningún momento de la historia.

Tampoco ha habido una doctrina constante y libre de contradicciones, que se haya mantenido invariable a través de los siglos y que haya sido única, continua, y que pueda remontarse sin sombra de duda a las enseñanzas de Jesus y sus apóstoles en el siglo I.

Sobre estas bases construye Hubert Wolf, sacerdote católico alemán y renombrado historiador de la Iglesia, su libro “Cripta: Tradiciones silenciadas de la Iglesia católica” (“Krypta: Unterdrückte Traditionen der Kirchengeschichte”, C.H.Beck, München), publicado originalmente en el año 2015. En este fascinante escrito Wolf describe tradiciones antiguas de otros tiempos, muchas de las cuales si se vivieran en la actualidad, serían acusadas de prácticas progresistas por la estulticia conservadora. Tradiciones que han sido relegadas al olvido, pues su recuerdo incomodaría a muchos católicos, que creen que la Iglesia católica siempre ha sido sustancialmente como es en la actualidad.

Por ejemplo, dice el Código de Derecho Canónico que «el Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos» (c. 377 § 1). Esto no siempre ha sido así. Más aún, durante la mayor parte de la historia de la Iglesia esto no ha ocurrido En los primeros siglos el obispo era elegido por aclamación popular del pueblo creyente. Más adelante se añadieron dos factores: la elección de un obispo debía recibir la aprobación del clero de la diócesis, y los obispos de diócesis aledañas debían estar también de acuerdo, de modo que para la ordenación válida de un obispo, ésta debía ser impartidas por lo menos por tres obispos de diócesis vecinas. La evolución histórica llevaría a que luego fuera el cabildo catedralicio, conformado por clérigos eminentes de la diócesis, quien eligiera al obispo, práctica que se mantuvo hasta el siglo XIX, donde se iniciaría el cambio que eliminaría estos mecanismos democráticos en la elección de los obispos, cambio que se afianzaría definitivamente recién en el siglo XX. Como curiosidad, si se busca la palabra “democracia” en el Catecismo de la Iglesia Católica vigente en la actualidad, no se encontrará ni una sola mención del término. La democracia parece ser una mala palabra en los ámbitos eclesiásticos de la Iglesia católica.

También las condiciones para ser un obispo han variado a lo largo del tiempo, como se puede leer en la Primera Carta a Timoteo del apóstol Pablo, un escrito del siglo I, donde dice lo siguiente:

«Palabra fiel: “Si alguno anhela obispado, buena obra desea”. Pero es necesario que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; que no sea dado al vino ni amigo de peleas; que no sea codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?); que no sea un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito y en lazo del diablo» (1Tim 3,1-5).

Según se puede constatar, el celibato obligatorio para los clérigos no se cuenta entre las tradiciones que se remontan a épocas antiguas, sino que comenzó a imponerse, muchas veces recurriendo a la violencia, a partir del siglo XI de la mano de Papas que provenían de órdenes monacales y que consideraban el ejercicio de la sexualidad como algo sucio e impuro.

No todos los Papas de la historia compartieron esa idea, habiendo una lista de Sumos Pontífices que se entregaron de manera disoluta a los placeres de la carne, entre los cuales destaca Juan XII (937-964), quien asumió el cargo en 955 y fue conocido como “el Papa Fornicario”. Se cuenta que murió de un martillazo en la cabeza, propinado por un marido que lo encontró en el lecho de su mujer. Incluso la pederastia tiene una larga data en la historia de la Iglesia, habiendo un Papa, Bonifacio VIII (1235-1303), conocido por tener esa práctica y a quien se le atribuye la siguiente frase: «el darse placer a uno mismo, con mujeres o con niños, es un pecado tan insignificante como frotarse las manos».

Eso nos lleva a la cuestión de si el Papa siempre tuvo la autoridad suprema absoluta que ostenta en la actualidad. Así como el cabildo catedralicio fue un contrapeso a la autoridad del obispo —de modo que éste no podía tomar las decisiones más importantes sin la anuencia de aquél—, de modo similar el colegio cardenalicio, a partir de la Edad Media, constituyó un contrapeso a la autoridad del Papa, de modo que éste sólo podía tomar decisiones importantes previa consulta con los cardenales, que debían dar su aprobación. Queda el antecedente del Concilio de Constanza (1414 a 1418) que dio fin al Cisma de Occidente, cuando tres Papas se arrogaban el derecho a ser el auténtico sucesor de la cátedra de San Pedro (Juan XXIII, Gregorio XII y Benedicto XIII) y donde los obispos reunidos destituyeron el primero, obligaron a renunciar al segundo y desconocieron la autoridad del tercero. La doctrina que se asumió entonces es que un concilio, por representar a a toda la Iglesia, estaba por encima de la autoridad del Papa.

Si bien en el siglo XIX el Papa Pío IX comenzó a restarle poder a los cardenales, haciendo que el Concilio Vaticano I proclamara la infalibilidad del Sumo Pontífice —es decir, la suya propia, en un evidente conflicto de intereses—, fue recién en el siglo XX que el Papa Pío XI tomó decisiones propias sin informar a los cardenales ni consultar con ellos. De esta manera, el absolutismo monárquico de la Santa Sede recién se afianza en época reciente, contradiciendo una larga tradición que postulaba algunos mecanismos democráticos y participativos en la conducción de la Iglesia católica.

Una de las cosas más interesantes que señala Hubert Wolf en su libro es la existencia de mujeres con potestades episcopales, entre ellas el nombramiento y destitución de párrocos, la concesión de licencias a sacerdotes para celebrar Misa y predicar, la convocación de sínodos diocesanos que ellas mismas presidían, la concesión de dispensas matrimoniales —por ejemplo, cuando dos primos querían casarse—, la presidencia de tribunales canónicos y, por consiguiente, la imposición de penas eclesiásticas. Se trataba de las abadesas de ciertas jurisdicciones eclesiásticas, que tenían esa autoridad debido a que en esa época podía haber obispos que no hubieran recibido la ordenación sacramental, pues se distinguía entre el ámbito jurisdiccional y el ámbito sacramental-litúrgico del ejercicio de las funciones episcopales. De modo que había obispos que tenían todos esos privilegios, pero que no podían impartir sacramentos ni celebrar una Misa, funciones que eran confiadas a sacerdotes que sí hubieran recibido el sacramento del orden sacerdotal. Lo mismo se aplicaba a algunas abadesas, como, por ejemplo, la abadesa de Las Huelgas (Burgos, España) que, como mujer, no podía confesar, decir una misa, ni predicar, pero era ella quien daba las licencias para que los sacerdotes realizaran estas funciones. No estaba sometida a ningún obispo y dependía directamente el Papa. A todo esto le puso punto final, en el siglo XIX, el Papa Pío IX, el primero que se hizo venerar en vida como representante de Cristo en la tierra, iniciando esa actitud fanática de muchos católicos conocida como papismo o papolatría.

Hubert Wolf menciona otras tradiciones ocultadas y acalladas, como el rol directivo que tuvieron no-clérigos —conocidos como laicos o seglares— en varios momentos del devenir histórico de la Iglesia, o la utopía de una Iglesia de los pobres, que encontró plasmación en varias comunidades de la Edad Media, no solamente entre los seguidores de Francisco de Asís.

En todo caso, Wolf cree que esta cripta de tradiciones silenciadas constituye un reservorio de ideas para efectuar una auténtica reforma de la Iglesia católica, una reforma que se presenta cada vez más como una auténtica necesidad a fin de evitar la palpable decadencia de está institución de dos mil años de antigüedad.

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Cuando en octubre de 2015 Pedro Salinas y Paola Ugaz publicaron el libro “Mitad monjes, mitad soldados”, el Sodalicio comenzó a incendiarse. Los encargados de apagar ese incendio y resarcir los destrozos, sobre todo los daños infligidos a las víctimas de abusos, eran quienes tenían en ese momento las riendas de la institución, los integrantes de lo que se conoce como el Consejo Superior del Sodalicio de Vida Cristiana.

Si bien el P. Juan Mendoza Figari integraba el Consejo Superior en el año 2015 como asistente de espiritualidad, ya en el año 2016 no formaba parte de ese organismo y nos encontramos con la siguiente constelación de miembros:

Alessandro Moroni , Superior General
José Ambrozic, Vicario General
P. Jorge Olaechea, asistente de espiritualidad
Gianfranco Zamudio, asistente de instrucción
Javier Rodríguez Canales, asistente de apostolado
Fernando Vidal, asistente de comunicaciones
Carlos Neuenschwander, asistente de temporalidades

Sería este Consejo Superior el que enfrentaría el período más álgido de la conflagración en el año 2016, cuando comenzaron a aparecer más testimonios de abusos, la Comisión Ética para la Justicia y la Reconciliación —convocada por el mismo Sodalicio— evacuaba en abril un primer informe demoledor, y la segunda comisión de tres expertos internacionales (Ian Elliott, Kathleen McChesney y Monica Applewhite) —también convocada y contratada en régimen de honorarios por el Sodalicio— iniciaba su labor de control de daños y lavado de cara de la institución. A su vez, el Consejo Superior viajaba a Roma para ver cómo arreglaba el escándalo de los abusos ante las autoridades vaticanas.

El fuego no paró de arder y aparentemente terminó chamuscando a varios miembros del Consejo Superior, pues con el tiempo cuatro de ellos terminarían saliendo del Sodalicio, a saber, Alessandro Moroni, Javier Rodríguez Canales, Jorge Olaechea y Gianfranco Zamudio. Nunca antes en la historia de la institución se habían ido en un período tan corto de tiempo, por voluntad propia, tantos sodálites que llegaron a ocupar altos cargos dentro del Consejo Superior, si bien ninguno de ellos está incluido entre los denunciados por abusos. Anteriormente sólo dos integrantes del Consejo Superior se habían separado del Sodalicio: Virgilio Levaggi, por voluntad propia, acusado de abusos sexuales, y Germán McKenzie, que fue expulsado por una falta grave reiterada que nunca se quiso dar a conocer, pero que sabemos con certeza que no entra dentro de la categoría de abusos, pues la estrategia del Sodalicio frente a este tipo de faltas ha solido ser el encubrimiento y el silencio, nunca un pronunciamiento público admitiendo un delito de tal envergadura, aunque sea veladamente, en uno de sus miembros.

De los anteriores, el primero en irse fue Javier Rodríguez Canales, actualmente Director de Cultura y Biblioteca del Centro Cultural Peruano Norteamericano de Arequipa. Es hermano de Manuel Rodríguez Canales, un sodálite casado que jugó un papel protagónico ejerciendo una crítica institucional interna hacia la manera en que el Sodalicio manejó el tema de los abusos, aunque siempre ha preferido tener un perfil bajo y no hacer declaraciones públicas y transparentes sobre lo que sabe. Lo cual es absolutamente comprensible, si se entiende que toda su trayectoria profesional ha estado ligada a la Universidad San Pablo de Arequipa, gestionada por el Sodalicio.

Gianfranco Zamudio es actualmente subdirector de formación del Colegio Cumbres (Santiago de Chile), institución educativa fundada por los Legionarios de Cristo.

El P. Jorge Olaechea colgó los hábitos, llegó a ser director director académico de la Universidad Andina para el Desarrollo (Huancavelica) y actualmente es su director de investigación.

¿Y qué fue de la vida de Alessandro Moroni, el único Superior General del Sodalicio de los cuatro que ha tenido la institución que se ha separado de ella?

Actualmente vive en Santo Domingo, a unos 96 km por carretera al sur de Valparaíso y a 114 km por carretera al oeste de Santiago de Chile. Las Brisas de Santo Domingo es un paraíso para ricos, un lujoso condominio cerca de la costa chilena, con campo de golf incluido, y Moroni es gerente general de la Fundación Las Brisas de Santo Domingo, que se dedica a la promoción social de los trabajadores del condominio, incluidos sus familiares. Moroni está casado y parece gozar de la confianza de la clase pudiente que habita esos lares. Aparentemente se ha olvidado de su vida pasada. Pero quienes recordamos la gran responsabilidad que ostentó y su complicidad en defraudar y maltratar a las víctimas del Sodalicio, no olvidamos. Esperamos que aún tenga una conciencia que le recuerde la tibieza con que actuó y las vidas arruinadas que dejó la estela de su actuar mediocre y cómplice. Si quiere redimirse, algún día tendrá que decir lo que sabe. Su actual vida paradisíaca está construida sobre ruinas humanas.

Los cuatro que se fueron saben cómo se manejó el escándalo y cuáles fueron las estrategias de encubrimiento de los abusos y traición de la confianza de las víctimas. Y probablemente todo eso haya influido en la decisión que tomaron de separarse del Sodalicio. Pero hasta ahora ninguno ha hablado. Recae sobre sus hombros una inmensa responsabilidad. Y en la medida en que no hablen, serán cómplices de los crímenes cometidos por el Sodalicio. Sabiendo todo lo que pasó al interior del Sodalicio en los años 2015 y 2016, mantienen un silencio verdugo de las víctimas.

Lo curioso es que este incendio institucional fue precedido años antes por un incendio real de enormes proporciones y consecuencias desastrosas, donde uno de los miembros del Consejo Superior jugó un rol importante, a saber, José Ambrozic.

En el año 2011 Ambrozic era superior de una comunidad sodálite encargada de administrar el Centro de Retiros Religiosos y Conferencias que la arquidiócesis de Denver (Colorado, EE.UU.) había inaugurado en 1987 en Camp St. Malo, a unos 100 km al noroeste de Denver en un agreste paraje montañoso que invita a la contemplación y la meditación. Se trataba de una imponente edificación de tres pisos con 49 habitaciones, que recibía unos seis mil visitantes al año. El complejo incluía la Capilla de Santa Catalina de Siena, más conocida como la Capilla sobre la Roca. Terminada de construir en 1936 y designada en 1999 como un sitio histórico por el condado de Boulder, la capilla sigue siendo el núcleo de lo que es el centro espiritual de St. Malo.

El sitio había adquirido también una importancia histórica y espiritual por otra circunstancia. Durante la Jornada Mundial de la Juventud realizada en Denver (10 a 15 de agosto de 1993), el Papa Juan Pablo II había bendecido la capilla e incluso se había alojado en en el centro de retiros. La habitación donde había dormido era custodiada de una manera especial, mientras en un depósito aparte se conservaban las sábanas y cobertores que había usado amén de otras “reliquias”, entre ellas fotos relacionadas con la visita del Sumo Pontífice.

Pero de esta honorable visita no habían sido testigos ni José Ambrozic, ni los otros cuatro sodálites ni el aspirante al Sodalicio que habitaban el centro de retiros en el año 2011, pues —según la página web oficial de Camp St. Malo— recién en el año 2003 la arquidiócesis de Denver le había encargado la administración de las instalaciones al Movimiento de Vida Cristiana vinculado al Sodalicio, y en realidad fueron solamente sodálites quienes asumieron esa tarea.

El 14 de noviembre de 2011, a las 7:45 de la mañana, se desató un incendió. Ambrozic y los otros integrantes de la comunidad vieron las llamas cuando regresaban a su residencia después de la misa el lunes por la mañana. Hacia las 11 a.m. los bomberos informaron que habían logrado contener el fuego que comenzó con una explosión en el techo del edificio principal del centro de retiros. Pero el salón, el comedor, la cocina, la biblioteca y las áreas comunes se habían quemado y colapsado, junto con una pequeña capilla en el tercer piso del edificio. No hubo un muertos ni heridos que lamentar, pues ese día el centro no tenía huéspedes y estaba prácticamente vacío.

El fuego no afectó la histórica Capilla sobre la Roca, situada a cierta distancia del edificio, pero los bomberos declararon que el centro de retiros podría perderse por completo debido al daño estructural, aunque tres pisos del área de alojamiento aún permanecían en pie. La habitación 314 donde se había alojado el Papa Juan Pablo II salió indemne del incendio. Los contenidos de un clóset que contenía recuerdos de su visita sobrevivieron en su mayoría. Sin embargo, las pérdidas incluyeron un cuarto usado como depósito donde se guardaban la colcha y las sábanas que Juan Pablo II utilizó durante su visita, además de otros objetos recordatorios.

En declaraciones a la Catholic News Agency, Ambrozic dijo: «Ésta es una pérdida muy trágica, porque muchos elementos emblemáticos de la Iglesia en Colorado estaban aquí en St. Malo, y la mayoría de ellos se han perdido en el incendio. Sin embargo, la Iglesia es mucho más que sus edificios, así que volveremos cuando Dios lo desee, sirviendo como lo hemos estado haciendo en la comunidad católica de Colorado y más allá». Al igual que sus futuras promesas de resarcir justamente a las víctimas de abusos en el Sodalicio, esto nunca ocurriría, por circunstancias que veremos más adelante.

Un mes después, el 23 de diciembre, el incendio causante de pérdidas de hasta ocho millones de dólares en daños fue declarado accidental. Según dieron a conocer las autoridades del sheriff del condado de Boulder, los investigadores no pudieron determinar la causa directa del fuego que se originó en la estructura del techo, dentro y alrededor de la chimenea del edificio.

Sin embargo, parece que la compañía del seguro contra incendios tenía más información. En una bitácora web de la asociación Camp St. Malo Alumni aparece la siguiente anotación:

«December 2015:

Last day for the Archdioceses of Denver to receive insurance money from the fire or they would lose it».

Diciembre de 2015:

Último día para que la Arquidiócesis de Denver reciba el dinero del seguro por el incendio, de lo contrario, lo perdería»].

A decir verdad, el seguro nunca pagó nada. Téngase en cuenta que en estos casos una de las razones más frecuentes que esgrimen los seguros para evitar pagar un daño es que hubo grave negligencia por parte de los responsables del edificio. José Ambrozic habría omitido encargar el mantenimiento de rutina de la chimenea, que tiene que ser deshollinada con regularidad, y eso habría ocasionado el incendio. Por supuesto, esta información debía ser mantenida en reserva a fin de evitar perjudicar la buena imagen que el Sodalicio estaba buscando irradiar en los Estados Unidos. Esto no podría haberse logrado sin la complicidad de las autoridades eclesiásticas que protegían a los sodálites.

Para esa fecha el arzobispado de Denver ya había renunciado a reconstruir el centro de retiros. A inicios de septiembre de 2013, lluvias torrenciales devastaron gran parte del terreno en los condados de Boulder y Larimer. Las inundaciones y deslizamientos de lodo y escombros causaron daños significativos a la propiedad de Camp St. Malo, aunque la Capilla sobre la Roca permaneció intacta debido a su posición elevada en relación al terreno circundante.

En noviembre de 2014 se hizo de conocimiento público la decisión de no reconstruir el centro de retiros. «A la luz de los significativos costos de saneamiento de la propiedad, la continua incertidumbre sobre la estabilidad de Mount Meeker y el impacto desconocido de los futuros flujos de agua y sedimentos en la propiedad, se ha determinado que no es prudente reconstruir en la propiedad de St. Malo», declaró David Holden, director financiero de la arquidiócesis y presidente de la entidad corporativa de St. Malo.

¿Qué pasó con Ambrozic, quien había tenido responsabilidad en lo sucedido? Pues nada relevante. Aún siendo el integrante de mayor edad de la fundación generacional, teniendo una mente brillante de inteligencia superior unida a un carácter distraído y talante ausente, nunca habría gozado de la confianza plena de Luis Fernando Figari y, por lo tanto, por eso mismo nunca habría teniendo ningún cargo en el Consejo Superior. Lo mismo sucedió durante cuando, por corto tiempo, fue Superior General Eduardo Regal (entre 2011 y 2012), quien había sido mano derecha de Figari y la persona a través de la cual Figari habría seguido ejerciendo influencia en la conducción del Sodalicio. Ambrozic se habría convertido para Figari en el lorna que quemó el centro de retiros de Camp St. Malo.

Fue recién durante el período de mando de Alessandro Moroni como Superior General, quien pretendió romper con la influencia de Figari, que Ambrozic llegó a formar parte del Consejo Superior, primero como asistente de comunicaciones y después como Vicario General. Pero así como no pudo evitar ni apagar un incendio real, tampoco poco pudo evitar ni apagar el incendio simbólico que significó el escándalo de abusos del Sodalicio, incluso empeorándolo con su negligencia e incompetencia para tomar al toro por las astas y ponerse al servicio de la verdad y de la justicia.

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[EL DEDO EN LA LLAGA] Se trata de una figura alegórica y satírica que desfiló este año en el carnaval de Düsseldorf (Alemania) y que fue llevada a Roma, cruzando los Alpes, para protestar contra el abuso sexual eclesiástico, dentro del marco de las manifestaciones organizadas por ECA (Ending Clergy Abuse), una organización sin fines de lucro que agrupa a víctimas de la Iglesia católica, activistas y abogados, que exigen que la institución eclesial aplique de una vez una política de tolerancia cero frente a la plaga de los abusos y que buscan hacerla responsable de estos crímenes ante tribunales internacionales de derechos humanos.

Sin embargo, las autoridades italianas obstaculizaron la protesta. El viernes 29 de septiembre el carro alegórico fue paseado por el centro de Roma, pero el conductor del vehículo que lo halaba fue detenido delante del Coliseo y multado por obstaculizar la vista a un monumento histórico. De regreso al hotel donde se alojaban los participantes de la reunión de ECA, hubo nuevamente un control policial y el carro terminó siendo escoltado por un automóvil patrullero hasta el hotel mismo.

Ricarda Hinz de la Fundación Giordano Bruno, mujer del artista Jacques Tilly —el cual diseñó y realizó la figura alegórica—, declaró a la prensa que la policía le había informado que había una prohibición general de llevar el carro a la ciudad. Por lo tanto, se frustró el plan de colocarla el día domingo 1° de octubre frente al Vaticano, muy cerca a la Plaza de San Pedro. Desde entonces la policía mantuvo el carro bajo observación, con un patrullero que lo acompañó hasta que hubo abandonado la ciudad de Roma, ante el malestar de los activistas de ECA que se hallaban en la ciudad para exigirle al Papa y a las autoridades vaticanas una política de tolerancia cero ante los graves abusos que han habido y que siguen habiendo en la Iglesia católica.

Las manifestaciones de protesta realizadas por ECA los días 27, 28 y 30 de septiembre en las inmediaciones del Castel Sant’Angelo no pudieron movilizarse hasta delante de la Plaza de San Pedro —lugar que pertenece ya al Estado Vaticano— debido a la vigilancia policial. Estábamos presentes algunos representantes de víctimas y sobrevivientes de abuso eclesiástico de países como Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, El Salvador, Costa Rica, México, Estados Unidos, Canadá, Alemania, Suiza, Italia, Eslovenia, Nueva Zelanda, India, Congo y Uganda, abarcando los cinco continentes. Y eso sin contar a los que participan de ECA, pero que lamentablemente no pudieron en esta ocasión viajar a Roma.

Matthias Katsch, sobreviviente de abusos ocurridos durante su juventud en el Colegio Canisio de Berlín, gestionado por los jesuitas, y fundador de la iniciativa Eckiger Tisch (Mesa Cuadrada), que agrupa a sobrevivientes de abusos de la Iglesia católica en Alemania, declaró: «Aparentemente, la policía italiana se propuso minimizar al máximo la visibilidad de esta protesta y permitir que el evento registrado tuviera lugar casi sin presencia de público». Contrariamente a los acuerdos tomados, no se les permitió realizar una marcha hacia el Vaticano. «Lamentablemente, la policía impidió que la figura llegara al lugar junto al Castel Sant’Angelo», concluyó Katsch refiriéndose al carro alegórico. Y el día 30 de septiembre los activistas tuvimos que sacarnos las camisetas con la inscripción “Zero Tolerance” tras nuestro evento al lado del Castel Sant’Angelo para no ser detenidos por la policía, pues portar esta vestimenta era considerado como una protesta ilegítima.

Se consideró esto como una restricción a la libertad de reunión y expresión. Y no les falta razón. Así lo he percibido yo mismo, que hace 39 años estuve en Roma participando del Jubileo de los Jóvenes de 1984, en mi calidad de miembro del Sodalicio de Vida Cristiana, y estuve en una Plaza de San Pedro donde se podía circular libremente en la totalidad de su área. Esta vez había zonas restringidas y policías —e incluso soldados del ejército con armas de fuego en ristre—, ubicados en puntos estratégicos para mantener la seguridad y el orden. Y para asegurarse también de que protestas legítimas y pacíficas no enturbiaran la santa tranquilidad burguesa de una Iglesia que se asienta sobre la impunidad de sus jerarcas, clérigos y religiosos que han cometido o encubierto abusos. Ciertamente, hay excepciones, pero sólo confirman la regla.

Un miembro de ECA ya le había entregado con anterioridad al cardenal Jean-Claude Hollerich, arzobispo de Luxemburgo, un escrito elaborado por expertos en derecho canónico con el proyecto de tolerancia cero, que exige cambios en la ley de la Iglesia, a fin de que los clérigos, miembros de institutos de vida consagrada y personal pastoral que cometan abusos sexuales sean retirados definitivamente de toda función pastoral, debiendo los clérigos ser reducidos al estado laical; los miembros de institutos de vida consagrada, expulsados de la institución a la que pertenecen; el personal pastoral, prohibido de ejercer ninguna función pastoral dentro de la Iglesia. Lo mismo se debería aplicar a obispos y autoridades eclesiásticas que encubran estos crímenes. También se debe informar a las víctimas y a sus familiares de los procesos canónicos en contra de los abusadores, así como garantizarles el acceso a las actas y documentación de su proceso, entre otras cosas.

El cardenal Hollerich, relator general del Sínodo que se ha iniciado este 4 de octubre en el Estado Vaticano y considerado por algunos como posible sucesor de Francisco en el pontificado, había prometido entregarle este documento al Papa Francisco el 18 de septiembre. Sin embargo, el 27 de septiembre dos miembros de ECA que se encontraban teniendo una sesión grabada de Zoom sentados a la mesa de un café en una calle romana tuvieron una encuentro fortuito con el cardenal Hollerich. La conversación quedó grabada. El cardenal no había cumplido lo prometido y tenía planeado entregar el documento al Papa recién en diciembre de este año. Por otra parte, señaló que la tolerancia cero era por el momento inaplicable, pues a los obispos sólo se les podía reemplazar de a pocos. Además, el Papa poco podía hacer pues estaba rodeado de gente de la Curia que le decía lo que tenía que hacer. Ante la insistencia de los activistas de ECA en lo importante que era que el Papa tuviera conocimiento de ese proyecto antes de iniciarse el Sínodo, pues seguían ocurriendo abusos en la actualidad, Hollerich replicó que no tenía a la mano copia del proyecto, pues lo había dejado en Luxemburgo. De modo que el 29 de septiembre, ECA le hizo llegar una nueva copia para ver si esta vez cumplía con lo prometido. Sin muchas esperanzas de que eso ocurra, digamos.

Mientras tanto, el sistema sigue estando estructurado —o improvisado— para obstaculizar las denuncias de abusos. En las oficinas del Dicasterio para la Doctrina de la Fe y del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica difícilmente aceptan una denuncia entregada personalmente, pues hay que seguir los procedimientos establecidos —no explicitados por escrito en ningún manual ni guía—, que es presentar la denuncia ante las autoridades eclesiásticas locales, llámese tribunal diocesano o superior general del instituto de vida consagrada. Las víctimas no pueden hacer un seguimiento de la denuncia, pues las autoridades competentes —célebres por su incompetencia— no informan a los afectados, los cuales no cuentan con ninguna garantía de que su denuncia esté siendo procesada o de que la documentación se haya enviado al Vaticano. Las investigaciones no contemplan hablar con las víctimas para que precisen detalles de sus testimonios, pero sí se habla con los abusadores y se presta fe a sus versiones. Y, finalmente, si algo se hace, ello sólo ocurre cuando las víctimas denuncian ante la justicia civil o cuando el caso se ha hecho público a través de la prensa. Si al final hay una sentencia, ésta suele ser muy benigna con los abusadores, permitiéndoles que sigan ejerciendo funciones pastorales.

Por eso mismo, las exigencias de ECA no se dirigen sólo a la Iglesia católica. El 3 y el 4 de octubre abogados representantes de las víctimas y otros activistas de ECA estuvieron en Ginebra (Suiza) en la Organización de Naciones Unidas para desarrollar conversaciones que sienten las bases para poder llevar al Estado Vaticano ante tribunales internacionales. Pues los abusos sexuales de menores y personas vulnerables podrían calificar como tortura, y también genocidio, si se comprueba que se trata de una práctica sistemática de la Iglesia católica que se da a nivel global.

Hasta entonces, parecería que existe en la Iglesia católica una norma tácita que contradice lo que la institución dice de la fachada para afuera: “Prohibido denunciar abusos”.

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[EL DEDO EN LA LLAGA]  Se trataba de comunidades que generaron caminos de participación de los laicos en la vida de la Iglesia católica a través de movimientos eclesiales, convocando a miles de fieles que veían en ellos nuevas formas de expresar su fe de manera vital y comprometida. Todo ello bajo el amparo del Papa Juan Pablo II, que llegó a decir que “los movimientos eclesiales representan uno de los frutos más significativos de la primavera de la Iglesia”.

Pero esa primavera no ha durado mucho. Era sólo una ilusión que se ha convertido en un invierno durísimo, manifiesto en el descrédito que actualmente tiene la Iglesia católica y en la enorme cantidad de católicos que le están dando la espalda. Solamente en Alemania en el año 2022 más de medio millón de fieles se han salido oficialmente de la Iglesia católica.

Entre los motivos están que la Iglesia no tiene un papel relevante en la sociedad moderna y sus exigencias morales ya no están a la altura de los tiempos, e incluso las declaraciones de algunos de sus representantes son muy controvertidas, pues van a contramarcha de imperativos éticos aceptados por la mayoría en la sociedad.

Otro motivo es la resistencia conservadora a reformas necesarias, a fin de que la Iglesia se adapte a los cambios históricos de la sociedad moderna. Entre las cuestiones que siguen abiertas está el trato hacia los homosexuales y personas de orientación sexual diversa, el rol de la mujer, el divorcio, el aborto y el celibato. Son temas que deberían ser sometidos a debate para implementar reformas, pero muchos representantes de la Iglesia se niegan a dialogar sobre esos temas, encerrándose fanáticamente en posiciones retrógadas y reaccionarias.

Más peso tienen las omisiones de las autoridades eclesiásticas, sobre todo ante el escándalo de los abusos, que ha llevado a una pérdida masiva de confianza en la institución. No obstante todas las declaraciones públicas de querer implementar una política de tolerancia cero y de aplicar medidas consecuentes ante los abusos que salen a la luz, ¿quién querría seguir perteneciendo a una Iglesia donde la mayoría de sus representantes han protegido y siguen protegiendo a los abusadores, obstaculizan las investigaciones de los hechos y maltratan a las víctimas, sin ofrecerles una reparación proporcional a los daños sufridos, o incluso negándoles todo tipo de apoyo y estigmatizándolas como “enemigos de la Iglesia”?

Y existe, por último, un motivo económico que sólo tiene cierto peso en Alemania, pues la pertenencia oficial a la Iglesia va unida a un impuesto que sirve para el mantenimiento de la institución. Y si la necesidad de algo más de dinero se topa con la pertenencia a una Iglesia con la cual uno ya no se siente identificado, la consecuencia lógica para muchos es solicitar la baja de su membresía a la Iglesia católica y destinar el dinero ahorrado a mejores fines.

Todos estos motivos pueden ser aducidos incluso por creyentes que siguen manteniendo su fe y espiritualidad, pero no desean contribuir con una Iglesia que en varios aspectos le da la espalda a los seres humanos y a una moral humanista. Y aún compartiendo estas motivaciones, hay católicos que por razones personales relacionadas con experiencias de fe o con su compromiso con el Pueblo de Dios, optan por seguir perteneciendo a la Iglesia, aunque hayan perdido la confianza en las autoridades eclesiásticas. Como yo, por ejemplo.

La decadencia ha alcanzado no sólo a aquellas instituciones eclesiásticas tradicionales que viven de sus glorias pasadas, sino también a aquellas recientes y novedosas que prometían un tiempo de renovación. Aquellas que se subieron al carro de la “nueva evangelización”, que profetizaban “un nuevo Pentecostés” para luchar contra la “cultura de muerte”, y que terminaron siendo obras de manipuladores de conciencia, abusadores espirituales y psicológicos que en muchos casos llegaron incluso a abusar sexualmente de sus seguidores.

Céline Hoyeau, periodista y directora de la sección de religión del prestigioso diario católico francés “La Croix”, publicó en el año 2021 el libro “La trahison des péres” (“La traición de los padres”), una investigación periodística sobre las nuevas comunidades eclesiásticas que florecieron en Francia. A semejanza del Sodalicio, que apareció en el contexto de la crisis eclesial posterior al Concilio Vaticano II, la inmensa mayoría de las nuevas comunidades y movimientos surgieron como una respuesta ante la secularización en marcha —que conllevaba una pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad—, la sangría de miembros que sufrieron las congregaciones y órdenes religiosas tradicionales, la inmensa cantidad de curas que colgaron los hábitos, la falta de vocaciones y, sobre todo, el cuestionamiento de algunas doctrinas y enseñanzas del Magisterio de la Iglesia por no estar en consonancia con los avances científicos y culturales, mucho menos con la conciencia moral de los nuevos tiempos.

Ante eso, las nuevas comunidades ofrecían una fidelidad y obediencia absoluta al Papa, una defensa irrestricta de las doctrinas y valores de la Iglesia católica —dentro de una ideología ultraconservadora que se creía ya superada por el Concilio Vaticano II-, vocaciones numerosas al sacerdocio y a la vida consagrada y, sobre todo, multitudes de jóvenes que seguían fervorosos a líderes religiosos que se proclamaban a sí mismos como fundadores inspirados por el Espíritu Santo, portavoces de Dios mismo, elegidos para renovar la Iglesia y —cómo no— cambiar el mundo a través de una nueva evangelización.

¿Cuáles son los casos más sonados que reseña Céline Hoyeau en su libro?

El P. Marie-Dominique Philippe (1912-2006), fundador de la Comunidad de San Juan, abusó de por lo menos quince jóvenes mujeres en el marco del sacramento de la confesión y de la dirección espiritual, justificando sus deslices ante las víctimas como actos espirituales dentro del “amor de amistad”.

Su hermano, el P. Thomas Philippe (1905-1993), co-fundador junto con el laico Jean Vanier de las comunidades de El Arca, también abuso de mujeres aprovechando la dirección espiritual y justificando sus actos con explicaciones místicas.

El mismo Jean Vanier (1928-2019) abusó de la confianza de mujeres en el acompañamiento espiritual y aprovechó su influencia para implicarlas en relaciones sexuales. Además de estos hechos, que recién fueron conocidos después de su muerte, protegió y encubrió a su padre espiritual, el P. Thomas Philippe.

Gérard Croissant (1949- ), conocido como Ephraïm, fundador de la Comunidad de las Bienaventuranzas —presente en el Perú en la Parroquia Madre de Dios de la Urbanización San Juan Macias (El Callao)— abusó espiritual y sexualmente de mujeres integrantes de su comunidad, lo que ocasionó que en el año 2007 la Iglesia lo suspendiera del diaconado y en el año 2008 lo separara oficialmente de la comunidad que había fundado.

Olivier Fenoy, fundador de la Oficina de Cultura de Cluny —que también tiene representación en Quebec (Canadá) y en Santiago de Chile— fue acusado de diversas prácticas de abuso sexual (besos forzados, masturbación, sexo oral, penetración, dependiendo del “progreso” en el compromiso semi-monástico de sus seguidores), además de desviaciones sectarias y ejercicio de un poder absoluto.

El P. Georges Finet (1898-1990), fundador de los Foyers de Charité (Hogares de Caridad), abusó sexualmente de varones menores de edad y muchachas de entre 10 y 14 años de edad, haciendo preguntas insistentes sobre sexualidad en la confesión y tocando las partes íntimas de sus víctimas.

Y sigue la lista de fundadores —incluyendo algunas pocas fundadores— responsables de diversos excesos, siempre abusos espirituales y de poder, con frecuencia abusos sexuales, y también abusos económicos, laborales y sociales, hasta llegar a un número de poco más de veinte fundadores sólo en Francia.

Se comprueba así que el del Sodalicio de Vida Cristiana no es un caso aislado, sino parte de una tendencia que se repite a nivel mundial según el mismo esquema: un fundador que se cree guiado por el Espíritu Santo, que promete el oro y el moro a sus seguidores y a la Iglesia, consigue la protección de las autoridades eclesiásticas que se hacen la vista gorda y no controlan debidamente por miedo a “ahogar el Espíritu”, y al final termina abusando de su poder espiritual hasta los límites de lo indecible. Y a decir verdad, el ocaso de los fundadores puede significar el ocaso de la Iglesia católica tal como la conocemos.

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Edmund Dillinger había fundado en el año 1972 CV-Afrika-Hilfe , una asociación de ayuda al desarrollo para África, y se sospecha que muchos de sus delitos sexuales los cometió en el continente africano bajo nombre falso y llevando una doble vida.

Lo curioso es que el sacerdote tenía vetado desde el año 2012 el trabajo pastoral con niños y jóvenes, y desde el 2013 le estaba prohibido celebrar la misa en público. Su sobrino Steffen, quien se encargó de atenderlo cuando la salud del cura se fue deteriorando y le sobrevino demencia senil, no sabía el porqué de estas medidas. La diócesis de Tréveris, en la cual estaba incardinado el sacerdote, sí que lo sabía. Se trataba de «indicios de comportamiento sexual agresivo».

No era la primera vez. Ya en 1971 hubo indicios de que Dillinger había cometido abuso sexual de niños durante una peregrinación a Roma. Por ese motivo fue trasladado del estado de Renania-Palatinado al estado de Renania del Norte-Westfalia. Y no obstante que la diócesis de Tréveris sabía de sus inclinaciones pedófilas desde entonces, se le permitió trabajar en escuelas hasta el año 1999. Se sabe ahora que el obispo Bernhard Stein tuvo la política sistemática de encubrir los abusos en contra de niños y jóvenes durante décadas.

Según cuenta Steffen Dillinger, acudió donde el actual obispo de Tréveris, Stephan Ackermann, quien se negó a recibir el material encontrado y lo remitió a la comisión independiente para la atención de abusos de la diócesis. El 4 de abril de este año, el sobrino del cura tuvo una conversación con Gerhard Robbers, presidente de esa comisión, quien también se negó a recibir el material, indicándole a Steffen que podría ser acusado de delito de pornografía infantil sólo por el hecho de tener esas fotos en su poder. Le aconsejó que lo mejor que podía hacer era quemarlas. Esto ya fue demasiado para el sobrino, ya que las fotos podían servir de pruebas para demostrar no sólo la verdad de los testimonios de algunas de las víctimas de su tío, sino también para identificar más víctimas y repararlas por el daño ocasionado. Fue por este motivo que decidió acudir a la prensa, que al momento actual sigue investigando el caso.

Contra Edmund Dillinger no se puede abrir una investigación, pues ya está muerto. Pero existe la hipótesis de que habría pertenecido a un círculo de pederastas, y eso debería ser investigado. Lo curioso es que hasta ahora ni la policía ni la fiscalía han abierto investigación contra la diócesis de Tréveris para determinar qué se sabía y por qué Dillinger nunca fue denunciado ante la justicia civil. Al único al que se la ha abierto una investigación por el delito de posesión de pornografía infantil es al sobrino, luego de que la policía le incautará todo el material fotográfico comprometedor que tenía. Como si tratara de un mantra que se repite en casos similares, aquél que denuncia el abuso es quien termina como presunto inculpado, abandonado a su suerte.

Y mientras esto siga sucediendo, las jurisdicciones eclesiásticas de la Iglesia católica seguirán siendo un paraíso para los abusadores sexuales y un infierno para sus víctimas.

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Pero el cardenal Lehmann también podía ser empático, si se trataba de sacerdotes inculpados, a los cuales les daba toda su confianza. En 1984 le escribe a un «estimado y querido» diácono que se hallaba en prisión preventiva: «Creemos en sus palabras y le otorgamos nuestra confianza. Esto debe saberlo de mi parte. Muchas personas lo aprecian como un hombre honrado y sin tacha. Por eso me causa particularmente pena que se halle casi indefenso a merced de rumores que le socavan su honor». Poco después este diácono sería condenado a dos años de prisión efectiva, porque —entre otras cosas— había violado analmente a un muchacho de nueve años. En 1997 hizo Lehmann anotaciones sobre una conversación con un inculpado, al que se le imputaba el abuso sexual de una quinceañera: «Por lo demás repetidas veces he despejado la duda de que yo quiera espiar el dormitorio del [inculpado 547]. Al respecto, él le debe dar cuentas a Dios de cómo vive. Pero yo debo encargarme de que concrete su promesa de una vida célibe de tal manera, que los hombres puedan creerlo. Se trata de la credibilidad pública de la vida en celibato».

Sin embargo, la benevolencia de Lehmann tenía sus límites, a saber, cuando los hechos causaban escándalo. Así le escribe a un inculpado en el año 1993: «El daño que como agente pastoral le ha causado a personas que habían puesto su confianza en usted —más allá del círculo de las víctimas— es muy grande y terrible». Pero más peso tiene el daño a la reputación: «No sólo el estado clerical sino también la Iglesia han sufrido grave pérdida en su reputación». Con dureza cuando se trata de un perjuicio a la iglesia, pero indolente cuando no afecta los intereses de la diócesis. Así caracteriza el estudio el modus operandi del cardenal Lehmann.

Típico de Lehmannn era la insistencia en la responsabilidad personal de cada uno de los abusadores. Está documentado el rechazo tajante a varias peticiones de víctimas pidiéndole que la institución eclesiástica reconozca su culpa y su responsabilidad.

Las medidas tomadas para el manejo del abuso resultan también desganadas y negligentes. Públicamente y en la correspondencia interna resaltaba Lehmann la importancia de las líneas directrices de la Conferencia Episcopal Alemana para el manejo de los abusos. Pero en su diócesis no le daba ningún valor a la aplicación de esos lineamientos. Ya en 1993 el obispo encargó a las Hermanas Misericordiosas de Alma que implementaran un servicio de atención a las víctimas. Las Hermanas, sin embargo, también atendían a la vez a sacerdotes inculpados y sentenciados. El círculo de trabajo “Violencia sexual en el ámbito eclesiástico” (“Sexuelle Gewalt im kirchlichen Raum”) concluyó, tras una conversación con las religiosas, que no habían recibido ninguna capacitación especial para el trato con víctimas de violencia sexual y tampoco contaban con capacidades disponibles para este trabajo.

La medida principal para el cardenal Lehmann fue evitar las prestaciones de reconocimiento del daño sufrido, e incluso las reparaciones monetarias. En su periódico diocesano escribía el cardenal en el año 2010 que esas cosas no significaban nada para él. Por una parte, niega la responsabilidad institucional por actos individuales; por otra parte, no ve que el daño moral y las consecuencias sufridas por las víctimas puedan ser compensados mediante pagos en dinero. En un escrito a la Conferencia Episcopal Alemana es bastante claro: «Una gran seducción es la tentación de indemnizar una injusticia cometida de manera financiera. Esto no debe ocurrir. De ninguna manera uno debe dejarse llevar a la discusión». Consecuente con esto, dio la orden en su diócesis de que a las víctimas no se les informara personalmente de la existencia de prestaciones monetarias por reconocimiento del daño sufrido.

El informe de abusos en la diócesis de Maguncia —que incluye también los abusos cometidos durante otras gestiones episcopales— nos revela lo peor del cardenal Lehmann. El obispo, considerado alguna vez como una luminaria intelectual y moral de los progresistas y uno de los grandes teólogos de su tiempo, se revela como un mentiroso insensible, que maquiavélicamente hará todo lo necesario para proteger a la institución, aunque ello signifique ocultar la verdad y traicionar su conciencia.

El del cardenal Lehmann no es un caso aislado. Es una muestra más de un sistema que ha favorecido y encubierto los abusos, y que buscará proteger la imagen de una Iglesia santa que de santa no tiene nada. O más bien, casi nada.

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Los abusadores de este tipo no llaman la atención por su perfil psicosocial, motivo por el cual es difícil identificarlos a través de un examen psicológico. Están psíquicamente sanos pero carecen de un desarrollo de su madurez e identidad sexual en conformidad con su edad. Cuando crece la desazón interior y se presenta la oportunidad de tener una experiencia sexual, entonces ocurre el abuso.

Algunos no reconocen el abuso como tal. El contacto se experimenta frecuentemente como espontáneo e impulsivo, en ocasiones incluso como de mutuo acuerdo. Algunos niegan obstinadamente su culpa. Otros buscan disociar sus necesidades sexuales o reprimirlas. La situación de abuso la ven como pérdida del control personal, que buscan retomar mediante un estilo de vida riguroso, hasta que la situación escala y pierden nuevamente el control. La preferencia por menores brota de su misma inseguridad. Aun siendo personas biológicamente adultas, no les es posible sopesar sus propias necesidades sexuales y comunicarlas. Por eso mismo, buscan un otro que corresponda a su inseguridad. Un niño es suficientemente débil como para poder controlarlo y, de esta manera, poder evitar así que las tentativas de satisfacer sus propias necesidades sexuales salgan a la luz. En especial, este grupo mayoritario de abusadores se sienten particularmente vinculados al estilo de vida sacerdotal. Como hombres sexualmente inmaduros e inseguros se sienten atraídos por la vida célibe, pues el sacerdocio les ofrece status, les proporciona ingresos seguros y una oportunidad de escapar a su inmadurez sexual.

Thomas Grossbölting presenta un perfil adicional, que en realidad es trasversal a todos los tipos de abusadores clericales: el del “manipulador pastoral”, que emplea todas las competencias profesionales que ha aprendido durante su formación —prácticas pastorales, meditación, oración— para preparar el abuso a lo largo de un cierto período de tiempo, presentándose ante la víctima como un amigo paternal, un pariente espiritual, un guía espiritual o un padre confesor. En otras palabras, mucho antes de que ocurra el abuso, la Iglesia la ha proporcionado al abusador todas las herramientas para cometerlo.

Que en la Iglesia católica abunden los clérigos con inmadurez sexual no ha sido considerado nunca un problema, pues los varones que encajan dentro de esta tipología nunca han sido considerados como deficitarios. Al contrario, se les ha considerado como el ideal del cura católico. El hombre casto sin experiencia sexual sería aquel que mejor capacitado estaría para el sacerdocio.

De esta manera, la Iglesia ha abonado el campo para que se den casos de abuso sexual clerical no de manera aislada sino como consecuencia de un sistema que se sigue mirando el ombligo y no se da cuenta de que el cáncer está enraizado en su manera de entender y llevar a la práctica el sacerdocio católico. Un cáncer que puede ser llamado simplemente con una sola palabra: “clericalismo”.

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La segunda parte acontece quince años después. Peter Lavin ha colgado los hábitos y vive con su esposa y dos hijos en Montreal. El caso se ha reabierto y hay víctimas dispuestas a declarar. Lavin es arrestado y llevado a St. John para enfrentar cargos de abuso sexual, aunque en todo momento se declara inocente. Kevin, la víctima principal de Lavin, sin embargo, no quiere participar del juicio pues eso reabre heridas que aún no han sanado. Steven, otra víctima de abusos, ha caído en el alcoholismo y la drogadicción y su vida laboral es inestable. Cuando declara en el juicio, la defensa revela que a sus dieciséis años de edad también abusó sexualmente de niños de siete años en el orfanatorio. Derrumbado emocionalmente, Steven terminará suicidándose con una sobredosis de drogas. Este incidente convencerá a Kevin de la necesidad de declarar contra Lavin en el juicio.

La película resulta particularmente importante, porque allí están presentes todos los elementos del abuso sexual eclesial: los abusos cometidos contra menores por guías y maestros espirituales con autoridad sobre ellos, la incredulidad inicial ante los relatos de las víctimas, el encubrimiento efectuado por las autoridades eclesiásticas e instituciones de la sociedad, la impunidad de los responsables y su traslado a otras locaciones con el fin salvaguardar la imagen institucional de la Iglesia, los traumas persistentes en las víctimas, la negativa de algunas víctimas a dar testimonio de sus experiencias, la reproducción de conductas abusadoras por parte de algunas víctimas, la revictimización al cuestionarse los testimonios de víctimas que quieren hablar, la indolencia de los abusadores y la complicidad de altos miembros de la sociedad.

El film termina con una nota ambigua, pues no sabemos si Peter Lavin será sentenciado o absuelto. Pero lo que más inquieta es un detalle sobre lo podría haber hecho después de ser destituido de su puesto de director del orfanato. Su mujer, apabullada por el testimonio de Kevin, al cual le da absluta credibilidad, le pregunta en una habitación durante un receso del juicio, si había tocado a alguno de sus propios hijos. La respuesta de Lavin es inquietante y ambigua: “Pregúntaselo a ellos”.

Muchas víctimas no hablan y se llevan su trágico secreto a la tumba. Pero si quieren saber qué han vivido, pregúntenle a ellas con todo respeto. Y créanles. Es tal vez lo que más necesitan y lo que piden con urgencia.

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