Reggae peruano

[MÚSICA MAESTRO] En un reciente podcast disponible en YouTube, el crítico de cine, comunicador y docente universitario Ricardo Bedoya, recordado por el programa El placer de los ojos que dirigió y condujo durante dos décadas en TV Perú (Canal 7), comenta en tono de reproche la eterna ausencia de una industria cinematográfica en el Perú, algo que ni fenómenos como el de ¡Asu Mare!, que son esencialmente ridículos, dudosamente trascendentes y comercialmente exitosos -todo a la vez- han logrado corregir. Los comentarios de Bedoya, vertidos en respuesta a una interrogante sobre la ausencia de registros formales de la producción cinematográfica nacional de los últimos ochenta años, describen una realidad innegable que también podemos aplicar a la música hecha en Perú, una situación de la cual me ocupé con amplitud en este artículo, publicado hace un año en este medio.

Ante ese abandono que es, por partes casi iguales, tanto responsabilidad del Estado como de los sectores privados y del público mismo, en lugar de una memoria artística oficial -musical, literaria, fílmica, pictórica, escultórica- lo que tenemos es un rico pero desorganizado anecdotario nutrido por los recuerdos de los mismos protagonistas de cada escena o las investigaciones de estudiosos interesados en cómo se entendían y vivían las manifestaciones artísticas en un país que, debido a las eternas pugnas políticas y la metástasis de la corrupción, siempre ha visto todo lo relacionado a la educación, la cultura y la identidad popular como algo secundario, inservible salvo cuando puede formar parte de alguna campaña necesitada de iconos que muevan la emoción de los votantes.

Así, el cine de Armando Robles Godoy, los estudios musicológicos de la familia Santa Cruz o las esculturas de Miguel Baca Rossi solo serán útiles si dan la oportunidad -las obras o los nombres de sus autores- para que un partido político, una empresa o un medio de comunicación, finjan tener/sentir apego por la cultura cuando es lo último que les importa frente a sus reales y únicas ambiciones (poder, ganancias o rating, respectivamente). Por eso vemos, de vez en cuando, que se mencionan a diversas personalidades en cualquiera de estas artes pero nunca hay atisbos de intención por corregir esta omisión histórica y movilizar equipos de trabajo, presupuestos y archivos periodísticos para, por fin, rescatar del indigno olvido a tantas expresiones del saber popular que hoy están condenadas a desaparecer.

De eso se trata la tercera publicación de un colectivo de autores que, bajo el paraguas de la siempre activa Editorial Contracultura, nos entrega esta vez un compendio de pequeños pero sustanciosos ensayos para narrar, desde diferentes ópticas, hechos relacionados a la vivencia musical en el Perú, dentro de un rango de seis décadas. El hilo conductor de la obra, titulada Diez historias caletas de la música juvenil peruana, mantiene una identidad basada en desmarcarse de la visión idealizada que suele tratar de vender “un pasado musical glorioso” para concentrarse en contar las cosas lo más objetivamente posible. Aun así, hay diferencias demasiado marcadas entre los tonos y redacciones de los textos que conforman el tomo. Si bien es cierto esto suele suceder en las obras multiautorales, en este caso se hace urgente reclamar un trabajo más fino de edición para evitar altibajos. No porque dificulten la lectura ni la hagan menos atractiva, sino porque un tema tan trascendente como este, merece un tratamiento más especializado para alcanzar productos finales prolijos y dignos del esfuerzo desplegado.

Por ejemplo, el interesante y denso análisis que realiza el historiador Raúl Álvarez Espinoza en su pieza titulada La chicha o cumbia andina entre la violencia senderista y el giro neoliberal, con hartas referencias al complejo contexto sociopolítico vivido durante los ochenta; colisiona bruscamente con la transcripción descuidada que Ignacio Ramos Rodillo hace de Una entrevista a Alberto “Chino” Chávez, guitarrista, productor y compositor que fue uno de los protagonistas de la movida escénica y musical del Perú desde las épocas del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, por lo que a uno le queda la sensación de haber sido extraídos de publicaciones diferentes y no preparados de manera especial para el compendio que, a decir de sus propios compiladores, entra a cerrar una trilogía iniciada por los igualmente buenos Días Felices (2012) y continuada por Cielo Rock (2021). Sería óptimo, en caso hubiera segunda edición, corregir esta clase de observaciones, por muy odiosas y formales que parezcan.

La investigadora Fabiola Bazo, reconocida por sus estudios sobre el rock subterráneo, abre el libro con ¿Y dónde están las mujeres? Una lectura a contrapelo de la historia del rock peruano, texto en el que realiza un repaso de la participación de artistas mujeres en la escena musical local, desde los tiempos de la nueva ola con la cantante Kela Gates o Rebeca Llave, manager de Los Saicos; hasta la insurgencia de figuras determinantes para romper el machismo en el pop-rock nativo, como la vocalista de Ni Voz Ni Voto, Claudia Maúrtua -banda activa desde los noventa-, o el grupo de heavy metal Área 7, liderado por las hermanas Fátima y Diana Foronda.

En sus pertinentes argumentos, Bazo lanza varios reproches a la historiografía musical reciente por no haber dedicado suficientes páginas a las representantes femeninas de la música juvenil nacional, desde las más ubicuas como Patricia Roncal Zúñiga (María T-Ta) hasta Rebeca Llave, manager de Los Saicos, aunque su posición pareciera algo sesgada pues estamos hablando, por un lado, de épocas en que esta marginación era aceptada como “normal” por gruesos sectores de la sociedad- Y, por otro lado, la poca mención de mujeres en retrospectivas no necesariamente responde a un pensamiento subconscientemente discriminador sino a la magra exposición que ha habido tradicionalmente de sus aportes a través de los años, una situación que ha venido corrigiéndose felizmente en tiempos modernos. En ese sentido, la contribución de María de la Luz Núñez, La presencia de músicas en los inicios del metal peruano (1985-1995), se percibe menos panfletaria pero igual de reivindicadora, ofreciendo un acercamiento inédito a aquellas jóvenes que, contra todo prejuicio, alternaron con mucho entusiasmo y determinación en un subgénero de música extrema mayoritariamente consumido y producido por hombres.

Todos los capítulos de Diez historias caletas de la música juvenil peruana tienen valor en sí mismos, por la información que ofrecen a una comunidad de lectores ávidos por profundizar más en los orígenes de los diversos géneros musicales que se han practicado en nuestro país desde la década de los sesenta. Por ejemplo, Una breve historia sobre los inicios del reggae en Lima, contada a cuatro manos por los sociólogos Ernesto Bernilla y Mauricio Flores, rescata los orígenes de la enorme afición que hubo en diversos barrios de Lima Metropolitana por la música jamaiquina, brindando detalles poco explorados de la trayectoria de Alejandro “Pochi” Marambio, su mayor promotor y cultor, sus coqueteos iniciales con la música latina junto al sonero José “Chaqueta” Piaggio -el legendario grupo Guarango- y cómo el reggae se posicionó, casi sin quererlo, entre juventudes mesocráticas de distritos como Barranco y Miraflores, alterando -aunque no dramáticamente- sus verdaderas vinculaciones a poblaciones más bien desfavorecidas y marginales.

La publicación de los testimonios de formación de bandas como Tierra Sur, Hojas Ckas, Mundo Raro, Jericó y Los Nuevos Predicadores, así como de sus inicios en el reducido circuito de conciertos que frecuentaron es, después de todo, un acto de justicia. Sin embargo, como ocurre en otras publicaciones similares, los editores no dedicaron espacio para dar información detallada de años de actividad, formaciones, discografías, etc., que sean a la vez catálogos y fuentes cronológicas, material de consulta para futuros estudios.

Del mismo modo, los capítulos firmados por Hugo Lévano –La música juvenil peruana (1960-1965)– y Fernando Pinzás –Breve historia del pop, rock y otras culturas juveniles en Trujillo (1963-2000)– consiguen generar vasos comunicantes entre dos localidades diferentes, Lima y Trujillo, durante los comienzos de la industria de música en vivo orientada a públicos adolescentes, un aspecto que es complementado por la historia de las matinales -tocadas que organizaban populares locutores de radio en las salas de cine más conocidas de Lima- que nos ofrece Sergio Pisfil. Su ensayo, titulado Las matinales en Lima: Apuntes para una historia cultural, cubre con datos concretos una de las épocas más activas de la escena musical peruana, tras el estallido de la fiebre por el rock and roll que tuvo su momento climático con las visitas de Bill Haley y Chubby Checker, dos estrellas internacionales de alto nivel en su momento, dando origen tanto a la generación nuevaolera, con tendencia la canción romántica, como a los sonidos más rebeldes inspirados en la Invasión Británica, los Beatles y la psicodelia hippie.

La prensa también es abordada en estas historias caletas, un término que, como tantos otros de nuestra jerga local, pasó del hampa al habla cotidiana de personas comunes y corrientes (*). Carlos Torres Rotondo, que viene publicando sobre estos temas desde hace ya buen tiempo, hace un recuento a pasos largos titulado 50 años de escritura en rock, trazando una línea común entre revistas, fanzines y blogs, en tanto son herramientas comunicacionales que poseen un común denominador, el uso de la palabra escrita y el diseño gráfico -especializado en revistas, rústico en fanzines y mixto en todo lo tocante a medios digitales- que podría servir como contexto o inicio de marco teórico para una futura historia de los medios de comunicación en el Perú que comience donde terminó la suya el catedrático y periodista arequipeño Juan Gargurevich Regal en su clásico libro de 1982, Introducción a la historia de los medios de comunicación en el Perú. Aunque interesante, el uso exagerado de citas hace que el texto de Torres se enfríe demasiado.

En ese sentido, Fidel Gutiérrez aporta mayor sensibilidad con Historias de Rock del Sur, al rescatar la figura señera de Estanislao Ruiz Floriano (19??-2015), diseñador gráfico -creador de portadas para varios grupos locales famosos de los sesenta y setenta-, periodista y editor de las primeras revistas dedicadas al ritmo anglosajón más popular del mundo, Rock -que solo tuvo un número, en 1972- y su derivada Rock del Sur -solo duró dos años, entre 1978 y 1980. Aunque fueron muy breves, las motivaciones y experiencias de Ruiz Floriano como promotor de vehículos que sirvan para difundir una escena que, después de todo, nunca logró despegar, son inspiración de todo lo que vino después en cuanto al periodismo musical en el Perú, lo cual las provee de un valor hondo y duradero, cuyos ecos son, precisamente, publicaciones como Diez historias caletas de la música juvenil peruana, que viene siendo presentada con éxito en diversos foros culturales del Perú.

(*) CALETA: Este peruanismo de uso extremadamente extendido en tiempos modernos, surgió en el narcotráfico. Los escondites que armaban los fabricantes de pasta básica en las montañas eran llamados “caletas”, camuflados con tupida vegetación para evitar ser detectados desde lo alto por helicópteros, haciendo referencia a las caletas de pesca, lugares resguardados donde vivían pobladores costeros dedicados a la pesca artesanal. Con el tiempo, “caleta” se volvió sinónimo genérico popular de todo lo “escondido”, lo “oculto” o “disimulado”. Por asociación, cuando se trata de manifestaciones artísticas, lo “caleta” ya no solo alude lo poco conocido, sino también a algo “único”, “exclusivo”. Formas verbales como “encaletar” -equivalente a “esconder”- o “caletear” -pasar de manera disimulada, “pasar “caleta”- son también usadas para realizar actividades de manera disimulada, sin que nadie se dé cuenta.

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