Esta Casita de Cartón abre sus puertas gratamente sorprendido ante la serie que se estrenó recientemente por Star +, ‘Feud: Capote vs. The Swans’. Y es que alguna vez si Nueva York fue el centro de la moda y la cultura, fueron sin duda por personajes particulares como Truman Capote y sus ‘Cisnes’, como les llamaba a aquellas musas ‘hermosas y malditas’, que le confiaban sus secretos más íntimos erróneamente. Ya que como alguna vez él mismo plasmaría en esa obra donde las desnudaría, ‘Plegarias atendidas’: ‘La mayoría de los secretos jamás deberian ser contados, pero en especial los que son más amenazantes para quien los oye que para quien los dice’. Como le pasaría también al ‘Duque’, Marlon Brandon, quien le confesaría en una noche en Japón, donde el actor la pasaría tomando agua y el escritor vodka, ‘que su madre era una alcohólica’. A lo que Capote, con su mordaz y deslumbrante memoria, no lo dejaría pasar y lo inmortalizaría en The New Yorker, sin temor al revuelo, con otros ‘pesados’ secretos. Curiosamente, esto va a la par de un libro original que pude comprar por unos 4.500 pesos (que serian como 13 soles acá), antes de llegar a Lima, en Argentina, de Liliane Kerjan, y que retrata la vida de aquel hombre que tocó las puertas y a los ‘becerros de oro’ del primer mundo y luego verse en la ignominia plena. Este es un pequeño homenaje al niño terrible de las letras norteamericanas, que se describía así mismo como: ‘Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio’.
Es que desde hace unas semanas, estoy leyendo las biografias de mis escritores favoritos de cabecera, y empecé con la obra de Richard Lehan: ‘El Mundo de Scott Fitzgerald’, texto imprescindible para saber quien fue aquel hombre que hiciera la novela del sueño americano por excelencia, para en un santiamén, continuar con esta. Los libros son mis mejores compañeros cuando el imsonio asola en horas indescriptibles de la noche, y que mejor de aquellos que marcaron distintos periodos de mi vida, y ahora entiendo por qué. Y es por la razón que ellos escribían con el mismo palpito del que palpita mi corazón. Y dentro de su más de 200 páginas detalladas sobre este irreverente autor, creo que no hay mejor definición de él, como la que alguna vez hizo el poeta Jean Cocteau, cuando este le presentó a la dama de las letras francesas, Colette, a quien Capote admiraba profundamente: ‘no te engañes querida. tiene el aspecto de un angel de diez años, pero su edad es infinita y su alma maligna’. Pues Truman, quien nació con el nombre y apellido de Truman Streckfus Persons, nunca perdonaría haber crecido sin amor y ese resentimiento hacia la vida lo llevaría hasta el ultimo día, ahogado en pastillas, alcohol y cocaína. Pero sobre todo recalcando lo de su infancia, que consideraba la más infeliz. El que su madre alcohólica, Lillie Mae Faulk, lo escondiera en un ropero u hoteles mientras se deleitaba con amantes adinerados, o lo mandara a vivir con sus tías para ella poder ‘cazar’ a un multimillonario y darle la vida que consideraba que merecía tener, esa pretención y angurria adoptaría Truman y que sería con los años parte de su destrucción. Y es que como muchas veces sucede en las familias, los padres depositan al hijo el sueño inalcanzable que no pudieron llegar, el sueño frustrado que llevan dentro. Y Capote, buscaba romper eso, ser conocido y estar rodeado de riqueza y fama que nunca pudo tener su madre. Y a medida que alcanzaba esa meta, creía que sería amado. Su logro fue el sueño que no llegó su madre. Llegó a la meta pero a qué costo. Prácticamente el mismo: morirse suicidados en distintas consonancias y tiempo.
Y en ese derrotero desmedido de ambición, Lillie llegaría a conocer al que sería el padrastro de su retoño y su mina de oro, Joe Capote, y con eso el apellido que eternizaría el pequeño Truman: ‘Capote’. Con los años y ya con fama reconocida (todavía no publicaba ‘A sangre fría’), la mujer que botaria las cartas con dibujos que hiciera un enamorado jovencito que sería el mítico fundador de la ‘Factory’ y emblema del ‘Pop art’, Andy Warhol, terminaría suicidándose, cruz que llevaría por siempre Truman, quien se sentiría al ser su único hijo, responsable de aquel fatídico suceso. De alguna manera, se puede percibir de ella su influencia de la personaje más recordada de sus novelas, la lunática y rebelde, Holly Golightly, de ‘Desayuno en Tiffanys’. Librito que tendría un eterno recuerdo en mí, razón por la cual importaría una edición especial conmemorativa de Anagrama y que lo conservo entre mis ‘joyas’ literarias. Aquel personaje siempre me rememoría a una empalagosa canción de la banda española ‘La mode’, ‘Aquella chica’. Como si hubiera sido compuesto después de leer esa novela. Pero la personaje que más influencería en su creación sería la ‘bomba sexy’, Marilyn Monroe, su mejor amiga, a la que llamaba una ‘hermosa criatura’. Y a la que hiciera un enternecedor escrito de despedida en otra obra monumental, ‘Música para Camaleones’. Justamente quería que ella fuera la actriz de la película que se hiciera de esa novela, pero al final no lo fue sino Audrey Hepburn, a pesar de las regañadientes del autor de brillantes cuentos como ‘Miriam’. La cuestión es que sería retratada en el séptimo arte con la interpretación majestuosa de la actriz, y por el maravilloso y sublime fondo musical de ‘Moon River’, en composición del maestro Henry Mancini. Que en noches como estas, misteriosas, que esperan cubrir las estrellas del cielo con 20 Rosas, la escucho hasta el amanecer y así abrigo mi alma con su entrañable recuerdo.
‘Las palabras siempre me han salvado de la tristeza’, escribiría alguna vez. Y es que ‘el Proust norteamericano’, nunca se desprendió del lugar ni los sentimientos donde diera sus primeros pasos, del Alabama o New Orleans, donde el rio misispipi ondula sus aguas, como los recuerdos que siempre llegaban, como cuando oía The Sunny Side of the Street’ en voz del ‘Buda negro’: «Para mí, la dulce furia de la trompeta de Armstrong, la ronca exuberancia de sus gestos, son en cierto modo como la magdalena de Proust: hacen que vuelvan a levantarse las lunas del Misisipi, evocan las luces fangosas de las ciudades ribereñas y el sonido de las sirenas en el río, que se parece al bostezo de un caimán. Oigo la embestida del agua mulata contra los flancos del barco. Sigo oyendo el compás marcado con el pie de ese Buda burlón al tocar The Sunny Side of the Street, para acompañar sus rugidos…”. Siempre latían los sonidos de aquellos bosquecitos donde los mitos eran contados como cuentos, la magia dentro de lo fantástico que llevaría a la posición de ser considerado el nuevo Hemingway o Faulkner, cuando publicara su ópera prima, ‘Otras voces, otros ámbitos’, obra con matices claramente autobiográfico, principalmente en la búsqueda del amor de su personaje principal a su padre.
Con los años llegaría la novela que los llevaría al panteón eterno de las letras, ‘A sangre fría’, con el género al que abría las puertas, de ‘no ficción’, aunque años atrás hiciera lo mismo por estas latitudes, Rodolfo Walsh, con ‘Operación Masacre’. Que tuviera también la oportunidad de leerlo en las aulas de la Universidad de Buenos Aires. Texto que tranquilamente podría haber acoplado aquel título del terrible caso de Kansas por lo desgarrador de sus páginas, en aquel sangriento periodo de la dictadura militar Argentina. Y para celebrar el éxito total de su novela, aunque con la excusa de conmemorar a Katherine Graham, dueña del Washington Post, el 28 de noviembre de 1966 haría la legendaria fiesta del siglo, ‘The Black and White Ball’. Donde estarían toda la élite mundial, pasando por multimillonarios, políticos, célebres personajes del arte y la cultura, y demás. En sus mismas palabras, quería que pareciera un cuadro, inspirado en la película ‘My Fair Lady’. Y así fue. Lo tenía todo. Había llegado a la cima pero del que luego caería estrepitosamente al confesar los ‘bajos instintos’ de sus ‘Swans’. El escritor más perfecto de su generación, según dijera su amigo y enemigo literario, el antisistema, beodo y mujeriego, Norman Mailer, terminaría sus días en el ostracismo.
Esta Casita de Cartón cierra sus puertas pidiendo perdón por esta rayuela de emociones como rememorando la sincera confesión que hiciera en su apoteósico prefacio de ‘Música para camaleones’: ‘Cuando Dios te da un regalo también te entrega un látigo, y la sola función de ese látigo es la autoflagelación’. Perspicaz, siniestro, pero tan brillante como sus epigramas: ‘Siempre hacen más ruido las latas vacías que las llenas. Lo mismo ocurre con los cerebros’. Estas palabras como otras que he escrito han sido, sin duda, gracias a sus obras. Este no es el mejor homenaje pero si uno muy sincero, de un escritor que empezó a escribir gracias a él, entre otras imperecederas plumas. Por el ‘Camaleón de las letras’, Truman Capote.