Esta Casita de Cartón abre sus puertas con una cruz marcada en lo profundo de su pecho. Ha pasado un mes aproximado del adiós de un hermano, de los pocos, poquísimos, que dignificaban justamente esta palabra, «hermano», porque no siempre uno encuentra a la familia en lo sanguíneo, sino en el largo y no siempre justo camino de la vida misma. Y es que no conocí persona más leal y valiente como Bruno Raitzin. Por eso tanto lo admiro, por esa lealtad a sus convicciones; por eso tanto lo quiero, porque nadie como él enaltece la palabra hermano. Y mantengo el presente porque está vivo en estas palabras. Y como dicen, nadie termina de irse si la persona prevalece en nuestros recuerdos. Y desde luego, esta grandiosa persona está dentro del lugar más preciado de mi corazón, donde yacen las más valerosas personas que conocí con los más entrañables recuerdos. 

Pero, a decir verdad, me cuesta entender del todo lo veleidoso e injusto del destino con su ida. Son dos pérdidas irreparables en tan poco tiempo que enfrento. Y aterriza a mi mente nuestra última conversación larga en persona, caminando desde Belgrano hasta Congreso, y en eso mencionabas tu futuro y claro, ahí estaba como la luna ahora en lo alto, muy pero muy en lo alto, River. Ya decía Galeano: «El fútbol es la única religión que no tiene ateos”. Y nuestra religión de vida que compartimos: el sentimiento de pasión por el ‘millonario’. Y es que siempre veía en ti al próximo presidente de River. Siempre que hablábamos había esa idea, que algún día se concretaría, que en algún momento llegaría que un verdadero hincha íntegro del club más grande del mundo tenga de presidente a tan brillante persona como tú… Ahora las palabras buscan un asidero, ni entiendo qué pasó alrededor de todo este tiempo, es por eso de la demora al escribir estas palabras. Y al pasar los días y no ver tus mensajes como buenos deseos o como de un pronto reencuentro, los reels que siempre nos enviábamos, y hablando sobre la vida… Dónde estarás ahora, me pregunto. Imagino en un lugar del universo atento a nuestro River plate querido, cuidando de las personas que amaste, como tu hermana, tu madre, tu padre y todos aquellos que éramos parte de la familia de Plaza Italia.

Y pensar que nuestra amistad nació a la distancia y por una red social, como predestinado, al comentar en una publicación que era de Perú y que iría pronto a Argentina a cumplir mi sueño: el conocer el Monumental. Y me escribiste mostrándome tu predisposición, sin pedir nada a cambio, como lo hacías con tu gente, y ni bien llegando a Ezeiza me comentaste que tenías una entrada para un partido contra Godoy Cruz, el día del ‘maderazo’ contra Grimi. Pero llegar con la hora encima no pude acudir aquel día. Pero, como siempre fiel a tu palabra, a los días ya me estabas haciendo conocer cada rincón del estadio más hermoso del universo. Si, fuiste quien me hizo conocer el templo sagrado y eso siempre lo llevo presente, porque hiciste posible que ese tan anhelado sueño se cumpliera. ¡Qué tiempos aquellos! A los meses te inmortalizarías en aquel partido que marcaría el comienzo de este periodo glorioso de River, del que fuiste parte al cubrirle los ojos a Gigliotti con la linterna verde, en aquella dramática semifinal contra Boca. Aquel día se daría inicio, para muchos, el periodo más glorioso de River, y vos fuiste parte de eso, hermano. 

Pero a su vez, rememorar aquellas viejas tardes colándonos a jugar ajedrez, donde eres muy destacado, o en las tardes que jugábamos al fútbol por Ciudad Universitaria con Agus, David, Joseph, Lucho y demás pibes o cuando venías a aquel pequeño rincón del Bajo Belgrano, que era mi pequeña morada, a almorzar comida peruana que cocinaba mi vieja, de la cual también te estimaba, y tanto te gustó la sazón de mi país, que íbamos a comer a todos lados chaufa, hasta la villa de Chacarita o incontables pollos a la brasa que luego se complementaría con la compañía del ‘Pela’. O como cuando me acompañaste a recibir un poema que saliera publicado en un diario de allá, felicitándome. Y luego en la Feria del Libro. Tus palabras eran: “Me siento muy orgulloso de vos, hermano. Ahora ya has dado un comienzo, más adelante estarás en los grandes, y ahí estaré siento felicidad por vos”. Ahora que hago retrospección, has estado en varios momentos especiales de mi vida. Inmensas gracias por eso, por bancarme siempre.

Y luego crecimos, y los boliches de egresados se convirtieron en boliches de cumbia después de cada partido, cuando estabas solo llegaba o viceversa, ‘de espalda a espalda ante todos’ como decías, porque íbamos para todos lados y de todas esas noches memorables, una noche quedó especialmente grabado en nuestras retinas. Y fue aquella noche cuando nos subimos al escenario donde cantaba el cantante de los Pibes Chorros, Ariel El traidor en la Tienda de los Artistas, ubicado en el barrio de Palermo, el corazón de la noche porteña. Flameando la remera de Plaza Italia, que era ya el dibujo eterno de nuestras almas. Y claro, en eso estaban los días en las carreteras de Argentina y Sudamérica por River. Porque sí, River era nuestro sentir, el pálpito puro que unía nuestros latidos. Y el primer viaje que hiciéramos fue a Formosa, limítrofe con Paraguay, un 31 de julio del 2016, con tu hermana, ciudad donde parecían más hablar guaraní que castellano. Esos memorables viajes que nos concedieron asados, vinos, fernet y cumbia, como alegrías y tristezas por el natural vaivén del fútbol, incontables anécdotas que escribíamos con los muchachos de Plaza Italia. En sí, hay tantas vivencias, como aquella vez que ‘destruimos’ un McDonald´s, o que viniste a bancarme con tu auto, pasando todos los semáforos en rojo, después de una pelea en un boliche, pocas horas antes de viajar a Brasil. Aquel auto del cual fui el primer amigo en subirme, sin temor a chocarnos, aunque aquella vez nos dimos tremendo susto cuando chocaste la parte lateral. Pero terminamos en carcajadas. Es que éramos amantes a la adrenalina, sí que lo éramos. Y tú no cambiaste tu esencia a pesar de los distintos temporales, siempre fuiste el uno, el mejor. Y en mi último cumpleaños te dije todo que le significabas para mí, con las palabras de tanta admiración y aprecio que te tenía, planificando nuestro futuro reencuentro, que creíamos que sería en Lima, cuando River llegara por estas latitudes por el sorteo de esta Copa Libertadores, pero que en esta vida ya no se dará, y me duele hondamente, hermano…

Hay despedidas tan injustas y esta es una, porque si hubiera sabido que era el adiós, te hubiera dicho tantas cosas más que ahora tengo guardado como también agradecerte por todo lo que me enseñaste y aprendí de ti: la valentía y el honor, la lealtad a uno para mantenerse siempre de pie. Tú eres River, porque llevabas dentro de ti todo lo que representaba los valores del club: lealtad, honor y grandeza. Quién más que tú para representar todo eso, ¿quién?…

Esta Casita de Cartón cierra sus puertas diciendo un hasta pronto con las letras de Amigo de Roberto Carlos: “Tú eres mi hermano del alma, realmente el amigo”. O como el corrido viral de la hermandad: “Junto a mi carnal, no es de sangre, pero demostró lealtad. Y eso vale más». Pero también me es inevitable no poner las cumbias que escuchábamos en los viajes o las noches de gira, y no romper en lágrimas recordando todo lo vivido. “Humano, demasiado humano”, diría Nietzsche. Humano, incomprensiblemente humano ante la muerte, me siento ahora. Siempre serás mi hermano. La dicha de haber conocido a Bruno Raitzin y de recorrer muchos kilómetros de viajes y de experiencias juntos, en nuestro crecimiento mutuo. No sabes la felicidad profunda que siento de haberte conocido en esta vida. Y sé que nos volveremos a ver en alguna próxima. Porque nuestra amistad fue verdadera, fue una hermandad que trasciende los tiempos. Gracias de corazón por todo lo vivido, te amo hermano. Volveremos a gritar un gol de River juntos, ya verás, es una promesa al cielo.

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Esta casita de Cartón abre sus puertas dejando atrás el año más doloroso de su vida, con la despedida de su amigo y mentor, un padre que la vida le dio, Víctor Patiño Marca, más conocido en el medio periodístico como el Búho. Un luto que siempre llevaré en el silencio de los días, y sobre todo de las noches, que es donde los recuerdos renacen para jugar con el tiempo y las vivencias que se fueron, quedando una lágrima irreparable dentro de mí. Es que si de lecciones me ha dado la vida el año que acaba de irse, es entender su valor por sí mismo, lo frágil y volátil que tiende a ser, a pesar de que el sol de este enero brilla luminosamente, indiferente, donde parece andar todo con total normalidad. Pero es un verano ya sin él en vida. Y ya no hay más largas conversaciones sobre arte, cultura y política, no hay ceviches hechos al instante después de regresar del mercado de Ciudad de Dios con el pescado fresco, no hay más risas ni bromas de ese ingenio mordaz, ni esa voz rocosa que delataba tantas fecundas vivencias, ya no hay esa canción de su Charly querido, que nos dedicaba a sus amigos y familia: «Cuando estés mal/ cuando estés solo/ cuando ya estés cansado de llorar/ No te olvides de mí/ Porque sé que te puedo estimular”. O cuando decía, «Sobrino, esta es tu canción”. Y esa era ‘Rezo por vos’. O cuando rememoraba a su amor de antaño, el amor de su vida, Anita, y traía a la conversación las letras de ‘Estación’. Y escribo esto, después de días que entre sueños lo encuentro, y inevitablemente brotan estas letras: «Te siento respirar/ lejos de tu lugar. / Hoy tuve un sueño con vos. / Qué locos éramos los dos / en los buenos tiempos. Obra maestra que yace en el apoteósico álbum de ‘Peperina’.

Nuestro trato era como la alguna vez tuvo el genio de las letras niponas, Yukio Mishima (quien irónicamente su país no quiere que se le recuerde, y del que se cumpliera hace pocos días 100 años de su inmortalidad) con su mentor, el primer Premio Nobel japonés, Yasunari Kawabata. Con esa muestra de respeto y admiración incólume hacía el querido ‘Pico’. A ambos nos agradaba mucho esas dos mentes brillantes. Recuerdo una vez que nos pusimos hablar de sus polémicas en cierta medida e íntimas cartas. Donde en una ocasión Kawabata, acaso a sabiendas que en algún momento terminaría suicidándose, le pediría que Mishima Mande una carta dirigida a la academia sueca, pidiendo que sea reconocido con tal estatuilla eterna. A lo que el aprendiz no pensaría dos veces y lo haría. De alguna manera eso influenciaría y en 1968 se le concedería. La cuestión es la honorabilidad de Kimitake Hiraoka (nombre de nacimiento de Mishima), ya que sabía que, al entregarle el Nobel a su maestro, no se lo entregarían a él, exactamente por el tiempo y como suele manejarse la academia de las letras del Nobel, diversificando por diferentes latitudes su preciado galardón. En la premiación diría curiosamente su maestro: «No entiendo cómo me han dado el premio Nobel a mí en vez de a Mishima. Un talento como el suyo sólo aparece una vez cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras”. Lo cierto que el aprecio y admiración de estos sabios era el calco más cercano para el sentimiento mutuo que nos teníamos.

Esta Casita de Cartón cierra sus puertas releyendo las columnas de aquel querido maestro, que ahora yace seguramente en una cajita de cristal en el cielo. Vivencias y experiencias que la vida misma nos deparó y que al escribir estas líneas lo recuerdo con profunda emoción en su ausencia… Aunque no se encuentre físicamente, aún la pluma del periodista más enigmático que tuvo nuestro país sigue alumbrando para los millones que crecimos leyéndolo, que nos alentó e inspiró a seguir en el sendo camino de la lectura y en mi caso, como probablemente de muchos otros, de la literatura también. Sé que alguna vez nos volveremos a ver. Espérame con unas copas de vino y unos discos de Charly, que yo sigo recordándote con ‘Rezo por vos’, y así será hasta que nos encontremos una vez más.

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Esta Casita de Cartón abre sus puertas gastando las suelas de sus zapatos, como todo buen periodista, por las calles de la capital a pesar del sol abrumador que acapara las calles de Lima. Cuando de pronto recibo el llamado de su gran amigo, Manuelito Esponja, para ir a la Feria de libro de Ricardo Palma para ver las novedades dentro del universo de los libros. Así que no lo pensé dos veces y fui a Miraflores. Y es que ad Portas de las vacaciones, necesitaba comprar algunos libros para que me hicieran compañía. Así que adquirí dos, ya que me quedan todavía en mi biblioteca algunos que esperan con ansias por ser leídos. Los libros son para mí como amigos, y estos que se encuentran en la espera, son como viejos amigos buscando reencontrarse conmigo. Uno fue la enternecedora novela ‘Stoner’ de John Williams, del cual tenía ya tenía buen tiempo las ganas de leerlo en físico, porque soy parte de aquellos lectores que prefieren tenerlo en frente y admirar la portada, sus pastas, abrir y sentir las hojas y su aroma o las que el tiempo baña de nostalgia en su color, el palpar en cada transcurrir de la historia, desandando como nudillos de ovillos, y de que sea un fiel compañero en un parque o una playa, disfrutando del sonido de la naturaleza mientras me adentro en la atmósfera de ese mundo mágico e infinito. Y eso me pasaba con este libro que tiene por peculiaridad que los años le están dando el merecimiento correspondiente, ya que pasó en los años de su publicación sin pena ni gloria para que en este siglo logre ser, con el reconocimiento de escritores de la talla de Ian McEwan o Bret Easton Elliss, en un best seller. Una historia muy profunda que ahora quiero volver a leer con los ojos de la madurez.

Otro libro, del cual he quedado gratamente sorprendido, es ‘Historias Ocultas: 200 hechos que no conoces del Perú (Revuelta editores)’, que ya va por su tercera edición y que recientemente ha sido incluido en la fecunda biblioteca de la Universidad de Texas en Austin. Este ilustrado libro contiene más de 500 páginas, algo transgresor para los lectores de estos tiempos acostumbrados a lecturas cortas, pero realmente no hay pierde. Dado que al abrir la primera hoja, ya te quedas envuelto en ese maravillosa nebulosa del tiempo. Y es que la historia siempre ha sido un materia de mi agrado. Hasta podría decir que tengo un pequeño sueño frustrado con el haber sido historiador. Quizás la vida me de la oportunidad de hacerlo, pero aun así no es impedimento para adentrarnos en distintos libros historiográficos, así que no dude en comprar y empezar a echar mis primeras leídas. Y lo interesante era el intenso viaje por el túnel del tiempo: por la Colonia, el Virreinato, la guerra de la Independencia y la República, alrededor de cinco vastos y sinuosos siglos. Dando distintas paradas, como en el Siglo XVIII, con un invento que en su momento fue el más adelantado para pronosticar terremotos y temblores en el mundo, y se hizo en Perú, exactamente en el año de 1725, por Juan de Barrenechea.

De por sí, son inacabables las ‘joyitas’ que saca el autor a relucir, como la primera denuncia hecha en el Perú independiente, poco después de dos meses de declarado nuestra independencia, o el testamento de Riva Agüero acusando a Bolivar de ser su mayor perseguidor, como el que San Martín, quien le diera la ‘Orden del Sol’, la distinción más importante de nuestra patria a Santa Rosa de Lima, pero Bolívar le retiraría ese título aduciendo que favorecía a la monarquía, O a días de la rememoración de la Batalla de Ayacucho, acontecer trascendental en la historia de nuestra nación, ya que involucró el fin del imperio español en nuestro territorio, consolidando plenamente nuestra independencia, descubrir que los militares pasaron por varios pueblos y fusilaron más de 200 mujeres y enfermos civiles. Y que en palabras del autor: La libertad del Perú no se consiguió agitando pañuelos blancos en las proclamas de independencia. Pero además, ¿sabían que a quienes propiciaron nuestra independencia les tuvimos que pagar 4 millones de pesos por la expedición? O cuando el mundo se dividía entre capitalismo y comunismo, en la temblorosa Guerra Fría, donde el Perú aportó conocimiento y estudios científicos sobre la geografía del mar y la tierra de nuestra región a ambos bandos, para sus programas de viajes espaciales, entre otros tantos. Lo curioso es que realmente son datos que, por su valor, deberían ser normalmente mencionados y rescatados, pero que aparentemente se quedaron en donde reposan los viejos libros de historias, en estantes de añejas bibliotecas. Pero he aquí a la gran virtud de Ítalo Sifuentes, el hacer un compendio de todos ellos y plasmarlo en un fructífero libro que sin duda toda persona de alguna manera culta o que se jacte de serlo, debería de leerlo como aquellos que quieran no repetir el inacabable y cansino patrón de que ‘aquel que olvida su historia esta condenado a volver a repetirlo’.

Esta Casita de Cartón cierra sus puertas al terminar de leer este libro gratamente, recordando la frase del brillante poeta alemán, Bertolt Brecht: ‘Tantas historias. Tantas preguntas’. Y de sacarse una foto de recuerdo después de oír su presentación en la Feria Ricardo Palma. Sin duda un maestro del periodismo y la historia. 

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Esta casita de cartón abre sus puertas hablando y leyendo el libro que tiempo atrás escribió, ‘Generación Equivocada’, rememorando, entre otras cosas, episodios vivenciales, ya que, como alguna vez refirió el maestro Jorge Luis Borges, con relación al ejercicio de la escritura, nada está deslindado de la realidad, de las experiencias que vivimos, y gran parte de esa obra tenía su influencia en acontecimientos que me marcaron, por más que aquel personaje travieso y soñador, Manuelito Esponja, no era yo o no del todo. Pero en la parte que retrata al niño sí, porque, aunque los años pasen soy todavía aquel niño de 4 años que se dijo cuando vio por primera vez el cielo, que ‘en esta vida le ha tocado ser Renzo Pariasca Mendoza’. Y todo eso, por la grata coincidencia de que se haya compartido en el canal de streaming, Literando & fútbol, con el profesor Guti, sobre mi libro.
De alguna manera, así ha pasado estos días, reflexionando en torno a lo que he sido y soy, y a dónde iré. Y doy con la conclusión, entre tanto, de que siempre seré un ser tristemente sentimental, como a su vez, un ser sensible, y, sobre todo, sensible a la insensibilidad. Muchas veces desprenderse de la máscara que llevamos puestos para afrontar nuestros días, nos permite redescubrirnos. Recuerdo una entrevista de Bukowski, refiere que fue su padre su gran maestro de la literatura, porque le enseñó el dolor. Es que sí, detrás de una gran prosa hay un río de llanto silencioso. Eso que la vida misma pareciera imponernos para descubrir para qué hemos venido. Sino la ya frase popular de

Nietzsche, tergiversada, desde luego, ‘lo que no te mata no te hace más fuerte’, no acontecería en nuestras existencias. Él, una de las mentes más brillantes que han pisado esta tierra, claramente al ver cómo la mujer que amaba, Lou Andreas-Salomé, se iba con su amigo, Paul Rée, lo entendió. Y sin ese acontecer, no hubiera escrito, muy probablemente dada la magnitud del hecho mencionado, su obra magna, Así habló Zaratustra, y el haber creado la mítica figura del ‘superhombre’. Dejando esta frase en ese mismo libro para la posterioridad: ‘Debes estar preparado para arder en tu propio fuego: ¿Como podrías renacer sin haberte convertido en cenizas?’.
Esta casita de cartón Cierra sus puertas, entendiendo que ante el destino el poeta nada puede. Y saludando por ‘¡un año menos!’, como diría el genio de Charly García, a mi primo, que en sí es una coincidencia denominativa llamarlo así, ya que para mí es un hermano. Ya que crecimos juntos y seguimos escribiendo nuestras vidas a la par, como lo que somos y siempre seremos: hermanos. Salud y esta casita cierra su puerta por hoy a tu nombre, Leonardo C. Pariasca.

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Esta Casita de Cartón abre sus puertas, pasado casi un mes desde que escribió su última columna en la cual dedicó al siempre y eterno periodista desde las sombras, Víctor Patiño, más conocido en la población como el ‘Búho’. Aún no asimilo su pérdida, probablemente nunca lo haga, sino que uno aprende o trata de aprender a sobrevivir con ese dolor y ausencia indescriptible. En la metáfora cotidiana de ‘la silla vacía en la mesa’. Y en mi caso, la persona que nos daba alegría a esta ‘tenebrosa tiendita’, como le llamaba, ‘la tiendita del horror’, se me fue. Con su imponente personalidad, carisma y locura que amenguaba las caras largas y taciturnas que parece velar siempre en esta familia, incluido en mí, por desgracia. Las calles donde ya no se recorren hablando sobre tantos aconteceres y acontecimientos de la historia y de la vida y las músicas que le daban las campanadas al viento, pasando por distintas décadas y géneros, el soundtrack del alma que uno siempre llevará ahora en silencio. 

Ahora estás solo, te das cuenta ante la orfandad de las almas que alrededor poco o nada entienden de compasión o empatía. Muchas veces pensé que lo más penoso de la ausencia de alguien es no volver a ver a la persona, pero no necesariamente es así, sino lo que muchas veces es superior a ese dolor, es tener a la persona al lado y brillar con tanto fulgor y esmero su ausencia hacia ti. Un muerto en vida, y qué penoso es serlo. Y lo digo yo, que también me estoy convirtiendo en eso. Una triste sombra que lo único que tiene es esto, su escritura, lastimosamente en tiempos de ágrafos y videntes, en tiempos de tik toks, que manejan y encauzan sus emociones y paradigmas desde sus vientres… Y dejando de lado el ideario romántico cristiano, no sé si estará en el cielo y me volveré a ver con él. Yo simplemente, siempre lo llevo en el presente y lo menciono cuando requieren saber quién soy, porque lo que soy es en gran parte por él, porque para mí fue la luna que siempre iluminó el camino del maestro y padre. Lo llevaré hasta el último día, hasta me toque llegar al silencio eterno.

Lo cierto que la columna tomará otro sendero. Por ejemplo, hasta en el común y cotidiano. Como un blog que sería en antaño, pero siempre añadiendo el arte y las vivencias reales. Muchas veces me han dicho que siempre tengo buena suerte con las mujeres en las victorias silenciosas que otorgan o que he tenido vivencias extraordinarias, como si fuera una película andante. Además de ideas que terminan en el ‘por qué’, dejando la del estribo. Y más allá del floro barato, que sería decir: es por mi labia o el hecho de comprar sentimientos efímeros con dinero, en realidad todo ha sido por la lectura, el acto descarriado de leer. Porque así como muchas veces vivo, otras veces la vida se me va entre libros o con lo que escribo. No soy un ratón de biblioteca, me gusta vivir hasta el último sudor, gramo o centímetro del límite y creo que muchos de ustedes lo saben, bueno, aquellos que han visto que no es mito sino realidad. Y es que creo más en las personas que mueren en su ley, en su leyenda, que en aquellos que crean su novela de vida, con el ‘éxito’ que la sociedad les vende como moneda corriente. Y todo esto lo he hecho para antes de irme a cantar las mañanitas con el de abajo decirle: ‘Confieso que he vivido’. Y tengo la seguridad que sí, con todo lo que he pasado y he vivido, tengo la plena certeza que es así. Y ahora solo dejo a los puntos suspensivos que se cansen y me den el último punto, el del final. Así que la columna toma una nota más personal, más íntima y sincera. Martín Adán, el poeta del cual me tomé la licencia en honor a su monumental obra, ‘La casa de Cartón’, para el título de esta columna, alguna vez escribió en una misiva que lo desnuda: ‘Si quieres saber de mi vida, vete a mirar al Mar’. 

Esta Casita de Cartón, cierra sus puertas en este caso diciendo que si quieren saber quién soy y quién fui, lean estas sinceras hojas que he decidido que solo salga una o dos veces al mes. Que la vida les sea grata y les acompañe amantes de la noche, el vino, el arte y las victorias silenciosas.

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Esta casita de cartón abre las puertas más tristes de su alma recordando el día que te conocí, Búho. Fue ‘Teo’, como llamabas a tu hermano, quien me dijera hace 10 años que te conocía personalmente. Por entonces yo vivía en Argentina. Y no podía creer tal confesión, pensé que era una pintoresca broma. El periodista más enigmática dentro de la selva de las letras periodísticas, quien llevaba el sobrenombre del animal más sabio, del que siempre padre me recalcaba en sus escritos cuando era un niño, leyendo frases que escribías, llegaría a conocerlo ni bien llegando. Y ese fue el mejor regalo que me ha dado nuestro país en estos casi 11 años lejos. Aquella vez llegaste y de la puerta llamaste: ‘Pariasca’. Tu voz denotaba los años de bohemia y sufrimiento. Y esto lo recordaría siempre cuando oíamos ‘More’ de Tom Jones o ‘I am not the one’ de The Cars, y lo recalco porque bien sabemos las personas más cercanas la pena en el alma con lo que lidiabas a menudo. Pero aquella vez, fue una velada memorable, no solamente por la música de Silvio y Pablo, que tanto nos unió, sino también por los Redondos, Virus, Fito,… pero sobre todo Charly, a quien tanto admirabas. De esta primera banda mencionada, que pocas personas conocen en nuestras latitudes, siempre recordaría la frase que me recalcabas: ‘la suerte del principiante no puede fallar. Y eso me sorprendió de grata manera la primera vez. De por sí ya sabía que hablaba ante una inminencia cultural, pero me sorprendía tanta sapiencia junta y de distintas corrientes artísticas, como cuando citaste ‘Las flores del mal’ y te respondí ‘Baudelaire’ y nos pasamos hablando horas de poesía. Yo por entonces daba mis primeros pasos de la adolescencia a la juventud, y poco o nada sabía de la vida, como el que no conociera a alguien que supiera de tantas cosas juntas, era admirable. Y sí, allí ya comencé a admirarte detrás del arte del periodismo. Aquella noche, cuando te despediste me dejarías por siempre estas palabras: ‘yo realmente creía que tu hijo era inteligente, pero no pensé que un genio. Es un gusto conocerte, sobrino’. Después de ese día y todas mis vacaciones en Lima estuvimos siempre hablando el mismo idioma: el de la genialidad, que decías. Hasta horas antes que perecieras, y las pocas cosas que decías pero con la mirada, más que todo, y era de agradecimiento genuino, pues te demostró lo que muchos otros no, lealtad y eso fue siempre lo que siempre tendré presente, pues soy aparte de amigo, tu discípulo y siempre lo tendré presente, hasta que toque decir basta.
Los que hemos crecido en barrios humildes, siempre veíamos un diario, ya sea en nuestra salita (la que era a su vez un dormitorio y cocina), bajando del cerro viendo a alguien llevar siempre un periódico o en el mercadito como en el bus. Ese diario que por entonces valía 0.50 centavos, era el Trome, el diario del Perú. Y del que entre sus páginas, estaba una columna que enaltecía con tanta brillantez la cultura, tanto como la mujer de al lado, una pequeña pero tan potente columna que hizo que muchos aprendiéramos a dar nuestros primeros pasos literarios, como el que ahora escribe. Quién no leía los sábados de cine o domingos de literatura infaltables, tus entrañables episodios en San Marcos, o al ‘Chato’ Matta, tu alter ego, con el ‘sinvergüenza’ y mujeriego de Pancholón y sus mil y un aventuras. Y es que han pasado los días y todavía no puedo aceptar que eres ya parte de lo eterno. Te veo entre lo sueños donde pareces decirme algo, tío. Del que no quieres que me gane los llantos cuando el silencio de la noche impera y trae a colación aquellos innumerables momentos mientras escribías tu columna y oíamos a Charly Garcia (el Unplugged por ejemplo), para luego corregirlo y seguir hablando de literatura, historia, política,

cine, arte… Con nadie he podido hablar sobre tantos temas como también de esta ‘dulce condena’, nuestra locura innata, que nos hiciéramos como padre e hijo caminando por la sórdida pero luminosa Lima. Podrías comprenderme, y hacías que no me sintiera tan solo. Por eso fuiste como el padre que la vida misma me dio, ‘de la familia que uno encuentra con los años’, como decías. Y ahora que te has ido, ¿con quién hablaré de todo esto?
Ahora me levanto y trato de llamarte o escribirte, pero nadie contesta. Veo a padre, quien iba a ser tu compadre si no hubiera sido por esa aciaga enfermedad, ya que también creías en su fidelidad como amigo. Y que fue así hasta último momento, ya que fue tu último amigo que te vio despedir, gritando un gol de nuestro querido River Plate, equipo al que pensabas visitar su cancha una vez más, ya no con Ramón el ‘Pelado’ Díaz en el banco sino el ‘muñeco diabólico’, como decías en broma a Gallardo. Creía y tenía fe en que todo pasaría e iríamos a Argentina o el proyecto de streaming se haría: ‘El tío y el sobrino’. Ya que como me dijiste semanas antes: ‘Ya que no haré mi libro. Estaría bueno hacer ese proyecto porque al igual que Neruda podría decir tranquilamente, ‘Confieso que he vivido’. Porque calle y cultura nos sobraba. O de nuevo ir donde Román el pescador o a Paracas a comer buenos ceviches. O ir a ver a ‘Del pueblo’, y recorrer nuestra órbita de la noche y la bohemia. Y tantas cosas más, tío… Que hasta el último momento tenías una fortaleza indescriptible, como hoy, esta noche, en que te despediste con un gran abrazo entre sueños del cual fue imposible no quebrarme y escribir esto. Has sido más que un amigo, un maestro y padre para mí . Me pregunto una vez más, quién me entenderá, con quién podré hablar de todo lo que hablábamos siempre. Me pregunto cuándo podré volver a verte. En qué lugar del tiempo o el universo estará presa esa ilusión de volver a encontrarnos y brindar por todo lo vivido… En qué lugar podré encontrarme con mi maestro… pues como me recordabas, yo era tu discípulo, quien seguiría tu legado. Y del cual me llenaba de tanto orgullo, pero del que bien sabía en mis adentros, de que ‘Búho’ es y será uno solo. El periodista más leído por este país, el que nos dio la posibilidad a personas como yo de soñar con el mundo infinito de las letras en aquel diario que repartía y vendía, que siempre leía y del que sería la pluma que me influenciaría para empezar a escribir. Cuánto extrañaré los domingos de literatura, cuánto pero cuánto lo extrañaré si por tus letras yo decidí escribir y hacer un libro del que inmortalizaste con tu prólogo. Te quiero y te amo padre de la vida. Te quiero y te amo, y alguna vez nos volveremos a ver y beberemos como dos bohemios hablando de lo que hablábamos, nos volveremos a ver porque no hay adiós cuando se ha amado, como un hijo a un padre y padre a hijo. Por eso hasta el último estuve, porque fuiste un padre para mí. Se apagó para siempre el televisor para brillar en el parnaso de las letras y de los cielos por los siglos de los siglos, maestro. Gracias por todo.

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Esta Casita de Cartón abre sus puertas con el título de una memorable canción del rock Argentino, escrita por el maestro Charly García, en el periodo musical de Sui Generis, ‘Confesiones de invierno’. Puesto que esta columna será, de alguna manera, íntima, recapitulando los días que pasaron, tras la Ventana del tiempo, como de los días venideros. Así que me dispongo a oír aquella pieza maestra en esta madrugada en la que escribo, enfermo y con la trastornada marea de pensamientos que retuercen las pocas estrellas en el cielo de esta noche invernal, que estuvieran iluminadas si es que las calles en las que camino tuvieran esperanzas. Pero no hay, y la carne se hace sombra y transcurre dentro de su cárcel redundante en las letras de esta canción.

En un principio, el rótulo iba a ser ‘Luz de agosto’, nombre de una novela del autor que escribí por última vez, William Faulkner. Y es que es agosto, el mes de mi nacimiento, un año menos, a lo que realmente lo siento así y que de alguna manera me tranquiliza. Sigue otra canción, ‘Agosto’ de HDS, es un cóctel de músicas que acompañaron mi juventud. Recordando a mi viejo amigo Gustavo, fanático de esa banda española como de otras de la movida madrileña. Cuando tomábamos vinos hablando de arte y de los amores fracasados que por entonces yo no había vivido, pero que en cada palabra entendía los suspiros de vientos que alguna vez llegarían a este pozo. Tenía 14 o 15 años, y desde muy joven siempre me gustó oír voces autorizadas por el tiempo. Me escribe Ana, una amiga, en este momento, y le envío una escena de ‘Her’, ya que minutos antes de sentarme al ordenador, hablábamos sobre la IA, que está muy en boga, y del amor y sus sacramentales palabras en otrora a diferencia de ahora. Cómo ha cambiado todo, y lo veo al ver a mi hermano echado en su cama abrazando su alivio, Tik Tok o un juego. Y no juzgo, son los campanarios de los ‘temps moderns’ y del futuro, que tanto espantaba a Baudelaire o al que satíricamente Chaplin con arte hacía ‘gruñir’. A veces pienso que la historia ya está escrita realmente y solo caminamos en la misma comparsa una y otra vez encaprichada por un Dios siniestro. Pienso, tantas veces pienso que la respuesta realmente tal vez lo tenga el viento.

Ahora, después de muchos años escribí un cuento para una revista, que lleva de título ‘Lo que ya no recuerdas’. Con el epígrafe siguiente: ‘Hay muchos tipos de amor en este mundo, pero nunca el mismo amor dos veces’, del autor que quizás como nadie entendería este palpito en estos minutos donde presiono los teclados, puesto que veía a la vida como yo, con el retrovisor del pasado, con los vientos tocando imperecederamente el acordeón de la nostalgia una y otra vez en el reloj de arena. Y quizás por eso es que me ‘enamoré’ de su obra. En sí, cada autor favorito que tenemos es un semblante de lo que somos, lo intrínseco, plasmado en sus artes, y en eso señalo a mis escritores predilectos, como Capote, Mishima, Fitzgerald, Dazai. El orden es aleatorio. Y al leer sobre sus vidas lo entendí, porque escribían con la pulsación del mismo sentimiento a través de la ventana de la imaginación y del sufrimiento. Quizás con ellos me gustaría compartir un velada en el infierno, creo que sería el sueño más allá de la vida que me haría muy feliz.

Y el cuento trata sobre una relación de esas obnubiladas. De los que cada vez se extinguen propiamente por las afluencias culturales. De una chica que dedica canciones de amor que alguna vez su ex amor le dedicaba: jazz, baladas francesas, y demás. Un knockout al polaroid que atesoraba el personaje dentro de las cosas que uno más ama. Al terminarlo, pensé: la única canción que nunca podría dedicar a nadie la personaje de la historia, sería ‘Don’t think twice, It’s all right’, de un genio de Minnesota, curiosamente como Fitzgerald, Bob Dylan. Del que harán una película, noticia que me alegró gratamente, y que espero que sea digna de lo fue, es y será el único músico premio Nobel de Literatura al día de hoy. Es la canción que considero más hermosamente decorosa para despedirse de alguien (así ésta haya sido ruin y desleal). Y pongo una interpretación del mejor Bob Dylan, a medios de los 60’s, exactamente en 1965 en Birmingham, Inglaterra. Esta historia es inspirada en el caso de la vida real (de un gran amigo) como todo. Trayendo a colación al maestro Jorge Luis Borges: ‘Todo lo que nos sucede, incluso nuestras humillaciones, nuestras desgracias, nuestras vergüenzas, todo nos es dado como materia prima, como barro, para que podamos dar forma a nuestro arte’. A su vez, llega el final de estas líneas, y resplandece esta sentencia de Neruda: ‘Me enamoré de la vida, es la única que no me dejará sin antes yo hacerlo’. Pasado, como todo lo que mi rostro ve ahora en el espejo. 

Esta casita de cartón cierra sus puertas con la última frase de una de las canciones mencionadas: ‘Una vez en la vida debo encontrar dentro de mí,­/ una noche de agosto/ mi alma perdida que arrojé al mar’. Y espero que sea en esta. 

Gracias a Julio Ramón Ribeyro por ‘Prosas apátridas’, Edward Hopper por ‘Domingo por la mañana’ y a John Lennon por [Just Like] Starting Over.

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casita de carton, Charly García

Esta Casita de Cartón abre sus puertas escribiendo, a días de un año más de su fallecimiento, al extraordinario y notable exponente de las letras norteamericanas, y la mayor fuente de influencia e inspiración de los escritores del ‘realismo mágico’, William Faulkner. Y es que si alguna vez nuestras letras fueron estrellas luminosas de la literatura mundial, fue gracias a aquel movimiento que Alejo Carpentier lo ‘revistió’ en palabras como lo ‘real maravilloso’, y al legado literario que dejó para la posteridad el maestro del ‘gótico sureño’. Es que todo lo que acontece en los rinconcitos de aquel mundo perdido en el tiempo, que respira en cada espacio nostalgia, de Yoknapatawpha, es como un multiverso de otros mundos bañados también por lo fantástico, como el recordado Macondo o Comala (aunque este último existe en lo terrenal pero no con los bríos mágicos que nos dejó otro grande como Juan Rulfo). Y es que el Premio Nobel de 1949, fue una de las mentes más maravillosas como farol resplandeciente de mucho de esos muchachitos de esta parte del globo terráqueo, cuando eran ‘tan pobres pero tan felices’ por aquel entonces, cuando ‘devoraban’ sus impresionantes libros, como las que acompaña el título de esta columna, ’El ruido y la furia’. Y es que como señalaría nuestro Nobel en más de una ocasión: ‘sin la influencia de Faulkner no hubiera existido novela moderna en Latinoamérica’.

Aquella voluminosa edición que leería (y del que por primera vez en me enamoraría de un personaje de un libro, Caddy), según contaría el mismo Faulkner, lo escribiría de 5 maneras distintas antes de ser publicada. Novela que trascendió los tiempos y que tendría por título una de las parte más famosas de los versos de ‘Macbeth’, exactamente en el acto 5.º, escena 5: ‘La vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”. Al comienzo, la historia es contada por una persona con discapacidad mental, Benjamín Thompson, o ‘Benji’, dejando a más de uno lelo, como también un poco confundido, para luego cambiar a las voces de sus hermanos. Al pasar de sus hojas, uno se daría con el retrato de la decadencia de una familia tradicionalmente sureña por 30 años, que es de donde proviene el linaje del autor y donde vivió la mayor parte de su vida. Ya que el maestro nació en Ripley, Misisipi, pero vivió en las cercanías de Oxford. No llegó a terminar la escuela, ni estudiar en alguna universidad. Más sí intentó participar en la guerra pero por su baja estatura no podría ser partícipe y eso lo frustraría. Es entonces donde se dedicaría a cualquier trabajo para sobrevivir y tener algo para ‘comer, como unos cigarrillos y unos whiskys’ como a la literatura, teniendo de ‘baluarte’ a Dostoievski, del que leería y releería cada libro de él por año como el ‘Quijote’, o al que consideraba como ‘el padre de la literatura norteamericana’, Mark Twain. Y sería por el brillante cuentista, amigo de él y que sería de los mayores eslabones para los escritores de esa época, Sherwood Anderson (‘el padre de los escritores de su generación’, afirmaría), quien le incentivaría a que vaya por el sendero de la narrativa en vez de la poesía, que era donde se veía talento. Después de tres semanas sin verlo, le iría a visitar a Faulkner por primera vez a su morada, preguntando si éste andaba molesto con él, ya que a diario se veían. ‘No, estoy escribiendo una novela’, le respondería. Harían un trato: le presentaría su novela a su editor, con la única condición que no le haga leer. Y así sería.

‘El pasado nunca se muere. Ni siquiera es pasado’, esta máxima de índole casi filosófica que expresara, pareciera ser parte del latido de su obra. Tomaría de ese innovadora narrativa del ‘monólogo interior’, que James Joyce había sabido tan magistralmente exponer tiempo atrás con ‘Ulises’. En sí Faulkner era un eterno decadente del sur, que después de la guerra de la secesión cambiaba, como su tradición, su expresión. Se podría decir que escribía desde la derrota de su pueblo, del territorio donde creció, del mundo que se había perdido. Debe ser por eso que en estas latitudes tantos autores se nutrieron y escribieron concibiendo la literatura con la misma mirada, de la derrota la magia intrínseca pueblerina. También vibraba sus textos dentro del tiempo circular, como el eterno retorno de Nietzsche. Diría sobre el ejercicio literario: ‘El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo’.

Mujeriego, alcohólico, como su enemigo número uno, otro ‘peso pesado’ pero desde la otra orilla en la forma de escritura, Ernest Hemingway (del que curiosamente al perecer ambos, encontrarían en sus bibliotecas todas las obras completas de cada uno, demostrando una especie de amor y odio silente). Alguna vez, el extrovertido Truman Capote lo describiría como un ‘obsesionado por las lolitas, habitualmente serio y elegante, bajo el doble de peso de una incierta gentileza y una resaca de Jack Daniel’s’. No viajaría mucho por el mundo. Harold Bloom diría que era el mejor escritor de su época, superando incluso a  Hemingway, Fitzgerald o Dos Passos. Aunque el creador de ‘Luz de agosto’, diría, a pesar de su rebosante orgulloso, que realmente el mejor fue Thomas Wolfe y él era el segundo. Moriría de alguna manera en su ley, cayéndose de un caballo para posteriormente sufrir un infarto. 

Esta Casita de Cartón cierra sus puertas ocultándose entre los follajes de los árboles y vientos de aquel mundo que sintió revivir al leer las páginas de este genio, en Yoknapatawpha, dentro de los mitos del sur asombroso y mustio, con el cual crecí con sus páginas y al volver a escribir sobre él, rememoro, en donde seguramente reposa sus restos y donde le darán una celebración como merece, con abundante whisky y cigarros. Reviviendo entre carcajadas el pasado eterno. Entre la nostalgia del tiempo y de los vientos venideros.

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casitadecarton, William Faulkner

Esta Casita de Cartón abre sus puertas gratamente sorprendido ante la serie que se estrenó recientemente por Star +, ‘Feud: Capote vs. The Swans’. Y es que alguna vez si Nueva York fue el centro de la moda y la cultura, fueron sin duda por personajes particulares como Truman Capote y sus ‘Cisnes’, como les llamaba a aquellas musas ‘hermosas y malditas’, que le confiaban sus secretos más íntimos erróneamente. Ya que como alguna vez él mismo plasmaría en esa obra donde las desnudaría, ‘Plegarias atendidas’: ‘La mayoría de los secretos jamás deberian ser contados, pero en especial los que son más amenazantes para quien los oye que para quien los dice’. Como le pasaría también al ‘Duque’, Marlon Brandon, quien le confesaría en una noche en Japón, donde el actor la pasaría tomando agua y el escritor vodka, ‘que su madre era una alcohólica’. A lo que Capote, con su mordaz y deslumbrante memoria, no lo dejaría pasar y lo inmortalizaría en The New Yorker, sin temor al revuelo, con otros ‘pesados’ secretos. Curiosamente, esto va a la par de un libro original que pude comprar por unos 4.500 pesos (que serian como 13 soles acá), antes de llegar a Lima, en Argentina, de Liliane Kerjan, y que retrata la vida de aquel hombre que tocó las puertas y a los ‘becerros de oro’ del primer mundo y luego verse en la ignominia plena. Este es un pequeño homenaje al niño terrible de las letras norteamericanas, que se describía así mismo como: ‘Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio’.

Es que desde hace unas semanas, estoy leyendo las biografias de mis escritores favoritos de cabecera, y empecé con la obra de Richard Lehan: ‘El Mundo de Scott Fitzgerald’, texto imprescindible para saber quien fue aquel hombre que hiciera la novela del sueño americano por excelencia, para en un santiamén, continuar con esta. Los libros son mis mejores compañeros cuando el imsonio asola en horas indescriptibles de la noche, y que mejor de aquellos que marcaron distintos periodos de mi vida, y ahora entiendo por qué. Y es por la razón que ellos escribían con el mismo palpito del que palpita mi corazón. Y dentro de su más de 200 páginas detalladas sobre este irreverente autor, creo que no hay mejor definición de él, como la que alguna vez hizo el poeta Jean Cocteau, cuando este le presentó a la dama de las letras francesas, Colette, a quien Capote admiraba profundamente: ‘no te engañes querida. tiene el aspecto de un angel de diez años, pero su edad es infinita y su alma maligna’. Pues Truman, quien nació con el nombre y apellido de Truman Streckfus Persons, nunca perdonaría haber crecido sin amor y ese resentimiento hacia la vida lo llevaría hasta el ultimo día, ahogado en pastillas, alcohol y cocaína. Pero sobre todo recalcando lo de su infancia, que consideraba la más infeliz. El que su madre alcohólica, Lillie Mae Faulk, lo escondiera en un ropero u hoteles mientras se deleitaba con amantes adinerados, o lo mandara a vivir con sus tías para ella poder ‘cazar’ a un multimillonario y darle la vida que consideraba que merecía tener, esa pretención y angurria adoptaría Truman y que sería con los años parte de su destrucción. Y es que como muchas veces sucede en las familias, los padres depositan al hijo el sueño inalcanzable que no pudieron llegar, el sueño frustrado que llevan dentro. Y Capote, buscaba romper eso, ser conocido y estar rodeado de riqueza y fama que nunca pudo tener su madre. Y a medida que alcanzaba esa meta, creía que sería amado. Su logro fue el sueño que no llegó su madre. Llegó a la meta pero a qué costo. Prácticamente el mismo: morirse suicidados en distintas consonancias y tiempo.

Y en ese derrotero desmedido de ambición, Lillie llegaría a conocer al que sería el padrastro de su retoño y su mina de oro, Joe Capote, y con eso el apellido que eternizaría el pequeño Truman: ‘Capote’. Con los años y ya con fama reconocida (todavía no publicaba ‘A sangre fría’), la mujer que botaria las cartas con dibujos que hiciera un enamorado jovencito que sería el mítico fundador de la ‘Factory’ y emblema del ‘Pop art’, Andy Warhol, terminaría suicidándose, cruz que llevaría por siempre Truman, quien se sentiría al ser su único hijo, responsable de aquel fatídico suceso. De alguna manera, se puede percibir de ella su influencia de la personaje más recordada de sus novelas, la lunática y rebelde, Holly Golightly, de ‘Desayuno en Tiffanys’. Librito que tendría un eterno recuerdo en mí, razón por la cual importaría una edición especial conmemorativa de Anagrama y que lo conservo entre mis ‘joyas’ literarias. Aquel personaje siempre me rememoría a una empalagosa canción de la banda española ‘La mode’, ‘Aquella chica’. Como si hubiera sido compuesto después de leer esa novela. Pero la personaje que más influencería en su creación sería la ‘bomba sexy’, Marilyn Monroe, su mejor amiga, a la que llamaba una ‘hermosa criatura’. Y a la que hiciera un enternecedor escrito de despedida en otra obra monumental, ‘Música para  Camaleones’. Justamente quería que ella fuera la actriz de la película que se hiciera de esa novela, pero al final no lo fue sino Audrey Hepburn, a pesar de las regañadientes del autor de brillantes cuentos como ‘Miriam’. La cuestión es que sería retratada en el séptimo arte con la interpretación majestuosa de la actriz, y por el maravilloso y sublime fondo musical de ‘Moon River’, en composición del maestro Henry Mancini. Que en noches como estas, misteriosas, que esperan cubrir las estrellas del cielo con 20 Rosas, la escucho hasta el amanecer y así abrigo mi alma con su entrañable recuerdo.

‘Las palabras siempre me han salvado de la tristeza’, escribiría alguna vez. Y es que ‘el Proust norteamericano’, nunca se desprendió del lugar ni los sentimientos donde diera sus primeros pasos, del Alabama o New Orleans, donde el rio misispipi ondula sus aguas, como los recuerdos que siempre llegaban, como cuando oía The Sunny Side of the Street’ en voz del ‘Buda negro’: «Para mí, la dulce furia de la trompeta de Armstrong, la ronca exuberancia de sus gestos, son en cierto modo como la magdalena de Proust: hacen que vuelvan a levantarse las lunas del Misisipi, evocan las luces fangosas de las ciudades ribereñas y el sonido de las sirenas en el río, que se parece al bostezo de un caimán. Oigo la embestida del agua mulata contra los flancos del barco. Sigo oyendo el compás marcado con el pie de ese Buda burlón al tocar The Sunny Side of the Street, para acompañar sus rugidos…”. Siempre latían los sonidos de aquellos bosquecitos donde los mitos eran contados como cuentos, la magia dentro de lo fantástico que llevaría a la posición de ser considerado el nuevo Hemingway o Faulkner, cuando publicara su ópera prima, ‘Otras voces, otros ámbitos’, obra con matices claramente autobiográfico, principalmente en la búsqueda del amor de su personaje principal a su padre.

Con los años llegaría la novela que los llevaría al panteón eterno de las letras, ‘A sangre fría’, con el género al que abría las puertas, de ‘no ficción’, aunque años atrás hiciera lo mismo por estas latitudes, Rodolfo Walsh, con ‘Operación Masacre’. Que tuviera también la oportunidad de leerlo en las aulas de la Universidad de Buenos Aires. Texto que tranquilamente podría haber acoplado aquel título del terrible caso de Kansas por lo desgarrador de sus páginas, en aquel sangriento periodo de la dictadura militar Argentina. Y para celebrar el éxito total de su novela, aunque con la excusa de conmemorar a Katherine Graham, dueña del Washington Post, el 28 de noviembre de 1966 haría la legendaria fiesta del siglo, ‘The Black and White Ball’. Donde estarían toda la élite mundial, pasando por multimillonarios, políticos, célebres personajes del arte y la cultura, y demás. En sus mismas palabras, quería que pareciera un cuadro, inspirado en la película ‘My Fair Lady’. Y así fue. Lo tenía todo. Había llegado a la cima pero del que luego caería estrepitosamente al confesar los ‘bajos instintos’ de sus ‘Swans’. El escritor más perfecto de su generación, según dijera su amigo y enemigo literario, el antisistema, beodo y mujeriego, Norman Mailer, terminaría sus días en el ostracismo.

Esta Casita de Cartón cierra sus puertas pidiendo perdón por esta rayuela de emociones como rememorando la sincera confesión que hiciera en su apoteósico prefacio de ‘Música para camaleones’: ‘Cuando Dios te da un regalo también te entrega un látigo, y la sola función de ese látigo es la autoflagelación’. Perspicaz, siniestro, pero tan brillante como sus epigramas: ‘Siempre hacen más ruido las latas vacías que las llenas. Lo mismo ocurre con los cerebros’. Estas palabras como otras que he escrito han sido, sin duda, gracias a sus obras. Este no es el mejor homenaje pero si uno muy sincero, de un escritor que empezó a escribir gracias a él, entre otras imperecederas plumas. Por el ‘Camaleón de las letras’, Truman Capote.

 

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