[Migrante al paso] Poco se habla de los que pasamos a ser adultos durante la pandemia. Tenía 25 años cuando empezó y 28 al terminar. Si bien ya era un adulto a los 25, por lo menos yo no sentía ningún peso de responsabilidad ni medía tanto las consecuencias. Estaba en un intermedio, un semi-adulto, por decirlo así. Me di cuenta de que este periodo confuso, letárgico y repleto de incertidumbre aplastó a muchos. Felizmente, cuento con la suerte de no haber pasado por las tragedias que ocurrieron en ese momento.
Si nos detenemos a evaluar lo que pasó, fue realmente impactante. No podíamos salir, y cuando lo tuvimos permitido, las calles estaban llenas de militares, todos con mascarillas, y se percibía el miedo. La gente se aisló por razones obvias, pero ¿qué consecuencias tuvo? Aún no lo tenemos claro.
Cuando terminó, no pasó mucho tiempo para que me embarcara rumbo a Buenos Aires, donde no conocía a nadie. Recuerdo que en el avión estaba asustado. No solo porque pasé abruptamente de estar en estado de emergencia y con limitaciones de movimiento a irme a otro país desconocido. No podía darme el lujo de un bajón o de sentirme mal; después de todo, ya había crecido, y entre tantas muertes y desgracias, mi caso era algo ligero. Sin embargo, una cosa es racionalizarlo y otra sentirlo.
En todo ese tiempo no había logrado entender por completo qué significa ser adulto y, actualmente, tampoco lo tengo muy claro. Veo por redes sociales a varios amigos y conocidos casándose, teniendo hijos y sentando cabeza, mientras la mía aún está dispersa. ¿Es eso ser adulto?, me suelo preguntar.
Hoy, el sol me despertó junto al viento moviendo las hojas de los enormes árboles de Pedro de Osma. Me recogió un gran amigo para simplemente dar vueltas en carro por la Costa Verde. Armendáriz. Los tubos sobrantes de una obra que quedó a la mitad, por negligencias sospechosas, interrumpían la vista al mar. Tal vez el único lugar donde esta caótica ciudad se puede dar un respiro. Mientras nos liberábamos poco a poco del tráfico, se diluía la masa oscura que todos cargamos. Subestimamos lo que tenemos al lado, pero ¿qué sería de Lima sin ese fin tangible? Nuestro lugar termina; después del acantilado solo queda la inmensidad del océano. Es algo recurrente en nuestros sueños. No me considero alguien playero, pero suelo soñar con las olas, venciéndolas acompañado de una tripulación de amigos locos. Se ven las diferencias económicas notorias mientras sigues avanzando: desde grandes edificios hasta casas en ruinas. Todas compartiendo ese universo líquido que nos permite aspirar a algo. Somos nada pretendiendo ser algo. Ser adulto no significa otra cosa. Haber crecido a poca distancia del gran azul me permitió ser un soñador diurno, un cazador de deseos. ¿De verdad importa si logras algo o si haces algo con tu vida? Me parece que no. En este hermoso rincón de la ciudad sin alma, los juicios solo despiertan molestias. Este camino fue mi única constante durante la pandemia, el único testigo de mi adultez.
Sonaba Jarabe de Palo a todo volumen. No hablábamos. Solo avanzábamos. Cada respiro se hacía menos denso. Las reflexiones pasaban a la velocidad de las líneas de tránsito que cruzábamos. No necesito una cura para lo que soy. La vida pasa; cada vez los años son más cortos. Tengo 31 años, mi DNI es tal y mi pasaporte otro número. Así funcionamos, como un código de barras que acumula información. Pero no somos sólo números. No se contabilizan nuestros problemas ni injusticias. No podemos limitarnos a ser una pequeña programación de un gran diagrama. Mi único índice de adultez es que tengo que cumplir un rol para las generaciones por venir. Ahí está el verdadero rey, el verdadero objeto a proteger. No se encuentra sentado en un palacio ni en el directorio de una gran empresa, tampoco en quienes creen hacer una revolución desde sus cabezas. Nos movemos como el océano que sube y baja de marea. De lo contrario, eres un paria. Un irresponsable. Un loco.
En tan solo un par de horas se me desenredaron las emociones. Mantengo la luz prendida, una que me mantiene abrigado. Nunca la dejé de encender, ni cuando mis dígitos daban negativo. El hartazgo y empalagamiento que provoca nuestra realidad de cemento se te pega, donde toda estructura política se derrumba. ¿Cómo no entender el malestar? Somos una sociedad que necesita una vuelta con el mar al lado. Después de todo, los adultos somos eso: millones de ilusiones de individualidad que necesitan un respiro. Dimos la vuelta, y al llegar a La Herradura, mi mentalidad había dado un vuelco completo. El pesimismo que nos rodea en estas fiestas ya no regía mis ideas. Sentía mi temperatura subiendo y subiendo. Me iba a prender fuego, pero ya no necesitaba ayuda para apagar el incendio. Porque ahí estaba yo, en las propias brasas.
Al final, bailábamos y cantábamos mientras manejábamos. Fui sorprendido por mi propio paisaje. No lo sentía hace mucho. Después de tantos viajes, sentía que mi hogar me apagaba. Por mucha consciencia que tengamos, seguimos siendo animales que se desarrollan en un entorno. Y me bastó repetir estímulos anteriores para resurgir de una resaca que parecía no querer irse. Nosotros, los adultos, a mi parecer, solo tenemos que lograr una cosa: seguir aprendiendo y sorprendiéndonos, no creer que porque ya estamos supuestamente en la etapa final, el viaje terminó. No he vivido ni la mitad de mi vida. Por esa razón hoy me dejé llevar por la manía y pude expulsar todo bucle a carcajadas, riendo sin parar. Como un loco. Tal vez suena inmaduro, pero por más adulto que sea, aún me queda mucho por jugar.