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Además, para los casos de brotes, explica que lo principal es no movilizar las aves enfermas de las granjas en las que se presenten. “Las aves son sacrificadas en el sitio. Se hace una fosa de tres o cuatro metros y se les tapa. El ave no se moviliza porque hacerlo sería movilizar el virus”, explicó.

Sin embargo, pese a tratarse de un brote arrasador para los pelícanos, estos casos llegarían a su final antes del 2023. Así lo cree Liz Soto, gerente general de la Corporación de Granjas del Perú (Gramogen), quien indica que “según lo que está informando Senasa, el brote debería estar pasando en las siguientes semanas de diciembre”.

Para Soto, quien también es miembro del consejo ejecutivo de la Asociación de Exportadores (ADEX), el virus tiene la capacidad de llevarse una granja entera. “Necesitamos que toda la población haga su parte alejándose de las aves enfermas”, señala sobre la importancia del rol de la ciudadanía en la contención del brote que viene experimentando el país.

“Yo pensaría que estamos controlando la situación”, comenta la gerente general de Gramogen sobre el trabajo realizado para evitar que la influenza aviar pase de las aves silvestres a las aves de granja y destaca el trabajo del Servicio Nacional de Sanidad Agraria. “Las medidas que está tomando Senasa está haciendo que esto sea posible”, indica y agrega que, hasta la fecha, no se ha visto afectada la industria para la venta nacional ni en las exportaciones.

Influenza - SenasaAnte este brote se ha decretado una alerta sanitaria por 180 días.

El desarrollo de la influenza aviar H5N1 en otros países invita a creer que no se trata de una nueva pandemia. Sin embargo, debido a la mortalidad y facilidad con que se contagia entre aves sin duda representará un desafío para la industria avícola y sus procedimientos de bioseguridad.

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Un padre de familia describe los estrictos protocolos de seguridad sanitaria para asegurar una celebración libre de Covid. Todos los invitados pasan por una prueba de antígenos y solo entran los que dan negativo. Al final del día, o de la noche, decenas de contagiados. Quien comparte esta situación concluye que “este virus, en verdad, en verdad, no se le entiende”. 

Algo así como si el sindicato SARS-CoV-2 —espero, si la historia es cierta, que no sean del sector Ómicron— se hubiera comprometido con los organizadores de la reunión a que como sus miembros no están en la lista de invitados, no van a ir. ¡Mentirosos!

Mi intención no es tildar de irresponsable a nadie —aunque, al parecer el anterior fue un fin de semana en que por lo menos más de uno lo fue—, ni hablar de ignorancia virológica, sino señalar una deficiencia de la mente, aun de la que ha sido pulida por la educación, incluso formación científica, cuando se trata de decisiones de la vida cotidiana. 

Nuestro cerebro es muy malo para las estadísticas y si hay algo que lo desconcierta es la naturaleza probabilística de la realidad. Un ejemplo: ponemos a una persona frente a un foco y le decimos que se prenderá de rojo 75% de las veces y 25% de azul. Pedimos a nuestro conejillo de Indias que, antes de que se ilumine la bombilla prediga, apretando uno u otro de dos botones, el color de la luz. De 100 veces, la mayoría presiona 75 el azul y 25 el rojo. En promedio acertarán 61 veces, mientras que si en todas las ocasiones van por el azul de todas maneras acertarán 75. O cuando dejamos de comer algo o comenzamos a ingerirlo porque aumenta o diminuye en 20% las chances de tal enfermedad, cuando si no comenzamos por conocer el porcentaje de gente que la sufre, esa cifra no significa nada, salvo para quienes producen la sustancia y quienes arman la estrategia de mercadeo.  

Son muchos los sesgos sistemáticos, predecibles, que hacen tan fácil engañar, sobre todo engañarse, a la mente humana: preferir la información que confirma nuestros prejuicios y enceguecer frente a los datos que los desmienten, sobreestimar nuestras habilidades (100% de los conductores afirman ser mejores que el 50%), o pensar que lo que llega a las primeras planas es más frecuente, entre otros. 

Pero volvamos al virus incomprendido. Todos los exámenes en la entrada dieron negativo. Una medición, pues, es una medición, un acto objetivo que refleja la realidad. Sin llegar al principio de incertidumbre y otras exquisiteces cuánticas, eso no es cierto. Si olvidamos los azángaros de los certificados de vacunación y asumimos que medidor y medido son honestos, quedan varias capas de incertidumbre. 

Puede haber un instrumento de medida defectuoso o puede que los instrumentos de medida no midan lo que se supone miden. Pero aún descartando lo anterior —deshonestidad y lo mencionado— están los famosos falsos negativos y positivos. Basta con un par de los primeros —las víctimas de los segundos, en el caso de la fiesta, deben haberle prendido veletas al santo de su devoción—para que entre meneos, perreos y melodías entonadas a todo pulmón, el virus se haya comportado de la manera más entendible del mundo. 

Estamos viviendo un fenómeno harto complejo. Cerrar las fronteras o encerrar a la gente no lo resuelve. Pero tampoco desentenderse de las sutiles interacciones entre individuo y grupo, las fluctuaciones del contagio, la relatividad de las mediciones, las condiciones epidemiológicas locales, la responsabilidad personal y comunitaria, los márgenes de riesgo que se quiere asumir, las ansias de socializar, el derecho a vivir y no solamente evitar la muerte. Hacerlo es condenarse a creer que se está en la parte final de un cuento de hadas o una tragedia griega. No es el virus el que no se entiende, es la realidad. 

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