28 de octubre de 2016, horas de la mañana en Frankfurt, en una lujosa suite doble del Grand Westin Frankfurt Hotel, que cuesta 520 euros la noche. He recorrido unos 125 km en tren desde mi domicilio en el pequeño pueblo de Kleinfischlingen para encontrarme con Ian Elliott, experto internacional de origen irlandés contratado por el Sodalicio, a fin de conversar sobre mi caso y ver cuánto se me daría como indemnización en mi calidad de víctima de la institución.

Cuando el hilo de la conversación llegó al tema de las reparaciones, Elliott me dijo que el Sodalicio había determinado una suma para ser repartida entre todas las víctimas reconocidas por la institución. Aunque en ese momento no me quiso decir cuál era el monto, dos años más tarde, gracias a las declaraciones de Alessandro Moroni, entonces Superior General del Sodalicio, ante la Comisión De Belaúnde en el Congreso de la República (noviembre de 2018), se sabría que el monto era de alrededor de 4 millones de dólares, a ser repartidos entre 67 víctimas del Sodalicio.

Pero aun no sabiendo en ese entonces a cuánto ascendía esa suma, le pregunté a Elliott si había averiguado a través de documentos contables el monto del patrimonio del Sodalicio, para que, como experto profesional en abusos, hiciera la recomendación de cuánto se debía pagar en concepto de indemnizaciones para reparar el daño ocasionado a las víctimas de manera justa. Ciertamente, no había averiguado nada, y tampoco le interesaba hacerlo. Le bastó con le dijeran el monto destinado a reparaciones pues, como se luego se inferiría de su labor en la comisión de expertos convocada por el Sodalicio, Ian Elliot nunca estuvo del lado de las víctimas sino del lado de la institución que lo había contratado, a fin de realizar un efectivo control de daños.

Y de eso mismo se encargaría también el Sodalicio, asegurándose —mediante la implementación de un sistema de prevención, apoyo y denuncias absolutamente inútil e ineficaz— de que no aparecieran nuevos casos en el futuro, es decir, dificultando y obstaculizando —en la medida de lo posible— cualquier acción que pudiera tomar una eventual nueva víctima de abusos, desalentando cualquier denuncia en vistas de las consecuencias y obligando a las víctimas que aceptaron las reparaciones a guardar silencio sobre lo ocurrido. De hecho, cinco víctimas no recibieron nada porque se habrían negado a aceptar las condiciones impuestas por el Sodalicio a través de sus abogados.

Si bien hubo una víctima que habría recibido US$ 250,000 de indemnización, la mitad habría recibido sumas inferiores a los US$ 30,000, que difícilmente cubren todos los daños y perjuicios sufridos en diferentes rubros, con lo cual no se puede hablar de una reparación justa.

Ahora que Paola Ugaz, en un reportaje publicado el 3 de noviembre en La República, estima en mil millones de dólares las utilidades de los negocios del Sodalicio en el Perú, se puede legítimamente especular que el monto que se destinó a las reparaciones de las víctimas no agota lo que efectivamente podría pagar el Sodalicio. Ese monto no se habría establecido en base a estándares internacionales de justicia, teniendo en cuenta los daños ocasionados a las víctimas, sino más bien calculando lo mínimo que podía desembolsar la institución para sacarse el problema de los abusos de encima, como quien ahuyenta una fastidiosa mosca de su cara. Aparentemente, una de las cosas más sagradas para la institución es el dinero que han acumulado y que nadie sabe a qué destinan, si a fines estrictamente religiosos o de otra índole. De ahí saldría el dinero destinado a mantener el ritmo de vida de Luis Fernando Figari hasta el fin de sus días en su exilio dorado en Roma, monto que debe superar ampliamente los cuatro millones de dólares que la institución por él fundada destinó a las víctimas.

Lo más escandaloso es que la manera en que el Sodalicio adquirió este patrimonio está plagado no sólo de irregularidades, sino de prácticas de saqueo y explotación que habrían afectado en primer lugar a la gran masa de los miembros de la misma institución. Esas prácticas yo las he sufrido en carne propia.

Los estudios de teología que realicé en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima los pagó mi madre, no obstante que yo ya no dependía de ella y vivía en comunidades sodálites. Cuando comencé a tener ingresos propios trabajando como docente en instituciones que ya no existen —la Escuela Superior de Educación Catequetica (ESEC), el Instituto Superior Pedagógico de Educación Catequética (ISPEC) y el Instituto Superior Pedagógico “Marcelino Champagnat”, que se convertiría en la Universidad “Marcelino Champagnat— tenía que entregar el monto entero de lo ganado a la comunidad y se me dejaba una pequeña cantidad para gastos personales, que no incluían gastos médicos o de ropa. Para cubrirlos tenía que sablear a mi progenitora. Durante todo el tiempo que viví en comunidades sodálites (de diciembre de 1981 a julio de 1993), el Sodalicio nunca me pagó un seguro médico. Durante ese tiempo, los trabajos que realicé para la asociación cultural Vida y Espiritualidad, gestionada por el Sodalicio —entre ellos artículos, reseñas de libros y traducciones, además de revisiones de libros y folletos a ser publicados— nunca fueron remunerados.

Pero quizás el saqueo más descarado que he sufrido ha sido el de las canciones que compuse para el Sodalicio. Porque Figari siempre quiso que la institución tuviera canciones propias, e inició esta labor cambiándole la letra a antiguos himnos políticos, militares y religiosos. De esta manera, el Himno de la Cruzada Eucarística de 1940 se convirtió en el Himno Sodálite a Cristo Rey; el himno “Llámame camarada” del falangista Frente Nacional de Juventudes, grupo integrante del fascismo español, se convirtió en “Alza tu frente”, un himno sodálite cantado en ceremonias internas; el “Bella ciao”, himno de los partisanos italianos durante la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en “Oh gran amor”, canción repetitiva y machacona que se usaba en los retiros para concientizar a jóvenes y adolescentes: la Marcha Peronista se convirtió en “América, levántate”, una canción que se solía entonar a viva voz al inicio o al final de las Misas, y que tenía un estribillo que decía: «América, levántate / América a evangelizar / el Plan de Dios sigamos hoy / el Plan de Dios sigamos hoy».

Cuando en la década de los 80 comencé a componer canciones con música y letra propia, a lo cual se sumaron las composiciones de otros sodálites de comunidad, Figari vio en ello su sueño cumplido, y en el año 1988 se hicieron las primeras grabaciones interpretadas por el grupo Takillakkta, del cual fui uno de los fundadores e integrante como guitarrista y voz de apoyo. Finalmente, 23 canciones mías terminaron incluidas en cinco fonogramas de Takillakkta que fueron publicados en formato cassette y CD entre 1989 y 2004 por el Instituto Cultural, Teatral y Social (ICTYS), vinculado al Sodalicio, además de 3 canciones mías que fueron interpretadas por el conjunto Voz de Esperanza. Las canciones han sido luego comercializadas en plataformas como iTunes, Spotify y Amazon. Y nunca he recibido un solo céntimo por concepto de regalías, no obstante que ICTYS me reconoce como autor y compositor de esas canciones.

En carta de ICTYS del 28 de marzo de 2019, se me comunicó lo siguiente:

  1. «Mediante contratos de edición y cesión de derechos suscritos el 28 de agosto de 1989 y el 10 de diciembre de 1990, usted cedió gratuitamente, a favor de la asociación ICTYS, todos los derechos de autor de su titularidad».
  2. «En razón de ello, ICTYS es la titular de derechos de las obras musicales que forman parte de dicho contrato».
  3. «En tal sentido, las regalías provenientes del uso de las obras musicales antes referidas le corresponden a su titular, quien en este caso es ICTYS».
  4. «Cabe mencionar que los referidos contratos fueron registrados, en su oportunidad, ante la Biblioteca Nacional. Sin perjuicio de ello, todos los registros de contrato y obras, a la fecha, se encuentran a cargo de INDECOPI. De necesitarlos, podrá acceder a los mismos, acudiendo a dicha institución». 

Hecha la consulta a INDECOPI, recibí copia de la documentación a que se refería esta carta. Efectivamente, con fecha del 1° de septiembre de 1989, firmé un contrato de edición y cesión de derechos, por el cual yo concedía a ICTYS «la CESIÓN, en forma gratuita, de la propiedad de todos los derechos y beneficios que le corresponden como autor de las obras mencionadas en la cláusula primera, sin restricción ni limitación de ninguna clase y en virtud de lo establecido en la Ley No. 13714 de Derechos de Autor y por sus Reglamentos». Las obras mencionadas consisten en las ocho canciones mías que aparecieron en “Améríca de nuestra fe” (1989) de Takillakkta.

Anteriormente no conocía el contenido de este contrato que yo mismo firmé, pues el P. Jaime Baertl, quien era entonces director de ICTYS, abusó de su puesto de autoridad y me indicó que debía firmar esos contratos por la obediencia religiosa a la cual yo estaba sujeto, sin necesidad de leer su contenido. Lo hice de buena fe, con la confianza inocente que a uno le brota una vez que uno ha sido sometido previamente a un lavado de cerebro.

No existe ningún otro contrato de edición y cesión de derechos posterior al de 1989. Con fecha del 12 de diciembre de 1990 sólo hay en INDECOPI registros de cuatro canciones de Javier Leturia y una de Alejandro Bermúdez. De modo que la explotación comercial en el lapso de dos décadas que ha efectuado ICTYS de por lo menos 18 canciones compuestas por mí sería ilegal, y se me estaría adeudando todas las regalías que durante este tiempo han ido a engrosar una parte del patrimonio sodálite.

Conociendo las prácticas del Sodalicio, no me extrañaría que yo no haya sido el único que fue objeto de saqueo y explotación.

Finalmente, después de la conversación en Frankfurt, Ian Elliott me comunicó el 9 de noviembre de 2016 por e-mail, sin darme mayores explicaciones, que yo no calificaba para ser incluido en el programa de reparaciones a las víctimas del Sodalicio. Según me comunicaría posteriormente Alessandro Moroni el 31 de enero de 2017, se había concluido que mi relato no era verosímil. Con lo cual la obra saqueadora del Sodalicio alcanzaba la cumbre de su perfección: al saqueo material y la explotación de sus propios miembros, se añadía el saqueo de la esperanza y de la verdad.

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Ocurrió este año en Francia. El 5 de octubre la Comisión Independiente de Abusos Sexuales en la Iglesia, encargada por el episcopado francés en noviembre 2018 de investigar la pederastia clerical en el país galo, publicó un devastador informe. Desde 1950 han actuado en la Iglesia católica francesa entre 2,900 y 3,200 pederastas, y el número de víctimas de sacerdotes y religiosos asciende a por lo menos 216,000. Si se incluyen también a los abusadores laicos que trabajaban para la Iglesia, el número asciende a por lo menos a 330,000 víctimas.

Aún así, la gran mayoría de los autoridades de la Iglesia siguen sin ver que las raíces del problema están en el sistema eclesiástico mismo. Y si bien el celibato obligatorio para presbíteros ordenados en la Iglesia católica romana no explicaría todo el problema, sí sería parte importante de él. Como decía el cardenal italiano Carlo María Martini SJ (1027-2012): «Tal vez, no todos los hombres que estén llamados al sacerdocio tengan ese carisma [del celibato]». Y claro, si se ven obligados a guardar esta norma, la tragedia está servida. Y se manifiesta generalmente en una sexualidad vivida en los subterráneos de la existencia. Una sexualidad reprimida que puede eclosionar de la peor manera cuando se aprovecha la condición de guía espiritual para seducir a personas que están bajo su responsabilidad, entre ellas menores de edad.

Quienes hemos vivido bajo la obligación de celibato en las comunidades sodálites sabemos lo frágil que es la promesa de mantenerse alejado de la expresión de una sexualidad activa, por más vida espiritual y ascetismo que se practique. Como se dice en el lenguaje católico, uno siempre termina “cayendo” de una u otra manera. Lo más grave es que esto va unido a una falta de percepción del terrible daño que se puede causar, si la caída ha involucrado a otra persona a la que se ha manipulado psicológicamente para que realice ciertos actos, sin que haya habido un auténtico libre consentimiento de su parte.

En un voluminoso libro de espiritualidad que leíamos a diario en las comunidades sodálites, el “Ejercicio de perfección y virtudes cristianas” del P. Alonso Rodríguez SJ (1526-1616), teólogo jesuita del Siglo de Oro español, se cuenta lo siguiente en la parte que trata “De la virtud de la castidad”:

«¿A quién no espantará aquel ejemplo que cuenta Lipomano de Jacobo, ermitaño, que después de haber servido al Señor más de cuarenta años con grandísimo rigor y penitencia, siendo ya de edad de sesenta años e ilustre en milagros y en echar demonios, le llevaron una doncella para que le sacase un demonio, y después de echado, no osaron los que la trajeron llevarla consigo, porque el demonio no se le atreviese, y él permitió que se quedase con él. Y porque se fio y presumió de sí, permitió Dios que cayese; y porque un pecado llama a otro, hecho el mal recaudo, con miedo de ser descubierto, la mató y echó en un río; y por remate de todo, desesperado de la misericordia de Dios, se determinó de volver al siglo a entregarse del todo a los vicios y pecados que tan tarde había comenzado. Aunque después no le faltó la misericordia de Dios, que le volvió a sí; y hecha rigurosísima penitencia de diez años, volvió a cobrar la santidad primera, y fue santo canonizado».

El relato chirría por todas partes, comenzando por el hecho de que la víctima es el ermitaño que cayó en la tentación, mientras que la joven violada y asesinada es una anécdota más. El abuso sexual que aquí se narra es tratado solamente como una falta contra la castidad. No interesan para nada ni la víctima ni sus eventuales familiares. El final feliz consiste en que el ermitaño, que debería haber sido juzgado por los crímenes que cometió, después de dedicarse durante un tiempo a la dolce vita, hace penitencia y termina convirtiéndose en un santo.

Ni qué decir, un ejemplo así sólo refleja la conciencia que la Iglesia católica ha tenido del abuso sexual y que no parece haber evolucionado ni cambiado en la actualidad. Como ocurre en el caso del Sodalicio, donde las víctimas han sido tratadas como meras anécdotas, mientras se espera que el “castigo” con propósito de enmienda que supuestamente está cumpliendo Luis Fernando Figari en su retiro romano ayude a que se redima de sus “pecados” y le permita alcanzar la santidad que tanto proclamaba en sus escritos.

El tema de los abusos sexuales eclesiásticos es complejo y la eliminación del celibato obligatorio para los clérigos no lo solucionaría del todo, pero probablemente ayude a mitigarlo —pues una relación sexual madura forma parte del desarrollo humano de una persona— y contribuiría a disminuir el número de curas psicológicamente inmaduros. Por ejemplo, un estudio comisionado por los obispos estadounidenses a fines de los años 60 al P. Eugene C. Kennedy y a Víctor Heckler (“The Catholic Priest in the United States: Psychological Investigations”) y enviado a los obispos en 1971 llegaba a la conclusión de que sólo el 7% de los clérigos estaban emocionalmente desarrollados, otro 18% estaba en proceso, 66% estaba emocionalmente subdesarrollado y un 8% presentaba un desarrollo emocional torcido. Por supuesto, el episcopado no discutió estos resultados e ignoró el informe.

No niego que el celibato también puede ser una opción madura, siempre y cuando la persona tenga vocación para ese estado de vida y lo elija libremente, sin que se vea obligada por las funciones que se quiere desempeñar. Sin embargo, existe una obsesión patológica entre las autoridades eclesiásticas por mantener una práctica que ni siquiera es tan antigua como se nos quiere hacer creer.

El historiador eclesiástico alemán Hubert Wolf describe la evolución del celibato como sigue. En el cristianismo de los orígenes, tal como está reflejado en los escritos del Nuevo Testamento, lo más común era que los sacerdotes estuvieran casados, con la única restricción de que, en caso de enviudar, no les estaría permitido volver a casarse. Los mismos doce apóstoles de Jesús habrían tenido mujer, como era común en el judaísmo de esa época. A partir del siglo IV se les habría exigido a los sacerdotes la abstinencia sexual temporal dentro del matrimonio, pero sólo cuando debían dedicarse al servicio del altar —una Misa, por ejemplo—. A partir de los siglo VI y VII se les pide a los curas en Occidente abstenerse de relaciones sexuales con su mujer, es decir, vivir con ella como si fueran hermanos —lo cual en la práctica difícilmente se cumplía—.

A partir del siglo X, debido a la influencia de algunos Papas que provenían de comunidades monacales que practicaban el celibato y que condenaban las relaciones sexuales como “impureza” y “suciedad”, se les exige a los curas separarse de sus mujeres, a las cuales ya no se llamó “esposas” sino “concubinas”. Y concubina era cualquier mujer que compartiera cama con un cura, ya sea que estuviera casada legítimamente con él o no. Esto generó una amplia resistencia de parte del estrato clerical, y muchas veces se tuvo que imponer esa norma que venía de lo alto con violencia, a sangre y fuego. Por ejemplo, a mediados del siglo XI el Papa León IX convirtió en esclavas de su palacio a todas las mujeres de Roma que convivieran con clérigos. Otro ejemplo fue lo ocurrido en Milán, donde el obispo ofrecía resistencia a los mandatos de Roma. En 1063 el Papa Alejandro II dio la señal para el inicio de una suerte de guerra civil que duraría hasta 1075, donde turbas guiadas por monjes expulsaban a los curas de sus parroquias, o los mataban delante del altar junto con sus mujeres y sus hijos. Y durante su pontificado el Sínodo de Girona de 1068 determinó que todo clérigo que tenga mujer o concubina dejará de ser clérigo, perderá sus prebendas y deberá estar en la Iglesia entre los laicos. Si desobedeciera, ningún cristiano deberá saludarlo, ninguno comer y beber con él, ninguno rezar junto con él en la Iglesia; si se enferma, nadie deberá visitarlo y, en la medida en que muera sin penitencia y comunión, no deberá ser enterrado.

En 1139 se declara por primera vez que la ordenación sacerdotal hace inválido cualquier matrimonio que un clérigo atente con una mujer. Y recién en el Código de Derecho Canónico de 1917 se establece que el matrimonio es impedimento para ser ordenado sacerdote. Por supuesto, hay excepciones, como en las Iglesias orientales, donde hombres casados pueden ser ordenados sacerdotes, o en el caso de sacerdotes casados de la Iglesia anglicana que hayan decidido pasarse a la Iglesia católica.

Pero una cosa son las normas y otra, la vida real. Sería ilusorio creer que, por el solo hecho de existir el precepto del celibato obligatorio para los curas, éstos se convierten en seres angelicales para los cuales la sexualidad no existe. La vida sexual de los clérigos es un hecho, según lo demuestran incontables testimonios históricos. Como reza un dicho popular: «El cura es aquella persona a la que todos llaman padre, menos sus hijos, que lo llaman tío». La convivencia con una mujer ha asumido diversos disfraces y la compañera sentimental del clérigo con frecuencia ha ocupado el puesto de ama de llaves o de cocinera de la casa parroquial.

Lo cierto es que no existe ningún argumento de peso para mantener el celibato obligatorio de los curas, los cuales también tienen derechos, entre ellos el que señala la declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en su artículo 16: «Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia…»

El celibato impuesto es un acto de violencia. Y como acto violento, también tiene consecuencias violentas. La historia de abusos de la Iglesia católica así lo demuestra.

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El 29 de septiembre de este año Sudaca publicó una impecable investigación periodística sobre cómo el Club de Regatas Lima había tratado el caso de Piero Corvetto, jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), quien fue agredido el 26 de junio en las instalaciones del club en Chorrillos por Enrique Zignago Landavere (68) debido a su rol en los resultados electorales que dieron a Pedro Castillo como vencedor en las elecciones presidenciales. Mientras que el agresor fue castigado con 60 días de suspensión, Corvetto, en cambio, sólo por haber comunicado públicamente que fue víctima de una agresión en el Club Regatas, fue suspendido indefinidamente, siguiéndose una manera de proceder que violó incluso las normas que para estos casos dispone el mismo Estatuto del Club, lo cual ocasionó la renuncia de cuatro integrantes de la Junta Calificadora y de Disciplina.

Esto que, por lo menos desde un punto de vista ético, se nos presenta como una injusticia, tiene sus raíces en el mismo Estatuto, que blindaría al club de injerencias de la justicia civil y penal, en perjuicio de los asociados. Por ejemplo, en el artículo 61 del Estatuto se menciona entre las infracciones susceptibles de ser sancionadas por la Junta Calificadora y de Disciplina el «iniciar, mantener o publicitar querella o acción judicial contra el Club, a excepción de las acciones de impugnación establecidas en el Artículo 92º del Código Civil», las cuales se refieren a la impugnación de acuerdos internos que violen disposiciones legales o estatutarias. En lo demás, el socio queda prácticamente indefenso, pues debe renunciar a la jurisdicción del Poder Judicial en las instalaciones del club, si quiere seguir siendo miembro activo del mismo. Un cobro excesivo o injustificado, un accidente por incumplimiento de normas de seguridad, un acto de discriminación en cumplimiento de una norma del club, por poner algunos ejemplos, no pueden ser denunciados por el socio afectado ante el Poder Judicial, sin que ello conlleve una sanción que puede incluir la suspensión de sus derechos o la expulsión del club. La Junta Calificadora y de Disciplina se convierte en un sustituto de la autoridad judicial, como máxima instancia sancionadora de faltas y delitos dentro la institución. Si al socio se le sanciona irrevocablemente dentro de un proceso disciplinario y quiere apelar, buscando demostrar su inocencia respecto a aquello de que se le acusa, y presenta una denuncia ante el Poder Judicial, lo más probable es que sea sancionado con una expulsión del club.

Además, en el mismo artículo 61 se señala también como una infracción el «afectar el prestigio del Club o su marcha institucional con actitudes o manifestaciones públicas, verbales o escritas, o publicaciones». Este artículo se presta a arbitrariedades de todo tipo, pues ¿qué cosa es el “prestigio” del club? Se trata de un concepto de puede ser interpretado por los directivos como les dé la gana, de modo que hacer pública una crítica constructiva, afiliarse a un partido de izquierda o apoyar políticamente de manera abierta a un candidato que no represente los intereses de la clase empresarial podrían interpretarse como una afectación al prestigio del club.

Creo, además, que el prestigio de una institución no debe ser objeto de ninguna norma o ley, pues se trata de una característica variable que puede cambiar con el tiempo, dependiendo de lo que haga la institución. El prestigio se gana y también se pierde, y no se puede culpar a ningún socio de que ello ocurra. Además, el club no sólo está desprestigiado desde hace tiempo por su imagen de emporio racista y elitista, sino también por hechos que han salido a la luz y que manifiestan la poca transparencia y voluntad de justicia que tiene su directiva.

Está la investigación preliminar que abrió el fiscal provincial penal de Chorrillos, Lucas Toscano, en febrero de 2019 por el presunto delito de discriminación en el Club Regatas, tras la difusión de un mensaje de una socia que se quejaba de la presencia de empleadas del hogar en zonas de esparcimiento del club, afirmando incluso que no tenían derechos, sólo obligaciones, porque ellas no pagaban por entrar al local. Dudo de que el club haya colaborado con la investigación, pues su mismo Reglamento Interno para las Trabajadoras del Hogar avala lo que decía esta socia.

También está el caso de Gustavo Salazar, expresidente del club y prófugo de la justicia desde el año 2017, por actuar de intermediario en una coima de la empresa Odebrecht al exgobernador del Cusco, Jorge Acurio. El club lo suspendió provisionalmente hasta que se aclare su situación. Pero esto demuestra no sólo la falta de rigor que puede tener la institución en la elección de sus directivos, sino también que hasta el presidente del Club Regatas puede ser un delincuente.

O el caso de Álvaro Privat Zimmermann, quien en febrero de 2017 habría hecho tocamientos indebidos a una niña de 10 años el local de Chorrillos, a raíz de lo cual fue suspendido. Aún tratándose de un delito, el club habría cometido otro al omitir la denuncia a la que lo obliga la ley.

Otra infracción indicada en el artículo 61 es «cometer actos reñidos contra la moral y las buenas costumbres», lo cual se presta a toda clase de subjetivismos. Por ejemplo, parece que las conductas racistas o discriminatorias forman parte de la moral socialmente aceptada de quienes pululan habitualmente en los locales del Club Regatas, pues no se tiene noticia de que jamás un socio haya sido sancionado por racista. Por otra parte, parece que el elitismo, la homofobia y el machismo no parecen estar reñidos con la moral y las buenas costumbres de los socios del club.

¿Tiene el Club Regatas derecho a hacer absolutamente lo que le dé la gana? En teoría, no; en la práctica, eso ya es otra cuestión. En sentencia del Tribunal Constitucional del 30 de noviembre de 2005, que declara infundada la acción de amparo solicitada por Luis Guillermo Bedoya de Vivanco por haber sido suspendido indefinidamente del club, se dice que dentro del «derecho de asociación o, dicho de otro modo, dentro de su contenido constitucionalmente protegido, también se encuentra la facultad de que la asociación creada se dote de su propia organización, la cual se materializa a través del Estatuto. Tal estatuto representa el pactum associationis de la institución creada por el acto asociativo y, como tal, vincula a todos los socios que pertenezcan a la institución social». Eso incluye también «el poder disciplinario sobre sus miembros», que comprende también «la hipotesis de aplicar suspensiones».

Sin embargo, el caso de la suspensión indefinida de Piero Corvetto podría ser un ejemplo modélico de las arbitrariedades que se practican en el Club Regatas. El mismo día de los hechos, el 26 de junio de 2021, la Junta Calificadora y de Disciplina del Club Regatas publicó un comunicado, donde dice que «lamentamos profundamente que situaciones de discrepancia entre personas o grupos, que deberían resolverse con un cruce respetuoso y tolerante de posiciones en ámbitos privados, tengan que escalar a hechos de violencia innecesaria y de manera pública, exponiendo situaciones estrictamente de privados». Hay quien creyó que eso significaba que se iba a sancionar únicamente al agresor. Pero la lógica del club en defensa de su prestigio es otra. Al agresor, que no hizo públicas las acciones de carácter delictivo que realizó (injuria y agresión ilegítima) se le aplicó una suspensión de 60 días. A Corvetto en cambio, se le aplicó una suspensión indefinida por haber hecho público que había sido objeto de acciones delictivas, las cuales, según el comunicado del club, deberían haber sido manejadas como «situaciones estrictamente de privados». Es decir, en caso de que en las instalaciones del club algún socio cometa acciones calificadas como delitos en perjuicio de otro socio , los directivos de la institución tratarán en lo posible de encubrirlas, es decir, no denunciarlas penalmente y aplicar sólo las sanciones previstas en el Estatuto. Y si algún socio rompe este código de silencio, similar al de la mafia, deberá ser sancionado por afectar el prestigio de la organización, un prestigio de papel que probablemente se haría trizas si se hicieran públicos muchos de los hechos que suceden en las instalaciones del club.

Ahora bien, el mismo Estatuto del Club señala que la Junta calificadora y de Disciplina tiene la facultad de «suspender a un socio hasta por un máximo de 4 años […] en los casos contemplados en el artículo 61 del Estatuto». La suspensión indefinida (aquella que ha recibido Corvetto) se aplica, según el art. 62, sólo «a aquellos asociados y/o familiares que aparezcan vinculados a situaciones de pública notoriedad en relación con actos delictivos o reñidos con la moral y las buenas costumbres, que eventualmente puedan conducir a su condena por Tribunales de la República o del extranjero. Esta suspensión se mantendrá hasta que las autoridades pertinentes se pronuncien sobre la situación del inculpado…» Pues resulta que Corvetto no esta en situación de inculpado, ni tiene abierto ningún proceso de pública notoriedad que pueda conducir a una condena en su contra. Por lo cual, ningún tribunal tiene nada que aclarar sobre su situación, y la sanción del club no sólo es injusta, sino que también sería inconstitucional, pues en la sentencia mencionada del Tribunal Constitucional se señala que una de las propiedades que debe tener una suspensión para no ser excesiva y estar garantizada por la libertad de asociación es que su «duración [sea] determinable en el tiempo».

La suspensión de Corvetto, al no contar con un acontecimiento futuro que determine el fin de su duración, equivaldría una expulsión de facto. Y una expulsión es considerada por el Tribunal Constitucional como una medida excesiva, pues violaría la presunción de inocencia si se aplica el artículo 62 del Estatuto del Club. Una suspensión indefinida les parece una medida moderada. En mi opinión, el socio suspendido se hallaría en peor situación que el expulsado, pues mientras que éste último queda liberado de toda obligación hacia el club, el anterior pierde sus derechos pero mantiene sus obligaciones, entre ellas la de pagar la cuota mensual. En países como Alemania esto se consideraría ilegal, pues no hay obligación de pagar por prestaciones que no se recibe. Ni tampoco se pueden tener obligaciones sin tener derechos como contrapeso. 

En conclusión, parece que ser agredido gravemente en los locales del club por garantizar unas elecciones limpias donde sale elegido el candidato que no les gusta a los socios sería algo reñido con la moral y las buenas costumbres. Lo absurdo de esta situación es que Piero Corvetto no ha buscado involucrar en política al club ni ha asistido a sus instalaciones para realizar ninguna actividad política, mientras que el socio agresor, así como los socios que en las redes sociales han pedido la expulsión de Corvetto, han actuado por razones meramente políticas, y son ellos lo que están afectando el prestigio ya en decadencia de un club de personas practicantes de una moral pequeño burguesa caduca.

Visto todo lo anterior, el Club Regatas habría cumplido el sueño de la guerrilla terrorista: tener un territorio liberado, donde la ley y la justicia las determinan e interpretan sus mandamases como les da la gana, y donde las leyes que protegen y rigen a todos los peruanos tienen escasa injerencia.

 

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Cuando en agosto de 2015 visité Washington D.C., la capital de los Estados Unidos de América, quedé sorprendido ante el paisaje que se presentaba a mi vista en el centro de la ciudad. Grandes espacios vacíos ocupados por parques y monumentos grandiosos para eternizar a los personajes y las hazañas de la nación estadounidense: el obelisco en homenaje a George Washington, la estatua de Abraham Lincoln en un edificio que parece un templo griego, los monumentos a los veteranos de la Segunda Mundial, de la Guerra de Corea y de la Guerra de Vietnam, la imponente estatua en piedra blanca de Martin Luther King, el monumento a Franklin Delano Roosevelt. Un poco apartado, a orillas del Potomac, se encuentra el monumento a Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de la nación norteamericana, pero entendida como conformada sólo por blancos, por supuesto, pues Jefferson tuvo más de 600 esclavos y, siendo el tercer presidente de los Estados Unidos, esbozó una Ley de Traslado Forzoso de los Indios con el fin de que las poblaciones originarias abandonaran sus propias culturas, religiones y estilos de vida a favor de la cultura occidental europea, la religión cristiana y un estilo de vida agrícola sedentario. Aplicada durante el gobierno de Andrew Jackson a partir de 1830, legalizó en la práctica el genocidio indígena y propició expropiaciones de tierras, masacres y otros abusos.

Espacios vacíos, una arquitectura que exalta la idea de patria y el nacionalismo, elevación de personas de carne y hueso al glorioso Olimpo de los dioses de la historia, todo ello me hacía recordar la imponente arquitectura nazi de la cual todavía quedan rezagos en Berlín, Múnich y Núremberg. O en los dibujos y maquetas de arquitectos que hipotecaron su alma al Führer.

Porque si bien Estados Unidos combatió el fascismo encarnado en el nacionalsocialismo de Hitler y en el gobierno de Benito Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial, también es cierto que asumió varias de sus formas, que aún persisten en la cultura del país del Norte: su militarismo, su nacionalismo exacerbado, su miedo irracional al enemigo ficticio que es el “comunismo”, su tolerancia hacia las armas y la justicia por mano propia, su condescendencia colectiva con grupos de extrema derecha incluyendo neonazis. Y si bien existe el contrapeso de instituciones democráticas sólidas, los elementos mencionados siguen presentes en el inconsciente colectivo de grandes sectores de la población. Y han sido alimentados durante décadas por la literatura popular de superhéroes y el cine.

La figura de Superman apareció por primera vez en 1933 en la revista Science Fiction en el cuento “The Reign of the Super-Man”, escrito por Jerry Siegel y Joe Shuster, hijos de inmigrantes judíos. En ese relato —inspirado en la entonces popular figura del superhombre de Friedrich Nietzsche, asumida luego por Hitler en su ideario doctrinal— Superman es un hombre común y corriente que adquiere poderes telepáticos y se convierte en un ser malvado que quiere dominar el mundo. Es así que Superman nace como un villano con características fascistas, pero después sus autores decidieron convertirlo en un superhéroe de anatomía hercúlea, poderes supranaturales, traje circense, origen planetario y doble identidad, a fin de identificarlo de alguna manera con el hombre de la calle. Pero este superhéroe no deja los modales fascistas: cree saber mejor que nadie cuál es la verdad, combate el crimen de manera extrajudicial y toma la justicia por su propia mano, salvar a la humanidad es para él antes que nada salvar a la población anglosajona de los Estados Unidos, no ha sido elegido democráticamente por nadie para la tarea que está cumpliendo, se erige él mismo en salvador de la especie humana con métodos que nadie puede cuestionar, pues él mismo es incuestionable y es bueno por definición.

Por más que la historia posterior de los diversos superhéroes se haya hecho más compleja, sobre todo con la humanización de los mismos bajo el sello de Marvel, nunca se han podido sacar de encima este esquema fascista, al menos en sus trazos generales. Téngase en cuenta que se trata de seres de fantasía, entre los cuales Batman, aún careciendo de superpoderes, tiene un rasgo irreal que lo identifica sobremanera como un producto de la imaginación: es un millonario que nunca ha cometido un delito. Y como miembro de su clase, defenderá siempre a los bancos y al sistema político y económico que lo sustenta. Por regla general, no existen los superhéroes críticos del sistema que asuman la defensa de quienes se ven perjudicados por él.

El fascismo cinematográfico hollywoodense también tiene una larga data, pero encuentra impulso importante con un clásico del cine policial, “Dirty Harry” (Don Siegel, 1971) —o, como se le conoce en español, “Harry el Sucio”—. Este este film Clint Eastwood —quien se define actualmente como libertario, apoyó al Partido Republicano y decía de sí mismo que era izquierdista en lo social y derechista en lo económico— encarna al inspector Callahan, que tiene métodos discutibles para combatir el crimen, incluyendo la manipulación psicológica, la extorsión, la tortura e incluso la ejecución del criminal por propia mano, y que justifica la violencia argumentando que el poder judicial es incapaz de castigar adecuadamente el crimen. El trasfondo fascista y el cinismo de esta cinta no serían obstáculo para la aparición de películas con un esquema parecido, entre las cuales destaca “El vengador anónimo” (“Death Wish”, Michael Winner, 1974), donde esta vez un civil, el arquitecto Paul Kersey interpretado por Charles Bronson, decide tomar la justicia por sus manos debido a la inoperancia del aparato policial ante la violación y asesinato de su mujer y su hija.

Seguirían los filmes de acción de los 80 con actores como Sylvester Stallone, Chuck Norris, Arnold Schwarzenegger, Jean-Claude van Damme, Steven Seagal, propagadores de un fascismo a la americana en películas policiales y bélicas, y que encontraría uno de sus puntos culminantes en “Duro de matar” (“Die Hard,” John McTiernan, 1988), donde el protagonista ya no es tan duro, cínico e implacable como los anteriores, sino más bien un hombre común y corriente, conservador y pro-familia, que se ve envuelto en una inesperada situación de violencia y se ve casi forzado por las circunstancias a repartir golpes y balas para eliminar a los malos, para gusto y satisfacción de la platea.

No me extraña que este tipo de películas hayan estado entre las que más le gustaban a un fascista como Luis Fernando Figari, quien después de disfrutarlas nos enviaba los videocassettes de VHS con el P. José Antonio Eguren a la comunidad de La Aurora (Miraflores), quien también las disfrutaba imitando el traqueteo de las metralletas con sus labios cuando Schwarzenegger disparaba a mansalva en películas como “Comando” (“Commando”, Mark L. Lester, 1985) o “Depredador” (“Predator”, John McTiernan, 1987).

Querámoslo o no, esta narrativa fascista que no se denomina como tal pero que hemos consumido, y muchos seguimos consumiendo, ha sido como un humus inconsciente en el cual han germinado en algunos brotes de extremismo derechista. Esto no es nuevo en la azarosa historia del Perú. Incluso hemos tenido un presidente abiertamente fascista, el coronel Luis Sánchez Cerro —asesinado el 30 de abril de 1933 por un militante aprista—, fundador del Partido Unión Revolucionaria, el cual, como buen fascista, era populista, militarista, se oponía al liberalismo y al comunismo, y también a la inmigración china y japonesa. Simpatizantes del fascismo italiano y del franquismo —el fascismo español— fueron José de la Riva-Agüero y Osma y otros pensadores vinculados a la Acción Católica.

Todas estas tendencias que se ven plasmadas actualmente en partidos como Fuerza Popular, Renovación Popular y Avanza País y en sus simpatizantes encierran un peligro totalitario que constituye una amenaza para la frágil democracia peruana. No obstante que muchos integrantes de esas agrupaciones políticas hacen suyo el lema tan querido por Mussolini de “Dios, Patria y Familia”, esta consigna que suena bien a los oídos piadosos tiene un reverso oscuro, pues implica la negación de derechos para quienes consideran que la religión no debe inmiscuirse en la cosa política y que el Estado debe permanecer laico, para quienes ellos no consideran como parte de la patria y por lo tanto deben ser marginados —entre ellos, los que no comulgan con su ideología conservadora, los pueblos indígenas y los inmigrantes extranjeros—, para quienes forman familias diversas a la familia tradicional o tienen identidades de género distintas a las tradicionales.

Las reuniones que han tenido entre el 22 y el 23 de septiembre representantes de Avanza País, Renovación Popular y Fuerza Popular con representantes del partido español Vox, a fin de conformar un fuente ultraderechista que busque derrocar a todo gobierno de izquierda en la región —englobados bajo el rótulo descalificador de “comunismo”— nos muestra que el fascismo sigue siendo una amenaza para la estabilidad democrática en el Perú. Y que para muchos se ha convertido en una forma normal de pensar la realidad.

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Fascismo, política peruana

“Cuando el recreo se convierte en un infierno” (“Wenn die Pause zur Hölle wird”, mvg Verlag, Frankfurt 2021). Con este título el estudiante de psicología Norman Wolf (28 años) ha publicado en mayo de este año en Alemania un libro desgarrador pero a la vez de mucha utilidad, donde relata como fue víctima de bullying en su etapa escolar, a la vez que da consejos para alumnos que estén pasando por ese tormento. Norman cuenta que su primera experiencia traumática en el colegio donde iniciaba su educación escolar superior fue cuando tenía diez años y dos compañeros lo sacaron a la fuerza de lo cama donde dormía y lo arrastraron hasta delante del dormitorio donde dormía la niña de la cual él estaba enamorado. Nunca se sintió tan avergonzado.

A partir de ahí el día escolar se convirtió para Norman en un tormento. Sus compañeros y compañeras de clases se burlaban de él, del incidente del dormitorio y de su enamoramiento, y con frecuencia recibía durante el recreo golpes que le hacían sangrar la nariz. Incluso le contó al respecto a un profesor, el cual le replicó que era muy sensible y que sus compañeros sólo querían ser sus amigos. No se sintió tomado en serio y desde ese momento no volvió a recurrir a la ayuda de ningún miembro del personal docente y comenzó a ver televisión en exceso y a comer en demasía, lo cual sólo empeoró su situación. Los demás alumnos se mofaban de su peso —a los 12 años medía 1.50 metros y pesaba 70 kilos—, de su vestimenta y de su situación familiar —padre desempleado que sufre de alcoholismo—. Le decían “cerdo seboso”, arrojaban sus cosas por la ventana y una vez incluso le marcaron en la frente una cruz gamada, símbolo nazi. Fue entonces que le sobrevinieron los primeros pensamientos suicidas. «En algún momento llegué a pensar realmente que yo era gordo y feo, y de hecho no quería seguir viviendo». Nunca hubo un verdadero motivo para el bullying, ni siquiera de parte de sus agresores. «Una vez en la clase de arte rompieron mi dibujo que yo había estado pintando durante semanas. Entonces pregunté por qué hacían eso. La respuesta fue simplemente: “Porque yo soy yo”».

La experiencia de bullying, de la cual Norman es un sobreviviente y que le ha generado secuelas psicológicas hasta el día de hoy, no es tan infrecuente en Alemania. El estudio de Pisa del año 2017 calculaba que uno de cada seis niños en edad escolar había sufrido bullying.

Y no creo que en el Perú la cosa sea distinta. Lo digo a partir de mi propia experiencia.

Cuando estuve en el Colegio Alexander von Humboldt, apenas fui testigo de casos de bullying. Sin embargo, debo confesar que en primaria me gustaba fastidiar a un alumno de la clase paralela a la mía, que era subido de peso. Quizás por un afán de sentir cierto poder, me burlaba de su gordura y luego salía corriendo, sin que él pudiera atraparme. Un día me lo encontré en el baño y volví a mofarme de él. En el momento en que él salía tras de mí, le cerré de golpe en la cara la puerta de aluminio con un panel de vidrio translúcido, el cuál saltó en pedazos. Mi sufrida víctima resultó ilesa, pero salió llorando del baño, mientras yo sentía remordimientos de conciencia por el daño personal que pude haber ocasionado. Nunca más volví a burlarme de él. El asunto no tuvo consecuencias disciplinarias para mí, pero aún así me acerqué a pedirle disculpas y a prometerle que nunca más lo fastidiaría, promesa que fue sellado con un apretón de manos y que mantuve durante mis años escolares humboldtianos. Todavía no había aprendido a categorizar como bullying lo que para mí era sólo un juego de esos crueles momentos de la infancia donde ya hemos comenzado a perder la inocencia.

Donde sí fui testigo de algunos casos graves de bullying fue en 5° año de secundaría, que cursé en el Colegio Santa María (Marianistas) de Monterrico en el año 1980. En esos tiempos el Colegio Humboldt se había plegado a la reforma educativa del gobierno militar, eliminando 4° y 5° de secundaria de su currícula. Quienes así lo deseaban podían cursar cuatro años más de estudios en la ahora desaparecida ESEP (Escuela Superior de Educación Profesional) Ernst Wilhelm Middendorf. Sólo el primer año podía ser convalidado como 4° de secundaria, de modo que quien quería cursar 5° de secundaria debía hacerlo en otro colegio. Y el Colegio Santa María no sólo quedaba cerca de mi casa, sino que yo tenía algunos amigos entre los alumnos.

El colegio se vanagloriaba de estar entre los mejores del Perú, y esa cultura era asumida acríticamente por profesores y alumnos. A decir verdad, el nivel de enseñanza de 5° de secundaria, salvo el curso de química a cargo de un profesor competente como Claudio Meza, estaba al nivel de 3° de secundaria del Humboldt. E incluso diría que el nivel de inglés en la clase donde yo estaba se equiparaba al nivel de 2° de secundaria del Humboldt. Pero lo que realmente era perturbador, más allá de esa arrogancia colectiva sin fundamento, era el nivel de violencia a que se podía llegar entre alumnos en esa escuela católica de varones.

Había un chico de carácter débil al que, cuando tenía que salir adelante entre las filas de pupitres, varios alumnos le tocaban el trasero metiéndole la mano a su paso, ante la incomodidad de la víctima que no sabía defenderse. Y que no se iba a atrever a acusar a quienes lo habían ultrajado, pues según un código no escrito eso significaba caer en desgracia ante todo el alumnado y posiblemente ser sometido a una especie de ostracismo, o en el pero de los casos a una violenta paliza fuera de los muros del colegio.

Había otro compañero de clase, al cual, por sus rasgos indígenas, lo apodaban “Huacorretrato”. Otro alumno de cuerpo escuálido y carácter nervioso, que tenía modales afeminados por ser el único varón entre varias hermanas, era continuamente asediado con comentarios homofóbicos. Recuerdo que una vez me agradeció casi al borde del llanto por no tratarlo como siempre lo habían tratado los demás alumnos en la clase. Supe años después que había muerto joven de un paro cardíaco, tal vez por una enfermedad congénita, o quizás también por haber somatizado el continuo acoso de que fue objeto en el colegio.

Una anécdota de años anteriores era protagonizada por nuestro profesor de filosofía y lógica, Aresio Viveros, quien siempre se presentaba con aires de superioridad y con una sonrisa forzada que hacía que su rostro pareciera el de una marioneta de feria. Se contaba que le habría dicho a un alumno en plena clase: «Dicen que usted es maricón y que le gustan los hombres«». A lo cual el aludido se puso de pie y con palabras firmes pero airadas le espetó: «Sí, soy maricón y me gustan los hombres. ¿Y a usted qué?» No sólo Viveros se habría quedado mudo, sino también todos los demás alumnos en el salón, que veían quizás por primera vez a un homosexual defender sus fueros con tanto valor y hombría.

Pero quizás el caso de bullying más atroz y cruel fue el le hicieron a un muchacho tímido, apocado, al que consideraban el “pavo” de la clase. Un fin de semana dos o tres alumnos salieron en el automóvil del papá de unos de ellos —sin brevete, como solía ocurrir entonces entre adolescentes de clase acomodada que podían darse el lujo de disponer de un carro— llevando al muchacho con ellos y en la Av. Arequipa levantaron a una de las prostitutas que entonces solían ofrecer sus servicios nocturnos al lado de esa vía. Incitaron al muchacho a fornicar con la dama de la noche en el vehículo y le tomaron una fotografía en pleno, que el lunes siguiente hicieron circular en la clase, enseñándosela incluso al tutor y profesor de física, el aprista Fernado Arias, quien fuera esposo de la conocida ministra aprista Ilda Urízar. Arias sólo atinó a reírse nerviosamente, pues probablemente sabía el poder y dinero que tenían los padres de varios de sus alumnos y, por eso mismo, no quería engarzarse en un problema aplicando una medida disciplinaria, que en este caso implicaría la expulsión de los responsables. Y bajó la cabeza cuando yo, alumno de 17 años que estaba de paso en el colegio, fui a recriminarle por su bajeza y cobardía. Por supuesto, dejó que el bullying continuara, por lo menos un rato más. O lo paró tímidamente mediante súplicas amables a quienes lo promovían, sin tomar ninguna medida disciplinaria. De un carácter muy distinto y más enérgico y de un talante moral intachable era otro aprista y profesor nuestro de matemáticas, Jesús Guzmán Gallardo, quien muchos años después buscaría limpiar al Partido Aprista de la nefasta herencia dejada por Alan García, sin conseguirlo.

Académicamente, no aprendí nada en el Colegio Santa María —salvo en el curso de química—, pero tuve un atisbo del ambiente donde se había educado la primera generación de sodálites del año 1973, un ambiente donde bajo la realidad de la camaradería entre muchachos también se hacía presente la violencia y la dominación de unos alumnos sobre otros más débiles y vulnerables que eran sometidos a humillaciones, un ambiente propicio al bullying pero encubierto por un aura de religiosidad católica que formaba parte de la imagen del colegio, una imagen que había que defender a toda costa aunque la realidad fuera distinta.

Y así como yo he sido testigo de actos de bullying en mi edad escolar, sin nunca haber visto que algún miembro del profesorado haya intervenido para zanjar el problema, creo en conciencia que la gran mayoría debe haber visto casos similares. La ficción que narraba César Vallejo en su cuento “Paco Yunque” parece ser un espejo de la realidad, en una sociedad donde todavía no se han hecho esfuerzos suficientes para combatir el bullying, esa violación de los derechos humanos de otros que muchos aprenden en la escuela. Y que luego no tendrán problema de replicar en otros contextos en su edad adulta. Porque los atentados contra los derechos humanos no surgen por generación espontánea, sino que tienen su semilla en las escuelas donde se permite a los alumnos acosar cruelmente a otros alumnos.

 

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bullying, Norman Wolf

El P. Wolfgang Rothe, vicario parroquial en la zona de Múnich conocida como Perlach, además de tener un doctorado en teología y otro en derecho canónico, es un especialista en whisky, habiendo vertido sus conocimientos al respecto en ponencias y artículos en revistas especializadas, así como en programas de radio y televisión. No sólo le gusta degustar, con moderación por cierto, esta bebida espirituosa sino que también sabe relacionarla con temas culturales y espirituales. Además de haber publicado algunos libros sobre el tema, entre ellos “Agua de la vida: Introducción a la espiritualidad del whisky” (“Wasser des Lebens: Einführung in die Spiritualität des Whiskys”, Editions Sankt Ottilien, Sankt Ottilien 2018), también ha organizado peregrinaciones a Escocia, donde los participantes pueden visitar lugares importantes para la cultura del whisky y para la tradición espiritual cristiana.

En septiembre saldrá a la venta un nuevo libro del llamado “vicario del whisky”, que esta vez poco tiene que ver con el licor escocés, sino más bien con otro tema candente de actualidad: el abuso sexual en la Iglesia católica. El título: “Iglesia abusada: Un ajuste de cuentas con la moral sexual católica y sus defensores” (“Missbrauchte Kirche: Eine Abrechnung mit der katholischen Sexualmoral und ihren Verfechtern”, Droemer, München 2021). Puede parecer extraño que un clérigo católico publique un libro crítico sobre la Iglesia en relación a los abusos. Pero en este caso existe una razón de peso. El mismo P. Rothe fue víctima de abuso ya siendo sacerdote, y como ocurre con la mayoría de las víctimas, mantuvo silencio al respecto durante más de una década.

Resulta que en febrero de 2019 estaba viendo un programa de televisión donde Doris Reisinger (Wagner de soltera), una ex monja de la comunidad religiosa austríaca “Das Werk” (“La Obra”) quien había sido sometida sexualmente por un un sacerdote, mantenía un diálogo con el cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena. Reisinger le decía al cardenal que durante años nadie le había creído cuando había relatado los abusos espirituales y sexuales que había sufrido en la comunidad. Le pregunta a Schönborn si él le cree. «Yo sí le creo», fue la respuesta del prelado. Cuando el P. Rothe escuchó eso, algo hizo clic en su interior. A él le había ocurrido algo semejante. El obispo emérito de la localidad austríaca de St. Pölten, Klaus Küng, había abusado sexualmente de él en el año 2004. Y durante unos 15 años había reprimido el recuerdo de esa experiencia, porque nadie le hubiera creído. Había llegado el momento de hablar, de modo que redactó una carta de diez páginas detallando todo lo que le había sucedido entonces y se la envío al cardenal Schönborn.

En 2004 ya había estallado el escándalo del seminario diocesano de St. Pölten, del cual el P. Rothe era vicerrector. En el año 2003 la policía había encontrado en los discos duros de las computadoras unas 40 mil imágenes de contenido sexual comprometedor, que incluían pornografía infantil, zoofilia e incluso fotos de seminaristas en situaciones comprometedoras. Incluso se difundió una imagen del mismo P. Rothe, en el cual parecía estar dándole un beso en la boca a un seminarista, lo cual el clérigo ha negado, indicando que no hubo nada de eso y que se trata de un malentendido debido al ángulo desde el cual fue tomada la foto. Sin duda alguna, esta interpretación es posible. A esto se suman las prácticas homosexuales, fiestas gay y romances entre seminaristas, algunos de los cuales también habrían acosado a niños en las parroquias circundantes. El obispo Kurt Krenn, miembro del Opus Dei, se vio obligado a renunciar y el cierre del seminario era inminente.

El sucesor de Krenn, el obispo Klaus Küng —quien fue primero nombrado visitador apostólico de la diócesis—, cita el 6 de diciembre de 2004 al P. Rothe a la residencia episcopal para anunciarle que quedaba relevado de todos sus cargos y que debía tomarse un tiempo de descanso. El sacerdote, descompuesto por la situación y temiendo por su reputación, sufre un desvanecimiento. El obispo, que había estudiado medicina para no tenía licencia para ejercer, le da una pastilla tranquilizante. Más tarde, de regreso en su habitación, el P. Rothe se toma una copa grande de vino tinto, sale al balcón de su departamento ubicado en la planta alta y cae desde lo alto. Afortunadamente, sólo se rompe una mano. Pero el análisis de sangre que le hacen en la clínica revela un dato inquietante: le había sido suministrado benzodiazepina, un psicofármaco.

¿Qué es lo que había sucedido como para que decidiera beber una buena cantidad de vino después de la visita al obispo? Había sido para vencer su asco y repugnancia ante hechos que durante 15 años se resistió a denunciar. El obispo Küng, sentado junto a él en el sofá, lo había acariciado, no en los genitales pero si en partes del cuerpo donde nadie desearía que lo toquen contra su voluntad. A pesar de estar sedado, el P. Rothe logró sustraerse al manoseo episcopal, pero era tal la vergüenza que le había sobrevenido, que calló el incidente. Y mantuvo ese silencio durante más de una década, hasta el momento en que decidió enviar la carta con su testimonio al cardenal Schönborn, quien meses después la remitiría a Roma para iniciar un proceso canónico.

Antes de que eso ocurriera, el P. Rothe ya había presentado una denuncia ante las autoridades civiles. En abril fue interrogado por la Policía Criminal de Múnich, posteriormente por la policía austríaca. Penalmente no se logró esclarecer la imputación contra el obispo Küng, dado que no había pruebas ni testigos de lo que había ocurrido en la residencia episcopal sino solamente palabra contra palabra, y en mayo de 2019 la fiscalía de St. Pölten archivó el proceso por prescripción del delito.

El 14 de septiembre de 2020 la diócesis de St. Pölten, ahora a cargo del obispo Alois Schwarz, emite un comunicado de prensa informando que el sacerdote Wolfgang Rothe había acusado al obispo emérito Klaus Küng de abuso sexual. El Vaticano había archivado el proceso, concluyendo que la acusación era infundada. «Para el obispo Küng, quien siempre rechazó los cargos de la manera más enérgica, con esta decisión de Roma el caso queda resuelto», concluye el comunicado.

Lo que no dice el texto es que en abril de 2020 el obispo Schwarz ya le había informado por carta al P. Rothe sobre la decisión vaticana, amonestándolo canónicamente con la advertencia de no mantener o difundir sus acusaciones en el ámbito público, bajo pena de ulteriores sanciones. Se debe tener en cuenta que este tipo de amonestación suele ser el paso previo a una suspensión.

El incidente sexual no fue el único de que fue víctima el P. Rothe después del accidente del balcón. Él mismo cuenta que se le aisló durante meses en un convento . Por indicación del obispo Küng, se le ordenó someterse a un test psiquiátrico-psicológico para determinar si era maricón, el cual ha sido considerado como “inequívocamente discriminatorio” y “atroz” por el psiquiatra forense Norbert Leygraf, consultado por el “Süddeutsche Zeitung”, uno de los diarios más importantes de Alemania. El obispo habría intentado de esta manera tener argumentos para cuestionar su idoneidad para el trabajo pastoral, especialmente con niños y jóvenes. Además, lo habría presionado a fin de que renuncie al sacerdocio e incluso habría buscado que se le reduzca al estado laical. La caída del balcón habría sido interpretada como un intento de suicidio, lo cual lo habría hecho no apto para seguir ejerciendo el sacerdocio, considerando que el derecho canónico establece que un intento de suicidio incapacita al candidato para recibir las órdenes sacerdotales. El obispo Küng también fracasaría en sus intentos de que el P. Rothe fuera trasladado a Rumanía.

Tras la archivación del proceso canónico y la amonestación recibida, el P. Rothe se sentía en un callejón sin salida. En julio de 2020 el periodista Bernd Kastner del “Süddeutsche Zeitung” toma contacto con él, tras conocerse el caso a través de medios periodísticos austríacos, sin ninguna participación del P. Rothe. Esta vez se le pudo convencer de que era conveniente que contara él mismo su historia a la prensa, y no de manera anónima como quería en un principio, sino con nombres y apellidos. Los dos artículos sobre su caso serían publicados en enero de 2021 en el “Süddeutsche Zeitung”.

El P. Rothe cree que ésta ha sido la decisión correcta. Ninguna autoridad eclesiástica se ha manifestado, ya sea para decirle que creen en su palabra, ya sea para sancionarlo. Romper el código del silencio ha sido para él la única manera de protegerse de los abusos de autoridad. «Hay situaciones en la vida en la que hay poner todo sobre el platillo de la balanza». Y esto es lo que ha hecho al publicar un libro donde no sólo relata su caso sino cuestiona una moral sexual que genera las condiciones para que los abusos se repitan una y otra vez en la Iglesia católica.

«Tenía carisma, era simpático, tocaba la flauta con la nariz, como un flautista de Hamelin, que atraía a los chavales. Te dejaba fumar en el despacho, con 13 ó 14 años, cuando ibas a verle». Así recuerda Eduardo Mendoza al P. Cesáreo Gabaráin cuando éste era capellán del Colegio de Chamberí de los Maristas en Madrid (España) en los años 70. Gabaráin era entonces un cura moderno, que vestía de civil pero con clergyman (alzacuello blanco distintivo de los sacerdotes católicos), que había introducido la guitarra eléctrica y la batería en las celebraciones litúrgicas, que era un gran deportista conocido como “el cura de los ciclistas” y amigo de varios futbolistas, que tenía llegada con los jóvenes y les presentaba una visión atrayente del mensaje cristiano.

Pero sobre todo se le recuerda como compositor de unas 500 canciones para la liturgia católica, varias de las cuales hemos cantado quienes somos católicos en las misas dominicales: “Pescador de hombres”, “Vienen con alegría”, “Juntos como hermanos”, “Iglesia peregrina de Dios”, “Una espiga dorada por el sol”, “La paz esté con nosotros”, entre otras. La venta de sus canciones en vinilo le llevaron incluso a obtener un Disco de Oro.

El pasaje central de su canción “La muerte no es el final” sería adoptado en 1981 por las Fuerzas Armadas Españolas como himno a quienes perdieron la vida en acto de servicio, interpretado en el marco del Ceremonial en Homenaje a los Caídos por España. En 1979 el Papa Juan Pablo II, quien consideraba “Pescador de hombres” en su versión polaca “Barka” como su canción preferida, lo nombró prelado personal de Su Santidad, honor que mantuvo hasta su muerte por cáncer en el año 1991.

Una vida ejemplar por donde se la mire. ¿Será cierta tanta maravilla? ¿O se cumple lo que alguna vez dijo el escritor alemán Johann Wolfgang Goethe: «Donde hay mucha luz, la sombra tiende a ser profunda»?

El mismo Eduardo Mendoza, ahora de 57 años, señala: «Era como el doctor Jekyll y mister Hyde, por un lado, un cura carismático, popular, amigo de deportistas famosos y del Papa, y por otro, un pederasta. Algo inimaginable para todos los que le admiran».

Efectivamente, según un informe reciente del diario El País (España), el P. Cesáreo Gabaráin habría abusado sexualmente de varios menores de edad durante el período de 12 años (de 1966 a 1978) que estuvo en el Colegio de Chamberí. Si bien las principales denuncias se refieren a hechos ocurridos en diciembre de 1978 durante un retiro para alumnos en Los Molinos, una residencia de los maristas en la sierra de Madrid, un testigo relata que ya a fines de los 60 el cura Gabaráin tenía prácticas inapropiadas, valiéndose de su puesto de autoridad y confianza para toquetear y manosear a los alumnos. Y para llegar incluso más lejos, a aquello que resulta difícil relatar.

Fue Eduardo Mendoza quien acusó al cura pederasta ante su tutor, el hermano marista Aniceto Abad, quien le creyó a él y a otros de sus compañeros que sabían de los hechos. Fue este religioso quien habría presionado para que expulsaran a Gabaráin del colegio. Pero el detonante parece ser que lo puso el Sr. Aguilera, cuyo hijo César habría sido víctima de un intento de abuso por parte del cura. El director del colegio, el hermano Aquileo Manciles, no obstante reconocer los hechos habría tratado de quitarles peso. Refiriéndose a las agresiones sexuales de Gabaráin, habría dicho: «Lo sabemos. Está muy arrepentido y quiere hablar con ustedes, porque lo ha pasado muy mal y dice que ha pensado en suicidarse». Pero el padre de familia se mantuvo en sus trece: «O este señor se va del colegio o yo me voy a hablar con Interviú (desparecida revista española de corte sensacionalista)». Esto selló la salida definitiva de Gabaráin del colegio de los maristas. El cura sería reubicado en 1980 en el Colegio San Fernando de los salesianos. Y ahí quedó el asunto. La provincia de los maristas no abrió ninguna investigación ni tampoco habría informado a la diócesis de San Sebastián (a la cual estaba adscrito el cura pederasta) ni a la arquidiócesis de Madrid (que es donde ejercía sus actividades pastorales). Se siguió en todo el nunca escrito pero sí fervientemente practicado manual del silencio de la Iglesia católica cuando había que abordar casos de pederastia dentro de sus filas clericales: encubrir los delitos y reubicar al criminal en otra localidad donde no se tuviera noticia de sus fechorías.

Carmelo González Velasco, un amigo de Gabaráin, decía lo siguiente sobre el cura:

«Vivió en constante captación de situaciones de necesidades humanas, que traducía en cantos de ayuda para los momentos de oración personal o comunitaria. Todos ellos son vehículos de acercamiento al mundo trascendente, manifestaciones de alabanza a Dios y a la Virgen, expresiones del celo litúrgico-musical que le consumía».

¿Es esto cierto en lo que se refiere a sus canciones? Un análisis somero nos muestra tonadillas ligeras fáciles de recordar y letras cargadas de clichés religiosos sin mayor profundidad. Son canciones que suenan bonito, pero que están alejadas de la profundidad de la música sacra de otros tiempos, capaz de suscitar experiencias religiosas que llevaran a los oyentes al encuentro de lo sagrado, de aquella belleza que resulta casi imposible expresar con palabras. Experiencia de lo sagrado y de lo trascendente que puede incluso conmover con su vena artística el corazón de no creyentes.

El P. Francesco Interdonato, ya fallecido, un jesuita que me impartía cursos de teología dogmática en la Facultad de Teología Pontifica y Civil de Lima, se quejaba de que, con la reforma litúrgica de los años 60, se hubiera abandonado la antigua música sacra, reemplazándola con cancioncillas religiosas sin mayor trascendencia. Decía que antes uno se elevaba con la música sacra, “pero después vino Gabaráin, y nos dejó toda su mierda”. Las canciones de Gabaráin no sin innovadoras y difícilmente podría decirse que alcanzan un nivel artístico. Parece que también tomó prestadas algunas ideas musicales ajenas, pues su canción “Juntos como hermanos” en el fondo no es otra cosa que una versión algo más acelerada de “My Lord What a Morning” del compositor afroamericano Henry Thacker Burleigh (1866-1949).

La pregunta que muchos se hacen es si estas canciones se deberían seguir cantando en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia católica, dado que han acompañado la vida religiosa de varias generaciones de católicos. Por más penoso que sea, creo que deberían ser vetadas de toda ceremonia pública de la Iglesia católica. En caso de que esto no se haga, se estaría infligiendo dolor a las víctimas del cura Gabaráin y todos aquellos que son sensibles ante el problema de la pederastia eclesiástica y que quieren mantenerse como creyentes, pues se verían obligados a escuchar en eventos públicos las obras de un victimario de menores. Y, por otra parte, de proceder así, la Iglesia le estaría quitando peso a los delitos de pederastia. Pues ya no tendría mayor importancia que un sacerdote o religioso abuse de menores, si su presencia continúa a través de canciones que se siguen difundiendo. Si se han vetado los textos de abusadores como Marcial Maciel, Luis Fernando Figari y Germán Doig, por mencionar a algunos, aunque se trate de escritos espirituales edificantes, ¿por qué no hacer lo mismo con las mediocres canciones de Gabaráin, aunque sean populares?

Esta medida sólo abarcaría el ámbito público. En privado uno puede leer o escuchar lo que quiera. Y quizás meditar sobre esa frase que aparece en la canción “Madre, óyeme” de Gabaráin: «Madre, sálvame, mil peligros acechan mi vida». Sin olvidar que uno de los principales peligros para los jóvenes parece haber sido este cura pederasta.

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Cesáreo Gabaráin

No es un recurso sensacionalista señalar que la vida del ex sodálite arequipeño Martín López de Romaña está plagada de exageraciones, no inventadas sino reales. Pues no puede ser de otra manera para quien ha vivido más de una década en el seno del Sodalicio de Vida Cristiana, la secta católica fundada y liderada por Luis Fernando Figari.

López de Romaña relata su experiencia en un potente libro de reciente aparición: “La jaula invisible” (Penguin Random House, Lima 2021). Al principio se advierte al lector que «Todos los hechos narrados son reales».

El libro, que tiene como acápite “Mi vida en el Sodalicio: Un testimonio”, no sólo es una radiografía minuciosa de la institución, sino a la vez el retrato más vívido y detallado de Luis Fernando Figari que jamás se haya publicado, dado que el autor convivió varios años con él en la ahora inexistente comunidad de San José en Santa Clara (Ate-Vitarte, Lima) y perteneció a su círculo más cercano.

Con un estilo literario cautivador, López de Romaña nos relata cómo fue seducido desde los 12 años de edad por los sodálites, que habían fundado una comunidad en Arequipa, los cuales le hicieron sentir valioso después de que como adolescente hubiera experimentado varios fracasos escolares. El único éxito escolar que disfrutaría fue ganar el primer puesto de cuento en los juegos florales del Colegio San José, para sorpresa de varios profesores y alumnos, recibiendo como premio un ejemplar de la novela “La vida exagerada de Martín Romaña” de Alfredo Bryce Echenique. Pero fueron los sodálites quienes le elevaron la autoestima, haciéndole sentir muy especial. Según cuenta, Figari lo consideraba un “esper”, es decir, un individuo supradotado con habilidades paranormales. Lo que entonces no sabía el joven adolescente era que estaba siendo objeto de una táctica utilizada por las sectas para captar adeptos: llenar de elogios al candidato.

Lo que encontramos a continuación es una descripción de las estrategias proselitistas aplicadas en el Sodalicio para reclutar nuevos miembros. Con métodos intrusivos y lesivos de la privacidad, que paulatinamente iban generando una sustitución de la personalidad del sujeto por otra personalidad impuesta, manipulable, dispuesta a obedecer hasta las últimas consecuencias, el individuo era preparado para unirse al Sodalicio apenas alcanzara la mayoría de edad. Todo este proceso se llevaba a cabo sin conocimiento de los progenitores, más aún, con la indicación expresa de no contarles nada al respecto. En el fondo no era otra cosa que una especie de control mental o lavado de cerebro, por el cual también uno mismo terminaba generando sentimientos de culpa ante cualquier duda respecto al líder, la doctrina o el sistema institucional. Y al igual que en la novela “1984” de George Orwell el personaje de Winston Smith termina amando al Gran Hermano, a pesar de todos los maltratos y vejaciones, de manera similar López de Romaña terminará en un momento amando a Figari y poniendo su vida entera al servicio de sus caprichos y deseos.

Muy interesante es el relato de su paso por varias comunidades sodálites, entre ellas las ubicadas en San Bartolo y la comunidad de San José donde vivía el fundador. El día a día —las exigencias a veces inhumanas, la presión constante, la sustracción de sueño, la falta de libertad, la anulación de la vida privada— es narrado con una sinceridad brutal que a ojos extraños puede parecer insólita y poco creíble. No para mí, que viví en comunidades sodálites entre 1981 y 1993, y pasé por experiencias semejantes a las que López de Romaña tuvo entre 1994 y 2008. Y aunque haya quienes me hayan asegurado que para entonces ya se habían iniciado cambios en el Sodalicio, lo que describe el ex sodálite arequipeño indica que siguió funcionando como una secta destructiva.

Varios de los personajes que describe minuciosamente López de Romaña también jugaron un rol en mi historia personal, comenzando por Figari, aunque yo nunca pertenecí a su círculo íntimo. Los retratos escritos de Germán Doig, Jeffery Daniels, Jaime Baertl, Alejandro Bermúdez, Alessandro Moroni, entre otros, y de quienes son designados con los sinónimos de Manuel Alcázar y Julio Goyeneche son exactos y corresponden a la realidad.

Si bien López de Romaña nunca llegó a sufrir abusos sexuales con contacto genital en el Sodalicio, sí hubo por parte de Jeffery Daniels primero y después del mismo Luis Fernando Figari tanteos en la linea de lo sexual a través de caricias corporales incómodas, solicitudes de desnudarse o preguntas íntimas sobre su vida sexual. Como el depredador que está acechando a su presa, esperando el momento en que muestre un signo de debilidad para morderla en la yugular. Lo cual, en su caso, nunca llegó a ocurrir.

Lo más sustancioso del libro está en el relato de los continuos maltratos que han tenido que padecer los miembros de las comunidades sodálites, con el fin de doblegar sus voluntades y someter sus mentes. Las humillaciones que varios hemos sufrido en el Sodalicio han sido espectaculares, y López de Romaña cuenta varias de ellas. Aquí un ejemplo de una vejación no tan espectacular:

«Una noche había ido el padre Jaime Baertl a San José para conversar con el fundador. Parece que su reunión versó sobre buenas noticias porque éste nos llamó luego, a unos cuantos, a compartir con Jaime en la sala de televisión. Sus bromas eran hilarantes y el ambiente muy distendido. De pronto, el sacerdote se inclinó hacia su lado izquierdo en el sillón y se tiró un sonoro pedo. Todos reímos, un poco escandalizados. Luis Fernando me señaló y me ordenó: “¡Tú! ¡Huélele el pedo!”. La pura verdad es esta: sin oponer resistencia acerqué mi nariz a las posaderas del padre Jaime e hice como que olía los gases que habían salido con tanta parafernalia de su cuerpo. Salí del paso con una broma y todos se rieron. En ningún momento dejé que se manifestase mi dignidad menoscabada. Continué participando del jolgorio comunitario, hasta que el padre Jaime se fue a tirarse pedos a su comunidad».

Me hace recordar una anécdota ocurrida en los años 80, cuando en plena Misa en la estrecha capilla de la comunidad de San Aelred en Magdalena del Mar (Lima), donde el altar entraba a lo largo y los miembros de la comunidad alrededor de él, el P. Baertl despidió uno de sus sonoros y pestíferos cuescos, y todos los presentes tuvimos que aguantar el desagradable lance con cara de piadosa devoción. Como de costumbre, nunca se disculpó.

¿Cómo pudo librarse López de Romaña de eso que él llama la “jaula invisible”, donde los barrotes no son físicos sino que están puestos en lo más íntimo de uno mismo? Constreñida a los límites de un celibato inviable, su sexualidad, que no encontraba cauces para desarrollarse sanamente y que siempre se manifestaba como un secreto solitario, terminó generando en él una especie de doble vida, que incluía no sólo revistas pornográficas, sino también literatura de autores no permitidos en el Sodalicio y películas artísticas. Y aquello que le generaba angustia dentro de los parámetros impuestos por el Sodalicio fue a la vez su vía de salvación, no sin que tuviera que apurar el trago amargo de pensamiento suicidas y la frustración de sentir que había fracasado. El arte le abrió los ojos. Es la misma vía que, en otras circunstancias, tuve que recorrer yo mismo para alcanzar la libertad.

¿Cómo explicar que algunos no lo hayan logrado todavía y sigan prisioneros en sus jaulas invisibles? ¿O que aquellos que hemos logrado escapar nos hayamos demorado tanto tiempo en hacerlo y hasta ahora tengamos secuelas producto de lo vivido? López de Romaña lo explica muy bien:

«…el fundador, casi sin que te dieses cuenta, desde que eras prácticamente un niño, había ocupado por completo el lugar que tu sistema emocional tiene reservado para tu padre y tu madre. Tarde o temprano, un hijo tiene que independizarse. En eso consiste, entre otros factores, su maduración como ser humano. Pero en el SCV no te podías rebelar contra tu padre putativo. No solo porque era poderosísimo e inspiraba temor, sino porque rebelarte equivalía a ponerte en pie de guerra contra toda tu nueva familia y, presuntamente, contra ti mismo y contra Dios. Esto, sumado a la promoción de la obediencia ciega, el servilismo y la vigilancia permanente en un microcosmos que reemplazaba la realidad, hacía que, más allá de tu edad biológica, continuases siendo “como un niño”. […] Me refiero a que se atrofiaba tu capacidad de ser independiente y te volvías incapaz de responsabilizarte de ti mismo, de tomar decisiones sobre tu destino, de abrazar tu libertad y sus consecuencias».

“La jaula invisible” se lee como un thriller psicológico de suspenso, donde los horrores narrados superan ampliamente lo que otros han intentado plasmar en la ficción, como, por ejemplo, Santiago Roncagliolo en su fallida novela “Y líbranos del mal” (Editorial Planeta, 2021). Nos hallamos, pues, ante un libro indispensable para entender ese fenómeno perverso de fachada angelical conocido como Sodalicio de Vida Cristiana.

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Rafael López Aliaga se ha sumado hace tiempo a la narrativa del fraude que continuamente han repetido los seguidores de Fuerza Popular. Pues allí donde se eleva el aroma fétido de la mentira y la falsedad, allí parece sentirse a gusto quien cree ser poseedor de una verdad absoluta avalada por un fervor religioso que borda el fanatismo. Y que tiene modos fascistas, no democráticos.

López Aliaga, en la línea del cardenal Cipriani, y junto con él Rafael Rey y Martha Chávez, todos ellos vinculados de una u otra manera al Opus Dei, una de las cabezas de playa más conservadoras de la Iglesia católica, parecen creer que representan una tradición católica de más de veinte siglos, con su oposición irrestricta al aborto, a lo que ellos llaman ideología de género, al reconocimiento de los derechos homosexuales, unida a una pretensión de superioridad moral, paternalismo y aires autoritarios. Como si ellos se sintieran participando de una u otra manera de la infalibilidad que le atribuyen a la Iglesia católica, a su doctrina y —¿cómo no?— a su cabeza suprema, el Papa.

Pues parece que estas ideas no son tan antiguas como ellos creen y el catolicismo histórico es mucho más amplio de lo que ellos suponen. Más aún, sus posiciones y actitudes ni siquiera parecen poder conjugarse con las enseñanzas de Jesús que reseñan los Evangelios ni con la conciencia colectiva que tuvo el pueblo cristiano a lo largo de la historia.

El estudioso alemán Hubert Wolf, catedrático de Historia de la Iglesia en la Universidad de Münster (Renania del Norte-Westfalia, Alemania), sostiene que el catolicismo actual fue inventado en el siglo XIX y cimentado por el Papa Pío IX, quien tuvo el pontificado más largo de la historia: de 1846 a 1878. Ciertamente, tras los estragos sufridos por la Iglesia católica durante la Revolución Francesa además de otras revoluciones y guerras que asolaron Europa durante la primera mitad del siglo XIX, la institución se hallaba en crisis y necesitaba ser reconstruida y reinventada. O reformada, de acuerdo a la frase atribuida al obispo Agustín de Hipona (350-430) “Ecclesia semper reformanda”, que significa que la Iglesia debe ser siempre reformada. Como diríamos actualmente, lo que no cambia, perece. Es esa dinámica la que a grosso modo le ha permitido a la Iglesia católica subsistir hasta nuestros días. Pero los cambios no siempre han sido para mejor, ni han significado necesariamente un avance. Y lo que hizo Pío IX, al reinterpretar la milenaria tradición de la Iglesia y concentrar el poder eclesiástico en su persona de una manera absoluta como nunca se había dado en los siglos de existencia de la institución, fue precisamente sembrar las semillas del descrédito que sufre el catolicismo actualmente.

Pues este Papa, haciéndose eco de las corrientes ultramontanas de su época, se opuso expresamente al progreso y a la civilización, como lo expresa en su Syllabus o “Indíce de los principales errores de nuestro siglo” de 1864, donde señala como enunciado falso la afirmación de que «el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización». Asimismo, califica de «pestilencias» el socialismo, el comunismo, las sociedades secretas, las sociedades bíblicas, las sociedades clérico-liberales, debiéndose tener en cuenta que el comunismo y el socialismo de la primera mitad del siglo XIX eran más bien proyectos utópicos que buscaban la igualdad social mediante la comunidad de bienes y no los Estados dictatoriales que surgieron recién en el siglo XX.

Pío IX también se opuso a la libertad de conciencia y, por lo tanto, de religión, pues consideraba falso que «todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera». En este sentido, también consideraba erróneo que «es bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la Iglesia», defendiendo asimismo el derecho a la exclusividad del catolicismo en los países donde se hallaba presente. En consecuencia, considera equivocado el siguiente enunciado: «En esta nuestra edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos».

Ni qué decir, era contrario a las libertades democráticas, como lo expresó en su encíclica “Quanta cura” de 1864: «algunos despreciando y dejando totalmente a un lado los certísimos principios de la sana razón, se atreven a proclamar “que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión pública, que dicen, o por de otro modo, constituye la suprema ley independiente de todo derecho divino y humano…”».

No deja en pie ni siquiera la libertad de opinión. Dice respecto al naturalismo profesado por liberales de la época: «Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la misma encíclica “Mirari”), a saber: “que la libertad de conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo, sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil”.»

Por último, en 1870 hizo proclamar la infalibilidad pontificia como dogma de fe por el Concilio Vaticano I, convirtiéndose de esa manera en un monarca absoluto —dictador diríamos en la actualidad—, aunque sin territorio, pues ese mismo año el ejército piamontés invadió el Estado Pontificio, consumando la reunificación de Italia bajo el mando del rey Víctor Manuel II de Saboya, a quien el Papa excomulgó, además de prohibirle a los católicos la participación en la política italiana, incluido el sufragio, bajo severas penas canónicas.

Es de hacer notar que los obispos de Austria-Hungría, la mayoría de los obispos alemanes y el 40% de los franceses se opusieron a la proclamación del dogma porque no estaba en consonancia con la tradición de la Iglesia: nunca se había considerado al Papa como infalible. 55 obispos decidieron partir antes de la votación, pues no querían avalar con su presencia tamaño despropósito, más aun cuando Pío IX usó todos los medios a su disposición para presionar y convencer a los obispos indecisos, recurriendo incluso a la amenaza de sanciones, inmiscuyéndose continuamente en las discusiones del Concilio e imponiendo la dirección en que debían ir las reflexiones.

De este modo, Pío IX terminó concentrando en la Iglesia el ejecutivo, el legislativo y el judicial en su sola persona, sin ningún contrapeso ni de los cardenales, ni de los obispos, mucho menos del pueblo cristiano en general, todos los cuales tenían la obligación de obedecer.

En lo administrativo, la Iglesia católica ha seguido siendo una monarquía absoluta hasta ahora, donde ciertamente el Papa delega funciones pero sigue siendo quien tiene la última palabra respecto a las medidas gubernamentales y pastorales que se deben tomar, las leyes que deben regir a la Iglesia y las decisiones judiciales que se emiten sobre la base del derecho canónico. Y este esquema se repite a menor escala en cada diócesis, donde el obispo es el soberano absoluto que sólo debe rendir cuentas al Papa, el cual es el único que puede nombrarlo, sin obligación de seguir las recomendaciones de las personas calificadas consultadas al respecto ni la opinión de los fieles católicos de la diócesis. En una estructura así, donde no hay instancia dónde apelar, se entiende que campeen la injusticia y la impunidad, sobre todo en los miles de casos de abuso sexual que han sido denunciados y hechos públicos.

Según lo dicho, se entiende por qué después de Pío IX la democracia apenas ha sido tematizada en las enseñanzas oficiales del Magisterio eclesiástico. El término ni siquiera aparece en el Catecismo de la Iglesia católica, cuya primera versión data de 1992. Se trata de un tema que los representantes oficiales de la Iglesia evitan tocar, tal vez porque tengan rabo de paja o porque no desean que los modos democráticos se introduzcan en la Iglesia.

Josemaría Escrivá de Balaguer, el controvertido curita fundador del Opus Dei, dijo alguna vez que «el Divino Redentor dispuso que la comunidad, por Él fundada, fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales, para perpetuar en este mundo la obra de la Redención…» (Amar a la Iglesia, Punto 23). Fuera de que este enunciado es históricamente falso, quien crea que la Iglesia católica es una sociedad perfecta tendrá poco aprecio por la democracia. Y sabemos que esto ha sido una constante en los casos de Rafael López Aliaga, Rafael Rey, el cardenal Cipriani y Martha Chávez. Y en sus aliados más cercanos: Keiko Fujimori y los esbirros de Fuerza Popular y Renovación Popular.

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Iglesia católica, Pío IX, Rafael Lopez Aliaga
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